La Ventana

  • November 2019
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  • Words: 3,132
  • Pages: 7
La Ventana Cristina Mora Barranco Publicado en “Amor y Tecnología y otros cuentos” Ediciones UAM 2002 ISBN 84-7477-841-7

‘La vida puede ser vista a través de muchas ventanas ninguna de ellas necesariamente clara u opaca, menos os más desfigurada que las otras’ Sir Isaiah Berlin

Pues dicen que abriendo las ventanas entra el sol. Pues venga, a abrirlas. No sé por qué a mi mujer le incomoda. Cuando empecé a hacerlo se escandalizaba y me miraba extrañada, como si yo estuviera loco. Ahora puedo sentir un reflejo de tristeza en sus ojos. No puedo hacer nada por evitarlo. Tengo que abrir las ventanas. Todas las mañanas. Es mi ley de vida y ella no lo entiende. Incluso cuando llueve no comprende que quiera mojarme con esa agua sucia. Me voy a sentar un ratillo en mi sillón, si estas piernas me lo permiten. Una cabezadilla me va a dejar como nuevo. ¿Vas a dormir otra vez, para empezar a decir tonterías de cuando eras joven? ¿Qué? Eugenia dice que parezco un viejo amargado. Que cuándo voy a dejar los martillos por ella. Aunque sabe que la quiero mucho, y que va a ser mi mujer, tiene un pequeño miedo a las nupcias. Debe de pensar que la proximidad de Isabel amenaza su puesto. Lo que a mí me da miedo es que salte una bomba en la mina de su padre y nos mate a todos. Menudo disgusto. Eso lo tengo yo en mis adentros. Y en los de Isabel, que sigue mis debilidades paso a paso. No le importa que le hable de Eugenia, porque cree que ésta no tiene mucho futuro como mujer. Me dice que no ve en ella nada que me pueda atraer a mí. Porque guapa no es, eso es cierto. Pero precisamente porque Isabel no es yo, no puede ver otras cosas. Filo, levanta un poco. Estás aplastando el pañuelo de tu madre. Eso sí. Ya no soy un mozo. Y como no me eche una mano no podré levantarme de aquí. Así, de paso, que recoja el pañuelo, y yo estiro las piernas, que falta me hace. Y Lolo, ¿dónde está? Llevo toda la mañana sin verle. Tu hijo vive con su mujer, a dos mil kilómetros, y llamó esta mañana para saber cómo estabas.

Vaya, y por ti no pregunta. Menudo desconsiderado. Qué tengo yo para que pregunte tanto por mí. No podéis pretender que a mis años siga comportándome como siempre. Que uno no es tonto, hombre, sino en la medida en que el resto lo juzgue. Pues en esas estamos. Y quién me impide a mí recrear mi vida, vamos a ver, si no tengo otra cosa que hacer. A ver por qué a eso lo tienen que llamar disfunción del cerebro. Por ahí no paso. Despierta, Filo. Estamos aquí contigo. Y sentí una lágrima ajena caer sobre mi pecho. Pues estamos apañados. Según los médicos me he salvado gracias a mis veintidós años. Tanta bomba, tanta bomba, y al final un tablón casi acaba con mi vida. Menos mal que tengo a mi Eugenia aquí conmigo. Gracias, mi amor. Algo tengo en la cabeza y nadie quiere decirme qué es. Menos mal que tengo a mi Eugenia aquí conmigo. Gracias, mi amor. Suponía que Isabel podría estar fuera, en el pasillo. Cual querida reconocida. Pobre Isabel. Y nunca le ha importado. El caso es que salimos de aquel hospital. O sanatorio, qué sé yo. Seguí mis labores de carpintero, como siempre. Y al final me casé con Eugenia. ¡Y te vas a juntar con un viejo amargado! Menudo valor tuvo. Se lo dije dos días antes de la ceremonia, y nos reímos. Subí al altar con una venda en la cabeza y todo. Ella no quería esperar. Quería demostrarme que hasta en las peores situaciones iba a estar a mi lado. Aquí se desmoronaba la teoría de Isabel. Y ella lo supo. Cayó en una pequeña depresión, mi Isabel, mi Laísa. En los momentos de mayor necesidad como marido, mis brazos eran su consuelo. Y Eugenia lo sabía. Y la sentía morir de rabia. Pero yo... yo no podía evitarlo. Era mi ley de vida. Esta Eugenia, que siempre está conmigo. Me prepara un té por las mañanas que es una delicia. Aún tiene cierta sensación de competición. Intenta hacerme ver que es Isabel. Debe de ser porque cree que la quiero más a ella. Esto lo viene haciendo desde que abro las ventanas, porque antes no era así. Algunas noches sueño con Isabel, y hasta me oigo pronunciar su nombre. Pero sabe que no puedo evitarlo. Faltan tres meses para que dé a luz. Si es niño Eugenia quiere llamarlo Manuel. A mí no me hace mucha gracia. Al final lo acabaremos llamando Lolo, que es algo feo. Y si es niña a mí me gusta María. Es un nombre precioso. Común, pero que por ello no ha dejado de ser evocador. María, María... Es redondo y tierno. ¿Cómo se llama su hija, don Teófilo? Y yo responderé orgulloso: MARÍA. Con mayúsculas. Una preciosidad, sí señor. ¿Qué te parece, moza? Mi Eugenia es un encanto. Claro que le gusta. Pocas veces está en desacuerdo conmigo. Isabel para eso es más escandalosa. Siempre me discute cuestiones muy obvias. Unas veces

