EL ASCO David C. Hall
Cualquiera hubiera dicho que estaba a punto de nevar, pero era como si la nieve se negase a caer. Ganz terminó de liar su cigarro y al levantar las manos para encenderlo vio que le temblaban. “El coraje es cuestión de tener la barriga llena,” pensó. Pero no era verdad. Al final de la guerra habían tenido que luchar día tras día con poco o nada de comida, y la mayoría, por extraño que parezca, se habían comportado bien. Algunos incluso como héroes. Otros, claro, se habían rendido con tal de que les dieran un plato de sopa caliente. ¿Qué era lo que había dicho Brunker? Que entonces pasamos hambre y miedo, pero estábamos juntos, ahora pasamos hambre y miedo y encima estamos solos. Eso fue ayer, en el café. O tal vez el día antes. Estaban sentados en una mesa cerca de la puerta y cada vez que se abría, entraba el frío y les subía por dentro de la pernera. Era un café barato- de los más baratos y sucios de toda la ciudad- con una peste de chucrut, cerveza derramada y desagües atascados. -He visto a nuestro teniente –anunció Brunker -. El teniente Himmell. ¿Te acuerdas del teniente Himmell? Ganz
hizo
un
gesto
con
la
cabeza,
envolvió
una
salchicha
cuidadosamente en una rebanada de pan y tomó un mordisco, con la vista fijada en el plato. -¿Te acuerdas de lo orgullosos que estábamos de nuestro apuesto teniente? -No- respondió Ganz -, ya sabes, mi memoria... me falla a veces.
-Algo que nos pasa a todos hoy día –sonrió Brunker con su media boca. Un trozo de metralla le había destrozado la mitad de su cara y se la habían reconstruido en el hospital con alambre y cuero. -Hay que ver lo contentos que están conmigo -, solía decir-. Los voy a ver una vez a la semana, la única vez que tengo la oportunidad de disfrutar de una comida decente. Lo hizo un ilustre médico judío. Sólo un médico judío sería capaz de coserle la cara a un hombre tan bien. Ya sé que no es ningún placer mirarme, pero deberías ver a los que no les dejan salir. Y entonces se reía, hasta desternillarse de risa, porque Brunker bebía, aguardiente cuando podía, si no, el infecto rosado del café. Y como parte de su boca estaba muerta, cada vez que bebía, algo del vino volvía a salir y se deslizaba en una delgada línea roja por el lado bueno de su barbilla. -Pues el hermoso teniente ya no es tan hermoso –continuó-. Está gordo como una foca, con la jeta de un cerdo cebado. Y estaba borracho. Si no, seguramente ni siquiera se hubiera parado a hablarme, con su hermoso traje gris -de un sastre inglés, sin lugar a dudas-, su reloj de oro en el bolsillo del chaleco. ¡Cómo brillaba aquel reloj! Preguntó por ti. -¿Por mí? –preguntó Ganz, extrañado. -Sí. Al parecer, te tiene en gran estima. - Ah – asintió Ganz y seguía rebañando el plato con lo que quedaba del pan. -Quiere que le vayas a ver –continuó Brunker -. Está en la cafetería del Bergenhof cada mañana, desde las once hasta las doce. Quiere que le vayas a ver ahí. Ha insistido. Ganz hizo un gesto con la cabeza.
-¿Irás? -Sí. -Bien –dijo Brunker. Levantó la vista para mirar al café, con sus ventanas sucias y empañadas, las caras torcidas por la ira y la tristeza, sonrió y se inclinó sobre la mesa para acercarse un poco más a Ganz. -Preguntó si podía hacer algo por mí. -¿Sí? -Estaba borracho. Y le dije que sí, que quería una mujer. Porque estaba borracho yo también. “Quieres una mujer” dijo él, riéndose a carcajadas. “Claro que sí. Todo el mundo quiere una mujer. Tengo un amigo al que le faltan las pelotas y él también quiere una mujer.” Luego, claro, me echaba para atrás. Con esta jeta, me daba vergüenza. Pero él insistió, me invitó a aguardiente. “No habían cobardes en mi compañía, Brunker” me dijo. “Porque a los cobardes yo les mataba con mi pistola, ¿no te acuerdas?” “Sí, señor,” contesté. “¿Creías que me gustaba?” me preguntó. “Sí, señor,” le dije, porque, ya me entiendes, estaba bastante borracho ya, “me daba la impresión de que sí.” “Eres un hijo de puta, Brunker,” me dijo y me sirvió otra copita. “Sí, me gustaba. Bueno, el primero no, luego fui cogiendo el gusto. Esos cabrones se lo merecen, pensé, por cobardes y maricones, pero en realidad pensaba, sobre todo, en el coñac que iba a tomar después, toda la botella si hacia falta. Un coñac francés por supuesto,” dijo. “Nosotros estábamos ahí para matar a los franceses pero yo mataba a alemanes y luego para celebrarlo, o para consolarme, no sé, me tomaba un coñac francés. Eso es poesía, ¿verdad, Brunker?” me dijo. Y entonces fuimos a la casa de putas.
