Historias de Metro Jesús Topete
No recuerdo, o conscientemente no quiero recordar cuando fue la ocasión que la ví. Debe de haber sido regresando una tarde de trabajar, en un día de esos que los horarios no son desvaríos de la mente de unos cuántos. El metro, transporte público por excelencia, lleno a más no poder. Yo, con la mochila al hombro, cargando horas de computadora, y una que otra mala palabra de algún cliente que no estaba satisfecho con el servicio que la empresa que represento, le proporciona. Reflexionaba en esta clase de locas situaciones, y de cómo deberíamos de implementar mecanismos más ágiles de trato al cliente, y de resolución pronta de problemas, desde el más sencillo, hasta el más complicado, cuando la ví. estaba parada en el otro extremo del vagón: Alta, de cabello castaño y largo. Con ese aire que tienen las mujeres que se saben queridas, anheladas, deseadas. Me miró por unos segundos, y se volteó, con ademán mamón. Las ideas se me borraron momentáneamente dando paso únicamente a la hormona, para saciar la curiosidad. De alguna estación a otras, en un lapso de 15 minutos, el vagón ya no estaba tan lleno, lo que me dió la oportunidad perfecta para poder atisbar un poco más, para permitir, mientras el tedio de la salida rutinaria de las labores se me disipaba como niebla en bosque negro, posar mis ojos en su anatomía. No tarde en descubrir unas piernas largas, enfundadas en unos pantalones de vestir color gris oscuro, que yo no sé como habría hecho para ponérselos. La interfecta, dueña de unas nalgas espectaculares, sólo se limitó a mirarme de nuevo, mientras mis ojos se posaban con curioso desdén (Ahora era yo el mamón), en sus altas zapatillas de piel de color dorado, o quizás cobre, no lo podría afirmar con exactitud. Tenía cara de niñita buena, pero que puede ser una de ésas fantasías de noche. Una pantera que se lanza sobre la presa, lista para devorarla. Tez blanca, con algunas pecas. La gente sentada, leyendo diarios, papeles, señoras con cara de plasta, señores panzones y sudorosos, que si no fuera por mi bendita estatura, el olor axilar se me clavaría directo en las fosas nasales, "En la altura, el aire es más puro", pienso mientras mis ojos se detienen ahora en los pechos de la mamoncita que se ve tan inocente. Son bastante plenos, grandes y se notan firmes y duros. En su conjunto, la chica está bastante bien. Vengo asaltado con los pensamientos de un próximo cambio en mi horario, y ya elucubrando la hora de levantarme, las cosas que hay qué hacer antes de salir a trabajar, para llegar puntual. Los cambios requeridos para costumbrarse al nuevo schedule. No me gusta llegar tarde. Es una falta de respeto. La chica se para en la puerta. Se acomoda el cabello, sin duda como un acto terrorista de suprema coquetería, las levanta, presume ésas nalgas maravillosas. El Metro llega a la estación, Ermita. Carajo. Se bajará antes que yo. Me mira de nuevo, de reojo. Y hace una mueca que recuerda casi a una sonrisa. Y al pararse el vagón por completo, puertas abiertas, la chica sale hacía la noche de Calzada de Tlalpan, meneando con total libertad, con absoluto control de toda la situación, ése hipnótico par de glúteas. El timbre suena, mientras mi mirada la sigue, sólo mílesimas de segundo. El metro arranca. Siento cómo mi vida se va mezclada entre su rítmico bamboleo. Y el vientre me tiembla también.