La Raza Maldita - Marcel Proust

  • November 2019
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LA RAZA MALDITA Marcel Proust

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El conde de Guercy se había adormilado, al menos cerraba los ojos. Desde hace algún tiempo se le veía cansado, muy pálido, pese al bigote negro y al cabello gris rizado estaba avejentado, pero seguía siendo guapo. Y así, con el rostro blanquecino, inmóvil, noble, escultural, sin mirada, se me apareció tal como lo vi después de su muerte, esculpido en su lápida sepulcral, en la iglesia de Guermantes. Tuve la sensación de que era su propia figura funeraria, que su ser individual había muerto y que tan sólo veía el rostro de su estirpe, ese rostro que el carácter de cada miembro de la estirpe había transformado, había adecuado a sus necesidades personales, el de unos se había intelectualizado, el de otros se había vuelto más tosco, como la estancia de un castillo que, según el capricho del señor de la casa, ha sido unas veces sala de estudios y, otras, sala de esgrima. Aquel rostro me parecía en extremo delicado, noble, hermoso, sus ojos se abrieron, una vaga sonrisa que no tuvo tiempo de tornarse artificial flotó en su rostro, del cual estudié en aquel momento, bajo los mechones de desordenados cabellos, el óvalo de la frente y los ojos, su boca se entreabrió, su mirada brilló sobre la noble línea de la nariz, su mano delicada se recogió el cabello y yo me dije: “ Pobre señor de Guercy, que tanto ama la virilidad, si supiera la sensación que me inspira la persona cansada y sonriente que tengo delante...¡Parece una mujer!”.

Pero en el preciso instante en el que pronunciaba estas palabras para mis adentros, me dio la impresión de que se operaba una mágica transformación en el señor de Guercy. No se había movido, pero de repente lo iluminó una luz interior en que todo lo que en él me había sorprendido, turbado o parecido contradictorio, se transformó en armonía desde que yo me dije las palabras “¡Parece una mujer!” . De pronto lo comprendí: ¡lo era! ¡ Era una mujer! Pertenecía a esa raza de seres en efecto contradictorios, ya que su ideal es viril por el preciso motivo de que su temperamento es femenino, que caminan por la vida al lado de los demás, en apariencia iguales que ellos, pero que, en ese pequeño disco de la pupila donde se aposenta nuestro deseo y a través del cual vemos el mundo, llevan atravesado el cuerpo no de una ninfa, sino de un efebo que viene a proyectar su sombra viril y erguida sobre cuanto miran y hacen.

Raza maldita, porque lo que constituye para ella un ideal de belleza y un alimento de deseo es asimismo objeto de vergüenza y de temor al castigo, y se ve obligada a vivir incluso en los bancos del tribunal adonde acude como acusada y ante Cristo, incurriendo en la mentira y el perjurio, ya que su deseo sería en cierto modo, si fuese capaz de comprenderlo, inalcanzable, ya que, al no amar más que al hombre que no tiene nada de mujer, al no amar más que al hombre que no es “homosexual”, sólo con éste puede saciar un deseo que no debería sentir por él, que él no debería sentir por ella, si el afán de amor no fuese un gran embaucador, si no le hiciera ver en el más infame “ marica” la apariencia de un hombre, de un hombre de verdad como los demás que, por milagro, sintiese amor o condescendencia hacia él, ya que, al igual que los criminales, esa raza se ve obligada a ocultar su secreto a aquellos seres a quién más ama, temiendo el dolor de su familia, el desprecio de sus amigos, el castigo de su país;

Raza maldita, perseguida como Israel y que ha acabado asimismo, unida en el oprobio de una abyección

