Las cuerdas. Es la tercera vez en el último año que paso por un control de la policía. Ahora recuerdo que ya me ha pasado otras veces, que el primero fue entrada ya la madrugada en un lejano pueblo de Cádiz, cuando unos guardias bien armados nos pararon de repente en una curva de la sierra. La segunda fue al pasar por la aduana de un país extranjero. Y siempre pasa lo mismo, siempre se repite la misma historia; es muy curioso, parece divertido.
Porque hace poco que se ha repetido otra vez esa misma escena en la ciudad. Yo organizaba mi equipaje cuando una furgoneta pintada de azul oscuro que venía rápida frenó de golpe a mi lado, y de ella bajan dos policías que me buscan con cara de pocos amigos.
Y como ya me ha pasado en otras ocasiones, se repite otra vez lo mismo de siempre, las mismas preguntas a las que respondo ya mecánicamente: que de dónde vengo, a dónde voy, de dónde soy, o cómo me llamo. La verdad es que ya me aburro, siempre con las mismas preguntas y las mismas respuestas, porque sé de antemano cómo acabará todo, es cuestión solamente de tener un poco de paciencia.
Yo espero tranquilamente a que pregunten por el equipaje, a que comience de verdad el registro: ese es el final de toda la escena. Puede tardar más o menos, eso depende, pero nunca falla. Y no puede ser de otra manera.
Al final, cuando registran mi equipaje y descubren mis cuerdas de color amarillo todo se termina de repente, acabamos hablando de cualquier cosa y nos despedimos. Ellos piensan que gente que sube a la montaña y lleva cuerdas no es peligrosa y no es lo que están buscando.
Y yo estoy de acuerdo con eso. Me gusta la gente que lleva cuerdas en su maleta y sube a patear la montaña. Suele ser ese tipo de gente que busca la libertad que hay en los espacios abiertos, independientes pero solidarios, divertidos, y poco convencionales. Gente competente con la que salgo, que cuando alguien les molesta porque quiere cortarles el paso, enseñan sus cuerdas y siguen adelante su camino.-