La Tempestad Que No Cesa

  • April 2020
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LA TEMPESTAD QUE NO CESA PJ RUIZ - 2008

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“Sácate los ojos y mira la realidad” PJ Ruiz

Todo comenzó en 1479 en un viejo pueblo hoy abandonado de Cáceres, llamado San Jorge de los Campos. La zona, siempre sumida en una perenne depresión y muy próxima a Trujillo, ciudad donde Francisco Pizarro daba también por aquel entonces los primeros pasos de su niñez, y se caracterizaba por la extraña circunstancia de que desde hacía años no había nacido ninguna niña en las familias locales, por lo que toda la descendencia, y por tanto la futura mano de obra, estaba repleta de prometedores varones, cosa que satisfacía a los señores, pero que, obviamente, condenaba el futuro del lugar de manera lógica a una extinción inevitable.

Por otra parte, era un lugar solitario y de ambiente campesino, pobre a más no poder, en contraste con las casas señoriales de algunos pueblos aledaños, donde los nobles gustaban de ostentar su riqueza ante la mirada triste de los parias de la tierra, siempre agobiados por impuestos y deberes. Un tiempo muy duro sin duda.

La sociedad española, recién terminada la reconquista, se ceñía a los mandatos de los Reyes católicos y su amplio séquito de condes, duques, marqueses y cualquiera de las condiciones nobles que tan prósperamente beneficiaban el pecunio de la clase alta. Por la parte de abajo el pueblo, sumergido en la tristeza, sustentaba con esfuerzo y sangre tanta nobleza y despilfarro, sin la menor garantía de justicia ni un objetivo claro en la vida que no fuese trabajar, trabajar y más trabajar.

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Álvaro de Aguirre, hijo único de Bartolomé Aguirre y Ana Mendoza, nació ese año en el seno de lo que era una familia, cómo no, campesina y humilde. Sus padres habían intentado con denuedo tener más descendencia, pero a causa de un accidente desgraciado y muy insignificante Bartolomé había sufrido la amputación traumática de ambos testículos, y el episodio quedó definitivamente cerrado con unos puntos mal dados y la imposibilidad de procrear. Desde muy pequeño el único jovencito de la familia ya mostró un incontenible ansia por aprender y ser más que unos padres que a diario veía trabajando para don Gonzalo de Illana, el terrateniente local.

Éste era un hombre de lengua tan afilada como su espada, presuntuoso y con una mujer algo más que despiadada, que gustaba de abusar con saña de las personas que estaban bajo su control directo, libre de toda ley por permanecer bajo la protección de algún insoportable Grande de España. De ese modo administraba su escaso sentido de la justicia, siempre desvirtuado, pero al menos los Aguirre, cumplidores y trabajadores, desconocían su crueldad pues siempre habían sabido estar a la altura de lo que de ellos se esperaba, que no era otra cosa que la sumisión y el sudor. Sabían perfectamente cual era su posición en la vida, y se aferraban a hacer de ella una base sólida en la que desarrollar su pequeña familia, en la que no faltaban el amor y el respeto. A su modo y con las limitaciones lógicas impuestas por el entorno duro, eran felices.

El pequeño fue creciendo inmerso en ese ambiente de caldos de puchero, camastros de paja, goteras en el techo, cerdos o gallinas y al poco se notó que era un niño retraído, tímido en exceso, observador y de una gran inteligencia que derrochaba a diario entre mulas de tiro, azadas y surcos con olor a tierra húmeda, absorbiendo todo el cariño que desde sus progenitores destilaba. Nunca tenía palabras de desánimo para el cansado padre al que veneraba con un respeto extraordinario, pero su tempranero sentido del equilibrio justo no comprendía cómo era posible que cada mes alguien apareciese para cobrar los impuestos que con tanto denuedo extraían de un suelo que ni tan siquiera les pertenecía, de unas cosechas

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que no vendían, de unos cerdos que no comían. ¿Impuestos por qué? Sólo por vivir, tal vez. Eso hizo nacer en él animadversión por los poderes establecidos y el modo en que funcionaban, y aún funcionan, las cosas. Sí, Álvaro tuvo el privilegio del pensamiento profundo desde muy temprano, y eso lo hizo muy diferente a la mayoría de las personas. Era un niño muy bueno y especial con una aguda percepción de la realidad, y podía llegar muy lejos de no ser por el freno que imponía su condición de campesino, pero ese era un condicionante muy fuerte en esa época.

Cuando tenía cinco años, papá Aguirre le enseñó las primeras tareas cotidianas de pastoreo, a las cuales se entregó con esmero sin preguntar, aceptando la justicia que en ello había pues se sentía ya desde esa corta edad muy implicado en la necesidad de ganarse el pan de cada día. Sus manos, que sangraron y se fueron volviendo duras se llenaron de callos con prontitud, pero no le importó, pues en el fondo estaba ya convencido de que su vida discurriría del mismo modo que la de sus progenitores y sólo esperaba que el desencanto fuese contenible. Cuando se preguntaba por su futuro intentaba no contestarse, y así iba avanzando, sabedor de que no era probable que se le permitiese una elevación notable en las condiciones vitales. Seguramente acabaría encontrando algún día una moza sana, tendría hijos y sembraría los campos de otros hasta la muerte, dejándoles los beneficios obtenidos con su sufrir. Eso pensaba.

El destino había querido que las tierras en las cuales se hallaba la modesta casa de piedra y maderos carcomidos a cargo, que no en propiedad, de los Aguirre estuviesen colindantes con los jardines de la hacienda de los señores de Illana, los ricos terratenientes locales, de la que sólo los separaba un pequeño riachuelo vadeable con un cauce exiguo que a veces aumentaba algo cuando llovía. Era allí donde, a la edad de seis años, y tras terminar la labor que con su estatura y fuerza podía realizar en ayuda de su padre, las manos siempre despellejadas y ya ásperas de Álvaro tocaban juguetonas el agua en el momento en que sus ojos vieron algo único, inenarrable, una maravilla de la creación que no esperaba.

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Al otro lado había llegado un ser parecido a un niño, pero era diferente, más próximo a las descripciones de los angelitos que mamá Aguirre le había hecho en ocasiones mientras le hablaba para dormirlo. Su pelo, largo, lacio y con aspecto suave, era del color del trigo recién segado, y parecía extraordinariamente limpio, lleno de pureza. El rostro presentaba un aire apacible, delicado y con un tono rosado suave que contrastaba con dos ojos verdes plenos de inocencia. La naricita parecía menuda, pecosa y remataba unos labios abultados, impropios de la infancia, y poseedores de una sonrisa muy especial a través de la cual se dejaban ver dientes blancos sin mancha alguna. Vestía una ropa clara llena de adornos y colgantes, y parecía ser feliz chapoteando con sus delicadísimas manos casi cubiertas de rico encaje en el agua, sin importarle salpicarse. Álvaro no sabía lo que era aquel ser tan parecido y diferente de él mismo, pero estaba fascinado, y no pudo evitar sentir algo dentro de su alma que lo hizo estremecer, una curiosidad natural no conocida con anterioridad. No lograba averiguar por qué, pero era consciente de que el momento era importante, y se sintió muy bien ante la contemplación.

Aunque aún no lo sabía, acababa de ver por primera vez en su vida a una auténtica niña, una hembra de su especie, algo hasta entonces desconocido para él en la extraña localidad llena de jóvenes varones de San Jorge de los Campos. También resultó que esa niña era ni más ni menos que Inés de Illana, hija única de los señores que regentaban los alrededores, y por tanto placer prohibido para la chusma trabajadora a la que él pertenecía. Eso lo supo mucho después, y lo entendió años más tarde, pero en aquel momento de magia para él tan solo podía ser un ángel.

La pequeña recién llegada lo vio entre las cañas, y no pareció inmutarse, a pesar del aspecto harapiento del chico, muy sucio después de las continuas tareas de pastoreo de aquellos días. Aunque no lo entendía por su temprana edad, estaba acostumbrada a ver personas pobres en los alrededores de la casa de sus padres, gente que trabajaba en circunstancias que no comprendía aún, llenas de mugre y carentes de las exquisitas sutilezas que de puertas adentro solía encontrar en el caserón. Cuando cayó en el detalle de

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la boca abierta por pura sorpresa del niño soltó una risa preciosa, que hizo a Álvaro sentir un poco de vergüenza de sí mismo y no lo hizo salir corriendo de puro milagro. Después, cuando aquella musiquilla angelical se disolvió entre las cañas, se miraron con curiosidad y ternura, y sin mediar palabra ambos se agacharon y siguieron jugando con el agua desde orillas opuestas del riachuelo, contrastando, mirando de reojo sus descubrimientos e intercambiándose ondas y bucles sobre una superficie cristalina que reflejaba el cielo. Hubieran podido cruzar la corriente fácilmente, tocarse y comunicarse, pero ambos sabían ya que de algún modo pertenecían a los mundos opuestos que se extendían más allá de sus respectivas orillas, por lo que se contentaron con estar. No obstante, siguieron jugando, mirándose, jugando… mirándose… Hasta que la peque Inés, coqueta y algo remilgada, se incorporó con su falda y mangas empapadas en buen grado y habló con una vocecita que sonó en Álvaro como campanitas que llegasen del mismo cielo.

-Vengo muchos días a esta hora. Me gusta.

Y sin decir nada más ni dar tiempo para una contestación que su enmudecido interlocutor ni siquiera se había planteado, se fue dando gráciles saltitos, mientras el niño se sentía absorbido por aquella gloriosa contemplación de tan hermosa criatura de la que nunca antes había sabido. No era un unicornio, un enano o algo similar no, nada de esos seres de fábula que mamá le había relatado en ocasiones. Una niña, nada menos, porque eso era lo que debía ser, pensó. Siempre estuvo convencido de que se trataba de un mito, que realmente no existían, y no sólo había encontrado a una como si fuese una ninfa, sino que además le había parecido el ser más maravilloso que Dios podía haber creado en sus complacientes días, aquellos en los que aún mostraba algún apego por las personas y las cosas del mundo.

Álvaro no dejó de dar vueltas al acontecimiento en toda la noche y volvió al día siguiente, pero la ninfa no apareció, y tampoco al otro, ni al otro. Pero al cuarto sí que lo hizo, y él estaba allí esperándola con los ojos brillantes. La vio venir por el camino que descendía de los jardines, oculto por cuidados setos,

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y le pareció que el corazón se le salía mientras se levantaba para tener mejor visión. Inés, ataviada con un traje combinado de verdes variados y maravillante sonrisa, lo miró desde el otro lado cuando llegó quedándose muy quieta, mientras el niño, con un impulso que no entendía pero que lo empujaba, cortó una margarita y, metiendo sus pies en el agua, se acercó hasta casi la otra orilla, teniendo cuidado de no pisarla y ofreciéndosela con sus dedos aparentando una delicadeza que desconocía pero que poseía de modo natural. La niña cogió la modesta flor grácilmente, olvidando que en su jardín disponía de rosas, claveles, jacintos, y montones de bellezas naturales, porque, por algún motivo, aquella margarita vulgar le parecía lo más lindo que jamás podría tener, mucho más que los cultivos de los parterres bien cuidados de la propiedad de los Illana, y sin ser consciente para nada de lo que significa la palabra romanticismo, su pequeño corazón infantil se sintió lleno. Se la puso pegada al pecho y miró al niño, muy cerca pero aún en el agua, y con un gesto hermoso cargado de sentido metió sus pequeños y seguramente muy caros zapatos en el torrente, acabando de golpe con toda distancia entre ambos. Cuando sintió el frío en los pies puso una mueca de sorpresa, y Álvaro sonrió feliz, teniendo la más que cercana presencia de aquella visión cómplice tan próxima. Le llegaron sus perfumes increíbles, y fue la primera vez que descubrió que algunas personas podían llegar a oler mejor que la más espléndida flor, cosa nada habitual en la España de entonces.

A lo largo de los meses las estaciones pasaron, y la primavera precedió al verano, que dejó un otoño precioso cargado de ocres que llegaban hasta el mismo borde del riachuelo que había seguido uniendo a los dos niños, a la par que separaba sus mundos con eficacia. Álvaro no cruzó del todo aquel curso de agua semi inocente que representaba sin quererlo los males del hombre y sus límites sociales, pero no lo necesitaba para encontrar muy de cerca el cariño de Inés, la criatura maravillosa que, obviando todo cuanto su amiguito representaba, había encontrado en él mucho más que un niño tímido con el que jugar.

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Un día, papá Aguirre, curioso por saber a dónde iba el chico con asiduidad por las tardes lejos de sus amigos del poblado de los que poco a poco había ido separándose, supo por su hijo de viva voz, pues la sinceridad era notable entre ellos, de la compañera de juegos que tenía. Dejó lo que estaba haciendo y entre sorprendido y temeroso no dudó nada en hacerle saber su opinión.

-

Álvaro, ten mucho cuidado, hijo mío. No es para tí. Tendrás que aprender a alejarte de ella, porque si crecéis juntos te partirá el corazón. – le dijo apoyando en el hombro del niño su mano gastada a base de mudar el pellejo.

-

¿Por qué, padre? ¿Qué nos separa si nos gustamos?

-

Miles de años de leyes humanas, ausencia de justicia y mucha ignorancia. Esa tres cosas, mi niño.

-

Padre, es que yo quiero creer en ella.

-

Muy bien, hijo. Cree en ella, pero recuerda siempre este momento y madura con prudencia.

El buen padre dejó que su mano dura acariciara aquel cogote querido con cariño, y pensó que en verdad aquello traería problemas al chico.

De ese modo, el niño siguió adornando su vida con la compañía de la bella niña Inés, a la que regalaba flores silvestres con frecuencia sin darse cuenta de que ya la quería por encima de muchas cosas.

Con siete años la suerte quiso que los Illana, ebrios de ostentación y hastiados de pertenencias inútiles, desparramasen un carromato cargado de vetustos libros desahuciados por los aledaños de la aldea, y Álvaro, como todos los chicos, husmeó entre ellos hasta encontrar ejemplares que, sin saber qué decían, le llamaron la atención, bien por sus tapas, sus colores o cualquier otro detalle llamativo. Con ellos en los

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brazos se presentó en casa, y padre, cansado como siempre, no le prestó atención alguna, sabedor de las rarezas que el pequeño comenzaba a mostrar y el interés que tenía por saber en una sociedad donde cosas como el conocimiento estaban reservadas a los pudientes. Papá Aguirre estaba contento con el niño y su personalidad, eso sí, pero su deber de enseñanza enmarcaba otros campos que no eran el saber literario, desde luego, entre otras cosas porque nunca había aprendido a leer.

En cambio Ana, su madre, vio curiosidad en la recopilación de páginas y letras, un gesto hermoso de un hijo al que sabía inteligente pese a su silencio entregado, así que le inculcó los escasos saberes que sobre lectura y escritura tenía desde sus tiempos de trabajo en casa de los Illana. De ese modo y con mucho esfuerzo, Álvaro consiguió dar sus primeros pasos por el prohibido mundo de la cultura, vedado a los pobres con el fin de obtener de ellos un certificado eterno de sumisión, y demostró una sobresaliente capacidad de aprendizaje que le hizo progresar con inusitada rapidez.

Descubrió que los libros que había atesorado hablaban sobre héroes de leyenda, la palabra de Dios, los números y mil cosas más, poniendo todo el tiempo que le sobraba, muy poco, en aprender de ellos y separarse del resto de los niños, quizás en un inconsciente intento de acercarse más al mundo culto en el que se desenvolvía su verdadera amiga de infancia, o tal vez dando rienda suelta a una incipiente necesidad de saber, que lo obligaba a preguntar cosas que nadie respondía. Lo que sí tenía claro es que quería hallar sus propias respuestas.

Pero a pesar de su trabajo y las muchas cosas que pretendía aprender nunca faltaba a su cita con Inés en las aguas que les mojaban los pies con mayor o menor caudal, pero siempre muy frío. Un día, la niña paseó por el que ya era para ellos de manera inconsciente el lado pobre de la orilla junto a él, y le dijo cosas al oído, intentando demostrarle que no se sentía diferente para nada. Álvaro, muy halagado y sintiendo un corazón que pretendía salírsele por la boca, cruzó determinado el riachuelo en dos trancos, y

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por unos segundos mágicos también sintió la tierra rica de los Illana en los pies, y supo que, en efecto, no era para nada diferente, por lo que se dio cuenta de que las discriminaciones eran una simple invención del hombre para distanciar a niñas hermosas como Inés de jovenzuelos pobres y sucios como él, por lo que ya nunca más respetó el límite impuesto por el curso de agua.

Así las cosas, ambos siguieron creciendo, cada uno en su fracción de mundo opuesto pero enlazado, y con ellos la audacia para encontrarse cada vez en lugares más alejados, pero fuera de la vista de trabajadores y nobles. Estaban tan bien juntos que comenzaron a regalarse cosas más ostentosas que una flor, y un día ella, conocedora de los gustos e inquietudes de su amiguito, le dio un libro de un autor griego cogido subrepticiamente de la biblioteca de su padre, mientras él a cambio la coronaba con una guirnalda de amapolas, lirios y margaritas que la hizo parecer más virgen mágica aún de lo que ya a sus ojos era. ¡Qué bien olía esa tarde!

Estando el libro en el regazo de ella, cuyo pelo dorado, una vez rebasada la guirnalda, caía por los hombros como una cascada resplandeciente, Álvaro acercó de manera inconsciente y muy despacio sus labios y le dio un tierno beso en la mejilla que les hizo sonrojarse y mantener un hermoso silencio. Pareció que habían pasado mil años hasta conquistar aquel pequeño rocecito, pero el logro era precioso. Tardaron en parpadear escuchando sus corazones, y antes de irse la bella abrazó al niño, que sentía algo parecido al fuego escapándose de su pecho. Fue el beso más bonito que ambos pudieron crear, apenas una brizna de viento inocente, pero cargado de mensajes entrañables.

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Contando con once años, en los cuales Álvaro ya había aprendido sobradamente las artes de la escritura y del más duro trabajo rural que seguía fortaleciendo su cuerpo, mucha gente enfermó de un mal extraño que de un tiempo a esa parte se daba en la comarca, algo raro que no se supo atajar de modo alguno, pero que tenía unos síntomas muy tenebrosos. Todo era muy triste. La gente se debilitaba progresivamente, después caían en cama, y poco a poco, a medida que se iban tornando blanquecinos, morían sin aspavientos, sin causar ningún tipo de escena. Lo hacían agotados y con la piel muy acartonada.

Lo que todos consideraron en su ignorancia una epidemia del Señor, un castigo injusto más, se extendió por la zona tomando visos de oscura maldición, y fue diezmando a la población sin importar su sexo o estamento social. Todos los afectados morían y ya está. El mismo terrateniente Illana, para sorpresa de todos, cayó presa de la enfermedad, que se lo llevó en dos semanas pese a la media docena de caros médicos venidos desde Madrid que estuvieron cuidándolo sin descanso. Dejó toda su herencia en manos de la cruel viuda, que pasó a tener aún más poder sobre cada habitante de la comarca, cosa que se hizo notar con un mayor endurecimiento de las normas tributarias.

Inés de Illana, convertida repentinamente en una preciosa adolescente heredera, lloró mucho la muerte de un padre que, aunque duro con el pueblo, siempre fue tierno con ella, y quedó directamente bajo los mandatos caprichosos de madre, que rápidamente se encargó de recortarle tiempo y prepararla para diferentes cambios de vida encaminados a convertirla en una magnífica casamentera. Sabía que tenía un diamante que pulir, una futura dama de la corte que daría esplendor y renombre al linaje, y no iba a detenerse en nada para llegar a ello y así engrandecer su querido nombre.

