Juan Carlos Gomez - Gombrowiczidas 26

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Gombrowiczidas

Juan Carlos Gómez

2009

WWW.ELORTIBA.ORG

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WITOLD GOMBROWICZ Y JACK LONDON “Fue en esos dancigs varsovianos donde conocí a Zbigniew Unilowski. Sucedió justo después de la publicación de mi primer libro, cuando estaba escribiendo “Ferdydurke”: –Gombrowicz, ¿para qué va a estar con esa gente? ¡Venga a mi mesa! (...) Había sido camarero en un gran restaurante, allí se fijó en él Karol Szymanowski y lo ayudó a publicar su primer libro (...)” “Me hacía pensar en Jack London. Había similitudes en su manera de mirar el mundo, en su estilo, en su inteligencia. Unilowski compensaba las lagunas de su educación y de sus lecturas con su realismo, espontaneidad, temperamento y humor; tenía algo de americano, más de una vez pensé que Chicago hubiera sido para él un terreno más apropiado que Varsovia” Para saber algo más de en qué pueden parecerse Zbigniew Unilowski a Jack London vamos a recordar que el estadounidense combina en su obra el más profundo realismo con los sentimientos humanitarios y el pesimismo. Viajó a Alaska, empujado por la corriente de la fiebre del oro, antes había sido marino, pescador, e incluso contrabandista. De ideas socialistas y siempre del lado de los trabajadores, London fue militante comunista e incluso agitador político. Pero, autodidacta como era, las lecturas de Nietzsche le llevaron a formular que el individuo debe alzarse frente a las masas y las adversidades. Esta contradicción entre el individuo y la colectividad está presente en toda su obra. Su tesis general es la de que el ser humano no es bueno por naturaleza, que sólo los fuertes consiguen sobreponerse a los infortunios de la vida y que serán estos seres los que pongan los cimientos para formar una sociedad más justa. De lo que no hay duda es de que no hubo nada capaz de salvar a Jack London de sí mismo, alcoholizado, víctima de los delirios del borracho, puso fin a sus días en su lujoso rancho. Las similitudes entre Unilowski y London de las que habla Gombrowicz son precisamente las que los diferenciaba de ellos. Mientras Gombrowicz pasaba unas vacaciones sin un término definido en la Argentina, los polacos no se ponían de acuerdo sobre si era un escritor apegado a las antiguallas del pasado, a la clase terrateniente y a la genealogía o si, en cambio, en tanto que amoral y ahistórico, era un escritor vanguardista. En “Veinte años de vida” de Zbigniew Unilowski el prologuista intenta ubicar a Gombrowicz en el panorama de la literatura polaca de ese tiempo. “En el período en que Unilowski apareció en el campo de la literatura, las tendencias progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el implacable culto a la separación de la literatura de la vida (...)” “Fue el tiempo en que Gombrowicz quería 'cuculizar' la literatura polaca, ejerciendo por desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con su literatura dominada por el infantilismo y el subconsciente (...) En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto que 'Ferdydurke' no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos reflejos infantiles (...)”

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“Unilowski deseaba mostrar el desarrollo y la maduración de un niño en un mundo severo y malo. Gombrowicz, todo lo contrario: quiso reducir las cuestiones de la vida y las cuestiones sociales a la época de la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes. Unilowski era un escritor que iba justamente en la dirección opuesta a Gombrowicz y sus adeptos (...)” Los modales en la Polonia del joven Gombrowicz habían llegado a un punto extremo. Cuentan que en esa época un caballero, después de haber entrado a un baño público, se dio cuenta de que no tenía papel. Trepó el tabique que lo separaba del baño contiguo: – Permítame que me presente. Soy el señor X. ¿Puede darme un trozo de papel? El otro caballero trepó también la pared: –Encantado. Soy el señor Y. Aquí tiene papel. Lamentablemente, la pobreza polaca también tenía características extremas. “Lo que sí saltaba a la vista era el proletariado. El pueblo comenzaba a comprender: en Occidente no existía el proletariado, al menos no en el sentido polaco del término. Había trabajadores intelectuales y trabajadores físicos pero, por lo general, la miseria no alcanzaba un estado tan grave como para crear de verdad una nueva categoría de hombres, otra clase. Unas criadas descalzas como las veíamos en Varsovia era algo inconcebible en París” Con esta mezcla contradictoria de modales y de miseria Gombrowicz se acercó a dos de los artistas de origen proletario más importantes de Polonia. Él no estaba acostumbrado a tipos como Rudnicki o Unilowski, eminentes en ciertos aspectos y en otros completamente incultos. Las tradiciones de la generación anterior de literatos gentlemen, compuesta por unos señores educados y pulidos, estaba aún muy arraigada en Gombrowicz. “Casi no frecuentaba lugares nocturnos. El alcohol no me llamaba demasiado la atención, el baile tampoco, y los frecuentadores de los diversos dancings, tanto los hombres como las mujeres, me parecían poco interesantes (...)” “Esa vida dorada sobre el fondo de la miseria varsoviana era demasiado chocante, más de una vez percibí un sentimiento de odio en los ojos de los obreros que reparaban el pavimento en la madrugada, cuando nosotros vestidos con nuestros abrigos de pieles salíamos de los locales y llamábamos a unos taxis (...) En realidad estos personajes estaban en ocasiones en las últimas y les faltaba dinero para cubrir los gastos más indispensables (...)” “También pasaba a veces que cuanta más fortuna tenía uno, tantas más penas. Mi miserable ingreso de intelectual me permitía salir al extranjero cuando me daba la gana, mientras que mis diversos tíos, grandes terratenientes, no podían moverse de su sitio vigilando sus impuestos y pagos, y corriendo detrás de los préstamos (...) En cuanto a mí, las veces que asomé la nariz por allí, fue siempre en compañía de artistas que eran excepcionalmente lentos en pagar (...)” A Zbigniew Unilowski, un novelista reportero proveniente de una familia muy humilde, Gombrowicz lo había conocido en un dáncing varsoviano. En esa época se lo veía a Unilowski como el mayor escritor polaco del futuro, y hasta el mismo mariscal Pilsudski lo admiraba. Aunque Gombrowicz lo apreciaba como persona y como artista no tenían gran cosa en común, estaba frente a un proletario que había ascendido en la escala social gracias a su talento e inteligencia. Desde muy joven había entrado a un ambiente totalmente

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diferente, nada fácil para alguien que debía comenzar por aprender todas esas conversaciones, esas formas, esas finuras. Si no se entendían era más bien por diferencia de caracteres y no de cultura y educación. Gombrowicz era un hombre de café, le gustaba contar frivolidades durante horas enteras sentado a una mesa entregado a diversos juegos psicológicos. Unilowski necesitaba del alcohol, de las luces filtradas, del jazz y de los camareros serviciales, de ese modo sentía que había ascendido a un escalón superior. Había sido camarero y contaba una historia que Gombrowicz nos repetía en el café Rex. La historia de que el esfuerzo mental de un camarero era infinitamente más grande que el de un escritor; tenía que recordar los pedidos de cinco mesas sin equivocarse ni confundirse, corriendo con platos, botellas, jugos, salsas y ensaladas, y a la noche durante horas interminables de insomnio quedarse desvelado recordando las voces de los pedidos. Gombrowicz tenía una gran confianza en su inteligencia y en su gusto y por eso le dio a leer el manuscrito de “Ferdydurke”, a pesar de todo lo que él sentía que los separaba que no era precisamente su condición social. Unilowski le dijo que le había robado la novela que le hubiera gustado escribir. Sin embargo, lo seguía considerando un perfecto burgués, un filisteo que por un curioso azar era también poeta y tenía aventuras extrañas como el señor Pickwick. Lo definía como a un Pickwick, pero Gombrowicz no era así. “Temo mucho haber sido la causa de su muerte. Yo tenía una gripe ligera, estaba en casa aburriéndome... Lo llamé para que viniera a casa. Vino, se contagió, la gripe desembocó en una encefalitis y murió. Tal vez no se hubiera contagiado de mí, tal vez la encefalitis se hubiera producido por otras causas, sin embargo no puedo quitarme de encima la sospecha de que si no me hubiera visitado aquel día seguiría viviendo (...) Sí, era un talento, un hombre valiente, lúcido, capaz y sensato, aunque quizás todavía lejos de superar sus enormes problemas. Lo estimaba mucho, pero nunca estuve de acuerdo con quienes lo consideraban un gran escritor, un especie de Balzac polaco” Este Jack London me trajo a la cabeza una idea a la que no soy del todo ajeno y que no es tan descabellada como pudiera parecer. Bernard Shaw recuerda el caso de un amigo suyo que después de haber leído “Colmillo Blanco” de Jack London, estaba seguro de que era material y espiritualmente imposible escribir algo mejor, tanto que había interrumpido todas sus lecturas. No leyó más. En un principio Shaw se ríe de él, pero luego reconoce que, al final de cuentas, todos leemos buscando un libro así, que acabe con las expectativas de encontrar algo digno de ser leído, que anule la curiosidad. Un libro maestro.

WITOLD GOMBROWICZ, LAS BARBAS Y LOS DUELOS “La decadencia catastrófica del antiguo honor solemne, con duelos, testigos y protocolos, se me hizo patente en mi familia más próxima. Mi padre era un gentleman a la antigua, de antes de la primera guerra, y daba mucha importancia a la corrección en todos los sentidos, pero incluso él mismo empezaba ya a demostrar un cierto sentido del humor en relación con los asuntos de honor en boga por aquel entonces. Un día, en

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Maloszyce, mi madre lo sorprendió mientras practicaba un extraño deporte: disparaba con una pistola sobre una silueta de perfil dibujada con tiza sobre una tabla de madera, y era evidente que se entrenaba disparándole al trasero. Mi madre, muy intrigada, consiguió por fin sonsacarle la confesión: lo habían retado a duelo y había decidido colocar la bala en la parte trasera del cuerpo de su adversario, bastante pronunciada por cierto” Los diez años de diferencia que tenía con su hermano Janusz bastaban para mostrar con qué rapidez se producían los cambios. Janusz aún pertenecía a la juventud dorada, en vías de desaparición, era del campo, elegante, caminaba balanceando el bastón y se daba vuelta cuando se le cruzaba una mujer, con cara de tenorio. En el teatro se le veía siempre en las primeras filas conservando el porte de la nobleza terrateniente. Aunque no tuviera nada en el bolsillo, llegaba siempre a uno de los cafés más distinguidos de Varsovia en un coche elegante que, cuando ya estaba en las últimas, tomaba en la esquina más cercana sólo para descender en el café con su gala correspondiente. Gombrowicz no usaba bastón, a duras penas se ponía el cuello duro, no frecuentaba lugares de moda, no tenía asuntos de honor, no asistía ni a comilonas ni a borracheras, andaba en bicicleta en el campo y en la ciudad en tranvía, para escándalo de sus familiares y parientes higalguillos. “Janusz me había pedido que buscara un administrador para nuestra casa de campo. Se presentaron unos cuantos candidatos, entre ellos un joven rubio que me hizo llegar a través de la sirvienta su tarjeta de visita, muy distinguida, en la que se destacaban, además del apellido, el sobrenombre y el blasón. Tras una breve conversación me di cuenta que no poseía la calificación necesaria. Cuando se lo hice saber se levantó y me reclamó la devolución de su tarjeta de visita: –¿Cómo? ¿Pero por qué?; –Devuélvamela. Me puse a buscarla, pero la maldita tarjeta había desaparecido Dios sabe dónde: –¡No me marcharé hasta que usted no me devuelva la tarjeta!; –Pero, ¿para qué diablos la quiere?; –Es una tarjeta con mi blasón y yo no estoy seguro que usted la vaya a respetar. ¡No permitiré que mi blasón sea tirado a la basura... o aún peor! Al darme cuenta que estaba a punto de involucrarme en un asunto de honor, gateé debajo de todos los muebles que estaban a mi alcance hasta que por fin, felizmente, la encontré” Uno de los cambios formales más importantes de esa época rica en metamorfosis fue la desaparición de las barbas y de los bigotes, un cambio tremendo teniendo en cuenta que un barbudo como Dios o como Marx eran completamente diferentes a un hombre rapado. Las consecuencias de este acontecimiento fueron enormes en el arte, en la moral, en la política y en la metafísica. “Nunca olvidaré el aullido que emitió una de mis primas al ver entrar en casa a mi padre con la cara completamente rasurada; acaba de dejar su barba y sus bigotes en la peluquería de acuerdo al espíritu de la época. Fue el grito penetrante de una mujer ofendida en su pudor más profundo; si mi padre se hubiera presentado desnudo no hubiera gritado con tanto horror –y en el fondo tenía razón: era una desvergüenza de primera categoría aquella cara de mi padre hasta entonces siempre oculta por la barba y los bigotes y que ahora hacía por primera vez su aparición escandalosa” “Con mis hermanos nos reíamos a carcajadas de una cuestión de honor que había tenido que soportar uno de nuestros primos. En el restaurante del hotel Bristol (el mismo en el que se habían encontrado por primera vez Filifor y antiFilifor) vio a un señor sentado no muy lejos de él que le hacía muecas. Sin pensarlo dos veces se acercó y le pidió que se

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excusara. El otro le dijo que no tenía la menor intención de hacerlo, que lo dejara en paz. Antes de que se hubiese aclarado que las muecas de aquel señor no le estaban dirigidas a mi primo sino a alguien sentado detrás de él, los dos ya habían tenido tiempo suficiente para ofenderse y el asunto terminó en un duelo (...) El honor hacía apariciones completamente teatrales. Un oficial no quería mostrar su billete al guarda de un tren: – ¿Usted no se fía de la palabra de un oficial polaco? Cuando el guarda intentó llamar a la policía para obligarlo, el oficial empezó a disparar” Para la época en que Janusz le estaba pidiendo que eligiera un administrador para la casa de campo, Gombrowicz se estaba ocupando de desacreditar la solemnidad de los duelos en “Ferdydurke”. Quince años después seguía desacreditando esa solemnidad en “Transatlático”. El hijo estaba tomando cerveza con su padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado. El padre le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el ejército polaco. Gombrowicz lo previene contra Gonzalo y le sugiere que se vaya del lugar, el padre no accede. Gonzalo brinda con el padre desde lejos, el comandante se lo prohibe, el moreno le arroja entonces el jarro de cerveza que tiene en la mano, le parte la frente y brota la sangre. Todo es una vergüenza: la vergüenza en la embajada, la vergüenza en la casa del pintor y ahora la vergüenza en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano, se derrama la sangre. A la mañana siguiente apareció el padre en la pensión de Gombrowicz y le rogó que desafiara a Gonzalo en su nombre, vaca o no vaca el hecho era que llevaba pantalones y que lo había ofendido públicamente. Cuando Gombrowicz se lo contó a Gonzalo éste le recriminó que se hubiera puesto de parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre, que de qué le servía a los polacos ser polacos, que si acaso habían tenido hasta ahora un buen destino, que si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, que si no les bastaba ya el martirio, el eterno suplicio y el martirologio, que había llegado el momento de la filiatría. Aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el forro de la manga. Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de la empresa equino canina en la que trabajaba como padrinos del duelo. Gonzalo había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que escuchaba en la calle mientras caminaba hacia la embajada. ¡Viva nuestro heroísmo!, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo del duelo y como todos descontaban que terminaría sin sangre convinieron en agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada. Mientras volcaba en el libro de actas la invitación del embajador el consejero escribió también que iban a asistir al duelo, que tenían que ver al polaco con la pistola en la mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que invitarían a los extranjeros. Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador cómo era posible que marcharan sobre Berlín si los combates se estaban librando en los suburbios de Varsovia. El embajador le dijo que todo se había ido al diablo, que todo había

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terminado, que habían perdido la guerra y que había dejado de ser embajador, pero que la cabalgata se iba a realizar de todos modos. Al día siguiente, el duelo. Se dio la señal y los adversarios entraron al terreno. Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas en el forro de la manga. Vacío absoluto, eran disparos vacíos, a lo lejos apareció una cabalgata también vacía; vacío porque no había balas y vacío porque no había liebres. El duelo era una trampa que no tenía fin porque se había convenido a primera sangre. De pronto se oyó un furioso ladrido de perros y un grito espantoso. El hijo estaba siendo atacado por los perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío, entonces, Gonzalo se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven. El padre se conmovió y le ofreció su amistad eterna que Gonzalo aceptó, y para cerrar todas las heridas lo invitó a su casa. Le confiesa al padre que lo había traicionado con Gonzalo realizando un duelo sin balas, Gombrowicz estaba conmovido y estalló en llanto frente al padre que, desesperado por la congoja, le hace un juramento sagrado: iba a lavar su honra con sangre, pero no con la sangre afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era la ofrenda del hijo que le hacía a la guerra. Cuando Gonzalo se entera de que el padre quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que tiene un medio para convencer al hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras. Tanto el honor como la solemnidad del duelo se encaminaban al desastre, parecía que todo iba a terminar en tragedia. Gombrowicz estaba completamente desprovisto de honor, en esa materia era un salvaje incapaz de distinguir las jerarquías de las partes del cuerpo y comprender por qué una bofetada era algo más terrible que un golpe en la oreja. Cuando la obligación general del servicio militar igualó a todos en cuanto se refiere a las batallas, todavía quedaba el duelo como un riesgo especial reservado a la clase superior, que compensaba en parte las comodidades y las facilidades que proporciona el dinero. Pero cuando los duelos desaparecieron, cuando al burgués bien alimentado ni siquiera le quedó la obligación de disparar una pistola y arriesgarse a que le metieran un balazo al recibir una bofetada en pleno rostro, lo único que le quedó fue disfrutar de una vida regalada a la que ya nada podía perturbar. Aunque Gombrowicz caía a menudo en el esnobismo y en anacronismos sentía un amor fuerte por su tiempo, y un sentimiento de solidaridad con su generación. El mundo entero se hallaba bajo la magia de la historia, hecho que la juventud de hoy no experimenta. Fueron tiempos liberadores, una época prometedora no solamente para los polacos. “Después cayeron los golpes, uno tras otro, y todo empezó a hundirse en la sangre, el dolor, el tedio y en una oscuridad abrumadora. Pero en aquellos años no sabíamos todavía que en los dos imperios derrotados por la guerra se incubaba una nueva catástrofe”

WITOLD GOMBROWICZ Y EL PUERTO DE BUENOS AIRES

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En el puerto de Buenos Aires, en diciembre de 1947, posan para la posteridad miembros del comité legendario de la traducción de “Ferdydurke”: Carlos Coldaroli, Augusto de Castro, Virgilio Piñera, Graziella Peyrou, Humberto Rodríguez Tomeau, Adolfo de Obieta y Witold Gombrowicz. Se había completado su primer tercio de su estada en la Argentina. El segundo tercio fue el de la tortura, el de su empleo en el Banco Polaco. Y el último tercio lo remata con su despedida en el puerto de Buenos Aires. “El puerto. Un café en el puerto, próximo al gigante blanco que habrá de llevarme..., una mesita frente al café, amigos, conocidos, saludos, abrazos, cuídate, no nos olvides, saluda de nuestra parte a..., y de todo aquello la única cosa que no murió fue una mirada mía, que por motivos desconocidos no desaparece (...)” “Miré casualmente el agua del puerto, por un segundo percibí un muro de piedra, un farol en la acera, al lado un poste con una placa, un poco más allá las barquitas y las lanchas balanceándose, el césped verde de la orilla... He aquí cuál fue para mí el final de la Argentina: una mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual, el farol, la placa, el agua, todo ello me penetró para siempre” En estos tres tercios existen algunas casualidades un tanto llamativas. Que Gombrowicz se haya encontrado con Czeslaw Straszewicz en un café de Varsovia unos días antes de la partida del Chrobry, y que a Hitler y a Stalin se les haya ocurrido firmar el pacto de no agresión justo en el momento en que Gombrowicz desembarcaba en Buenos Aires, pueden se tomados como hechos casuales y llamativos. Pero que Gombrowicz se haya quedado un cuarto de siglo en la Argentina tiene más olor a causalidad que a casualidad. Las alas de Gombrowicz vuelan en sus sueños hacia el Mediodía y el Poniente. La Primera Guerra Mundial despertó en Gombrowicz una nostalgia incurable por Occidente. En el año 1918 la barrera entre el Este y el Oeste se rompió y Occidente comenzó a infiltrarse en Polonia poco a poco, un cambio que significó tanto para Gombrowicz como la recuperación de la independencia. Del Oeste le llegaban los vientos de la historia y de la cultura, al Sur accedió más tarde, en Francia, en un trayecto que recorre en bicicleta entre un pequeño balneario montañoso y la playa de un puerto diminuto en los Pirineos Orientales. Pedaleaba hacia abajo con un grupo de meridionales desenfrenados, de pronto se le apareció a lo lejos la superficie inmóvil y resplandeciente del mar latino como si se levantara un telón. Lo que no habían podido las catedrales y los museos de París lo lograba ese camino vertiginoso que apuntaba al mar. Comprendió el Sur, Francia, Italia, Roma... todo eso se le apareció por primera vez en forma hermosa justamente a él, que hasta entonces había considerado a la gente de tez morena como un tipo humano inferior. La blancura de las piedras, el noble gris ceniza de los plátanos, el azul al frente, la nitidez de las líneas y la plenitud de la forma. Toda la cultura francesa, que hasta entonces le había parecido burguesa y repugnante, se le apareció como algo elemental y salvaje. Nunca más sintió aversión hacia el Sur, el Mediodía lo atrapó con una dureza refulgente, un deslumbramiento que preparó el camino para ese viaje increíble y milagroso que hizo más tarde a la Argentina. No estoy seguro de esto, porque era una persona culta, pero yo creo que en un principio Gombrowicz se imaginó a la Argentina como un país tropical lleno de palmeras, de pájaros multicolores, de papagayos.

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Un país sin miras de guerras, rico, enorme, despoblado, en contraste con una Polonia que había sido independiente durante veinte años antes de la guerra y que había estallado en llamas junto con toda Europa. El sueño tropical todavía lo tenía cuando conoció a Piñera en el café Rex: –Así que usted viene de la lejana Cuba. Todo muy tropical por allá, ¿no es cierto? ¡Caramba, cuántas palmeras! “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz. La escribió en el año 1932, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, sueña con ella: “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma premonitoria: “Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”. Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales como instrumentos, para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante, está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?, porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida. Aquí también se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Al poner en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos imaginarios que tiene en la conciencia, el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de su perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana, Gombrowicz, que en este caso es el protagonista, hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado. El humor, el erotismo, el aburrimiento y los sueños, de “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury”, se sacan chispas y juegan una partida memorable. En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso. El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas. Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer

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del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío. Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía seguramente, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda con tanta violencia que el pobre marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la buena idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata, el pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo. Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros tampoco le eran del todo extrañas. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces. Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro, que los trataba con puño de hierro y que no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría para nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte, que no había abuelos ni dulces ni bizcochos, que sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería. Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la

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riña. Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles. Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar, que con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa, y que esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, empezó a presumir que Zantman tenía sus propios métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad. Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio lo arrojaba al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable. Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared. Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche. Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando. Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y

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seis chelines y seis peniques. Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie, que le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero que no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales de a bordo y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos. Smith murmuró que ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección. Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les faltara algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera. En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres, Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: – Lava, seca, moja, riega–, cantaban con todo el sentimiento y la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden de que los marineros tomaran una cucharada de aceite de hígado de bacalao, aunque ellos no querían arruinar sus ensueños igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín. Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: – Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso, era Thompson abrazándose con un grumete, le ofreció una libra para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos, que en el puente los marineros andaban en pareja, que paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las

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leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente. Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas. Zantman estaba seguro que afuera volaban los grandes cóndores y los vistosos papagayos, y los peces de oro..., que los amotinados habían dirigido la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y todos los otros signos que en la tierra y en el cielo anunciaban la próxima y grandiosa orgía. “No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”

WITOLD GOMBROWICZ Y CZESLAW MILOSZ El dolor más evidente y el que se le manifestaba con mayor frecuencia en la época que conocí a Gombrowicz era el que le producía el asma, un asma que más de una vez lo acercó a la idea del suicidio. En la mayor parte de su vida estuvo protegido de los dolores sociales que algunas veces producen el matrimonio y el trabajo, y aunque en ocho de los veinticuatro años que vivió en la Argentina tuvo que afrontar la miseria, se puede decir que los dolores que contabilizó Gombrowicz en su obra tienen un alcance más extendido. ¿Hasta dónde y cómo se puede sufrir para que el dolor pueda ser, sin embargo, una fuente de inspiración? Gombrowicz no se cansaba de exclamar que estaba harto de los gimoteos actuales, que teníamos que renovar nuestros problemas, que ésa era la tarea primordial de la literatura creativa. A uno de los padecimientos al que le baja la persiana es al de la muerte; estamos adaptados a la muerte desde que nacemos y aunque nos vaya devorando poco a poco nunca nos encontramos con ella. La enajenación marxista no es tan terrible como la pintan los comunistas, los obreros, a lo largo del año, tienen casi tantos días libres como días de trabajo. El vacío, el absurdo de la existencia y la nada, tampoco son tan dramáticos que digamos, basta permanecer tres días sin comer para que esos dramas se vuelvan benignos. “Hace algunos siglos, la gente moría antes de los treinta años. Las epidemias, la miseria, el diablo, las brujas, el infierno, el purgatorio, las torturas. ¿Acaso los triunfos se nos han subido a la cabeza? ¿Acaso hemos olvidado lo que éramos ayer? (...)”

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“No es que yo me rebele contra una visión trágica de la existencia, no soy de los que pintan el mundo de color de rosa. Pero no se puede estar siempre repitiendo lo mismo (...) El rasgo más trágico de las grandes tragedias es que suscitan pequeñas tragedias; en nuestro caso, el aburrimiento, la monotonía, y una especia de explotación superficial y reiterada de las profundidades” El Este siempre se ha regido por el principio de que no existe el término medio, de modo que sus hombres de letras o son de una terrible profundidad o de una terrible superficialidad. Sin embargo, siempre dentro del Este, a los polacos hay que añadirles una especificación más. En efecto, por su situación geográfica intermedia Polonia es una poco la caricatura tanto del Este como del Oeste. El Este polaco es un Este que muere en contacto con Occidente, y viceversa, así que aquí hay algo que empieza a fallar. El espíritu de Gombrowicz se movía entre la templanza religiosa de Milosz y el demonismo metafísico de Witkiewicz; de ambos fue amigo aunque en épocas diferentes. Las familias de Gombrowicz y de Milosz eran de origen lituano, pero la lengua, la tradición y la cultura de ambos, eran polacas. Mientras Milosz se mantuvo muy unido durante toda su vida a lo que él consideraba su territorio histórico, el Gran Ducado de Lituania, Gombrowicz sólo se mantuvo unido y en forma débil al Gotha de los blasones lituanos y a la Illustrissimae Familiae Gombrovici. Ambos cursaron estudios de derecho y ambos fueron exiliados, Milosz durante largos años y Gombrowicz definitivamente. Milosz vivió en la Polonia ocupada por los alemanes y trabajó en el servicio diplomático de la “Polonia Popular” desde 1945 hasta 1951, cuando se exilia en Francia. Gombrowicz no estuvo en Polonia durante la guerra ni mientras se consolidaba el comunismo, así que cuando escribió “Transatlántico” trató de ajustar cuentas con su ausencia y cuando escribió “Pornografía” le preguntaba a Jelenski si la Polonia de la ocupación era como él la imaginaba. Cuando aparece “Transatlántico” Milosz le formuló a Gombrowicz una lista de objeciones. Empieza diciéndole que ajustaba sus cuentas con una Polonia anterior a 1939 ya esfumada, pasando por alto la Polonia actual y que su pensamiento era más bien personal y no histórico. Que los polacos a quienes intentaba liberar de su polonidad sólo eran sombras; que atacaba con su rencores a una Polonia inmadura y provinciana que ya no existía; que el ajuste de cuentas que quería hacer con los polacos ya los había realizado la historia; que el marxismo había liquidado a Polonia de la misma manera que la destrucción de una ciudad liquida las discusiones matrimoniales y las preocupaciones por los muebles. Que quería contribuir a la formación postmarxista de Polonia con un pensamiento individual y autónomo que no tenía en cuenta la temperatura reinante en los países conquistados. Estos dos grandes escritores entraron en conflicto porque sus exilios no fueron iguales y porque sus perspectivas históricas difirieron. La historicidad le ha puesto a la literatura conflictos y dudas ignorados por completo en la literatura de antaño. Rabelais escribía para divertirse y para divertir a los demás, escribió lo que le dictaba el corazón y le salió un arte purísimo e imperecedero que expresó la esencia de la humanidad, la de sí mismo como hijo de su tiempo, y la de sí mismo como germen del tiempo por venir.

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La creación no puede tener un programa original para ahogar el miedo de no ser aceptado; este miedo no nos conduce a ninguna a parte, el escritor no se libera verdaderamente de la soledad con unos tirajes más o menos grandes; sólo aquél que logra separarse de la gente y existe como un ser singular le puede poner algún límite a la soledad. “No, mi querido Milosz, ninguna historia te sustituirá la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti mismo (...)” “Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero ninguna presión histórica sacará palabras importantes a la gente inmadura (...)” “El problema de Milosz se ve agravado por el hecho de que él mismo tiene sus orígenes un poco en la taberna. Uno de los aspectos más interesantes, más sutiles e incluso más conmovedores de la pose de Milosz, es para mí ese vínculo personal suyo con la pacotilla polaca; se nota en él, con todo su europeísmo militante, que también es uno de ellos” Al anticomunismo de Milosz le hace cuatro reproches. Primer reproche: el comunismo debe ser juzgado desde una existencia profunda y severa, y no desde una vida fácil, superficial y burguesa. Segundo reproche: la discusión con el comunismo se estaba realizando con conceptos de un mundo simplificado. El artista está obligado a desmontar el punto de partida esquemático y establecer la confrontación al nivel más alto posible. Tercer reproche: la polémica con el comunismo debe servir al individuo y no a la masa, una página de Montaigne es más anticomunista que cualquier ataque al comunismo concebido para servir a la masa. El cuarto reproche está dirigido a los artistas que miran hacia lo alto, pero que oponen conceptos actuales a otros igualmente actuales: el arte es una fuerza que destruye los conceptos actuales con otros que se aproximan desde el futuro. Gombrowicz se asegura de esta manera, con sus cuatro reproches, en primer lugar, que el ataque al comunismo se realice desde la posición en la que él está, y, en segundo lugar, que sus indagaciones tengan un carácter histórico y un espíritu profético. “Mi carta a Milosz sobre el “Transatlántico” habría sido mucho más sincera e íntegra si yo hubiera expresado en ella la siguiente verdad: que después de todo, esas tesis, corrientes y problemas no es que me importen demasiado; que se bien me ocupo de ello, lo hago como quien no quiere la cosa; y que en el fondo soy ante todo infantil... Y Milosz, ¿también es ante todo infantil?” Ni Milosz ni Gombrowicz eran comunistas pero no lo eran de distinta manera, tampoco tenían las mismas ideas sobre el Este y el Oeste. Milosz había escrito que la diferencia entre el intelectual occidental y el del Este es muy simple: al occidental no le han dado bien por el culo todavía. Gombrowicz reflexiona sobre este aforismo según el cual la ventaja de los intelectuales del Este consistiría en que son representantes de una cultura embrutecida y, por tal razón, más cercana a la vida. “Pero Milosz conoce perfectamente los límites de esta verdad, y sería penoso que nuestro prestigio se basara únicamente en la referida parte del cuerpo. Porque dicha parte del cuerpo no es una parte del cuerpo en estado normal, mientras que la filosofía, la literatura y el arte tienen que estar al servicio de personas a quienes no han dejado sin dientes, no han puesto los ojos en compota o no han desencajado las mandíbulas (...)”

