Negro Zaino Retinto Oscuro

  • October 2019
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  • Pages: 19
NEGRO ZAINO Y RETINTO OSCURO

SUCEDIO EN PAMPLONA CUANDO CORRIA EL AÑO...

Moruño y Campanero pacían en aparente tranquilidad. Moruño, negro zaíno y bien armado, contaba cuatro años. Campanero, retinto oscuro, era algo más joven que su amigo inseparable. Ambos eran los más apreciados de la dehesa. De vez en cuando elevaban el morro del suelo, amarilleado ya por los soles primaverales, para reanudar la conversación abandonada un momento antes. -Te aseguro que esto no me gusta un pelo. -afirmó Campanero- Me recuerda la partida de Barberito. -Déjate de fantasías -replicó Moruño. -No estoy alucinando, Moruño. Gente a vernos, comida abundante, pesada diaria, baño y cepillada todas las mañanas... -No sé. Igual tienes razón -reconoció Moruño. -¡Fíjate! De nuevo mirándonos. ¿No te digo lo que hay? -¿Te has dado cuenta de la forma de mirar de estos animales? preguntó Moruño a su colega. -Sí. -contestó éste- Es algo que siempre me ha llamado la atención. Observan nuestros pitones, las patas, el morrillo, los testículos.... Nunca miran a los ojos. Durante un rato guardaron silencio hasta que Campanero lo rompió: -¿Sabes qué te digo?, Moruño.

-¿Qué? -Que nos van a llevar..., y pronto. -¿A dónde? -Y yo, ¿qué sé? -A lo mejor nos llevan a un lugar hermoso. -Puede ser..., pero separarme de Sultana.... De todos modos, esta mañana ha llegado un camión con cambretas. -¿Dónde va? -Los pastores hablaban de un país llamado Euskal Herría que debe estar por allí -contestó Campanero enfilando su morro en dirección Norte. Pensativos, los dos amigos se refugiaron en la tarea de alimentar su más de media tonelada. Peso que, aun siendo considerable, no robaba a sus bellas estampas esbeltez o agilidad. Al cabo de unos días, Moruño y Campanero habían sido arrancados de su tierra y sus quereres y, encajonados, conducidos a los corrales de "El Gas", al pie de la Vieja Iruña. A una con ellos, habían llegado también a Pamplona cuatro hermosos ejemplares de la misma ganadería, crecidos en diferente dehesa. -¡Ya tenía ganas de verte, Moruño! -exclamó Campanero en cuanto pudieron reunirse. -Yo también -aseguró Moruño. Y añadió- ¿Qué tal el viaje? -¡Jodé, chico! ¡Fatal! Un atontamiento espantoso. En aquel cajón tan estrecho... sin poder moverme... pateando mis cacas. Me daba vueltas todo. ¿Y tú? -¡De pena mora! Pensé que no llegaba. Mareos..., arcadas..., no poder echar la pela. Muy mal. Me he quedado en el chasis.

-¿Qué te parece esto? -Parece agradable. Frescura, verde.... Y ¿sabes?, al margen del transporte, me agrada viajar. Además intuyo que vamos a papear bien. -Si por lo menos podemos darnos alguna panzada... -¡Descarao! Pasaron los días. Moruño y Campanero continuaron en el mismo lugar repartiendo su tiempo en pasear, alimentarse y, sobre todo, rememorar travesuras de su, no lejana, infancia o faenas de amor más recientes en el tiempo. Sabían del paso de los días a través de las caricias de la luna en unas noches apacibles. Mas, otro hecho determinaba su calendario: todos los días seis compañeros partían al atardecer, para no volver. Por más que este diario acontecimiento roía las entrañas de los dos amigos, como si de un pacto implícito se tratase, nunca afloraba en sus diálogos. Cuando el calendario de ambos se daba cita en el 13 de Julio, la quemazón interna brotó. Campanero comentó: -Hay algo que me tiene obsesionado. -¿Qué? -inquirió Moruño. -No lo sé muy bien. Los seis colegas... todos los días... -Campanero calló. Moruño sostuvo el silencio. Finalmente el primero explotó: -Moruño, tengo miedo. Moruño se decidió a hablar: -Mira, aquí, por más que intentemos disimularlo, del canguelo no nos libramos nadie. También a mí me agarrota las tripas. Una vez Chocolatero, el antiguo semental, me contó... -¿Qué?

