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“Las personas mayores nunca comprenden nada por sí solas y resulta fatigoso para los niños tener que darles siempre, siempre explicaciones."
“EL PRINCIPITO” A. De Saint-Exupery
Antes de nada creo que deberíamos plantearnos claramente qué es el FRACASO ESCOLAR, dos palabras demasiado utilizadas alegremente y, tal vez, con un contenido, a veces, nada real, según quien las utilice, porque pueden ir cargadas de eximentes de responsabilidades para quienes realmente deben llevar las riendas de la educación. Si lo enfocamos como un trastorno del rendimiento escolar, hemos de mirar también el trastorno de rendimiento de la acción educativa, lo que nos lleva a constatar que quienes trabajan en este proceso educativo no han obtenido unos buenos resultados en los objetivos previstos. Siendo así, ¿es tan disparatado pensar que depende de cómo se trabaje con esos objetivos, adaptándolos según haga falta, el alumno no fracasará?
Realmente es poco popular esta forma de pensar, pero tal vez sea la que deberíamos ir tomando para reorganizar nuestra conducta como profesores, como personas y como padres comprometidos en la formación integral de nuestros hijos. Muy raras veces nos concienciamos de que la aparición de un Fracaso Escolar no es una situación que aparece de repente y en un momento puntual, si perdura en el tiempo, ya que suele ser fruto de errores cometidos al comienzo de la vida escolar y que ahora salen por quedar fijado en el niño o la niña. Se convierte en un rechazo instintivo que se prolongará a lo largo de los años siguientes si no se soluciona con la suficiente inteligencia (emocional).
Ya hay suficientes profesionales que parten de la certeza de que es engañoso estar de acuerdo con la aseveración que afirma que el alumno tiene un fracaso escolar. El alumno/a fracasa porque se le hace fracasar; si no consigue los objetivos pedagógicos marcados y su rendimiento es bajo, habrá que buscar las causas, no tanto dentro del niño, sino fuera de él, replanteándose qué se está haciendo para la adecuación de esos objetivos con las capacidades particulares y circunstancias del niño que sufre ese problema.
El sistema educativo no puede centrarse sólo en los que “van bien”, pues si así fuera el éxito dejaría de merecer la pena y no tendría secretos ni premios a los esfuerzos. Hay, pues, que centrarse en los objetivos partiendo de la realidad y sacando el máximo partido posible a cada situación individual.
Si nos parece que un estudiante es “malo”, no obedece o no trabaja, antes de condenarlo y comenzar a lanzarle los clásicos mensajes que lo sumirán en la aceptación de ese rol de malo, es importante determinar las causas de ese comportamiento y luchar incansablemente para ponerle remedio. Por tanto, el mensaje a lanzar es que si aplicamos al niño la etiqueta de fracasado, tengamos por seguro que, además de que él sufre por ello, está experimentando la consecuencia de alguna acción educativa, en su más amplio sentido, inadecuada.
2. RESPONSABILIDAD ESCOLAR
Si aceptamos que el niño que fracasa es el que no se encuentra en condiciones para superar con éxito las exigencias adaptativas de la escuela, cabe analizar una serie de comportamientos y conductas por parte de los maestros y personal que ejerce la acción educativa.
La actitud apropiada de los profesionales apoya que el posible fracaso se pueda ir diluyendo o sea capaz de inferir la causa que está provocando ese bajo rendimiento que, siendo el alumno el primero que no lo desea, no favorece la adaptación a los objetivos marcados en su curso. Tal vez nos equivoquemos al poner en práctica nuestra lógica sin pensar que nuestra progresión de adulto no es casi nunca la progresión lógica del niño. Esta actitud que antes comentábamos no puede pasar por estallidos hirientes o irónicos; no favorece nada, entonces, un maestro autoritario, agresivo, impulsivo, intolerante, amargado, acomplejado, pues esta figura que puede llegar a ser espejo de futuras conductas de sus alumnos, no puede permitirse ningún asentamiento de sentimientos negativos que no hace más que agravar la sensación de ansiedad del que está fracasando de cara a la clase, a la sociedad y a la familia.