inmerecida, por adoptar caracteres comunes, el aire de una raza cuyos miembros poseen todos ciertos rasgos característicos, rasgos físicos que las más de las veces repugnan a los demás y que en ocasiones son hermosos, y corazones de mujer cariñosos y delicados, pero también de una naturaleza de mujer recelosa y perversa, incitadora e intrigante, facilidades de mujer para brillar en todo, incapacidad de mujer para descollar en nada; excluidos de la familia con la que no pueden tener una confianza total, de la patria, a ojos de la cual son criminales clandestinos, de sus propios semejantes, a quienes inspiran la repulsión de descubrir en sí mismos la advertencia de que lo que creen un amor natural es una locura enfermiza, y de descubrir también esa feminidad que les disgusta, pero, aún así, seres afectuosos excluidos de la amistad porque sus amigos pueden sospechar otra cosa que amistad, cuando sólo sienten una amistad pura hacia ellos, y no les comprenderían si les confesasen que sienten otra cosa, seres tan pronto objeto de un ciego desconocimiento que hace que sólo se les quiera ignorándolos, como de una aversión que les inculpa por lo que tienen de más puro, o de una curiosidad que trata de explicarlos y los comprende erróneamente, al elaborar acerca de ellos una psicología fantasiosa que, por más que se crea imparcial, sigue siendo tendenciosa y admite a priori, como esos jueces para quienes un judío es traidor por naturaleza, que un homosexual puede ser fácilmente un asesino; como Israel buscando todavía lo que ellos no son, lo que no es de ellos, pero experimentando unos con respecto a otros, bajo la apariencia de maledicencias, de rivalidades, de desprecio del menos homosexual hacia el más homosexual, como del más desjudaizado hacia el judío miserable, una solidaridad profunda, formando una especie de masonería que es más amplia que la de los judíos, porque nada se sabe de ella y se extiende hasta el infinito, y que es muchísimo más poderosa que la masonería auténtica porque reposa en una similitud de naturaleza, en una identidad de gusto, de necesidades, de saber y de trato, por decirlo así, en una identidad que el hermano del duque, al subir al coche, detecta de un vistazo en el golfo que le abre la portezuela o, más dolorosamente, a veces en el novio de su hija, y en ocasiones, con amarga ironía, en el médico a quien visita para que le cure de su vicio, en el hombre de mundo que veta su ingreso en el club, en el sacerdote con quien se confiesa, en el magistrado, sea civil o militar, encargado de interrogarle, en el soberano que le manda perseguir; repitiendo sin cesar que Platón era homosexual, como los judíos que Jesucristo era judío, sin comprender que no había homosexuales en una época en que las costumbres y el buen tono residían en vivir con un joven como actualmente reside en mantener una bailarina, en una época en que Sócrates, el hombre más moral que ha existido jamás, hizo de dos muchachos sentados el uno junto a otro unas bromas totalmente naturales, como las que pueden gastarse entre sí un primo y una prima y que resultan más reveladoras acerca de un estado social que unas teorías que podrían no ser más que personales, al igual que no había judíos antes de la crucifixión de Jesucristo, de modo que por original que sea el pecado tiene su origen histórico en la no conformidad que sobrevive a la reputación; pero demostrando entonces, por su resistencia a la predicación, al ejemplo, al desprecio, a los castigos de la ley, una disposición que el resto de los hombres sabe tan fuerte y tan innata que les repugna más que los crímenes que implican una lesión a la moralidad, pues esos crímenes pueden ser momentáneos, y todo el mundo es capaz de comprender el acto de un ladrón o de un asesino pero no el de un homosexual; parte, pues, reprobada por la humanidad, pero miembro aún así esencial, invisible, innombrable, de la familia humana, sospechoso de hacer algo allí donde no estaba, expuesto a la sociedad, insolente, impune allí donde no se le conoce, presente en todas partes, entre el pueblo, en el ejército, en el templo, en el teatro, en el presidio, en el trono, haciéndose daño y apoyándose, sin querer conocerse pero reconociéndose, y detectando a un semejante con cuya condición en modo alguno quiere identificarse, y menos aún que le identifiquen los demás, viviendo en la intimidad de personas a quienes la visión de su crimen, si se produjera un escándalo, volvería feroces como las fieras cuando ven sangre, pero, como el domador, habituado, al verlos pacíficos con él, a jugar con ellos, a hablar sobre la homosexualidad, a provocar sus gruñidos, de tal modo que nunca se habla tanto de la homosexualidad como ante un homosexual, hasta el día ineluctable en que tarde o temprano sea devorado, como el poeta recibido en todos los salones de Londres (alusión a Wilde), perseguido tanto él como sus obras, él sin poder hallar un lecho donde descansar, las obras ningún teatro donde ser representadas, y, tras la expiación y la muerte, viendo alzarse su estatua sobre su tumba, obligado a disfrazar sus sentimientos, a modificar sus palabras, a poner en femenino sus frases, a excusarse ante sus amistades, a justificar sus iras, más incómodo por la necesidad interior y por la orden imperiosa de su vicio que por la necesidad social de no dejar traslucir sus gustos;

Una raza que se enorgullece de no ser una raza, de no ser distinta del resto de la humanidad, para que su

deseo no parezca a los demás una enfermedad, su realización una imposibilidad, sus placeres una ilusión, sus peculiaridades una tara, de modo que las primeras páginas, puedo decirlo, desde que existen hombres y escriben, dedicadas a esta raza con afán de justicia por sus méritos morales e intelectuales ( que no están, como se ha dicho, corrompidos), con afán de piedad por su infortunio innato y por sus injustas desdichas, serán las que esa raza escuchará con más cólera y las que leerá con una sensación más dolorosa, porque si en el fondo de casi todos los judíos hay un antisemita a quien se halaga más encontrándole todos los defectos pero considerándole un cristiano, en el fondo de un homosexual hay un antihomosexual a quien no se le puede causar más agravio que reconocer su talento, sus virtudes, su inteligencia, su corazón, y en definitiva como toda criatura humana, el derecho al amor bajo la forma en que la naturaleza nos ha permitido concebirlo, aunque para mantenerse en la verdad se esté obligado a confesar que esa forma es extraña, que esos hombres no son iguales que los demás.