-Que en su juventud fue conducido a un espacio circular llamado "ruedo". Allí empezaron a jugar con él. Por fortuna se rompió una mano y volvió a la dehesa. El intuyó cosas muy raras. De todas maneras eso era en el campo y sólo había tres hombres. Esto parece una ciudad por aquellas casas colgadas sobre la muralla. Campanero, soltando un suspiro, dio un giro a la conversación: -Me invade la tristeza al contemplar ese cielo rojizo. Me trae recuerdos de Sultana. Moruño, pensativo...: -También Campanilla se introduce en los sueños que me atrapan en la oscuridad. Despierto llorando y no vuelvo a conciliar el sueño. ¡Escucha! ¿Qué es eso? -Parece el sonido de un cuerno. Lo he escuchado varias noches. -¡Mira! ganando la salida.

¡Los cabestros! ¡El portón! ¡Nos llevan! -gritó Moruño

-¡Si! Pero, ¿a dónde? -preguntó Campanero saliendo tras él. -¡Pronto lo sabremos! ¡Corre! ¡Ven! ¡Tal vez sea la ocasión! -dicho ésto, los dos amigos iniciaron la carrera juntos. -¡Un camino entre casas y tapias! Si hubiese un hueco... -¡Nada! Y ahora maderos. Todo lleno de maderos. -¡El río! ¿Qué mirará toda esta gente? -Ya tenía ganas de pillar una cuesta para soltar los remos. -¿Por qué llevarán todos un pañuelo rojo al cuello? -Serán de la misma ganadería. -Seguro. ¡Mierda! Ya nos han vuelto a enchiquerar.

-¡Qué mala suerte! ¿No habrá por aquí ninguna salida...? Los dos amigos inspeccionaron el recinto buscando inútilmente un camino hacia la libertad. Se trataba de un reducido corral rodeado de burladeros y con suelo de arena. Estaba cerrado por un portón de madera y a un costado, pegada a la muralla, un aska regalaba su agua fresca. El desánimo se apoderó de ellos. No probaron bocado. -Moruño, yo me tumbo a descansar. Al menos, soñaré con la fuga. -La fuga es nuestro deber, como presos que somos, pero lo tenemos claro. Anda sueña y descansa. Campanero pronto quedó profundamente dormido. Moruño, por su parte, recorrió las estrellas. Descubrió su luna entre un conjunto de torres y ojivas. Su visión evocó las cálidas noches allá en su tierra. Permaneció en ella. Siempre, sin saber por qué, había creído que a él la luna le miraba con cariño. Se produjo un gran resplandor. Una sonriente vaca surgió ante él emitiendo luz plateada a su alrededor. Su piel era negra, su lengua rosa y sus ojos bondadosos. Entre sus astas una medialuna refulgente cegaba a Moruño. El asombro de éste fue mayúsculo, pero no por ello enmudeció. -¿Quién eres? -preguntó. -Soy tu luna. -contestó ella con suavidad- No digas nada. Ten confianza. Conozco tus ilusiones y tus miedos. Serás libre. -El caso es que... tengo una seria preocupación. -balbuceó Moruño. -¿Cuál es? -preguntó ella. -Mira, éste que está aquí tumbado es Campanero. Es un gran amigo mío y... ama la libertad como yo, o más... sí, más que yo. Si es posible... desearía que le ayudaras... aunque fuese en mi lugar. -Eres todo un toro, Moruño. No temas por tu amigo tampoco. -Y repentinamente desapareció. La oscuridad envolvió nuevamente los corralillos.