Los encuentros a los márgenes del riachuelo se fueron, por tanto, espaciando, y así los dos jóvenes se supieron unidos por algo que aún no terminaban de entender, porque dolía cuando se separaban

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y pasaba el tiempo. Al volver a coincidir, a veces se sentaban en la hierba y se contaban cosas, sin mirar ya nada que pareciese diferente o indeseable entre ellos, y sus caricias comenzaron a ser extraordinarias, cariñosas y constantes. Eran los primeros síntomas de un deseo incipiente.

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-

¡Está allí, Martín lo ha visto!

-

¡No digas tonterías! ¿Quién va a meter un barco en el lago?

-

Álvaro, te digo que está allí. Yo he visto la cara de Martín cuando se lo contaba a los demás, y estaba muerto de miedo. Es verdad.

-

Eso tengo que verlo. ¿Vienes conmigo?

-

¡Ni lo sueñes!

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Aquella tarde el niño se alejó de manera poco habitual de la casa de sus padres en completa soledad. Nadie de entre todos sus amigos había querido acompañarlo, y se encaminó al valle, donde a tres leguas empezaban las aguas tranquilas de un lago que de pequeño había visitado con mamá Aguirre, camino de la casa de una de sus amigas de infancia. Ella gustaba de mantener esas visitas para desahogar un poco su mente hilvanada de trabajo y miseria. Era un lugar amable, situado entre las típicas montañas extremeñas, tan nobles como su gente y de un verdor magnífico cuando llega la primavera. Las aguas de lluvia convergían y daban caudal a una extensión grande de cristal que reflejaba el cielo en los días claros

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y que se mantenía porque no tenía ningún desagüe natural y era bien alimentado por torrenteras durante las épocas duras del año.

Fue a buen ritmo todo el rato, con intención de no perder demasiado tiempo en el trayecto, y al poco alcanzó una colina desde la que se divisaba una enorme porción de aquel embalse natural. El día era tranquilo, sin obstáculo alguno que dificultara la visión, y lo que vio era exactamente lo que no esperaba ver a pesar de que le dijeron que lo vería.

Fondeado en el centro se hallaba un extraño bajel de color azabache, uno muy grande, a no más de cien metros de donde él estaba, por lo que lo divisaba con claridad meridiana en todo su furtivo esplendor. Álvaro no sabía como era un barco real más que por las referencias e ilustraciones que aparecían en los libros, porque no conocía el mar, pero algo muy adentro le dijo que aquel era verdaderamente enorme, y desde luego por sus formas amenazador.

En la proa había una figura animal, un dragón dorado muy envejecido, grande y vistoso, con las fauces abiertas y unas alas extendidas como de murciélago al lomo. En sí, a Álvaro le pareció que todo el barco era, más que un dragón, un enorme pez dispuesto a saltar a tierra para devorar las cosas, como una bestia de leyenda de esas que los marineros relataban en los libros, quizás incluso el leviatán de Jonás. En ese pensamiento fermentado de sus lecturas estaba cuando sintió una punzada en su cerebro, una alerta que no comprendía, pero que sin duda aparecía, y la asoció con un encogimiento de tripa muy desagradable. Se dio cuenta de que de repente tenía miedo.

Haciendo caso omiso de esa advertencia se sentó sin perder detalle en unos bloques de granito depositados allí cuando las aguas del diluvio dejaron la tierra, según le había contado su madre muchas veces al pasar por el camino justo al lado. Nunca la había tomado muy en serio, porque no creía que Dios

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salvase a Noé, visto el interés que mostraba por los pobres, pero desde luego las piedras estaban tan redondeadas como los cantos de los ríos, y eso era muy evidente, demasiado para que un gran observador como él no se diese cuenta.

Desde allí, con el trasero sobre la durísima base, fijó la vista en el buque y notó que estaba envuelto en una niebla singularmente reducida, como si emanase de él en forma de humareda blanca que se contraía y giraba sobre sí misma, sin elevarse, sin parecer nada que no fuese una medusa flotando libre en las olas, aunque él eso no lo sabía porque no conocía las artes de la medusa. Las velas eran también de color negro, y estaban replegadas en los mástiles, que se empinaban a gran altura formando cruces irónicamente en lo que parecía más bien el jardín otoñal del infierno cuajado de mustios árboles muertos que se entrecruzasen. No era sitio para familiares y tranquilizadoras cruces, desde luego.

En el lateral que se divisaba aparecían troneras correspondientes a lo que debían ser cañones, aunque Álvaro tampoco sabía nada de eso, y unas letras corroídas por la sal en las que se suponía escrito el nombre del barco, pero que no pudo descifrar a pesar de estar en alfabeto tradicional. Solo distinguió una letra V al inicio y una O al final, pero las demás aparecían excesivamente deterioradas o cubiertas por herrumbrosas costras fruto de la vejez demoledora. De aquellos portones en el lateral contó treinta y seis en tres filas bien alineadas, una sobre otra. No se veía a nadie en la cubierta o los mástiles, ningún marinero haciendo faenas, pero lo verdaderamente impactante era la gran pregunta: ¿Cómo había llegado semejante barco a fondear en un lago interior sin comunicación con el mar ni río alguno con el más mínimo calado? ¿Qué aberración en el correcto orden de las cosas se estaba produciendo? Porque lo que sin duda estaba claro a los ojos del niño es que aquella cosa destilaba antigüedad… y algo que no podía identificarse más que con una notable maldad, algo que llenaba el aire alrededor de aquel cristal de reflejos azules que era la superficie acuosa de un olor pútrido, rancio y caduco, propio de la descomposición del tiempo hecho carne.

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Entonces cayó en un detalle que no pudo entender, y que disparó la alerta total de sus sentidos. El enorme buque fondeado en lugar prohibido a la lógica no generaba sombra alguna ni reflejo en el agua, como si no estuviese allí, como si sólo fuese una masa bruta de mentiras ensambladas en cuadernas y mástiles con remaches que nunca hubiesen sido forjados. Restregándose los ojos se convenció de que era cierto cuanto veía, sin más. La verdad lo es, y no hay que buscar más cuando se llega a ella, sino tan solo aceptarla, y si es posible, comprenderla. Álvaro no la comprendía.

Después vino lo peor, una vivencia que lo acompañaría durante toda su vida como preámbulo a experiencias aún mayores en su grado de incomprensión. Fue una sensación al principio, pero después se convirtió en algo más, una percepción perfecta y evidente.

Oía zumbidos.

Era como si un panal estuviese cerca y las abejas atareadas se mostrasen súbitamente efervescentes en su trabajo en medio de aquel silencio titilante. Miró y no vio nada de eso, ni insecto alguno en vuelo, pero sin embargo el zumbido subía de nivel, y comenzaba a tomar otro tipo de connotación que se alejaba del familiarmente producido por la colmena. No era eso, era un ruido más bien de insectos, si, pero diferente a cuanto había escuchado en su vida, y mostrando una gran concurrencia de lo que quiera que fuese que lo estaba produciendo. Se levantó e intentó ubicarlo con la mirada, pero no fue capaz porque parecía venir de todas partes, como si realmente estuviese resonando en su cabeza, pero sabía que no era así, porque las sensaciones comenzaban a erizarle la piel mientras daba vueltas oteando cada vez más nervioso en todas direcciones.

¡Y paró! ¡Súbitamente se detuvo y de nuevo tornó el silencio más abrumador!

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Se dio cuenta de que no había ni un solo pájaro en el cielo, que de repente todo el ruido había cesado y no quedaba un sonido amigable en el conjunto de cuanto veía. Nunca había oído tanta nada ni creía que existiese. Miró al barco, al gran dragón dorado en la proa que parecía ahora mirarlo con sorna, y las piernas le temblaron. La opresión del silencio llegó a ser tal que corrió de vuelta al calor del hogar con mayor premura que nunca, intentando asimilar lo extraordinario de cuanto desde aquel promontorio lleno de piedras del diluvio había vivido. Sentía demasiadas cosas malas, y el camino fue como un continuo alejamiento de un foco infeccioso, encontrándose mejor solo a medida que sentía fuera del alcance de la siniestra mirada que había percibido en su nuca nada más darse la vuelta.

La había notado, y aunque no había visto a nadie en él, sentía que provenía de la cubierta del barco. Y lo peor es que era algo sucio, lo percibía, como un tufo convertido en emanación que se desplazase por el aire hasta él, la peor vivencia posible tenida en las orillas de un agua en que se alojaba locura maléfica. Quien lo hubiese estado mirando no era un ser tocado por el aliento de las cosas familiares que pululan por el mundo, eso lo sabía y era lo que le hacía correr con mayor velocidad aún.

Aquella noche no dejó de pensar en el sorprendente milagro que acababa de ocurrir, y repasando ideas e imágenes con su mente analítica fue cuando recordó un detalle que le había pasado desapercibido.

Hielo.

Había hielo en aquellos palos. Carámbanos colgantes, chorreados, testigos de una temperatura que no se correspondía con el calor que comenzaba a hacer. Ya no pudo conciliar el sueño.

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-

Hay un barco en el lago. Uno negro muy grande y raro.

-

Álvaro, hijo mío, ¿qué cosa me dices?

-

Está allí. Lo he visto.

-

Eso es imposible. Lo habrás soñado.

-

No. Está allí.

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Pasaron los días y las semanas, mientras la plaga misteriosa se extendía devorando las familias. Los cementerios se llenaron de pobres, mendigos, viajantes, soldados, caballeros, ricos, niños, viejos…. Nada parecía detener la progresión de aquel mal. En cada calle, cada casa había un duelo, una tristeza, un desastre comunal de grandes proporciones que diezmó a la sufrida comarca mientras la señora Illana maldecía a Dios por arrebatarle tanta mano de obra gratuitamente.

Sin embargo, el responsable no era Dios.

Los rumores sobre el barco no siguieron en el pueblo, y nadie tenía ánimo para acercarse al lago. Incluso los chicos que habían defendido su presencia parecían ahora haberlo olvidado todo y eso llamó mucho la atención de Álvaro, que observaba las reacciones y se sorprendía de ver cómo algo tan espectacularmente raro y comprobable no despertaba el más mínimo interés e incluso llegaba a ser ignorado totalmente. Al principio pensó que se trataba de desidia causada por el dolor, la incultura y el mal momento general, pero a medida que el tiempo pasó intuyó que había algo más, una especie de silencio tácito y consensuado involuntariamente, pero real y muy efectivo, pero no tomado en el solaz de una cálida y gratificante decisión colectiva. En cierto modo era como si un manto de impenetrable mutismo

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hubiese bloqueado las mentes de aquellas buenas y malas personas por igual, llevándolas a un estado de sopor ebrio en el que la curiosidad innata en el ser humano hubiese sido doblegada hasta el extremo. No se atrevía a hacer conjeturas sobre lo que estaba pasando, pero algo muy dentro de él le decía, le gritaba que una oscura influencia desatada desde la cosa que flotaba en las aguas, a medio camino entre el suelo y el infierno, se había apoderado de las percepciones y curiosidades de todos para ocultar su presencia y perpetrar una execrable violación del mundo de los vivos.

De todos menos de él.

Estando así las cosas, en medio de lugares con tanta incultura y falta de salubridad, era cuestión de tiempo que alguien en el reducido trío familiar de Álvaro enfermase del mal que aquejaba la comarca, y el anatema pasó en forma de infames ejércitos más allá de las nubes, demostrando lo inapelable de esa ley.

Una tarde clara en que el sol se escondía rojo carmesí más allá de las lejanas colinas, tras un periodo extraño de síntomas, madre cayó en cama y conforme al patrón marcado en los casos anteriores se fue debilitando día a día sin que nadie pudiese hacer algo para evitarlo, sin asistencia, en un precio que se pagaba por ser tan pobre y desgraciado. El niño vivió todo ello con impotente dolor, viendo de cerca como la muerte se iba apoderando de Ana Mendoza y rogando a un Dios del que no comprendía sus designios ni tanta indolencia por un milagro que no ocurría.

Una noche, cuando la cansada mujer ya estaba blanquecina y fatigada, padre tuvo que ir a la montaña con urgencia a cuidar los rebaños por los merodeos de los depredadores que habían sido vistos, y el niño se quedó solo al pie de la cama velándola en un gesto de amor filial y abnegación. Con sus adorados libros, muy gastados y vetustos ya de tanto revisarlos, permaneció atento a la pesada respiración

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del cuerpo lánguido de Ana Aguirre, poniendo toda su atención y esmero en mantenerla caliente e hidratada ¡Pero el cansancio del fatigoso día le hizo mella y se durmió!

No recordaba haber soñado esa noche.

Despertó súbitamente a consecuencia de un extraño ruido, una especie de… chasquido. Sin abrir los ojos, aún en ese curioso estado de duermevela en que no sabemos ni dónde estamos, se dio cuenta de que sonaba, fuese lo que fuese, como el desagradable sonido que producía su padre mientras sorbía de un tazón de caldo… ¡pero era mucho más maligno, nada paterno o terrenal, sino más bien parecido a ruidos de alimaña! Valientemente, y sabiendo ya que iba a ver lo que estaba ocurriéndole a su madre desde muy cerca, Álvaro de Aguirre levantó la mirada y observó desde su penumbroso lugar el torso semiincorporado de Ana que abrazaba a una forma oscura, algo que parecía no tener más medida que el vacío, y que sostenía su cuerpo por la cintura con unos brazos largos y negros de dedos indescriptibles. En lo que parecía la cabeza de aquel ser se adivinaba un par de ojos rojos cargados de fuego, pero lo más demencial era ver su boca, muy abierta y dispuesta a dar un último bocado en la que sin duda era su víctima, su presa de esa noche, Ana Mendoza, la mujer a la que había estado succionando fluidos durante semanas.

¡Apestaba a ciénaga en la habitación, una fetidez que sólo podía provenir de aquella cosa horrible!

El niño, paralizado en su asiento por algo que no tenía cabida en su cabeza, presenció como aquella maldad nauseabunda, aquel demonio venido a la tierra, mordía y chupaba la boca de su madre entre ruidos de borbotones sanguíneos calientes que se derramaban mientras ésta sucumbía a algún tipo de hechizo que la hacía reflejar una horrible mueca mortal de felicidad. Ese gesto quedó plasmado en el cadáver que iba a ser enterrado humildemente a la tarde del día que iba a nacer en unas horas, pero nunca

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nadie entendió por qué aquella mujer aparentaba haber tenido una muerte tan dulce encontrándose tan mal. No pudieron cerrar sus ojos, y le colocaron un sudario de tela rugosa, pero el niño sabía de cada rasgo que tras él se escondía.

La escena era siniestra y repugnante, tanto que contribuyó aún más a que permaneciese anclado en el tosco sillón sin capacidad alguna para reaccionar, violado por la consumación de un sacrílego terror. Desde allí vio cómo de pronto los ruidos cesaron y el cuello de Ana, lívido y liberada de aquel mordisco diabólico, caía hacia atrás pesadamente con un crujido de cervicales forzadas, sin vida, a la par que el ser soltaba el cuerpo como quien se deshace de un saco de excrementos en medio de los campos. Se desplomó pesadamente sobre la cama, y el crepitar de la paja sonó siniestro al recibir lo que en otros momentos fue una bella criatura de Dios que había dado felicidad a los suyos, sin merecer por supuesto un final tan gris, si es que hay alguno colorido. La forma maligna se incorporó entonces dándose la vuelta mostrando la espalda al niño y pareció llegar al mismo techo, revelando una fisonomía humanoide y sin reparar para nada en quien lo observaba, que seguía muy impresionado en el sillón atento a los ojos ya cristalizados de mamá.

Entonces fue cuando Álvaro, reaccionando con un vigor repentino que posiblemente lo salvó de la locura que da el saber que pudiste hacer algo y no fuiste capaz, se levantó y, mirando a aquella cosa grande que se aprestaba impunemente a abandonar la habitación por la ventana, pronunció dos palabras simples.

- ¡Eh! ¡Tú!

La cosa se detuvo, y con ella hasta el mismísimo curso del tiempo, que pareció estirarse, congelarse y llenarse de carámbanos. Se notó sorprendida, como si en verdad no hubiese reparado en la

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presencia del jovencito con anterioridad, posiblemente por la grandeza de su gula. El corazón de Álvaro latía con una fuerza que parecía arrancarlo del pecho, pero de un modo diferente a como había sentido tantas veces con Inés, mientras sus pies daban un par de valientes pasos adelante y volvía a gritar.

- ¡Mírame, puerco! ¡No sé lo que eres, pero, tú, mírame! ¡Quiero hablarte!

Y aquello, grande, silencioso y detenido, atendiendo a la invitación lanzada desde una aguda garganta que aún no había recibido los cambios sonoros de la testosterona, fue dándose la vuelta muy despacio. Sin que se completara el giro, mirando aún de reojo, sus carbones encendidos quedaron enfrentados a los de Álvaro de Aguirre, que ahora empuñaba a modo de arma el palo que se usaba para atrancar la puerta de madera vieja. De repente ya no tenía ningún miedo.

- ¡Óyeme bien, seas lo que seas, porque esto te conviene tenerlo en cuenta! ¡No me asustas!

El ser no parecía inmutarse más allá de la curiosidad, aunque desde luego sí que estaba escuchando. En cierto modo, era como si valorase de modo adecuado lo que tenía que hacer con aquel humano pequeño que lo había pillado in fraganti en pleno banquete, algo a lo que no estaba acostumbrado dada su capacidad de sigilo. Afortunadamente para el niño ya estaba más que satisfecho con la cena esa noche, y eso lo iba a salvar. El plato había sido suculento, pues aunque tenía suficiente con beber los fluidos de sus víctimas durante semanas, no había nada más placentero para él que arrebatarlo todo en una última cena y saciarse completamente antes de que la vida se fuese del cuerpo invadido para recaer en su boca y ser relamida. Sí, esa noche estaba muy satisfecho, y no tenía ya ganas de beberse al crío insolente que le plantaba cara como pocas veces había visto. Seguía mirándolo con soslayo, pero no sentía nada.

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- ¡Te encontraré! ¡Juro que si al amanecer descubro que esto no es un sueño, y que lo que he visto es verdad, aunque el odio me consuma y me lleve toda la vida yo te encontraré, puerco!

Aquello estuvo quieto un segundo, y después de asimilar finalmente la situación pareció retomar su camino hacia la ventana, dijérase que despreciando la amenaza recibida con la seguridad de quien está muy por encima de esas mediocridades de hombres. A fin de cuentas, si había alguna amenaza en el mundo, era él mismo hecha realidad, así que comenzaría a rondar a cualquier otra víctima que le pareciese apetecible. Pero el niño, viendo que aquello se iba, dio dos pasos más y gritó con todas sus fuerzas cuatro palabras que resonaron en la estancia con esencia hueca.

- ¡Y después te mataré!

