IKER (Argumento) Iker, hombre de aproximadamente 45 años, estatura mediana y complexión regular, pero fuerte, cabello castaño oscuro, con amplias entradas a los lados de la frente, ojos marrones de mirada profunda; permanece acurrucado bajo un pesado escritorio de madera de acabados artesanales. La decoración del estudio es austera, toda en colores ocres y marrones, en concordancia con el mueble que aloja a Iker, iluminada a media luz con los últimos reflejos del atardecer que se cuelan por la ventana. Iker no hace nada, solo permanece ahí, casi en posición fetal, no parece siquiera esperar algo. Su mirada, fija en la pared, parece querer fijar en su memoria los fulgores rosados que el ocaso le obsequia. De súbito, una lluvia de canicas de todos tamaños y colores cae en desbandada desde el techo, la atención del hombre se enfoca ahora en la lluvia de esferas que se detiene tan repentinamente como inicio. Iker toma una canica del piso. Le da vuelta entre sus dedos, analiza cada uno de sus detalles, el cristal de la esfera refleja los tonos de la tarde, los espirales coloridos en el interior del vidrio se transforman en galaxias y constelaciones que rotan suavemente, estrellas fugaces atraviesan la superficie redonda: todo el universo contenido en la pequeña esfera transparente, Iker se sumerge en él. El sonido cristalino de las canicas arrastrándose piso abajo saca a Iker de su viaje espacial. Sin dudarlo, sale de su refugio y sigue, primero a gatas, la comitiva de pelotas de cristal, poco a poco se pone de pie y camina despacio tras ellas. La procesión se comporta con voluntad propia, sale, en grupo compacto de la habitación, recorre un estrecho pasillo, de manera caprichosa cambia su ruta hasta entrar al cuarto contiguo. Iker las sigue sin perderlas de vista. El grupo se detiene e Iker con él, una sombra se extiende por el piso de la habitación. Un hombre parado ante la ventana, de espaldas hacia él, permanece en pie sin percatarse de su presencia. El hombre aprisiona entre sus dedos pulgar e índice, un enorme moscardón que pugna inútilmente por liberarse, el hombre parece disfrutar con la lucha del insecto. Muy despacio, arranca primero una de las alas del pobre bicho, después la otra, una pata, otra pata, hasta dejarlo sin ninguna extremidad. Iker observa el tronco mutilado del moscardón entre los dedos del desconocido, quien, al sentirse observado, gira sobre su propio eje hasta quedar de frente a Iker, las miradas de
ambos se encuentran. El extraño no refleja ningún tipo de emoción, en cambio Iker tiene que luchar para contener un grito: El hombre que lo mira es idéntico a él, corrección: es él. Iker, por reflejo, da un paso atrás. Su doble avanza, mientras dirige su insignificante presa hacia el rostro de Iker, sopla sobre ésta, que se deshace en partículas brillantes que impregnan, como un rocío, cada uno de los detalles de la piel de Iker, quien parece haber envejecido en segundos. El extraño, con voz fuerte y clara, libre de emociones, articula robóticamente: “Tú no existes.” “¿Podría indicarme dónde está la sala de juntas?”, la pregunta, proveniente de la lejanía se hace cada vez más presente, retumba en los oídos de Iker quien viste uniforme de intendencia color anaranjado chillón; el reflejo de luz en la puerta giratoria rebota en su cara, lo deslumbra provocando que tome conciencia, después de un tiempo parecido a la eternidad su situación real: se encuentra en el lobby del edificio donde trabaja como empleado de limpieza. Señala, a su interlocutor, en un gesto monótono, apático, cargado de fastidio, la dirección que debe tomar. Iker, en el baño de hombres, pasa un trapo húmedo por el espejo, un pequeño destello en el reflejo llama su atención, observa con detenimiento su imagen: su rostro está cubierto de pequeños brillos de colores, pasa un dedo sobre el fino polvo que desaparece al contacto. Sobre el lavabo, un punto negro llama su atención; se trata de los restos de un moscardón mutilado: carece de patas y alas, el intendente lo toma entre sus dedos, se deshace al instante, la experiencia lo deja atónito. Con actitud petulante, un hombre, portando un traje de mala marca, entra al baño; Iker, aún pasmado, no alcanza a hacerse a un lado cuando el recién llegado se abre paso golpeándolo en el hombro. El conserje se recarga en el lavabo y observa como el hombre, de manera intencionada, orina afuera del mingitorio, salpicando paredes y piso, después se enjuaga las manos esparciendo agua por todos lados, toma una toalla de papel, se seca y lanza los restos sobre los orines en el piso. Mira por encima del hombro a Iker, en su salida vuelve a golpear el hombro de éste y le murmura al oído: “No existes.” Iker aprieta los puños con rabia contenida, su atención es desviada por la visión del moscardón que se estrella, necio, una y otra vez, contra el espejo. Iker descarga toda su rabia en el bicho que muere aplastado de un manotazo. En el cuarto de servicio, por fin a solas, Iker se desprende de la filipina que cae a un lado de la silla. La habitación es pequeña y fría, la pintura de las paredes se desprende a causa de