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“Y fijaos cómo Milosz, a pesar de todo, trata de adaptar su embrutecimiento a las exigencias de la exagerada delicadeza occidental. El espíritu y el cuerpo. A veces ocurre que las comodidades corporales aumentan la agudeza del alma, y que detrás de unas cortinas protectoras, en el sofocante cuarto de un burgués, nace una severidad con la que no han soñado quienes atacaban los tanques con botellas de gasolina (...)” “Así que nuestra cultura embrutecida podría servir, pero solamente en el caso de que se convirtiera en algo digerido, en una nueva forma de auténtica cultura, en nuestra pensada y organizada aportación al espíritu universal” Milosz pertenecía a ese tipo de autores cuya vida personal les dicta la obra, la mayor parte de su literatura está relacionada con su historia personal y la historia de su tiempo. Se fue convirtiendo poco a poco en el informante oficial del Este para los escritores del Oeste. Esta actividad lo colocó en un terreno en el que, para cuidar su prestigio, intentó ser más profundo que los ingleses y que los franceses, y para cuidar el rendimiento de sus temas, tuvo que recurrir con frecuencia a la grandeza y al terror. Gombrowicz terminó por ubicar a Milosz, no como al guardián de es verdadero misterio del Este, sino como a un borrachín más de la gran taberna polaca. Milosz estaba convencido de que los diarios eran el mayor logro literario de Gombrowicz pues, a diferencia de sus novelas y de su teatro que se repiten en la juventud, abordan una amplia gama de temas, sin embargo, también en este género más maduro le hacía críticas. “Cada vez que Gombrowicz se hace el destructor y el irónico, se suma a los escritores que durante décadas dejaron congelar sus oídos simplemente para fastidiar a sus mamás, aunque mamá –léase el mundo– ignorara sus caprichos” Admiraba la prosa y la originalidad de Gombrowicz, pero no digería el ateísmo y las blasfemias salvajes con las que se despachaba de vez en cuando. Estaba convencido de que Gombrowicz se consideraba tan gran escritor que los demás no podían llegarle ni a la suela de sus zapatos.

WITOLD GOMBROWICZ Y EL REY GNULO Gombrowicz le daba mucha importancia a las comidas y a las ceremonias concomitantes, a veces le daba tanta importancia que dejaba de lado otros asuntos más importantes. En efecto, cuando se encuentra con el Pterodáctilo en Vence en noviembre de 1967 sólo nos habla de comidas y de bebidas. “Viejo, ¡ando reloco! Ya no sé qué hacer primero. Mañana llega Arnesto con su mujer por un día, o dos, yendo de París a Roma. Le daremos 1º Crevettes salsa mayonesa, vino blanco 2º gansa con confitura 3º una taza de caldo 4º quesos 5º Bomba de creme, chocolat 6º café, cognac. Ando mejor de salud (...) Viejo aquí a cada rato alguien llega, estuvo Arnesto con Matilde y estaban despavoridos porque Rita dijo que yo bebía champaña el día de la muerte del Che” Gombrowicz dio pocas recepciones en la Argentina, no tenía medios para darlas, pero la cumbre como anfitrión la alcanzó en el Club Americano, en una cena que dio en honor de sus amigos polacos que tenían la costumbre de invitarlo. Gruber, un hombre muy rico y snob se hizo cargo de los gastos a pesar de los reparos que hacía Halina

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Grodzicka: –No entiendo por qué eres amigo de Gruber, un hombre tan antipático; –Por favor, Halina, los trajes del señor presidente (lo había sido del Banco Polaco antes de Nowinski) me viene de maravilla. No molestes a mi protector y está a la altura de las circunstancias pues el señor presidente usa ahora un impermeable inglés muy elegante. Distendido, rejuvenecido, se paseaba por aquel decorado de tapices orientales, mesa recubiertas de manteles bordados, cubiertos ingleses de plata, velas y flores. Un rostro radiante de propietario efímero pero soberano de todo aquel lujo. Para Gombrowicz era un ejercicio con la forma, fiestas a la antigua con la hospitalidad y el gusto por recibir que le venían de las tradiciones familiares. Con la imágenes flotantes de los banquetes y de la guerra Gombrowicz se va a la Falda. La Falda es el lugar del mundo donde Gombrowicz empieza a sentir que ha perdido la juventud. Tenía una fiebre que no se le iba. Frydman, el director de la sala de ajedrez del café Rex, le presta un termómetro para que se la controle todos los días. La fiebre no se va, entonces ese buen amigo le da unos pesos para que se tome unas vacaciones en Córdoba, estando allá la fiebre tampoco se iba. Un noche el termómetro de Frydman se rompió y Gombrowicz compró otro. La fiebre desapareció. Convaleciente, pero también aterrado por la pérdida de la juventud en ese año terrible de 1944, Gombrowicz empieza escribir en La Falda “El casamiento” y “El banquete”. El año 1944 fue el año en el que empezó a vislumbrarse el final de la guerra, Gombrowicz todavía no podía saber que el comunismo le iba impedir regresar a Polonia y que su guerra iba a continuar. Es difícil saber qué le pasaba por la cabeza a Gombrowicz cuando escribía “El banquete”, pero existe en esta narración el aliento de una derrota que se convierte en victoria, una victoria militar en medio de todas las indignidades humanas. “El banquete” es su última novela corta, y aunque está más lograda técnicamente que las otras, no difiere esencialmente de ellas. El absurdo y el snobismo se ponen aquí al servicio del in crescendo al que Gombrowicz llama elevación a la potencia, un absurdo que siempre está plegado a la lógica ceremoniosa de los rituales y las celebraciones. El plasma sombrío que existía dentro de Gombrowicz está completamente transpuesto en “El banquete”, chispea de humor y alcanza la inocencia a través del disparate. Utiliza sus anormalidades psíquicas y eróticas como componentes de la forma, con este procedimiento consigue dominarlas y manejarlas creativamente para alcanzar un valor cultural. Es una narración paródica y teatral cuyo nivel no es menor al de ninguna de sus obras grandes. Están presentes, la repetición, la simetría, la analogía, la mitologización y, en fin, muchas de la visiones y situaciones que aparecen en sus piezas teatrales y en sus novelas. Las sesiones secretas del consejo de ministros se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos. Los ministros y viceministros del estado se pusieron de pie, iban a anunciarse las nupcias del rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Al día siguiente, durante el banquete real, los prometidos, que sólo se conocían por fotografías, serían presentados. Esa unión acrecentaría el prestigio y el poder de la corona. El canciller abre el debate de la sesión del consejo. El ministro del interior pide la palabra pero comienza a callar y no hace otra cosa más que callar todo el tiempo que dura su intervención. Los ministros que le siguen en el uso de la palabra hacen lo

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mismo, se callan. No podían decir nada, todos callaban porque el rey era venal y corrupto, se dejaba sobornar y vendía a manos llenas su propia majestad. Entra el rey al consejo vestido de general con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinan y el monarca, mientras se arrellana en el sillón, los contempla con una mirada astuta. El consejo de ministros se transforma en consejo de la corona por la presencia del rey y se prepara para escuchar sus declaraciones. El soberano manifiesta su satisfacción por la próxima boda con la archiduquesa y pone de relieve la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, pero su voz suena tan venal que el consejo de la corona se estremece de miedo en el completo silencio que reina en la sala. Sigue diciendo que estaba obligado a hacer un serio esfuerzo para que la archiduquesa reciba la mejor impresión de su reinado. Cuando sus dedos empiezan a tamborilear sobre la mesa a los ministros no les queda ninguna duda, el monarca estaba solicitando una colaboración para la realización del banquete. Se queja de los tiempos difíciles, de que no sabía cómo hacer para afrontar ciertos compromisos, en ese momento se empieza a reír y a guiñarle el ojo al canciller en forma repetida, finalmente, le hace cosquillas debajo del brazo. El silencio del canciller es profundo y la risa del rey se extingue. El anciano canciller y los otros ministros se inclinan ante el soberano. El poder de la reverencia de la corte fue tremendo, el rey quedó golpeado e inmovilizado, aquella reverencia le devolvió la realeza, el pobre rey Gnulo gimió y trató de reír pero no pudo, entonces huyó aterrorizado amenazando al consejo con que se iba a tomar venganza. Los ministros se preguntaban cómo había que hacer para impedir que el rey Gnulo armara un escándalo en el banquete como represalia por no haber obtenido la cantidad de dinero que deseaba. La archiduquesa extranjera era hija de emperadores y no podían permitir que se llevara una mala impresión de la actitud miserable del monarca. A las cuatro de la mañana el consejo presentó su dimisión pero el viejo canciller no la acepta con el argumento de que había que constreñir, encarcelar y enclaustrar al rey en el rey mismo. Había que aterrorizar al rey para salvar la reputación de la corona con el esplendor y la magnificencia de la recepción. La archiduquesa Renata Adelaida Cristina entra al salón y cierra los ojos deslumbrada por la luminosidad del archibanquete. Cuando entra el rey es saludado con una gran exclamación de bienvenida. La archiduquesa no podía dar crédito a sus propios ojos al ver al rey, no podía creer que ese hombrecillo vulgar con cara de comerciante y con una mirada astuta de vendedor ambulante fuera su futuro marido. En el momento que Gnulo le toma la mano la archiduquesa se estremece de disgusto pero el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extraen de su pecho un suspiro de admiración. Un sonido apenas perceptible empezó a hacerse oír, se parecía al tintineo que producen las monedas en el bolsillo. El embajador de una potencia extranjera y enemiga sonríe con ironía mientras le da el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo. El anciano canciller mira de reojo al embajador porque sospecha que el sonido viene de ahí. El presagio de una infame traición se apoderó del consejo. El rey y la asamblea se sentaron. El soberano empieza a comer y todos los demás repiten el gesto multiplicado al infinito por los espejos.

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Lo que hacía Gnulo lo hacían también los otros en medio del estruendo de las trompetas y los reflejos brillantes de las luces. El rey, aterrorizado por esta duplicación, bebió un sorbo de vino. El tintineo de las monedas no había desaparecido, era evidente que alguien quería comprometer al rey y desprestigiar el banquete. En el rostro vulgar del mercachifle apareció la rapacidad. El rey sólo se dejaba tentar por pequeñas sumas, era insensible a las grandes cantidades debido a su mezquindad miserable, lo que corroía a Gnulo eran las propinas y no los sobornos. El rey empezó a relamerse y la archiduquesa emitió un gemido de repulsión. La asamblea se espanta, entonces el venerable anciano también se relame. Los espejos multiplicaban al infinito los relamidos de todos los presentes. El rey se enfurece al ver que nada le estaba permitido hacerlo por sí mismo, todo lo que hacía era imitado de inmediato, así que empuja con violencia la mesa y se levanta bruscamente. Todos lo imitaron. El canciller se había dado cuenta que la única manera de salvar a la corona, ya que no se le podía ocultar a la archiduquesa la verdadera naturaleza del rey, era obligar a los invitados a repetir los actos de Gnulo, especialmente aquellos que no admitían imitación. Había que convertir los gestos del rey en archigestos para presionar al monarca. Gnulo, enfurecido como estaba, golpea la mesa y rompe dos platos, todos los demás hicieron lo mismo. Cada acto del rey era imitado y repetido en medio de las exclamaciones de los invitados. El rey empieza a deambular de un lado para otro cada vez con más furia, y los comensales deambulan, y cuando el archideambular alcanza una gran altura, Gnulo, repentinamente mareado, lanza un alarido sombrío y cae sobre la archiduquesa. No sabe que hacer y empieza a estrangularla delante de toda la corte. Sin dudarlo un instante el canciller se deja caer sobre la primera dama que encuentra y empieza a estrangularla del mismo modo en que lo estaba haciendo el rey Gnulo, los otros siguen el ejemplo y el archiestrangulamiento rompe los lazos que unen a los invitados con el mundo normal liberándolos de cualquier control humano. La archiduquesa y muchas otras damas caen muertas mientras crece y crece una archiinmovilidad. Presa de un pánico indescriptible el rey empieza a huir con las dos manos tomadas al culo, obsesionado con la idea de dejar atrás todo aquel archireino. Como nadie podía atreverse a detener al rey el anciano canciller exclama que hay que seguirlo. El rey huía por la carretera seguido por el canciller y los invitados. La ignominiosa huida del rey se transforma de esa manera en una carga de infantería y el rey se convierte en el comandante del asalto. La plebe ve a los magnates latifundistas y a los descendientes de estirpes gloriosas galopando junto a los oficiales del estado mayor que, al modo militar, galopan junto a los ministros y mariscales mientras los chambelanes forman una guardia de honor rodeando el galope desenfrenado de las damas sobrevivientes. La archicarrera era iluminada por las luces de las lámparas bajo la bóveda del cielo, los cañones del castillo dispararon y el rey se lanzó a la carga: “Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirey archicargó en las tinieblas de la noche”

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WITOLD GOMBROWICZ Y SU DOBLE Los hombres se protegen de los contratiempos que trae la vida poniéndose debajo de la protección de las ideas, del dinero y del poder, pero a Gombrowicz las tormentas de la existencia lo dejaron a la intemperie, lo fueron transformando en un conspirador, un conspirador que no quería ocupar su lugar en la sociedad, que rechazaba a los mayores y se acercaba a los jóvenes para enaltecerlos y enaltecerse. La edad era la culpable de que Gombrowicz se fuese quedando a la intemperie, esa diosa que reparte las cartas y nos asigna los papeles en la vida social le hacía trampas a Gombrowicz, no le daba una sola carta, le daba dos; una carta con el papel de superior, de adulto, de maduro; otra carta con el papel de inferior, de joven, de inmaduro. Era un caso muy claro de pertenencia a dos mundos, una característica que, un poco más un poco menos, todos los hombres tenemos, pero en él la naturaleza antitética estaba muy acentuada. Cuando se miraba al espejo no veía su alter ego, esa persona en la cual uno tiene absoluta confianza, ni tampoco veía sus facciones registrando el progreso sus rasgos aristocráticos, como una tarde le dijo en la Fragata a Antonio Berni, veía a su contrario. “En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre, hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto; jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de otro hombre (...)” “De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo, que sin embargo no soy yo –la misma idea encarnada en otro cuerpo, alguien idéntico y sin embargo extraño–, y experimento al mismo tiempo una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento. Pero por encima de todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado, imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas las posibilidades por esa fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo mismo me acercase desde el exterior” En Gombrowicz existen tres personas distintas: el inferior, el hijo de buena familia, y el de la obra, tres naturalezas que no se mezclaban ni en su persona ni en su obra, como líquidos que no se diluyen unos en otros. Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era duplicarse, triplicarse, cuadruplicarse. No es extraño, pues, que luego de tantas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma. Es una de las burlas más crueles que Gombrowicz haya hecho de sí mismo hasta el punto de rematar la narración negando la desnudez y afirmando el deseo de servir. No podía buscar la vida ni en la bienamada ni en la humanidad ni, claro, en un empleo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Y tampoco en ese ectoplasma que en la madrugada de un martes se había desprendido del calentador de carbón. No podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que

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llama yo, ser e identidad, sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo. Entre su yo y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso el nombre de forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Con ese ser imprevisible para sí mismo, con ese ser que se le acerca como si fuera él mismo, como si él mismo se le aproximara desde el exterior, Gombrowicz somete al protagonista de uno de sus cuentos a un experimento revelador: lo convierte en un ectoplasma. “Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río” Cuando el protagonista miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él. O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón. Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando. El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró.

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Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba los defectos del ectoplasma sino que los defectos del ectoplasma lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre. Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio. Sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual. Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra „ser‟ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido. “No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir”

WITOLD GOMBROWICZ Y EL PROTODIARIO “Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si escribo para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? Qué lejos estoy de la seguridad y el valor que me caracterizan cuando –perdonadme– „estoy creando‟ (...)” “Y sin embargo, me doy cuenta de que hay que ser uno mismo en todos los niveles de la escritura, es decir, que debería saber expresarme no sólo en un poema o en un drama, sino también en una prosa corriente –un artículo o un diario (...) Es más, este paso al mundo cotidiano desde un campo escondido en lo más recóndito, casi un subsuelo, constituye para mí un asunto de capital importancia”

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El “Diario” se va convirtiendo en las manos de Gombrowicz en una verdadera obra de arte, a pesar de su desgana y de su fatiga. ¿Por qué tardó tanto tiempo en empezar a escribirlo?, porque no creía que su vida fuera lo suficientemente interesante como para escribir un diario. Cuando se dio cuenta que los diarios podían contar otra cosa a más de la vida se estableció en ellos como en una verdadera mina de la que extraía materiales para proteger su seguridad y su valor cuando „estaba creando‟. Aunque el género de diario aparece en Gombrowicz de manera tardía podríamos decir que el género de protodiario es una de sus primeras experiencias como hombre de letras. “El diario de Stefan Czarniecki” es la segunda novela corta de Gombrowicz, es contigua a “El bailarín del abogado Kraykowski” y la escribió en el año 1926. El punto de inflexión del comportamiento del personaje es la guerra, al regreso del frente ya no puede mantener las viejas creencias y se desbarranca en la inmoralidad. Gombrowicz tiene la costumbre de asociar el amor con la violencia. “Mi sexualidad despierta en forma precoz, nutrida de guerra, de violencia, de cantos de soldados y de sudor, me encadenaba a aquellos cuerpos enmugrecidos por el duro trabajo” Su adolescencia estuvo marcada por la guerra y por los acontecimientos de 1920, cuando el ejército bolchevique invadió Polonia, llegando hasta Varsovia. El recuerdo del paso de los ejércitos, los incendios, los campos asolados por la guerra, están presentes en el “El diario de Stefan Czarniecki”. “En la época de la Primera Guerra Mundial, creo que el frente pasó cuatro veces por nuestra casa, avance, retroceso, avance, retroceso, el fragor lejano y luego cada vez más próximo el cañón, los incendios, los ejércitos que se retiran, los ejércitos que avanzan, el tiroteo, los cadáveres junto al estanque, y también los prolongados altos de los destacamentos rusos, austríacos y alemanes. Nosotros, los muchachos, nos la pasábamos en grande recogiendo cartuchos, bayonetas, cinturones, cargadores. El excitante olor de la brutalidad lo invadía todo (...)” Stefan se alistó en el regimiento de los ulanos, pero Gombrowicz no estaba alistado en ese regimiento cuando el mariscal Pilsudski detuvo a los rusos en las puertas de Varsovia. “(...) En ese año de 1920 era un ser distinto a los otros, aislado, viviendo al margen de la sociedad (...) y sucedió así porque no supe cumplir mis deberes con la nación en el momento que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven independencia (...)” En esta novela no queda títere con cabeza: la familia, la polonidad, la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son más bien caricaturas, marionetas que Gombrowicz zarandea como una parodia de la realidad. El estilo es brillante, humorístico e irónico, pero los componentes de la narración son realmente morbosos. Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre, un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban una estirpe perfecta y noble. La madre andaba siempre vestida de negro con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un enigma que condujo finalmente a Stefan a la catástrofe interior. Se convirtió en un inútil inmoral, besaba la mano de una dama babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía perdón.

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El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas con una expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba aversión alguna hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al punto de tropezarse con todas las cosas de la casa. Stefan se imaginaba que había sido concebido bajo coacción violentando los instintos, y que él era el fruto del heroísmo del padre. Un día la repugnancia del padre estalló: –Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto. Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él. Era una mujer majestuosa y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera y decía: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo! A la madre le producían horror las acciones del padre, y al padre lo que le producía horror era ella misma, no podía dejar de manifestar su asco: –Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. A pesar de estas contrariedades Stefan fue un buen alumno, aplicado y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás. En el recreo los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres, ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban. A pesar de los esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil. Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo y bastante inofensivo les dijo: –Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo, el polaco! A partir del momento en el que el profesor diera esa clase despreciando el trabajo el interés de Stefan por el estudio disminuyó, pero con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos. La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase: –Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados, pero las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca? El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una joven pero ella no se daba por enterada. Una mañana, después de haberle pedido consejo a sus compañeros de clase, venció su timidez y le dio un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron a golpes.

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Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida. Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala, cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon sin ahorrar escarnios ni insultos. En el amor tampoco le iba nada bien, la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido, un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si bien el padre era de raza pura, su madre también lo era pero en el sentido contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija de un rico banquero. Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas, se habían neutralizado y habían parido un ratón sin pigmentación, un ratón neutro, por eso no tomaba parte de nada a pesar de haber participado en todo, ése era su misterio. La joven le pedía que fuera valiente, le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero de los transeúntes. Cuando Stefan le preguntaba cuál era la razón de esos caprichos le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge, un misterio para ella misma. Si la joven Jadwiga fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía feliz y le permitía a Stefan besar sus deliciosas orejas, como premio. Sin embargo, nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era, pero Stefan sabía muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de comprender el significado de su secreto, se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies planos. Los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión. El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio. La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares. Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él, y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa. La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran patriota, lloraba en un rincón y le decía que con la sangre podría borrar la mancha de su origen, que pensara siempre en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque podía resultarle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó por primera vez su boca, una verdadera delicia.

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La guerra era hermosa. Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos. Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy. La guerra se había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir: el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero las cosas no ocurrieron de esa manera. Su regimiento estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar. Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole aún en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista. Stefan entendía el comunismo como un programa en el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, y todo lo que existía, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones iguales. Un programa en el que su madre debería ser cortada en pequeños trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en sus oraciones como era ella; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos cuya raza no fuera de una estirpe perfecta y noble. Un programa en el que todas las sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado de esta gracia fuera causal del castigo con la cárcel. Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales. Las conversaciones más irónicas las mantuvo con su adorada Jadwiga que lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra. Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso e impenetrable, ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa, impenetrable y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge. Entonces Stefan exclamaba que también él constituía un misterio, que tenía un lenguaje personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara. Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar. Stefan no le hizo caso, tomó un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Jadwiga se puso como loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el del soldado destripado. ¿Pero es que para todas las personas las mismas cosas deben ser

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bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa. Es posible que Stefan no fuera comunista sino tan solo un pacifista militante. Navegaba por el mundo en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía. “Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!”

WITOLD GOMBROWICZ Y LA RATA “Durante varios años he pasado con el señor Kaminski siete largas horas al día en la misma habitación. Era mi compañero de trabajo, un empleado como yo, y terminó por resultarme simpático... El viernes pasado me despedí de él como de costumbre, pero el lunes siguiente por la mañana no apareció por la oficina. Había desaparecido, es decir, había muerto (...)” “(...) Muerto tan bruscamente y desaparecido tan por completo como si una mano lo hubiera llevado de entre nosotros. Lo vi por última vez en el ataúd, donde tenía un aire de importancia. Una impresión penosa” Gombrowicz tiene las ideas más o menos claras respecto al dolor y al envejecimiento, pero no las tiene tan claras respecto a la muerte. “Durante el entierro pensé que no eran vivos quienes despedían al finado, sino moribundos. En el cementerio, a aquella luminosa hora de la tarde, las caras marcadas por una cierta expresión de grave desesperación, tenían un aspecto cadavérico, igual que el cadáver del ataúd, y cada uno de los presentes cargaba consigo mismo como un saco lleno de muerte” Pero este saco lleno de muerte, este “memento mori”, le resultaba exagerado a Gombrowicz, cuando le aparecía tenía la necesidad de controlarlo. La insistencia continua de la idea de la muerte sólo prueba que no somos capaces de asimilarla, pues si lo fuéramos, si en verdad sintiéramos su presencia, no podríamos dormir ni comer, sin embargo, ni siquiera nos impide ir al cine. No nos preocupamos verdaderamente por nuestros propios pensamientos sobre la muerte, pareciera como si esa idea se pensara a sí misma, a lo Hegel, por su cuenta. “La muerte se vuelve para mí cada vez menos importante, tanto la humana como la animal. Cada vez me resulta más difícil comprender a aquellos para quienes la privación de la vida es el mayor de los castigos. No entiendo la venganza de quien, al matar con un inesperado disparo en la nuca, se regocija como si el otro hubiera sentido algo. Me he vuelto casi indiferente a la muerte (no hablo de la mía)” Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo.

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Algunas de sus narraciones nos ponen en camino de ver cuánto de automatismo tienen. En “La rata”, una historia escabrosa de extroversión e introversión, Gombrowicz saca a la superficie con ligereza e indiferencia el aspecto automático que tiene la muerte. “La rata” es uno de los relatos cortos que Gombrowicz escribió en 1937, el año de la publicación de “Ferdydurke”, su obra fundamental. “Ferdydurke” resultó ser un fenómeno conmocionante que unió al talento literario de Gombrowicz una forma novelesca revolucionaria que sacó a la superficie un descubrimiento fundamental. De los fondos de una gigantesca cloaca provienen la substancia y el alimento para el desarrollo de todos los valores y de toda la cultura. El complejo de formas de segundo orden encadenado a nuestra inmadurez está incorporado a nuestra vida como un viejo hábito. La envoltura de las formas maduras y convencionales le rinde homenaje a los valores elevados y sublimados mientras nuestra vida esencial se desarrolla en una esfera familiar y sucia, con ligereza y libre de sanciones. Su energía emocional es cien veces más pujante que la de aquella otra en la que se tejen las telas de las convenciones, se desarrolla en una esfera detestable y vergonzante en la que prospera una vida exuberante y lujuriosa. Gombrowicz pone en entredicho la posición aislada y privilegiada atribuida a los fenómenos psíquicos destruyendo de esta manera el mito de su divinización, y pone al descubierto una genealogía zoológica escabrosa y poco reluciente que repudia toda vanidad. Descubre una naturaleza común entre las esferas de la cultura y de las subculturas y vislumbra en la región de la inmadurez el modelo y el prototipo del valor en general, y en el mecanismo de su funcionamiento la llave para la comprensión de la maquinaria de la cultura. En el salón que da a la calle todo obedece a lo que es conveniente, pero en la cocina de atrás de la casa de nuestro yo se practica la economía de la peor de todas las conductas. Gombrowicz domina esta maquinaria psíquica ridícula y caricaturesca al punto de llevarla a una zona de cortocircuitos violentos y de explosiones magníficas que condensan en forma grotesca. Éstas son algunas de las reflexiones que hizo Bruno Schulz sobre “Ferdydurke” en 1938, durante la conferencia que pronunció en la Unión de Escritores. Comunicó a todos los artistas allí presentes que acababa de levantarse un sol que hacía palidecer a todas las estrellas. “La rata” es coetánea de esta obra fundamental e ilustra todos los fermentos del alma de Gombrowicz, su talante de demonólogo de la forma y su carácter de demiurgo de la inmadurez a los que apunta con tanta inteligencia y genio. Cuando le preguntaron a Gombrowicz sobre el significado de “La rata” respondió que era una historia escabrosa de extroversión e introversión. Un malhechor llamado Huligan asolaba con sus fechorías una comarca de Polonia. Tenía un carácter exuberante y no admitía restricciones de ninguna especie. Odiaba a los ladrones de carteras y de cosas pequeñas, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, lo liquidaba y seguía caminando y cantando a pleno pulmón. Nadie podía atribuirle un asesinato vil o hecho a traición, todos sus asesinatos tenían un aspecto noble y los realizaba al son de una tonada: –Ay, María, María, Mariíta mía.

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Amaba a María más que a nadie en el mundo, la amaba con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia. No concebía el silencio ni la falta de lenguaje tan común en los hombres de nuestro tiempo. A veces le pesaba la nostalgia, entonces toda la comarca escuchaba sus lamentos sonoros y lánguidos. Los perros aullaban dentro de los corrales y su aullido contagiaba a los hombres mientras el bandido cantaba: –Ay, María, vida mía. Poco a poco se convirtió en una leyenda y se compusieron canciones en su honor con el estribillo: –Ay, ay, ay, vida mía. En una villa solitaria vivía un soltero encallecido que había sido juez y detestaba la fantasía exuberante de la región. Se quejaba en secreto a las autoridades locales por la tolerancia que tenían con sus asesinatos y sus escándalos a pleno día, pero la policía se mostraba impotente porque la población lo protegía. Además sólo mataba a unas pocas personas y a la gente le gustaba presenciar sus asesinatos. Mientras el comisario conversaba con el ex juez volaba por los aires un cadáver y llegaba a sus oídos un grito magnífico, como si miles de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados. La conversación que mantuvo el juez jubilado con el comisario no lo satisfizo y se propuso detenerlo él mismo con sus propias manos y encerrarlo en una jaula para limitar su naturaleza exuberante. Le ordenó a su mayordomo que se colocara debajo de un árbol en la colina y lo encadenó a su tronco. Excavó con sus manos un hoyo en el que puso una trampa de hierro y regresó a su casa. Llegó la noche y el juez miraba a la colina desde un balcón. Hulingan se encaminó hacia el sirviente a grandes zancadas para despedazarlo a la luz de la luna pero cayó en la trampa, el juez llega a la carrera y con mucho trabajo lo transporta al sótano de su vieja casa. En los días siguientes el jubilado se regocijaba de tener en el sótano al bandido amordazado para evitar que aullara y provocara escándalos. Durante meses enteros reinó en la comarca un gran silencio. Huligan soportaba las vejaciones del juez en silencio, y su silencio crecía, crecía y se agigantaba en las tinieblas, digno de sus hazañas más gloriosas. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca el viejo buscaba el punto flaco del bandido para transformarlo en un ser de naturaleza estrecha, tan estrecha como la de él. Cuando le quitaba la mordaza para darle de comer Huligan estallaba en aullidos y de esa manera la población de las aldeas se daba cuenta de que estaba vivo. El juez seguía buscando el punto de menor resistencia y finalmente lo encontró. En una ocasión una rata entró en la celda y en ese momento el malhechor se contrajo. El juez le quitó la mordaza pero Huligan permaneció en silencio, el asco y el miedo lo paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos al cepo, se rió nerviosamente. No se había conmovido ante los tormentos a que lo sometía el juez pero le tenía miedo a una rata, matar a una rata con sus propias manos se le aparecía como una acción inaccesible. El viejo jubilado y ex juez se convirtió finalmente en el amo de Huligan, y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinaba rata. Pasaron los años y el mayordomo, hastiado de todas las tareas que tenía que realizar para maltratar a Huligan, empezó a maldecir a la rata, al amo, a la casa y al bandido. La tensión iba creciendo, crecía y crecía.

