MAGDALENA Desde mi lecho de enfermo, con la cabeza todavía un poco débil, el espectáculo de Magdalena, que no cesa de ir y venir, como un remolino, por el estudio desordenado, me produce una especie de mareo exasperante. Así ha estado, infatigable, desde el momento en que recobré el sentido y la vi inclinada sobre mi rostro, agitada y con una mueca de dolor. No sé cómo adivinó que iba yo a tener un vómito de sangre. Creo que tiene para estas cosas un sentido especial e infalible. No puedo recordar ninguna enfermedad entre mis amigos en que no estuviera ella, activa y nerviosa, organizándolo alegremente todo. Es como una inquisidora al revés, entregada apasionadamente a salvar de la hoguera a todo necesitado, herido o desdichado; y es inútil tratar de ocultarle estas situaciones que nos hacen reos de su tribunal invariablemente absolutorio. Siempre es la primera en enterarse, y nos conduce al sanatorio, nos presta dinero, lleva a cabo una colecta o, simplemente, hace nuestras maletas, nos mete en un taxi y nos instala en su departamento, donde puede cuidarnos a sus anchas, con todo el furor de su vocación. Y sin embargo, quien la ve por primera vez difícilmente imaginaría en ella esta especie de agresiva bondad. Más bien la tomará por una simple cocotte de semilujo. Es pequeña y pintoresca, con un aspecto pícaro de golfillo. Sus pómulos acusados, sus ojos oblicuos y muy claros, sus dientes agudos, hacen pensar en una pequeña pantera astrosa. Tiene una voz aguda, y tan afónica, que al hablar se le hinchan marcadamente las venas de la garganta. Su risa es destemplada y salvaje; la domina como un ataque, la cimbrea toda como un espasmo de estertor y la obliga a abrir mucho las piernas para no perder el equilibrio. Conserva, a pesar de estar recién entrada en año, muchas cosas infantiles. La exagerada actividad de su vida, añadida al desorden, el descuido de su persona y toda clase de desarreglos, la tiene arrugada y macilenta. Pero no puede decirse que su aspecto sea exactamente de niña vieja, sino más bien de niña usada. A todo se entrega con la misma desenfrenada torpeza, y por eso parece generalmente borracha, y hasta hay quien cree que lo es. Pero los vapores que la marean no son en realidad alcohólicos, sino el vapor de lo borrosa que se ve a sí misma por falta de una pausa que le permita tomar conciencia. Toda la fuerza de su vulgaridad la dedica a ejercer esta caridad inquisitiva, de lideresa; y cuando alguno de nosotros está en dificultades y ella acude de inmediato, organiza la salvación como quien organiza un mitin. De pie, con las piernas abiertas, tirando al suelo la ceniza de su cigarrillo, ha estado un rato a los pies de mi cama contándome chismes y anécdotas, para distraerme, martillándome los tímpanos con su risa rasposa y espasmódica. Hasta que le he pedido que me haga un té, para poder descansar un poco. Cuando desparece en la cocina, respiro hondo y trato de dominarme.
Estoy avergonzado de algunas frases bruscas que le dije hace días, cuando me sentía peor y tenía miedo de morirme. Estaba irritado, además, por el continuo entrar y salir de visitas, que ella había atraído, y que llegaban con cara de circunstancias, pero que apenas veían que yo reconocía a todos y contestaba con más o menos congruencia, se dejaban ir sin miramientos a una bulliciosa alegría, que tal vez yo debería agradecerles. Sé muy bien que apenas pasó el peligro inminente, Magdalena se colgó del teléfono y repitió mi emocionante historia, a por b y siempre con las mismas palabras, a docenas de personas que a veces sólo de nombre me conocían. No fue eso todo: organizó en mi propio cuarto, alrededor de la cama que tal vez sería (yo albergaba aún ese temor) mi lecho de muerte, una venta general de mis cuadros, que tuvo algo de exposición y de subasta. Llegaron personas ricas que yo no conocía y que parecían apresuradas de apiadarse y realizar una buena acción. Magdalena enseñaba a cada recién llegado, abriéndose paso entre la aglomeración ensordecedora y el humo de los cigarrillos, el cuadro en que yo trabajaba cuando me vino el vómito, y que conservaba conmovedoras manchas de sangre. Nunca en mi vida he sentido más vergüenza, y creo que si hubiera tenido algunas fuerzas, me hubiera levantado para arrojarlos y fustigarlos como a los mercaderes del Templo. Pero aquí en mi cama, yacente, debilitado y lleno de miedo, lo veía todo como una escena medio irreal, y me parecían literalmente los buitres que se disputaban mis despojos, lo cual me hacía palidecer de terror. Porque me acordaba además de todas las muertes que Magdalena había presenciado, y empezó a dominarme la superstición de que todos los amigos que ella cuidaba se morían. Fueron días de verdadera amargura, en la cual no tuvo ella poca parte, y a pesar de los esfuerzos que hice para dominarme, a pesar incluso del miedo glacial que me producía la idea de morir solo, a veces fui duro con ella. Pero ella no me lo toma en cuenta. Sé perfectamente que cuando yo esté bien se irá en busca de otro moribundo. No mencionará a nadie sus trabajos y cuidados, tal vez ni siquiera los recordará. Y cuando nos encontremos casualmente, es posible que después de preguntarme con sus roncos gritos por mis últimos cuadros, y hacer con calor el elogio de mi talento, me hable de mi enfermedad; pero será entre carcajadas y con tanta naturalidad, que resultará imposible pronunciar una frase o esbozar un gesto de gratitud. Si lo hiciera, a ella le parecería que su tarea quedó incompleta o fue mal emprendida; porque ella la realizó precisamente para que yo me olvidara de todo y pudiera entregarme otra vez de lleno, sin una mala ojeada al pasado, dice ella, «a esa pintura tuya que qué bárbaro, que no sabe uno cómo agradecértela». Y mientras pienso estas cosas, en el silencio apenas roto por los ruidos alegres que llegan de la cocina, evoco su figura y me digo que su inevitable aire de demi-mondaine no contradice su personaje, sino que lo envuelve de una aureola legendaria, de una evocación medieval que lo autentifica y lo redondea. Y se me ocurre que dentro de cien años, cuando no quede el menor rastro ni la más ligera memoria de su persona, es posible que todavía circulen por ahí,
anónimamente, algunas de sus anécdotas. Y entonces (pienso), si a alguien se le ocurre que todas aquellas anécdotas, seguramente embellecidas por la leyenda, pertenecen a una misma persona, tal vez la gente empiece a creer que eran los hechos de una santa. (¿1956?)