Marques De Sade - Carta Ix

  • October 2019
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Carta IX. A la Señora de Sade MARQUÉS DE SADE

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Carta IX. A la Señora de Sade

Marqués de Sade

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No se puede estar más agradecido que lo que estoy querida mía, por la atención que has querido tener al enviarme la esquela que yo te había pedido, palabra por palabra. Desde luego, me ha tranquilizado; pero los horrores ocultos, las infamias enroscadas que he descubierto en las abominables cartas que tu odiosa madre te ha hecho escribir, y que por suerte para mí yo no había advertido aún, han traído a mi alma una nueva dosis de nostalgia e inquietud mucho más fuerte que la tranquilidad que tu esquela ha podido proporcionarme. Sin embargo, cualquiera que sea la nueva agitación que experimento, cualesquiera que sean mis horribles inquietudes y pesares, aguardaré tu visita, a la espera de que tus palabras me calmen aun mejor que tus escritos, inficionados por la bilis de tu madre, y que la respuesta que me des a las preguntas que habré de formularte -respuesta acerca de la cual observaré minuciosamente el aire con que me la des-, espero, digo, que tu respuesta valdrá para mi mucho más que un escrito. Te aguardo. Es cosa decidida que nunca me calmarás con respecto a algo sin dejar inmediatamente de inquietarme con respecto a algo nuevo. ¿Por qué no me contestas sobre mi insistente pedido de que Boucher no te acompañe? ¿Alguien puede forzarte a ello? Nada digo, pese a todo, sobre esto, porque tu carta me deja entender que esperas obtenerlo, y me conformo, para no insistir y para dejar de hablar de este asunto, con renovarte mi palabra de honor de que si Boucher te acompaña y tú sigues vestida como una p..., como la última vez, no bajaré. Mi primera pregunta cuando vengan en mi busca será: "¿Boucher está ahí? ¿Y ella aún viste como la última vez?" En caso afirmativo, no desciendo. En caso negativo, acaso se trate de un engaño; entonces descenderé, pero tan pronto como entrevea a Boucher, o el vestido blanco, o el tocado, volveré a subir de inmediato. Lo juro por Dios y por mi honor. Si dejo de hacerlo, quiero que se me considere el más cobarde de los hombres. De Sade. ¡Qué significa esta excusa! ¿Si veías a las otras? ¡Las otras no tienen a su marido en la prisión, o si lo tienen y se comportan de ese modo, entonces son unas desvergonzadas y sólo injuria y desprecio merecen! Dime, ¿irías a cumplir con tu precepto pascual ataviada así, de bailarina barata o de charlatana callejera? No, ¿verdad? Pues bien, el recogimiento debe ser el mismo: la nostalgia y el dolor deben producir en este caso lo que en el otro producen la piedad y el respeto divino. Por exagerado que sea el punto a que han llegado las modas, no me convencerás de que no existe una para las mujeres de sesenta años. Imítala, aunque tan lejos te encuentres de esa edad. Recuerda que mi desgracia nos acerca a ella, si no la hemos alcanzado ya, y que en materia de conducta y de vestimenta no nos permite seguir otras modas. Si eres decente, sólo a mí debes complacer, y es seguro que nunca me complacerás sino por la experiencia y la realidad de la mayor decencia y de la más cabal modestia. Exijo, en una palabra, si me amas (y está claro que voy a verlo bien; lo que te pido no me puede ser negado sin desenmascararte por completo con respecto a tus signos de convicción, a tus inclinaciones y a todo tu imbécil subterfugio), exijo, digo, que vengas en lo que ustedes, las mujeres, llaman bata, con un grande, enorme gorro, sin especie alguna de tocado abajo; únicamente tus cabellos peinados. Ni la más ínfima apariencia de falsos rizos; un moño y nada de trenzas. Nada de corsés, y la garganta soberanamente cubierta y no indecentemente despechugada como los otros días, y que el color de la bata sea lo más oscuro que haya. Te juro por lo más sagrado que tengo en el mundo que me harás montar en cólera y que tendremos una furiosa escena si te apartas un ápice de lo que acabo de prescribirte. Deberías avergonzarte de no intuir que los que te engalanaron como estabas los otros días se burlaban de ti en el fondo de su alma. Qué bien deben de haberse dicho. "¡Este títere chiquito y bonito! ¡Cómo hacemos con ella lo que se nos da la gana!". Sé tú misma una vez en la vida. Hay cosas, lo intuyo, a las que las circunstancias te obligan a prestarte, ¡pero hay otras tan indecentes y ridículas, y hasta quizá tan infames, que estoy segurísimo deben de haberte exigido, aunque tengo la convicción de que no las has consentido! Al afecto de las primeras y a la sola proposición de las segundas sólo deberías responder con el rechazo de unas y con la amenaza de arrancarte la vida antes que oír hablar, siquiera, de las otras. 2