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Una noche la rata rompió la cuerda que la tenía sujeta, el sirviente bajó la cabeza y la persiguió, el juez también la persiguió con la cabeza baja, ambos habían perdido los estribos y se envistieron. Se oyó un estruendo enorme en el sótano y los cerebros del juez y del criado volaron por el aire. Después de once años Huligan se halló libre. Lo obsesionaba un pensamiento, se preguntaba qué habría ocurrido con la rata, pero la rata no aparecía. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata al punto de que su sola ausencia era más importante para él que los sonidos más dulces de la naturaleza y que todas las brisas del mundo. El oído agudísimo del bandido era empleado casi exclusivamente para captar el rumor más ligero semejante al que hace una rata, pero la rata no aparecía. Era increíble que el roedor, durante tantos años unido a la persona de Huligan por relaciones tan estrechas y espantosamente profundas, hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él de buenas a primeras. La rata no aparecía. Pasaba el tiempo y un día la vio, la rata deslumbrada por la luz buscaba refugio, y las cavidades de la ropa y el cuerpo de Huligan eran los escondites más a mano que tenía la rata. Huligan empezó a correr seguro que detrás de él galopaba la rata, estaba confundido y sin darse cuenta se metió en la cabaña de María, la muchacha dormía con la boca abierta. De pronto apareció la rata y empezó a remolonear cerca de las faldas de María. El bandido había descubierto la madriguera y hacía maniobras silenciosas para que el roedor se metiera en ella, pero, repentinamente, algo atrajo a la rata hacia la rodilla derecha de la joven, y Huligan se quedó paralizado. El terror que le produjo el contacto de la rata con María hizo que el bandido aullara. Aulló como en el pasado para despertar al mundo entero, y se lanzó aullando contra la rata, ya no tenía miedo, la atacó de frente, tenía la convicción de que estaba acorralada, pero ocurrió algo terrible. La rata, ciega de terror, sintió la necesidad de meterse en un agujero, se dirigió rápidamente a la boca de María y saltó dentro de la cavidad abierta de la muchacha dormida. María, semidormida, se despertó sorprendida, cerró las mandíbulas mecánicamente pero de manera implacable y puso fin a la máquina del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata. La rata dejó de existir. Huligan tuvo que enfrentase a la espantosa muerte de la rata en la adorable cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció: “Da un paso y otro paso y otro paso, pero lo sigue aquella rata muerta. Paso tras paso, paso tras paso, y en la boca de María sigue la rata muerta”

WITOLD GOMBROWICZ Y LA VIRGINIDAD Kierkegaard, de la misma manera que Gombrowicz, era enemigo del disimulo y las mentiras, quería llevar una vida auténtica en el reino de la fe cristiana y luchar contra la mala fe de los que fingían tenerla sin vivir al nivel de los severos y austeros principios del cristianismo verdadero. Quiso ponerse a prueba él mismo y eligió romper su compromiso con la hermosa Regina Olsen que lo adoraba.

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Es una conducta que utilizó desvergonzadamente en sus libros describiendo a la mujer como el eterno enemigo del espíritu, como el diablo que arrastra a los jóvenes a sus trampas, exaltando en forma inauténtica el valor de la virginidad. Pero todas estas actitudes con las justificaciones respectivas eran mentiras, mentiras al mundo y mentiras a sí mismo. La auténtica razón de su ruptura con la joven Regina Olsen fue su impotencia sexual, contra la cual buscó ayuda médica sin resultado. Los analistas de la psique postularon después que un conflicto mental de toda la vida puede ser localizado como proveniente de alguna inferioridad orgánica. Gombrowicz le entreabría las puertas a la fe de Kierkegaard pero se las cerraba a su angustia. Es muy difícil encontrar en la obra de Gombrowicz menciones directas a los órganos y a las funciones sexuales pero desbordan en referencias indirectas, echaba mano a esta estrategia para que la atracción y la excitación se hicieran presentes con más intensidad. Una historia que acostumbraba a contarnos, en la que combinaba en proporciones armoniosas la mundología y la sexualidad, era la de una fiesta en la que dos primos suyos estaban sentados en el pasto, al lado de una prima que también estaba sentada. Cada primo, sin saber nada de lo que estaba haciendo el otro, empezó a acariciar a la prima por debajo de la falda cuidándose muy bien de que su acción pasara inadvertida para la concurrencia. La prima, que estaba cambiando de color debido a la excitación, también disimulaba como podía. La cosa es, como no podía ser de otra manera, que los dedos de los primos empezaron a tocarse; por un momento dudaron sobre cuál era la actitud que debían tomar para zafar de una situación tan embarazosa: recordaron que ambos eran caballeros, se dieron la mano por debajo de la falda de la prima, saludaron a la prima, se levantaron y se fueron. Gombrowicz sexualiza el pensamiento y las ideas para que la conciencia se realice en un cuerpo erotizado que cautive y atraiga. Las partes del cuerpo funcionan aparte de la actividad psíquica con una estructura diferente. La popularidad de las indagaciones de Sastre sobre la mirada y de Freud sobre la participación de la sexualidad en la conducta humana facilitaron la comprensión de su obra un tanto hermética, a pesar de la desconfianza que le tenía a estos ilustres pensadores. El ideal de pureza y virginidad es puesto en cuestión por Gombrowicz en “Pornografía”, una novela realmente libidinosa. Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud ejemplar. En ella regía el Dios católico, desprendido de la carne, un principio metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender las majaderías que tramaban los adultos con Henia y Karol. Parecía enamorada de Fryderyk, estaba subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y distraer por nada, un ser de una seriedad extrema. En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la misa en la iglesia. Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar. Según todo lo hace parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek, transcurren unos minutos y llega a la mesa donde están su hijo y los invitados, se sienta y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado realmente porque Amelia no pudo contar nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente.

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Fryderyk era mal psicólogo porque tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. La sospecha que flotaba en el aire era la de que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había clavado el cuchillo. En el año 1929 Gombrowicz escribe cuatro novelas cortas: “Crimen premeditado”, “El festín de la condesa Kotlubaj”, “La virginidad” y “En la escalera de servicio”. Era la época de su práctica no rentada en los Tribunales, trabajaba en el despacho de un juez de instrucción en el que tuvo la ocasión de tratar con un hampa de diversas clases. Gombrowicz tenía la convicción absoluta de la inocencia del hombre, de que el hombre era inocente por naturaleza. No era una convicción que dedujera de alguna filosofía sino un sentimiento espontáneo que no podía combatir. Esta convicción lo predispuso al disparate y al absurdo y nada le satisfacía más que ver nacer bajo su pluma una escena verdaderamente loca y ajena a los estándares del razonamiento común, una irracionalidad que, sin embargo, estaba sólidamente establecida dentro de su propia lógica. Sus primeras tentativas literarias manifestaban claramente, y Gombrowicz se daba cuenta de todo eso, una fuerte y sistemática oposición rebelde y universal. Lo devoraba una rabia sorda y vergonzosa contra todo lo que le facilitaba la existencia: el dinero, el origen, los estudios, las relaciones, todo aquello que, en fin, hacía de él un sibarita y un holgazán. Pero la locura era un asunto que preocupaba realmente a Gombrowicz, la sangre enfermiza de los Kotkowski que había heredado de su madre pesaba sobre él como una amenaza de posibles perturbaciones psíquicas. Ese temor fue más intenso en los años en que su imaginación estaba desbocada y oscilaba entre la neurosis y la psicosis. La neurosis estaba radicada en la zona consciente de sus complejos a los que transformaba en un valor cultural escribiendo. La esfera de la psicosis le ocultaba, en cambio, sus trastornos psíquicos y el control era menor. Debemos clasificar a “La virginidad” como perteneciendo a esta segunda clase de sus creaciones. Algunos detalles insignificantes y aparentemente incoherentes introducen a una pareja inocente en las más oscura entraña de la sexualidad. Es un relato donde el erotismo más refinado se entrevera y confunde con la obscenidad total. Las descripciones que hacen los jóvenes de algunas partes del cuerpo son artificiosas: la boca es una cereza, los senos son botones de rosa. Alicia era hija de un mayor retirado y estaba educada por una madre que la adoraba. Como las demás jóvenes de vez en cuando se acariciaba el codo y enterraba los pies en la arena. La vida de una muchacha en flor es distinta a la de un abogado o una madre. Debe ser difícil proteger a una joven cuya razón de existir es seducir a los demás. Pero Alicia estaba protegida por el canario Fifí, por el perrito Bibí y por la madre. Una tarde paseaba por los senderos del jardín y un vagabundo, acostado sobre el muro que lo rodeaba, le arrojó un ladrillo que le dio en la espalda, la muchacha trastabilló y estuvo a punto de caer. Sin embargo, sonrió con unos labios que le temblaban de dolor. Mientras el vagabundo bajaba del muro y desaparecía Alicia se repetía a sí misma que había sonreído. Cuando llegó a la casa entró en un estado de ensoñación y medio distraída le preguntó a la

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madre mientras tomaban el té por qué los hombres usaban pantalones, tenían cabello corto y se afeitaban. La joven escondió en la manga la cucharita de plata con la que había tomado el té, salió al jardín, se dijo a sí misma que la había robado y la enterró al pie de un árbol. Volviendo a casa pensaba que si el vagabundo no le hubiera arrojado el ladrillo ella no hubiera robado la cucharita; el padre le dijo que el día siguiente su prometido regresaba de China, el compromiso se había realizado cuatro años atrás cuando Alicia cumplía los diecisiete años. El día en que el novio le pidió la mano Alicia le respondió que sí, que deseaba ser su prometida pero no quería desprenderse de un miembro de su cuerpo. Pablo era un muchacho encantador que estaba enamoradísimo de su inocencia. La mayor virtud, según pensaba él, residía en la virginidad, este valor condicionaba su espíritu y en torno a él se situaban sus instintos superiores. “Vemos, pues, que la virginidad asciende del ser más bajo en la escala biológica y llega al hombre, y del hombre salta a los ángeles y de los ángeles a Dios, para perderse en el infinito. Dios mismo es un gran solitario en el universo, es la eterna juventud del Cosmos”. De una pequeña particularidad puramente corporal nace el inmenso mar del idealismo y de los milagros, en evidente contraste con nuestra triste realidad” Pablo amaba a Alicia por su virginidad inocente y estaba convencido de que quien desee adorar dignamente a una virgen él mismo debía ser virgen e ignorante, de otra manera el idilio sería una trampa. Habían transcurrido cuatro años y nuevamente pasea con su prometida por los senderos del jardín. Pablo la recrimina porque ha cambiado mucho, pero ella, distraídamente, le dice que lo ama como siempre. El joven insiste, protesta otra vez porque en otra época no hubiera usado la frase impúdica de que lo amaba, que ahora la veía inquieta y excitada. Alicia, con toda la calma, le pide que le explique lo que era el amor y lo que era ella, pero con seriedad y sin reírse. Pablo le cuenta cómo los hombres habían perdido el Paraíso al probar del fruto del árbol del conocimiento tentados por Satanás. Le suplicaron al Todopoderoso que les concediera un poco del candor y la inocencia perdidos, entonces Dios creó la virgen, el recipiente de la inocencia, la selló y la envió a vivir entre los hombres que sintieron de inmediato una nostálgica languidez.. Cuando Alicia le pregunta por las casadas le responde que son una patraña, una botella abierta y evaporada. Alicia no entiende por qué, siendo ella virgen, el vagabundo le había arrojado un ladrillo, y por qué, luego, ella había sonreído a pesar de que le había dolido mucho. De regreso a casa Pablo pensaba que la virginidad y el misterio son una y la misma cosa y que había que cuidarse de no desgarrar el sagrado velo de la virginidad para proteger ese misterio. Al día siguiente la joven le dice que se extasiaba contemplando su codo, que tenía unos deseos realmente locos, y entonces Pablo le responde que adoraba su candor irracional. Alicia le pregunta si había robado alguna vez, y Pablo le contesta que no, que ella no podría amar a un hombre sin dignidad. La joven estaba confundida y le sigue preguntando a Pablo si había engañado, mordido o golpeado a alguien alguna vez, si había caminado desnudo o comido inmundicias. Pablo le pregunta si acaso se había vuelto loca y le ruega que reflexione. Para entonces la joven había empezado a temer que las vírgenes eran educadas en la inocencia para

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que después todo les resultara más perturbador. Regresaron a casa y ya en la cocina Alicia señala un hueso que, seguramente, había abandonado Bibí. En el momento que Pablo le dice que hay muchos olores de cocina y que es mejor irse de allí, ella le observa que Bibí no ha terminado de roerlo, ambos pronuncian unas palabras cariñosas, y entonces la joven le manifiesta que le gustaría mucho que royesen el hueso juntos, al mismo tiempo que lo abraza y le pide que no la mire de ese modo. Le implora que lo haga porque, de lo contrario, morirá joven. Pablo se había inmovilizado por el terror, qué importancia podía tener un hueso para ella, si por lo menos fuera un hueso limpio, un hueso de caldo, pero Alicia gritó con impaciencia que quería roerlo a escondidas de la cocinera. Entonces se produce un altercado, él le reprocha que le esté pidiendo inmundicias y ella le replica que las inmundicias le producen apetito, e insiste en que lo roan y lo coman juntos sin que nadie los vea. Pablo le pregunta si era posible que el ladrillazo le hubiera despertado ese deseo malsano de roer un hueso, que ése no podía ser el instinto de una joven virgen, que no eran más que patrañas insensatas. Alicia le dice que todos lo hacen salvo ellos, que eso es realmente el amor. Pablo, abrumado por tanta locura, empieza a pelearse con Alicia por el hueso. En un momento de la pelea se oyen detrás del muro un golpe y un lamento pronunciado. Alicia y Pablo se asoman encima de los rosales y ven a una joven descalza lamiéndose una rodilla. Cuando se estaban preguntando qué cosa habría ocurrido, una piedra silba en el aire y golpea la espalda de la muchacha, a lo lejos alguien vocifera que era una ladrona. “¿Lo has visto?; –¿Qué sucedió?; –Apedrean a las muchachas, las apedrean para divertirse, sólo por placer; –¡No, no,… no es posible!; –Tú mismo lo has visto... Ven, que el hueso nos espera, volvamos a nuestro hueso, lo roeremos juntos… ¡Quieres?... ¡Juntos! ¡Yo contigo, tú conmigo! Mira, lo tengo ya en la boca. ¡Ahora te toca a ti! ¡Tómalo!”

WITOLD GOMBROWICZ Y WLADYSLAW BRONIEWSKI Los humores de Gombrowicz, uno dramático y el otro cómico, no estaban separados, estaban superpuestos, no se mezclaban pero existían al mismo tiempo. En las vísperas de la guerra, cuando Europa estaba arrastrada por la vanguardia, el proletariado, el surrealismo, el social realismo, el ocaso de la burguesía y del feudalismo, Gombrowicz maniobraba en una mesa del café Ziemianska con su abolengo: –Mi abuela es prima de los Borbones españoles. Realizaba también actos de servidumbre alcanzando el azúcar a un poeta de clase social alta, y no al mejor poeta que era de familia pobre. Apoyaba la opinión de otro porque era de una familia de terratenientes: –La poesía es muy importante pero ante todo te aconsejo que no seas provinciano. Aparecían algunas protestas: –No, señores, el arte es ante todo un fenómeno esencialmente heráldico.

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Y así durante meses, años, con la imperturbable lógica del absurdo. Los otros chillaban y vociferaban pero, poco a poco, sucumbían; una ya decía que su abuelo era terrateniente, otro, que la hermana de su abuela era del campo, otro más empezaba a dibujar su blasón en la servilleta. “¿Socialismo? ¿Surrealismo? ¿Vanguardia? ¿Proletariado? ¿Poesía? ¿Arte? No. Un bosque de árboles genealógicos y nosotros a su sombra. Me dijo el poeta Broniewski: – ¿Qué está haciendo usted? ¿Qué sabotaje es éste? ¡Usted ha logrado contagiar de heráldica hasta a los mismos comunistas!” Gombrowicz era escurridizo como una anguila o un camaleón, con estos artificios quería aproximarse a verdades más profundas. La palabra humana tiene la consoladora particularidad de que se halla muy cerca de la sinceridad, no por lo que confiesa, sino por lo que busca. Era todavía un adolescente y ya el mundo se la hacía insoportable. La familia, la sociedad, la nación, el estado, el ejército, los ideales, las ideologías y él mimo le resultaban unas caricaturas. Erraba por los campos cabizbajo aplastando terrones con la punta de sus zapatos. No había dejado de creer pero la fe ya no le interesaba por lo que su soledad llegó a ser completa. Cuando Gombrowicz observaba a sus compañeros de la infancia, esos pequeños campesinos que habían integrado una guardia que él organizaba y comandaba bajo la supervisión de su hermano Janusz, se daba cuenta que ellos no eran caricaturas, al contrario, eran sencillos y sinceros. No podía comprender por qué la cultura y la educación falsificaban al hombre, mientras el analfabetismo daba buenos resultados. Viajando en tren hacia Varsovia, en circunstancias extrañas y dramáticas, se le vino a la cabeza una idea que, por lo menos en parte, le pudo aclarar este enigma. En la estación siguiente a la de su ingreso al tren subió uno de sus tíos y se sentó junto a él. Era un hombre mayor, terrateniente, tirador excelente y apasionado por la caza. De repente miró a su alrededor: –Salgan, por favor. La gente observó que estaba armando un revolver, y otra vez con tono firme pero sin levantar la voz : –Salgan, por favor. El compartimento se vació en un santiamén, entonces el tío le guiñó un ojo: –Por fin, un poco más de espacio. Había tanta gente que no sabía lo que decía. Ando mal de los nervios, no puedo dormir, voy a Varsovia a ver si allí mejoro. Gombrowicz se dio cuenta que se había vuelto loco, que dispararía si lo provocaban, tuvo que convencerlo al guarda del tren de que podía controlarlo hasta que llegaran a Varsovia: –Es terrible que todo terrateniente tenga que ser un excéntrico y haya de comportarse como si estuviera chiflado; –¿Tú crees?, pero sí, es verdad, lo he observado, se han vuelto tan extravagantes que da vergüenza, serán sus fortunas que se le han subido a la cabeza; –Sabes tío, yo tengo una teoría. La gente sencilla vive una vida natural, sus necesidades son elementales y por lo tanto sus valores son verdaderos; –¡Qué cosas dices!; –Para un hombre rico, en cambio, el pan, por ejemplo, no es un valor porque está saciado de pan. Un hombre rico no tiene que luchar para vivir, entonces inventa necesidades artificiales, es decir, falsas: el cigarrillo, la elegancia, la genealogía, los galgos, por eso son excéntricos y no encuentran el tono adecuado. Con esta explicación que le dio al tío no sólo resolvió el enigma de la educación y el analfabetismo, sino que también dio una clase familiar de lo que el marxismo llama la dialéctica de las necesidades y los valores. La idea sobre lo artificioso de la forma de las clases superiores iba a ser uno de los puntos de partida de su trabajo artístico.

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“Cuando, transcurridos una decena de años, le conté a Wladyslaw Broniewski en el café Ziemianska, cómo por miedo a un revólver cargado llegué a concebir una de las tesis fundamentales del marxismo, se me echó encima acusándome de fabulador” Wladyslaw Broniewski, ese poeta de izquierdas que ponía en su lugar a Gombrowicz en el café Ziemianska, después de la guerra se convirtió en uno de los máximos exponentes de la literatura del régimen comunista. Combatió en las Legiones Polacas bajo el mando del mariscal Pilsudski contra el ejército bolchevique en la batalla de Varsovia, y a las órdenes del general Anders en las batallas que se libraron en Francia. Comenzó a publicar sus poemas revolucionarios en Wiadomosci Litrackie. La simplicidad de los versos de Broniewski, junto con su retórica revolucionaria y lírica, hizo de su poesía un acontecimiento popular, no sólo para los críticos literarios, sino también para el pueblo polaco, que encontró en él un portavoz de muchos de sus problemas sociales y sentimientos patrióticos. En los años 50 se intentó, por motivos políticos, cambiar el himno de Polonia, pero el poeta Wladyslaw Broniewski, al cual se le propuso escribir la letra, se opuso rotundamente a esta idea. Las discusiones que Gombrowicz mantenía con su madre lo iniciaron en las burlas a unos principios morales y a un estilo demasiado rígidos. Marcelina Antonina participaba de la vida social, durante un tiempo presidió la Asociación de Mujeres Terratenientes, una institución terriblemente devota que se caracterizaba por una incurable grandilocuencia de estilo. Gombrowicz experimentaba un salvaje placer haciendo caer esos altos vuelos del cielo a la tierra, más aún, le gustaba escuchar detrás de la puerta el contenido de esas sesiones para obtener material satírico. La nobleza terrateniente vivía una vida fácil y no conocía la lucha esencial por la existencia y sus valores. Jan Onufry, su padre, sólo muy de vez en cuando se daba cuenta de lo anormal de su situación social. Para él un lacayo era algo absolutamente natural, se comportaba como un señor, relajadamente, con gran desenvoltura. Su madre también aceptaba su posición social como algo completamente lógico, pertenecía a una generación que no había experimentado lo que Hegel llama mala conciencia. Pero la generación joven empezó a sentir el peso de este problema. “De todos los ambientes, estilos y espíritus moribundos el que agonizaba con más suntuosidad en Polonia era el estilo de los terratenientes, el espíritu de la nobleza. Fue un espíritu imponente, formado por la tradición, pulido por la literatura, representante de casi todas las facetas de lo polaco y que, en la víspera de su descalabro, aún gobernaba en el país (...)” “¡Qué espectáculo daban los hidalgüelos bonachones y afables, corpulentos y cerrados de mollera, cuando todo empezó a fundírsele entre las manos y tuvieron que enfrentarse con la modernidad armados nada más con un puñado de perogrulladas prestadas de Sienkiewicz! Un exquisito bocado para un joven sádico... me dediqué enseguida a practicar la provocación en diversas mansiones grandes y pequeñas de las regiones de Sandomierz y Radom” Con el material satírico que sacaba de las reuniones de la madre escuchando detrás de la puerta más algunas otras ocurrencias, entre las que se encontraban las conversaciones que mantenía con Wladyslaw Broniewski, Gombrowicz ajusta las cuentas con su

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familia y con su clase social provocando un verdadero descalabro en el final de “Ferdydurke”. La fraternización entre el señorito y el peón va descomponiendo poco a poco las formas del señorío a pesar de los esfuerzos que hace el tío por encontrarle alguna analogía a esa aparente perversión sexual con la conducta del príncipe Severino a quien también le gustaba de vez en cuando. Después de que el peón rompe la bisagra mística con un soberbio cachetazo que le da al señor en medio de la facha, la servidumbre y el pueblo asaltan la casa señorial mientras el protagonista intenta raptar a su prima de un modo maduro y noble. El deseo del señorito de entrar en contacto con un peón de la casa de campo de los tíos de Kowalski empieza a descomponer el estilo de los terratenientes. El tono altanero y aristocrático del tío tenía sus raíces en un fondo plebeyo, y era de la plebe de donde obtenía sus jugos. Vivían un sistema según el cual la mano del amo quedaba al nivel del rostro del criado, y el pie del señor llegaba hasta el medio del cuerpo del campesino. Se trataba de un ley eterna, un canon, un orden. Después de que Kowalski le da un sopapo en la cara al peón y el peón le da otro al señorito a su pedido, se empiezan a producir acontecimientos irregulares que provocan la confusión de los roles. Kowalski descubre que el misterio del caserón campestre de la nobleza rural es la propia servidumbre. El comportamiento de los tíos quería distinguirse justamente de la servidumbre, estaba concebido contra la servidumbre para conservar el hábito señorial. El orgulloso señorío racial del tío crecía directamente del subsuelo plebeyo. Sólo a través de la servidumbre se puede comprender la médula misma de la nobleza rural. El hecho perverso de que el sirvientito pegara con su mano en la cara del señorito, un huesped de señores y un señor, tenía que provocar consecuencias también perversas. “Oí todavía el chillar de Alfredo y el chillar del tío, parecía que los tomaban de algún modo entre sí y empezaban con ellos lerda e indolentemente, pero ya no veía por la oscuridad... Salté detrás de la cortina. ¡La tía! ¡La tía! Recordé a la tía. Corrí descalzo al fumoir, atrapé a la tía que, sobre el canapé, trataba de no existir y ¡a tirarla, a empujarla en el montón! para que se mezclara con el montón. –Niño, niño, ¿qué haces? –suplicaba y pataleaba y me convidaba con bombones, pero yo justamente como niño tiro y tiro, tiro al montón a la tía, ya la tienen, ya la agarran. ¡Ya la tía en el montón! ¡Ya en el montón!”

WITOLD GOMBROWICZ Y EL MARQUÉS PHILIPPE DE FILIMOR Hay un aspecto siempre presente en las apariciones de Gombrowicz, tanto se trate de su vida como de su obra: el de niño diabólico. El diabolismo de Gombrowicz, como también el de los niños, más que perverso es divertido. Se pone voluntariamente en una posición inmadura y alegre para que su profundidad oscura y dramática sea francamente digerible. Las tesis y los problemas serios no le importaban demasiado, si bien se ocupaba de ellos lo hacía como quien no quiere la cosa, porque en el fondo de su alma era irresponsable. Los otros diablos que aparecen en Gombrowicz son más bien domésticos y sociables,

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aunque son diablos burlones y sarcásticos, tienen buenos modales y se los puede invitar tranquilamente a tomar el té en casa. Los pensamientos de Gombrowicz, como el vuelo de algunos pájaros, se dejan caer desde la altura para atrapar algo parecido a la verdad, pero él siempre conserva intacto un talento que había utilizado en su juventud para enredar a los profesores y más tarde, ya mayor, para poner en apuros a los hombres de letras. “(...) esa alegría que es en realidad nuestra única victoria sobre la existencia y la única gloria del hombre ( ... ) Resulta muy sarcástico que nuestra insignia más alta, nuestro más orgulloso estandarte, sean los pequeños pantalones de un niño (...) Soy como un hombre y como un niño, perfectamente responsable, perfectamente irresponsable” En algunas conferencias que daba aparecía claramente el aspecto inmaduro de Gombrowicz. Cuando una noche en la Fragata, después de un paseo por las grandes figuras de la filosofía, sorprende al Dramaturro recitando Hamlet en polaco y aflautando la voz en los parlamentos de Ofelia, o cuando en la casa de Flor de Quilombo, después de una lección que les había dado sobre la inmadurez, recibe un ramo de cardos en carácter de homenaje mientras el hermano menor de Mariano lo corría con una manguera, Gombrowicz se pone los pantalones de un niño. “El trabajo literario me parecía un poco ridículo, ser artista, ser poeta, ¡qué falta de tacto! Y las iniciativas de un joven preparando sus primeras elucubraciones estaban, en mi opinión, condenadas a una afectación incurable. Una cosa era cierta y yo me daba cuenta: mis primeras tentativas literarias manifestaban una fuerte oposición... oposición a todo... su tono era rebelde... (...)” “Si entro en esa Cámara de los Lores, me decía, será como Byron, para sentarme en los bancos de la oposición. Por el mismo tiempo me absorbió otra pasión: el tenis. Me inscribí en el club deportivo Legia y quedé cautivado: el ambiente del club, las rivalidades, la jerarquía que se establecía entre los jugadores, todo esto hizo que el tenis fuera para mí algo infinitamente más sublime de lo que había sido en la época en la que lo practicaba como amateur en diversas canchas campesinas. Empecé a jugar con pasión e hice algunos progresos, aunque nunca llegué a ser un jugador destacado” Gombrowicz se divertía jugando al tenis, escribiendo cuentos, no consideraba a sus prácticas de pasante en los tribunales de Varsovia como un trabajo verdadero, se sentía como un verdadero parásito. Le confesó a una joven las tribulaciones en las que se encontraba por tener una vida fácil, ella lo escuchó con atención y le respondió que era claro que tenía una vida fácil, pero que para él su vida fácil era más difícil que lo que podía ser para otros su vida dura. Se le estaba presentando la posibilidad de realizar una operación que tiene una gran utilidad en el arte, la transformación de los propios defectos en valor. Por el momento se dedicaba a elaborar cuentos fantásticos dejando para más adelante su ajuste de cuentas con la vida, con la suya y con la de los demás. Filimor y Filifor forrados de niño son dos relatos cortos que Gombrowicz incluye en “Ferdydurke”. Escritos en 1934 son presentados en el libro con sendos prefacios en los que da una explicación más o menos extensa de sus ideas sobre la forma utilizando un estilo sarcástico para burlarse de la crítica.

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En el prefacio de Filimor construye artificialmente una tabla de sufrimientos para encontrar el dolor fundamental, y aunque escrita en forma irónica y teatral ni uno solo de esos dolores deja de ser humano. En otra tabla en la que identifica sus rebeliones pone en entredicho a su propia psique, a la herencia y a toda la cultura. “Filimor forrado de niño” es un ejemplo de la maestría que tiene Gombrowicz para manejar el comportamiento de conjuntos a los que le va agregando elementos, hasta que finalmente algo explota. Ya dijimos que en Gombrowicz conviven su clase social y una conciencia penetrante que buscaba el estilo de los pensamientos fundamentales, la independencia, la libertad y la sinceridad, en medio de los remolinos de sus anormalidades. Buscaba la realidad y sabía que la podía encontrar tanto en lo que es normal y sano como en la enfermedad y en la demencia. A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo, y aquel hijo tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego hubo otro hijo… y el último hijo, campeón mundial de tenis, estaba jugando un mach en la cancha del Racing Club parisiense. Un coronel de zuavos, sentado en la tribuna lateral, empezó a envidiar el juego impecable de ambos campeones, y ansioso él también de exhibir sus habilidades, sacó una pistola y disparó contra la pelota. La pelota reventó, y los contendientes, privados imprevistamente de aquello que estaban golpeando, golpeaban con la raqueta en el vacío. Cuando cayeron en la cuenta de que sus movimientos era absurdos, se agarraron a trompadas. Un trueno de aplausos estalló entre los espectadores. Aunque ésta no había sido la intención del coronel, la bala que había disparado siguió su trayectoria y le dio en el cuello a un industrial armador que estaba en la tribuna de enfrente. La esposa del herido, viendo borbotear la sangre de la arteria atravesada, quiso echarse sobre el coronel para quitarle el arma, pero como estaba inmovilizada por la muchedumbre le dio un cachetazo al vecino de la derecha. El abofeteado resultó ser epiléptico, y bajo la conmoción producida por el golpe, estalló como un geiser en medio de convulsiones. La pobre mujer se encontró de pronto entre un hombre que manaba sangre y otro que echaba espuma por la boca. El publicó atronó el estadio con aplausos. Un caballero que estaba sentado cerca de la desgraciada señora tuvo un acceso de pánico y saltó sobre la cabeza de una dama acomodada en las gradas de abajo; la mujer se irguió y brincó hacia la cancha arrastrándolo en su carrera. El vecino de la izquierda del caballero, un jubilado humilde y soñador, hacía muchos años que soñaba con saltar sobre las personas ubicadas más abajo. Estimulado por el ejemplo de lo que estaba viendo, sin la menor tardanza saltó sobre una dama que tenía abajo recién llegada de África. La joven en forma inocente se imaginó que justamente ésa era una costumbre del país y sin pensarlo ni por un momento también brincó tratando de imitar las maniobras de la otra dama y conservar la naturalidad de los movimientos. La parte más culta del público aplaudió para disimular el escándalo delante de los representantes de los países extranjeros, mientras la parte menos culta de la concurrencia tomó los aplausos como una señal de aprobación y empezó a cabalgar a sus damas. Como los extranjeros no salían de su asombro las personas presentes más distinguidas, también para disimular el escándalo, cabalgaron a sus damas.