Moruño se tumbó junto a su compañero y corrió las peludas persianas sobre sus ojos. Pasadas unas horas empezó a clarear. Los madrugadores rayos de sol dibujaban oscuras y prolongadas sombras. -Moruño, ¿estás despierto? -Sí. No he dormido mucho. He tenido frío. -También yo. Aquí refresca bastante y ésto es muy húmedo. Y, para colmo, toda la noche con música. -¡Campanero! Tengo algo muy importante que contarte -exclamó Moruño acabando de despertarse y dando un brinco. -¡Espera! ¡Escucha! Están cantando... Fermín... nos guíe... en el encierro. Lo repiten. -Serán otros encerrados, como nosotros. Ya se han callado. Tengo que contarte... El chirriar de un cerrojo, un espeluznante siseo y un gran estruendo ahogaron las palabras de Moruño. -¡Una bomba! -gritó Campanero. -¡Mira! ¡El portón! ¡Se abre! ¡Corre! -gritó a su vez Moruño. Y con su amigo y los cuatro compañeros salieron en prolongada manada tras los mansos mientras explotaba un segundo cohete. -¡Otra bomba! ¡No ganamos para sustos! -Pero, ¿qué hace toda esta gente bajando hacia nosotros? -¡Todos en medio de la calle! -¡Están locos! -¡Pero... si nos vamos a chocar con ellos!

-¿No se dan cuenta de que atrás están tirando bombas? -¡Con la velocidad que podríamos coger en esta cuesta! -Y, ¿por qué chillan? -¡Moruño! ¡Tengo miedo! -¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Casi me llevo a uno por delante! -No, si nos la pegaremos... ¡Cuidado!, se tumba ahí otro. -¡Ahora es llano! -¿Por dónde? -¡Siempre a la izquierda! -¡No puedo pasar! ¡Todo el mundo se planta delante de mí! Encima, semejante griterío en cuanto miro hacia atrás. -¡Los gritos son para meternos miedo! -¡Nada! ¡Ojo con la curva, que nos la damos! -¡Mas vale que me has avisado! ¿No habrá algún agujero en esta calle tan larga? -Pero... ¿Has visto este fantasma dando codazos para situarse en mis pitones? -¡Me dan ganas de parar y dejar que pasen todos! -¡Vienen los pastores detrás! ¡Te soltarán un churrazo! -¡Más miedo me da que vengan los de las bombas! -¿Te has fijado que no hay hembras? -Serán más inteligentes.

-¡Ahí va! ¡Qué cuesta! -¿Qué es eso de ahí abajo? -¡Un túnel! ¡Está lleno de gente! -¡No vamos a poder pasar! ¡Me abro hacia atrás! -dicho esto, Campanero viró en redondo desatando un aullido ensordecedor. Al instante, aterrado, se volvió de nuevo hacia adelante y corrió junto a su compañero que había reducido la velocidad para esperarle. -¡Tenemos que pelear! ¡Necesitamos pasar! En aquel instante los dos amigos, angustiados por el miedo y a punto de enloquecer iniciaron su defensa. Derrotes, embestidas y empellones ampliaron el cerco que los envolvía. Sus enemigos armados de periódicos les citaban en todas direcciones. Los toros, acobardados, enfilaron el callejón. Ante ellos un mozo se agachó a meterse la alpargata. Otro tropezó con él. Otro y otro más. Montón. Los dos amigos a limpia embestida pretendieron hacerse un pasillo. Moruño con un derrote enganchó a un mozo por la faja. Campanero acudió en su ayuda. El clamor colectivo se disparó en amplitud e intensidad. Los decibelios provocaron una fluida y verdeocre deposición de Campanero. Un pulcro y pelón uniforme que pretendía tirar de los morlacos acabó tiñéndose en una culada. Finalmente el mozo suspendido, al aflojarse la faja, cayó pálido pero indemne. Las vertiginosas carreras y el retumbar del callejón enloquecieron aún más, si cabía, a los dos astados. Pero, como a todo momento oscuro, sucedió la luz. Esta evocó la esperanza. Los rayos de Sol cegaron a los dos amigos y al recobrar visibilidad... -¡Es el ruedo! ¡Seguro! ¡Huyamos! -¡Otra bomba! ¿Por dónde? -¡Por allí! ¡Tras los mansos!