« A algunas se les cambiaba la cara nada más verme, a una le daba por reírse, pero el teniente le dio una bofetada sin pensárselo dos veces. “¡Un poco de respeto!”, dijo. Luego se rió y ellas también.» Hacía tiempo que se habían encendido las tenues luces del local, mientras afuera en la calle, al otro lado de los cristales, se iba oscureciendo. El café estaba ya lleno de humo y de hombres que bebían y gritaban, pero Brunker, a quien ya le habían servido otra botella de vino, iba hablando cada vez más bajo. -A mí me gustan las rubias delgaduchas, sabes, así que el teniente y la madame me escogieron a una. Una preciosidad. Aquellos labios, el cabello tan fino, esa piel tan blanca, tan delicada, tan... espiritual. Era lo bastante lista para no protestar, pero no me miraba. Apartaba la vista todo el tiempo. Y, entonces, ya medio desnudo, se me ocurrió de repente que podía haber pedido una puta ciega. ¿Cómo es que no me había ocurrido antes? Tiene que haberlas, ¿no te parece? Debe haber una gran demanda nacional para las putas ciegas hoy día. Y no podía quitármelo de la cabeza, lo feliz que sería con una puta ciega. «En fin, no fue... muy satisfactorio. Y luego me vino tal cansancio que lo único que quería era descansar, apoyar mi cabeza sobre sus pechos más bien insignificantes, y ella me soltó... -¡Y en qué voz, qué voz salió de aquella boca tan hermosa, una voz de pescadera, estridente, vulgar, espantosa!-: “El caballero...” -y se refería, claro, al teniente, no a mí - “el caballero ha pagado para que te eche un polvo, no para que te quedes para llenar mi cama de piojos.”
«Me indigné. “¡Soy un veterano!”, le dije. “¡Soy un héroe de guerra!” “Aquí todos son héroes,” me contestó la muy fresca. “Hasta las cucarachas son héroes”. ********* Ganz entró la cafetería del Hotel Bergenhof a las once y cuarto. Había cepillado su único traje y limpiado los zapatos a conciencia. Aún así los camareros le miraban con media sonrisa de desprecio, pero Ganz no se dio cuenta. Vio lo que una vez había sido el teniente Himmell transformado en un hombre grueso y torpe, sentado en una mesa de mármol leyendo el periódico. Le vio levantarse y avanzar hacia él con un gesto que aparentaba ser de bienvenida... -El buen soldado Ganz –dijo el teniente cuando habían tomado asiento. Le ofreció champán de una botella ya abierta que reposaba dentro de una cubitera de plata reluciente, pero hacía tiempo que Ganz no bebía. Tenía miedo de perderse para siempre. A veces le parecía que su cerebro giraba lentamente dentro del cráneo, sumergido en un líquido espeso y gelatinoso que se agitaba pesadamente, como la marea. En algunas ocasiones tenía que agarrarse a una mesa o apoyarse en una pared para poder mantenerse de pie. -Qué triste lo de Brunker, ¿verdad? –dijo el teniente después de pedirle café y pastas -. Fue un buen soldado también. Un excelente soldado. Pero no tan bueno como usted. ¿Se acuerda cuando estábamos en las trincheras y cada vez que veían asomar la cabeza de algún francés los hombres le llamaban: “Ganz, Ganz”? - Hay cosas que no recuerdo.