para bajarme esos humos de macho que dice que tengo, y otras porque no puede estarse calladita. Laísa es de otra generación. Ya me lo decía mi madre, que no me anduviese con mujeres así, que son peligrosas. Mi madre, que en Gloria esté, murió dos meses antes de poder ver mi boda. Y lo que le hubiera gustado. Cachis en la mar. Esta ley que impone Dios quién la entiende. Pues nada. Tres meses se pasan volando. Ha nacido Lolo. Tampoco suena mal. Estoy muy triste. Sé que ya estoy mayor, pero no entiendo por qué se empeña Eugenia en decirme que no es hijo suyo, en hacerme llamarla Isabel, e insistir en que este hijo mío vive a dos mil kilómetros de distancia, cuando ayer tarde lo vi con sus pantalones cortos de pinzas, que tan mono lo hacen, dando vueltas al patio con la bici. De verdad que todo esto me entristece enormemente. No sé qué pasa a mi alrededor, que días atrás me es desconocido todo a ojos de los demás. Algunas tardes me las paso llorando en el sillón. Con el pañuelo de mi madre me limpio las lágrimas. Cuando no llego a tiempo de eliminarlas, desespero a esta mujer mía. Que en realidad todo lo soporta. Si yo ya sé que estoy viejo. Hay ocasiones en que confundo el pañuelo con la tela de mi camisa. Eso me pasa por sentarme encima de él. A veces se me engancha en los botones. Tampoco tengo mucha paciencia, eso es cierto, y también puedo contar el número de intentos de mi mujer evitando que me suene en los mismos dedos de la mano. Sin conseguirlo. Santa paciencia la suya. María nació muerta. Quizá Dios ha querido castigarnos a Isabel y a mí. Pobrecita. Desde entonces no ha vuelto a ser la misma. Posiblemente lo provocó la enfermedad febril que la ha puesto en cama durante cinco de los meses de embarazo. Pobrecita. Desde entonces no ha vuelto a ser la misma. Durante todo este tiempo me ha pedido que vaya con mi mujer, que es más débil que ella y me necesita más. Laísa siempre tan independiente. La hice mudarse a un pueblo a cierta distancia, para que la gente no hablara más de lo que ya lo hacía. Y ella siempre tan valiente. Se fue porque se lo pedí yo. Ella jamás lo habría hecho. Se habría quedado a pegarse con quien fuera. Días después de lo de la pequeña María, un médico de allí le comunicó que no podría volver a ser madre. Y yo me pregunto si alguna vez lo fue. En eso sí le tiene alguna envidia a Eugenia. Sé que cuando coinciden las dos en el lavadero, las otras mujeres procuran que Laísa esté a la mayor distancia posible de Eugenia, ocupando varias pilas sin necesidad. Se saludan educadamente, eso sí. La compostura hasta ahora no se ha perdido. Si es que son un par de mozas las dos...