-¡Uf! Parece que aquí estamos seguros. -¡Y otra bomba más! -¡Qué pesadilla! -Pero, ¿has visto que chalaos? La visión de la alfalfa aceleró el ritmo de trabajo de las glándulas salivares ahogando la conversación. Después de almorzar, Moruño refirió a su colega, con todo lujo de detalles, la aparición que había tenido lugar en el corral de Sto. Domingo. Pasaron unas horas. Cuando en Sol había rebasado justamente su cenit.... -¡Nos están vigilando! -¿Dónde? -¡Aquí arriba! ¡Y ahí! -Ya veo. Allí encima también. Un pastor, vara en mano, desde un pasillo elevado, tiró de una soga haciendo abrirse un portón por donde accedió un cabestro cornicorto. A un silbido del pastor, el manso volvió a salir por donde había llegado, pero seguido de un joven toro. Moruño, dándose perfecta cuenta de la maniobra exclamó: -¡Nos van a separar! -No lo lograrán. -aseguró con resolución Campanero. El manso, en sucesivos viajes, fue conduciendo a sus compañeros, hasta que sólo restaban Moruño y Campanero. Por más que el cabestro les incitó, ninguno de los dos fue tras él. Mudaron el cabestro y el resultado fue idéntico.

-No podrán separarnos -insistió Campanero. -Y menos, estos cabestros que, no contentos con arrastrarse ellos, pretenden arrastrarnos a los demás. -apostilló Moruño. Los ojos colgantes habían ido retirándose aburridos y las voces y varazos de los pastores habían ido ganando en acritud e intensidad. Un viejo pastor de tez cetrina y jeta de fiera saltó al pasillo, tomó la soga amarrada a la puerta y esperó la repetida maniobra de los dos amigos. Estos, adosados uno a otro, como formando un ser mitológico desconocido, siguieron a su traidor-llevador pretendiendo no separarse. Pero esta vez, cuando la cabeza de Campanero hubo rebasado el dintel, el pastor asestó un portonazo en el morro a Moruño obligándole a girar la testuz. Cuando el toro pretendió volver a besar la cola de su amigo, el portón se cerró con estrépito ante él. Estaban separados, apartados. Primero uno y luego otro fueron rebasando pasillos y puertas que por un complejo laberinto les condujeron a sus respectivos chiqueros. Todo fue rápido. Unicamente la breve pausa en la que una voz, atronadora para ellos, mencionó su nombre, peso y características y les regaló un ordinal y un maestro. En sus toriles respectivos, a través de las grietas fruto de un viejo seísmo en la ciudad... -¡Moruño! ¿Me oyes? -¡Sí! ¡Estoy aquí! ¡Al otro lado del muro! -¿Estás seguro de que lo de esta noche no ha sido un sueño? -Sí, estoy completamente seguro! ¿Has escuchado esa voz alta? -Sí. Ha hablado de mí. Luego ha dicho que era el 5. -Eso es. Y yo el 6. Intenta romperte una pata. A Chocolatero le salió bien. No abandonó la dehesa. -¡Inténtalo tú, Moruño!

-No. Tú sales primero y tú lo vas a intentar. Si te sale bien, veré qué hago. De todas maneras, si tienes suerte, contaré con tu experiencia. Los dos astados, convencidos ahora de que su destino era un ruedo cargado de negras, aunque desconocidas connotaciones, quedaron sumidos en una oscuridad muda. Sucesivas oleadas de música acercándose les sacaron de su estado. -¿Oyes? -preguntó Moruño. -Sí. -contestó su amigo. Ambos permanecieron alerta a la escucha de la estridente miscelánea que se había asentado en sus cercanías. Transcurrido un tiempo, cedió la puerta de Campanero. -¡Moruño! -gritó éste antes de alcanzar el túnel que lo condujo a la arena luminosa tras recibir un pinchazo vertical que le clavó la divisa. En un cajón de cemento, intentando retener la despedida de su compañero, un altivo toro de fiera hechura y casi seiscientos kilos quedaba temblando mientras sus esfínteres se relajaban. Campanero salió de estampida al ruedo. Dio una vuelta a lo largo del anillo rojo en busca de un hueco que no quiso surgir. Un par de carreras y se plantó en medio del redondel a contemplar la plaza. El coso era un hervidero. Allí había más humanoides que los que nunca hubiese pensado pudieran existir. "No es posible que sean tan poco animales como para reunirse aquí, en tan elevado número, para hacerme daño", pensó Campanero. Observó al respetable. Al Sol había un mogollón de gente joven con caras alegres. Portaban música y decoradas banderas apaisadas. Menudeaban pequeños surtidores de blanca espuma. A la sombra estaban más calmados, más serios y fardados. El guirigay de sol reclamó de nuevo su atención. "Qué guay se lo deben pasar", pensó. Arracimados, bullían al son de mil músicas.