-Entiendo –dijo el teniente. Alargó el brazo para sacar el champán de la cubitera y Ganz miró su mano blanca y peluda, con unos anillos de oro hundidos en la carne blanca, que tembló ligeramente al levantar la botella. La espuma rebosó el borde de la copa. El teniente la recogió del mármol con la punta del dedo y la relamió. -Y usted, ¡Pam! ¡Pam! con el Mauser. Y otro francés muerto. ¡Qué espectáculo! -Fueron dos. -¿Cómo dice? -Los franceses que maté. Fueron dos. -Ah… -De hecho no sé si los maté. Creo que les di, pero nunca se sabe. -Las cosas de la guerra se exageran –observó el teniente. -En las trincheras no se sabe nunca. Disparas. A veces caen. A veces ni siquiera oyes un grito. Todo el mundo está tan cansado. El teniente volvió a llenarse la copa con su mano gorda y temblorosa. -¿Está casado? -No. -Debe considerarse afortunado. ¿Vive solo? -Con mi madre. -Admirable. Y ¿cómo le van las cosas? ¿Trabaja? -Tengo una máquina de escribir que dejó mi hermana. Hago algunos trabajos de mecanografía. -Extraño trabajo para un héroe de guerra. Ganz se encogió de los hombros.
-¿Qué hacía antes de la guerra? -Estudiaba. -Ah. -Biología. Entomología, para ser exactos. -¿Entomología? -Insectos. Estudiaba los insectos. El teniente se le quedó mirando. Y después de unos segundos soltó una gran carcajada. Se rió hasta que le saltaron las lágrimas. -Perdón –dijo, limpiándose la cara con una enorme servilleta de lino -. No sé, de verdad, por qué me ha hecho tanta gracia. El teniente sonrió a Ganz, tocando distraídamente el anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y apoyó los codos en la mesa. -Usted fue un gran soldado, Ganz. Ganz se quitó las migas de hojaldre de las solapas de la americana y miró a su alrededor. Era un espacio grande, reluciente y silencioso. Vio los paneles de roble de las paredes, los grandes espejos, los camareros con sus camisas almidonadas y sus caras de aburrimiento. Odiaba los espejos. -Quiero pedirle un favor –le dijo el teniente-. No se preocupe, es de los favores que se pagan.
********* Era un placer, pensó Ganz, fumar tabaco bueno. Tomó dos caladas más y tiró la colilla. Ya no le temblaban las manos. Entró. Dentro del portal había una ventanilla, pero el conserje no estaba. La escalera olía a cebollas y los peldaños crujían bajo sus pies. Subió hasta el
segundo piso. Oyó voces desde detrás de las puertas, algunas risas, pero no se encontró con nadie. Se paró frente a la puerta 22, acarició la culata de la pistola en el bolsillo de su abrigo, respiró hondo y abrió la puerta de una patada. Había una ventana con visillos, una cama estrecha, una mesilla con una lámpara. Saltaron los dos, desnudos, de la cama. Ganz alzó la pistola y le dio al hombre en el centro del pecho, luego en la frente mientras caía. No recordó haber oído los disparos ni tampoco los gritos de la mujer, que debía llevar tiempo gritando, y cuando al final la oyó, su llanto era tan espantoso y animal que la apuntó de manera instintiva y estuvo a punto de dispararle. Parecía toda boca, solo una boca que emitía un ruido infernal. Luego pudo distinguir los pechos, algo caídos, el largo cabello de color azabache. Debió ser una mujer hermosa, la mujer del teniente, pensó, bajando la pistola. Aún se podía apreciar, aunque tuviera la cara deshecha por el miedo y el dolor. Por un instante se miraron. Fue él quien bajó los ojos. Era una habitación sórdida, tan propia de ese tipo de encuentros, como si el pecado buscara por necesidad el mobiliario más tétrico. Vio la cómoda con su madera carcomida, la alfombra sucia y gastada, la ropa tirada en el suelo, el grueso cinturón de él, la pistola todavía en su funda, la gorra y el pantalón de uniforme, la camisa parda. ¡Hijo de puta!, pensó. No me lo dijo. ********** Le cogieron mientras caminaba bajo la nieve, con la pistola caliente aún. Le tiraron en la parte atrás del coche y empezaron a patalearle mientras arrancaba. La primera patada le recordó la única vez que le habían dado con