Entonces, no se sabe si por orgullo o admiración, el monstruo se volvió haciendo retorcerse sus ropajes opacamente negros, y con agilidad incalculable propia de un gran felino saltó sobre la cama que contenía el aparentemente feliz cadáver de Ana Mendoza sin dar tiempo al joven Álvaro a usar su palo para defenderse. Fue a la vez muy rápido y lento, como si el flujo de los momentos estuviese desquiciado. Se agachó ocupando todo el horizonte hasta equilibrar la estatura colocándose a veinte centímetros de su cabeza, y así, sin esperarlo, el chico se encontró ante la puerta de sus ojos con aquel poseedor de un tufo hediondo y mirada asesina surcada de venillas que pulsaban en aquel rojo iridiscente. Sintió cómo era agarrado por ambas muñecas con una fuerza imposible de doblegar por aquello que más que manos asemejaban zarpas de fiera. Finalmente, después de todo, la criatura había escuchado su amenaza, y la cosa pareció que iba a tener un precio. De reojo distinguió algo que tenía enrollado en la manga izquierda, una especie de cuentas anudadas, algo bonito y fuera de lugar, pero que no supo identificar. De cerca pudo ver que sus ropas eran raras, rugosas y llenas de costuras y botones, quizás muy viejas, pero no carentes del encanto de lo caro.

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La bestia lo miraba y así pasaron unos segundos feos, cargados de cieno corrupto. Después abrió su boca amenazadoramente, un agujero negro de tamaño mayor a lo habitual y muy descoyuntada, mostrando dientes afilados enrojecidos por la sangre fresca de la consumida madre, en lo que parecía una amenaza directa, una invitación al espectáculo de la muerte. Más al fondo se veía moverse frenéticamente algo similar a una lengua pero dotado de la capacidad de penetrar hasta la garganta de sus víctimas, donde perforaba las zonas superiores del paladar profundo para abrirse paso hasta la apetitosa bolsa de sangre del cerebro, de la que se alimentaba con la notable habilidad de cerrar la herida con poderosos coagulantes antes de irse. Si, como una gran sanguijuela. Toda la escena llegó a la mente de Álvaro en forma de certeza, seguramente emanada directamente desde la de la horrible bestia, una especie de percepción inducida por aquella maldad indecible.

El niño solo pensó, en medio de sentimientos de profundo asco que le nacían, que iba a morir sin duda alguna. Pero los caminos del Señor son muy extraños en la mayoría de las ocasiones, y sin que se lo esperase para nada, unos labios agrietados taparon repentinamente como unas sábanas gruesas el mecanismo triturador que suponían aquellas fauces afiladas restándoles su capacidad de matar, y sin dejar tiempo para reaccionar, si es que fuese posible, se apoderaron de la boca del niño en un frenesí lascivo. La pequeña víctima prisionera pensó que de un momento a otro aquella lengua iba a llenar su boca para buscar alimento perforando dolorosamente hasta su cerebro, pero no fue así. Un horrible y sorprendente beso se hizo realidad mientras el joven permanecía paralizado de puro pánico, sintiendo como aquello le regurgitaba en el paladar sangre, la de su madre, con un sabor ya asqueroso a polvo y moho que tardó semanas en desaparecer de entre los dientes. Con la boca cubierta, no le quedó más remedio que tragar aquella inmundicia, sentir la agónica caída por el esófago y la confusión de sabores asquerosos que su paladar iba detallando sin detenerse en considerar que nada de aquello era deseado.

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La criatura, tras unos eternos momentos que Álvaro no comprendió, se separó de aquel beso demoníaco y lo empujó suavemente, mirándole de arriba abajo en lo que pareció una nueva valoración del estado de las cosas. Sí, más que mirarlo lo sondeaba, como si pudiese ver a través de él, su interior… y sonrió con una mueca tétrica, complacido. El niño tosió agarrándose la garganta escupiendo, encomendándose a la divinidad mientras intentaba olvidar el tacto de aquellos labios fríos cubriendo su boca y sacudiéndose con las mangas la baba viscosa.

-¡Dios! ¡Por favor! ¡Ayúdame!

La petición sonó, sin embargo, vacía, como si nadie hubiese al otro lado de la línea. Sí, era como si la oficina de la fe estuviese comunicando en aquella llamada de urgencia, y ningún ente glorioso de los del Cielo se encontrase disponible esa noche para salvaguardar a un niño indefenso de un mal indecentemente superior.

El ser, inmenso ahora tras recuperar toda su talla, le miraba desde arriba satisfecho mientras el sabor pútrido ocupaba cada papila del paladar de lo que podía haber sido su víctima sin el menor esfuerzo. Habló desde lo alto, como si fuese un manojo de tañidos de muerte desparramándose por los campos.

- Te has hecho merecedor de tu venganza, muchacho… Pero no te prometo nada para el día que nos volvamos a ver.

La voz sonó opaca, gutural, con la calma potencialmente sobrada y terrorífica de los demonios cuando son dueños del porvenir. Álvaro tuvo la sensación de que las cosas en la estancia se arrugaban ante aquellas ondas provenientes del pozo ciego del mundo hecho realidad en esa boca apestosa cubierta de

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labios retráctiles que lo habían mancillado para siempre. Mirado desde aquella torre imponente de indeseable tormento se dio cuenta de que era la mirada que había notado desde el barco.

Después de aquellas palabras, la bestia se dio la vuelta y con un nuevo salto prodigioso se lanzó a través de la ventana para perderse en la noche sin hacer ningún ruido. Justo antes de desaparecer de la visión pareció ponerse algo en a cabeza, como un sombrero, pero no pudo ver más detalles, y el chico se sintió desfallecer de puro asco mientras el vómito luchaba por salir de su interior, pero lo que más le molestaba es que le costaba respirar por el tufo a descomposición dulzona que le impregnaba las fosas nasales. Finalmente vertió en el suelo algo gris abundante cargado de coágulos rojos que no tenían nada que ver con el tomate, y las arcadas le dolieron en los riñones. Estaba muy mal y semitirado, pero desde aquella posición en que su cara quedó casi pegada al suelo pudo verlo por primera vez.

Era algo brillante, a pesar de estar casi debajo del catre de la que había sido su madre. Aunque la luz de las velas no le daban directamente desprendía resplandores singulares que le llamaron la atención. Sin importarle pasar por encima de las manchas en el suelo, que se le pegaron húmedamente a los ropajes, se acercó a aquel objeto peculiar, y lo agarró con la mano derecha. Era un medallón, una joya del tamaño de una gran galleta, y sabía exactamente dónde la había visto antes.

¡En el pecho de la cosa que acababa de irse!

Seguramente se le había caído al saltar sobre la cama hacía unos minutos, o lo había tirado, quién sabe. Pesaba bastante. Álvaro se fijó en la escena representada en la pieza, por su talla indudablemente muy valiosa, aunque eso era una connotación sin importancia en aquel momento. En una de las caras había una luna en un cielo lleno de estrellas, y bajo ella un paisaje con dos figuras. Una era algo muy parecido al ser que había visto, y estaba en pose amenazante, con los brazos desplegados hacia arriba. La

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otra era una mujer tendida en el suelo y muy asustada ante lo que estaba viendo, con la boca muy abierta y agarrándose la cabeza. A sus pies había un bebé, y más al fondo una larga fila de cruces.

En el reverso del medallón había un escudo de armas muy peculiar, presidido por la imagen de un dragón, el mismo que estaba cruzado imponentemente en la proa del gran buque negro que nadie, salvo él, quería reconocer que fondeaba en el lago. Álvaro estuvo toda la noche mirándolo, intentando desentrañar la clave que suponía se escondía detrás de él, memorizando cada rasgo y luchando por comprender, por creer que todo había sido la más febril pesadilla, pero algo le decía que no, que nadie le llamaría al amanecer para sacarlo del mundo de los sueños. Aquel monstruo surgido de la más recóndita oscuridad le había dado una comunión repugnante en un gesto del que no tenía muy claras las implicaciones, pero que sabía que le marcarían toda la vida.

Cuando Bartolomé Aguirre, su cansado padre, llegó al amanecer a la casa después de bregar con corderos, perros y lobos, no pudo imaginar lo que allí había ocurrido. Su esposa amada yacía en la cama con una extraña expresión de Gioconda, un rictus de mórbido placer que para siempre permanecería clavado en los ojos de su hijo. Álvaro estaba sentado de culo en un rincón con el gesto ausente, como ido. Apestaba horriblemente en toda la estancia a algo irreconocible, y había manchas en el suelo de lo que parecían vómitos y sangre. Recogió en sus brazos al muchacho, y notó su temblor, extrañado porque lo conocía muy bien. No dijo a nadie nada de lo que aquella noche había pasado pese a ser más que preguntado. Jamás.

Más tarde, tras dar la mala noticia en el pueblo, volvió a oír los insectos nítidamente mientras su padre amortajaba con algo de ayuda a la amada esposa. Al principio pensó que se trataba de un recuerdo, una ilusión del pensamiento, pero no era así. Se dio cuenta entre tanto dolor de que sólo lo percibía él, y por un momento supuso que estaba loco, pero un presentimiento grandioso lo sacó del estado semifebril

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en que se hallaba sumido para empujarlo a la puerta. Algo iba a pasar, lo sabía, y el crepitar de miles de cosas volátiles que no podía ver llenaba ya todo en su espacio vital.

No había terminado de salir de la casa cuando desde la dirección del lago vio con el rabillo del ojo algo grande, inmenso, pasar sobre el tejado de cañizo y ocultar el sol, pero por un milagro ininteligible sin generar sombra alguna. Tres pasos más allá se dio la vuelta cabeza arriba y distinguió la figura imposible del enorme barco negro volando como un ave de presa en completo silencio. El tronar de los bichos era ya ensordecedor en su mente y le produjo mucho malestar, pero agarrándose los oídos sin que disminuyese no dejó de mirar cómo la quilla completa de la nave, llena de toda clase de parásitos incrustados, pasaba a no más de quince o veinte metros sobre su casa, navegando por el aire a gran velocidad y en un estado de magnífica flotabilidad, como si verdaderamente surcase aguas apacibles. Las arboladuras mostraban velas negras rotas pero muy hinchadas, sopladas por un aire inexistente, y la niebla que envolvía el casco impedía ver la cofia del palo mayor, en la que no esperaba ver a nadie. En unos segundos toda la eslora, con los portones de la artillería cerrados, pasó dejando caer cristales de hielo desprendidos sobre la casa, y la popa se dejó ver, mostrando el timón y sus ventanucos cerrados repujados de metales antiguos con un aspecto lujoso.

De repente hizo mucho frío, como si un viento del norte estuviese soplándole en todo el cuerpo, y supo que era el arrullo de la muerte que recubría al extraordinario enigma que ante sus ojos se movía.

Pero un instante después, como si hubiese decidido eludir el mundo, la proa con la imagen del dragón que lucía el medallón obtenido la noche anterior se elevó obedeciendo a un golpe de timón vertical imposible y el navío entero aceleró ascendiendo en un ángulo de cuarenta y cinco grados y perdiéndose en el cielo, mientras el sonido de los insectos iba cesando en la cabeza de Álvaro. Era consciente de que estaba viendo algo imposible, pero absolutamente real. La última vez que lo divisó pasó sobre las nubes,

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bajas ese día, se estabilizó muy alto por encima de ellas y por fin se alejó junto con el zumbido más maligno de los espacios muertos. Pronto dejó de ser un punto negro en el aire y se escondió dentro de un gran banco algodonoso, que se tornó repentinamente oscuro y emitió media docena de rayos y fuertes truenos.

Álvaro temblaba de un modo que nadie puede entender si no ha cruzado la mirada con el más allá, sintiendo cómo sus testículos se contraían de puro miedo queriendo meterse en la entrepierna. Fue muy desconcertante lo vivido, pero al menos aquello lo sacó del marasmo para ayudar a su padre en el terrible momento de despedir a alguien tan entrañable como mamá. Pisó cristales de hielo antes de entrar en la casa que crujieron bajo sus pies mientras se iban derritiendo al retornado calor del sol.

Naturalmente, nadie había visto ni oído nada. Salvo él.

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Así fue como el juramento hecho por un niño de once años al pie de su madre muerta marcó el futuro del vástago de los Aguirre en la pequeña villa de San Jorge de los Campos, vieja tierra de Cáceres, allá por el año 1490, a la par que un pequeño meteoro metálico de varios kilos de peso se estrellaba en unos sembrados cercanos a Toledo y era recogido por un pastor, que se lo llevó a su amigo, el maestro armero Maeso, en Toledo, que lo guardó cuidadosamente tras observarlo en una alacena a la espera de un futuro en que supiese qué hacer con él.

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Después de enterrar a Ana en una soledad propia de los momentos de epidemia, únicamente en compañía del párroco y un par de amigos, padre e hijo se fueron a trabajar, pues los campos no esperaban, y el recaudador de impuestos menos aún. Fueron días durísimos para ambos, pero supieron en la medida de lo posible recomponer la situación y acompañarse la pena para no desfallecer, mientras el más joven de los dos seguía forjando en su mente el convencimiento de que algún día hallaría la venganza por cuanto había ocurrido. Toda su boca sabía a sangre y había comido toda clase de cosas, incluso se había restregado la lengua con heces de cerdo, pero nada había podido eliminar el asco de ese paladar. Lo que no te mata te hace más fuerte, pensó finalmente, y en un tiempo el sabor desaparecería.

La epidemia cesó inmediatamente, y Álvaro, mucho más fino en su inteligencia que la mayoría, ya supo con certeza su origen y el modo en que actuaba. Todo encajaba como la imagen más alocada en la cabeza de un demente, pero no le importó para nada, porque fue testigo de cuanto había sucedido de un modo tan directo que no cabía la menor duda. Un barco, una cadena de muertes, un navegante inhumano… Nunca nadie supo nada de aquellos días extraños ni percibió la realidad del modo en que él la había vivido. Se llevaría el secreto consigo hasta el instante en que fuese capaz de encontrar al mal y acabar con él, en algún momento profundamente perdido dentro de un futuro incierto en el que tendría que abrirse paso luchando contra la inferioridad que da el pertenecer al estrato más pobre de la sociedad.

Como las cosas malas en la vida a veces parece que vienen de dos en dos, inmerso en los rugidos del vendaval que azotaba su vida, tardó muchísimo en volver a ver a Inés, internada en casa de unos tíos de Madrid por mandato de su abusiva madre en un intento de alejarla de la inexistente epidemia y de lograr transformarla en la hija que siempre había deseado a través de un selecto grupo de institutrices. La echó de menos, pero el fuego de la venganza y el hervor del pensamiento no le permitieron darse cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que ya casi estaba en un injusto proceso de olvido.

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Así pasó el tiempo, y el niño fue convirtiéndose en un hombrecito infatigable de larga mata de pelo negro, con el rostro permanentemente sumido en sombras y preso de dolores internos que no eran de nuestro mundo. Su padre lo miró crecer, sabedor de que negros designios poblaban su mundo interior, pero satisfecho de al menos tenerlo cerca para acompañar la que ya era una gran soledad mutua en medio de un paisaje que había sufrido la pérdida de un sesenta por ciento de la población.

Un día el chico se descuidó con la azada, calculó mal y se cortó de manera importante en el pie derecho. Dolió muchísimo, y estaba solo, pues padre había bajado al pueblo para comprar alguna cosa. Se sentó y se quitó la bota, a fin de mirar el daño. Sangraba mucho, pero curiosamente cada vez menos, a pesar de la profundidad del corte, que le hacía pensar que de aquella se quedaba cojo. Un minuto después la hemorragia cesó y con ella el dolor, y su sorpresa fue total cuando se quitó todo aquel líquido rojo con algo de agua y observó que ya no había herida alguna, ni cicatriz ni nada. Estaba sanado.

Celebró no haber estado en presencia de su padre y así poder ahorrarse las explicaciones, pero lo que para él era obvio es que de algún modo ya no era el mismo. Había cambiado.

Cuando por exigencia inevitable del destino los dos adolescentes se encontraron de nuevo estaba ya avanzado el verano en el que cumplieron quince años, se rumoreaba que alguien había descubierto unas tierras a las que llamaban las Indias y muchas cosas quedaron atrás. Ella se había convertido en una mujer de estatura y belleza magnífica, siempre resplandeciente con esa extraña luz que tienen los milagros naturales cuando están en pleno auge, y estaba deseosa de encontrarse con quien había sido el amor de su infancia, su amigo y cómplice, al que no había avisado con antelación, esperando sorprenderlo del modo más mágico.

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El joven, robusto y triste, se encontraba trabajando los campos de los Illana, como casi siempre que no estaba leyendo o recapitulando la ferocidad de su odio hacia el mal que había arrebatado al mundo la presencia materna robando de paso su alma, cuando la vio aparecer montada en un magnífico corcel blanco que parecía saber perfectamente la intención de su amazona, pues sin ninguna dirección especial se plantó a tres metros de él en medio de la colina. Se quedó con la boca tan abierta como el día en que se conocieron, y de repente sintió que algo muy dentro se agitaba, haciendo reverdecer sentimientos que permanecían latentes aplastados por los recuerdos horribles que inundaban su mente. ¿Retornaba el brillo de las cosas? Así parecía ser, y el efecto era instantáneo.

Como una estatua imponente que tomase vida, la mujer bajó plantándose con sus botas de cuero brillante frente al más que sorprendido joven al que hacía años que no veía, pero del que esperaba recolectar algo de cuanto había sembrado entre juegos de flores, hierba y agua hacía mucho a las orillitas de un riachuelo perdido. El abrazo, tímido al principio por la fuerza de lo inesperado, fue coronado por un largo, cálido y justo beso, carente de prejuicios y normas sociales. Era un beso esperado y muy forjado en las fraguas del tiempo, con sabor a campos de arcilla y olor a las más sutiles esencias de algún perfumista loco, lleno de cítricos y almendras, un beso especial y que los elevó del suelo al cielo llevándose el tiempo perdido y la inocencia de ambos jóvenes con él para siempre. Fue el beso de sus vidas.

Se convirtió en un verano magnífico para ambos, en el que aprendieron los placeres intensos de la carne y el sabor de los deseos saciados con fuego. Un tiempo en el que hasta el rencor escondido de Álvaro, su profundo odio hacia la criatura a la que llamaba el navegante, se fue diluyendo a través del arrullo cautivador del amor, liberándolo de la presión que había sentido desde la noche triste en que el alma de madre fue robada de modo injusto para ser privada incluso del descanso, según los cánones eclesiásticos de los que renegaba.

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Así, en medio de aquellos lugares de mies seca cada vez más desiertos, entre campos y bloques de granito post diluvianos, encontraron el amor apasionado y unieron sus cuerpos con profusión de caricias, sin importarles para nada el mañana.

Una tarde, después de las faenas, Álvaro fue a lavarse, pues quería ofrecer a Inés algo único, un regalo imprevisto y que no esperaba que rechazase. Lo había estado pensando mucho, y no quería hacer oídos sordos a lo que le dictaba el corazón. Se quitó el medallón con la esperanza de no colgárselo más, se puso sus mejores ropas, usó algo de romero para untarse el pelo, y marchó al encuentro con ella recogiendo por el camino un pequeño ramo de flores, las mismas que siempre los habían acompañado desde el albor de la infancia. La encontró sentada cerca del jardín al que nunca había accedido, y se intercambiaron una sonrisa fácil y sugerente desde la distancia. Ella no estaba acostumbrada a verlo coqueto, y eso la sedujo aún más de lo que ya se encontraba esa templada tarde de Septiembre, con la sangre algo alborotada a fuerza de deseo. Álvaro llegó a su altura, y sin pensarlo, conforme a como había leído que se hacía, se puso de rodillas intentando contener su respiración agitada. Después, ante la sorpresa de la chica, midió sus palabras con mimo, unas palabras que había intentado ensayar todo el camino pero que ahora parecían tan desordenadas que tuvo que improvisar.