Dos cuerpos brillantes acompañados de amplios capotes grana irrumpieron en el círculo amarillo. Campanero pensó que pretendían jugar y fue hacia ellos. Comprobó que, sin quererlo, era atraído por el color de sus capotes. Tras un rato de juego, desaparecieron por un punto invisible de la roja circunferencia. En su lugar surgió un traje, más brillante si cabía, cubierto de un sombrero negro con orejas de igual color. El espada inició el juego. Campanero embistió la capa carmesí con temple y movilidad suficiente para interesar en los lances de recibo. Ello le dio pie a un descubrimiento: si lograba concentrarse en la chaquetilla de oro, era capaz de evitar el rojo imán. Lo probó con positivo resultado. Pero el maestro, tras una ovacionada revolera, no quiso jugar más. Descubrió entonces dos engalanados jamelgos cubiertos de sombreros de amplia ala y portadores de una larga vara. Uno de los rocines, plantado a escasos pasos del perímetro, no cesaba de cocear incitándole al juego. Campanero fue hacia él. Un bramido de dolor llenó el ruedo. "Un poco más y me mata", pensó el astado mientras una cortina de sangre se descorría por su costillar derecho. "Toda mi vida he sido un ingenuo, un puñetero ingenuo", se decía a sí mismo a la vez que el espanto se apoderaba de él. Chocolatero, el viejo semental, acudió a su memoria. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, tomó carrerilla y de una codiciosa embestida se abalanzó sobre el caballero. Este, despistado, estuvo a punto de comerse la arena. Pero no fue así. Repuesto del susto picó con saña a Campanero quien, repitiendo la embestida, volcó al caballo sufriendo él, a su vez, una aparatosa caída. En pie, Campanero se dijo que no resultaba tan fácil lo de romperse una mano. Volvió a la carga. El jinete, esta vez sobre aviso, le cuajó una fuerte y prolongada vara. En un nuevo enfrentamiento Campanero cayó despatarrado. Se levantó y se alejó del lugar sosteniendo en el aire su mano derecha. Se escuchó una inmensa pitada circular. "La he armado", pensó Campanero sintiéndose descubierto. Pero a los silbidos siguieron panazos que, volando, iban a dar en el caballero, lo que descubrió a Campanero quién era el objeto de la bronca. La suerte de su enemigo le supuso alegría, pero ésta se colmó al divisar una pareja de mansos en busca suya.