una bala. Era una herida insignificante, pero no era dolor lo que sentía sino algo así como el impacto, como debe ser lo que siente el boxeador justo antes de perder la conciencia. Algo que crees que nunca vas a olvidar, pensó, pero al final se olvida todo. Le sacaron del coche y le metieron en un espacio grande, oscuro y sucio, quizás un almacén o la parte de atrás de algún negocio. No sabía porque no pararon de pegarle. “¡Puto comunista!” decían, “¡comunista de mierda!” Se despertó cuando le tiraron un cubo de agua gélida encima, le levantaron y le ataron de brazos y piernas a una silla con cadenas. Un hombre bajito y calvo, con unas gafas de lentes redondos y vestido con el uniforme de las camisas pardas se inclinó hacia él, acercándose a su cara. -¿Quién te envió a matarle? –preguntó suavemente. A Ganz no se le ocurrió ninguna mentira que fuese minimamente creíble, así que no dijo nada. -Venga. Somos todos amigos aquí. Ganz vio unos reflejos de luz en las gafas del calvo, en la pared tras él la foto de una estrella de cine cuyo nombre no consiguió recordar y algunos camisas pardas mirándole, esperando. Iba a morir. Era triste, pero no sorprendente. El calvo se acercó a un gramófono, giró la manivela y escogió un disco. -Vamos a poner un poco de música de órgano para que no molestes a los vecinos cuando chilles. Porque chillarás, de esto puedes estar seguro. ¿Te gusta Buxtehude? Cuando empezó a sonar la música cogió una pistola de la mesa. Le introdujo la punta de la pistola entre los labios de Ganz y empujó hasta que
abrió la boca y entonces la metió dentro, haciendo presión contra su lengua hasta que empezó a atragantarse. -¿Tenías miedo del dentista de pequeño, Ganz? Claro que sí. Como todos los niños. Porque el dentista te hace daño, ¿verdad? Y seguía metiendo el cañón de la pistola dentro de su boca, más y más, apretando la lengua con fuerza, como si la punta de la pistola estuviese bajando por su garganta. Cuando por fin le sacó la pistola de la boca se vomitó encima. Entonces el calvo empezó a romperle los dientes, uno por uno, con la culata de la pistola.
*********** Los camisas pardas llegaron a la casa del ex-teniente Himmel quince minutos después que la policía. Eran cinco y su líder era un hombre alto de gruesos mofletes y barriga prominente. El Inspector Braun, alertado por un policía de uniforme, les estaba esperando en la puerta del apartamento. -¿En qué puedo servirles? –dijo, mientras cargaba una pipa de espuma de mar. -Buscamos al Señor Himmel. - No está disponible. -¿Y eso? -¿Sería tan amable de decirme por qué le quiere ver? -Tenemos un asunto pendiente con él –contestó el camisa parda con un tono vagamente insolente. -¿Un asunto político? - Un asunto político, sí.
-Ah, la política –dijo el policía con un suspiro mientras sacó cuaderno y lápiz del bolsillo del abrigo-. Lamento informarle que el ex-teniente de infantería Himmel no está disponible porque está muerto. ¿Sería tan amable de pasar por comisaría mañana a las ocho para ayudarnos en la investigación? -No lo creo –contestó el camisa parda, desconcertado. -No lo cree – repitió el inspector, devolviendo el cuaderno y el lápiz al bolsillo-. ¿Entonces, tendrán la bondad de desalojar este pasillo? Tenemos trabajo.
El Comisario Fuchs llegó diez minutos más tarde. Él y el inspector solían trabajar juntos, pero hubo muchos homicidios en Berlin aquel año y el departamento no daba abasto. Braun estaba sentado en un extremo de la larga mesa del comedor, rellenando un formulario mientras fumaba. -¿Qué tenemos? –preguntó el comisario. Tenía la cara roja todavía del frío de afuera y copos de nieve sobre los hombros del abrigo. -Doble suicidio –respondió el otro sin levantar la vista -. El hombre y la mujer. -¿Seguro? -Hay una nota, firmada por los dos. -¿Qué pone? El inspector miró un trozo de papel sobre la mesa: “Unidos en el amor y en el asco.”