No es la primera vez que oímos y conocemos una serie de juegos formativos en la escuela en los que la competitividad, aun sin darnos cuenta, aunque buena en una medida, llega a separar a los alumnos que “saben” de los del “pelotón de los torpes”. No todos son iguales, ni como personas ni como entes que desarrollan de distintas formas y a velocidad desigual su mentalidad, comprensión e inteligencia. Unos van a vivir la dificultad de la escuela, una realidad que les quita libertad y les pone normas, como un desafío que pone a prueba su capacidad mental; otros
como una trampa de la que no saben salir, impuesta por el maestro para humillarles sin que ellos puedan evitarla. Está claro que el guía, el mediador entre la cultura y el alumno ha de ser el maestro que tenga claro el desarrollo de la progresión adecuada para adoptar y adaptar el ritmo que suscite el deseo de conocer: Es ese que está más interesado por aquellos a quienes enseña que lo que enseña.
En algunos antiguos manuales de técnicas de venta, en el apartado de motivación, recordamos haber leído unos métodos que se denominaban SISTEMA AIDA. Obviamente no nos referimos a la Opera de Verdi, sino a un acróstico que estaba formado por esas iniciales y las palabras de Atención, Interés, Deseo y Acción. Tal vez un error frecuente esté en demandar atención en clase y no esforzarse por motivar y despertar verdadera atención por lo que se escucha, lo que hace lógico que no se tenga el interés suficiente que despierte ese deseo para llegar a la acción del, en este caso, aprendizaje correcto.
No es nuestra intención dar la sensación de que muchos maestros sólo van a trabajar y no asuman su responsabilidad correcta de formar parte de esta comunidad educativa. Queremos, más bien, hacer resaltar la realidad, en ocasiones, que está teniendo lugar en colegios y centros de enseñanza por una “dimisión” en parte de la tarea que debería llevarse a cabo con la suficiente consciencia. A tenor de esto es fácil llegar a la conclusión de que la escuela puede aparecer como un factor de fracaso cuando no estimula el deseo de trabajar y sus profesionales no suscitan nada. ¿Por qué pueden variar los resultados en un niño o una niña de un año a otro? Ciertamente no creemos que el alumno puede ser un año tonto y otro listo, sino que más bien los responsables escolares de su culturización, educación, se sitúan respecto de él de un modo diferente, lo
motivan y cambian su escala de antipatía o simpatía según haga cambiar los resultados y susciten algo en ellos (AIDA); ha despertado el deseo de ser instruido. Algo ha variado en esencia, ahora el maestro ha sabido qué es lo que puede exigir y ser posible a cambio siempre del esfuerzo personal del alumno.
No podemos eludir la realidad y aceptar que hay chicos y chicas que no trabajan y están faltos de atención, pero lo que importa es, en vez de humillarlos y buscar excusas y palabras para ponerles carteles peyorativos que hacen mella en su personalidad y afectividad, averiguar por qué son así, qué ocurre en su entorno que les marca y cohibe a la hora de su desarrollo normal. Hay que remontarse a su causa no a su efecto, que ya es bien visible. Si no se descubre la verdadera razón, sigue actuando y llega a asumir el niño o el chico que de verdad es así y se dedica a representar y vivir el papel que entre todos le hemos fabricado, para que se lo crea.
Muchos se vuelven perezosos a causa de los fracasos, no al revés. La verdad es que a veces el trato es difícil porque normalmente esto ocurre en edades y a unos años bastante críticos. Todo se está formando y sus hormonas están “removidas” intentando, todo su ser, llegar a identificarse y comprenderse, buscando su lugar en su entorno cercano y en la sociedad. Surgen juntas angustia y ansiedad dando por “tirar la toalla” en distintas tareas o sucesos, por desajustes en su personalidad. ¿Tenemos en cuenta todo esto a la hora de enjuiciar, evaluar y tomar las medidas coercitivas que tomamos?
