Ni se ha hecho armar caballero por la Reina, igual que Mick Jagger, ni se ha convertido, a la manera de Sting o Bono, en un fastidioso profeta burgués abrazado a un árbol del Amazonas e iniciado en la gimnasia del sexo tántrico. Menos incienso y más cerveza. Unos 35 años después de la fundación de AC/DC en Australia, Angus Young sigue transmitiendo la idea de que no hay felicidad comparable a la trashumante de pertenecer a una banda de rock, y la guitarra es la estaca que se clava en el corazón de la vejez. Los riffs que arranca al mástil de una Gibson y que suenan como la carcajada de un cocodrilo son puros e inmutables, destilados del sonido primigenio de Chuck Berry, a quien también copió el andar de pato de sus piernas como alambres. Las letras no agitan conciencias, sino la rebeldía del colegial castigado por llevar tirachinas en el bolsillo del pantalón corto, el hedonismo bravo, con cuernos satánicos debajo de la gorra, que consiste en vigilar el vestuario femenino a través de un agujero en la pared y en echarse a la carretera para apurar la camaradería de los viejos lobos de bar: Highway To Hell, o de cómo los amigos siempre estarán ahí, aun para acompañar hacia el infierno. AC/DC no tiene baladas, esas cursiladas grimosas de los Scorpions que los heavies ponían para agarrar teta. Cuando desciende a la pausa del blues, es para contar una sobredosis o una falsa virgen con gonorrea, Overdose, The Jack. No le faltaba a la leyenda bonzo del grupo sino la muerte de su cantante Bon Scott, ahogado en su propio vómito mientras dormía en un coche después de una borrachera. A AC/DC le costó dar con su aspecto. Es sabido que el nombre lo sacaron de la máquina de coser de la hermana de los Young, Margaret, y que tuvo que ser un taxista el que les avisara de que AC/DC era también un código bisexual. Al principio, les tentó la moda glam, y por ello urdieron disfrazarse todos: Angus probó el disfraz de gorila, de superhéroe y de El Zorro hasta dar con el de escolar expulsado que aún mantiene. Aunque eran demasiado cachondos como para que los popes culturales les tomaran en serio, quedaron consagrados como mito popular: cuando cayó el Muro y los berlineses del Este pudieron acceder a las tiendas sin listas de prohibiciones, lo que agotaron fueron los discos de AC/DC. Volverán a España en abril, intactos, fieles a sí mismos: nadie quiere que AC/DC cambie o evolucione, como a nadie le apetece que de repente cambia el sabor del trago de toda la vida. Y quienes les siguen desde hace muchos años volverán a tener la sensación de que uno de sus conciertos es un viaje al país de Nunca Jamás. Pero no para ser Peter Pan, sino Garfio, epiléptico el cuerpo de quien ha sido arrebatado por la vieja fiebre del rock.