Filo, tenemos que hablar. No me gusta que encontrarme a la Isabel y comportarme como si no pasara nada. Nunca te he pedido nada, pero creo que ya va siendo hora de que pienses en lo que estás haciendo conmigo. Muy clara y directa, sí señor. Como a mí me gustan las mujeres. Es cierto. Estoy siendo muy injusto con ella. Y tarde o temprano se enfrentaría. Le he prometido que no iba a verla más, y a cambio le he pedido que deje de rondar la mina de su padre, que me pone los nervios de punta cada vez que sé que anda por allí. Pero Isabel no se encuentra muy bien después de lo de la niña, y de la noticia sobre su futura maternidad. Y no es menester que la abandone ahora, así de repente. Lo que jamás me ha perdonado mi mujer es que una tarde me llevara a Lolo conmigo. El chiquillo empieza a tener sus inquietudes sexuales, y pensé que no estaría de más que viera una mujer desnuda. Y exuberante, como es la Isabel. Mira que le dije que ni una palabra a su madre. Este niño tiene la lengua muy larga. No cumplí mi promesa, y ella tampoco. Esta noche ha sido especialmente dura. El trabajo en la carpintería está algo parado. Me rodea una panda vagos y tengo yo que dar los últimos retoques. Ni siquiera sé por qué hasta mi jefe me dice que trabajo demasiado. Vale, pues entonces debería de ser yo el que estuviera al mando. Aunque creo que las cosas han cambiado un poco, porque hoy en día el jefe es el que no hace nada y se lo lleva todo, y el trabajador... pues eso, un trabajador que apenas le llega para el pan. Cómo corren los tiempos, Carmen, cómo corren. Y yo aquí parado sin hacer nada. Mi hermana Carmen, mira tú, no sé por qué ha venido a vivir conmigo, a estas alturas. Y a Eugenia hace días que no la veo. Han cambiado el mobiliario de la casa. ¿Para qué? Hay que joderse, niña, que perra tienes con eso de que no puedo salir a trabajar. Que es de noche, que es de noche. ¿Y qué? Así voy adelantando algo. Trae esos sacos para acá. Me cago en la leche, niña, que me meo. A ver si con esta excusa me deja levantar el culo de aquí. Con lo bonicas que eran las sillas de madera que tu padre me ayudó a armar. De eso ya hace mucho tiempo y, ahora así, sin más, desaparecen de aquí. Qué insolencia, ¡qué impertinencia! A veces no os reconozco. Me pagáis así todo mi esfuerzo. Pues qué le voy a hacer. A dormir sin tener ganas. Niña, ¡que me meo! Dame las alpargatas, ¿dónde las has puesto? Mira, Teófilo, ya te he dicho que no puedes levantarte, y que ahora tienes que orinar en una botella. Pues eso. Dame la botella. ¿Y qué has hecho con las sillas, Eugenia?

Carmen, soy tu hermana Carmen. Las sillas siguen en tu casa. Tú por eso no te preocupes. No sé de qué te ríes. ¿Querrá decir con esto de las sillas que no estoy en casa? Entonces no entiendo cuándo salí de allí. Seguro que habrá sido una de esas pastillas, para que no me entere, y sacarme de allí a hurtadillas. Y sin consultarme ni nada. Qué le voy a hacer. Por lo menos conservo las sillas. Bueno, y lo último que podía oír era que me he vuelto violento. Tiene gracia la cosa. Será que no aceptan que encerrarme aquí en contra de mi voluntad me traiciona los nervios. Y, además, aquí no puedo abrir las ventanas. Fíjate que hasta me cuesta distinguir entre la luz del sol y la del foco éste. Qué salvajes. Y luego dice el gobierno que hay que ahorrar energía. Y en este lugar se gasta enormemente. Cuando me dejan dar una vueltecilla por los pasillos me siento más cómodo si me pongo unas gafas de sol. Por aquí hay muchas tiendas. Puedo leer lencería. Con lo que me gusta a mí leer carteles. Hay mucha gente de un lado para otro. Algunos con más prisa que el resto. En realidad no necesito estar aquí. Tengo un chichón en la cabeza y un tablón que arreglar. Jesús, y han ido a ponerme al lado de uno a punto de irse al otro barrio, de lo mayor que está, el pobre. Tienen muy poca vista. Le hacen sentir a uno viejo. De hecho, no sé qué me habrán inyectado que voy perdiendo movilidad. No me consultan nada. Aunque tampoco pregunto. Quita, quita. Vive ignorante, pero vive feliz. Mira, niña, que he pensado que ahorro cuatro duros y nos vamos tú y yo lejos de aquí. Que los dos solos nos valemos. ¿Cómo puedes proponerme semejante plan, Teófilo? Sabes que no me importan los comentarios, y sabes también que en una semana te casas con la Eugenia. Pero si tú me lo pides lo abandono todo. Pero, ¡qué vas a abandonar! ¿Tu vida? ¿Tu futuro? Por una mujer que no vale nada, ignorante y sin miras. Con sólo un cuerpo que es lo que te mantiene a flote. En menos de un año te cansarías. Yo jamás podría perdonármelo. Por todo esto Laísa siempre ha merecido mi respeto y mi cariño. Creo que si nos hubiéramos marchado los dos yo hubiera sido muy feliz. Jamás podré adivinar si estuvo en lo cierto. La vida se vive nada más que una vez.