la humedad. Juste a la puerta hay un closet donde se guardan las escobas, trapeadores y cubetas. A un costado, una repisa alta donde están los guantes, aspersores, y productos de limpieza, un espejo oxidado cuelga a la altura exacta del rostro del intendente, bajo éste, un pequeño lavabo flojo que gotea. El cuartucho carece de ventanas, la fuente de luz proviene de un foco de cadena que cuelga sobre la cabeza del hombre. El espejo ofrece un reflejo opaco y borroso. Profundos surcos violetas enmarcan su mirada, las líneas de expresión en la frente y mejillas parecen más profundas, su piel, ceniza y acartonada, aún desprende tenues destellos de partículas coloridas, el cabello luce retorcido, espeso, revuelto en nudos imposibles. El enojo de Iker no ha disminuido nada, sus ojos parecen lanzar destellos de furia. En un gesto colérico, el intendente se frota la cara con unas toallas desechables como pretendiendo borrar sus rasgos faciales, posteriormente se lava las manos a conciencia, y para concluir deja caer su peso sobre la silla que se tambalea. La mirada de Iker se clava en sus botas: lucen viejas, sucias. Con ademán compulsivo utiliza la filipina para frotarlas, pretendiendo obtener un brillo ya inexistente en ellas. En el piso, a su lado, descubre una pequeña navaja que lo llama con un sutil destello. Iker la toma entre sus dedos, recorre el borde aún afilado con la yema de su índice. Un hilo de sangre se asoma del delgado surco, Iker lame la sangre. Permanece inmóvil un momento y después empieza a recorrer sus muñecas con el filo de la hoja. La sangre brota de sus heridas. El foco sobre su cabeza parpadea acompañado por un zumbido sordo que aumenta su intensidad de manera progresiva. Iker se incorpora de la silla, la navaja cae el suelo, la pisa sin notarlo. El espejo le regala su reflejo una vez más, ahora con una claridad imposible, la habitación ha desaparecido: la estratosfera lo rodea. Iker roza con su dedo herido, la superficie helada del espejo, la imagen se distorsiona al instante en una suerte de holograma contaminado por noise, que va perdiendo intensidad hasta desaparecer con el estallido del foco. El grito del hombre, en la oscuridad, ahoga el zumbido que permea el ambiente. Iker, en la recepción, las muñecas vendadas, aún tenso, se limpia con un pañuelo, las gotas de sudor sobre su frente, observa a Pepé, el vigilante en turno. Ha caído la tarde, la afluencia de gente ha disminuido. La recepcionista se ha retirado cediendo su lugar al guardia de seguridad que cuestiona sobre los vendajes de Iker, al no recibir respuesta se suelta en un monólogo donde el tema central son sus problemas cotidianos: el mal carácter de su mujer,
los hijos que no paran de crecer y generar gastos, lo cara que está la vida. El intendente no lo escucha, su mirada divaga en alguna parte del cielo crepuscular. El olor del café que se eleva del vaso desechable que Pepé le ofrece lo regresa a la recepción. Pepé le hace notar que luce cansado, le sugiere que se vaya a descansar un rato, “no iré con el chisme”, aclara mientras bebe un sorbo de su bebida caliente. Iker niega con la cabeza, sin hablar, y le obsequia una sonrisa leve a su compañero de jornada. Pepé también guarda silencio, observa silencioso el suave movimiento del espeso líquido y comenta en tono nostálgico: “Pareciera que el universo está contenido dentro de las cosas más insignificantes…”, la mirada de los hombres se cruza, Pepé continua: “No somos nada, ¿en realidad existimos?” Iker contempla asombrado a Pepé, quien, tras un largo suspiro, se sienta en la butaca de la recepcionista y explica sonriente: “Me puse muy filosófico, ¿no?”. Una canica rueda a los pies de Iker, éste la toma del piso, la analiza, confundido. Un tintineo al fondo de la recepción anuncia la llegada del grupo de esferas de cristal que pasan en desbandada a su lado. Pepé, ahora lee un periódico, ajeno a lo que su compañero está presenciando. Iker sigue a las canicas a lo largo del corredor. Se detienen en pequeño lobby. Iker se arrodilla en el centro de la salita y las esferas lo rodean, su reflejo se hace presente en las superficies esféricas.