J.c Casanova - Laser Quest

  • April 2020
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  • Words: 1,137
  • Pages: 2
Laser Quest Juan Carlos Rodríguez Casanova A nonchalant impulse is all you need. Sala de espera del Instituto Oftalmológico Patricio Rivadeneyra. Era una tarde fría, ideal para meterse en la cama, formar con la sábana, la frazada y el cubrecama una cueva oscura para guarecernos del frío y marmotear sin sentirnos culpables. Cuando se tiene cinco o seis puntos de miopía -tal es mi caso- no queda otra cosa que achinarse para distinguir el entorno. Pues bien, somos siete personas a punto de ser operadas de los ojos. Llevamos puesta la indumentaria de rigor para cualquier paciente a punto de entrar a un quirófano: una bata celeste, ligera, delgada, casi un susurro que reposa sobre la piel desnuda. Raro en mí, me animo a conversar con la chica de mi costado. La comienzo a desvestir con la mirada, cuando una enfermera sale al vestíbulo y dice en voz alta mi apellido: es mi turno. -Buena suerte -me dice la chica, sonriente. Me echó en la camilla, mientras el doctor programa el láser. Las enfermeras atascan entre mis párpados unas tenazas para evitar que cierre los ojos, vierten sobre ellos unas gotas que arden como el ají y untan las corneas con un poco de novacaína; finalmente, tres luces blancas, instaladas en una plataforma móvil que se asemeja a la parte de abajo de un platillo volador, se encienden y me alumbran desde arriba con su intolerable blancura arcangélica. Nada quiero más que cerrar los ojos, pero es físicamente imposible hacerlo; nada quiero más que gritar que por favor se detengan, pero no quiero parecer un cobarde. Mi suerte está echada y hay que soportar. Entonces, primero con un ojo y luego con el otro, veo el láser, un hilo de color rojo aparantemente inofensivo y que, sin embargo, esta haciendo cortando mi retina. El olor a chamusca es indicativo de que todo ha terminado: he sido operado de la miopía, ¡aleluya! Una de las enfermeras me coloca sobre los ojos unos protectores de plástico que debo utilizar durante los siguientes días; tengo la impresión de que con estas cojudeces me parezco un poco a los caballos que corren cada fin de semana en el hipódromo de Monterrico. Las diferencia es que ellos salen embalados del partidor, mientras yo salgo de la sala de operaciones con un desplazamiento de molusco. Luego de devolver la bata, las botas y el gorro, me reuno con Helena en el vestíbulo del Instituto. “Cómo estás?”, me pregunta la muy furcia, con una pronunciación dulce y suave, como si temiera hacerme daño con su voz. Al llegar a casa, subo las escaleras con paso “lento y arrastrón”, apoyándome de vez en cuando en las paredes recien pintadas. Llegó a mi habitación. Cierro la puerta, las cortinas, me tumbo en la cama y cierro los ojos: el mínimo resplandor de luz me incomoda. Trato de pensar en otra cosa; me concentró en los ruidos que ocasionalmente interrumpen la quietud de la madrugada en Luna Park: ladridos hostiles de un perro guardián, los bocinazos de los autos, el sollozo casi imperceptible de una niña. Qué sucederá con mis ojos? Podré por fin abrirlos de par en par dentro de la piscina de Tía Claudia? ¿Y manejar a toda velocidad y con el sunroof abierto por la carretera sin tener que preocuparme por el viento y el polvo? A pesar de que el oftalmólogo me ordenó guardar reposo absoluto, al día siguiente salgo a recorrer Santa Lucía en el auto de papá. Recojo a Laura, una andaluza con la que a veces tengo uno que otro revolcón sin sentido, y vamos para el centro a escuchar el recital de un par de guitarristas clásicos ingleses, muchachos pálidos, reservados, delicados; su digitación y su apariencia son demasiado limpias: tocan los pasajes más demandantes de Bach con apatía y desdén. Es de noche, llueve, y sigo manejando. Mi imprudencia me pasa factura: tengo los ojos fundidos, como llenos de limón. No estoy viendo bien: las luces de los autos y del alumbrado público estan todas distorsionadas: me recuerdan por su forma a estrellas de mar o estrellas ninja. Manejo lento, y felizmente llegó a casa sano y salvo. Al día siguiente los ojos me arden intolerablemente, pero da la casualidad que se juega la

final de la Copa América, razón más que suficiente -dada mi condición de eterno pelotero- para sentarme estoicamente a ver la televisión. Es inútil: el lloriqueo no cesa y antes que termine el partido, desisto y me voy a mi cuarto... Durante mi convalescencia tengo tiempo de sobra para reflexionar sobre el futuro. ¿Qué tipo de vida me aguarda ahora con una visión veinte sobre veinte? ¿Valdrá la pena las incomodidades de la operación? Sin duda, me respondo a mí mismo. No debo olvidar las muchísimas horas que perdí buscando mis gafas, ni el dolor que se siente cuando los lentes de contacto se “mueven” y se adhieren a las córneas como hambrientas sanguijuelas. Por lo demás, asisto religiosamente a los chequeos con el oftalmólogo. No alcanzo a ver las letras más pequeñas (esa última fila, imposibles letras enanas y cabronas), aunque creo haber memorizado la secuencia en la que están dispuestas. El médico me pide paciencia. Pero no la tengo, y me la paso poniendo a prueba la potencia de mis ojos leyendo los carteles publicitarios, las placas de los autos, las etiquetas de los jarabes, los números de las casas, el nombres de las calles, el precio de los vinos del supermercado... * Hoy me dieron de alta. Mi visión es ahora la de un lince. Emocionado, quise abrazar al doctor Hundkoff, pero éste se ha safado de mi latinoamericano abrazo lleno gratitud con un ágil desplazamiento lateral (un movimiento inesperado si uno toma en cuenta su obesidad mórbida). ¡Bah, pero qué importa este desplante de frío europeo, estaba tan feliz que salí silbando del consultorio como un jilguero. Lo malo: con mis nuevos ojos percibo la suciedad de la ciudad con desesperante nitidez. Lo bueno: los colores laten como corazones ilusionados y los bordes de todos los objetos están perfectamente definidos, como calados en su entorno. Sin mayor esfuerzo, puedo ver... (estoy mirando por la ventana a ver qué sorpresa me depara la vida)... los intrincados patrones florales de los calzones estampados de la señora Domenek, entes gelatinosos (y probablemente pecaminosos) que ya se escurren y se secan al sol del mediodía en un tendal ubicado a unos doscientos metros de mi posición. Hay algunas cosas que ya no me suceden tan seguido omo, por ejemplo, empotrarme en la calle contra los postes del alumbrado público o pisar bosta de perro. Ya nadie podrá quejarse de que no me acerco a saludarlo: ahora distingo perfectamente quién tengo al frente, quién anda por ahí, quién se cruza en mi camino. LIMA, 2008.

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