-

Cásate conmigo, Inés. Sé que no soy lo que se podría esperar para ti, pero mi corazón es grande y mi alma te pertenece. Cásate conmigo y lucharé cada día porque nada te falte.

-

Álvaro, amado mío, yo….

-

Pssssssst… piénsalo. Sé que es difícil lo que te pido, pero piénsalo al menos.

-

Es que…

-

Por favor. Sé que puedo hacerte feliz. Dedicaré mi vida a ti nada más y para nada dejaré que el pasado se me interponga. Renuncio a todo por ti, Inés.

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-

Mi tierno amante… nadie en el mundo podría hacerme más feliz que tú. Nadie.

-

Entonces… ¿qué ocurre? ¿Por qué no muestras alegría? ¿Es tu madre, quizás? No me importa si tienes que irte de nuevo, yo iré a buscarte donde sea.

-

No. No es ella. O sí, quizás sí… No sé.

-

No lo entiendo.

-

Álvaro… Mi madre concertó mi boda hace meses con Ignacio Vega de Fuenteumbría, Conde de Aresa.

-

… ¡¿Qué?!

-

Que estoy comprometida, mi amor. Lo estoy desde principio del verano, antes de nuestro reencuentro. Sólo vine porque pensé que teníamos que realizar este insaciable deseo antes de perdernos el uno al otro para siempre.

-

Perdernos para siempre… ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijiste?

-

Porque te quiero y no deseaba tu sufrimiento, sino tan solo dejarte un recuerdo hermoso. No puedo ser tuya, mi amor. Voy a pertenecer a alguien que ni tan siquiera conozco.

Álvaro, preso de un estremecimiento desagradable, se levantó sin mirar aquellos ojos verdes tan maravillosos ahora cubiertos de lágrimas, se dio la vuelta en silencio y caminó de retorno a casa sin decir nada, seguro de que acababa de romperse el trozo que le quedaba de corazón después de lo ocurrido años atrás, y todos los odios encerrados y deseos oscuros aparecieron como nubarrones en el horizonte de una mente que, de golpe, acababa de recibir el mayor revés de su vida en forma de desamor. Con el olor a flores en las manos y el de romero en el pelo se tendió en el catre y recordó amargamente las palabras de papá Aguirre hacía mucho: “te partirá el corazón”. No se levantó ya hasta el día siguiente, se colgó de nuevo el medallón que lo ataba al pasado y se refugió en el duro trabajo para olvidar y sanar heridas antes

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de plantearse qué quería hacer con el futuro para justificar una existencia que ya no se contentaba con arar los campos y pagar tributos.

Inés de Illana se quedó sola al pie del jardín una larga hora, llorando consciente de que se había roto el más bello lazo que jamás la había ceñido, incluyendo los de seda y tejidos persas. Aquel chico que se había marchado con entereza representaba lo mejor del mundo, pero no eran tiempos para la mujer, y su capacidad de reacción estaba notablemente recortada en una sociedad de normas apretadas. Hubiese corrido tras él, pero sabía que no podía darle nada, y no lo hizo. Estuvieron todo el verano haciéndose el amor, sí, pero había llegado el momento de entregar su cuerpo no virgen a un noble casamentero con el que crear una familia para satisfacción de su madre. En el fondo se sentía sucia y traicionera por no ser capaz de volver la espalda a semejante infamia, pero la realidad es la que es, y la joven Illana solo era una chica más de la alta sociedad española con aspiraciones ajenas de que figurase a cualquier precio. Se levantó, se preguntó cómo tendría de enrojecidos los ojos y volvió a casa.

De repente la imagen de la maldición alimentó los pensamientos del joven, y comenzó a pensar que al beber aquella sangre regurgitada desde el estómago del navegante había adquirido el pavoroso designio de la frustración perenne, y por ello centró todos sus esfuerzos en buscar lo que consideraba de nuevo su destino, una vez disuelta la visión de un futuro feliz en compañía de una amada a la que, ahora sí, consideraba inaccesible y prohibida.

Así que, tras mucho pensar y más trabajar, dos años más tarde, cargado de responsabilidades e inquietudes que no eran de este mundo, en 1496, el chico, convertido en un joven fuerte y de estatura considerable, se alistó con el permiso de su padre en el ejército real y tomó contacto por vez primera con la espada, el arma que acabaría acompañando su vida para siempre. La presencia de Inés de Illana en su mente se fue diluyendo en el deseo incontenible de olvidar, pese a que una parte muy íntima de él no

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conseguiría jamás zafarse de la huella que aquel amor primero había hecho en su ser completo. La seguridad de que nunca volvería a verla le aliviaba y le permitía centrarse en aquello a lo que había decidido entregar su vida de repente, el mundo de las armas.

Desde el principio el joven cadete mostró unas aptitudes tan excelentes que pronto llamó la atención de sus superiores, que captaron rápidamente la bravura y el absoluto desprecio al miedo que mostraba. Aunque no disponía de una técnica formidable aún, su agilidad y fuerza eran únicas, permitiéndole superar a sus rivales sin aparente dificultad. Era como si pudiese anticipar cada movimiento, como si su pensamiento fuese mucho más rápido de lo habitual para ayudarle a afrontar el devenir favorablemente. Cuando alguien le preguntaba el por qué de su extraña y atrevida valentía, el joven simplemente sonreía y callaba. Nadie comprendía, pero todos comenzaron a venerarlo, puesto que no hay mejor compañero en la batalla que aquel capaz de no sentir miedo.

De tal modo era reconocido como el luchador prometedor que era que, al poco tiempo, fue destinado a Italia bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, que más tarde pasó a la historia como “El Gran Capitán”. Así estuvo en los tercios españoles de Nápoles luchando contra el ejército francés. Allí su fama fue en aumento como la espuma que sube en el buen cava, llegando los comentarios de su temeraria ferocidad a los oídos del Gran Capitán, que rápidamente se interesó por conocer al hombre que era capaz con su espada solitaria de causar el espanto entre las filas de hombres armados hasta los dientes y bien entrenados, como eran sus enemigos. Desde ese momento ya no se separó de su lado por un tiempo, quedando integrado en el cuerpo de seguridad del jefe supremo del ejército español en la zona, y ganando prestigio de cara a ascensos que una y otra vez rechazaba, alegando que él era un hombre de batalla, y no un pensador o un estratega.

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Su mirada seguía siendo enigmática, pero su mano portaba la muerte mientras el corazón seguía hecho trizas pese a su intención de recomponerlo con un olvido e indiferencia que no conseguía y que seguía doliendo más que cualquier herida cortante. Inés y la criatura, la criatura e Inés… No sabía cómo, pero lo cierto es que su mente se encontraba constantemente en lucha con la bella y también con la bestia. Había conocido los dos extremos, y ninguno de los dos eran satisfactorios, por lo que su dolor seguía siendo inmenso y las carnes se abrían desde dentro hacia fuera, convirtiéndolo en una fiera temible que comenzaba a notar cierto regusto en la sangre derramada, en su color... Se sorprendió sintiendo algo que no entendió, pero que era exactamente lo que parecía ser: sed.

Para sus compañeros resultaba muy extraño en tanto coraje la curiosa fobia que parecía tener a los insectos, las abejas, y en general a cualquier bicho ruidoso de los que pueblan el mundo. Eso llamó mucho la atención de gente peculiar que corrieron la voz, y lo miraban alterarse cada vez que una mosca sonaba más de la cuenta. Nadie supo nunca que realmente lo que lo embargaba era un miedo espantoso a lo que se esconde tras los zumbidos, el recuerdo indeleblemente sellado al fuego de un sonido de otro confín, capaz de hacer temblar los cimientos mentales más sólidamente fraguados.

Una noche lluviosa, en medio de un campo con tanto olor a sangre podrida y barro que ya hasta le pasaba desapercibido su hedor, el Gran Capitán, harto de observarlo sin entender el motor que guiaba a aquel hombre extraordinario, le preguntó a su valiente soldado el motivo por el que no temía a la muerte, y la respuesta fue:

“Mi señor capitán, la muerte no es mi enemiga. Más temo al dolor de la desesperanza, que ha dejado en mí heridas que nunca dejarán de sangrar.”

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Tal aseveración, hecha en un tono cadencioso y gutural a la lumbre del fuego, dejó al jefe sin palabras de réplica, pese a la curiosidad que sentía. Había contemplado aquellos ojos, y lo que en ellos se reflejó no invitaba a preguntar.

El Día de Todos los Santos de 1497, con solo dieciocho años, Álvaro participó en un duelo singular concertado entre los dos que se habían ganado la fama de ser los mejores espadachines de ambos ejércitos contendientes, en un ambiente de tregua caballerosa. Iba a tratarse de un divertimento para ambas huestes, un día sin combates en el que compartir algo más que el acero, viendo como dos hombres preparados se batían. Se acotó un pequeño campo del honor para el enfrentamiento, que se pactó a primera sangre, es decir, que el primero que vertiera su fluido vital sobre el suelo perdería, y se hicieron apuestas. No era necesario que nadie muriese ese día, ni pasaba por cabeza alguna que ello sucediese.

A las doce de la mañana ambos hombres estaban en el lugar con sendas camisas blancas inmaculadas, como era la costumbre, y sables bien afilados. El aspecto de Álvaro resultaba imponente con su larga cabellera negra al viento, que ese día soplaba con furia al sur de Italia, contrastando con el esbelto francés que tenía por rival, un hombre de enorme experiencia y que se decía que había atravesado a incontables hombres a lo largo de su historial de duelos. Un maestro de la muerte.

El pecho del español, que se mostraba ampliamente a través de los botones desabrochados de la camisa, estaba cubierto por el gran medallón de oro, una especie de reliquia de juventud que jamás se había quitado desde una fría noche de hacía muchos años. Nunca lo mostraba ni dejaba que nadie lo tocase, pero ese día, por algún motivo, quiso dejarlo a la vista, despertando admiración entre codiciosos que jamás se atreverían a acercarse para robarlo. Despedía reflejos magníficos, y representaba unas escenas extrañas muy arcanas que nadie entendería jamás muy bien ¡Excepto él!

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En el último instante previo al duelo, mientras los jueces se repartían el trabajo de observar, acudió a su mente la imagen no deseada de Inés, la única que podría desequilibrar lo que se estaba convirtiendo en una máquina perfecta de matar. Fue un misterioso “dejá-vu”, un descuido del cerebro. Apartó la visión con furia, y su mano empuñó el mango de acero hasta dolerle, hasta sentirse liberado de todo recuerdo que le trajese los actos de amor desenfrenado en plena campiña cacereña con aquella mujer magnífica. No era momento para nada de eso, sino para el templado odio y la elegancia del combate.

Cuando el duelo se declaró iniciado pocos daban crédito a que el joven español, pese a su fuerza y pericia, pudiese con aquel guerrero nato afamado, y los gritos de miles de hombres sucios y embriagados sacudieron el campo del honor hasta que ambos se encontraron en el centro y se saludaron cortésmente, como era la costumbre habitual. El francés hizo durante los segundos siguientes gala de una técnica exquisita en sus movimientos, siempre elegantes, algo propio de los mejores espadachines de Francia, pero Álvaro esquivó todos los ataques de aquella espada con una agilidad sorprendente que no esperaba su rival, pese a haber sido advertido. Todo prometía un duelo hermoso, hasta que, sin que nadie viese cómo por la gran rapidez de movimientos, el hombre esbelto fue atravesado sin la menor duda por el joven de larga melena al viento, que hundió en su primer ataque el acero hasta la mismísima cazoleta, sintiendo los borbotones de sangre caliente de aquel vientre en su puño. El espectáculo había terminado con enorme rapidez, y pese al pacto acordado, uno de los rivales estaba muriendo. Se hizo el silencio mientras el sorprendido francés fallecía rápidamente con una expresión triste que se clavaba en los ojos inexpresivos de su verdugo, que no parecía sacar ningún placer particular de nada de cuanto acontecía. Después el español terrible sacó la espada chorreante con un repugnante ruido sordo y se fue cabizbajo muy despacio sin mirar a nadie, mientras soldados de ambos ejércitos se abrían para no cortar su paso. Todo el mundo estaba amedrentado.

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Esa gesta fue recogida en diversos manuscritos de la época, sobre todo cuando se supo que el fallecido en el duelo fue Armand du Mount Passant, el hombre que los franceses tenían por el mejor y más ducho espadachín de la Francia del momento. Nadie esperaba que Álvaro superase aquella trampa peculiar que habían pretendido urdirle sus enemigos, pero no solo ganó contra todo pronóstico, sino que su certero derechazo lo hizo acreedor a no ser uno más. Él sabía que no era un asesino, pero comenzaba a aparentarlo.

Gonzalo Fernández de Córdoba, hombre sin miedo, llegó a temer la furia que a veces se apoderaba de aquellos ojos, y por ello lo volvió a colocar en pleno frente, alejándolo de él. Decía a sus allegados que había algo en aquel joven que a veces le hacía pensar en que realmente se trataba de un cuerpo sin alma que buscaba una meta a cualquier precio, y que esa meta estaba muy cerca de la casa de la muerte, demasiado como para que pudiese permitir que permaneciese cerca. Justo o no, lo cierto es que Álvaro siguió tiñendo su espada de sangre durante otros cien días, al cabo de los cuales retornó por fin a España, donde era requerido para nuevas aventuras. Ya para entonces su fama le precedía.

A finales de1509, cansado de tanta justa, y liberado del ejército por un tiempo, volvió a la modesta casa paterna para pasar una temporada. Bartolomé Aguirre, muy deteriorado por la enfermedad y el cansancio de una vida sin alegrías, no supo cómo recibir al hombre en el que decían que se había transformado su hijo, pero lleno de lágrimas le dio el mayor apretón del que sus brazos, ya envejecidos, fueron capaces. No aceptaba el camino que había tomado Álvaro, pero aquello no fue obstáculo para que lo albergara en su incómoda soledad y se intercambiaran palabras de cariño. Esa noche, ya a la lumbre de Octubre, el guerrero fornido preguntó al viejo gastado cosas que no quería preguntar.

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¿Has vuelto a verla, padre?

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Sé que estuvo aquí en Enero, pero no llegué a verla, no. Dicen que está muy hermosa, Álvaro, que es una de las mujeres más admiradas de toda esa basura que rodea a la realeza.

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Seguro que sí.

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¿Sabes que se casó con el Conde de Aresa?

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Supe de las intenciones, si. Ella misma me lo dijo en su día… Pero ignoraba que semejante maldad se hubiese consumado.

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¿Maldad? Hijo, la quisiste mucho y te llevaste sin duda momentos inolvidables, pero siempre te dije que no era para ti. Una mujer así no es para guerreros malditos como tú o pobres como yo.

-

¿Maldito? ¿Por qué me dices eso?

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Soy tu padre, y aunque envuelto en mis cosas siempre te he conocido muy bien. Sé que aunque no me lo hayas contado nunca, aquella noche en la habitación de mi difunta esposa, tu madre, ocurrió algo que condicionó tu vida. No sé nada, Álvaro, porque nunca quisiste decírmelo, y yo no te lo pregunté, quizás porque te reservas el derecho a sufrir la verdad en soledad, pero para mi está claro que todo lo que has hecho desde entonces no ha sido otra cosa que una huida hacia adelante.

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Hay cosas que cuesta decir, padre, cosas horribles. Tu presentimiento es correcto, pero lo que nunca podrás imaginar es lo que sucedió en la habitación de mamá… y más allá. Padre, aquella noche miré a los ojos del mal… No te contaré cómo sucedió, eso me lo reservo para no soltar tanta locura en una persona que quiero, pero necesito que sepas que probé su sabor, que me marcó para algo que no sé lo que es, y que me siento… vacío.

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-

No quiero saber más, sólo quiero recuperar a mi Álvaro y que vuelva a sonreir. Hijo… quizás deberías volver aquí, conmigo. Dejar esa espada que ha quitado tantas vidas e intentar hacer descansar tu alma atormentada. Tal vez… enterrar el medallón.

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¡No puedo! ¡No puedo, padre! ¡La muerte me ha adoptado, y el precio ha sido todo lo que un día fui! ¿Maldito? Sí, padre, maldito y solo.

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Confía en Dios, hijo mío. Él te ayudará.

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¿Dios? No. Yo reniego de él. He estado en demasiado sitios donde no se ha dignado aparecer como para confiarme a su caprichosa divinidad. Mi relación con Dios terminó hace mucho.

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Eso no te hará ningún bien.

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No creo que pueda empeorar nada, padre. Sinceramente no lo creo.

Bartolomé Aguirre cogió la mano de su hijo, el gran guerrero, pero no encontró más que frío en aquella sangre. Supo que nada podría aliviar su profunda pena.

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En 1510, ya de vuelta a la acción, Álvaro participó en la expedición de Alonso de Ojeda por la América central y Colombia, aumentando su leyenda de guerrero insaciable al que nada parecía detener. Durante la singladura a bordo de carabelas con estandartes reales se le solía ver ojo avizor, con la vista perdida en el horizonte, buscando algo que no llegó a ver.

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Ya en tierra siempre rehusó ponerse las pesadas armaduras de la época, aduciendo que no necesitaba nada que lo defendiera más que sus manos. Los contingentes españoles solían ser pequeños y bien armados, pero sus rivales aún no conocían el uso de armas sofisticadas, y aquello se convirtió a veces en una masacre que quedó bien registrada en la historia para hablar de algo parecido a un codicioso genocidio.

En medio de esas carnicerías fue donde conoció y trabó amistad con el noble Ignacio Díaz de Ayala, un erudito estratega a las órdenes de Ojeda versado en multitud de ciencias, y que recopiló a lo largo de la conquista un buen número de profundos saberes ocultos que fue explicando al que descubrió que era un ávido alumno, más que un amigo.

Durante los momentos que compartía con Álvaro en que solía recibir montones de preguntas a veces extrañísimas, había un tema que se presentaba con cierta recurrencia y que le llamaba poderosamente la atención al estudioso: le interesaba sobremanera el ruido de los insectos. Allí, en medio de las selvas, aquel hombre descomunal se alteraba cada vez que pasaba cerca de un enjambre o algo similar, se bloqueaba y sus ojos se abrían en guardia. Le rompía ese sonido, y siempre se preguntaba por lo que según él se escondía detrás, oculto en el fragor del enjambre. Ayala no lo entendía, pero le aseguraba que cuando volviese a España iba a investigar el tema, en parte por dar alguna esperanza a un hombre que sufría verdaderamente por ello.

Álvaro en más de una ocasión estuvo muy tentado de preguntarle por un misterioso barco volador, mas fue capaz de acallar su deseo y seguir en una solitaria búsqueda de respuestas, algunas de las cuales, contra todo pronóstico, halló fortuitamente al conocer a un soldado llamado Esteban Lozano, que con su testimonio arrojado a la luz de la lumbre dinamitó las portillas para que todo el mundo de repente recordara cosas. Le contó una historia tan peculiar que fue desmenuzada por Álvaro con deleite,

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degustando cada palabra y buscando tres niveles más abajo cuanto pudiese recibir de semejante fortuna en palabras.