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Un tal marqués de Filimor, disgustado y ofendido por los acontecimientos que se estaban desarrollando en la cancha de tenis, de improviso se sintió gentleman, y desde el medio de la cancha, pálido y decidido, preguntó si alguien, y quién precisamente, quería ofender a la marquesa de Filimor. Arrojó a la cara de la muchedumbre un puñado de tarjetas con la inscripción de “Philippe de Filimor”. Un silencio mortal reinó en el estadio. De repente, no menos de treinta y seis caballeros se acercaron a la marquesa montados sobre mujeres de pura raza para ofenderla y para sentirse ellos mismos gentlemen. Pero la marquesa, a raíz del asusto, abortó y parió un niño que empezó a berrear a los pies del marqués bajo los cascos de las mujeres piafantes. “El marqués, repentinamente, forrado de niño, dotado y complementado de niño, mientras actuaba en forma particular y como un gentleman en sí, y adulto, se avergonzó y se fue a su casa en tanto un trueno de aplausos se oía entre los espectadores”

WITOLD GOMBROWICZ Y LA SEÑORA KOWALSKA “La presión sexual me llevaba hacia lo bajo, hacia las aventuras secretas y solitarias en los barrios lejanos de Varsovia con mujeres de la peor especie. No, no se trataba de putas, en esas aventuras desgraciadas yo buscaba justamente la salud, algo elemental, lo que lo hacía más bajo aún, y, sin embargo, más auténtico (...) Mordería la mano del psiquiatra que pretendiera destriparme privándome de mi vida interior; no se trata aquí de que el hombre no tenga complejos, sino de que sepa transformar el complejo en un valor cultural” La popularidad de las indagaciones de Sartre sobre la mirada y de Freud sobre la participación de la sexualidad en la conducta humana facilitaron la comprensión de la obra de Gombrowicz un tanto hermética, a pesar de la desconfianza que le tenía a estos ilustres pensadores. “En la escalera de servicio” es una novela corta que Gombrowicz escribe en el año 1929. Es la historia de un acomodado funcionario, casado con una refinadísima señora de clase alta, al que lo pierde su atracción por las criadas gordas, feas y embrutecidas. “Hay algo aquí que quizás se remonte a la infancia, a la época en la que se le despertaron sus primeros deseos, hacia su séptimo u octavo año (...) Seguramente vio algo que le causó impacto, unas pantorrillas, o algo mejor, y que una y otra vez acudía a su mente” La inclinación de Gombrowicz por las pantorrillas, los muslos y las criadas aparece frecuentemente en su obra. El apetito por las criadas que ilustra la narración de “En la escalera de servicio” tiene unos orígenes igualmente remotos. “Ese sentimiento perdura en mí desde la infancia, desde esos años en que, sin aliento, con el corazón golpeándome en el pecho, contemplaba a nuestra criada. Cuando nos servía en la mesa, cuando enceraba el parquet, cuando nos traía el desayuno (...) Yo miraba ávidamente, tímidamente, bajo mis párpados entornados” En este cuento Gombrowicz pone en funcionamiento una de sus partes oscuras que saca a la superficie con mano maestra. A diferencia de otros funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los secretarios de embajadas extranjeras que salían a las calles a

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hacer conquistas aquí y allá, según su gusto, fantasía y temperamento, Filip, el protagonista de “En la escalera de servicio” sólo salía a conquistar a las criadas gordas, comunes y corrientes que llevaban un pañuelo en la cabeza. Al poco tiempo de su nombramiento como segundo secretario de la embajada en París tuvo que renunciar al cargo debido a la nostalgia que sentía por las criadas polacas. Abordaba a las criadas en la escalera de servicio y les preguntaba si conocían a la señora Kowalska como una manera de presentarse. No se puede decir que fuera una conquista concreta, en los últimos años había abordado más de mil quinientas criadas y jamás había recibido ni siquiera un beso. Las criadas, con la cesta en la mano, no tenían el sabor de las legumbres frescas sino más bien el de la grasa de cerdo, no se las podía comparar con los complicados bocadillos que ofrecía la ciudad. Filip se preguntaba cómo era posible que en cada uno de los estratos sociales se podían encontrar señoritas llenas de poesía, mientras las criadas eran las únicas que carecían de belleza y atractivo. Con el tiempo descubrió que eran las amas de casa las que elegían a esos monstruos deformes seguramente para evitar que algún miembro de la familia fuera tentado por deseos poco honestos. Pero la timidez que Filip guardaba desde la niñez, sofocada por el lujo y los éxitos, seguía prefiriendo a esos monstruos de la escalera de servicio que pululaban alrededor de los mercados. Sus colegas del Ministerio se burlaban tanto de Filip que por miedo al ridículo se casó con una joven que era algo así como el antídoto de la criada. La mujer con la que contrajo matrimonio tenía una silueta delgada y elegante, era el testimonio de su buen gusto para elegir, lo que hizo que la pareja produjera por doquier una magnífica impresión. Contrataron a una graciosa camarera completamente diferente a las criadas habituales, llevaba una cofia de encaje blanco y servía la mesa con mucha desenvoltura. La personalidad de su mujer se fue imponiendo en la casa con pie firme pero delicado, cien mil veces más distinguido que los pies hinchados, deformes y planos de las criadas. En el fondo del alma la sospecha de que su mujer pudiera llegar a saber algo de lo que habían sido sus gustos lo perseguía cruelmente. Filip observaba con una hipócrita admiración el mundo hostil y helado de una mujer tan refinada, su geografía blanca y tersa, esos detalles que para él eran tan vacuos y desérticos como el mundo lunar, mientras que la Madre Tierra permanecía exilada quién sabe dónde. Pero, poco a poco, él también se fue volviendo europeo, lavado y reluciente, con estas convenciones conquistó el corazón de su mujer y creció en el trabajo. Hasta la mujer mejor pertrechada se abría como una ostra cuando se pronunciaban las palabras precisas, las santificadas por la costumbre, y cuando se realizaban los gestos rituales. El asunto con las criadas era más complicado, en todas partes había resistencia y susceptibilidades. Una tarde, después de perseguirla, y cuando finalmente la criada terminaba su ronda de compras y entraba en el portón del edificio, Filip la alcanzó en la escalera de servicio y le preguntó si conocía a la señora Kowalska. Cuando la criada se detuvo él le acarició la mano y le dijo que le gustaba mucho.

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La criada se echó a reír y lo trató de sinvergüenza, se hizo la ofendida, y después de manifestarle que no le gustaba conocer a la gente en la escalera, le preguntó con quién se imaginaba que estaba hablando. La otras criadas del edificio se asomaron a la escalera de servicio riendo y murmurando, mientras la que estaba con Filip se desternillaba de la risa, de pronto, extendió las piernas y empezó a gritar: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu! Las criadas que estaban colocadas en los pisos superiores empezaron a gritar también: – ¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu! Filip desciendió por la escalera con la cabeza baja mientras a sus espaldas se desencadena un infierno: –¡Habrase visto semejante cerdo! ¡Dale María, tíralo por la escalera! ¡Rómpele la cresta! ¡Sinvergüenza! ¡Atacar de esa manera a una señorita! Debía ser el miedo que tenían de encontrase con sus amas el que las ponía en ese estado. Aquello no era como con las manicuras y las coristas, tales eran sus recuerdos prohibidos, los recuerdos del pasado. Hoy en día sabía, como también lo sabía entonces, que nada hubiera podido ocurrir entre las criadas y él porque los separaba un abismo naturalmente infranqueable. Pero hoy, igual que ayer, se negaba a reconocer la existencia de ese abismo y su ira se dirigía contra las amas de casa. Tal vez si no fuera por culpa de ellas que las paralizaban con el miedo y con la vergüenza de descubrirlas en la escalera de servicio, las criadas se hubieran comportado mejor con Filip. Pasaron los años, Filip empezó a envejecer, en sus sienes aparecieron algunas canas. En el Ministerio ocupaba el alto cargo de viceministro de Asuntos Exteriores y en pulcritud y aseo había llegado a superar hasta a su propia mujer. Para Filip la pulcritud se había convertido en audacia, en esplendor y en un modelo de vida. La mujer se asombraba de que Filip se tomara tan a pecho esas cosas, y en cuanto a la suciedad del mundo le decía que ella no la aborrecía, que simplemente la ignoraba. Pero esa ignorancia no llegó muy lejos. Una noche, seguramente en medio de una pesadilla, Filip se puso a gritar: –¿Vive aquí la señora Kowalska?, y un poco después, ¡Ji, ji, güiri, güiri, güi!, y que quería estrangular a ciertas lunas pálidas (las amas de casa) vacías y sofocantes. La mujer empezó a tener tanto miedo de él como un ratón puede tenerlo de un gato. Se le dio por quejarse de que jamás había tenido una noche de tranquilidad por culpa de los ronquidos de su marido y de que tenía miedo que fuera a suceder una desgracia. Estaba arrepentida de haberse casado con Filip, le recriminaba que desde que había empezado a envejecer estaba cada vez peor, que quería que le explicara lo de las lunas pálidas, y que si llegaba a ocurrir algo se acordara de que había sido una buena esposa y que siempre le había demostrado afecto. Filip no comprendía bien lo que le estaba pasando, era un hombre que envejecía, sin pasiones, inofensivo, desgastado por la vida familiar y la oficina. Pero del episodio de las lunas nacieron unos cuantos lances que se tiró con la camarera, la mujer lo advirtió y la despidió inmediatamente. La camarera que la reemplazó también tuvo que ser despedida porque a Filip se le había despertado el apetito. Terminó por decirle a su mujer que era más fuerte que él, que estaba envejeciendo y que antes de retirarse quería darse un gusto, que las graciosas camareras eran el bocado preferido de los embajadores, que se las consumía en las mejores mesas.

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Finalmente la mujer contrató a uno de esos monstruos de chal en la cabeza que, según le parecía a ella, no podía atraer la atención de nadie con sus dedos gordos repugnantes, la piel arrugada y ennegrecida del antebrazo y su tufo de grasa y cebolla. El corazón de Filip palpitaba emocionado, volvía a ser tímido otra vez, amedrentado, como lo había sido en otra época en las escaleras de servicio. Pensaba que los temores de su mujer eran absurdos, que él era un hombre que se estaba apagando y que sólo quería, antes de extinguirse, saborear un poco el aire del pasado. En la mujer crecía el deseo de estrangular a esa fuerza erguida ante ella que anunciaba el desencadenamiento de una lucha cruel que se remontaba a la prehistoria. La señora empezó a amenazar a la criada. Si no controlaba sus ruidos intestinales, si no se bañaba por lo menos una vez por semana con estropajo y jabón, la iba a despedir inmediatamente. La criada la engañaba y no le hacía caso, y esa desobediencia iba transformando a la esposa de Filip en una de esas amas de casa agrias y despiadadas. Filip había caído en una especie de estado cataléptico. Una mañana escribió con un dedo en un cristal, sin pensar en lo que hacía: “¡Vergüenza a quien abandona su propia suciedad por la pulcritud de los demás! ¡La suciedad siempre es nuestra; la pulcritud es de los demás! Una tarde se dirige a la criada para decirle que la señora estaba en contra de las criadas, de ella y de todas las del edificio, porque son vulgares y escandalosas, porque transmiten enfermedades y porque roban con la complicidad de sus novios. Ese mismo día la mujer le pidió que despidiera a la criada, que se había vuelto arrogante, que se pasaba el día entero en la escalera de servicio con las otras criadas, y que en el patio murmuraba con los porteros. La señora se ponía cada día más nerviosa y le rogaba a Filip que la despidiera a fin de mes, estaba tan alterada que le propuso retomar a la primera camarera. Que no la aguantaba más, que se burlaba de ella, que a sus espaldas le hacía muecas, le sacaba la lengua y gesticulaba en forma soez. También se burlaban las otras criadas del edificio, estaba segura de que se iba a enfermar. Filip se le quejó a la criada y al propietario del edificio, pero al día siguiente alguien le arrojó una cebolla marchita por una ventana. Una de las criadas de la escalera de servicio se atrevió a reírse abiertamente de la señora, en la puerta se veían dibujos repugnantes en los que Filip y su mujer aparecían en posiciones obscenas; comenzaron a ser víctimas de todo tipo de bromas pero no podían pescar a nadie con las manos en la masa. La mujer empezó a gritar que había que llamar a la policía, que había que despedir a las criadas, a la portera y a sus hijos. Pero esos gritos no hacían otra cosa más que aumentar la arrogancia de las criadas y despertar un odio tremendo. La señora estaba perdiendo la razón, se le fue el color, se volvió gris y apagada y se acurrucó silenciosamente a un rincón. Filip permanecía en su sillón y pensaba que si su mujer odiaba a la criada, era normal que la criada la odiara también a ella. A veces escuchaba que la criada le decía a su mujer que si ella le contara todas las rarezas que había visto en esa casa se le helaría la sangre en las venas. Un día la señora se quitó un anillo y lo puso en la mesa del comedor. Filip lo tomó y, mecánicamente, se lo guardó en el bolsillo. Poco tiempo después, sin recordar este episodio, le preguntó dónde tenía el anillo, la mujer pensó que se lo había robado la criada.

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“!Ladrona! La criada le respondió con los brazos en jarras; ¡Ladrona serás tú!; –¡Cierra el pico!; –¡El pico lo cerrarás tú!; –¡Fuera, fuera de aquí, inmediatamente!; –¡Fuera de aquí! ¡Vaya escena! En todas las ventanas aparecieron caras de criadas, de todas partes llegaban gritos, insultos e improperios, una terrible carcajada resonó fuertemente, y he aquí lo que vi: la criada asió a mi mujer por los cabellos y comenzó a tirar, a tirar, y a través de una especie de niebla me llegó la voz implorante de mi mujer: –¡Filip!”

WITOLD GOMBROWICZ Y PAUL CLAUDEL “La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz..., este disfraz de mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan literalmente pulido. La „Maja desnuda‟ y „La Maja vestida‟, y Dios entre Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta correspondencia es el servicio doméstico, porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior” Paul Claudel es un representante del catolicismo francés en la literatura moderna. Toda su obra, en la que hace alarde por extraña paradoja de simbolismo y de realismo, de complejidad y de sencillez, de polifacetismo y de profundidad, aparece informada por una honda inquietud religiosa en la que supo conciliar la ortodoxia clásica con el modernismo. Durante la mayor parte de su vida formó parte del cuerpo diplomático francés, pero se le conoce fundamentalmente como uno de los hombres de letras del siglo XX más famosos y prolíficos. Los volúmenes de poesía, teatro, prosas religiosas, libros de viajes y crítica literaria de Claudel expresan su ardiente fe en la Iglesia católica. Utilizó con frecuencia temas que relacionaban los conflictos espirituales y la salvación del alma. “La ira que me acomete cuando pienso en artistas como Gide o como Claudel, ¿no estará relacionada con el hecho de que ellos, a pesar de todo, eran capaces de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal (...)” “Además yo..., con mi vida... Si se suprimiera del „Diario‟ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos” Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un

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intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales. Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes en las que habla del “caso Gide”. Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor. Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedirle su conversión al catolicismo. Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable. Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, la música, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad. La página de “Las Cuevas del Vaticano”, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura, corta en seco la relación con el poseedor de ese defecto abominable. La iglesia de Claudel y los defectos abominables de Gide eran extremos entre los que Gombrowicz se movía con aparente comodidad, echando mano a un ardid al que había recurrido desde su temprana juventud: la representación de los sentimientos. “Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles (...)” “Decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar” Gombrowicz podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de que la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran sus propias ideas. Gide le dio entonces a Gombrowicz más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan. Pero en el caso de la correspondencia de Gide con Claudel el punto central para Gombrowicz no es la iglesia ni los defectos abominables ni la representación de los sentimientos, el punto central es el disfraz. El disfraz, es decir, la máscara, es decir, la facha, es el archienemigo de Gombrowicz. Este contrincante impiadoso, cuyo representante más conspicuo es París, suele ser atacado por Gombrowicz oponiéndole la desnudez. Los parisinos son enemigos de la desnudez, en cambio parecen contentos disfrutando de su fealdad. Su sensibilidad, en

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vez de desahogarse en la desnudez, se ha posado en los afeites; la belleza de París está puesta en las estatuas y parece que los parisinos han renunciado con alegría a la belleza joven y desnuda. La belleza que se adquiera en la madurez es incompleta, mancillada por la falta de juventud, por eso la belleza joven es una belleza desnuda, la única que no necesita avergonzarse. La desnudez es una idea que gira alrededor de la cabeza del hombre desde hace muchos siglos. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda. Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y Acteón fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás. El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva de la desnudez humana cuya sublimación es el origen de toda búsqueda. Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas. El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada. El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo desnudo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo, y en el cual la posesión no deja rastro alguno. Casi veinte años después de la aparición de “Aurora”, de la que lamentablemente se editó un solo número, Gombrowicz confronta otra vez, ahora en los diarios, al refinamiento de las máscaras humanas con la desnudez. El relato que hace en los diarios sobre el día en que se bajó los pantalones en un restaurante de París no parece cierto –no era capaz de ponerse un traje de baño cuando iba a la playa– pero las consecuencias que saca no están del todo mal. Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con gente del ambiente literario: –¡Quién es ese escritor; –Es un escritor eminente; –Sí, eminente, pero ¿quién es?; –Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo. Gombrowicz empieza a manifestar una cierta intranquilidad: –Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; –Pertenece al grupo Melpomène; –No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; –Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; –Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; –Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache..., y tú cómo te consideras; – Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo...; –Ah, sí, eres existencialista. Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento crucial: se empieza a bajar los pantalones. “(...) cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido... Sólo entonces me di

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cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba..., y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano” Los franceses caen en éxtasis si se le cita un poema de Cocteau o se les muestra un Cézanne, lo asocian con la belleza y, entonces, segregan saliva, es decir, se ponen a aplaudir. Los parisinos se ocupan de su espíritu como los campesinos de las vacas, a las que sólo hay que limpiar, ordeñar e ir luego a vender la leche. “París es un palacio, pero los parisinos me dan la sensación de ser sólo el servicio palaciego. En París, la ciudad de los perros que segregan saliva al son de la trompeta, tuve aventuras equívocas y perversas” Después de una comida sabrosa y de buen vino en la cabeza, Gombrowicz vio el portal entornado de un palacio magnífico. Cuando se estaba paseando por sus salas llenas de esculturas, plafones, escudos y dorados, se le presentó una persona menuda de aspecto modesto. Supuso que era el mayordomo y le pidió que le mostrara las salas, lo que el hombre hizo muy amablemente. Al marcharse Gombrowicz se llevó la mano al bolsillo: –Oh, no, soy el príncipe, aquí mi mujer la princesa, y mi hijo el marqués, y el conde, y el vizconde. Pensaba cómo huir de este mundo artificioso mirando las estatuas de París, y de pronto vio al Acteón de mármol que huía de sus propios perros después de haber visto a Diana desnuda. “¡Qué horror! El pecado mortal de ese joven temerario, huyendo y a punto de ser devorado, no se movía en absoluto... Y seguirá siempre así, por toda la eternidad, como un arroyo fijado por el hielo. Y frente al pecado inmovilizado por la muerte, oí el aullido de Pavlov alejándose hasta los límites de París...¡Y los aullidos sordos de Pavlov siguieron oyéndose en la noche inmóvil!” La desnudez es una idea que rondaba en la cabeza de Gombrowicz, una idea que se le aliaba la más de las veces con la juventud para librar su constante batalla con la forma. Gombrowicz presenta por primera vez la idea de la desnudez en “Aurora”. Con la aparición de “Ferdydurke” Gombrowicz decide publicar una revista a la que llamó “Aurora”. Aurora formaba parte de aquellas palabras e ideas, como Poesía Pura y Perfección, que Gombrowicz detestaba. La revista era un panfleto escrito en plan humorístico, una farsa estudiantil, teatral y vulgar. En esta revista Gombrowicz hace una publicidad canina distribuida armoniosamente a lo largo de todo el texto, y sigue ejercitándose en su aspiración central: la destrucción de la forma en todas sus formas. Para destruir la forma de la palabra Gombrowicz recurre a un relato en el que un escritor escrupuloso va ajustándose estrictamente a los cánones de las palabras y termina transformando el lenguaje de los protagonistas, una señora y su mucamo, en un griterío de gallinas. La majestad rotunda del cuerpo vestido era un gran enemigo de Gombrowicz. Las partes del cuerpo que aparecen en “Ferdydurke”, entre las que reina el culo, deben ser desacreditadas, y no hay recurso al que no eche mano en esta novela para conseguir este propósito. En “Aurora” se vale de un pequeño número teatral para mostrar qué cosas ocurren cuando la majestad de un cuerpo vestido decide desnudarse. La acción se desarrolla en un banquete muy distinguido entre dos personajes: el Orador y el Público. El Orador: L‟eternel sourire dans lequel la grace et l‟ingence... (y se quita la corbata). El Público: algo extrañado.

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El Orador: La clarte de la pensee et l‟insuperable exprit de la mesure... (y se quita los zapatos). El Público: más extrañado. El Orador: L‟elegance exquise et le charme... (y se quita el saco) El Público: muy extrañado. El Orador: La distinction, le tact et la finesse unies au bon gout... (y se quita los pantalones). El Público: se levanta. El Orador: La cravate, le veston, les bottines et les pantalons... (y se quita todo lo demás). Telón.

WITOLD GOMBROWICZ Y EL NEGRO Cuando Gombrowicz publica “Memorias del tiempo de la inmadurez” por primera vez le parece que se había excedido en originalidad, entonces escribe un prefacio para la primera edición que no aparece en las siguientes. “(...) En lo tocante al elemento sexual, en particular, su preponderancia resultó del espíritu de la época que, desgraciadamente, pone cada vez con más frecuencia el énfasis en la relación de la esfera erótica con la del espíritu; la preponderancia de la crueldad y de la repulsión resulta, a mi entender, del hecho de que su papel en la vida sobrepasa a nuestra imaginación más audaz (...)” Al entregarle un ejemplar de “Memorias del tiempo de la inmadurez” a su respetable familia se sintió raro. Marcelina Antonina se lo agradeció cortésmente mientras los hermanos lo recibieron con una reserva que no auguraba nada bueno: –Ah, sabes, acabo de terminar tu libro. Tal vez sea un poco demasiado moderno, pero es interesante... me ha gustado, ya veremos qué dice la crítica. De todos modos, ¡te felicito! Tanto su madre como sus hermanos decidieron ser benignos con Gombrowicz. “Supongo que si hubiera entrado a formar parte de un ballet y me hubiera puesto a saltar medio desnudo delante del público, mi familia no se hubiera sentido más incómoda. Era una familia respetable que no sabía a causa de qué pecados tenía que sufrir semejante vergüenza (...) Debo precisar aquí, según mis juicios de aquella época, que lo que se llama falta de tacto era, en el arte, un factor altamente original y creativo (...)” “Consideraba que un artista que temía cometer una incorrección, producir un disgusto, no valía gran cosa, y que no debían someterse a las formas mundanas quienes creaban la forma. Así pues, me daba perfecta cuenta de que lo que escribía era inconveniente y que por esta razón lo había escrito” Gombrowicz escribió “Aventuras” en el año 1930, es una novela corta que remata con un pasaje que nos contaba reiteradamente en el café Rex, especialmente para intranquilizar al Alemán. En aquel tiempo comenzaba a frecuentar los cafés literarios y seguía escribiendo novelas cortas. Decide permanecer en Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha.

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Los integrantes del Partido Nacional se escandalizaban por sus relaciones con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica. “Era una época en la que estaba en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhaher y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra ese contraste tiene un aspecto más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas, por así decirlo, no me gustaban, personalmente yo prefería al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, que es cuando todavía no se ha renunciado a la belleza (...)” “El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor, pero me repudiaba física y moralmente” En “Aventuras” hay sólo dos personajes: el protagonista y el Negro. Es un relato fantástico sobre la naturaleza y la forma del encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior, como unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales. En el mes de septiembre de 1930 cuando el protagonista navegaba rumbo a El Cairo se cayó en las aguas del Mediterráneo. Los tripulantes advirtieron su caída pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy nervioso y ordenó un regreso a toda marcha, tanta que cuando el gigante llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener. El navío volvió a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate privado se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba tranquilamente su ruta. Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los pies blancos pero era negro. El capitán se puso furioso cuando lo descubrió, lo hizo atar, lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado. Era la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerlo encerrado en un camarote oscuro. Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista se preparó para morir. Fue colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico y le señaló la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre España y México. En esa zona marítima las corrientes eran circulares, si algo caía al agua, al cabo de un tiempo, después de un viaje de circunvalación, volvería a pasar por el mismo lugar. Lo equiparon con tres mil comprimidos de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento para destilar agua, y lo tiraron al océano. Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba en el exterior. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa, pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta y se levantaron olas gigantescas. El Negro lo siguió un par de semanas, después se aburrió y tomó otro rumbo. El protagonista tenía ganas de aullar pero se puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos lo predisponía al canto. Un barco francés lo atropello, rompió

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el cristal del huevo y lo rescató, habían pasado unos años desde que el Negro lo tirara al océano. Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho de él y no iba a renunciar a ese placer. El protagonista atravesó el mundo huyendo, finalmente le pareció que el lugar más seguro era Islandia, pero ya en el puerto apareció el Negro, lo atrapó y lo condujo al yate. Después de largos meses de prisión sofocante pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de popa. Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús, abrieron una portezuela lateral del artefacto y lo arrojaron a su interior donde había un pequeño saloncito. Se encontraban en el Pacífico, en el punto del abismo oceánico más profundo del mundo. El Negro tenía curiosidad por saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo. El peso de la bola de acero había sido mal calculado y cuando la tiraron al agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla pesada, el protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender. Al final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes en todas las direcciones. Aquella locura estéril provocó seguramente algún movimiento en el exterior, y la cadena arruinada por la herrumbre se rompió, el hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada minuto su velocidad saliendo disparada como un proyectil a un kilómetro de altura sobre la superficie del mar. El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, el Negro había desaparecido. Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde donde el protagonista partió para Polonia. En ese mismo período un gigantesco bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en un instante. Las nubes que se formaron cubrieron la tierra amenazando con producir un segundo diluvio universal. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte más ventruda y la nube empezó a desaguar. Cuando se vació por completo otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, en forma automática entregaron el agua y reconstituyeron el mar. En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier. Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo la población lanzaba gritos jubilosos, cuando llegó a una altura de cincuenta metros apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos. El protagonista les propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender la llama. La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo el juicio mientras ella lo escuchaba con atención. A pesar de que es bien sabido que las mujeres aman lo novelesco, no se atrevió a contarle nada de sus aventuras con el Negro... Llegó el día del cambio de anillos... Luego empezó a acercarse también el día de la boda. Pero una semana antes de la fecha del casamiento, cuando el protagonista se sentía penetrado por el secreto y el escalofrío

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jubiloso del tiempo prenupcial, se le ocurrió hacer un paseo en globo durante un día de tormenta. La tormenta fue tan grande que lo arrastró con fuerza diabólica, y después de varias horas, al levantarse el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar Amarillo. Se despidió por dentro de los abedules y de los ojos de su amada y se abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades extrañas. Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino leproso. Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas cabañas miserables que se veían a lo lejos. Todos los habitantes de la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta distancia. Los amenazó con los puños en alto y desaparecieron, pero un momento después lo volvieron a seguir. La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No sabiendo bien que hacer se internó en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones. No podía comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa, tenía la misma sensación que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían obligadas a huir con la cabeza baja. Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia, tanto en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas hembras con su diversión maliciosa que no podía significar otra cosa que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez, no los podía aceptar. Estaba enloquecido y empezó a huir, se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio. Logró inflar nuevamente el globo y levantar vuelo. Se preguntaba qué podía hacer cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No, no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo había abandonado a él. “Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud de hasta quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso”

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WITOLD GOMBROWICZ Y KAROL SWIECZEWSKI “Ayer, en el Club Polaco. Acerté a llegar al final de la trituración de mi alma y de mis obras. La ponencia a mi favor la realizó Karol Swieczewski, mientras que la señora Jezierska pronunció un discurso en contra... Luego se desató la discusión al final de la cual aparecí yo. ¿Cómo hubiera sido mi creación si desde el primer momento la hubiesen ceñido los laureles, si hoy en día, después de tantos años, no tuviera que dedicarme a ella como a algo prohibido, vergonzante e inconveniente? Y, sin embargo, cuando entré en la sala, la mayoría de los allí presentes me saludaban con cordialidad y tuve la sensación de que el ambiente había cambiado mucho desde el tiempo en que los fragmentos de “Transatlántico” habían aparecido en “Kultura”. Lo cual, según creo, se debe principalmente a la existencia de este diario (...)” “Asimismo fui informado de que la mayoría de los participantes en la discusión se había pronunciado a mi favor. Inmerso en la multitud ondulante, me sentía un poco como los marineros de Odiseo: ¡cuántas sirenas tentadoras en esas caras amistosas, que se agolpaban a mi alrededor y me salían al encuentro! Tal vez no sería difícil echársele al cuello y decir: soy vuestro y siempre lo he sido. Pero ¡cuidado! ¡No te dejes comprar con la simpatía! No permitas que te derritan unos sentimentalismos insulsos y una dulce alianza con la masa, en la que tanta literatura polaca se ha ahogado. ¡Sé siempre extraño! Sé desganado, desconfiado, lúcido, agudo y exótico. ¡Resiste, muchacho! ¡No te dejes domesticar por los tuyos, no te dejes asimilar! Tu lugar no está entre ellos, sino fuera de ellos, eres como la comba de los niños, que hay que echarla hacia delante para poder saltar por encima de ella” La familia Swieczewski tenía una casa en San Isidro que Gombrowicz visitaba a menudo. Hacía paseos con Karol Swieczewski, era un buen amigo al que le tenía aprecio y confianza al punto de hacerle ciertas confesiones. “No me aburro, porque paso seis horas diarias, aproximadamente, escribiendo y estudiando ciertas cuestiones de tipo intelectual. Estoy luchando duramente con mi obra, como un animal salvaje, a veces, ¡Santo cielo!, me gustaría mandarlo todo al diablo, ¡para qué, oh Dios, esta tarea superior a mis fuerzas!, no estoy hecho en absoluto para esto y, además, hay que tener una paciencia sobrehumana” Gombrowicz pensaba que los hombres de letras tienen una vida artificial, están obligados a sacar apuntes de lo que les ocurre, a estimular la imaginación con ocurrencias que no siempre tienen un final feliz, a estudiar ciertas cuestiones de tipo intelectual que en algunas ocasiones no conducen a nada. Los años 1955 y 1956 fueron años turbulentos, los conflictos civiles entre los peronistas y los antiperonistas se transforman en conflictos bélicos, aunque restringidos y muy localizados. Se produjeron enfrentamiento entre las fuerzas armadas, la marina de guerra amenazó con bombardear el puerto de Buenos Aires, con más exactitud, las refinerías de petróleo, las refinerías no la ciudad. Gombrowicz se siente muy cerca de las refinerías por su tendencia a convertir en inminente lo remoto y se escapa, aproxima su casa de Venezuela 615 a las refinerías y el miedo que le sobreviene lo obliga a hacer una mudanza preventiva, se muda a San