Y ahora la tengo aquí delante, haciendo las veces de enfermera, para no sé qué enfermedad. Como venga la Eugenia y la vea aquí, va a enfadarse conmigo. Por cierto, hace días que no la veo. Ha venido a verte tu hijo, Filo. ¡Ah! Pues mira qué bien. Manuel, qué fuerte te veo. Ese es su nieto David, padre. Eso, eso. Es que a veces miro mal, pero veo bien. ¿Qué tal le va a Teresa? Está aquí. Mi mujer se alegra de verle. Un besico, hija, que hace mucho que no te veo. ¿Cómo está usted? ¿Ha visto a su nieto, cómo ha crecido? Sí, sí. Pues aquí. Con la cabeza hecha un bombo. Pero esta tarde al trabajo y todo arreglado. La carpintería es lo que tiene. Sus riesgos laborales. No, que digo que esta vida es muy dura. Pensar pienso claro, lo que hace falta es que se me entienda. Claro que sí. La carpintería es lo que tiene. Sus riesgos laborales. Pues me ha traído Isabel el desayuno. Me prepara un té por las mañanas que es una delicia. Joder, niña, ya has derramado todo. ¿Quieres dejarme, que me voy a trabajar? ¡Qué domingo, ni qué leches! No empecemos, no empecemos. No me hagas levantarte la mano, que sabes que no me gusta. Tráeme las zapatillas de una vez. Hay que joderse, que todos parecen tener una confabulación. Siento irritarse mis venas. Tanta reja, tanta reja, ¡como si me fuera a escapar! ¡Por Dios y por el Espíritu Santo, las minas de la Eugenia! Mira que se lo advertí. Me caen las lágrimas a chorros. Por dentro, Teófilo, que eres un hombre, ¡por dentro! Con lo que yo la quería. Qué sufrimiento éste. ¿Por qué te la llevarías, digo yo? Me has castigado para toda la vida, pero ella no tenía culpa de nada. Haberme matado con el tablón, y habría pagado yo. Eso hubiera sido lo suyo. Qué contradicciones de la vida: Eugenia sin poder criar a su hijo, e Isabel criando a un niño ajeno. Coño, niño, ¿cómo quieres que te lo diga? No te suelto la mano hasta que no me bajes la reja. Y quítame estos tubos, que me están destrozando la mano. ¿Qué es lo que dicen esos señores de ahí? Son los familiares de su compañero, padre. ¡Ah! Bueno. Cuida que el bolso esté bien guardado, no se lo vayan a llevar. Y cuando termines la faena, llevas los sacos de serrín donde el Lucas, que luego se queja de que llegan tarde. Aquí hay que ganarse el pan con el sudor de cada día. Ya sabes. No me cuentes milongas, que yo ya sé lo que es sufrir. Así que ya que no puedo salir de aquí, vete adelantando tú lo de mañana. ¿Cuántos sacos se han llenado ya?

Unos cuantos, unos cuantos. ¿Y por qué suspiras, hijo? ¿Tanto te supone? Estos chicos de hoy, que no sabéis lo que son los callos. Ahora ya ni puedo levantar la mano. Si no, te cruzaba la cara, por vago. Esto no es lo que yo te he enseñado. Yo tengo a un hombre en casa, no a una señorita. ¿Queda claro? ¡¿Queda claro?! Sí padre, lo siento. No se preocupe. Otro suspiro. Ya está bien, hombre, ya está bien de tanta tontería. Voy perdiendo vista. Con lo que yo he sido siempre para estas pertinencias. Pues de este dolor tendré que morirme, porque con lo mayor que me siento, no creo que tenga mucho apaño el asunto. Esto va muy rápido y, sin embargo, el día pasa lento. Ya confundo las voces. Me parece la Eugenia, pero me dicen que no puede ser. Bueno, pues les sigo la corriente, para que no me mareen. Así que hay momentos en que no sé si lo que digo es lo que creo, o es lo que ellos quieren oír, o si de verdad confundo y no atino. Menudo desatino. Y, además, como me faltan tantos dientes, reconozco que me cuesta vocalizar. Qué pena de vida esta. Ahora me llevan sobre este trasto deslizante. De allá para acá, de acá para allá. Lo cierto es que ya ni me puedo levantar. Me tienen que estar limpiando las legañas cada dos por tres. ¿Dónde estará el pañuelo de mi madre? No creo que sean legañas. Y todas son caras ajenas ya. Hace tiempo que no veo a nadie por aquí. Conocido, claro, porque esto está lleno de locos. Lo mismo, para mayor castigo, se han matado todos en la mina, y me ha dejado Dios en la soledad. Porque no hay peor castigo que la soledad. Qué vida más perra habré llevado para acabar así. Menuda papeleta. No creo que me queden muchos días aquí. Para qué abrir las ventanas, si ya no entra el sol. Y si no entra el sol, nos morimos todos. Pues, ¡ala!, vamos para allá.

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