“Yo estaba en 1502 embarcado en una fragata de combate, la Invencible, al mando del almirante Benito de Orellana, un hombre justo y de gran experiencia. Estábamos en plena singladura más allá de Finisterre y algo sorprendente ocurrió. Había muy poco viento, y estábamos casi al pairo, cuando de repente apareció una vela en el horizonte, una vela hinchada y negra que se acercaba con prontitud. Hacía una perfecta dirección norte-sur, pero repito, sin viento alguno. Estaba claro que iba a costear la costa gallega a muchas leguas mas adentro.

El almirante miraba aquella nave extraña con su catalejo y algo tuvo que ver, porque rápidamente ordenó el zafarrancho de combate y todos comenzamos a correr como almas posesas. Nadie que no haya estado en un buque de guerra puede imaginar la que se forma en un minuto, y el sorprendente grado de sincronización que se alcanza en los movimientos. Por la reacción de los oficiales pensamos que pudiese tratarse de un bajel pirata, pero era cosa harto improbable ya que ninguno se atrevería con una nave tan bien armada como la Invencible. De ser un barco inglés era inusual el extraño color negro de sus velas, algo nada normal tampoco. Unos minutos después ya lo teníamos a no más de 300 metros frente a nosotros, y se acercaba de un modo que con toda seguridad iba a pasar muy cerca de estribor a enorme velocidad, mucha más de la que pudiese pensarse. Aquellas velas, señor, estaban sopladas por el mismo diablo, porque por mi fe que seguíamos sin notar nada de viento. Era muy grande, un navío de combate, eso lo delataban sus troneras, que afortunadamente permanecían cerradas en señal de no agresión. Su tamaño casi doblaba en todo al nuestro, y desde

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luego imponía en medio de aquel silencio que se iba formando y que pesaba más que el miedo. En la proa lucía un mascarón gigantesco de algo parecido al bronce simulando un dragón, uno de esos seres de leyenda, en una pose muy desafiante que daba miedo.

Entonces Alfredo Núñez, un valenciano tuerto, me dijo casi extasiado que la nave estaba envuelta en una especie de niebla, y en efecto, pude distinguirla perfectamente contrayéndose como un ser vivo. Era pavoroso, porque cada vez estábamos más cerca de aquella cosa surgida del infierno, y la bruma no se distanciaba de él, lo seguía, y eso no es común. Algunos hombres dijeron que vieron damas con el pelo dorado, que había montones de ellas moviéndose en el éter alrededor de las velas, tirando de ellas y soplándolas, pero eso es una tontería, ¿verdad? Yo quiero creer que sí.

El almirante mandó silencio absoluto, y a fe que hasta los trinquetes dejaron de crujir y parecieron callar a su orden. Se palpaba la tensión, y más tarde llegué a imaginar que hasta nuestro propio barco, ducho en combates, parecía estremecerse de miedo ante lo que se acercaba. Finalmente, en una callada total, el gran navío pasó junto a nosotros, y créame que allí nadie había. Ni tripulación, ni timonel… nadie. Sus tablas eran negras, los remaches negros, las velas negras… No había concesión a la luz en toda la manga que su niebla envolvente nos permitía divisar. Muchos marineros de mi barco, hombres curtidos, se arrodillaron y rezaron cuando aquello surcó el agua despidiendo chorros a ambos lados, y hasta el propio almirante se santiguó con los ojos muy abiertos, comprendiendo la evidente presencia de un mal extraterreno en cuanto estaba sucediendo. ¡Mejor hubiésemos entendido al dichoso Kraken que a eso!

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Entonces Alfredo comenzó a gritar como poseso, tapándose el ojo bueno. Pensamos que algo le había ocurrido, pero cuando acudimos en su auxilio nos dijo que estaba viendo a la tripulación con el ojo perdido, y que era algo horripilante. Naturalmente pensamos que estaba como una cabra, pero lo que él describía era a un grupo de hombres muy altos, de ojos como carbones encendidos, con una especie de alas a la espalda y despidiendo a su alrededor algo muy maligno que se transformaba en misteriosas mujeres rubias vestidas con telas blancas que se fundían con la niebla. Uno de ellos le había hecho un signo llevándose el dedo al cuello, y por eso había empezado a gritar, pero no antes de darse cuenta de que portaba una especie de sombrero muy raro, ancho y picudo y algo parecido a un rosario de cuentas en una de las mangas.

Algunos hombres creyeron distinguir peces enormes, algo parecido a tiburones pero más grandes, debajo del casco y muy pegados a él, como si estuviesen empujándolo en su singladura maldita, pero yo no vi nada de eso.

Mi amigo el tuerto también decía que al paso del barco sonaba como si hubiese muchos insectos, como una colmena, pero eso era imposible, ¿verdad? Además, nadie oyó nada. Solo el agua salpicando, sin viento, sin nada… Yo no se lo que era aquello, pero minutos después ya había rebasado el horizonte. Nuestro piloto calculó que viajaba a no menos de sesenta nudos, y eso, por increíble que parezca, lo vimos todos.

Alfredo, después de lo que vio, fuera lo que fuese, perdió el juicio, y ya no pudo seguir navegando. Cuando lo dejamos en puerto me dio mucha pena su mirada, aquel ojo único perdido en mundos umbríos, pero me pregunté… me pregunté lo que realmente

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había llegado a ver con el vacío para provocarle semejante estado y dejar su mente al margen de la normalidad”.

Este relato llevó a Álvaro a un extraño placer morboso, quizás porque por vez primera alguien corroboraba de primera mano la existencia de ese bajel demoníaco. Le costó mucho contener su alegría, pero lo consiguió. No obstante, a raíz de ahí y como si se hubiese activado un extraño detonante, otros hombres fueron recordando y narraron cosas muy similares que habían oído, e incluso uno de ellos decía haber conocido a quien aseguraba haber visto una embarcación negra similar por los cielos, aunque no fue tomado en serio por sus compañeros.

Ocurrió en el norte, cerca del puerto de San Sebastián, y la visión englobaba a un grupo de enormes seres alados, pájaros sin plumas descritos como una especie de banshees nórdicas, que parecían tirar de un gran navío al que llevaban por las alturas, ajeno a la solidez natural del suelo y el mar. El hombre que lo había visto se enroló en una embarcación de carga y murió destripado por un desprendimiento en la sentina, pero no sin antes haber proclamado a los cuatro vientos la existencia de cosas que se escapaban al buen juicio sin el menor pudor.

Fue muy curioso cómo poco a poco los hombres fueron recordando, y para su sorpresa más grande ahí estaba todo, reunido y evidente tal como él mismo lo había vivido, como si del modo que fuese todo lo acontecido en mil lugares del mundo estuviese adormecido aposta por una fuerza que necesitaba del subterfugio para manifestarse y perpetrar sus aniquilaciones.

Reunió testimonios de Asturias, Jaén, Valencia, Tarragona, Burgos, León, Huelva… Tierras sanas donde de repente se había instalado el mal, lugares en los que se habló de misteriosos navíos negros, ruidos de insectos, hombres extraños… ¿Una docena de casualidades?

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No. Todos llevaban razón.

Pero la lucha en las recién descubiertas Indias no se detenía entre tanto, y las cosas seguían avanzando, jornada a jornada, en una conquista que costaba sangre, pero que era inexorable. Fue durante un combate con indígenas cerca de Ipacal cuando sucedió lo imposible, y Álvaro, en un descuido impropio de él, fue atravesado desde la espalda por una gran lanza arrojada desde las huestes del enemigo. El hecho fue recogido por Diego de Solís, el escribiente de Ojeda, que sorprendido citó:

“…y entonces aquel hombre enorme de melena al viento, sorprendido por el lanzón que atravesaba su cuerpo, lejos de parecer dolorido o amedrentado miró en ambas direcciones, como queriendo comprobar si alguien era consciente de ello, y de pronto tiró de la madera con frialdad hasta extraerla por delante totalmente sin el menor signo de dolor ni que mediara sangre alguna. Después se abalanzó sobre los indígenas que le habían infringido el inaparente daño, matándolos a todos ante su sorpresa. Juro ante Nuestro Señor que lo que escribo es transcripción cierta de cuanto vi, y que no entiendo cómo aquella mole destructora pudo sobrevivir a semejante lanzada. Al día siguiente hubo quien le pidió ver la cicatriz, pero se negó a mostrarla diciendo que solo había sido un rasguño…”

Después de haber sido herido de manera mortal para cualquier hombre, a Álvaro, efectivamente, no parecía haberle quedado ni una cicatriz. Siempre desde su encuentro con el navegante había ido sintiendo el vigor extremo, la seguridad de la inmortalidad, pero hasta ese día no fue plenamente consciente de hasta qué punto llegaba semejante prodigio.

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Afortunadamente para él no había más testigo presente en el lugar que Diego de Solís, que ya nunca más quiso acercarse a él y el hecho pasó relativamente desapercibido, salvo para Ignacio Díaz de Ayala, que comenzaba a ver en aquella máquina de matar mucho más que un hombre atractivo y carnicero. Sabedor de los secretos del submundo había llegado a la total seguridad de que estaba ante un ser tocado por la gracia y muy al margen del resto de los hombres habituales. A veces se detuvo en contemplar su alimentación, sus movimientos, su respiración, lo miraba mientras se bañaba en los ríos y no halló respuesta a las grandes preguntas que se le generaban, pero sin embargo todo en sus gestos, su desprecio a la muerte e incluso a la vida, lo llevaban a ratificarse en el aura extraordinaria de aquella bestia de la guerra. Estaba extasiado con ese fenómeno natural, pero guardó el secreto de cuanto iba descubriendo de una manera celosa, esperando para acercarse a semejante prodigio que cada vez era más cautivo de sus enseñanzas.

Esa relación se prolongó a lo largo del tiempo, y una vez en España, le dio cobijo en su casa de Toledo, donde el guerrero siguió sintiendo la llamada de la sangre, pero la siguió conteniendo. Las inclinaciones de Ayala, manifiestamente homosexuales, le habían hecho enamorarse platónicamente de aquel campesino transformado en guerrero de leyenda, al que sin embargo nunca se había atrevido a tocar, sabedor de sus impulsos y seguro de que no volvería a verlo nunca más. Aunque nunca lo hizo público, siempre estuvo convencido de que Álvaro estaba destinado a algo extraordinario, algo reservado solamente a hombres casi divinos, y por ello lo protegía en el oculto deseo de asistir al momento de su consagración, aunque era muy consciente de la terrible ruina moral en que estaba sumido aquel corazón en permanente sufrimiento. Fuera lo que fuese lo que le estaba reservado, desde luego no tenía nada que ver con el mundo de la luz, eso era evidente.

El guerrero por su parte nunca consiguió zafarse de la opresión de sus dos grandes afrentas de juventud, la bestia e Inés, Inés y la bestia… El barco, el ruido de los insectos… la imagen del maldito

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navegante que tanto le estaba arrebatando… Los llevaba siempre en sus sueños, y el medallón en el pecho, siempre doliendo y recordándole su juramento. Pero al menos, en casa de Ayala consiguió distraer su mente y olvidar por un tiempo el olor de la sangre fresca cada vez más irresistible, pues ya era notorio en él que le atraía de un modo que iba más allá de la simple mente acostumbrada a matar. Sencillamente le apetecía y aquello le molestaba en exceso, pues sabía que la sangre es comida de inmortales, y él no aceptaba una inmortalidad impuesta por el designio del mal. Nunca bebería más sangre en su vida, y solo deseaba que con el fin de la maldición cesara la sed incontenible que comenzaba a sentir.

Allí en casa de su protector, envuelto entre libros y artes mágicas, pudo relajar la espada, y Álvaro retomó el hilo de su aprendizaje voraz. Conoció las mil formas de lo profano, teniendo acceso a bibliotecas que hoy día han desaparecido y que se decía que pertenecieron al gran Alejandro, por las que Ayala había pagado una fortuna a un mercader marroquí. En uno de esos libros, llamado “Artes y Seres”, halló una cita que le fascinó, pues aludía directamente a fenómenos que en él conocía desde que se hizo aquel corte en el pie hacía muchos años:

“… pues no es reconocible la inmortalidad más que en la circunstancia cierta de haber visto como el individuo se sobrepone a heridas de consideración sin que le quede rastro en un tiempo que no llega a unos minutos. No se sabe el coste humano de alcanzar semejante milagro, pero se supone que posiblemente tenga mucho que ver con la necesidad de beber sangre cada cierto tiempo para mantener los procesos alimenticios del componente dual del ser, la parte que se encarga de sorber las lacras producidas por la vejez o las erosiones”.

Era la primera vez que sabía de algo escrito sobre lo que a él le ocurría, por lo que sin duda había ocurrido más veces en el pasado, pero no pudo saber más, ya que el tema carecía de mayor información.

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No obstante encontró algo de alivio, y pudo relajarse una temporada al saber que a fin de cuentas no era una aberración única, sino un accidente que otras veces se había producido. ¿Qué habría sido de esos otros inmortales que inspiraron el texto? ¿estarían aún vivos? ¿Seguirían ahí fuera, alimentándose de la sangre de los humanos? ¿O pudieron, como él, sobreponerse y vivir como seres normales? No lo supo, pero si era preceptivo ya llegaría el momento de saberlo.

Enfrascado en sus estudios de locura, permanentemente mimado por aquel cortesano que lo amaba sin pedir nada a cambio, ni siquiera se enteró del fallecimiento de su padre en absoluta soledad y miseria. Sólo meses después una carta escueta escrita por el párroco de San Jorge de los Campos le informó del hecho, sumiéndole en una depresión peculiar de la que tardó en salir. Su mentor estuvo muy sorprendido todo ese tiempo de observar como llegaba a descuidarse, de un modo que incluso su cabello parecía enmarañado y sucio. Él se lo lavaba con cariño, conteniendo la excitación que le provocaba tocar cualquier cosa que perteneciese a la persona que más que humana consideraba de la corte celestial. Mientras tanto, en todo ese tiempo Álvaro no dejó de empaparse de tratados profanos y escritos peculiares, heredados de viejas bibliotecas templarias a las que Ayala había accedido recientemente, manuscritos deteriorados y cargados de simbología que él devoraba.

De ese modo se le pierde la pista hasta 1515, año en el que entra al servicio del duque Alberto de Fuentes Claras como espadachín principal, pese a la oposición de su mentor, que inició una gran decadencia moral a su partida, visiblemente colgado y dependiente del hombre al que había transmitido buena parte de su saber con un mimo que nunca había sido correspondido en lo que él hubiese considerado una justa medida. La simple idea de no poder admirar más aquel cuerpo hermoso mientras se lavaba lo iba menguando poco a poco.

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No obstante, Álvaro hizo mucho dinero trabajando en recaudaciones de impuestos, y se ganó una fama añadida de hombre cruel con los pobres y no exento de un matiz demoníaco al que todos temían. Ya para entonces buena parte de su mente estaba muy corrompida, llena de odio y poco a poco se transformó en un mercenario oscuro capaz de las peores atrocidades, alguien al que se le encargaban los más turbios asuntos de la cloaca, y al que se pagaba con enormes sumas de dinero. Se destacó como el mejor, no sólo por la habilidad de su filo, sino por la ausencia total de escrúpulos, y eso siempre satisface a los poderosos. La sed de sangre subía, pero su férrea voluntad la doblegaba sin más, sin prestarle atención ni dejar que gobernase su vida.

En 1517, cansado de vivir lejos de su amor imposible, transformado ya para su desencanto en un asesino a sueldo vulgar, Ignacio Díaz de Ayala, se suicida ahorcándose en su casa de Toledo, y para sorpresa general lega todas sus pertenencias, así como una considerable fortuna, a Álvaro, que se instala de manera definitiva en el lugar que tan bien conocía. Allí, ya sin necesidad alguna de ejercer su insano oficio, se entrega a los placeres de la carne y al estudio de más y más saberes prohibidos que nunca saciaban enteramente su necesidad de conocimiento. Cayó en picado en la trampa del ensimismamiento y no cejó en penetrar los secretos de la alquimia y los rituales mágicos más paganos, auténticas barbaridades si salían a la luz.

A mediados de Marzo se presentó en la fragua del maestro armero Gonzalo Maeso, del que se decía que era el mejor forjador de espadas de todo Toledo, lo cual era como decir el más hábil del mundo conocido. Hacía calor, pero no el suficiente como para molestar.

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Quiero que me hagáis una espada sin reparar en el coste. Os pagaré cuanto pidáis. – El hombre mayor se detuvo en mirar al que estaba sentado. Intentaba seleccionar muy bien sus palabras para expresar los temores que tenía en mente.

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Caballero, vuestra fama os precede, y creo saber para qué será empleada esa espada, así que permitidme el beneficio de la duda en cuanto a la tarea que me encomendáis.

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No tenéis por qué dudar, maestro Maeso. Esa espada que os pido tiene un fin muy especial que no tengo inconveniente en deciros y que se aparta de cualquier suposición que podáis hacer.

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¿Y cual es ese fin, caballero?

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El fin es matar al mismo Lucifer hecho carne. Voy a penetrar con vuestra espada, la que vos me haréis, en el mismísimo infierno si es preciso para cazar al mal del mundo y aliviar una parte de nuestros males. – El armero miraba fijamente a los ojos inexpresivos de aquel ser penado por el destino a la espera de poder atisbar una chispa que le delatara la falsedad de lo que acababa de oír. Sin embargo no vio más que determinación, algo que le impulsaba a creerle. Suspiró profundamente antes de hablar con la calmada resignación de quien sabe que se halla ante un momento decisivo para algo que viene y no se sabe lo que es, pero que indudablemente está en camino.

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Lo que decís escapa a mi comprensión, pero por lo que de vos sé pienso que si hay alguien capaz de eso está ante mí en este momento. – Álvaro se adelantó elegantemente y tomó con su mano el antebrazo de su interlocutor, esperando transmitirle cuanto pasaba por su cabeza.

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Tened mi palabra de que así es, y que cuanto os sugiero es verdad cierta. No tenéis nada que dudar de ello, pero comprenderéis que no me extienda en detalles.

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Muy bien, señor. Os entiendo y no deseo para nada saber lo que se esconde detrás de vuestra mirada. Bastante me es con haber intentado profundizar en ella y

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observar el más fiero vacío que recuerdo, aunque desde luego cargado de valor y quizás locura. -

¿Aceptáis pues el encargo?

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Lo acepto. No obstante una espada con un fin tan especial debe ser forzosamente diferente a todas las demás espadas hechas por el hombre. – Sonrió enigmáticamente.

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Así debiera ser, y por eso acudo a vos, maestro.

El hombre del pelo blanco y peto manchado se levantó cansadamente ante los ojos del guerrero y se dirigió a una alacena llena de cachivaches que fue apartando. Del fondo de ella sacó algo pesado envuelto en tela de saco y anudado con cáñamo. Lo puso ceremoniosamente sobre la mesa, al lado del elegante sombrero emplumado del guerrero y lo fue descubriendo, dejando a la vista lo que parecía ser una piedra brillante muy pulida, casi de apariencia líquida.

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Esta roca cayó del cielo hace muchos años en un campo de trigo. Me la trajo un amigo cuando aún estaba caliente, y desde el principio he sentido una gran atracción por su pureza, sin duda nacida del mismo sol. Nunca he sabido su composición, pero resulta inatacable por los metales que conozco y los ácidos. Siempre la he guardado a la espera de un hecho especial, y ahora creo que ese momento ha llegado. Caballero, de aquí forjaré vuestra espada y la daga que la acompañe, y os puedo asegurar que nada podrá resistirse a su filo.

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Gracias, maestro. Vuestra obra llegará a buen fin algún día.