El presidente había ordenado retirar el toro a los corrales que Campanero alcanzó loco de contento, desconocedor del reglamento taurino que ni en este caso le perdonaba la vida. -¡Moruño! ¡Moruño! -entró sofocado Campanero llamando a su amigo. -¡Campanero! ¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho? -Me han hecho injurias y no sé qué hubiese sido de mí si.... Pero déjalo, tenemos poco tiempo. Te llevarán al ruedo. Mantente en la zona donde da el sol, es la más guapa. Verás un tipo brillante con un trapo granate que te inmanta. Tú métete en los brillos del traje y superarás la roja atracción. Ten cuidado con el que monta un caballo abrigado. Te hinca un hierro que.... -¡Me llevan! ¡Campanerooooo! -gritó Moruño al abrirse su portón. -¡Suerteeee! -gritó, por su parte Campanero a quien el trance de su amigo había robado su reciente euforia. Moruño pisó la arena caliente y fue sintiendo sensaciones parecidas a las de su antecesor. Siguiendo su consejo, se dispuso bajo el caluroso ambiente a esperar acontecimientos. Pronto unas verónicas y redondos permitieron lucirse a su enemigo llevando la emoción a los tendidos de sombra donde el respetable no se cortó un pelo a la hora de calentar palmas. La garrocha, en cambio, nada pudo hacer con él. Moruño se rajó frente al caballo cuyas mínimas insinuaciones eran respondidas de inmediato por la soleada juventud. Finalizado el tercio de varas, quien sí sorprendió a Moruño fue el banderillero. Su aire de recortador traicionó al toro. Para cuando quiso darse cuenta, una pareja de hierros de castigo, emperifollados con papelinas de colores, abrían sus carnes sin que por ningún medio pudiese hacerlo saltar. El presunto recortador estuvo desaseado en el resto de los pares que el morlaco esquivó sin dificultad. Al nuevo cambio de tercio, tres regatas de sangre serpenteaban por su piel. De nuevo frente al maestro, que en esta ocasión había encogido el engaño y escondido algo en su interior. Al primer muletazo Moruño rozó con su

hocico el secreto. Era madera. Unos pases de castigo impregnaron de arena su hocico babeante. Tras una pausa con trago de botijo para el maestro, cinco naturales y un pase de pecho levantaron ovaciones de gala. Pero esta vez el hocico percibió una diferente sensación. Concentración y un enganche en lo colorado dejaron al descubierto la espada de matar en manos de su enemigo. Moruño, consciente de la situación, se centró en la áurea guerrera. Un derrote hizo resbalar su pitón por la chaquetilla y fue a introducirse en la entrepierna. Todo un ejercito acudió en ayuda de su rival, pero éste, pálido, les ordenó la retirada. El toro miró al cielo. En él su luna peleaba por dibujarse sin llegar a conseguirlo. Miró a su alrededor y se vio solo. Recordó a Campanilla. Recordó a su amigo más cercano, pero no sintió su olor, ni sus mugidos, ni el peso de su mirada. Estaba solo, rotundamente solo. Sintió desvanecerse. Sin querer, sus patas fueron a la línea y su cabeza bajó hacia la arena. El espada se arrojó a volapié. Un rayo cruzó el aire y la frialdad del acero taladró el cuerpo del toro. Un escalofrío, seguido de un vómito, sacudió sus casi seiscientos kilos. Los vómitos se precipitaron amenazando ahogarle. Un vahído le hizo tambalearse. Sin saber por qué, buscó refugio junto a la roja valla. Su cuerpo y la arena bajo sus manos se teñían del mismo color. La cuadrilla le hizo la rueda. Le empujaban con disimulo. Tuvo que apoyar en el suelo sus cuartos traseros. Levantó la vista hacia sol. Todo el mundo bailaba ignorando su tragedia. Reuniendo sus exiguas fuerzas, consiguió erguirse. Con una sacudida de su cuerpo logró hacer saltar el acero que zigzagueó en el aire y cayó a la arena. Se apartó de la valla donde los peones pretendían tumbarlo, ahora ya, con todo descaro. Se recuperó un tanto. Cesaron los vómitos. Cientos de recuerdos acudieron agolpándose en su cabeza. Retazos de su vida danzaban al son de las peñas en un fondo rojo salpicado de brillos barrocos. De pronto se topó con el maestro que, de puntillas, se disponía a rematar la faena si atinaba en el preciso punto con una nueva y reluciente espada de matar. Un amago de náusea

le hizo ladear su pierna derecha a la vez que elevaba la testuz para tragar un coágulo de sangre que había ascendido hasta su boca.

