La Trama Primordial.docx

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“LA TRAMA PRIMORDIAL” Aquella vez, una tarde de otoño, me hallaba aludiendo los aspectos de mi vida. Primeramente analicé a mi madre que tanto amaba, después vino a mi mente la peculiaridad de Miroslava, hija de una amiga de mamá, que sin saber, de repente formó parte de mi vida. Aunque parezca un poco envarado, seré bastante breve, pues mi objetivo principal y el más deseado era ser feliz, el cual sólo alcancé sufriendo momentos de despedida, amor, un poco de locura y al final de muerte. Nací poco después de la muerte de mi padre. Yo vivía con mi madre en aquella casa tan fría y antigua, rodeada por árboles y a lo lejos alcanzaba a verse un enorme precipicio. Teníamos una vida alegre, llena de lujos, pues mi padre tan gentil había dejado una enorme fortuna en manos de mi madre. Yo juré nunca mencionar a mi padre, tal vez por intuición, pero cierta vez, una extraña sensación me impulsó a tocar el tema; estábamos mi madre y yo en aquel cuarto de apariencia híbrida, dónde papá había muerto y yo, en el colmo llegaba al mundo. En ese momento y sin pensarlo pregunté a mi madre: — ¿Amabas mucho a mi padre? —… pasaron algunos segundos, y aquellos ojos de jazmín que tenía mi madre poseían ese grado de tristeza al que yo llamo soledad. — ¡Maldito silencio se levantó entre nosotros! — pensé y me lamentaba furiosamente de la tonta pregunta que había hecho. Sin recibir respuesta alguna, huí hacia la brisa de la noche. Pensaba en el tanto que ella amaba a mi padre, y podía adivinar que aquel amor que gozaban no era de la nada un sentimiento corriente.

Pasaron los años, tal vez tenía cumplido un cuarto de siglo de mi existencia. Por casualidad conocí a Miroslava, pues tuve el gusto de abrirle la puerta de la morada en la que yo habitaba. —Hola, ¡qué tal! —me dijo un poco nerviosa— —Mucho gusto señorita—atendí su saludo— —Vengo a buscar a tu madre, la señora Rosa le envía esta aterciopelada manta— exclamó— Tan maravillado y agradecido le pedí que dejara la manta, pues mi madre estaba enferma tendida en cama. Miroslava se despidió educadamente y abandonó las afueras de mi hogar.

Me dirigí a la habitación de mi madre, le dejé la manta a un costado de su brazo tan delgado; me detuve un momento para mirarla y de repente descubrí la tristeza en su cara y esa mirada desencantada por algún recuerdo del ayer. No quise cuestionarla, pues parecía aturdirla cuando le preguntaba sobre mi padre. Yo me ocupaba de ella, pues corría por mis venas un fatal temor que no sé explicar. El tiempo transcurrió y cada vez la veía más derrotada y acongojada. ¡Ah!, con que dolor me atrevía a mirarle, me preguntaba con un tono sobrehumano, helado y con el alma agitada si ese colchón tan silencioso sería el lecho mortuorio de mi madre. — ¿Tendría yo que vivir su desenlace, desprenderme de su gran amor filial? — me cuestionaba en esos momentos arduos. Ella era salvaje, pues su duelo por seguir en vida era fugaz, no obstante parecía que todo se extinguía por la maléfica muerte, por el abismo, y no era calma. Mi

corazón vio con punzante agonía su alma alada, pura y transparente en busca de su partida, y en aquel momento sólo se despediría de mí. Pocos días después mi madre murió, en ese instante mi pecho se oprimió por el profundo dolor, y ese sentimiento que experimenté jamás tuvo significado. Pasaron aproximadamente unos cinco años de la muerte de mi madre. Durante ese tiempo frecuenté bastante a Miroslava; me apoyaba trayendo el alimento que su madre, la señora Rosa enviaba en señal de afecto, puesto que con todo lo ocurrido yo no podía cuidar ni de mí. Miroslava era diez años más joven que yo, si describo su belleza no acabaría de hacerlo ni en los versos más sagrados; nadie la igualaba. Encontré la esperanza en sus ojos, el amor que yo tanto anhelaba, todo lo tenía esa dulzura de mujer, y yo la amaba casi con idolatría. Al mirarla, tan bella siempre, y al tocar sus manos yacía sobre mí aquella paz poderosa que impresionaba todos mis sentidos. Era estudiosa, le gustaba la música, aún recuerdo con claridad sus intensos momentos de felicidad escuchando su ópera favorita. Probablemente su sencillez y singularidad despertaron en mí el interés de vivir, no sé… era tan… aún no hay dicción que defina su persona. Por lo tanto me casé con ella y desde entonces cada que recapitulo su mirada: la más cautivadora y tierna, confieso que con sólo contemplarla me hacía perder la razón. Un sábado a media noche me encontraba sentado en el sillón, que siempre aguardaba para mí; Miroslava dormía. Tal vez fue el desvelo más despiadado de mi vida, me sentía tan preso y abismado en tanta confusión. Constantemente me

arrestaban unas jaquecas insoportables, y desde aquel momento, me atrevo a decir que el resto de mis días fueron diferentes.