Hay una responsabilidad que la escuela ha de asumir en toda su amplitud en cuanto a la parcela de la formación integral del alumno como ser humano, como persona. Los maestros no son policías de nuestros hijos
que nos los han de vigilar y entretener mientras que no están en casa, sino que deben educarlos y formarlos en la parcela que han asumido con los medios y actitudes, sin olvidar las aptitudes, que deben ser seriamente considerados. Aún así, somos conscientes de que tanto la escuela como la familia, como la totalidad de la comunidad, están inmersas en un sistema que la mayoría de veces hace bastante difícil poder cumplir con lo que es más conveniente, ya que es común suponer adquiridos unos conocimientos que no lo han sido o están llenos de lagunas.
Se carece, pues, de la suficiente base para seguir y se hace preciso “los juegos malabares” para adaptar el programa de una forma coherente, lo que produce un desánimo en los maestros (¡hay salidas!) y un desbordamiento en el niño al no poder comprender los siguientes pasos en el temario, provocándole una angustia ante lo que sigue abocándole a la desmotivación y al abandono.
No obstante, y surgido el fracaso escolar, no se puede olvidar que hasta ahora no hemos hablado más que de la escuela, pero nos falta una parte sumamente importante y crucial que tiene, y debe, mucho que decir. Nos referimos a la FAMILIA, como total responsable de esa educación y formación integral de los hijos, ya que el fundamento de las actitudes educativas va a depender de un modo peculiar de lo que perciba el hijo dentro de la realidad y del ambiente familiar.
3. RESPONSABILIDAD FAMILIAR
Este es el otro lado de la moneda, la otra parte o, quizás, la parte principal a la que hay que prestar especial atención por su gran incidencia en la problemática del fracaso y la inadaptación escolar. No podemos olvidar que el niño no está formado sólo por su voluntad y capacidades personales, sino que hay diversos factores sociales que inciden en su desarrollo integral como persona. Puede que tenga capacidades suficientes para tener éxito y sin embargo no llegue a él precisamente por un debilitamiento en su personalidad originado en el núcleo familiar o en su entorno social más cercano (amigos, novia/o, etc.). Queda claro, entonces, que no basta con ser inteligente para tener resultados exitosos en la escuela o en la vida, sino que aspectos como la felicidad, la dicha y un buen ambiente familiar, pueden estar relacionados íntimamente con el éxito escolar y/o profesional, lo que hace que a capacidades intelectuales iguales, unos alcancen las metas y otros no.
Ojalá fuera este un tema a tratar con facilidad con los padres y no fuera espinoso y a veces hasta fruto de escándalo, pero los progenitores podemos llegar a ser los primeros responsables del fracaso escolar de nuestros hijos. Es fácil llegar a ver cómo parte de los conflictos que tiene el niño o el adolescente en su casa es trasvasado a la escuela, seguramente detestable por el psicólogo al hablar u observar el comportamiento normal, cotidiano, del alumno en clase.
La influencia de la familia es determinante. Los primeros años de la vida marcan hasta tal punto que algunos piensan que lo esencial ya está decidido antes de entrar en el colegio. El niño es modelado cultural y afectivamente en la familia, pero el clima en el que viva en cada momento de su vida, va a marcar las distintas etapas, y así, igualmente, va a indicar su capacidad de enfrentarse a sus problemas, aprisionándolo fracasando, o
dándole la actitud necesaria para enfrentarse a ellos buscando sus posibles soluciones.