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Isidro, se muda a la casa de Karol Swieczewski, a muchos kilómetros del puerto de Buenos Aires. “(...) Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper (...)” “(...) En los últimos tiempos vuelvo a menudo, con mis pensamientos, a Argentina y también me acordé del momento de la revolución de 1955, cuando escuchábamos la radio con María (Madame du Plastique) (...)” Son fragmentos de cartas que Gombrowicz le escribe a Karol Swieczewski en el año 1966, el año en que a Gombrowicz se le despierta la nostalgia melancólica por la Argentina. Los lectores de diarios no estaban acostumbrados a que se metieran en este género literario narraciones con tantos grados de libertad, pero Gombrowicz sintió la necesidad de ponerle distancia, al realismo primero, y al objetivismo después, recurrió entonces a algunas transformaciones que, sin embargo, tienen una fuerte sujeción a la verdadera realidad. Toda la actividad de Gombrowicz, literaria y existencial, se convirtió en un retirada del objeto hacia sí mismo, un objeto que se le volvía agresivo cuando lo esgrimían, en tal que objeto, los artistas. Someterse al objeto sin más es una ingenuidad que tiene como destino el fracaso. La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos. A cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad. Para mostrar cómo Gombrowicz lleva adelante en sus diarios propósitos que en general están reservados a géneros más creadores vamos a ver cual es la razón por la que pone una atención desmedida en la casa de Prilidiano Pueyrredón.. El abuelo paterno de Gombrowicz se vio obligado a vender sus posesiones en Lituania y a instalarse en Polonia. Jan Onufry, su padre, compró una propiedad en Maloszyce donde nacieron Gombrowicz y todos sus hermanos. Cuando Gombrowicz tenía un año se mudaron a Bodzechow, y a los siete años terminó viviendo en Varsovia. El viejo castillo de Bodzechow, rodeado de un vasto parque, era un lugar lleno de misterios. La familia de Marcelina Antonina, su madre, se hallaba establecida en esa región desde hacía mucho tiempo. Gombrowicz cambió sus mansiones de Polonia por las pensiones más miserables de Buenos Aires. Y, finalmente, las cambió por esa pieza de la calle Venezuela donde vivió dieciocho años. Sin embargo, ni las mansiones de Polonia ni estas pensiones miserables de la Argentina fueron sus casas verdaderas. Desde una colina Gombrowicz y Karol Swieczewski están viendo el Río de la Plata y a la mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de Prilidiano Pueyrredón. Blanca y centenaria, con las ventanas cerradas, deshabitada desde que la abandonaron, es la casa construida por Prilidiano Pueyrredón, arquitecto y pintor argentino cuyas obras son retratos de la época que siguió a nuestra independencia. Entre esa casa y

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Gombrowicz se había creado un vínculo arbitrario. Empezó a preguntarse sobre qué pasaría si esa casa se le volviera familiar irrumpiendo en su destino por el solo hecho de que le era completamente extraña, y porque era justamente esa casa la que le inspiraba tan extraordinario deseo. “De modo que ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes, despiertan en mí cada vez más emoción y angustia, y siempre que estoy aquí me hundo bajo un peso indecible, mientras en algún lugar, en el límite, en el extremo de mi ser, estalla un grito, una violencia, un pánico tremendo” Después de registrar esta conmoción llena de angustia, apunta que sus sensaciones de miedo y desesperación no eran de carne y hueso, sino un contorno de sentimientos, no rellenos con nada, absolutamente puros, y por eso más dolorosos. Mientras camina con Karol la casa va quedando atrás, pero el hecho de no verla aumenta su presencia. Está allí hasta la exageración, con sus ventanas y columnas neoclásicas, pero a medida que se aleja de ella en vez de diluirse existe con más fuerza. No encuentra la razón por la que esa casa ajena, blanca, puesta en un jardín de eucaliptos, lo acompaña, lo persigue, lo inoportuna y no lo suelta. “¡No es eso lo que debo hacer! ¡No es aquí donde debo estar! Pero, ¿dónde entonces? ¿Dónde está mi lugar? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? (...)” “Mi país natal no es mi lugar, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la verdad es que no tengo sino precisamente esta casa, sí, desgraciadamente mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Prilidiano Pueyrredón. Pero él, Swieczewski, también parece estar ausente: sus dedos reducen a polvo una ramita seca” El debate “Por o contra Gombrowicz” que se realizó en el Club Polaco en el año 1954 es también recordado por su amiga Halina Grodzicka, aunque de otra manera (...)” “Karol Swieczewski fue el que realizó su exposición en primer lugar. Excelente. Después le tocó el turno a un adversario, la señora Jezierska, que sentía alergia ante la obra de Gombrowicz: „Gombrowicz, en sus libros, me hace pensar en alguien que empieza a serruchar la rama sobre la que está sentado y, naturalmente, cae. Pero pueden imaginarse dónde cae. En la mierda..., ¡esa palabra que le gusta tanto!‟ (...)” “Su marido tomó el relevo anunciando que tenía formación universitaria, que nunca se dormía sin leer antes alguna cosa. Pero bastaba con que abriera un libro de Gombrowicz para dormirse de inmediato. Entonces Zygro (Zygmunt Grocholski) se puso de pie gritando: „Se ha subido a un árbol, ha cogido las ciruelas y vio pasar las golondrinas. La conferencia de estos dos me recuerda a esta canción: No hay discusión posible a este nivel‟ (...)” “Después todos querían intervenir, la gente se levantaba, se interpelaba violentamente, gesticulaba. Jeremi Stempowski, el presidente del Club Polaco, intentó educada y suavemente, con delicadeza, conseguir que la sala volviera a entrar en razón, pero sin éxito (...)” “Por fin el abogado Stanislaw Szwejs puso fin a esta confusión. Explicó con mucha autoridad e inteligencia lo que era el universo de Gombrowicz. Y el debate se terminó tranquilamente. Yo sabía que Gombrowicz esperaba fuera de la sala. Habíamos convenido que le avisaría cuando la cosa hubiera terminado. Abrí la puerta y le avisé. ¡Pobre! Estaba emocionado como un estudiante que acaba de aprobar un examen (...)” “Al entrar en la sala, se dominó. Parecía, como siempre, muy reservado, un poco irónico y aparentemente seguro de sí mismo. Discreto, no quería darse a conocer. La señora

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Jezierska se acercó a él y le tendió la mano. Después Witold se unió a nuestro grupo y preguntó qué se había dicho de él. Naturalmente, se lo contamos todo. Estaba divertido, pues le gustaban las polémicas. Pero no había tenido el valor de estar presente”

WITOLD GOMBROWICZ Y ARTURO CAPDEVILA Las observaciones que se pueden hacer en un laboratorio tienen una diferencia insalvable con las que se pueden hacer en la vida, en el laboratorio se pueden repetir más o menos exactamente las condiciones iniciales, en la vida no se pueden repetir ni siquiera aproximadamente. Es por esta razón que no podemos saber cómo hubiese sido la obra de Gombrowicz y aún Gombrowicz mismo, si no hubiera venido a la Argentina, pero en todo caso podemos suponer que algo distintos hubieran sido. El primer conocimiento que tenían sus amigos de cómo se vino a la Argentina aparecía en un relato que él mismo hacía en el café Rex. El relato de su viaje transatlántico era el primer plato de la conversación con Gombrowicz y fue escuchado por todas las personas que se acercaban al autor de “Ferdydurke” en aquellos años. Contaba que en el barco era invitado de honor, que almorzaba en la mesa del capitán con el que sostenía conversaciones filosóficas y al que le daba consejos místicos. Repetía hasta el cansancio que no le había gustado Río de Janeiro porque su vegetación era demasiado verde y porque los morros eran muy dudosos. Y tantas veces como lo hacía con la vegetación, repetía hasta el cansancio que no había regresado a Polonia por los intensos estudios del alma sudamericana que había iniciado justamente el día anterior a la partida del Chrobry, el barco que lo había traído a Buenos Aires. Por qué se fue Gombrowicz de Polonia y por qué se quedó tantos años en la Argentina es un misterio que nadie sabe explicar bien, ni él mismo lo entendía con claridad. Todo empieza en un café, como tantos otros asuntos de Gombrowicz. Un día, en el Zodiac, uno de los cafés célebres de Varsovia, Gombrowicz se encuentra con un amigo escritor, Czeslaw Straszewicz: –Me voy a Sudamérica; –¿Cómo es eso?; –Dentro de un mes, el nuevo transatlántico polaco Chrobry leva anclas para Buenos Aires, será su primer travesía. He sido invitado como escritor para publicar algunos artículos en los periódicos; –Oiga, ¿y no podrían invitarme a mí también?; –Podemos probar. Les propondré su candidatura. ¿Quién sabe? Quizá resulte. Siendo dos el viaje sería más agradable. Después de sortear algunos inconvenientes de último momento Gombrowicz se embarcó en el Chrobry, y la compañía de su amigo Czeslaw le resultó de veras entretenida. “Straszewicz es un noble del campo que cree ser el segundo después del rey –algo muy polaco–, descendiente de Rej y Potocki, nieto de Sienkiewicz, aunque también primo de Wiech– un parentesco que inspira confianza en los amplios círculos de sus admiradores (...) Cuando llegamos a Buenos Aires la situación internacional parecía distenderse. Pero al día siguiente de nuestra llegada, los telegramas de Moscú y de Berlín que anunciaban el pacto de no agresión entre Alemania y Rusia cayeron sobre el mundo como un cañonazo. ¡Era la guerra! Una semana más tarde, las primeras bombas alemanas caían sobre Varsovia (...)”

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“Seguía viviendo en el barco con mi amigo Straszewicz. Al enterarse de la declaración de la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (ya no se podía pensar en llegar a Polonia). Straszewicz y yo celebramos un consejo de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo me quedé en la Argentina” Mientras Straszewicz se embarca en el “Chrobry” de regreso a Europa Gombrowicz se queda flotando en el agua del puerto de Buenos Aires como una tabla en el mar después de un naufragio, de allí lo rescata Jeremi Stempowski. “Witold estaba muy nervioso. Dudaba entre regresar o bien permanecer en la Argentina a la espera del fin de las hostilidades. Yo no sabía que aconsejarle, aquí, en Buenos Aires, no se sabía nada de la auténtica situación, entonces acompañé a Witold al puerto. Hizo que le subieran el equipaje, se despidió y embarcó. Yo me quedé en el muelle, diez minutos más tarde sonó la sirena anunciando la partida, y en ese momento vi que Gombrowicz cruzaba la pasarela con sus maletas y bajaba rápidamente al muelle. Era el único momento en que podía tomar una decisión y la tomó. Temblaba: –No lo sé, se trata del momento más trágico de mi vida” Como la legación polaca no quería ayudarlo Gombrowicz amenazó con instalar a la entrada del edificio de la embajada un cajón de lustrabotas para limpiar zapatos. No quiso alistarse en el ejército a pesar de la insistencia de todo el mundo, especialmente de un emisario especial llegado de Londres para agitar y reclutar, pero Gombrowicz no le hizo caso. Sin saber a qué santo encomendarse con este Gombrowicz tan difícil Stempowski decide presentarle a algunos polacos de la colectividad y también a algunos escritores argentinos como Manuel Gálvez, Arturo Capdevila... “Llegué a Buenos Aires en el vapor Chrobry, una semana antes de que estallara la guerra (...)” “Jeremi Stempowski, director de la línea marítima Gdynia-América en la que viajé a Buenos Aires, se ocupó de mí; fue él quien me presentó a Manuel Gálvez, uno de los escritores argentinos más conocidos. Gálvez había sido amigo de Michal Choromanski, quien había pasado aquí una temporada el año anterior a mi llegada, ganándose muchas simpatías (...)” Gálvez me brindó una generosa hospitalidad y me auxilió en algunas dificultades, pero su sordera lo relegaba a la soledad... Poco después me traspasó al no menos conocido poeta Arturo Capdevila, también amigo de Choromanski: –Ah –me dijo la señora de Capdevila–, si es usted tan encantador como Choromanski, llegará a conquistar muy fácilmente nuestros corazones. Desgraciadamente no fue así. (...)” “Cuando en el Chrobry pasaba frente a las costas alemanas, francesas e inglesas, todos esos territorios de Europa inmovilizados por el pavor del crimen aún por nacer, en el clima sofocante de la espera, parecían gritarme: ¡sé ligero, nada te es posible, lo único que te resta es la ebriedad! Me emborrachaba, pues, a mi modo, es decir, no necesariamente con alcohol. . . pero estaba borracho, casi totalmente embotado (...)” Las borracheras de Gombrowicz en Polonia no eran frecuentes pero de vez en cuando se emborrachaba. En la Noche Vieja de 1934, Gombrowicz organizó una fiesta artística en el piso de Marcelina Antonina, su madre, que, junto a su hermana Rena, se hallaba en el campo; podía hacer en la casa lo que se le diera la gana. La fiesta, que duró hasta las seis de la madrugada, era un signo manifiesto de su sólida posición literaria en Varsovia.

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Estaban Schulz, Witkiewicz, Breza, Sobanski, Rudnicki, Choromanski... y una banda de borrachos divertidos. Gombrowicz estaba borracho como todos. Hay pueblos enteros que se han ganado la fama a través de los siglos de ser borrachos, en algunos casos no sin razón, Polonia es un buen ejemplo de ello. Gombrowicz se emborrachaba muy de vez en cuando, no sabía divertirse de esa manera. Tenía mal alcohol, el alcohol le producía tristeza y en vez de estimularle la sociabilidad lo alejaba de la gente y lo ponía sombrío. Esa tendencia a la melancolía que le provocaba el alcohol ejerció una influencia decisiva y perjudicial en su destino literario, pues en Polonia es más fácil imaginarse un escritor sin pluma que sin una copa en la mano. Cuando llegó a la Argentina y estalló la guerra, Gombrowicz, en vez de emborracharse con los tragos jugó al ajedrez, el ajedrez lo ayudó más que ninguna otra cosa a matar los recuerdos. Aquellos borrachos de Polonia se quedaron al acecho, y un año antes del fin de la guerra le tomaron otra vez la mano y llegaron a tener un papel estelar mientras escribía “El casamiento”. En esta pieza de teatro los borrachos se burlan de todo, de lo secular y de lo sagrado, de la familia y del honor, y no le dan lugar a una tragedia que ellos mismos provocan con una beodez premeditada. A pesar de su mal alcohol incurable Gombrowicz tenía compañeros y amigos borrachos en Polonia, era una amistad con algunas reservas y un poco forzada. Los borrachos estaban organizados en un club en el que había un cuarteto sobresaliente que se dedicaba a poner peceras en el ascensor para divertir a los peces, o a pedir limosna para una vodka en los colegios de señoritas. Esta cofradía de borrachos fue una de las característica de Varsovia de antes de la guerra. “Hoy quizás los calificaría de precursores, puesto que esos sabios parecían leer claramente en el libro del destino y ahogaban en vodka el absurdo de la situación polaca, su trágico callejón sin salida, que a cada esfuerzo honrado ponía un signo de interrogación” Ese grupo de poetas beodos estaba unido bajo el signo de la broma y de la burla, y aparte de la vodka y las mujeres no tomaba nada en serio, ni siquiera el dinero. El verdadero Dios de ese gremio era el sentido del humor, fue por eso que “Memorias del tiempo de la inmadurez” se ganó la aprobación de esos bromistas borrachines, y fue por eso también que después de “Ferdydurke” lo empezaron a admirar. Si bien es cierto que lo trataban con mucho afecto y ternura Gombrowicz no se dejaba comprar por sus alabanzas, tenía una reserva con ellos. Era un fenómeno social vergonzoso, ningún miembro de ese grupo era un artista de gran envergadura y su producción literaria no se caracterizaba por la decencia que distingue a un hombre con el gusto formado y la imaginación disciplinada. Su mundo era desordenado y anárquico, le faltaba el reflejo de las personas cultas que con la herencia, la educación y la tradición sustituyen con éxito la ausencia de ideología, de moralidad y de fe. Se fueron hundiendo en la lujuria y en las pequeñas porquerías unidas a ella, de año en año fueron más infelices, más borrachos y más desesperados. Hasta que llegó la guerra. Las características especiales que traía Gombrowicz desde Europa confundieron a los Capdevila, no pudieron hacer pie en él ni con la guerra ni con la literatura.

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“Arturo Capdevila, poeta, profesor y redactor del gran diario La Prensa, vivía con su familia en una casa de Palermo. Recuerdo la primera vez que fui a cenar a su casa. ¿Cómo debía presentarme a los Capdevila? ¿Como el trágico exiliado de una patria invadida? ¿Como un literato extranjero que sabe discurrir sobre los „nuevos valores‟ en el arte y desea informarse sobre el país? Capdevila y su señora esperaban que apareciera en una de esas encarnaciones, además estaban llenos de una simpatía potencial hacia el amigo de Choromanski (...)” “Pero pronto se sintieron confundidos al encontrarse ante un muchacho enteramente joven que sin embargo, no era ya un muchacho tan joven (...) Los Capdevila tenían una hija, Chinchina, de veinte años. Así fue, pronto tanto él como su mujer me pusieron en manos de ella, quien me presentó a sus amigas. Imaginad a Gombrowicz en ese año mortal de 1940 flirteando sutilmente con esas señoritas... que me hacían conocer los museos... con las que iba a comer pastas... para quienes dicté una charla sobre el amor europeo... Una mesa grande en el comedor de los Capdevila, detrás doce jovencitas y yo –¡qué idilio!– hablando de L'amour européen. Sin embargo, aunque esta escena parezca un contraste infame con otras escenas de verdadera destrucción, en realidad no estaba tan lejos de serlo, era más bien la otra cara de la misma catástrofe, el principio de un camino también descendente. Advino una especie de absoluta bagatelización de mi ser. Me volví liviano y vacío”

WITOLD GOMBROWICZ Y GONZALO “¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior (...) Pero como hecho a propósito, a causa de este montaje oculto que no soy el único en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió, pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por la Argentina, entré en contacto con un ambiente de un homosexualismo extremo y enloquecido. Digo extremo, porque con un homosexualismo normal ya me topaba desde hacía tiempo; en cualquier latitud, el mundillo artístico está saturado de esta clase de amor, pero aquí lo que se me apareció fue su rostro frenético hasta la locura (...)” “El grupo que conocí esta vez se componía de hombres enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, zarandeados por los jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros, igual que mi Gonzalo en „Transatlántico‟ (...)” Cuando Gombrowicz empezó a escribir “Transatlántico” no pensó demasiado en Polonia. Los elementos iniciales de la obra son recuerdos de los primeros días en Buenos Aires, había pasado el tiempo y la memoria se los traía al presente con un color prehistórico y un sabor rancio. Se le presentan algunos componentes que seguían la línea de la realidad, y entre la fantasía y los recuerdos realiza un control mediante el cual elimina el primer bosquejo. La obra se le empieza a escapar y le aparecen asociaciones estrafalarias con los polacos en la Argentina, elementos excitantes: un puto, un duelo, hasta que le queda marcada

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una dirección de la que ya no puede regresar, una obra fantástica. Polonia se metió de paso, como un anacronismo que retuvo los recuerdos de la esclerosis prehistórica. La idea que resulta para el lector de esta chifladura formal con alguna imprecación blasfema es que Gombrowicz se está rebelando contra la patria. El “Transatlántico” estrafalario fue convertido por los lectores en un barco corsario cargado de dinamita que puso rumbo a Polonia. Es el caso singular de una obra que transformó al autor, un niño irresponsable y jovial, en un capitán pensador y experimentado. Polonia no era el tema, eran aventuras de Gombrowicz y no de Polonia, era una sátira de su vida en Buenos Aires; en Polonia pensó más tarde. “¡Volved, compatriotas, marchad, marchad, marchad a vuestra nación! ¡Marchad a vuestra santísima y tal vez también maldita nación! ¡Volved a ese santo monstruo oscuro que está reventando desde hace siglos sin poder acabar de reventar! ¡Volved a ese santo engendro vuestro, maldito por la naturaleza, que no ha dejado un solo momento de nacer y que, sin embargo, continúa nonato! ¡Marchad, marchad para que él no os deje ni vivir ni reventar y os mantenga siempre entre le ser y la nada! !Marchar a esa santa babosa para que os vuelva más moluscos! ¡Volved a vuestra demente, a vuestra loca y santa y ay, tal vez maldita aberración para que con sus saltos y sus locuras os torture, os atormente, os inunde de sangre, os ensordezca con sus gritos y rugidos, os martirice con su suplicio, así como a vuestros hijos y a vuestras mujeres, hasta la muerte, hasta la agonía, y que ella misma en la agonía de su demencia os enloquezca, os perturbe!” “Transatlántico” comienza cuando Gombrowicz manifiesta su necesidad de comunicarle a su familia, a sus parientes y a sus amigos el comienzo de sus aventuras en la capital de la Argentina, unas aventuras que ya duraban diez años. Llega a Buenos Aires el 21 de agosto de 1939 y desde el primer día, a la salida de las recepciones, les agredían los oídos con el grito obsesivo de “Polonia”, que se escuchaba en las calles. Gombrowicz se daba cuenta que algo no andaba bien, no había remedio, la guerra estallaría de hoy para mañana. El barco recibe la orden de partir y Gombrowicz se despide de un amigo embarcado con él deseándole un buen viaje, el pobre compatriota sólo atina a rogarle que se presente en la embajada. El barco se aleja, Gombrowicz pronuncia una blasfemia terrible contra Polonia y se interna en la ciudad. Estaba desorientado y sin dinero así que visita a un compatriota que había sido vecino de uno de sus primos en Polonia para pedirle opinión y consejo. Pero este hombre empieza a decirle que aprobaba y que no aprobaba su decisión de quedarse, que había hecho bien y tal vez mal, que él no estaba tan loco como para opinar en estos tiempos o como para no opinar, que tenía que presentarse enseguida en la embajada o no presentarse, que era igual si se presentaba o si no se presentaba, que se podía exponer o no exponer a graves riesgos. Y, en fin, que hiciera lo que le pareciera oportuno o que no lo hiciera. Perdido entre la muchedumbre decidió no inmiscuirse en el asunto de la guerra, no era un asunto de su incumbencia, si allá tenían que sucumbir, que sucumbieran. Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador, le besó la mano, le ofreció sus servicios y su sangre, y le rogó que en ese momento sagrado, según fuera su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona. El embajador le dijo que sólo podía darle 50 pesos, que no tenía más, pero que si quería irse a Río de Janeiro a importunar al embajador de allá, le pagaría el viaje con mucho gusto y le daría algo

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más, que no quería literatos por acá porque lo único que sabían hacer era pedir plata y después ladrar. Gombrowicz se dio cuenta que el embajador lo estaba despidiendo con moneda menuda, entonces le dijo que además de literato era también un Gombrowicz. Y cuando el embajador le preguntó de cuáles Gombrowicz era Gombrowicz, le respondió que era Gombrowicz de los Gombrowicz Gombrowicz, en ese momento le ofreció 80 pesos en vez de 50, ni un peso más. Le recordó que estaban en guerra y que había que marchar para vencer a los enemigos, matarlos, destrozarlos y aplastarlos, y que no fuera ladrando por ahí que no había marchado y hablado delante de él. Le pidió que escribiera artículos para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía pagar aproximadamente 75 pesos mensuales. Era necesario ensalzar a la patria en momentos tan difíciles para Polonia, pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza, entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, le recordó que la embajada le había rendido homenaje y que lo iba a presentar a los extranjeros como el Gran Comemier… Genio Gombrowicz. La primera consecuencia de su presentación en la embajada fue que lo invitaron a una recepción en la casa de un pintor a la que iban a asistir la flor y nata de los escritores y artistas locales. Gombrowicz tenía una gran seguridad en su maestría y sabía que como maestro lograría superar y dominar a todos los demás. Cuando llegó sus compatriotas lo glorificaron, el consejero lo presentaba y ensalzaba como el gran maestro y genio polaco Gombrowicz, pero nadie le llevaba el apunte, entonces lo empezó a tratar de comemierda y le exigió que hiciera algo para no avergonzarlos. Entró un hombre vestido de negro, una persona muy importante, un gran escritor, un maestro. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros, se volvía a cada rato inteligentemente más inteligente. Los compatriotas de Gombrowicz lo empezaron a azuzar para que mordiera al hombre de negro, que si no lo hacía lo iban a tratar de comemierda y a morder. Entonces Gombrowicz se dirigió a la persona más cercana en voz bastante alta. “No me gusta la mantequilla demasiado mantecosa, ni los fideos demasiado fideosos, ni la sémola demasiado semolosa, ni los cereales demasiado cerealientos” El hombre de negro le respondió que la idea era interesante pero no nueva, que ya Sartorio la había expresado en sus “Eglogas”, y cuando Gombrowicz le manifestó que no le importaba un comino lo que decía Sartorio sino lo que decía él, el que hablaba, el gran escritor le contestó que la idea no era mala pero que existía un problema, ya había dicho algo parecido Madame de Lespinnase en sus “Cartas”. Gombrowicz perdió el aliento, aquel canalla lo había dejado sin palabras, entonces empezó a caminar y a caminar, y cada vez caminaba con más furia, sus compatriotas estaban rojos de vergüenza y los demás estaban pálidos de ira. Pero alguien comenzó a caminar con él, era un hombre alto, moreno, de rostro noble. Sin embargo, sus labios eran rojos, estaban pintados de rojo. Huyó como si lo persiguiera el diablo. El moreno lo siguió, era muy rico, vivía en un palacio, se levantaba al mediodía para tomar café y luego salía a la calle y caminaba en busca de muchachos; aunque vivía en una mansión simulaba ser su propio lacayo, tenía

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miedo que le pegaran o que lo asesinaran para sacarle la plata. Gonzalo estaba perdidamente enamorado de un joven rubio hijo de un comandante polaco. Junto a Gombrowicz, en la Plaza San Martín, Gonzalo lo vio, siguieron al joven rubio hasta el Parque Japonés, y allí encontraron a los tres socios de la empresa equino canina donde trabajaba Gombrowicz. Los socios empezaron a decirle a Gombrowicz que entonces no era tan loco como pensaba la gente, que Gonzalo tenía millones, insinuándole una aventura con él. El joven rubio estaba tomando cerveza con el padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado. El padre le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el ejército polaco. Gombrowicz lo previene contra Gonzalo y le sugiere que se vaya del lugar, el padre no accede. Gonzalo brinda con el padre desde lejos, el comandante se lo prohibe, entonces Gonzalo le arroja el jarro de cerveza que tiene en la mano, le parte la frente y brota la sangre. Gombrowicz pensaba en la vergüenza que había pasado en la embajada, en la casa del pintor y ahora en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano se derramaba la sangre. A la mañana siguiente apareció el padre en la pensión de Gombrowicz y le rogó que desafiara a Gonzalo en su nombre, vaca o no vaca el hecho era que llevaba pantalones y que lo había ofendido públicamente. Cuando Gombrowicz se lo contó a Gonzalo éste le recriminó que se hubiera puesto de parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre, que de qué le servía a los polacos ser polacos, que si acaso habían tenido hasta hora un buen destino, que si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, que si no les bastaba ya el martirio, el eterno suplicio y el martirologio, que había llegado el momento de la filiatría. Gonzalo aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el forro de la manga. Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de la empresa equino canina como padrinos del duelo. Gonzalo había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que escuchaba en la calle mientras caminaba hacia la embajada. “¡Viva nuestro heroísmo!”, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo del duelo entre Gonzalo y el comandante, y como todos descontaban que terminaría sin sangre convinieron en agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada. El consejero volcaba en el libro de actas la invitación del embajador y escribió también que iban a asistir al duelo, que tenían que ver al polaco con la pistola en la mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que invitarían a los extranjeros. Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador cómo era posible que marcharan sobre Berlín si los combates se estaban librando en los suburbios de Varsovia. El embajador le dijo entonces que todo se había ido al diablo, que todo había terminado, que habían perdido la guerra y que había dejado de ser embajador, pero que la cabalgata se iba a realizar de todos modos.

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Al día siguiente, el duelo, se dio la señal y los adversarios entraron al terreno. Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas en el forro de la manga. Vacío absoluto, eran disparos vacíos, a lo lejos apareció la cabalgata; vacío porque no había balas y vacío también porque no había liebres. El duelo resultó ser una trampa que no tenía fin porque se había convenido a primera sangre. De pronto se oyó un furioso ladrido de perros y un grito espantoso. El hijo estaba siendo atacado por los perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío, entonces, Gonzalo se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven. El padre se conmovió y le ofreció su amistad eterna que Gonzalo aceptó, y para cerrar todas las heridas lo invito a su casa. No era el palacio de la ciudad, era otro distante a tres leguas, el comandante tenía malos presentimientos pero igual fue. Pinturas, esculturas, tapices, alfombras, cristales… se depreciaban rápidamente por su abundancia excesiva, y la biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo, una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas escritas por los máximos genios, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen perros hasta darse muerte. Gonzalo regresó muy alegre a la media hora pero vestido con una falda y le dio indicaciones precisas a un muchacho. Ese joven tenía que se ponerse en el medio de la sala y lucir su figura, que para eso Gonzalo le pagaba, pero ese mequetrefe estaba allí, más que para lucir su figura, para moverse en honor al hijo, pues cada vez que se movía el hijo también se movía él. Al final fue un alivio que el dueño de casa diera la señal de ir a dormir. Gombrowicz le confiesa al padre que lo había traicionado con Gonzalo realizando un duelo con balas de salva, estaba conmovido y estalló en un llanto desconsolado frente al padre que, desesperado por una terrible congoja, le hace un juramento sagrado: iba a lavar su honra mancillada con sangre, pero no con la sangre afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era la ofrenda del hijo que le hacía a la guerra. Cuando Gonzalo se entera de que el padre quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que tiene un medio para convencer al hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras. Gonzalo y el hijo juegan en un frontón y golpean a la pelota con todas sus fuerzas, bam, bam, bam, resonaban los golpes mientras el mequetrefe golpeaba con una madera unos palitos que estaban mal colocados, bum, bum, bum. Y en medio de aquel bum-bam la pelota zumbaba y el hijo golpeaba más fuerte porque sentía que tenía un partidario. El padre comprendió que con el bumbam le estaban robando al hijo. Gombrowicz había perdido la patria y se había asociado con Gonzalo en una empresa ignominiosa para humillar al padre. Los compañeros de la empresa equino canina donde trabajaba sintieron la necesidad de llevar a cabo un hecho más terrible aún que el filicidio y el parricidio que se estaba planeando, un horror que los colmara de poder, se propusieron entonces torturar al embajador junto a su mujer y sus hijos y después matarlos a todos arrancándoles los ojos.