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Carta IX. A la Señora de Sade

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¡Y es que sé muy bien en qué abominables manos te encuentras! Demasiado bien comprendes que no puedes hacerme pasar por tonto y que sé a carta cabal que estás en lo de tu infame madre. ¡Tengo tantas razones para temblar de saberte ahí! Sí, no titubeo en decirlo: te preferiría en casa de la señora Gourdan: aquí al menos desconfiarías de los procedimientos de ésta, mientras que en la casa de la otra nada puede ponerte a salvo de las artificiosas trampas que te tenderán. ¿Crees que jamás en mi vida podré olvidar esta frase: "Daría cincuenta luises al que le hiciera perder la virtud a esta cotorrita"? No, no, nunca la olvidaré, y si quisieras relacionar todas las circunstancias, recordar las épocas, los sitios, las situaciones, ¡cómo al instante te explicarías mis mayores errores! Querida mía, acuérdate de esto: la desesperación de las mujeres que han despreciado la virtud es el respeto que le rinden aquellas que siempre la han venerado. Se parecen -desdichadas-, se parecen a esos falsos incrédulos que pretenden que uno ultraje al Dios ante cuyo mero nombre les tiembla el corazón. ¡Conserva tu virtud, consérvala! Ella es quien me hace enrojecer por mis desvíos, y ella sola quien me llevará a aborrecerlos. La imitación es cosa natural del carácter del hombre; pero el carácter del hombre sensible tiende a querer parecerse a quien ama. Siempre he debido mis desgracias al ejemplo de los vicios: no las eternices con lo más espantoso que se pueda ofrecer. Yo no podré sobrevivir a ello; o si el amor a la vida fuera más fuerte que el coraje de matarme (lo que no creo), sólo lo sería para precipitarme en todos los extravíos capaces de terminar con ella cuanto antes, de cualquier manera que fuese. La inconstancia o la infidelidad despiertan un amante o un marido, dicen. Sí, un alma baja y vil. Nunca imagines que la mía sea de ese temple. Jamás perdonaré un ultraje y jamás procuraré recuperar un bien que haya dejado de pertenecerme. La sola idea de que aquella que esta entre mis brazos piensa tal vez en otro siempre me ha sublevado, y nunca en mi vida he vuelto a ver a una mujer de quien yo haya sospechado haber sido engañado. Creo que el hecho es falso, pero tú has arrojado la sospecha y ahora la siento arraigada en mi alma. ¡Qué buen consejo te dieron! Ahondaré y verificaré: no encontraré nada ( eso es al menos lo que espero) ; pero la sospecha ya habrá germinado, y en un carácter como el mío es un veneno lento cuyos efectos diarios aumentan el estrago sin que haya en el mundo nada que pueda detener su progreso. Lo repito: ¡qué buen consejo te dieron! Me resultaba tan dulce entrever por lo menos una vejez feliz junto a una amiga fiel, incapaz de haberme faltado nunca. Era, ¡ay!, todo mi consuelo. Eso era todo lo que venía a mellar las púas que ahora me desgarran. ¡Has llevado el horror hasta arrebatarme esa dulce esperanza de mis años viejos! No puedo más. La sospecha está echada, y las frases son demasiado claras para que pueda cegarme. ¡Oh, mi querida amiga, ya no podré estimarte! ¿Es verdad? Dímelo: ¿tan cruelmente me has engañado? De ser cierto, ¡qué espantoso porvenir! ¡Oh, santo Dios, que jamás se entreabran las puertas de mi prisión! ¡Que yo muera antes que salir de ella para hacerme cargo de mi infamia, de la tuya y de la de quienes te aconsejan! ¡Que muera antes que salir para ir a envilecerme, a hundirme en el postrer exceso de los más monstruosos crímenes, de crímenes que yo buscaría con placer para aturdirme y para perderme! No quedaría uno de ellos que yo no inventase. Adiós. Ya ves cuán calmo estoy y cómo necesito verte a solas. Consíguelo, te lo ruego. Vincennes, hacia el 15 de agosto de 1781.

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