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Solo espero que si en verdad ese día llega su portador no acabe perdiendo el resto de alma que he notado que aún tiene.

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¿El alma? Después de todo lo que sabéis de mi, ¿en verdad creéis que aún conservo algo de ella?

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Si no lo creyese no os hablaría ni un instante más.

Ambos se miraron con respeto complaciente y el compromiso quedó sellado. Así, a golpe de fragua y forjadas siete veces en soluciones desconocidas fuera de aquel taller, nacieron las armas definitivas de Álvaro de Aguirre, aquellas que desde entonces llevó a su cintura con la misma pasión que el gran medallón de su pecho, formando un tándem único que sellaría el curso del tiempo si éste le daba ocasión para ello. El arma principal era primorosa, con un filo no conocido y repujada con pedrería selecta pero sin ostentación. No era pesada, pero de una dureza perfecta y belleza irresistible para cualquiera, los pocos que la viesen desenvainada.

La daga no le quedaba a la zaga en hermosura y capacidad de corte, pero lo que de veras sorprendía de ambos elementos era su color gris opaco con un toque azulado al brillo del sol, algo muy oscuro y único. Se trataba de dos piezas hermanas absolutamente exclusivas, hechas para alguien embarcado en una gran cruzada cuyo final debería depender de ellas. El hombre viejo habló al joven antes de entregarle su obra.

-

He forjado muchas espadas, señor, y para gente muy caprichosa e ilustre. Algunas tan bellas que perturban la mirada que con ellas se cruza, pero he de decir, sin ningún género de duda, que ésta que en mi mano tengo y que os entrego ahora mismo a vos, es sin duda la mejor que de mis fuegos ha surgido. Podría cortar en dos el tejido del mundo si os lo proponéis. Llevadla con honor y haced que cumpla con su cometido.

-

Pondré la vida en ello, maestro. Podéis contar con mi brazo para ese fin.

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Y de ese modo el caballero más oscuro de las oscuras noches tuvo el arma que le acompañaría hasta el fin de sus días, fuese cual fuese, y prosiguió su búsqueda de lo oculto para darle caza como siempre había hecho, sin descanso. Cuando el mal se acercase él estaría preparado. Al menos eso pensaba.

En 1518, tras muchas aventuras, había conseguido fama de ser un hombre lleno de dinero manchado de sangre y siempre ataviado con ropajes caros de tejidos exóticos. Ese fue el año en que halló en los sótanos de la biblioteca de uno de sus muchos amigos influyentes y maquiavélicos (el lugar preferido cada vez que iba de visita) un tratado de heráldica antiquísimo, en el que se reflejaban escudos de armas de las grandes familias de toda la vieja Europa, y como si el destino lo hubiese estado esperando en aquel lugar, nada más pasar varias páginas amarillentas quedó ante sus ojos una imagen muy bien conocida, una imagen que llevaba en oro sobre su pecho desde que era niño. Era un escudo con un hermoso dragón fácilmente reconocible por él. La historia que había debajo era corta, mucho más que cualquier otra, pero muy legible.

“Escudo de la muy vieja familia de los Boronia Steviasina. No se sabe nada de su procedencia ni de quienes fueron sus integrantes, pero sí que forman parte de una muy antigua línea de sangre que proviene de los campos desérticos de la extinta Persia, y que se estableció, según se dice, pues nadie ha podido constatarlo, en algún lugar de allende los mares”

De allende los mares… Esa frase se le quedó impresa en la cabeza. De allende los mares… Buques negros, ciudades perdidas en los confines del mundo, entidades malignas con ojos horribles… ¿Los primeros inmortales?

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Álvaro acudió a alguien muy versado en simbología y lenguas muertas para descubrir que Boronia Steviasina significaba literalmente “Los Que Existen”.

Después, para su desconsuelo pues pensaba haber dado con una pista clave, no encontró referencia a esa denominación en ningún libro, y el camino se desvaneció una vez más como el humo.

Finalmente valoró que el descubrimiento le produjo algunas esperanzas, pero no fue capaz de dar un paso más allá, y el tiempo continuó pasando mientras esperaba que el destino siguiese administrándole el conocimiento del modo sibilino en que lo iba haciendo, manejando los hilos de la casualidad hasta hacerlos irreconocibles.

En 1519 su fortuna era ya enorme porque había acertado a financiar algunas actividades ilegales que le reportaron beneficios escandalosos, y todos en la más alta sociedad se disputaban el privilegio de contar con él en sus cansinas fiestas, donde le interrogaban profusamente, sin el menor decoro, sobre los placeres de una larga vida de excesos. Él accedía con agrado, y en más de una ocasión el precio era la virtud de las hijas y esposas, con las que saciaba un apetito sexual que parecía suplir al regusto de la sangre derramada que tanto le había llegado a atraer. Se había convertido en un alma depravada, corroída por temores que habían aflorado lo suficiente como para devorar su lado humano, y encerrada en la contemplación malvada de un pasado insufrible que había destrozado su futuro. Un pasado lleno de Inés y la bestia, la bestia e Inés, de barcos y misteriosos zumbidos que, aunque no había vuelto a escuchar, siempre llevaba en su memoria, y sobre todo consciente del peso de la promesa de una larga existencia.

Por cosas del morbo placentero que permite el éxtasis a los que ya lo tienen todo y están cansados de repetir rutinas, poco a poco Álvaro se convirtió en el amante más codiciado de la pútrida corte, y con frecuencia se vio envuelto en duelos con esposos o padres contrariados de los que siempre

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salía triunfador. De este modo se fue abandonando al sexo mientras se granjeaba enemigos importantes y también sabrosas influencias. Las mujeres lo encontraban irresistible, con aquel aire de silencio y poder que de él emanaba constantemente, y no dudaban en entregarle sus virtudes al amparo de cualquier ocasión que se propiciase. Tanto creció su fama de mujeriego que precisó de tener hombres para cubrirle las espaldas, dos antiguos compañeros de armas a los que confió una seguridad que realmente nunca vio amenazada, pero que le dieron la dicha de sentirse muy por encima de la amplia mayoría.

Y la sed de sangre crecía, crecía y crecía. Su sabor cobrizo, el color perfecto con ese brillo límpido que rodea a las cosas trascendentes… su viscosidad. Le costaba muchísimo resistirse, porque además sabía que podría beber cuanta quisiese sin que nadie lo notara jamás, pero se resistía al hecho de perder lo poco que de humano le quedaba antes de enfrentar su destino como hombre, y no como animal. Fue la época más dura de su secreta

abstinencia, ya que cada noche gozaba de cuellos valiosos,

perfumados con exquisitez, plenos de lujurioso líquido rojo circulando como insidiosa tentación a una gula que conseguía contener pero a base de un dolor real. A veces golpeaba con su puño las mesas, las puertas, y de ese modo acallaba la llamada del alimento, pero comenzó a sustituir en sus banquetes la carne bien hecha por presas semicrudas, apenas calentadas, que devoraba con deleite.

Siguió frecuentando fiestas ilustres, y fue en el transcurso de lo que era una apacible velada como cualquier otra en la zona noble de Toledo, en compañía de gente de alcurnia, donde alguien propuso una partida a un extraño juego de salón, en el que los caballeros participarían de manera individual. Rápidamente se formó un corrillo y para sorpresa general se fueron fijando apuestas, hasta llegar a cantidades indignas, sumas imposibles que se cubrían una y otra vez sin problema, pues la nobleza del país siempre ha sabido muy bien despilfarrar aquello que quitaban a los desgraciados. Además, sin duda los cargamentos de oro traídos desde las Indias eran más que suficientes para batir nuevos retos. Álvaro, sin dudarlo, entraba al trapo disfrutando, y a tanto llegó la cosa mezcla de suerte y destino que finalmente

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quedó solo frente a un último contrincante, un petimetre bien vestido y con aspecto afeminado que tenía un ademán chulesco, algo que contrariaba muchísimo al guerrero transformado en jugador de salón.

-

Os propongo una apuesta única, señor.

-

Vos diréis, caballero. Es un juego, y me encantará complaceros en la medida de mis modestas posibilidades.

-

¡Pamplinas! Vos no sois modesto, señor. Es bien sabido por todos, así que decidme, ¿aceptáis seguir apostando u os retiráis?

-

Sin duda sabéis cómo tentarme y demostráis cierto conocimiento de mí que solo en parte me complace. Muy bien, acepto, caballero. Jugaré con vos.

-

Si, pero yo propongo jugar muy fuerte.

-

¿Y cómo es eso?

-

Me apuesto a mi esposa.

-

¿Qué decís?

-

Lo que habéis oído, señor. Apuesto a mi esposa. Si ganáis, esta noche estará con vos hasta el amanecer.

-

Bueno, caballero, me temo que no puedo cubrir esa apuesta puesto que no soy hombre casado.

-

Aceptare ese medallón que sé que lleváis como prenda en juego.

-

Caballero, ese medallón es muy valioso para mí.

-

¿No estaréis insinuando que lo es más que mi esposa?

-

De ningún modo, caballero. Cubro la apuesta y por supuesto que vuestra esposa, sea quien sea, es mucho más valiosa que este trozo de oro. Juguemos pues y que gane el mejor.

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Ambos hombres dirimieron suerte ante la mirada atónita del resto de los varones, mientras las mujeres permanecían ausentes en el salón contiguo, sin saber que el futuro inmediato de una de ellas estaba sobre una mesa de caoba pulcramente acabada con madreperla, arabescos y preciadas sedas que la cubrían.

Álvaro ganó, y lo hizo bien. Sin apreturas ni trampas. La suerte estuvo con él, y nada más. El petimetre aceptó la derrota con un aspaviento amanerado y desagradable, pero no puso objeción alguna a algo que había contado con dos docenas de testigos. Se retiró dando unas instrucciones al anfitrión de la fiesta que se tomó el tema muy en serio, como correspondía a caballeros de alcurnia. Rápidamente se dispuso una habitación en el piso superior de la residencia donde estaban, y se le condujo amablemente allí a la espera de la dama, que le informaron aparecería de inmediato, una vez resueltas ciertas dudas entre ella y su esposo.

¡Y de ese modo apareció Inés de Illana, condesa de Aresa en una habitación repujada de decoraciones profusas, geometrías doradas, telas burdeos y una magnífica cama con dosel. Su rostro no expresaba sorpresa, pues ya sabía la identidad del caballero que la había ganado en justa lid a su humillante y zafio esposo cargado de joyas y telas caras. Por ello su corazón, mustio y muy marchito, parecía renacer por momentos hacia un abismo inverso que lo elevaba desde el barro para convertirse de nuevo en la niña que una vez recordaba que fue.

-

¡Inés! – Él se puso tenso, violáceo ante la acometida del destino, y dispuesto en sus adentros a que todo se esfumase en cualquier instante con el carácter etéreo del humo que compone los fantasmas. Tardó cinco segundos largos en darse cuenta de que la visión era persistente, y muy por dentro todas las voces dormidas comenzaron a gritarle cosas que hacía mucho que no oía.

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-

Hola, Álvaro. ¡Qué vueltas da la vida! – La voz era pausada, sutilmente tamizada por un grito de angustia contenido que no rezumaba por aquellas paredes de carne más que el aplastante conjuro de realismo que se precipitaba al vacío. Aunque creía entender, la verdad es que no entendía nada, pero sabía que tenía que hablar, decir cosas, salir fuera de si y levitar por aquella sala donde la vida estaba a punto de cambiar de signo por un instante en el cauce pedregoso de los acontecimientos.

-

¡Por Dios!... Yo no sabía… no podía imaginar….

-

Tranquilo. No es la primera vez que me ocurre. – Álvaro captó la mirada desesperada de Inés, su amargo llanto silente envuelto en sedas y joyas, y los músculos se tensaron afanados en comprender lo incomprensible. ¿En qué se había convertido su niña rubia, su amor? ¿Cuántas afrentas tiene que pasar una persona para ser digna a los ojos del dios que todo lo mata? La fuerza del momento se abría paso desde la tristeza para convertirse en algo mucho más poderoso que lo hizo sacudir una oleada de odio hacia un mal jugador de alma negra.

-

¡Lo mataré! – Ella dio tres pasos cortos y se mantuvo erecta y señorial, más parecida a una estatua que a una mujer.

-

No. Le dejarás vivir. Algún día conocerá el sabor de la más dura vergüenza, y yo lo veré de cerca. No me prives de eso. – No era una petición, sino un mandato que el hombre recogió, desmantelando sus fuerzas y sintiendo que el tiempo se volatilizaba a cada instante, aproximando la esencia de las cosas de un modo seguramente improbable, pero desde luego desconcertante. Se dejó caer y se sentó en la cama crujiente bellamente preparada para una gran noche de amor, y se preguntó si el acto final de semejante burla incluiría quizás mayores sorpresas aún de las que estaba teniendo. Pensó unos instantes mientras ella sencillamente

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permanecía. No podía mirarla, porque a sus ojos resplandecía, y eso era algo que había intentado alejar desde que el mal de los siglos los separó en tierras pobres. Sin embargo su presencia era turbadora, y cautivaba el resuello mientras inevitablemente la percibía próxima y real. Una mano se introdujo entre su cabello y lo acarició con dulzura, mucha más que nada que recordase, y en aquel momento se sintió comprendido, unido a la desgracia de Inés de Illana, pero incapaz de volver atrás. -

Sea como quieres, pero por favor… sal. No me parece bien esto. – Ella no detuvo sus caricias, y su voz sonó por encima del cabello del guerrero, que notaba el aire de la respiración cercenando su voluntad.

-

¿Por qué? ¿Acaso no te hubieses cebado con cualquier mujer que hubiese entrado por esa puerta?

-

Si, lo hubiese hecho. Pero tú… - Alzó la vista y pasó de repente por el sinuoso dibujo de dos pechos como frutas maduras, y de repente comenzó a sentir un hambre fresca que hacía mucho no tenía. Recordó las praderas y los campos de cuando se amaron, y eso desarboló decisivamente sus defensas.

-

Si, Álvaro. Soy yo. Nuestros destinos se alejaron hace mucho, pero ya ves… Ahora tu eres un hombre maldito lleno de sangre, y yo una puta cortesana que su esposo usa como moneda de cambio mientras él se acuesta con mujeres y jovencitos. No hemos tenido mucha suerte desde que dejamos de vernos, ¿verdad?

-

Ninguna suerte, es la verdad. He vagado por los campos de la muerte fabricando cadáveres y portando la más profunda miseria en mí sin reparar en nada. ¡Ojalá hubieses podido aceptar aquellas flores! Estoy seguro de que todo hubiese sido diferente. – Inés de Illana dio unos pasos atrás, y comenzó a despojarse de su prenda superior, mientras era mirada por un juego de iris que desafiaban a la

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muerte cada mañana pero que sucumbían ante la belleza insigne de la mujer más amada. -

Tus flores fueron aceptadas, Álvaro. Están grabadas en mi mente, en mi corazón, como cada momento que pasamos en aquellos campos. Dime, ¿qué hay de mal en que nos unamos y seamos felices al menos esta noche? Yo me he puesto muy contenta al saber que estabas tras esa puerta. – Lo decía de un modo que resultaba cierto, y así lo recibió el guerrero. Se levantó y caminó hacia la dama. La hizo volverse y comenzó a desanudar muy despacio el traje, pegándose a su espalda sin querer como un espejo que junta las imágenes, y la voz se tornó de repente cálida.

-

¿Estás segura?

-

Si, muy segura. ¿Lo estás tú?

Así sucedió que ambos gozaron de una noche de besos sinceros, caricias apasionadas y frenesí renovado. Hacía una vida que no sentían el auténtico placer, porque en su deambular habían olvidado hasta qué punto estaban hechos el uno para el otro. De ese modo ambos cuerpos encajaron de nuevo pese a las raspaduras del tiempo, curva a curva, vello a vello, en un reglaje armónico que vibraba al unísono como un diapasón aplicado a la resonancia del mejor arpa celeste. Ninguno de los dos lo recordaba, pero fue maravilloso entrar de nuevo en aquellos jardines abandonados y sentir como reverdecían las rosas, los jacintos, como fluía el agua en el riachuelo mesando las piedras. Jugaron con sus manos sintiendo el calor de un sueño perfecto, y desde su posición creyeron ver el cielo feliz sin la menor nube, sin miedos ni dolor. Fueron momentos de puro romance que valieron para toda una vida, cargados de fluídos que se intercambiaban de boca en boca, de sexo en sexo, humedeciéndolos mucho más allá de sus cuerpos, y dejando que escapasen lágrimas calladas que penetraron las almohadas de seda envueltas ya en sudor y saliva.

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Esa fue la última vez que Inés y Álvaro se vieron. Después de aquello, al amanecer, ella ya no estaba. El hombre acarició toda la parte izquierda de la cama y consideró por vez primera el tamaño real de su vacío, con la seguridad de que cabía entero en aquel par de metros cuadrados. Sin levantar el cuerpo recordó la noche, el calor, el sabor, el olor… y se sintió enloquecer. Dos horas más tarde, después de agradecer a su anfitrión las atenciones dispensadas, estaba en su casa inmerso entre libros y alambiques en pleno esfuerzo por omitir su deseo de perseguir el rastro de la mujer de su vida por toda España. Lo consiguió.

Un año más tarde, el 14 de Junio de 1520, Inés de Illana, condesa de Aresa, falleció a consecuencia de un brote venéreo incontenible, causado por la forzosa promiscuidad a la que era sometida por su vicioso marido. Álvaro lo supo a través de un amigo bien situado, alguien enterado de todas las flatulencias de la alta sociedad, cosa que a él le venía muy bien para buscar sus oportunidades. Lloró amargamente lágrimas saladas que empaparon sus bien confeccionadas mangas de lino, y no lo ocultó a nadie, porque tenía el deseo acuciante de sentirse humano en un momento tan amargo.

Un mes después el conde falleció también en extraordinarias circunstancias que nunca pudieron aclararse, en lo que pareció un acto de venganza del que no se pudo culpar a nadie porque eran muchos sus enemigos. Solo se supo que la estocada recibida había sido certera hasta el límite, entrando de frente y alojándose directamente en el corazón, sin atravesarlo lo más mínimo. Una vez dentro habían girado el filo, haciendo que el ventrículo expulsase la sangre por la boca de la herida como una fuente que lo chorreó todo. Sin duda la obra de un experto asesino.

Álvaro lloraba ya menos, y seguía aplacando con éxito su sed de sangre.

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Es en ese mismo año que Justo Blázquez de Solán lo interroga en nombre del Santo Oficio, pero fue absuelto atendiendo a influencias que por él intercedieron. Las acusaciones iniciales fueron revocadas, pero entre ellas figuraban algunas tan fuertes como maquinación con el diablo, brujería o herejía, suficientes como para haberlo mandado a las mazmorras de la Inquisición a la espera de un final horrible. Sin embargo la justicia en este país nunca ha estado hecha para los ricos, aunque fuesen de origen humilde como él y todas las acusaciones fueron sobreseídas sin dejar la menor mancha en su supuesto buen nombre. El de un asesino hereje que tuvo mucha más suerte que campesinos quemados, mujeres empaladas o presuntos brujos desmembrados que dejaron sus miserias por caprichos morbosos de santones empecinados en defender la fe a costa del horror.