Cuando me disponía a dormir y descansar de mis pesares, aquel pavor se presentaba y me irritaba brutalmente. A decir verdad, era la sucesión más cruel a la que me empujaba mi mente, solía moverme demasiado y reír a carcajadas sin saber el motivo. Mi amada, por su parte no se daba cuenta de lo que me pasaba, ni siquiera se acercaba a buscar el fuego de mis besos; y de repente se enredó en mi corazón la idea de que ya no me amaba. Cuando la miraba a los ojos, sus pupilas parecían apagarse, quizá los fanales de un loco eran más intensos que los de cualquiera. Las noches eran larguísimas y hasta el momento recuerdo lo pálido que me ponía al dudar de ella. Tal vez yo era bastante astuto, puesto que no notaba burla alguna de nadie, ni siquiera de mi amada. Pero poco a poco todos notaron la terrible enfermedad que me turbaba. No era más que la fiebre de la locura la que me consumía, me había convertido en un loco bastante confortable. Con el tiempo la demencia devoraba mi cerebro y ahora ese tono tan osado rebasaba los límites de la imaginación. Un día tuve la oportunidad de charlar con mi mujer, la conversación era animada y general… así lo sentía yo. — ¿Qué te está pasando? — preguntó Miroslava, sabiendo lo que me ocurría— Y contesté: — ¿Acaso no entiendes la extravagancia de un loco?, ¡Soy tan feliz!, ¡Ja, já! — Mi mujer desanimada, dio la vuelta y se retiró de mi habitación.

Una mañana muy temprano, Miroslava me llamó desde el comedor, yo me dirigí sin molestia alguna. Al llegar a la mesa tomé asiento y la miré porque ella también me observaba. Suspiró profundamente y me hizo una propuesta: —Permíteme decirte y discúlpame, estoy viendo la manera de enviarte a un hospital psiquiátrico, ¡me rompe el corazón verte así! — me lo dijo con una tristeza inmensa y sollozando — Ella no sabía la felicidad de me daba la locura, y no tenía percepción de lo que yo sería capaz de hacer si alguien me privaba de esta enorme dicha. Ahora era más feliz que nadie, ¡más que cualquiera! Tomé un suspiro imitándola, y manifesté hipocresía, como si puliendo mi locura sería el camino correcto, contestando: —Sí, si eso es lo que deseas—.

Los caminos son tan breves y decidí matarla. Aquel día, uno de tantos que pasaba enjaulado en el hospital de locos, llegó mi mujer, apresurada y con una hermosa sonrisa. Ella venía por mí, quería darme un paseo en las hermosas cordilleras vecinas de la ciudad, estuve todo el tiempo con Miroslava, con su aroma, con su delicia y desamor. Caminábamos por aquellas montañas dónde me quemaba de emoción, sin mencionar palabra alguna y ni siquiera nos miramos a los ojos. Durante la noche nos encaminamos a nuestra casa, y unas horas después, mientras Miroslava dormía, desperté con cuidado y sin hacer ruido me acerqué a mi cajón favorito, dónde guardaba una pistola hermosa, que compré hace tiempo. Y en verdad proyecté la emoción de disponer aquella arma, bien, no lo pensé, sólo la usé en esa habitación en la que probablemente ella algún tiempo me amó.

La noche era maravillosa, no había astro alguno en aquel cielo tan oscuro, como aguardando mi situación. Permanecí al lado de su cuerpo sin vida, aromando el perfume ideal: su sangre. Pasada la media hora, un oficial acechaba afuera de mi casa, apuntando algo en su agenda, estrechando la mano con mi maldito vecino. Los dos se dieron cuenta del estado mental en el que me encontraba. Tenía la costumbre de hablar a sangre fría, aquella que no puede ser evitada ni sentida por los demás. Le hablé francamente al oficial sobre mi felicidad y con gran sorpresa vi aquellas esposas a las que tomé vivo interés. Ahora estoy en la cárcel recordando la muerte de mi madre y mi amada Miroslava, retorciéndome como un lobo salvaje cuando evoco su amor. Los momentos por los que pasé hicieron de mí una persona indiferente, pero fortalecieron mi propósito que al final es el de todos, ser feliz.

FIN

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