A veces, habréis observado en una estación o en un teatro, a esos seres delicados, de rostro enfermizo y peregrina indumentaria, que dejan vagar con aire aparentemente hastiado, sobre una multitud que de otro modo les resultaría indiferente, miradas que en realidad tratan de buscar al adicto, difícilmente localizable, al placer singular que ellos ofrecen, y para quien la muda investigación que ocultan tras ese aire de pereza distante tal vez ya sea una señal de afinidad. La naturaleza, al igual que ha hecho con ciertos animales o flores, en los que los órganos del amor se hallan tan mal situados que casi nunca conocen el placer, no los ha mimado en lo tocante al amor. Sin duda para ningún ser el amor es algo absolutamente fácil, requiere el encuentro entre seres que con frecuencia siguen caminos distintos. Pero para ese ser con quien tan madrastra fue la naturaleza, la dificultad se centuplica. La especie a la que pertenece es tan poco numerosa en la Tierra que muy fácilmente puede pasarse la vida sin hallar a ese semejante a quien hubiera podido amar. Habría de pertenecer a sus especie, y tener naturaleza de mujer para poder prestarse a su deseo, pero aspecto de hombre para poder inspirarlo. Se diría que su temperamento está forjado de tal manera, es tan angosto, tan frágil, que el amor en semejantes condiciones, junto con la unánime conspiración de todas las fuerzas sociales que le amenazan, y aun de su corazón por el remordimiento y la idea de pecado, sea un reto imposible. Así y todo no cejan en su empeño. Pero las más de las veces se contentan con burdas apariencias, y, a falta de encontrar no al hombre-mujer, sino a la mujer-hombre que necesitan, compran a un hombre favores de mujer, o, por la ilusión cuyo placer acaba embelleciendo a aquellos que lo procuran, hallan un encanto viril en los seres afeminados que los aman.

Recuerdo haber visto en Querqueville a un muchacho, de quien sus hermanos y amigos se mofaban, que se paseaba solo por la playa. Tenía un rostro encantador, pensativo y triste, enmarcado en largos cabellos cuyo brillo él avivaba poniéndose en secreto una suerte de polvo azul. Se enrojecía levemente los labios con carmín, aunque pretendía que era su color natural. Paseaba solo durante horas por la playa, se sentaba en las rocas e interrogaba al mar azul con ojos melancólicos, ya inquietos e insistentes, preguntándose si en aquel paisaje de mar y cielo claros, vería acercarse en una barca rápida, para llevárselo con él, a Antínoo, con quien soñaba a lo largo del día, y por las noches en la ventana de la casita, donde el paseante rezagado lo divisaba a la luz de la luna, contemplando la noche, y retirándose rápidamente cuando lo veían. Demasiado puro todavía para creer que pudiese existir semejante deseo al margen de los libros, incapaz de pensar que las cenas de abyección con las que lo asociamos tuvieran relación alguna con él, situándolas al mismo nivel que el robo y el asesinato, regresando siempre a contemplar desde su roca el cielo y el mar, ignorando el puerto donde los marineros se contentan con ganar un salario, del modo que sea. Pero su deseo inconfesado se reflejaba en el hecho de alejarse de sus compañeros, o en su modo de comportarse cuando estaban juntos. Ellos se probaban

su carmín, se reían de sus polvos azules, de su tristeza. Y él, con su pantalón azul y su gorra marinera, paseaba melancólico y solo, consumido por la languidez y el remordimiento.

De muy joven, cuando sus compañeros le hablaban de los placeres que proporcionaban las mujeres, se apretaba contra ellos, creyendo tan sólo participar con ellos en el deseo de los mismos goces. Más adelante se dio cuenta de que no eran los mismos, lo sentía pero no lo confesaba, no se lo confesaba a sí mismo. Las noches sin luna, salía de su castillo y tomaba el camino que conducía a la carretera pr donde se llegaba al castillo de su primo Guy de Gresca. Se encontraban en el cruce de dos caminos, en un ribazo reanudaban los juegos de su infancia, y se separaban sin haber cruzado una palabra, sin hablar nunca de ello los días en que se veían y conversaban, antes bien manteniendo entre ellos una suerte de hostilidad, y volviendo a encontrarse en la oscuridad, de cuando en cuando, mudos, cual fantasmas de su infancia que se visitasen. Pero su primo, convertido en príncipe de Guermantes, tenía mujres amantes, y raras veces rememoraba aquel extraño recuerdo. Con frecuencia, el señor de Guercy regresaba acongojado a su castillo tras horas de espera en el ribazo. Luego su prio se casó, ya sólo lo veía conversando y riendo, si bien un tanto fío con él, y nunca volvió a conocer el abrazo amoroso del fantasma. Entretanto, el señor de Guercy vivía en su castillo, solitario como una castellana en la Edad Media. Cuando salía a coger el tren, lamentaba, aunque nunca hubiese hablado con él, que la rareza de las leyes no le permitiese casarse con el jefe de estación. Si bien se aferraba a la nobleza, acaso no le hubiera importado contraer un matrimonio desigual. (...) Se trasladó a París. Era muy guapo, agudo para se un hombre de mundo, y la singularidad de sus gustos todavía no le había rodeado de ese turbio halo que más adelante le distinguiría. Pero, Andrómeda asignada a un sexo para el que no había nacido, sus ojos desprendían una nostalgia que enamoraba a las mujeres, y mientras que producía aversión a los seres de quienes se quedaba prendado, no podía compartir plenamente las pasiones que inspiraba.

(...)

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