FINAL PARA VIEJOS DE CUALQUIER EDAD

Moruño perdió la noción del espacio y del tiempo. Sintió desgarrarse internamente ante una segunda estocada. Nuevamente los peones apabullándole, tratando de enloquecerle en un vértigo circular. Para romperlos reculó una vez más hacia las rojas tablas. Riadas de sangre ascendían envalentonadas hasta su garganta. Sus entrañas se resquebrajaban. Su lengua colgaba pretendiendo desabrocharse de sus fauces. Rememoró, virada en rojo, la aparición de su luna, pero no tuvo fuerzas para buscar su plata en el techo azul. La tortura no cesó. Un pinchazo tras la nuca le proporcionó un agudísimo dolor. Quiso morir, pero no pudo. Nuevo descabello. Otro y otro más. Pretendió emitir un bramido pidiendo acabar, una baba de sangre lo ahogó. Un puntillazo le proporcionó una agónica convulsión. Un segundo lo dejó seco. Unas coquetas mulillas, engalanadas con borlas, cintas y cascabeles, arrastraron hacia el Patio de Caballos 600 kilos de rojo y negro. A su paso, una ancha pincelada carmesí fue alargándose en el amarillo pálido de noche y espanto. Tras una breve pitada, la música volvió a llenar el aire impidiendo que un tiro pudiese ser escuchado. A los pies de una verde figura tocada de charol yacía Campanero. Para entonces su compañero Moruño ya había sido despellejado y descuartizado. El lo estaría también en pocos instantes a manos de los matarifes, unos mocetones de coloradas blusas y hábiles herramientas: hachas y cuchillos. Pronto serían servidos en las carnicerías. Pero el estofado era una finalidad secundaria. Ellos habían sido criados, crecidos y mantenidos para que

otros animales disfrutaran socialmente de un acontecimiento cultural: su tortura y muerte. Entraron los niños, "los txikis", a los que les estaba vedado el espectáculo por su, aún, incapacidad cultural. Los tendidos de sol resbalaron hasta el redondel invadiéndolo. Una masa danzante y estrepitosa empapada en vino, sudor y champán fluía hacia la ciudad por el mismo callejón que a las primeras horas de la mañana, y en dirección inversa, habían atravesado dos enraizados y hermosos toros: Moruño y Campanero.

FINAL PARA NIÑOS Y ESPERANZADOS DE CUALQUIER EDAD En aquel instante, cuando el sol aún iluminaba las gradas más altas de un costado del coso taurino, la oscuridad inició su invasión con inusitada rapidez. Enmudecieron las charangas y se agotaron las fuentecillas de cava. Por un momento se olvidaron de Moruño y miraron a lo alto. La luna, apenas perceptible un momento antes, pasó a ser la protagonista. Convertida en vertiginosa cometa, evolucionó en dirección al astro rey cubriéndolo de amor por unos instantes. Moruño notó cómo su cuerpo se recuperaba y, pletórico de fuerza, se sintió presa de un genio endiablado. El engallado y bien armado morlaco al hilo de las tablas buscaba carne por los dos pitones con un descaro escandaloso. Maestro y peones fueron sacados de su absorto mirar al cielo a embestidas y cornadas. La amante rompiendo el abrazo se hizo a un costado y el sol desde su feliz relax envió sus cálidos estertores luminosos. Las miradas se concentraron ahora en Moruño que, victorioso, paseaba por la arena sus altivos pitones. Al otro lado de la barrera el follón era descomunal. Se organizó una procesión hacia un paso oscuro del que fluía cierto olor a éter. Tras una agria discusión, matador, estoque y muleta, temblorosos los tres, atravesaron el burladero. El maestro provisional citó a Moruño. Este zarpeó en la arena y se arrancó hacia él. El asta hizo carne en la ingle y el provisional siguió también el camino del éter.