En 1521, treinta y un años después de la noche que marcó el destino de su vida, cuando aún estaba recuperándose de la injusta muerte de Inés, amor de toda una existencia durísima, el ruido de los insectos se hizo insoportable en sus sueños contra todo pronóstico y el mal se instaló en Toledo, en la misma ciudad donde vivía, más azares de un destino que nunca había dejado de jugar duramente con él. ¿O acaso es que a cada persona le llega irremisiblemente su hora de la verdad, el motivo por el que respira cada instante?

Lo cierto es que en un momento tan vulgar como otro cualquiera supo que no solamente pueblos enteros de la zona estaban siendo arrasados por una enfermedad inexplicable que mataba lentamente dejando a las personas blancas y acartonadas, sino que en los aledaños de la ciudad los cadáveres comenzaban a apilarse por centenares. Las ratas de la alta sociedad, cómo no las más gordas y mejor cebadas, abandonaban la nave camino de Madrid en deliciosos carromatos como era su costumbre, pero los que quedaban eran expuestos a un final característicamente conocido por Álvaro.

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Vio a desgraciados que estaban siendo tratados de la presunta epidemia, abrió sus bocas entre las advertencias a voz en grito de algunos, pero seguro de su inmunidad notó en ellos como las gargantas parecían cubiertas de una sustancia resinosa pestilente, algo cuya función conocía de más. Ahora lo sabía, se confirmaba y una bolsa siempre vacía en él se llenó de macabro gozo. El viejo enemigo estaba allí, en algún lugar a cubierto, y Álvaro de Aguirre, inmortal, hereje, soldado y asesino, estaba dispuesto a encontrarlo para dirimir una antigua cuenta pendiente. No podía dejar de mostrarse excitado, cosa nada común, porque de repente nada tenía más importancia que encontrar las huellas de la bestia, ahora tan próxima de nuevo.

En los más bajos fondos contrató por un precio exagerado a una quincena de hombres a los que pagó con oro, maleantes sin escrúpulos ni miedo, gentes sin ocupación alguna a los que dotó de buenos caballos y encomendó la más que extraña misión de recorrer todos los alrededores en un círculo de treinta leguas a la redonda en busca de un curioso barco negro fondeado en algún remanso de agua. Lo miraron con extrañeza, pero ante la saca de doblones dorados desaparecieron todas las preguntas, y cada uno partió en una dirección distinta sin más, con la promesa de una recompensa extra para quien diese con el paradero del buque.

Con el paso de los días él siguió corriendo las calles más apestadas, se sentó en las afueras, pasó noches en vela, pero el ruido de los insectos no pasaba de los sueños a la realidad, y poco a poco comenzó a desesperar porque apareció la impaciencia. Preguntó a quien quiera que llegase a Toledo por la existencia de un barco, pero todos lo miraban de un modo raro, pensando que al fin y al cabo estaban ante un hombre refugiado en una ciudad que moría, y que sin duda era presa del delirio. Se dio cuenta de que, una vez desprovisto de su porte elegante, casi nadie reconocía en él al hombre influyente que era, y pensó en lo fácil que es sumergirse en la banalidad simplemente por el aspecto.

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Poco a poco fueron llegando los rastreadores que había contratado, después de haber visitado cada río, estanque, lago, arroyo… Hasta que apareció uno de ellos, apodado Malacate, que tenía tres dedos cortados por cuentas con la Inquisición, un tunante rechoncho y desagradable que miraba siempre de reojo. Estaba muy nervioso cuando se presentó ante Álvaro.

-

Está en el río, cerca de la Puebla de Montalbán. Lo he encontrado por casualidad, señor.

-

¿Cómo es eso?

-

Pues que está allí, bien a la vista, pero parece como si nadie lo supiese. La gente mira para otro lado cuando se le pregunta, lo ignora.

-

¿Cómo si no existiera?

-

Sí. Como si no existiera. Es algo muy raro.

-

¿Y cómo lo has visto tu?

-

Señor… yo tuve extrañas sensaciones, y como le digo lo hallé por casualidad. Estaba siguiendo el curso del agua, como usted pidió, y lo vi sin la menor duda ante mí, enorme y negro como el alma de mi madre a quien no conocí. Mientras lo miraba era casi como si fuese esa cosa la que me observaba a mí, como un animal de presa. No sé lo que es, señor, no sé nada de eso, pero le diré una cosa. Parece un barco, sí, eso está claro, pero estoy seguro de que no lo es. ¡Y esa niebla que lo envuelve…! ¿Puede entenderme?

-

Te entiendo. Has hecho muy bien tu trabajo y estoy satisfecho. Toma tu recompensa.

-

Es usted un caballero de honor, señor. Muchas gracias. – El hombre inició el giro par marcharse, creedor de que la conversación estaba concluida, cuando Álvaro le habó de nuevo.

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-

Malacate…

-

¿Señor?

-

Olvida todo esto. No te hará ningún bien, créeme.

-

¡Qué curioso! Nada más contárselo me doy cuenta de que mi recuerdo se desvanece…

-

Veo que me entiendes a la perfección.

-

No, señor, no le estoy siguiendo la corriente ni nada de eso… ¡Es que de repente lo he olvidado todo…!

La Puebla de Montalbán dista unas diez leguas de la capital, Toledo. Cerca del municipio discurre el Tajo, haciendo unas curvas amplias de abundante cauce, rodeando pueblos y campos de cultivo. Aquel año todos esos lugares se inundaron de una gran tristeza, un hálito oscuro que modificaba el aire y lo hacía espesarse y engordar tanto que casi no podía entrar por la nariz. Era algo peculiar, un miedo profundo oculto tras el tejido que se ve a simple vista, pero que condicionaba la vida de todo el mundo.

Las vacas parieron deformidades monstruosas, los cultivos abortaron estando aún en semilla, las mujeres dejaron de desear a sus esposos para copular con los hijos, y los hombres morían como chinches para alimentar una hoguera que no dejaba de esparcir a los cuatro vientos el hedor a carne quemada. Se organizaron peregrinaciones en petición de auxilio a un Dios que parecía haberse olvidado de lo que no era ni más ni menos que el auténtico foco de la infección que arrasaba la vida en la provincia de Toledo, y de entre tantas miles de personas, tan sólo Álvaro de Aguirre conocía el motivo, la verdad dantesca de lo que estaba allí ocurriendo.

Nunca volvería a acercarse a aquel barco negro, ni sentiría su zumbido penetrando el éter. No. Eso lo tenía muy claro, pero ahora conocía perfectamente dónde tenía su casa el mal mientras hacía sus

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fechorías. No sabía cómo usar esa información, pero albergaba la esperanza de que los acontecimientos que se fuesen sucediendo acabasen por darle una pista. Ahora sólo quería encontrar a la criatura que estaba detrás de todo, al origen de su vida maldita y vacía, y con ese fin prosiguió sus pesquisas.

Los días siguientes fueron difíciles, llenos de sensaciones feas, descoloridas, insanas, malvadas, y cuando comenzaba a darlo todo por inútil, incapaz de hallar la menor pista del paradero de la bestia, un suceso ocurrió en la puerta de la catedral que lo puso totalmente en guardia.

No había nadie por la calle aquel anochecer sembrado de muerte como todos desde tiempo atrás y paseaba intentando recabar información y poner ideas en orden, como era su costumbre desde que estaba centrado solo en la caza del mal.

Cuando estaba pasando frente a la puerta principal un ciego harapiento, hombre de estatura corta, se acercó con insólita velocidad y le tomó la mano. Antes de que pudiera zafarse empezó a hablarle, y aquello lo detuvo en seco porque rápidamente se dio cuenta de que portaba la voz de su destino. Lo supo como un presentimiento desde el momento en que abrió la boca y miró aquellas cuencas vacías que alguna vez alojaron un par de ojos.

“Sé lo que busca, y es terrible. Nadie de por aquí le hablará de ello porque no saben, pero yo no tengo miedo y no me importa. Usted, señor, es preso de la locura, pero no soy quien para juzgarle, porque también estoy por la labor de encontrar lo que usted anhela. Por tanto no voy a negarle una información que quizás pueda disuadirlo de buscar la muerte de este modo.

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Los que Existen, esos de los que ambos sabemos, han estado en todas partes. Son fieras, señor, fieras ávidas de sangre, y el que usted persigue no dudará en matarle a primera vista. Tiene el don de la invisibilidad cuando no lleva ropa, salvo para aquellos a los que quiere mostrarse y para los ciegos como yo, únicos seres vivos a los que no puede ver, así como una capacidad de ataque descomunal. No se conoce la manera de matarlo, ya que no se le puede tocar porque está permanentemente en el mundo de los ciegos, y no se puede acabar con algo que no forma parte de tu mundo, que ni tan siquiera se puede rozar. Éste al que usted busca responde por Bertrand, pero ha tenido muchos, muchísimos nombres antes.

Aprendí mucho de ellos antes de que mis ojos se fuesen para siempre, y lo hice estudiando libros parecidos a los que usted posee, aunque bastante más primigenios. Uno de ellos llegó desde las tierras baldías de Yemen, y fue escrito por un árabe loco que consiguió saberlo todo sobre las fuerzas ocultas del mundo, y de él aprendí cuanto pude antes de tragarme cada hoja y eliminar tanta maldad del mundo.

Usted es el pupilo de Ayala, hombre al que tuve en gran estima, pero con el que no compartí demasiadas creencias. Era muy… conservador para mí. ¿Se pregunta por mis ojos? Yo mismo me los arranqué, señor, porque al igual que usted sólo deseo encontrarlos por el ansia infinita de llegar a erradicar del curso del mundo uno de sus mas trágicos caprichos.

Supe en mis investigaciones que aunque la acepción más antigua con que se conoce a este ser es “El Que Existe”, en determinadas zonas de Europa lo señalan como “El Pobre”. Ello se debe a que camina de día vestido de harapos que lo cubren por

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completo, como sucede con los leprosos, o quizás con capas y otras cosas ¿le suena eso? Así se aparta del sol, que es un enemigo directo para su piel y evita que nadie se le acerque. De ese modo hace leguas sin parar, hasta que encuentra un lugar que le llame la atención por algún motivo, y entonces se instala. Busca los sitios oscuros y ocultos, como cuevas, ruinas y similares, lugares en los que esperar que llegue la noche para salir a lo que más le place: la cacería de humanos. Pero nunca está demasiado tiempo en un sitio, no. Sabe moverse, despistar, y cuando se siente satisfecho de la caza se reúne con sus congéneres en un lugar que luego le diré y se va para siempre.

El hecho de que lo molesten de día no le resta capacidad destructiva, pues es capaz de resistir el sol hasta cinco minutos, tiempo más que suficiente para acabar con cualquier número de enemigos. Por ello en las zonas del este de Europa nadie se acerca a los mendigos que deambulan, por temor a encontrarse con El Pobre. Allí son bien sabidas las leyendas y conocidas sus habilidades. Se dice que es tan rápido que apenas da tiempo a verlo venir cuando ataca, y que extrae la sangre de sus víctimas a través de la boca sin dejar rastro, usando para ello una especie de lengua de lagarto con un afilado colmillo en su punta con el que penetra hasta la garganta. Usted sabe bien esto, ¿verdad?

No hay precedentes de que nadie haya derrotado a esta criatura, y no se sabe el modo de conseguirlo, aunque está muy extendida la creencia de que es inmortal, capaz de resistir a espadas y ritos sin el menor problema. Muy pocos han sobrevivido a su ataque, y siempre ha sido porque les ha concedido ese privilegio, pues El Pobre no falla jamás en su fin, que es abatir a la presa y beber su sangre. Usted, como yo, sabe

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cómo es: estatura muy elevada, ojos fieros encendidos, mandíbula provista de dientes muy puntiagudos y afilados, manos oscuras con largos dedos a lo que hay que sumar una inteligente maldad. Es decir, aunque es una bestia, aparenta ser un hombre, lo cual lo camufla a la perfección. ¡Salvo para mí!

Un contingente del ejército de Carlomagno acorraló a uno de estos seres cerca de Mullbaren, en Austria, y fue totalmente arrasado al esconderse el sol. Solo hubo una docena de supervivientes de entre cerca de doscientos hombres armados hasta los dientes.

En Turquía, los ejércitos de Darío fueron diezmados por El Pobre tras cruzarse con él al caer la noche mientras se acercaban al Bósforo. Trataron de apartarlo del camino para que pasasen los soldados, y aquello costó miles de vidas.

Asurbanipal contó en sus memorias la experiencia de un grupo de arqueros que estuvieron haciendo blanco en un ser tendido en un acantilado al que consideraron un cadáver semicorrupto. Al caer la noche aquello se levantó, se quitó un centenar de flechas bien clavadas, y se abalanzó sobre los soldados, a los que destrozó con saña.

En Centroeuropa es muy conocido, y son frecuentes los lugares en los que ha actuado, estableciéndose y alimentándose de humanos durante épocas muy largas. Frecuentemente sus apariciones han sido asociadas con plagas como la peste o la viruela, aunque no se sabe si guarda alguna relación.

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Se desconoce el número de estas criaturas que pueblan el planeta, pero podrían ser más de un centenar, señor. ¿Se lo imagina? ¡Un centenar de esas cosas horribles que a usted y a mi nos han quitado el sueño tanto tiempo! ¡Una abominación!

Pero lo más extraño no se lo he contado aún. Hace poco descubrí dónde viven y es pavoroso. No tienen residencia fija, se mueven por todo el mundo a bordo de un bajel negro, un buque de arboladuras viejas y velas rasgadas, pero que navega aún sin viento o contra él, por océano o entre las nubes. Ese barco surca el mundo desde siempre, señor, sin cambiar nada en su aspecto más que la ilusión óptica que lo envuelve. Su nombre es Varano, lo lleva escrito en ambos costados y siempre lo rodea una niebla espesa. Cuando llega a algún sitio en que haya agua, bien sea por mar o aire, esas bestias se alejan en la noche en todas direcciones y se encargan de sembrar la desolación una temporada, justo hasta saciarse totalmente, y entonces vuelven al barco para ir a dormitar a algún punto perdido cerca de uno de los extremos superiores del mundo, uno que yo conozco, aunque no sé enclavar. No hay forma de encontrarlos desprevenidos, y por eso estamos aquí, usted y yo. Su brazo, y mi ceguera, señor. Juntos somos algo, ¿se da cuenta?

Se preguntará cómo conozco todo esto, y se lo diré en pocas palabras. Yo fui el único superviviente de la nao Santa Clara de los Mares, naufragada en un lugar arriba del mundo donde solo hay hielo perpetuo, un terrible error de navegación o fuerza del destino, no lo sé, pero así ocurrió. Todos mis compañeros perecieron, y yo fui recogido en un madero a la deriva por un buque mercante cerca de Inglaterra, pero para entonces mis ojos ya habían presenciado el horror, pues cada noche tengo en mi memoria la imagen inexplicable de las tres Torres del Fin del Mundo, el lugar donde

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moran los diablos y de donde, con toda seguridad, parte esa nave negra cada varios años en sus periplos de cacería. Créame que es pavoroso ver esas columnas elevándose hacia un cielo que crepita en colores iridiscentes que no puedo comprender, pero que están ahí arriba, muy lejos gracias al buen Dios.

Nadie que las haya visto lo ha contado, salvo yo, señor, y desde entonces mi única obsesión es acabar con este mal que me inunda, esta desazón que preciso mitigar para volver a ser un hombre. He estudiado mucho hasta saber todo lo que le cuento, y creo que ya nuestra búsqueda llega a su fin. ¿No lo nota?

Lo que encuentro fascinante es su virtud. El que Existe no solo le perdonó la vida, sino que le dio la inmortalidad. Lo sé porque puedo verlo claramente. ¡No sé si es usted afortunado o un desgraciado, señor! Ellos sólo hacen eso por dos motivos. Uno es para mofarse de su victima una temporada, algo infame, y después segarle la vida. El otro es para medirse con él cara a cara, y eso me aturde. ¿Cuál de los dos es usted? ¡Ah! Sí, un gran guerrero. Entiendo. ¡Usted se batirá con Bertrand!”

-

¿Cómo te llamas, ciego?

-

Benicio D’Avaragine, señor.

-

Muy bien. Pues está aquí, Benicio. Él está muy cerca, y su barco oculto a la vista de los no elegidos cerca de la Puebla de Montalbán, en el Tajo.

El ciego pensó unos segundos mientras su cuerpo se estiraba y resonaba un suspiro de sorpresa en su garganta. Después soltó la mano de Álvaro bruscamente con algo parecido a la súbita prisa y dobló una esquina sin dar tiempo al guerrero para nada. Tras ella un segundo después ya no había rastro del

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individuo, y el gran hombre pensó que había sido una visión… ¿Una revelación? ¿Un alma llevada por el viento del Diablo? Lo averiguaría pronto, pero se dio cuenta del curioso detalle de que aquel hombre ciego lo había estado mirando todo el rato como si lo estuviese viendo. Casi había podido sentir el efluvio característico de una mirada, pero eso era imposible.

Real o no, lo cierto es que aquel relato del viejo invidente le permitió encajar las figuras que faltaban en su puzzle para comprender de algún modo el enigma en que estaba inmerso desde niño. Ignoraba que muy al norte hubiese extensiones de hielo, pero ¿por qué no? Cosas más raras hay en el mundo, y esa no sería de las que no se pudiesen entender. Serían sitios muy fríos, y ¿que lugar iba a ser mejor para que se alojase el mal una vez terminadas sus expediciones en busca de alimentación? Seguramente habría algo allí, quizás esas tres extrañas torres, o tal vez otra cosa, pero desde luego tenía que tener una morada, un sitio donde descansar hasta volver a sentir hambre, el ansia de sangre. Ese sitio sería la guarida de la fiera. Por desgracia estaba tan fuera del alcance de cualquiera que la simple idea de ir allí provocaría hilaridad en cualquier gran marinero con dos palmos de narices. Por tanto el fin de la cosa tenía que ser mientras actuaba, como siempre había pensado, y eso quería decir ni más ni menos que seguramente cuando más peligrosa podía resultar.

Álvaro pasó desde entonces más noches enteras entre los recogedores de cadáveres, que apilaban los cuerpos y los quemaban sin más. La histeria se abría paso entre olores y pestilencias a carne y grasa chamuscada, y eran pocos los que quedaban en la ciudad, cada vez más y más masacrada, presa de un hedor a sepulcro que destilaba de la densa humareda cargada de cenizas. Los balcones estaban negros, testificando el inmundo final de tanta gente repentinamente volátil, transformada en copos negros livianos. Aquello no podía ser obra de un único ser, eso era evidente, porque los muertos caían por docenas.

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Comía muy poco y con frecuencia nada, aturdido por la necesidad absoluta de estar en guardia y no perder la ocasión de arreglar su destino. Sabía que si el mal cesaba y desaparecía era probable que no tuviese otra ocasión para enfrentarse a sus miedos, porque el maldito barco se marcharía a cualquiera que fuese su inmundo antro en los confines de la Tierra y la próxima vez posiblemente no atracase tan cerca. Eso lo conminaba a salir permanentemente, y de manera inevitable se estaba debilitando, adelgazando mucho.