El problema puede ser el mismo para dos chicos distintos, pero significativamente tendrá unos resultados distintos según sea el clima o el ambiente familiar que uno u otro tengan. Obviamente hay situaciones en el seno familiar que dejan huella facilitando o dificultando el desarrollo integral del niño y su posición, activa o pasiva, ante el fracaso, retraso o bache escolar. Es importante el socioeconómico y cultural de los padres. Unos padres cultos y vigilantes ante la educación de los hijos pueden advertir que a ciertas edades las tareas educativas y las presiones tienen ya una incidencia bastante reducida y que debe darse a los hijos campo libre para experimentar y vivir según sus criterios, para poder comprobar si son válidos o no.
Una experiencia vale más que mil consejos y, a veces, mucho más que mil prohibiciones. Educar a veces lo convertimos en sinónimo de prohibir, de tener una situación contínua de chantaje generalmente vinculada a una subvención económica para que nuestro hijo haga lo que yo, el padre, quiero en cada momento porque pienso que es lo mejor para él: “A mí me educaron así y así tiene que ser”.
Rara vez lo que fue bueno para uno es bueno para otro, ya que no solemos tener en cuenta lo diferente de la persona y mucho menos el tiempo histórico y social en el que se vive. Repetir esquemas que fracasan o fueron eficaces en otros y en circunstancias distintas, no sirve de ningún modo.
Es raro pensar que unos padres no quieran educar y formar bien a sus hijos, pero la realidad nos informa que muchos “dimiten” y otros no
aciertan cómo hacerlo, por no conocer la realidad que atraviesa y vive el hijo; sus exigencias, etapas evolutivas, necesidades de cada fase, etc. Nosotros maduramos y cambiamos, nuestros hijos también, y en ese cambio cambia igualmente nuestras escalas de valores al igual que las suyas. ¿Por qué no tratar de cohesionarlas? ¿Por qué no respetar también sus individualidades? El objetivo es “hacer de la familia una sociedad completa e insustituible”. (Gutierrez, M.)
Más que esforzarnos en incidir sobre el niño que tiene problemas, sería más útil intentar que el entorno, el “humus”, el clima emocional familiar sea el correcto, haciéndonos meros guías y dotadores de recursos para que él sea el agente activo que madure adecuadamente y sepa salir por “sus propios medios” de los problemas que vaya teniendo. Hemos de ser comprensivos, que no tolerantes hasta el punto de dejarles hacer lo que quieran y ser hiperpermisivos.
A pesar de lo dicho hasta ahora, no existe ningún libro de “recetas” válido como panacea para todos los casos de fracaso escolar, ya que todos los individuos son distintos e igualmente sus familias. Se trata, desde nuestra perspectiva y si podemos aportar nuestro grano de arena, de sensibilizar sobre el problema y dar unas pautas, tantas como personas y tan amplias como fuere necesario, según el criterio para consecución óptima de objetivos, pero que lleven a intentar reforzar la solución a las carencias en nuestras actitudes como padres y educadores, en la creencia de que estamos haciendo lo que podemos y “no cometemos errores”. No seamos profesores particulares que realizan los deberes de nuestros hijos, sino que hemos de intentar guiar para que ellos hagan y se desarrollen, sin dar jamás la sensación de que lo que hacen - dedicarse a estudiar – no es trabajo. Esa es su labor, trabajar estudiando y además les cuesta y es difícil,
por lo tanto, siendo así las cosas, apoyémosles y entendámosles. No seamos ni profesores, ni sicólogos, ni asesores educativos; simplemente padres, que ya es suficiente, pero coherentes y con los conocimientos necesarios de su entorno que favorezcan nuestra interrelación, enriquecida por su dimensión misma, tan amplia y dinámica como ellos lo son. No todo es escolaridad.
Esta labor que comentamos no es nada fácil y menos si observamos la tradición cultural de la familia media española y la preparación que tiene para ayudar a sus hijos en la actualidad, basándose en uno de los valores más perdidos: LA LIBERTAD
En una encuesta realizada hace años y actualizada por un Centro de Orientación y Mediación Familiar en el año 1998, se preguntó si los padres tenían derecho a ejercer “todo tipo de autoridad sobre sus hijos menores de edad”. Más del 80 % de los encuestados se manifestaron de acuerdo con la pregunta, el 7 % en desacuerdo y el resto indecisos. Esto tal vez nos dé una idea de la relación padres-hijos y la problemática subyacente con la que nos encontramos, siendo nuestro “caballo de batalla” la necesidad de armonizar la evidente autoridad de los padres con los claros derechos de los niños.