A empujones obligaron a atravesar el burladero al tercer mataor de la tarde. El maestro interino se apartó tres pasos de la madera. Una simple reojada del toro y perdió el culo. Al otro lado de la valla, representantes y apoderados vociferaban pretendiendo que volviese a salir. Moruño, de un salto, rebasó la roja circunferencia para conocer in situ cómo iba el tema. Un corto paseillo por el perímetro y retornó al ruedo. En el recinto arqueado quedaron los cuerpos magullados de torero, peones, mayorales, apoderados y policías revueltos en un amasijo de estoques, porras, monteras, capotes, montecristos, pistolas y cascos de botijo. Los bombos apoyaron a los instrumentos y éstos a las gargantas. Quedó superada la anarquía melódica para apoyar una exigencia común: ¡Amnistia! ¡Orain! ¡Amnistía! ¡Ahora! Pronto era toda la plaza salvo algunas excepciones que abandonaron su localidad. Perdonada la vida de Moruño, se desató una ovación de gala al tiempo que un bramido imponente llegaba del Patio de Caballos. Campanero, tras hacer estallar puertas y portones, realizó una espectacular aparición, carrera y salto al redondel, vaciando de mirones y curiosos las abultadas puertas de la enfermería. Una nueva exigencia fue ganando corazones, mentes y gargantas. Esta vez no se dirigía al presidente que azorado había huido, sino a toda la ciudad. Se exigían fiestas sin muerte: ¡Fiestas Sí! ¡Muerte No! ¡Hilik Gabe, Festak Bai! Los dos toros rozaron sus lomos y trenzaron sus miradas. Se abrió la puerta que daba al callejón, donde tanto miedo habían pasado por la mañana. El ruedo se fue invadido por los txikis de las peñas. Fueron acercándose a los toros. Les acariciaron. Acabaron cogiéndolos aupa para dar una vuelta al ruedo. En un principio los morlacos temieron aplastar algún pequeño, pero fueron comprobando que sus cuerpos no pesaban. Más tarde que, no sólo eran ingrávidos, sino que se elevaban. Describiendo círculos por un rutilante pasillo de luz que en ovalada espiral iba ampliando el coso taurino, fueron ascendiendo atraídos por una luna cuya plata fulguraba ahora sobre un azul que se saturaba en marino.

Desde lo alto, Moruño y Campanero observaban complacidos en medio de la ciudad el volcán en cuyo cráter el magma humano bullía incansable en búsqueda de vida. Un hilera de ojitos azabaches se habían mantenido sin pestañear mientras una vaca, Sultana, había ido refiriendo esta historia que acaba de finalizar. -Todo esto que os he contado sucedió en la Vieja Iruña, Pamplona, cuando corría el año 199 ?. Nunca más se mató allí un toro. Inmediatamente la decisión se extendió por el resto de Euskal Herria y muy pronto a los paises circundantes Fue un gran paso para nosotros y para ellos también. Bueno, y ahora a dormir que se nos ha hecho muy tarde. -dijo Sultana. Un ternerito: -¡Sultana! ¡Por fa!, sólo una pregunta -Sólo una, ¿eh? -accedió la vaca. -¡Vale! ¿Por qué se juntaban los hombres para ver liquidar a nuestros antepasados? -Es un poco complicado -empezó ella. Y explicó:- Los hombres habían sido cazadores. Cuando no necesitaron serlo, le habían cogido gusto a matar. Por ello se montaron las guerras. Cuando se civilizaron un poquito hicieron menos guerras y montaron espectáculos. La "Fiesta" era uno de ellos, era como un teatro de la guerra y de la muerte. Pero, claro, en ella el torero corría un mínimo riesgo, mientras que el toro inexorablemente acababa torturado y muerto. En el fondo en aquellos humanos declinaba el sentido de la Vida por haberla disciplinado, regulado y deprimido tanto. Pero, bueno, eso pertenece a la historia. Hoy sus sucesores han decidido vivir la Vida en su plenitud y así se han ganado su humanidad. Hoy ellos todos, nosotros, todas las especies... el planeta entero Vive. ¡Oh! ¡Cuanto os gusta trasnochar...!

-¡Sultana! -¡A ver! Tú, el del colmillito retorcido. ¿Qué quieres? -¡Ternurista y maniquea! -¡Ale, a dormir! ¡Ya vale! Tumbaos y, antes de dormir, lanzad una reojadita a la luna que se contonea allí arriba. Una espléndida luna evoluciona regodeándose al verse simultáneamente reflejada en siete pares de ovalados y muy negros espejitos que la contemplan desde un campo de Andalucía.

Iruña, 13 de Julio de 19… ?

JAVIER MINA, Iruña, agosto de 1983 Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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