Martes | 28.12.2004 en Clarín en Internet ········································································································································· TRIBUNA La democracia no desconfía de la libertad -------------------------------------------------------------------------------Roberto Saba. JURISTA, DIRECTOR EJECUTIVO DE LA ASOCIACION POR LOS DERECHOS CIVILES El debate en torno a la muestra de León Ferrari y su eventual cierre no es un tema menor. Permite reflexionar sobre uno de los de los mayores dilemas de una democracia liberal, poniéndola y poniéndonos a prueba. La democracia liberal, en la que se funda nuestra Constitución, requiere de los ciudadanos el valor de enfrentar ciertos riesgos. Uno de ellos, quizá el más importante, lo constituye el de ser capaces de exponerse a expresiones que pueden no ser de nuestro agrado o, aún más, que pueden provocarnos el más absoluto de los rechazos. La democracia también presupone tener confianza en la razón y la inteligencia de las personas para decidir libremente lo que es mejor para ellas individual y colectivamente. Es cierto que todos podemos "equivocarnos" al usar nuestra razón y nuestra libertad, pero esa posibilidad no justifica que se nos impida recurrir a ellas, como lo sostenía John Stuart Mill, el liberal por excelencia del siglo XIX, en su famosa defensa de la libertad de expresión en su clásico Sobre la libertad. La libertad de expresión no es sólo un derecho individual de aquel que se expresa. También comprende el derecho de todos los demás a conocer esa expresión. En este sentido, Mill afirmaba que "si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase, como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal que sólo tuviera valor para su dueño, si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana, a la posteridad tanto como a la generación actual, a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella". Si la expresión de censura fuera verdadera, sostenía este filósofo de actualidad permanente, al prohibirla nos privamos de ella. Si ella estuviera en un error, la verdad pierde la oportunidad de revigorizarse al ser contrastada con él. Lo único que justificaría la censura, entonces, sería el miedo a enfrentar la posibilidad de que estemos equivocados o la negación de que las personas pueden, por sí mismas, discriminar la verdad de aquello que no lo es. La censura necesita confiar en unos pocos que nos dirán al resto qué podemos y qué no podemos saber. La libertad de expresión, además de ser un derecho individual del que se expresa, es también una precondición del sistema democrático. La protección de la expresión es el mecanismo por el cual nos aseguramos que ninguna idea quede fuera del debate público
que precede a la decisión democrática del pueblo. La prohibición de una expresión empobrece el debate público, corre el riesgo de bloquear un potencial camino hacia la verdad y nos priva a todos de contar con mayor información para ejercer nuestra ciudadanía o desarrollarnos como persona autónomas. Así lo entendió el Estado argentino cuando se obligó por medio de la Convención Americana sobre Derechos Humanos a respetar y hacer respetar el derecho a la libertad de expresión (artística, entre otras). Owen Fiss, profesor de libertad de expresión de la Universidad de Yale, afirma que lo único que podría justificar imponer un límite a la libertad de expresión como precondición del debate democrático es que la expresión en cuestión provocara el "silenciamiento", por miedo, por ejemplo, de las expresiones de otros. La quema de una cruz por el Ku Klux Klan en un barrio de afroamericanos, o la manifestación de un grupo nazi son expresiones que muy probablemente no contarían con la protección del derecho por empobrecer eventualmente el debate público al provocar el silencio, quizá por miedo, de una minoría negra o judía. En un sentido similar se pronuncia la misma Convención Americana. Si, por el contrario, la expresión de una persona no tiene ninguna posibilidad de silenciar a una mayoría religiosa, nada parece justificar la prohibición de esa expresión. Una vez que logramos establecer los alcances del derecho a expresarse, resta preguntarse si el Estado se encuentra facultado a invertir recursos públicos para posibilitar la expresión de algunos. Una vez más, no es posible resolver esta cuestión sin aclarar cuál es la razón por la que protegemos la expresión. Si la democracia, para poder arribar a mejores decisiones, requiere de un rico y robusto debate público, entonces es posible justificar que el Estado utilice sus recursos para permitir que voces menos oídas, minoritarias y diferentes a las de la mayoría alcancen a ser conocidas por la comunidad política. El Estado utiliza una enorme cantidad de recursos para favorecer expresiones, incluso en ocasiones que quizá ni siquiera llamen nuestra atención: la asignación de becas de estudio o de investigación; la instalación de medios de comunicación; la distribución de subsidios a ONG o iglesias; o la puesta a disposición de las limitadas superficies de las paredes de sus museos y salas de exhibición. En este sentido, estaría constitucionalmente menos justificado asignar recursos (fondos o metros cuadrados) para que se expresen voces mayoritarias que para subsidiar expresiones menos conocidas. Nuestra Constitución, los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que hemos suscripto y la propia jurisprudencia de nuestra Corte Suprema hacen de Argentina un país que debería enorgullecerse por el lugar predominante que le reconoce a la libertad de expresión como uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia. Así lo ha reconocido en numerosas oportunidades la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA cuando se refiere al liderazgo de nuestro país en la región. No debemos temer al ejercicio de la libertad ni desconfiar de la posibilidad de que cada persona decida acerca de lo que es bueno para ella sin interferencias de terceros.