Una de esas noches, en su deambular ansioso y pensativo, el gran guerrero convertido en asesino y aprendiz de alquimista decidió llevar el medallón por fuera, a la vista de todos. Así paseó, notando su brillo a la luz de las candilejas, con la esperanza de que de algún modo le ayudase en su búsqueda. De ese modo se encontró de frente en un callejón, del peor modo que todos imaginamos en nuestras pesadillas que nos enfrentaríamos a lo desconocido, con una figura alta, esbelta, negra y familiar. Vestía capa larga y un curioso sombrero parecido a los que mucho después usaría Napoleón y que le darían una imagen inmortal. Sin duda se trataba de alguien muy bien tapado, celoso de su piel, pero era imposible distinguir el menor rasgo, pues llevaba la cabeza agachada. Sus pasos sonaban carentes de eco, como si fuesen emitidos desde otro mundo, un lugar oculto en algún pliegue a la vista. Se detuvo frente a Álvaro, a unos seis metros, tan oscuro que parecía no despedir la luz que lo tocaba, y una voz fría cortó el aire sin reverberar. Era una voz muy conocida y pausada, que hablaba un español perfecto mientras el guerrero era consciente de que la hora buscada estaba fijada ya y era inminente. Lo miraron dos ojos llameantes que recordaba perfectamente, y un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza cuando distinguió las venillas recorriéndolos.

¡El navegante!

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- Hola, muchacho. ¿Has aprendido lo suficiente en todo este tiempo? – había mucha ironía, un humor malsano en la forma de preguntar que eyaculaba prepotencia incontinente. - Creo que ha llegado el momento de que saldemos nuestras cuentas. Está claro que ambos sabemos que eso que llevas al cuello me pertenece, pero no es necesario que me lo des. Ya vendrá a mis manos.

Álvaro, controlando sus emociones, hizo exactamente lo que tanto había deseado hacer, y lo realizó de un modo maquinal, sin pensarlo. Dio varios pasos adelante muy decididos, sacó su espada forjada para acabar con el mal y lanzó un terrible mandoble hacia el ser que no se alteró lo más mínimo. Nada podía sobrevivir a aquello sin caer en dos mitades, pero la criatura soltó algo parecido a una carcajada con un ruido visceral, terroso, con sabor ocre a tumbas mal fermentadas. El brazo del guerrero, habituado a sentir el familiar corte de la carne a través de la vibración de su empuñadura solo halló el vacío de un golpe lanzado al aire, a pesar de que estaba claro que había atravesado aquel cuerpo preternatural de parte a parte.

Comprendió que, tal como le había dicho Benicio, y como su inteligencia dedujo rápidamente, aquello no iba a resultar tan fácil de vencer como con una simple cuchillada. Eso era para humanos vivos, sanguíneos y naturales.

En un destello pudo ver algo que le horrorizó aún más si cabe por lo fuera de lugar que resultaba. En una de las mangas de la prenda que la criatura vestía llevaba enrollado un rosario de cuentas nacaradas, uno muy grande y ostentoso, cuya cruz de plata pendía en un gesto burlón pleno de ironía. Entonces supo que, por si aún tenía dudas, Dios tampoco le ayudaría en ese trance.

Era el mismo rosario observado por aquel marinero más allá de Finisterre, y el que él había visto de reojo frente al cuerpo yacente de su madre aquella noche traumática. Imágenes que venían a su mente

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no sabía si en socorro o en salvaguarda, pero que le retorcían la voluntad haciéndolo hundirse en desánimos hasta entonces desconocidos.

- ¿Crees que puedes conmigo? ¿Crees que tu espadita puede hacerme daño? – Lo cogió por el cuello y lo levantó con una mano, una garra más bien o una zarpa alargada y dura, no sabía, pero su contacto era asqueroso, áspero y muy duro. Nada podía zafarse de aquello, y el guerrero atormentado, que no vencido, ni tan siquiera lo intentó. - ¡Pensé que los años convertirían tu odio en arma, y que serías un rival digno, pero veo que me equivoqué! De un modo u otro los hombres siempre me habéis defraudado, muchacho, desde el principio de los tiempos. Yo os conozco muy bien porque ya estaba aquí antes de que nacierais en aquel podrido rincón de África que era el Duku de los Anunnaki. – Lo lanzó contra una pared del callejón, lo hizo volar como un desecho inútil carente de peso hasta que se golpeó la espalda en los sólidos pilares de granito. Desde allí abajo, tirado, desechado, aturdido, Álvaro miró a su contrincante y lo vio grande como una torre amenazadora al final de la cual lucían las dos puertas del infierno.

Si, la fuerza de su enemigo era decididamente intimidatoria, tanto que se quedó paralizado completamente, pero no antes de asegurarse de tener la daga grisácea bien cogida por el mango, su único agarre a algo que le transmitiera una cierta seguridad. La bestia comenzó a moverse en círculos a unos pasos, rondando a su presa para darle el golpe de gracia y su voz sonó atronadora. Estaba llegando directamente a la cabeza del guerrero, omitiendo el camino del viento y con ello todo acercamiento a la calidez de un grupo de palabras salidas desde una garganta.

Verás, mi linaje, ese por el que sin duda te has interesado tanto, proviene de tiempos tan antiguos que no han dejado rastro en la conciencia de tu raza. Ya me alimentaba en las llanuras de Leng cuando los grandes lagartos poblaban la Tierra, y lo haré cuando todos hayáis desaparecido, porque mi inmortalidad es cierta. En cada época he buscado un sustento, una emoción basada en la cacería fiera, y ahora, como

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sabes, del mismo modo que has estado haciendo tú en el fondo, cazo humanos. Dime, ¿te ha gustado la experiencia? Sí, es gratificante… Sentir todo ese pánico en los ojos de la presa y arrebatarle la vida sin más, sin sensaciones de culpa ni dolor… ¡Quitárselo todo! No solo el aliento, sino también su pasado, el futuro… Cada noche, cuando tengo hambre, os persigo, y sacio mi apetito en vosotros, tan sólo porque considero que sois apasionantemente engreídos. Vais por ahí pensando que estáis seguros, que controláis las cosas, y me complace ver vuestro horror cuando me manifiesto y revelo la infinita mentira que en ello hay. Veo por tu aspecto que no has probado la sangre, que te has resistido. ¡Haces mal! La sangre es tu alimento, y todo lo demás no representa nada más que basura. Si lo hubieses hecho quizás habrías conseguido llegar a mí con una mínima posibilidad, pero tu decisión, cómo no, ha sido muy… humana. Como consecuencia ahora sólo vas a ser un vulgar alimento de inmortales.

Quiero que sepas que a lo largo de los tiempos he dominado legiones, que mis hordas han derribado civilizaciones mientras yo reía entre montañas de cadáveres, y que nunca nadie jamás me hizo el menor daño. Yo soy la sombra que os persigue en todo momento y que no os permite el solaz del descanso cuando mis ojos os han mirado. Eso lo sabes muy bien, ¿verdad, Álvaro de Aguirre? Si, siempre he sabido tu nombre. Eres un chico listo, pero has demostrado incapacidad para ser eterno.

Cuando maté a la zorra de tu madre aquella noche me retaste, y me pareció una apuesta interesante viniendo de un valiente niño con una vida por delante. Es por ello que te insuflé mi sangre en la boca, la misma que te ha hecho inmune a la muerte hasta llegar aquí. ¿Has notado su poder? ¿La fuerza trascendente de su presencia? No sé qué has hecho con tu vida, muchacho, pero estoy seguro de que más de una vez te habrás beneficiado de aquello que te di. Te habrá gustado, ¿no? Sí, ya lo sé. ¡El tío Bertrand te hizo un regalo muy bueno! Lástima que lo hayas desaprovechado.

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Hoy al fin me has encontrado. Te esperaba desde hace mucho, y como te dije en su momento no haré concesiones, pero sí que al menos te haré saber con quién estás antes de acabar con esto.

Mi nombre auténtico no tiene importancia ni es pronunciable en tu lengua, pero desde luego soy uno de Los que Existen. Descendimos sobre este planeta hace muchos millones de años, en la zona de Baián Kara Ula, en el Tíbet a unos setecientos kilómetros de un lugar llamado Imaria que nunca conocerás, y lo encontramos apasionante en su barbarie natural. Un auténtico paraíso para la caza, cargado de especies llenas de sangre fresca, con hábitats diferentes muy variados y una atmósfera agradable para existir.

Nuestros débiles captores, aquellos que nos llevaban por el espacio a bordo de su pájaro de fuego, hicieron esa escala técnica a fin de reabastecerse del agua necesaria para enfriar los reactores, pero tuvieron problemas al intentar elevarse de nuevo y planificaron una larga estancia forzosa. Mandaron señales de socorro a los suyos que no hallaron respuesta mientras buscaban refugio en las montañas. Poco a poco se debilitaron por la escasez de sus tipos de alimentos y con ellos las reservas de energía que nos contenía encerrados en jaulas. Era cuestión de tiempo, así que una noche escapamos y dimos buena cuenta de todos.

Desde entonces nos apoderamos del mundo y sus especies, y aprendimos a valorarlo como una rica propiedad a la que explotar en su justa medida. En ciertos aspectos era un lugar mucho más frondoso que nuestro planeta de origen, y con ello nos sentimos felices de saber que, si bien jamás volveríamos a caminar por los ríos rojos, sí que habíamos recalado en un nuevo hogar próspero.

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Estos ojos que tanto te impactaron han visto cosas que ni tan siquiera puedes imaginar, muchacho. Muchas cosas. Han estado presentes en momentos únicos de la historia, y han decidido el futuro de la vida.

Ahora van a clausurar el tuyo.

Pero Álvaro de Aguirre, atormentado vencido, hizo algo en su desesperación que nadie esperaba que hiciese, ni siquiera Bertrand, su mortal enemigo. Recordó las palabras del ciego misterioso “Tiene el don de la invisibilidad cuando no lleva ropa, salvo para aquellos a los que quiere mostrarse y para los ciegos como yo, únicos seres vivos a los que no puede ver”. Sin detenerse en dudas ni consideraciones, pero con el peso y la determinación de toda una vida de horrores, tomó su daga gris hecha de un trozo del cielo mientras aquello imparable se acercaba para cercenarle la existencia y en dos puñaladas certeras se vació los ojos, sintiendo entre el dolor intenso como los globos oculares estallaban y vertían sus líquidos por el rostro hasta llegar a la boca y el cuello. Tenía un gusto amargo, y de golpe dejó de ver, de vislumbrar el entorno, mientras su cabeza parecía estallar con las agudas punzadas….

En el momento de ingresar en el mundo de los ciegos dejó de ser visto por la bestia, que sorprendida tardó en comprender lo que estaba pasando, a dónde había ido su presa codiciada. Se detuvo en seco con toda su pestilencia, sin saber qué hacer. El guerrero, invidente ahora a todo lo que para nosotros compone el mundo, percibía sin embargo una forma peculiar frente a si, lo único que distinguía, una especie de ser alado del que solo aparecía la silueta, pero del que no quería conocer más detalles que los necesarios para acabar con él. Era todo cuanto divisaba, y era increíble.

No se trataba de un humano, de eso no quedaba duda alguna, aunque su esbeltez y estatura, con una cabeza elevada, hacía que esa percepción pareciese real. Sin embargo su cuerpo estaba lleno de un

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carácter que lo asemejaba a un gran insecto, algo horrible provisto de dos alas imposibilitadas para levantar el vuelo. La imagen era perfecta, y llegaba a las cuencas oculares sangrantes de Álvaro de Aguirre con un fuerte color azul, luminoso y lleno de frío, de un modo imposible.

Sus estudios se habían topado a veces con lo que los hindúes llamaban el tercer ojo, pero nunca pensó que hubiese un mundo real que excitase un sentido perdido y que escenas de más allá de lo cotidiano pudiesen ser visionadas de algún modo después de perder la vista de manera traumática. Pensó en un flash si ese era también el motivo por el que los perros aullaban de noche con la mirada perdida, pero no tenía tiempo para sopesarlo.

Con todo el poder que da la convicción de ser invisible al enemigo, el guerrero se levantó lleno de un dolor que ignoraba mientras las hemorragias cicatrizaban con prontitud por su condición de inmortal, y le bastó un segundo de pensamiento (“no se le puede tocar porque está permanentemente en el mundo de los ciegos, y no se puede acabar con algo que no forma parte de tu mundo, que ni tan siquiera se puede rozar” había dicho Benicio) para darse cuenta de que las tornas habían cambiado, y que ahora era él quien dominaba la situación y no Bertrand, al que podía desafiar en un mundo más ajustado a él que el real, el mundo de las oscuridades perpetuas, donde ahora sí gozaba de la oportunidad de matar.

De ese modo extendió su brazo y tomó el cuello de aquella cosa fría, sorprendida y gorgojeante, mientras su daga, sangrando aún con coágulos de inmortal, se encaminaba directa al pecho del ser con toda la furia de un millar de años de odio y el empuje de un corazón indomable. Esta vez si hubo contacto, sí notó la oposición de la carne, pero de un modo maligno, nauseabundo y muerto. Atravesó el pecho lleno de encajes que ya no veía de la criatura diez, veinte, treinta veces, mientras esta trataba desesperadamente de defenderse de algo a lo que no distinguía, sin conseguir ni tan siquiera ponerle la zarpa encima, porque el guerrero que finalmente había averiguado la forma de matarla ya pertenecía a otro plano de la realidad.

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Álvaro no veía nada más que la luz azulada con forma de demonio que se iba apagando entre estertores vomitivos y sensaciones de líquidos y vísceras chorreando por su mano derecha cada vez que metía el filo hasta la empuñadura en aquel saco de mugre maloliente que parecía estallar como un odre. Lo estaba matando, consumando su venganza al fin, y casi no podía creerlo. Había tenido que sacrificar la visión para siempre, pero la bestia gritaba porque alguien al fin lo estaba destrozando, alguien en quien no creía y el guerrero no necesitaba ya ver nada más. Cuando metió la última puñalada y sintió el peso inerte de la cosa sobre él la empujó con asco, notando la repentina liberación de cuanto le había perseguido tantos años y el súbito apagón de la forma azulada que ocupaba todo el plano de su imposible campo visual. Lo dejó caer a sus pies como un fardo, y no se preocupó más.

Todo estaba terminado.

En la oscuridad más tenebrosa recordó a su madre, a papá, a la bellísima Inés… Rememoró todo lo que un día dejó de ser hace tanto tiempo y pensó en la paz, en el solaz de la tranquilidad y también en el pesar de una vida sin nadie y privado del placer de mirar las cosas.

Gritó con furia, y tanto desborde resonó por las calles vacías sin que pareciese alertar a nadie.

Pero el destino retorcía su postrero argumento y ya corría al encuentro con Álvaro. Atraídos por los gritos desgarradores del guerrero, varios soldados aparecieron en la boca del callejón, y contemplaron horrorizados cómo un hombre ciego, con los ojos arrancados, al parecer había cosido a puñaladas a alguien que yacía en el suelo en un auténtico mar de sangre que encharcaba sus ropas. A juzgar por la calidad de éstas debía de tratarse de un noble al que el indeseable había pretendido robar, pensaron.

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Presa de un indescriptible deseo de justicia, haciendo verdad el dicho de que quien a filo mata a filo muere, o realizando la pretensión de un destino irónico y crudo, viéndole armado con la daga chorreante en la mano atravesaron a Álvaro de Aguirre en el mismo instante en que Bertrand, el navegante, fallecía y por tanto el cuerpo del guerrero, ligado al mal por un pacto de sangre que se rompía, volvía a ser mortal en toda su plenitud. La sed al fin se iba a ir para siempre. El gran guerrero, con su destino sellado y cumplido, sintió sin dolor como su alma se desconectaba por la intrusión de media docena de filos cortantes que no pudo ver venir, pero que le arrebataron la vida casi al instante, como la ladrona muerte hace cuando tiene prisa por acabar.

Nunca pensó que fuese a morir así. Lo último que sintió al desplomarse de bruces fue algo en su cara, unos granitos anudados que no podía distinguir en ausencia de visión. Eran las cuentas del rosario del navegante, escapadas de una manga que ahora solo cubría cenizas de lo que antes fue una bestia de otro universo. La cruz que había viajado con el horror por aire y mar quedó justo a la altura de la boca de Álvaro de Aguirre en el momento de expirar, rozando unos labios cansados que dejaban escapar sus últimas respiraciones antes de expeler el postrero hálito sobre la figurita plateada en la que tan poco había creído, pero que parecía ahora acudir forzadamente a su consuelo.

Entre la diligencia de la energía evanescente, cuando ya casi estaba entregado al final en medio del tumulto de sus verdugos, espantados al descubrir que junto al hombre que habían ejecutado sin dudarlo solo había ropajes vacíos llenos de polvo, el guerrero liberado distinguió de nuevo algo que se acercaba en el plano que las personas normales no podemos penetrar con la mirada… Era una figura en la oscuridad, pero nada parecido al horror que había visto minutos antes, nada de eso. Su color, a medida que se aproximaba, era de un blanco resplandeciente que transmitía una insólita paz, algo parecido al frenesí del opio bien administrado, pero seguía sin distinguir de qué se trataba hasta que dos brazos se abrieron con levedad, lo suficiente como para divisar una figura claramente humana de cabellos rubios que caían en

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bucles sobre los hombros y dos ojos verdes que conocía tan bien como la magnífica sonrisa que le reconfortaba plena de cariño. Uno de los soldados, aún muy confundido, se agachó y vio al hombre extender su mano y susurrar algo que pudo distinguir con claridad.

-

Inés… te veo, amor mío. Veo tu mano. Sí, voy contigo… Nada nos separará ya más nunca… Nunca más. Hacia ti encamino mis pasos en prados de esmeralda y sacio mi sed en el río que nos ungió mojando nuestras manos y del que nunca debimos salir. Hacia ti voy…

El medallón se disolvió entonces en su cuello como agua ante los atónitos ojos de los soldados, dejando quemaduras en la carne recién fallecida, y todo acabó. Fue una muerte lograda a golpe de esfuerzo, pero dulce como alivio a la soledad. Una muerte más al fin y al cabo en una ciudad que moría, inmersa en un país que lentamente decaía.

Los soldados, amparados por la impunidad de las calles vacías y con el deseo de olvidar lo inexplicable que habían hecho y que no les reportase problemas graves, arrojaron el cuerpo al Tajo con una piedra mal atada al cuello junto con los ropajes del navegante, no sin antes desposeerlo de un bellísimo rosario de nácar y plata como botín que después vendieron sin escrúpulos a un mercader de Madrid. En el suelo del callejón sólo quedó un charco de sangre mezclado con grumos de una extraña ceniza de color azulado que el viento se llevó al día siguiente.

La espada y la daga hechas de la piedra caída del cielo que con tanto mimo había sido conservada por el maestro Maeso quedaron en poder de uno de ellos, que las guardó a tan buen recaudo antes de morir en combate que nunca más fueron vistas por hombre alguno.

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A varias leguas de allí, en las riberas del Tajo cerca de la Puebla de Montalbán, otro ciego extraño había localizado un buque atracado en la orilla, el único objeto en el mundo que estaba capacitado a ver sin tener ninguno de sus ojos, y lo había incendiado usando teas sin que los espíritus de a bordo le hicieran oposición porque nadie le veía.

Ninguna persona en diez leguas a la redonda acudió a la llamada de ese fuego. Todos lo ignoraron, y nadie se hizo eco del cadáver que apareció entre los maderos depositados en la orilla. Parecía venir de las zonas donde la epidemia se había extendido más, en la capital.

Era el cuerpo de un hombre con una quemadura en el cuello parecida a una cadena con un gran medallón. Descansaba corrompiéndose sobre una tabla grande en la orilla en la que se podía leer un nombre escrito en relieve sobre madera negra muy podrida.

Ese nombre era Varano.

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