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Todo les parecía poco, así que pensaron que lo mejor sería matar al hijo del comandante, esa muerte aumentaría tanto el horror que la naturaleza, el destino y el mundo entero iban a cagarse en los pantalones. Gonzalo y el hijo jugaban a la pelota y el mequetrefe se movía con el hijo clavando palitos, bumbambeaban. El comandante se paseaba comiendo ciruelas, el hijo estaba delante de Gombrowicz con su voz fresca y alegre, su risa armoniosa, y los movimientos de todo su cuerpo ágiles y livianos. El padre observaba a Gonzalo que llevaba el ritmo del bumbam, y el bumbameo unía a los muchachos debajo de los árboles. ¡A bailar!, un gentío increíble, la flor y nata de la colonia polaca, mejor olvidar y no dejar transparentar nada. En la oscuridad se escondían algunas siluetas monstruosas, parecían perros pero tenían cabezas humanas, se agrupaban en un montón y parecían brincar, copular y morder. Los polacos de la empresa equino canina se preparaban para ser terribles matando al hijo. Las parejas bailaban y el hijo bailaba con una hermosa polaquita lleno de brillo y gallardía. Si el joven saltaba, el mequetrefe saltaba, bailaban al ritmo del bumbam, temblaban los cristales, la colonia polaca quería bailar la mazurca pero era imposible, sólo había bumbam. El padre tomó un gran cuchillo y lo guardó en un bolsillo. Y, de pronto, bum, el criado contra una lámpara; y el hijo, bam, a la lámpara; vuelve el mequetrefe, bum, a un jarrón; y el hijo, bam, al jarrón; bum, el criado contra el padre; el padre cae al suelo y ya se apresuraba el hijo a bambearlo con su bam. En aquel pecado general, mortal, en aquella debacle, en medio de esa enorme corrupción no existía otra cosa que el llamado del bum-bam y el trueno del asesinato. El hijo volaba hacia el padre, pero en vez de bambearlo con su bam, lo bambeó con una risa que le estalló en la garganta. El embajador también estalló de risa. Fue un bramido de risa general en todo el salón. Junto a las paredes habían quienes se pedorreaban y quienes se meaban de risa. Bambeabam. “Solía comer en un restaurante donde los putos del ballet habían establecido su cuartel general y cada noche me sumergía en las aguas turbulentas de su locura, de su ritual, de su conspiración infatuada y atormentada, de su magia negra. Por lo demás, había entre ellos personas excelentes, de grandes virtudes espirituales, a los que observaba con terror, viendo en el negro espejo de esos lagos alocados el reflejo de mi propio problema (...)” “Y de nuevo me preguntaba si a pesar de todo yo no era uno de ellos (...) Durante los siguientes años de mi estancia en la Argentina, la necesidad de trabajar para vivir me agobió de tal manera que toda la realización de mi programa a largo plazo y escala más amplia se hizo técnicamente imposible (...)” “No podía concentrarme. La burocracia me absorbió y me atrapó entre sus papeles absurdos, mientras la verdadera vida se alejaba de mí como el mar durante la manera baja. Con un último esfuerzo escribí “Transatlántico”, en el que encontraréis muchas de las experiencias que acabo de contar (...)” “Luego fui condenado a una labor literaria esporádica, de domingos y días festivos, como este diario que estoy escribiendo, donde no puedo transmitiros nada aparte de un resumen superficial, pobremente discursivo, casi periodístico. Qué le vamos a hacer. Que sea al menos una huella de mi manera de comportarme con mi segunda y dolorosa patria, la Argentina, que el destino me había deparado y de la que hoy en día ya no podría separarme”

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El “Transatlántico” estrafalario, esa sátira de la vida de Gombrowicz en Buenos Aires en sus comienzos argentinos, se convirtió en un barco en el que regresó a Polonia. “Sea como fuere, en este barco he regresado a Polonia. Se acabó el tiempo de mi exilio. He regresado, pero ya no como un bárbaro. Tiempo atrás, en la época de mi juventud, en mi país, me sentía completamente salvaje frente a Polonia, no sabía afrontarla, no tenía estilo, ni siquiera era capaz de hablar de ella; ella sólo me atormentaba. Después, en América, en América me hallé fuera de ella, separado. Hoy las cosas son distintas: regreso con unas exigencias concretas, sé qué es lo que debo pedir de la nación y sé lo que puedo darle a cambio. Me he convertido en un ciudadano”

WITOLD GOMBROWICZ Y STANISLAW WYSPIANSKI Stanisław Wyspianski, dramaturgo, poeta, pintor, arquitecto y ebanista polaco, fue uno de los artistas más polifacéticos y sobresalientes de su época en Europa. Mezcló el Art Nouveau con temas de la historia polaca. En sus vidrieras de la iglesia franciscana de Cracovia expresa una enorme dosis de emoción religiosa. Su modernismo se hace casi extravagante. Escribió dramas de la historia polaca; “La boda” es un retrato sarcástico de la sociedad polaca del siglo XIX. El carácter patético y fantástico de Wyspianski no le caía bien a Gombrowicz pues a su entender no veía los fenómenos concretos sino sus sublimaciones y sus síntesis conceptuales. “Wyspianski es la antítesis de Sienkiewicz, porque mientras Sienkiewicz se entregó al lector, Wyspianski se dedicó al arte, a un arte por lo demás exageradamente patético e irreal (...)” “Sienkiewicz aspiraba a conquistar las almas, mientras Wyspianski a ser artista; Sienkiewicz buscaba la gente, y Wyspianski, el arte y la grandeza. Su mundo es un mundo abstracto en el que los conceptos sustituyen a los hombres, es el mundo de la cultura (...) La nación necesitaba a alguien que de un modo grandioso cantara su grandeza. Entonces Wyspianski se plantó delante de la nación y dijo: –¡aquí me tenéis! Nada de pequeñez, sólo grandeza, además en columnas griegas. Fue aceptado (...) Wyspianski, demasiado majestuoso para abordar cualquier detalle, estaba condenado a coexistir únicamente con los elementos y las fuerzas elementales tales como: Sino, Polonia, Grecia, Niké, o algún fantasma de su propia invención. Su arte no es como el de Shakespeare o el de Ibsen –la vida corriente llevada a las alturas del drama (y no me habléis de „La boda‟)– aquí todo gira desde el principio al fin por la bóveda celeste de la Historia y el Destino (...)” En “La boda”, esa obra de teatro que Gombrowicz hace rodar por la bóveda celeste de la irrealidad y de la historia, Wyspianski reflexiona sobre el destino de su país al mostrar la boda de la hija de un campesino con un poeta, un relato amargo sobre la unión de un hombre inteligente a una familia de campesinos, sus opiniones de oposición, la inhabilidad del artista para encontrar un lugar propio en el mundo y sus sueños infructuosos de libertad. “Y qué hay de nuevo en política, señor”, las palabras iniciales de “La boda”, son miradas como un espejo cuando los polacos se preguntan por su condición nacional y

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espiritual. Existe un contraste entre la clase intelectual que representa el novio y sus amigos, y el sencillo campesinado de la novia y su familia. Esa atmósfera festiva al abrigo de la noche, de alegría acentuada por la danza, el alcohol y la agradable conversación, se convierte en escenario propicio de ensoñaciones y escenas fantasmagóricas, que se transfiguran en una alegoría de la nación polaca, que pugna por volver a salir a la luz. Los distintos personajes simbolizan la fuerza con la que cuenta Polonia para desembarazarse del yugo de los imperios que la han venido dominando, singularmente el de Rusia y el austrohúngaro. En esta obra se lanza un gran interrogante acerca de la capacidad de los intelectuales para guiar a la gente sencilla en el camino a la libertad. El espíritu romántico y patético de Stanislaw Wyspianski entra en conflicto con el de Gombrowicz. Gombrowicz era un enemigo implacable de las quimeras y un defensor acérrimo de la realidad, aunque siempre tuvo las manos libres para ponerle distancia al realismo, el realismo es una manera pesada e ingenua de ver la realidad. A pesar de los diferentes puntos de partida para ver el mundo de estos dos polacos ilustres, curiosamente se ponen en contacto en una atmósfera de irrealidad en “La boda” y “El casamiento”. Gombrowicz empezó “El casamiento” durante la guerra con el propósito de escribir la parodia de un drama genial al estilo de Shakespeare. Se propuso mostrar a la humanidad en su paso de la iglesia de Dios a la iglesia de los hombres, pero esta idea no se le apareció al comienzo de la obra, en la mitad del segundo acto todavía no sabía bien lo que quería. “El casamiento” representa la teatralidad de la existencia, una realidad creada a través de la forma que se vuelve contra Henryk y lo destruye. En esta obra Gombrowicz le abre la puerta a sus percepciones proféticas. Es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible como un acorde disonante entre el individuo y la forma. En esta pieza de teatro se cuenta el sueño de un soldado polaco alistado en el ejército francés que está peleando contra los alemanes en algún lugar de Francia. Durante el sueño se le abren paso las preocupaciones que tiene por su familia perdida en alguna de las provincias profundas de Polonia y se le despiertan los temores del hombre contemporáneo a caballo de dos épocas. Henryk ve surgir de ese mundo onírico a su casa natal en Polonia, a sus padres y a su novia. El hogar se ha envilecido y transformado en una taberna en la que su novia es la camarera y su padre el tabernero, y ese padre miserable y degradado en una posada miserable, perseguido por unos borrachos que se mofan de él, grita al cielo que es intocable, y alrededor de esta exclamación se empieza a hilar toda la trama de la historia. Si el mundo existe como yo lo percibo o como una realidad anterior a la división en sujeto y objeto, no son asuntos que le hayan quitado el sueño a Gombrowicz, pero sí se lo quitó la consecuencia que se desprende de ellos: el carácter originario de su yo. El yo es una idea poderosa porque es el origen de todas las cosas, y también por la grandeza que puede alcanzar ese yo en la forma de una personalidad. Que el yo sea el origen de todas las cosas es una cuestión a la que le sale al paso Martín Buber cuando lee “El casamiento”. Había caído en las manos de Gombrowicz, “¿Qué es

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el hombre?”, un libro de Martín Buber que había alcanzado una gran difusión, y descubre leyéndolo que el filósofo utilizaba el concepto del “entre” en el mismo sentido que lo usaba él, entonces se anima y le manda “El casamiento”. Matin Buber le escribe una carta muy cordial a Gombrowicz en la que le dice que la pieza de teatro era realmente un experimento audaz y, como tal, más importante que las curiosidades que había puesto en juego Pirandello, pero le pone de manifiesto también la naturaleza irreal de “El casamiento”, la misma irrealidad que Gombrowicz destacaba en Wyspianski. La tragedia sólo es posible si hay por lo menos dos personas, si existe un antagonismo real entre dos personas diferentes, ajenas una a la otra que, por esa diferencia, se pueden destruir mutuamente. Pero si lo que ocurre, ocurre entre una persona y un mundo cuya existencia está tan solo en el poder de su imaginación, el resultado puede ser irónico o paradójico, satírico o burlesco, todo menos dramático, pues no existe drama donde la resistencia del otro no es real. El psicodrama no es un drama porque el otro que se encuentra en el fondo del alma, como espejismo o imagen, no es y no puede ser una persona. “No lo niego. “El casamiento” es una versión loca de una historia loca; en el desarrollo onírico o etílico de su acción se refleja lo fantástico del proceso histórico (...)” Gombrowicz reconoce la participación de elementos fantásticos en el desarrollo de sus creaciones pero no acepta que su irrealidad tenga la misma naturaleza que la de Wyspianski. “Wyspianski puso en marcha una patética maquinaria que acabó por aplastarlo, por eso es tan grandiosa la puesta en escena y en proporción resulta tan poca cosa lo que el autor quiere decir a los polacos (...)” “A los polacos y a los no polacos. Su teatro ha sido un fracaso en el extranjero, no porque sea polaco, sino porque desde el punto de vista universal, carece de elementos enriquecedores. ¿Grecia? El teatro griego era algo natural para los griegos y estaba acorde con su manera joven de sentir la existencia (...)” “En cambio, para nosotros este teatro ya no es más que autoritario, nos influye con su magnificencia histórica, igual que la misma Grecia. El carácter griego de la obra de Wyspianski se limita a la majestuosidad del decorado. No es algo que refresque y purifique nuestra visión, es únicamente solemne (...)” “Por lo cual resulta que su supuesto realismo esta a cien millas de la realidad. Wyspianski no veía los fenómenos concretos, porque sólo se fijaba en sus sublimaciones y síntesis conceptuales. Un teatro en medio de conceptos. Fue un gran director de escena. Aportó unos decorados espléndidos. Hizo todo lo posible para asegurar un gran patetismo al espectáculo. Salió al escenario, pero, intimidado por la grandiosidad del decorado, se calló”

WITOLD GOMBROWICZ Y STANISLAW PRZYBYSZEWSKI Stanislaw Przybyszewski, el ideólogo y el más radical propagador de la estética modernista en Polonia, se dio a conocer como dramaturgo y novelista. En sus novelas aparece la oposición entre el individuo con ambiciones artísticas y el ambiente social

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con sus mecanismos destructivos. La acción de la mayoría de las novelas de Przybyszewski se desarrolla en un ambiente bohemio y el tema del instinto sexual aparece con frecuencia en su prosa. Como dramaturgo, Przybyszewski resume en su obra teórica los principios del drama sintético que ejecutaba en su propia obra dramática. Su teoría presenta coincidencias con los principios del simbolismo pero quizás, lo más importante de su creación dramática, sea que rompe con las limitaciones temáticas existentes hasta aquel momento en el drama polaco. El tema fundamental de casi todas su obras es el conflicto entre el erotismo y las normas éticas, unas energías a las que trata de poner en caja con un demonismo desembozado. Su obra, marcada por el simbolismo de Strindberg y por el expresionismo alemán, puede considerase como un punto de enlace con la vanguardia polaca, más especialmente con Stanislaw Ignacy Witkiewicz y con Bruno Schulz. La obra de Gombrowicz en la que aparecen con más claridad las concepciones que puso en juego Przybyszewski es “Pornografía”. “El protagonista de esta novela, Fryderyk, es un Cristóbal Colón que parte a descubrir tierras desconocidas. ¿Qué busca? Esa belleza nueva, precisamente, esa poesía nueva disimulada entre el adulto y el joven (...)” “Es un poeta de una conciencia llevada al extremo, al menos eso es lo que yo pretendía. Pero resulta tan difícil entenderse en nuestros días... Algunos críticos han visto en él a un Satán, ni más ni menos, y otros, se han contentado con una definición más trivial: un voyeur” Pero Gombrowicz incluyó a Przybyszewski en el grupo de escritores polacos anteriores a su generación que se malograron por haberle dado una excesiva importancia a la participación de su „yo‟, una idea que en sus manos resulta un tanto llamativa. “Probablemente era el único que podía llevar a cabo la revisión de nuestros valores, o al menos enriquecer nuestra vida con una serie de mitos estimulantes y categóricos en su extremismo (...)” “No tiene mayor importancia el hecho de que introdujera la modernidad y la bohemia, lo que importa es que aboliera nuestro bonachón, puro y cívico concepto del arte, introduciendo en nuestro idilio polaco el concepto de la creación artística como un proceso demoníaco. Fue el primero en Polonia que encarnó el arte implacable, un arte que no hacía concesiones a nadie ni a nada y que constituía una tremenda descarga del espíritu (...)” “Fue el primero entre nosotros que realmente exigió el derecho a la palabra ¿A qué atribuir el hecho de que esta imaginación se volviera pretenciosa, de mal gusto, retorcida, chillona, de que enfermase de Przybyszewskianismo? La corriente del pensamiento europeo que lo había fecundado estaba a un paso de la ridiculez, y sin embargo nunca cayó en ella (...)” “Si el estilo de Schopenhauer era infalible, el de Nietzsche, el de Wagner, el de los representantes del romanticismo alemán y del satanismo francés o escandinavo en cambio, en más de una ocasión rozaron una grandilocuente chapuza. Y sin embargo, sólo en un polaco creció de esta semilla un árbol de una ridiculez y un mal gusto evidentes (...)” “¿Será posible que hasta tal punto los polacos no sirvamos para el demonismo? Aquí se manifiesta de nuevo la impotencia del polaco ante la cultura. Para el polaco, la cultura

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no es algo de lo que él mismo se sienta coautor, la cultura le viene de afuera como algo superior, sobrehumano, y le resulta imponente. Pero ¿qué es lo que le resulta imponente a Przybyszewski? ¿La Nación? ¿El Arte? ¿La Literatura? ¿Dios? (...)” “Przybyszewski tiene mucho de un provinciano al que han dejado sentar a la mesa de la Europa más aristocrática, pero a él no le importa tanto Europa como Przybyszewski mismo. Porque al polaco lo que se le resulta imponente es él mismo en su dimensión histórica, no hay nada que lo intimide más que su propia grandeza (...)” “Igual que Pilsudski aplastado e incluso horrorizado con Pilsudski, igual que Wyspianski inmovilizado bajo el peso de Wyspianski, igual que Norwid gimiendo y cargando sobre sus hombros a Norwid, también Przybyszewski miraba con temor y terror sagrados a Przybyszewski. En todo lo que escribe se oye: ¡Yo soy Przybyszewski! ¡Soy un demonio! ¡Soy un profeta! La incapacidad de armonizar lo cotidiano y lo corriente con la grandeza o la sublimación (...)” “Si hubiese conservado el oído, el gusto y la vista de un hombre normal, un ataque de risa convulsiva lo hubiera prevenido de las piruetas del demonismo. Pero, como era polaco, tenía que estar de rodillas. Y estaba de rodillas ante sí mismo” Gombrowicz intentó en “Pornografía” elevarse por encima del erotismo y el satanismo de Przybyszewski y de Witkiewicz. Poco tiempo después de haber terminado esta novela le pareció que esta obra podía ser un intento de renovación del erotismo polaco, un erotismo que se correspondiera mejor con el destino y la historia de la Polonia de los últimos años hecha de violencia y esclavitud, una historia que descendía hacia el oscuro extremismo de la conciencia y del cuerpo. La idea de que “Pornografía” podía ser el moderno poema erótico de Polonia no se le apareció mientras la escribía, era una idea extraña, por otra parte, ajena a su naturaleza. Extraña porque Gombrowicz no escribía para la nación ni con la nación ni desde la nación, escribía consigo mismo y desde su propio interior. La novela comienza cuando Gombrowicz y Fryderyk se van a la casa de campo de Hipolit para escaparse del drama colectivo de la ex-Polonia, de la ex-Varsovia y de las discusiones interminables sobre la nación, Dios, el proletariado, el arte. En el primer domingo de misa Gombrowicz observa a su compañero que arrodillándose y actuando de una manera particular le va quitando importancia a la ceremonia religiosa. Con una mirada obsesiva y penetrante Fryderyk establece un contacto sensual entre las nucas de dos jóvenes, se volvía temible y, de repente, esa misa celebrada en un lugar de la Polonia abandonada a los alemanes, cayó fulminada por un rayo, como si el absoluto de Dios hubiera muerto. Pero cada nuca estaba sola, no estaban juntas, eran las nucas de Henia, la hija de Hipolit, y de Karol, un auxiliar de la finca. Y la novela termina a lo Shakespeare, en una verdadera tragedia. Cómo es que se pasa de la descomposición del ritual religioso y de las nucas a semejante carnicería, sólo Dios lo sabe. El estallido de las monstruosidades señoriales y campesinas que confluyen en el gesto del sacerdote celebrando la misa, y la nihilización de la iglesia, preparan el camino para el reemplazo de Dios por una nueva deidad. Las nucas de Henia y Karol se asocian en la conciencia de Gombrowicz de una manera lasciva, le nace el pensamiento de que los jóvenes deben consumar con el cuerpo la atracción que él había descubierto, y es alrededor de este elemento erótico cómo se empieza a desarrollar la historia.

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Henia y Karol son representantes de la tentación y del pecado; Waclaw, el prometido de Henia, y su madre Amelia, de la corrección y de los principios religiosos. De qué son representantes Fryderyk y Gombrowicz es más difícil saberlo. Por ahora digamos que son dos adultos mirones y lascivos que planean, en principio, que los dos jóvenes se presten atención y consumen una atracción que grita al cielo, salvo para los jóvenes mismos. Karol es atractivo con una juventud violenta que lo arroja en los brazos de la brutalidad y la obediencia. Sensual, carnal y con una sonrisa que lo ata a una inferioridad superficial, no puede defenderse. Esta mezcla explosiva en la conciencia de Gombrowicz se le echa encima a Henia como si fuera una perra, arde por ella, un deseo que nada tiene que ver con el amor, un enamoramiento becerril con toda su degradación. Pero la joven señorita tiene con el muchacho un diálogo desembarazado y confiado, los jóvenes no se comportan según el contenido de la conciencia de Gombrowicz. En este punto Gombrowicz se pregunta cuánto sabe Fryderyk de todo esto: de la descomposición de la misa, de la atracción de las nucas, del llamado del cuerpo de los jóvenes a la consumación. Henia es una colegiala cortés, cordial y muy atractiva. Cuando Fryderyk tenía apartes con Henia a solas Gombrowicz pensaba: se la lleva para hacer cosas con ella o ella se va con él para que él le haga cosas. A partir de ese momento Fryderyk se convierte en el operador del drama mientras Gombrowicz le sigue los pasos y trata de interpretar el significado de sus maniobras. Fryderyk maniobra con los pantalones de Karol cuando le pide a ella que se los remangue, es como si les estuviera diciendo: vengan, háganlo, gozaré, lo deseo. Gombrowicz quería averiguar cuánto de ingenuos eran los jóvenes respecto de los propósitos de Fryderyk y pensaba más o menos así: Henia remangaba para que Fryderyk gozara, de modo que estaba de acuerdo con que él gozara con ella. Y que Fryderyk gozara también con Karol, ella se daba cuenta de que entre los dos podían excitar y seducir, y también Karol lo sabía porque había colaborado en aquel juego. No eran tan ingenuos, entonces, conocían su propio sabor. La situación no tenía vuelta atrás, los cuatro eran cómplices en el silencio pues el asunto era inconfesable y vergonzoso. Después de que Karol le levantara la falda a una vieja fregona y asquerosa haciéndole brillar la blancura del bajo vientre y la mancha de pelo negro, le dice a Gombrowicz que le gustaba Henia pero que le gustaría más hacerlo con doña María, la madre de Henia. El joven estaba actuando para los adultos porque quería divertirse con ellos, y no con Henia, porque los adultos, aún dentro de su fealdad, podían llevarlo más lejos al ser menos limitados. Pero esto no es lo que quería Gombrowicz, Karol era demasiado joven para Dios y para las mujeres, era demasiado joven para todo. El sueño de los dos adultos de que los jóvenes consumaran su atracción innegable se venía abajo, era una pareja adulta de enamorados en la frustración, desdeñada por la otra pareja de amantes, el fuego de su excitación no tenía nada en qué descargarse, llameaba entre ellos, estaban asqueados el uno del otro y se juntaban en una sensualidad irritada. Pero Fryderyk continuaba con sus maniobras calculadas para juntarlos obligándolos a pisar una misma lombriz hasta partirla, para que causaran tormentos con sus suelas, con toda calma habían transformado en un infierno la existencia de la pobre lombriz. Un

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pecado común cometido para los adultos que penetraba la intimidad fundiendo a unos con otros. En la virtud los jóvenes se le presentaban cerrados, herméticos, pero en el pecado podían revolcarse con ellos. Era un sistema de espejos, Fryderyk lo miraba a Gombrowicz y Gombrowicz lo miraba a Fryderyk, hilaban sueños por cuenta del otro y de ese modo llegaban hasta la idea que ninguno de ellos se habría atrevido a dar por suya. Por su parte Henia les hacía saber que era creyente, que si ni lo fuese no se confesaría ni comulgaría, que sus principios eran los mismos que los de su futuro marido, que su futura suegra era para ella como si fuera su madre, que era un honor para ella entrar en esa familia, y que era seguro que si se casaba con Wlacaw no haría nada con otro. Un comentario que parecía severo pero que era también una confiada y seductora confesión de su debilidad, excitaba, precisamente, por su virtud. Y también les decía que Karol no quería a nadie, que lo único que le interesaba era acostarse un poquito, que ella ya lo había hecho con un guerrillero, que sus padres lo sospechaban porque los habían sorprendido juntos, pero que no querían sospecharlo. Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud ejemplar. En ella regía el Dios católico, desprendido de la carne, un principio metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender las majaderías que tramaban los adultos con Henia y Karol. Parecía enamorada de Fryderyk, estaba subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y distraer por nada, un ser de una seriedad extrema. En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la misa en la iglesia. Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar, según todo lo hace parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek, transcurren unos minutos y llega a la mesa donde están su hijo y los invitados, se sienta y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado porque Amelia no pudo contar nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente. Fryderyk era mal psicólogo porque tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. La sospecha que flotaba en el aire era la de que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había clavado el cuchillo. Si esto era así no podían entregar a Joziek a la policía. A la casa de Hipolit llega Semian, un jefe de la resistencia que se había vuelto cobarde. Sus compañeros temen que se convierta en delator y le piden a Hipolit que lo mate. Semian actualiza el sentimiento de que todos estaban atados a la patria, todos eran instrumentos de todos los demás, y a cada cual le estaba permitido servirse del instrumento con la mayor temeridad, para la causa común. La presencia del recién llegado convirtió a Karol en un soldado, preparado a dispararse como un perro al oír la orden. Pero no era sólo él, la miseria romántica tan repelente unos instantes atrás cedió de pronto, y todos en la mesa, como si fueran una patrulla, esperaban la orden para entregarse a la lucha.

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Mientras tanto Fryderyk seguía maniobrando para juntar a Henia con Karol, esta vez utilizando al prometido. Le dio los papeles de un teatro escrito por él y los hacía actuar en el parque, participaban de una escena extraña en la que los jóvenes, según desde dónde se los mirara, recitaban con ademanes poéticos o caían en el pasto para revolcarse. Lo único que atinó a decir el pobre Waclaw, que observaba la escena desde el lugar en que lo había puesto Fryderyk, es que eso de caer tan pronto y luego levantarse era raro, que así no se hacía, que le parecía que ella no se había entregado a él, y que eso le resultaba peor que si hubieran vivido juntos, que si se le hubiera entregado él podía defenderse, pero así no, porque entre ellos ocurría de otro modo, y al no habérsele entregado Henia era todavía más de Karol. Llegando al final hay un intercambio de mensajes escritos entre Gombrowicz y Fryderyk, es un intento que hacen los adultos por saber qué es lo que está pasando realmente. Fryderyk confiesa que no tiene un plan determinado, que actúa siguiendo las líneas de tensión y del apetito. Él piensa que los jóvenes no se juntan porque sería demasiada plenitud para ellos, que se les acercan y flirtean porque quieren hacerlo gracias a ellos, a través de ellos y también de Waclaw, por ellos. Lo peligroso de todo esto es que Fryderyk siente que ha caído en manos de unos seres frívolos, unas manos apenas crecidas, y en la plenitud de su desarrollo intelectual y moral. Fryderyk se sentía empujado con el pensamiento y la pasión a hacer justamente lo que estaba haciendo, como un Cristo crucificado en una cruz de dieciséis años. Y llegamos al final. Los adultos no se animan a matar a Semian y le piden a Karol que lo haga con la irresponsabilidad de la juventud para quitarle gravedad a al crimen tan siniestro que se está planeando. Waclaw, que está preparando su propia muerte entra al cuarto de Semian y lo mata. Apaga la luz y se enmascara con un pañuelo para que no lo reconozca Karol cuando le abra la puerta. Karol no lo reconoce y lo mata creyendo que es Semian. Queda un cabo suelto, Joziek, el joven al que no se lo puede entregar a la policía porque es inocente, entonces, Fryderyk lo mata, y no se sabe si lo mata para guardar sin mancha la memoria de doña Amelia que había caído en el pecado original, o para ponerle el punto final a la no consumación de los jóvenes. Hania y Karol sonríen, “como sonríe la juventud cuando no sabe cómo salir de un apuro. Y durante unos segundos, ellos y nosotros, en nuestra catástrofe, nos miramos a los ojos”. WITOLD GOMBROWICZ Y STANISLAW IGNACY WITKIEWICZ “Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración provenía del cinismo, era suficientemente degenerado y loco como para salir de la normalidad polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla a la realidad. Sin embargo, desaprovechó su talento, al igual que Przybyszewski, seducido por su propio demonismo, sin saber unir lo anormal a lo normal y, víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad (...)” Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma; cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como suele decirse, más

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fuerte que nosotros. Y no es de extrañar, pues, que estos escritores muy poco asentados en la realidad, o más bien asentados en la irrealidad polaca o en la realidad incompleta, no supieran defenderse ante la hipertrofia de la forma (...)” “Para Witkiewicz, igual que para Przybyszewski, el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del esfuerzo, por eso la forma de ambos es tan apresurada como negligente” Gombrowicz veía a Witkiewicz a menudo en su juventud, pero tenía que utilizar alta diplomacia para mantener una cierta armonía con una naturaleza tan diferente de la suya. Hay que decir que Witkiewicz también le tenía paciencia a él. Gombrowicz, que conocía el egocentrismo agresivo de ese gigante pesado, estaba dispuesto a romper las relaciones con él en cualquier momento, así que no le importaba que para diferenciarse de Witkiewicz tuviera que insistir en la representación del papel de un terrateniente snob y amanerado. Witkacy se daba cuenta que le respondía con su propia pose a su pose, pero el séquito de tontos que lo rodeaba, en cambio, lo consideraba a Gombrowicz como a un verdadero idiota. Hay que decir, no obstante, que este hombre endemoniado luchaba contra el fanatismo nacionalista, contra los delirios de grandeza polacos, contra la misión de Polonia “Semper fidelis” en los confines de Europa. Despreciaba a los intelectuales polacos mediocres. El elemento que lo hace a Witkacy tan familiar a nuestro presente es el demonismo, un demonismo al que Gombrowicz califica de monstruosidad. Su objetivismo inhumano se transformó en algo escandalosamente humano, se transformó en cinismo, y el cinismo se metamorfoseó en brutalidad sexual. A las monstruosidades del cinismo del intelecto y de la brutalidad del sexo Witkiewicz le agregó otra monstruosidad más: el absurdo. Impotente y desesperado frente la insensatez del mundo lleva el absurdo al punto de convertirse él mismo en un absurdo, un sin sentido que utiliza para vengarse de los hombres en todos los planos de la existencia. “Finalmente llega a la monstruosidad metafísica. Quiere alcanzar el escalofrío metafísico que nos arranca de lo cotidiano, colocando a la naturaleza humana en contacto inmediato con su insondable misterio. Por otra parte, esta metafísica no eleva al hombre, al contrario, lo desfigura. Witkiewicz tiene algo de un ser fantástico por su deforme y convulsa capacidad de excitarse frente al abismo de su propia persona (...)” “El frío sadismo con el que este autor trata los productos de su imaginación no se apaga jamás, ni siquiera un segundo. La metafísica es para él una orgía, en la que se abandona con el enfurecimiento de un loco” Gombrowicz era el benjamín de un grupo que recibió el nombre de los tres mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz, Bruno Schulz y Witold Gombrowicz. Sin embargo, ninguno de los tres tenía un sentimiento marcado de pertenencia a ese clan de escritores cuyo horizonte era bastante diferente al del nivel medio de la literatura polaca. Bruno Schulz llevó a Gombrowicz a la casa del más loco de los mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz. De ese modo esos tres hombres que trataban de orientar la literatura polaca hacia nuevos caminos, que tuvieron una gran influencia en el arte polaco y que fueron apreciados en el mundo, se encontraban por fin juntos.

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Si dejamos un poco de lado el entusiasmo de Schulz por Gombrowicz se podría decir que el escepticismo y la frialdad reinó siempre entre ellos. Gombrowicz no creía en el arte de Witkacy, y Witkacy pensaba que Gombrowicz era demasiado hijo de mamá, no esperaba de él nada extraordinario. Desde el primer encuentro Witkiewicz lo cansó y lo aburrió, se atormentaba a sí mismo y a los demás con una actuación teatral incesante para sorprender y centrar la atención de los demás en él. Sus defectos eran también los de Gombrowicz que los observaba en Witkacy como en un espejo deformante, monstruoso y de proporciones apocalípticas. Cuando le mostró su “museo de los horrores” en el que lucía la lengua seca de un recién nacido Gombrowicz lo detuvo con una actitud de hidalgo polaco: –¡Pero no nos enseñe cosas semejantes! ¡Eso es incorrecto! Fue el instinto de conservación, Gombrowicz sabía que si no se le oponía de inmediato lo iba a dominar e incluir en su séquito. A pesar de los antagonismos y animosidades de los tres mosqueteros tenían en común el deseo de sobrepasar los límites del provincianismo polaco y salir a aguas más abiertas respirando el aire de Europa y del mundo, al contrario de los ases locales que eran cien veces más polacos. Los tres mosqueteros conocían el valor de la originalidad en una medida universal más que local, y abordaban el arte formados en técnicas y conceptos extranjeros de vanguardia decididos a tomar a la literatura polaca por los cuernos. Renunciaron a muchos amores que podían atarlos y fueron más libres e incisivos, más severos y dramáticos. La inteligencia y la intransigencia de Witkiewicz eran espléndidas pero exageraba su actitud de teórico endemoniado y no se daba cuenta de que aburría, su incapacidad de tratar con un hombre vivo sin considerarlo una abstracción era irritante y lo convirtió en un hombre seco y farsante. Witkacy, el demonio, acabó consigo de una manera demoníaca. Huyendo de los bolcheviques en la última guerra se mató en un bosque. Witkiewicz no creía en la casualidad. Se creyó un profeta. Cuando comenzó la guerra intentó entrar como oficial de la reserva, pero a causa de su edad no recibió la orden de movilización. En diciembre de 1939, al conocer que el Ejército Rojo había invadido Varsovia, salió de su casa en busca de un buen árbol a cuyo pie matarse. Una hora después encontró una encina. Comenzó a inyectarse una droga para que la sangre le circulara más rápido y la perdiera de prisa, y luego ingirió luminal. Se hizo un tajo en el brazo con una hoja de afeitar. Al día siguiente lo encontraron muerto, las bellotas de la encina seguían cayendo sobre su cuerpo. Stanislaw Ignacy Mitkiewicz quiso tener más de un nombre, como también los tiene el diablo, y adoptó el seudónimo de Witkacy para distinguirse de su padre, Stanislaw Witkiewicz, pintor y escritor como él. “La derrota que sufrió Witkacy era inteligente: el demonismo se convirtió para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, con la forma pura, sus dramas, sus retratos, sus 'tripas', su 'panza' y sus colecciones porno-macabras (...)” “Lo que se destaca en él es la impotencia frente a la realidad y la suciedad de su imaginación, que no era sólo el resultado de la irrupción de lo asqueroso en el arte europeo, sino también la expresión de nuestra impotencia ante la suciedad que nos devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las casas sin retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda claridad la suciedad como algo extraño

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y horrible, pero no sabían qué hacer con ello, era un forúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas los envenenaban”

WITOLD GOMBROWICZ Y HENRI LEFEBVRE “Lefebvre sobre Kierkegaard: „Perdió su amor, su novia. Ruega a Dios que le devuelva todo lo perdido y espera (...) ¿Qué es lo que reclama, pues, Kierkegaard? Reclama la repetición de una vida que no vivió, la recuperación de la novia perdida (...) Reclama la repetición del pasado; que le sea devuelta Regina, tal como era en los tiempos de noviazgo‟ (...)” “¡Qué parecido tan grande entre este pensamiento de Lefebvre y „El casamiento‟! Sólo que Henryk no se dirige a Dios sino a los hombres. Derriba a su padre-rey (el único eslabón que lo une con Dios y con la moral absoluta), tras lo cual, al proclamarse rey, intentará recuperar el pasado sirviéndose de los hombres, creando de ellos y con ellos una realidad. Magia divina y magia humana” “Lefebvre, igual que todos los marxistas que escriben sobre el existencialismo, resulta a ratos, al menos para mí, perspicaz, pero al cabo de poco tiempo es como si se hubiera caído de una ventana a la calle, resulta totalmente vulgar, insoportablemente plano” Henri Lefebvre, filósofo marxista, intelectual, sociólogo y crítico literario, enfrentado al pensamiento estructuralista francés, sus ideas sobre un marxismo humanista tuvieron una gran influencia en las líneas de pensamiento de los años 1960 y 1970. Lefebvre consideraba necesario que la cotidianidad se libere de los caracteres impuestos por el capitalismo a la vida individual y colectiva. De lo contrario, la cotidianidad será como un depósito subterráneo en el que se sedimentan los convencionalismos y las mentiras del poder y por tanto será también una barrera que impida la creatividad. Para Lefebvre el individuo puede crear una ideología política que le permita cambiar la estructura del entorno y reorganizar el territorio, de manera que el hombre se apropie del espacio que hace a su identidad. En cuanto a Kierkegaard podemos decir que era enemigo del disimulo y las mentiras, quería llevar una vida auténtica en el reino de la fe cristiana y luchar contra la mala fe de los que fingían tenerla sin vivir al nivel de los severos y austeros principios del cristianismo verdadero. Quiso ponerse a prueba él mismo y eligió romper su compromiso con la hermosa Regina Olsen que lo adoraba, una conducta que utilizó desvergonzadamente en sus libros describiendo a la mujer como el eterno enemigo del espíritu, como el diablo que arrastra a los jóvenes a sus trampas. Pero todas estas actitudes con las justificaciones respectivas eran mentiras, mentiras al mundo y a sí mismo. El sueño de Kierkeggard que ruega a Dios que le devuelva a Regina, no es el mismo de Gombrowicz en “El casamiento”; Manka estaba pasada de vueltas cuando Henryk le ruega al padre que se la devuelva virgen e inocente. Los padres de Henryk no tenían una buena opinión de Manka. “Por favor, no piensen que pueden permitírselo todo porque esto es una posada. ¿Pero qué es esto? ¡Eh! Les entran las ganas, también es una calamidad que a esta arrastrada todos la quieran manosear, no piensan más que en tocarla, todos la tocan y la sofaldan,

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día y noche, sin parar, siempre igual, frotarla, sobarla, sofaldarla, y eso trae problemas (...) ¡No te cases con ella! (...)” “Porque el viejo borracho dijo la verdad. Ella tonteaba con Wladzio, en el pasado (...) ¡También yo los sorprendí sobándose junto al pozo en pleno día, se toqueteaban y se buscaban, él a ella y ella a él, Henryk, no te cases!” Gombrowicz empezó “El casamiento” durante la guerra con el propósito de escribir la parodia de un drama genial. Se propuso mostrar a la humanidad en su paso de la iglesia de Dios a la iglesia de los hombres, pero esta idea no le apareció al comienzo, en la mitad del segundo acto todavía no sabía bien lo que quería. “El casamiento” es la teatralidad de la existencia, una realidad creada a través de la forma que se vuelve contra Henryk y lo destruye. En esta obra Gombrowicz les abre la puerta a sus percepciones proféticas. Es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible; un acorde disonante entre el individuo y la forma. Si no hay Dios, los valores nacen entre los hombres. Pero el reinado de Henryk sobre los hombres tiene que hacerse real convirtiéndose en un hecho, las necesidades formales de la acción para hacerlo rey terminan por derrumbarlo y toda la transmutación fracasa; ha recibido un zarpazo de Dios. En esta pieza de teatro se cuenta el sueño de un soldado polaco alistado en el ejército francés que está peleando contra los alemanes en algún lugar de Francia. Durante el sueño se le abren paso las preocupaciones de la guerra. La angustia que le produce su familia perdida en alguna de las provincias profundas de Polonia le despierta los temores del hombre contemporáneo a caballo de dos épocas. Henryk ve surgir de ese mundo onírico a su casa natal en Polonia, a sus padres y a su novia. El hogar se ha envilecido y transformado en una taberna en la que su novia es la camarera y su padre el tabernero, y ese padre empobrecido y degradado en una posada miserable, perseguido por unos borrachos que se mofan de él, grita al cielo que es intocable, y alrededor de esta exclamación se empieza a hilar toda la trama de la obra. Los borrachos cantando y bailando a su alrededor con risas beodas y sarcásticas lo señalan con el dedo como si fuera un rey intocable. Pero, entonces, el hijo le rinde homenaje al padre con toda la seriedad de una consagración real, y el padre se transforma en rey. Ya como rey el padre eleva al hijo a la dignidad de príncipe y le hace la promesa, en virtud de su poder real, de que le concederá un casamiento digno y religioso, y que restituirá a la novia la pureza y la integridad de antaño. Cuando se está preparando el casamiento digno y sagrado que celebrará un obispo el sueño del protagonista empieza a vacilar junto a la ceremonia, Henryk se siente amenazado por la estupidez, justamente cuando aspira con toda el alma a la sabiduría, a la dignidad y a la pureza y, poco a poco, va perdiendo la confianza en sí mismo y en el sueño. Otra vez entra en la escena el cabecilla de los borrachos para provocarlos, y cuando Henryk está a punto de pegarle, la escena se metamorfosea en una recepción de la corte en la que el borracho se ha convertido en el embajador de una potencia extranjera que

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incita al príncipe a la traición. El obispo, el rey, la iglesia y Dios son viejas supersticiones y, si Henryk se proclamara a sí mismo rey, ninguna autoridad divina ni terrenal le sería necesaria. Se administraría a sí mismo el sacramento del matrimonio y obligaría a todos a reconocerlo y a reconocer a la novia como pura y unida a él. Una transformación que había comenzado con la intocabilidad del padre culmina en el paso de un mundo basado en la autoridad divina y paternal a otro en el que la propia voluntad de Henryk deberá convertirse en la autoridad divina y creadora como la de Hitler, como la de Stalin. El príncipe cede a la incitación del borracho, destrona al padre y se convierte en rey, pero el borracho anda detrás de algo más. Cuando estaba por finalizar la ceremonia matrimonial le pide a un amigo de Henryk que sostenga una flor encima de la cabeza de la novia; acto seguido la escamotea rápidamente dejándolos en una actitud falsa y sospechosa que despierta los celos del príncipe. Henryk ve al borracho como si fuera un sacerdote cochino uniendo a su amigo Wlazio y a su prometida Manka en un casamiento inmoral y bajo. Henryk se convierte en un dictador, ha dominado a todo el mundo, también a sus padres, y de nuevo se vuelve a preparar la ceremonia nupcial pero esta vez sin Dios, sin otra sanción que la de su poder absoluto. Pero el dictador siente que su poder sólo tendrá realidad si es confirmado por alguien que realice voluntariamente el sacrificio de su sangre. Le pide a Wladzio que se mate para él, pues este sacrificio calmará sus celos y lo hará poderoso y formidable para realizar su casamiento y conseguir la pureza de la novia. Wladzio se mata, pero Henryk retrocede horrorizado ante lo que ha hecho y el casamiento no se consuma.

WITOLD GOMBROWICZ Y ANDRZEJ BOBKOWSKI Es muy difícil pensar en el determinismo en cualquier campo que sea después del broche de oro que le puso Laplace. Este matemático francés coronó el pensamiento causal afirmando que podemos mirar el estado presente del universo como el efecto del pasado y la causa de su futuro. Ni siquiera la física cuántica se libra del demonio de Laplace, un demonio tan poderoso que lo obliga a Einstein a decir que Dios no juega a los dados. Hasta la cabeza de Gombrowicz era zarandeada por el demonio de Laplace. “Leo los diarios con pasión, me atrae el abismo de la vida ajena, aunque esté adornada o incluso tergiversada; en cualquier caso es un caldo hecho a base de realidad y me gusta saber que, por ejemplo, el 3 de mayo de 1942 Bobkowski enseñaba a su mujer a ir en bicicleta en el bosque de Vincennes (...)” “¿Y yo? ¿Qué hice ese día? Ya veréis, o más bien no veréis: dentro de doscientos o mil años surgirá una nueva ciencia que establecerá las relaciones de tiempo entre los individuos, y entonces se sabrá que lo que le ocurre a uno no deja de tener relación con lo que le ha sucedido simultáneamente a otro... Y esta sincronización de la existencias nos abrirá nuevas perspectivas..., pero basta...” La nueva ciencia surgida para la sincronización de las existencias crearía un campo donde los sucesos estarían completamente definidos, y esta es una cuestión que tiene que sobresaltar a Gombrowicz.

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“Mi novela „Cosmos‟ es capaz de angustiarme, y hasta de asustarme. ¿Por qué? Porque a lo largo de mi vida me he forjado una sensibilidad especial hacia la forma, y, verdaderamente, el hecho de tener cinco dedos en la mano me da miedo (...)” “¿Por qué cinco? ¿Por qué no 327.584.598.208.854? ¿Y por qué no todas las cantidades a la vez? Y en definitiva, ¿por qué dedos? Para mí no existe nada más fantástico que el estar ahí, y ahora, y el ser tal, definido, concreto, éste y no otro?” Sin embargo, el demonio de Laplace es paradójico. Si mis acciones determinan inexorablemente el futuro, soy responsable de todo lo que ocurrirá en el mundo. Pero si mi propia vida está regida por circunstancias que escapan a mi control, entonces, no soy responsable de mis acciones. “Cosmos” es la obra más abstracta de todas las que escribió Gombrowicz, y es por ella que recibió el “Formentor”, es decir, el Premio Internacional de Literatura. Las relaciones que Gombrowicz tenía con la abstracción, especialmente con la matemática que es su forma más pura, se pusieron de manifiesto muy tempranamente. “Volvió a repetirse lo mismo, desgraciadamente, en el examen escrito de matemáticas. Mi falta de talento en esta materia se dejó ver con toda claridad. Ataqué el problema de trigonometría con la bravura de un suicida y, para mi mayor sorpresa, lo resolví en diez minutos. Todo iba como la seda: bastaba sumar unas cuantas cifras y ya estaba listo. Pero yo sabía que era demasiado hermoso para ser cierto y me dispuse a buscar, horrorizado, otras soluciones (...)” “Pero no había nada que hacer, cada vez, como un tren sobre una vía muerta, llegaba a la misma solución sencilla, clara, deslumbrante por su evidencia. Por fin sucumbí, no pude resistirme más a la evidencia y, presa de los peores presentimientos, entregué el trabajo (...)” “Sabía que me iban a poner un cero pero, ¿qué podía hacer si no existía mancha ninguna en mi obra? Sí, un cero en trigonometría, un cero en álgebra, un cero en latín: tres ceros coronaron mis esfuerzos. Parecía que no tenía salvación” La naturaleza de “Cosmos” tiene sin embargo una extraña relación con la ciencia de matemática, especialmente en los desarrollos de series y en el análisis combinatorio, un asunto que ha despertado el interés, entre otros, de Gilles Deleuze. En agosto de 1963 Gombrowicz retoma “Cosmos”, una obra que había interrumpido en febrero de ese año al enterarse que la Fundación Ford lo invitaba a pasar un año en Berlín. En mayo, recién llegado a Berlín, nos empieza a decir que tenía dificultades para terminarlo. En septiembre nos escribe que le faltaban aproximadamente cuarenta páginas muy difíciles y que no le aparecía claro el título. Dudaba entre Cosmos, Figura y Constelación. En octubre nos confiesa que la obra lo había aburrido en tal forma que no tenía ganas de terminarla, que el final era bravísimo y que ensayaba nuevos métodos y concepciones. En diciembre nos cuenta que le faltaban tres páginas para terminar pero que no sabía cómo hacerlo y que a lo mejor lo dejaba sin terminar. En junio de 1964 nos dice que le faltaban diez páginas y en agosto, que lo había terminado. A Gombrowicz no le gustaba dar datos sobre su obra cuando la estaba escribiendo ni detalles sobre su vida privada, por esta razón es que no nos informaba qué parte de la historia de “Cosmos” no tenía resuelta cuando le faltaban cuarenta páginas.

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Pero por esa cantidad de páginas yo calculo que todavía no había decidido hacerlo masturbar a Leon, ahorcar a Ludwik ni desencadenar el diluvio final que se parece bastante a dejar sin terminar la historia. Si bien la masturbación de Leon, el ahorcamiento de Ludwik y el diluvio son elementos verdaderamente dramáticos del final de “Cosmos” todavía nos podemos imaginar que Gombrowicz podía haberlos cambiado por otros. Sin embargo, hay un momento de las obras en el que ya han aparecido las escenas claves, las metáforas fundamentales y los símbolos que apuntan en una dirección determinada y no se pueden cambiar por otros. Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y de lo ya creado se creará el resto. Ese momento es para “Cosmos” la integración del análisis combinatorio con el sistema de series de las bocas de Lena y de Katasia y de los tres elementos colgantes: el gorrión el palito y el gato. Gombrowicz zambulle al matemático de la combinaciones que tiene dentro en los mundos de la causalidad, del azar, de la lógica interna y externa, del intento de organizar el caos. También se introduce dentro de los mundos de la formación de la realidad, de las bocas erotizadas y sexualizadas, de la pasión enfermiza de un joven estudiante, de la masturbación y de la muerte. La acción está constituida por ideas que se perfilan poco a poco y luego se vuelven nítidas, el protagonista le sigue la pista a estas formas para asociarlas pero constantemente le vuelven a caer en el caos. La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad. Gilles Deleuze habla de Gombrowicz en un curso que da sobre la confrontación entre Whitehead y Leibniz como un ejemplo del escritor que sale del caos haciendo series. Para Deleuze, “Cosmos” es el desorden puro del que Gombrowicz sale organizando dos series diferentes, la de los ahorcados y la de las bocas. Después habla de la tonalidad afectiva fundamental de Leibniz y de la de Descartes, la tonalidad afectiva fundamental de Cartesius vendría a ser la sospecha. La filosofía es para Deleuze el arte de formar, de inventar y de fabricar conceptos, una idea realmente interesante. “Sólo hay una manera de salir del caos, haciendo series. La serie es la primera palabra después del caos, es el primer balbuceo. Gombrowicz hizo una novela muy interesante que se llama „Cosmos‟, donde él se lanza, como novelista, en la misma tentativa. „Cosmos‟ es el desorden puro, es el caos, ¿cómo salir del caos? La novela de Gombrowicz es muy bella, muestra cómo se organizan las series a partir del caos, sobre todo hay en ella dos series insólitas que se organizan. Una serie de animales ahorcados, el gorrión ahorcado y el pollo ahorcado, y una serie de bocas, series que se interfieren la una con la otra y poco a poco trazan un orden en el caos. Es una novela muy curiosa que uno no hubiera terminado de leer si es que no se hubiera metido de cabeza dentro de ella”

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WITOLD GOMBROWICZ Y LÉON BLOY “¡La ridiculez de Léon Bloy! Un día anota en su diario que en la madrugada lo despertó un grito terrible como llegado del infinito. Convencido de que era el grito de un alma condenada, cayó de rodillas y se sumió en una ferviente oración. Al día siguiente escribe: „Ah, ya sé de quién era aquella alma. La prensa informa que ayer murió Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que a mí me llegó aquel grito...‟ (...)” “Y para contraste, ¡la ridiculez de Alfred Jarry! Para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los dientes. Lo prefiero a Bloy, a quien Dios proporcionó sobre todo una magnífica superioridad absoluta sobre los demás mortales. Bloy vivía gozosamente entregado al Todopoderoso” “¿Una razón medieval? ¿Un alma medieval? En tiempo de Carlomagno el papel de la intelligentsia era justamente opuesto al de hoy en día. En aquellos tiempos el intelectual estaba subordinado al pensamiento colectivo (de la Iglesia), en cambio el hombre simple pensaba por su cuenta, empíricamente y sin dogmas, en las cuestiones prácticas, cotidianas... Hoy es todo lo contrario...., la inteligencia se ha desencadenado y ya nada puede (...) Si pudiera, aunque fuese por un segundo, abarcar la totalidad. ¿Vivir siempre de fragmentos, migajas? ¿Concentrarme siempre en una sola cosa, dejando escapar todas las demás? ¿De qué me sirve ese Léon Bloy? Aunque...” Las obras de Léon Bloy reflejan una profundización de la devoción a la Iglesia católica y la mayoría en general un gran deseo de lo absoluto. Bloy conoce a una prostituta a la que convierte al catolicismo y que gradualmente empieza a tener experiencias místicas y revelaciones; el clímax de misticismo exacerbado –en un entorno de miseria material y soledad espiritual– y de anuncios apocalípticos incumplidos culmina con la demencia completa de la prostituta y el aplastamiento moral de Bloy. Enemigo declarado del mundo burgués, y de todos los valores que encarnaba el espíritu moderno (progreso, democracia, ciencia), se lo suele emparentar en este aspecto con los grandes artistas contestatarios de fines de siglo XIX: Nietzsche, Dostoyevsky, Kierkegaard, Baudelaire. En algunos asuntos Gombrowicz sigue el camino de Léon Bloy, por ejemplo, cuando se propone alcanzar la totalidad concentrándose en una sola cosa. “Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras” Gombrowicz tenía una gran maestría para animar a los seres sin alma y darles un orden espiritual, por ejemplo, una mano en un relato de los diarios y un cadáver en “Crimen premeditado”. A las diez de la mañana Gombrowicz estaba tomando un café en el Querandí. El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa,

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secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren. La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio. Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al Querandí fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, en el mismo momento, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él. Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque el había vuelto a ella con Nietzsche. Y la mano le vuelve otra vez, ahora con la mano del Embajador de Polonia con quien estaba conversando. Miraba esa mano diplomática apoyada el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo, pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo. Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia. Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches. ¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué. ¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí. Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo, también con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante porque no era aquélla. Está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él, de modo que el ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín. Discute con Gómez sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. El juicio de Raskólnikov no es de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza. Esta conciencia de espejo es como fijar la mano en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. Así como se iba construyendo la conciencia de Raskólnikov, así es como se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite. Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese

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momento? ¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir? “Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia... , donde está mi límite” En “Crimen premeditado” también podemos encontrar algunas huellas de la preferencia que tiene Gombrowicz por Bloy cuando lo compara con Jarry. De la casa de Ignacio K. solicitaron la ayuda de un juez para resolver un problema patrimonial. El funcionario llegó a la noche, lo atacaron los perros y tuvo que meterse de apuro en el coche. Finalmente pudo anunciarse como el juez de instrucción H. y manifestar el deseo de verse con el señor K. El joven Antonio lo hizo pasar y le dijo que era hijo del anfitrión. Su hermana Cecilia, que los esperaba en una sala pequeña, con excepción de una cara bonita, pertenecía a la clase de las jóvenes carentes de reacciones, indiferentes y despistadas. Le dieron la bienvenida, estaban temerosos, pero no se sabía de qué tenían miedo. El juez preguntó si el señor K se hallaba en casa y los hermanos respondieron afirmativamente. La cena fue sombría, el apetito del hambriento juez resultaba extraño tanto a los hermanos como a Esteban, un criado. Cuando terminaron de cenar entró la madre, la señora K., se sentó sin pronunciar palabra, miró con severidad al juez y después de unos minutos le comentó que quizás estuviera molesto por haber hecho un viaje sin sentido puesto que su esposo había fallecido anoche. El juez muy sorprendido le dio las condolencias y balbuceó algo referente al respeto y aprecio que siempre había tenido por el difunto. Como el visitante estaba acostumbrado a los cadáveres provenientes de los asesinatos, en vez de pedir permiso para ver al difunto, lo pidió para ver el cadáver, una palabra que produjo un efecto desafortunado. La viuda rompió a llorar y le tendió una mano que el juez besó con humildad. El protagonista permaneció allí, mirando las manos temblorosas de la señora sin que se le ocurriera nada, sintiendo que su situación a cada minuto se volvía más embarazosa. La señora lo acompañó a ver a Ignacio. Mientras subían al piso superior le comentaba que fue un golpe terrible, que los hijos estaban aturdidos y no decían nada, que Antonio estaba disgustado con ella porque le temblaban las manos, que su hijo no debería haber tocado el cuerpo y esperaba que no enfermara por haberlo tocado, sin embargo, algo se tenía que hacer, hubo que arreglarlo, que Antonio no había llorado en ningún momento, que ella le rogaba al cielo para que pudiera llorar. Cuando la viuda abrió la puerta el juez se arrodilló e inclinó la cabeza sobre el pecho, el muerto estaba en la cama tal como había fallecido. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, muy común en los ataques al corazón. El juez se persignó, rezó una plegaria e hizo un comentario sobre la nobleza de los rasgos del difunto. Se volvió a arrodillar otra vez a dos pasos de un cadáver que no tenía derecho a tocar. Desde el mismo momento de llegada todo lo que había hecho le resultaba falso y pretencioso, como la representación de un actor mediocre. Cuando por fin se halló en su habitación se sacó el cuello y lo arrojó al piso para pisotearlo, estaba furioso, sentía que lo estaban poniendo en ridículo, que aquella mujer malvada había preparado todo muy hábilmente.

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La viuda le exigía que le rinda homenaje, que le bese las manos, que tenga sentimientos. Le daba rabia que no hubieran tenido en cuenta su carácter de juez de instrucción y que en la casa había un cadáver, y que una cosa debía estar relacionada con la otra, un huésped que accidentalmente resulta ser un juez de instrucción al que no le envían el coche y se resisten a abrirle la puerta. A alguien le molestaba la presencia del juez, lo obligaban a arrodillarse y a besar manos con el pretexto de que el finado había muerto de muerte natural. Había algo irregular en todo eso. El funcionario echó mano a toda la agudeza de que disponía y empezó a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. A la mañana siguiente el juez se puso a hablar con el otro criado, le confirmó que Ignacio había muerto en la habitación de arriba, también le dijo que Esteban dormía con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y que él dormía en la despensa, que la señora dormía con el señor pero una semana antes de la muerte se había mudado al cuarto de la hija, y que Antonio dormía en la planta baja junto al comedor. Le resultó extraño lo de la mudanza de la esposa pero se propuso no sacar conclusiones apresuradas. Cuando la viuda le preguntó si ya se iba le respondió que le gustaría quedarse un poco más. La viuda murmuró algo sobre el traslado del cadáver y le preguntó con poca convicción si estaría presente en el funeral. El juez le respondió que sí, que era un gran honor para él estar presente y le pidió permiso para ver el cadáver otra vez. A juzgar por las evidencias el hombre había muerto de muerte natural, sin embargo, se acercó al lecho y tocó el cuello del cadáver con un dedo. La viuda se alarmó pero el juez siguió revisando el cuello y examinado toda la habitación, escrupulosamente. Lo único que desentonaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta. Finalmente el juez se decide y le pregunta a la viuda por qué se había mudado a la habitación de la hija; la viuda le responde ofendida que se había mudado porque su hijo se lo había recomendado, para que Ignacio tuviera más aire pues ya se había estado asfixiando durante todo una noche. La mujer está preocupada, el juez le pide que no trasladen el cadáver hasta el día siguiente, ella se yergue, lo desafía con la mirada y abandona la habitación. Pero, nada, sólo la cucaracha aplastada junto al tocador, es como si el cadáver, contemplando el cielo, estuviera diciendo que había muerto de un ataque cardíaco. El juez salió de su habitación para dar un paseo alrededor de la casa. Cuando entró al comedor Cecilia y Antonio se alejaron rápidamente mientras los sirvientes preparaban la mesa para el almuerzo. La señora estaba aterrorizada y le preguntó a la hija si el juez ya se había ido, no comprendía qué andaba buscando, que Antonio no lo iba a tolerar porque estaba cometiendo una injuria. Cuando el juez le pregunta a Antonio si lo quería al padre, le responde que lo quería bastante y que el día de la muerte había dormido en su habitación de la planta baja. Mientras el juez se lavaba las manos en su cuarto entró el mismo criado de la mañana para preguntarle si necesitaba algo. Le contó que la noche de la muerte del señor Ignacio, Antonio lo había encerrado con llave en la despensa, no estaba dormido a pesar de que era la medianoche y lo había escuchado, le pidió al juez que por favor no comentara esto.

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Pero si en el tribunal le hubieran preguntado al juez en qué se basaba para afirmar que ese hombre había sido asesinado, tendría que haber respondido, que en el comportamiento extraño del hijo, en que todos se comportaban como si lo hubieran asesinado aunque la autopsia hubiera demostrado que había muerto de un ataque cardíaco. En la mesa el juez se mandó una larga perorata sobre la naturaleza del crimen, el crimen real lo comete siempre el espíritu, los detalles son las formalidades médicas y judiciales, los detalles son externos. De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta y, con las manos más temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa exclamando que era un malvado. El juez le responde que si él era un malvado que le explicara entonces por qué habían cerrado la puerta con llave, pensando en la puerta de despensa, la noche de la muerte de Ignacio. Cecilia dice que fue ella, la madre aclara que ella se lo ordenó, pero se referían a la puerta del cuarto de ellas y no a la puerta de la despensa. Antonio manifestó que no podía decir porque había cerrado la puerta y abandonó el comedor. El juez pensó que el cadáver debía haberle preocupado a esa banda de asesinos. A la medianoche Antonio golpeó su puerta y el juez lo hizo entrar, entonces el joven le dice que o se iba inmediatamente de la casa o le hablaba con claridad sobre qué es lo que estaba haciendo. El juez se decide y le dice que está pensando que su padre había sido estrangulado. Se ponen a reflexionar entre los dos y concluyen que nadie pudo haber entrado a la casa desde afuera así que sólo existían seis sospechosos, tres de la familia y tres de la servidumbre. Pero el paso de los sirvientes había sido cerrado por Antonio que no sabía por qué lo había hecho. Como la madre y la hermana también habían cerrado la puerta de su cuarto sin saber por qué, el único sospechosos que quedaba era Antonio. Otra cuestión que lo volvía sospechoso es que no había llorado, y que se sentía feliz por la muerte de su padre. Pero nadie había estado en el cuarto de Ignacio porque Antonio, no sólo había cerrado la puerta de la despensa, sino también la de su propia habitación. Antonio murmuraba que como todos temían que el padre se muriera, posiblemente, por miedo y por pudor se habían encerrado con llave. En fin, porque todos querían que Ignacio resolviera por su cuenta sus asuntos. Cuando el juez se estaba preguntando quién lo habría hecho entonces, Antonio se quebró y le confesó que lo había hecho él, que lo había hecho maquinalmente, sin pensarlo, que en un minuto lo había estrangulado, había regresado a su cuarto y se había dormido profundamente. El juez le hizo ver que, sin embargo, existía una pequeña dificultad, una pequeña formalidad nada importante: el cuello no revelaba huella alguna de estrangulación, el cuello no había sido tocado. Dicho esto se deslizó por la puerta entreabierta y se fue a esconder en el guardarropa del cuarto donde yacía el cadáver. Esperó largo rato hasta que, finalmente, la puerta se abrió. Alguien se deslizó en el interior y enseguida escuchó un ruido espantoso, la cama crujió estruendosamente, después los pasos se retiraron sigilosamente. Luego de una hora el juez salió del escondite, las sábanas que cubrían el cadáver estaban revueltas, el cuerpo yacía ahora en diagonal y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Las formalidades se habían cumplido ex post facto.

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“Aunque los peritos no estuvieron del todo satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron consideradas al fin, junto a la plena confesión del asesino, como una base legal suficiente”

WITOLD GOMBROWICZ Y DAVID HUME “Tanto para Marx como para Kierkegaard se necesita a Hegel. A Hegel no le hicaréis el diente sin la “Crítica de ka Razón Pura”. Ésta su vez tiene su origen en parte en Hume, en parte en Berkeley (...)” A pesar de que el pensamiento abstracto le producía eczema, Gombrowicz se acompañó durante toda su vida de filósofos importantes. La atracción que le producía Hume estaba determinada especialmente por las reflexiones del filósofo sobre las percepciones y sobre las conexiones no causales de los hechos. Los problemas de la causalidad, del determinismo y del libre albedrío rondaban la cabeza de Gombrowicz. “No tenemos otra noción de causa y efecto, excepto aquella de que ciertos objetos siempre han coincidido, y que en sus apariciones pasadas se han mostrado inseparables (...)” “No podemos penetrar en la razón de esta conjunción. Sólo observamos la cosa en sí misma, y siempre se da que la constante conjunción de los objetos adquiere la unión en la imaginación” Este pensamiento de Hume nos está diciendo que en realidad no podemos decir que un acontecimiento causó al otro. Todo lo que sabemos con seguridad es que un acontecimiento está correlacionado con el otro. Cuando nos parece estar viendo cómo un acontecimiento siempre causa otro lo que en realidad estamos viendo es que un acontecimiento ha estado siempre en conjunción constante con el otro. En consecuencia, no tenemos ninguna razón para creer que el primero causó al segundo, o que continuarán apareciendo siempre en conjunción constante en el futuro. Esta concepción le quita toda la fuerza a la causalidad. Bertrand Russell ha desechado también la noción de causalidad aduciendo que es un tipo de superstición. Hume sostuvo que tanto nosotros como otros animales tenemos una tendencia instintiva a creer en la causalidad debido al desarrollo de hábitos de nuestro sistema nervioso, una creencia que no podemos eliminar, pero que no podemos probar mediante ningún argumento, deductivo o inductivo. A Gombrowicz se le presentaba con frecuencia el problema del determinismo: si mis acciones determinan inexorablemente el futuro, yo soy responsable de todo lo que ocurrirá en el mundo. Pero si mi propia vida está regida por circunstancias que escapan a mi control, entonces, no soy responsable de mis acciones. Hume advirtió este conflicto, al ver el problema desde la perspectiva contraria: el libre albedrío es incompatible con el indeterminismo. Si las acciones realizadas no están determinadas por los acontecimientos anteriores entonces las acciones son completamente aleatorias. Además, y de más importancia aún para la filosofía, no están determinadas por el carácter o por la personalidad. Pero, ¿cómo podría ser alguien responsable de una acción que no es consecuencia de su carácter, sino que ocurre de forma aleatoria?

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El libre albedrío parece necesitar del determinismo, porque de lo contrario el agente y la acción no estarían conectados. Así que, mientras que el libre albedrío parece contradecir al determinismo, al mismo tiempo lo necesita. Todas estas cuestiones Gombrowicz las pone en juego en “Cosmos”. A pesar de la desconfianza que Gombrowicz le tenía a la razón y a las ideas es evidente que se sentía atraído por ellas. En una de las últimas entrevistas que da en 1969 François Bondy le comenta que él pareciera interesarse más en los filósofos que en los artistas. Gombrowicz recoge el guante y le contesta que, no obstante, la filosofía le sigue siendo tan extraña como la ciencia, y que estaba más interesado que nunca por el mundo de las pasiones. “No creo en ninguna filosofía no erótica. No me fío de ningún pensamiento desexualizado. Claro que es difícil creer que la “Lógica” de Hegel o la “Crítica de la razón pura” de Kant hubieran podido concebirse si sus autores no se hubieran mantenido a cierta distancia del cuerpo (...)” “Pero la conciencia pura, en cuanto se realiza, tiene que sumirse de nuevo en el cuerpo, en el sexo, en el Eros; el artista tiene que zambullir al filósofo en el embeleso, en el atractivo, en la gracia” En su intento por volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, Witold, el protagonista principal de “Cosmos”, ahorca a un gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato Al poner en juego intencionalmente elementos reales para configurar una idea que tiene en la conciencia, como el dedo que mete en la boca de Ludwik para entrar en contacto con todas las bocas de la historia, el joven lleva a cabo un acto desleal. Mediante la realización de esta acción anómala perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de esa perturbación. En su intento de asociar lo sagrado con el placer y la perversión le mete un dedo en la boca al sacerdote para hacerlo caer en el mundo, para aislar las corrientes profundas de la forma, para que la realidad aparezca de una manera trágica y metafísica. En el encuentro de una persona con otra hay una zona de la conducta de la que se ocupan la psicología y la antropología. Pero existe además otra esfera en la que el comportamiento no está determinado de antemano, se va ajustando poco a poco y pasa de un cierto caos a una estructura en la que cada persona define en la otra una función. El conflicto entre el libre albedrío y el determinismo y el problema de la causalidad aparecen en “Cosmos” bajo la forma de una geometría artística. De las cuatro narraciones que integran la novelística de Gombrowicz “Cosmos” es la más extraña de todas. La historia comienza cuando Witold se va de la casa de sus padres en Varsovia, estaba harto de toda la familia, se dispone pues a tomar unas vacaciones, a preparar un examen y a disfrutar del cambio de aire. Mientras estaba buscando una pensión barata en Zakopane se encuentra con su amigo Fuks que también estaba huyendo, pero no de sus padres sino de su jefe. Muy cerca de la casa en la que finalmente los jóvenes estudiantes alquilarán un cuarto aparece la primera anomalía de este relato, un acontecimiento extraño alrededor del cual Witold empieza a armar la trama de un misterio que va creciendo hasta desembocar en una verdadera tragedia. En el medio de unas matas ven un gorrión, no era un gorrión común, era un gorrión que estaba colgado de un alambre fino enredado en la rama de un árbol, un descubrimiento a

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primera vista inexplicable pues no tiene sentido ahorcar a un gorrión y luego colgarlo, por lo menos no tiene un sentido racional y coherente. Los problemas con el jefe de la oficina de Fuks y los de Witold con su padre los predisponen a exagerar el significado de algunos hechos sin importancia. Cuando llegan a la casa los atiende Katasia, una mujer cuarentona y regordeta cuya boca no es normal, y ésta es la segunda anomalía en la que pone atención Witold. La boca estirada le enroscaba el labio superior, la frialdad reptiloide de ese labio lo excitó de inmediato, era un oscuro pasadizo que conducía a un pecado carnal gelatinoso y viscoso, como si fuera una vulva. María, la dueña de la pensión, también rechoncha, les muestra la casa y en la cama del primer cuarto que abre estaba acostada su hija sobre un colchón sin sábanas, el muslo de una de sus piernas quedaba destacado contra el elástico metálico pues el colchón se había deslizado. Era un muslo muy atractivo que lo hace arder al instante a Witold impresionándolo tanto como el labio de la posadera. En la cena, Leon, el dueño de la posada, les comunica con un lenguaje jocoso y extravagante que él está a disposición de su esposa, que hace pequeños trabajos en la casa, les recomienda a los jóvenes que prueben la crema que prepara su esposa y asegura que los intelectos de Witold y de Fuks podrán hacer cuanta pirueta ansíen. A su lado estaba Lena, la hija, serena como un lago. La posadera Katasia le alcanzó a Lena un cenicero cubierto con una redecilla de alambres, y aquí se dispara la tercera anomalía. La malla del cenicero enseguida se le asoció a Witold al elástico de la cama con el muslo, y el labio vulva de Katasia con la boca entreabierta de la hija; en ese momento se le despertó a Witold una pasión enfermiza. Era la primera noche, Witold no quería dormir pero tampoco quería levantarse. Como Fuks no estaba en el cuarto se imaginó que había ido a ver al gorrión, el gorrión crecía, se volvía más importante de lo que era, ya era un personaje capaz de recibir visitas. En medio de la noche se encontró en el corredor de una casa ajena en mangas de camisa, una situación que se le asociaba con el erotismo y se le deslizaba hacia la sexualidad como el escurrimiento de la boca vulva de la posadera. En el cielo y en el jardín Witold trazaba líneas imaginarias buscando figuras y formas, los objetos del jardín se ponían unos tras otros como los labios de Katasia tras los de Lena que, en su imaginación, estaban más unidos que en la mesa. No tenían nada en común pero existían unos en relación con los otros como en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras. La intensidad de las estrellas se le asoció con la intensidad del gorrión ahorcado, y el gorrión se le asoció con las bocas, pero el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba afuera, pertenecía a otro mundo. Cuanto menos se justificaba su pertenencia a este mundo más se volvía significativo que lo observaran de esa manera. Y al día siguiente otra vez llegó la hora de la cena. Lena estaba casada, su esposo llegó mientras comían, la hija se había transmutado totalmente por la llegada de aquel hombre que conocía los movimientos más secretos de aquellos labios. Bien formado, apuesto, inteligente y arquitecto pero, ¿qué le hacía él a ella y ella a él cuando estaban juntos? Ver a un hombre frente a la mujer que nos interesa es muy desagradable pero lo peor es que ese hombre se vuelve objeto de nuestra curiosidad.

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Entonces tratamos de adivinar sus gustos ocultos a través de esa mujer aunque eso nos produzca asco. Desplegaban la ternura cortés de los matrimonios jóvenes, las búsquedas pasionales y llenas de repulsión de Witold debían limitarse a la mano de Ludwik que yacía sobre la mesa cerca de la mano de Lena, Witold se torturaba imaginado de qué manera la tocaría. Doña Bolita, la esposa de Leon, estaba escandaliza con lo del gorrión, pensaba que era una maldad de chicos. Llegó Katasia para llevarse los platos y su boca vulvosa apareció cerca de los labios entreabiertos, suaves y limpios de Lena; Witold no quiso mirar para no influir en nada, para que el experimento resultara objetivo. Ludwik dijo que una semana atrás había visto un pollo ahorcado pero unos días después había desaparecido. Leon tarareaba su tiru-liru-lá, fabricaba bolitas con migas de pan y las acomodaba en hilera sobre el mantel para observarlas. Lena era maestra de idiomas y llevaba dos meses de casada, la posadera era sobrina de doña Bolita y había que operarla y coserla nuevamente para arreglarle la boca. Leon tomaba sal con la punta del cuchillo y la depositaba sobre una bolita mientras pedía más rábanos y crema. Fueron varios días de retazos de todo. Una noche los ojos de Witold tropezaron con un clavo de la pared, del clavo pasó al armario y del armario al techo donde había una raya que parecía una flecha. Era una flecha. Cansado de mirar, Witold miró finalmente una botella que tenía un corcho en el cuello y descansó en el corcho hasta que todos se fueron a dormir. En la cena la flecha no era más ni menos importante que las demás cosas pero cuando el joven se pone a narrar la historia de sus vacaciones a sí mismo extrae de la propia historia la configuración del futuro poniendo a la flecha en primer plano. La conclusión que saca es que no podemos entrar en contacto con nada en el momento de su nacimiento, y que si hubiéramos salido del caos nunca entraríamos en contacto con él. Es una reflexión análoga a la que Gombrowicz hace sobre la inmadurez, la inmadurez desaparece cuando intentamos definirla y darle forma. Katasia los despertaba con el desayuno, la impropiedad de su boca vulva se le prolongaba a Witold, ese momento le quedaba grabado durante el día entero manteniéndole viva la asociación bucal en la que se había enredado con tanta obstinación. Mirando el techo del cuarto los dos amigos ven una flecha que el día anterior no estaba ahí. Esa flecha se les asocia con la del comedor y ambos deducen que les está indicando una determinada dirección. Mientras tanto Witold sueña con la mano de Lena, en la noche anterior le había parecido que al posar su mirada sobre esa mano la mano había temblado. Estaba agotado, quizás, si no hubieran tenido tantos problemas con los padres y con el jefe, no le hubieran dado tanta importancia a los detalles pequeños, pero, una cosa trae la otra. Decidieron investigar a dónde apuntaba la flecha del cuarto con la seguridad de que si al salir alguien los espiaba desde la casa, ése sería el que había entrado al cuarto para grabar en el techo la línea que formaba la flecha. Con alguna dificultad y muchos trabajos siguieron la dirección y encontraron la cuarta anomalía de la historia contra uno de los muros del jardín: un palito de dos centímetros de longitud colgaba de un hilo blanco del mismo tamaño, el palito quedó intensificado de inmediato por el gorrión. Era difícil dejar de pensar que alguien por medio de esa

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flecha no los hubiera dirigido hacia el palito colgado para que lo asociaran con el gorrión. Algo parecía unir resbalosamente a todos esos elementos que deseaban ordenarse de acuerdo a una idea, pero, ¿qué idea? Witold hubiera aceptado a todas esas asociaciones como una simple casualidad si no fuera por la anomalía de la boca de Katasia que se le juntaba con el palito y el gorrión, una cueva oscura y absorbente, una boca vulva muy atractiva pues tras ella se asomaba la boca entreabierta de Lena. Leon contaba que en el banco donde trabajaba se llevaba muy mal con la secretaria del presidente, que esa arpía lo acusaba de escupir en el cesto de basura. Esta historia del dueño de la posada nos hace recordar a una historia parecida de Gombrowicz en el Banco Polaco que tenía ese mismo problema con Helena Zawadzka, la secretaria de Juliusz Nowinski. Tiru-liru-lá, treinta y siete años de vida matrimonial, la mano de la hija, relajada, pequeña, color café y cálidamente helada, unida por la muñeca a otras blancuras del brazo que el joven no miraba y, otra vez, una contracción perezosa de los dedos, ¿tenía algo que ver esa contracción con Witold? Cuando había terminado la cena Fuks pide un hilo y un palito para usarlo como compás. Los pedía nada más que para hacerle saber al bromista, si es que existía, que habían descubierto la flecha en el techo y el palito colgado del hilo. Entre el pájaro y el palito Witold se sintió en medio de dos polos, y la reunión de los que estaban sentados a la mesa se le presentó como una función particular de aquella relación, una extravagancia que le abría las puertas a la otra extravagancia, a la de las bocas. Katasia le pasó el cenicero a Lena. Witold sintió inmediatamente el impacto de la asociación de los labios fríos y deformes con aquellos otros puros, y de la redecilla metálica del cenicero con el muslo de Lena, la combinación se le debilitaba e intensificaba a cada momento y lo conducía a contradicciones sobre la verdadera naturaleza de la hija: virginidad perversa, timidez brutal, boca entrecerrada y abiertísima, vergüenza impúdica, fuego helado, embriaguez sobria. El pedazo de corcho pegado a la botella hacía lo posible por destacarse y pasar a primer plano. Fuks seguía investigando y descubrió una vara cerca del palito, la vara señalaba el cuarto de Katasia, aprovecharían el domingo para escudriñar en el cuarto de la posadera. En la cena el yerno lo desafía al suegro para que resuelva un problema de combinaciones matemáticas, parecía que las combinaciones de Ludwik estaban en relación con las combinaciones que lo desvelaban a Witold pues no lograba saber si no era él mismo el autor de las combinaciones que se combinaban a su alrededor. Se empezó a imaginar que Lena, en cuerpo y alma, tendía hacia él, tensa en un deseo íntimo, secreto. En el cuarto de Katasia encontraron una fotografía suya con la boca sencilla y pura, era una respetable señora que se había herido el labio superior en un accidente automovilístico, los jóvenes no eran entonces más que un par de lunáticos. Witold vio desde el cuarto de Katasia la ventana iluminada de Lena y corrió hacia allá, quería verla en la intimidad de su cuarto. Subió a la rama de un árbol y vio que Ludwik le estaba enseñando una tetera, quedó aniquilado, la tetera era algo que estaba fuera del mundo, ella estaba sentada en una silla con una toalla de baño sobre los hombros y él, de pie, le enseñaba una tetera que tenía

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entre las manos. Se quitó la toalla, estaba sin blusa, Witold vio la desnudez de sus pechos y brazos, Lena empezó a quitarse las medias. Ahora sabría como era: degenerada, perversa, sucia, untuosa, sensual, casta, tierna, pura, fiel, fresca, graciosa o coqueta. Ya mostraba los muslos. Ludwik apoyó la tetera en un anaquel y apagó la luz, Witold nunca sabría cómo era. Bajó del árbol y observó que en la balaustrada estaba echado el gato de Lena, lo agarró por el cuello y empezó a ahorcarlo con todas las fuerzas, el gato quedó muerto. Tenía que esconderlo, recordó que en el muro del jardín había un gancho, ató una cuerda al cuello del gato y lo colgó; colgaba como el gorrión y el palito. Entró a su cuarto y cayó dormido. Se estaba abriendo paso hacia la hija ahorcando a su gato, Katasia decía que era una canallada y Lena se había puesto más bella por la vergüenza, servía para el amor, pero para nada más, por eso se avergonzaba del gato. Sabía que todo lo que se refería a ella debía tener un sentido amoroso y aunque no sabía quién se ocultaba detrás de esa maldad se avergonzaba del gato porque era suyo y se refería a ella. Pero su gato era también del que acababa de ahorcarlo. El gato lo había llevado a Witold del anverso al reverso de la medalla, hacia el círculo donde se producían los misterios, hacia el mundo de los jeroglíficos, le daban ganas de reírse viéndolo a Fuks buscando alguna pista. Cuando salieron del cuarto de Katasia doña Bolita clavaba algo con fuertes golpes de martillo en un tronco del zaguán. Lena les explicaba a los jóvenes que la madre tenía momentos de crisis y tomaba lo que fuera para desahogarse, y los golpes que habían seguido a los de la madre los había dado ella para hacerla entrar en razón. Leon empezó a insinuar que Bolita había matado al gato, Witold sabía que no, pero María o el mismo Leon podrían haberlo matado. Doña Bolita dice que para esa maldad que le hicieron a su hija sólo existe una explicación pasional, y deja flotando en el aire la sospecha de que podría haberlo hecho alguno de los dos jóvenes. Fuks acusa el golpe y comenta que el día de su llegada el gorrión ya apestaba bastante. Witold no sabía si deseaba acariciar a Lena, o torturarla, humillarla, o adorarla. Si deseaba porquerías o deleites celestiales, revolcarse con ella o pasarle fraternalmente el brazo sobre los hombros. Ella pesaba en su conciencia, se le parecía a una sonámbula arrastrando la desesperación como una larga cabellera. Pocos días después emprendieron una excursión a las montañas. Mientras el sistema gorrión, palito, gato, bocas, mano estaba todavía en vigencia en la posada, una corriente de aire nuevo entró en escena. A la familia y a los estudiantes los iban a acompañar dos matrimonios de recién casados amigos de Lena. Leon les comentaba que iban al encuentro de un panorama maravilloso que había descubierto hacía veintisiete años. El padre buceaba en el pasado y Witold en los enigmas del presente con la misma intensidad, una coincidencia que aparecía como una réplica del mundo que había quedado en la posada. De aquel paseo extraordinario Leon había traído una vara, y otra vez un eco, el eco de la vara que les había señalado el cuarto de la posadera. La casa había quedado al cuidado de Katasia. En una pensión del camino recogieron a una de las parejas, Lulo y Lula, que comenzaron a lulear a todo pulmón y convirtieron a la reunión en algo más vivo, hasta Lena y Ludwik sucumbieron al lulear de lo Lulos. Encontraron a un sacerdote sentado

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en una piedra al lado del camino, algo fuera del mundo, como la tetera de allá, y otro eco más. Los secretos de las bocas y del ahorcamiento del gato eran sólo de Witold, pertenecían entonces a los dos círculos, el interior y el exterior. El sacerdote provenía del exterior, era superfluo y absurdo. La irritación que le producía a Witold era tan violenta y peligrosa como la que le había producido el gato. ¡Cuidado, señor cura!, un loco anda suelto. Una réplica más del mundo de la posada. Los Lulos se excitaron cuando vieron a los Tolos, la otra pareja. Tolo era capitán, un caballero hasta la médula, la Tola pertenecía a ese género de mujeres que no desean ser admiradas porque consideran que eso no les corresponde, una extraña soledad carnal. El Tolo bebía con la frente bien alta para dar a entender que nadie tenía derecho a poner en duda su amor. Los Lulos, con el aire más inocente del mundo, observaban lo que ocurría como un par de tigres sedientos de sangre. El eco, ellos permanecían ahí pero como eco de las cosas de allá. Tiru-liru.lá, la eterna cantinela de Leon que de repente exclama: ¡Berg!, mientras le explica a doña Bolita que no era nada, que era un viejo cuento de judíos que algún día le iba a contar. Witold se encontró repentinamente a cinco pasos de Lena, ella le habla con tono lulesco y él le pregunta dónde está ese panorama tan bello del que les habla el padre. No era ella, ella se había quedado allá, en la casa, ni tampoco Witold estaba ahí, por eso la presencia de ellos era cien veces más importante, eran símbolos de ellos mismos. Cuando volvió la cabeza Lena ya no estaba. Leon sentado en un tronco le cuenta a Witold que había trabajado treinta y dos años y que las historias del gorrión y el palito eran para él fruslerías, que lo importante era la fiesta, que en la fiesta iba a bergar con el berg. De aquí en adelante Leon utiliza la raíz berg, a la que conjuga y declina de varias maneras diferentes, para referirse especialmente a los órganos y a las funciones sexuales. Witold quiere escaparse pero Leon no lo deja, le cuenta que la esposa no sabe que el juega en la mesa con el berg, que berguea con el bemberg. Le ruega a Witold que se quede, que le va a contar algo que le iba a interesar pues lo veía como un buen bembergador, que lo había admitido en su casa porque estaba bembergando con el berg a su hija Lena, a escondidas. Que sabía que le gustaría embergarse bajo las faldas de Lena a pesar de su matrimonio, como el amanberg número uno, y que no le dijera una palabra a nadie porque en caso contrario se vería obligado a echarlo de casa. Acto seguido le comunica que no los había arrastrado hasta ese sitio para ver un panorama sino para celebrar un aniversario de algo que había ocurrido hacía veintisiete años; el placer más intenso que había tenido en su vida, el placer que le había dado una sirvienta. Que en su vida un tanto mediocre había paladeado pocos bocadillos, que estaba muy vigilado, pero que había aprendido que una mano puede excitar a la otra, para qué buscar entonces otra si uno tiene dos, que si uno se las ingenia puede encontrar un mundo ilimitado de diversiones en el propio cuerpo. Esa noche harían la peregrinación, con devoción, la devoción es necesaria porque sin ella no existiría el placer. Le pidió a Witold que lo dejara solo para purificarse y prepararse para el ceremonial del placer, para el festejo del Gran Espasmo con aquella sirvienta. Witold pensaba que en las montañas se iba a liberar de todas las asociaciones

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y combinaciones que lo torturaban allá abajo, en la posada, pero cae en una trampa mucho peor. Cuando lo deja a Leon se pone a decidir si pasa entre una piedra y un hormiguero o entre el hormiguero y una raíz, y se queda inmóvil con la misma inmovilidad del sistema gorrión-palito-gato. Doña Bolita se queja del descaro de Lula que se tira lances con Tolo, y de Lulo que la consiente, sin darse cuenta que lo que hacen los Lulos es todo contra la Tola. Durante el paseo Lena emanaba tal seducción que Witold prefirió no mirarla. Mientras comían Fuks se agachó para recoger una caja de fósforos que se le había caído debajo de la mesa y vio como Tola restregaba su pierna contra la de Lulo, por eso los Lulos se vengaban de ella. Witold tenía miedo de que las manos se le empezaran a mover otra vez y lo volvieran a oprimir como con el gato. Estaba seguro de que si en la casa de Leon no se hubieran aburrido tanto no hubiera pasado nada, el tedio tiene poderes más terribles que el miedo. Ludwik no estaba con ellos. Witold pensaba cómo podía hacer para definir una historia que acumulaba y disociaba constantemente sus elementos. El sacerdote y la Tola habían tomado demasiado y vomitaban fuera de la casa, pero esas bocas vomitivas no sabían nada de las bocas que Witold llevaba ocultas. Caminaba por un sendero y de repente vio entre los árboles a un hombre colgado, la última réplica, el último eco que le llegaba del mundo de la posada. Era Ludwik colgado con su propio cinturón, un cadáver absurdo que se convertía en un cadáver lógico por la formación del sistema gorrión-palito-gato-Luwik colgados. Decidió no informar a nadie, que las cosas siguieran su curso, se alejaba pero lo asaltaron las bocas de Katasia, de Lena, del sacerdote, de Tola y la de sí mismo pues se le había empezado a mover, entonces, su mirada se dirigió a la boca del cadáver, tenía que provocar al cadáver. No le podía encontrar razón a la muerte de Ludwik, quizás se había ahorcado porque Lena se acostaba con el padre, no podía saber nada y empezó a tener miedo. Sin saber bien lo que hacía levantó la mano y le metió un dedo en la boca al cadáver que después sacó y limpió con el pañuelo. Witold caminaba hacia la casa, las bocas se habían unido a los colgantes, por fin había logrado esa unión, en ese momento tuvo la satisfacción del deber cumplido. Ahora resultaba necesario colgar también a Lena porque él se había convertido en el representante del colgamiento, y cada uno quiere ser quien es. En la colina de enfrente marchaban bajo la dirección de Leon, iluminados por las luces de las linternas se daban ánimo con canciones y bromas; Lena estaba entre ellos. No le iba a ser difícil llevarla aparte, eran ya dos enamorados, si deseaba matarla es que ella también lo amaba, podía ahorcarla y después colgarla. La colgaría como había colgado al gato, podía también no colgarla, pero, ¿cómo se puede desilusionar a alguien de esa manera? Witold estaba a unos cuantos pasos del sacerdote, le dio un fuerte empujón que lo hizo trastabillar, se le movían las manos como se le habían movido en la balaustrada con el gato; le abrió la boca y le metió un dedo que después sacó y limpió con el pañuelo. Witold tenía la extraña sensación de haber traído al sacerdote desde el mundo sagrado al mundo real. Mientras tanto Leon se excitaba recordando a aquella mujerzuela, jadeaba,

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celebraba su propia inmundicia. Pero nadie se iba, gimió lujuriosamente y finalmente exclamó: ¡Berg!, bembergado con el berg. Los había llevado a la montaña para masturbarse. De repente la lluvia, un diluvio: “En conclusión: escalofríos, reumas, fiebres, Lena enfermó de anginas, fue necesario llevar un taxi de Zakopane, enfermedades, médicos, en fin, todo cambió y yo volví a Varsovia, mis padres, el conflicto permanente con mi padre, y otras historias, problemas, dificultades, complicaciones. Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno”

WITOLD GOMBROWICZ, SIMÓN Y EL BEDUINO A parte del placer que le producía Gombrowicz encontraba en la música una estructura espiritual que se correspondía profundamente con el arte de composición literaria que ponía en práctica en todas sus obras. También tenía recetas: al drama debe seguir la comicidad, a la profundidad lo trivial..., y viceversa. Los diarios que escribe en las postrimerías del año 1961 tienen dos pasajes contiguos que ilustran acabadamente esta concepción, uno de género dramático y otro de género ligero. “Digan lo que digan, existe en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor (...)” “Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminado el dolor, el mundo pasa a ser un asunto de absoluta indiferencia (...) ¡Hola! ¿Qué haces aquí tan temprano Simón? ¡Siéntate!; –¿Cómo estás?, Simón se sienta y los labios le empiezan a temblar; –¿Qué pasa?; –Una tina de agua hirviendo cayó sobre mi pequeña hija, hace horas que está en el hospital y todavía no terminó, disculpa; –¡Pero no, no es nada! ¡Al contrario, es natural...!” La quemadura de la niña empezó a quemar a Gombrowicz, hasta que hizo una mueca de dolor: –¿Y si diéramos un paseo? Salieron a la calle y empezaron a caminar. Mientras en ellos persistía esa cosa mala quemada, las casas, las calles y el ruido los estaban llamando. Era una carrera contra el tiempo, pensaba Gombrowicz, la hija no podía estar muriéndose eternamente, eso se tenía que terminar de una u otra manera y Simón lo dejaría en paz. Mientras caminaban vieron un vendedor de frutas: –Manzanas, por favor; –¿Quiere un kilo?; –A este señor le ha pasado una desgracia, tiene una hijita de cuatro años que se está muriendo; –¿Qué dice usted? ¡Qué desgracia!. Gombrowicz estaba perturbado: –¡Quédese con sus manzanas, al diablo con ellas! Y se echó a andar como poseído por el demonio, Simón y su hijita iban detrás. Con el secreto traicionado empezaron a marchar. Las calles, las casas y los ruidos, y ellos caminaban, pero el grito dirigido al vendedor de frutas que había hecho público el horror de la hijita quemada, también caminaba con ellos. El ladrido de un perro se había mezclado con ese grito, y el grito se había animalizado. Juntos caminaban ahora con esa bestia al lado, calles, casas y ruidos, caminaban por

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Florida hendiendo el gentío a empujones. Un señor se acerca y les pregunta en forma cortés por la calle Corrientes. Ni Simón ni Gombrowicz le contestan, es una negación hecha bajo un sol claro, que resulta oscura, negra y sorda. Y ambos caminaban como poseídos por la furia, de repente un grito llegado de no se sabe donde se unió al grito de Gombrowicz, resucitó el ladrido del perro, esa bestia daba otra vez unas señales de vida para la que no tenían respuesta. Gombrowicz no sabía lo que le pasaba por dentro a Simón, y Simón tampoco sabía lo que le pasaba a él. Se terminó la calle Florida y apareció la plaza San Martín como servida en una fuente. No podían retroceder ni quedarse en la plaza pues caminaban como si se dirigieran a algún destino, caminaron hasta que se agotó el caminar. Cuando se detuvieron un papel crujió entre sus pies movido por el viento. Simón retuvo el papel con la punta del zapato y la mirada clavada en el suelo; el papel crujía. Ese crujido era como el de la bestia que ya conocían, pero surgía de abajo, de lo más profundo, de un objeto inanimado. Gombrowicz empezó a sentir miedo, no creía en el diablo y Simón era incapaz de matar a una mosca, ... pero... Ese monstruo nacido de un grito humano, del ladrido de un perro y del crujido de un papel se asociaban con la pobre hijita de Simón. Gombrowicz sintió una profunda desconfianza y pensó en escaparse. Calculó que si empezaba a caminar rápidamente podía alejarse de Simón. Apareció un silencio igual al que había aparecido con la pregunta por la calle Corrientes, entonces, Gombrowicz se marchó. Caminaba hacia la estación para perderse en ella, llega a la ventanilla: –¿A dónde va?; –A Tigre. Pero detrás de él sintió la voz de Simón: –A Tigre. Gombrowicz huía y Simón lo perseguía. Gombrowicz no se hubiera preocupado demasiado si no hubiese sido por cierto detalle escabroso, por la existencia de ese reptil que se oculta en el seno tenebroso de la existencia: el dolor. Le importaría todo un comino si no doliera, pero ya está informado del dolor de la pequeña niña de Simón, esa niña quemada y animalizada por el grito, el ladrido y el crujido de un papel. Llegó el tren y se subieron. Avanzaban hacia Tigre, pero, ¿por qué hacia Tigre?, iban a Tigre sin ninguna razón, raptados por el tren, pero...¿el tigre no es un animal? Simón se movió en medio de la gente, Gombrowicz intentó darse a la fuga pero se hundió en un cuerpo mullido. Era un gordo, se estaba bien en él, era un lugar silencioso a cien millas de aquel otro problema que quemaba. De pronto Gombrowicz sintió un golpe terrible que le fue asestado desde abajo. Cualquier cosa que hubiera sido lo había agarrado descuidado hasta casi morderlo. ¿Sería el animal?; con la cabeza escondida Gombrowicz esperaba el salto final. De pronto sintió unas cosquillas en la nuca. ¿Sería el gordo, sería Simón, un marica? No se hacía ilusiones. “(...) sabía bien que la falta de relación entre aquel cosquilleo y el Animal era precisamente la garantía de su combinación infernal, de su complot, de su acuerdo –y esperaba el momento en que el Cosquilleo se aliara definitivamente con él, con el Animal, para clavarse, como un puñal, en un grito desconocido, todavía inconcebible, hasta ahora no lanzado” Como según la receta de Gombrowicz al drama debe seguir la comedia, a continuación de esta narración en la que alcanza una de las alturas más altas en la aproximación literaria al dolor, escribe en los diarios un pasaje de género ligero.

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“Beduino y yo en la parada del autobús, esperamos el 208. Le digo: ¡Oye, viejo! Para no aburrirnos, ¡montaremos un numerito! ¡Los dejaremos boquiabiertos! (...)” “Habla conmigo como si yo fuera director de orquesta y tú músico, pregúntame por Toscanini... Beduino se muestra encantado. Subimos. Se sitúa a una distancia conveniente y comienza, en voz alta: –En tu lugar, reforzaría los contrabajos, prestaría atención también al fugato, maestro... La gente aguza los oídos. Digo: –Hum, hum... Él: –Y cuidado con los cobres en ese pasaje del Fa al Re... ¿Cuándo tienes ese concierto? Yo toco el catorce... A propósito, ¿cuándo me mostrarás esa carta de Toscanini? Yo (en voz alta): –Me dejas asombrado, chico... No conozco a Toscanini, no soy director de orquesta y francamente no entiendo por qué has de presumir delante de la gente haciéndote pasar por músico. ¿Qué es eso de engalanarte con plumas ajenas? ¡Es muy feo! Todos miraban severamente a Beduino que, rojo como un tomate, me dirige una mirada asesina”

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