Se trata, como es obvio, de intentar llegar al término medio ideal que dé los resultados apetecidos bajando, por fin, el índice de desajustes educativos. Esta cuestión no se podrá conseguir, pensamos, sin una corresponsabilidad Familia-Escuela que aporte luz a la tarea educadora primigenia de la misma Familia, repartiendo y asumiendo los roles o funciones adecuados encaminados a hacer del niño, sujeto activo, dador y receptor de la suficiente formación integral para que pueda tomar sus
decisiones y “realizarse en la vida” como individuo y como persona humana social. A esto podemos añadir que los problemas derivados de la relación en el seno familiar (ruptura de los padres, poca armonía entre ellos, los dos trabajan fuera de casa, poca atención a los hijos, interrelación entre hermanos, etc.), hace necesario establecer unos planes de ayuda a las familias para normalizar su estado o, por lo menos, dar los recursos suficientes para racionalizar los problemas que surjan, haciendo que su conocimiento pueda ser una válvula de escape para intentar afrontar con la mejor actitud los problemas que ocasionan: “En todas las familias problemáticas
me
he
encontrado
siempre
una
autoestima
baja;
comunicación indirecta, vaga e insincera; normas rígidas, inhumanas, fijas e inmutables; y enlace temeroso, aplacante y acusador de la sociedad.” (V. Satir. 1978).
Creemos conveniente no alargarnos más en estas reflexiones sobre el fracaso escolar porque no por hacer mucho más extenso el trabajo íbamos a dar mucha más luz a la problemática existente, aunque es tan variada como se quiera suponer. Por esto y a modo de conclusión, podemos observar que tal vez han tomado forma una serie de puntos orientadores que faciliten el buen clima familiar, para que así pueda influir positivamente en el rendimiento escolar adecuado, según la capacidad de cada alumno. Estos puntos referidos quedan señalados así:
Participación activa de los padres en la educación de los hijos.
Acuerdo entre padre y madre respecto a la educación del hijo.
Estabilidad de la pareja frente al hijo.
Comprensión frente a los comportamientos del niño o la niña que perturben la atmósfera familiar (Empatía)
No utilizar el chantaje afectivo.
Establecer criterios de autoridad básicos, coherentes y flexibles.
Conocimiento real de las posibilidades del niño y exigencia adecuada a dichas posibilidades y capacidades. (Todos no pueden ser médicos, ni abogados, ni químicos, ni pedagogos... ni...)
Creemos interesante, por otra parte, resaltar las actitudes sociales que, según algunos autores, deben constituir la meta de la acción educativa como base y norma que regule toda clase de convivencia. ¿Ideal o realidad?
Sensibilidad social
Responsabilidad
Respeto
Empatía
Diálogo
Solidaridad Compromiso
4.CONCLUSIONES PERSONALES
En cuanto a la corresponsabilidad Familia-Escuela, podríamos seguir manifestando con grandilocuencia, extensas parrafadas que no harían más que ahondar en el círculo que ya hemos argumentado a lo largo del trabajo. Nos parece acertado plasmar literalmente, por una parte, las palabras de uno de los psicólogos contemporáneos más universales, Henri Wallon, extraídas de su libro “La higiene psíquica y mental de la infancia”: “En efecto, la escuela no es sólo el lugar donde el niño viene a recibir
unas migajas de instrucción; es toda la vida del niño. Una vez que el niño se ha convertido en
un escolar, todo el empleo de su jornada está
subordinado a la escuela. Por la mañana se levanta a la hora indicada para ir a clase; sus comidas las toma en función del horario de la escuela; todos sus intereses están dirigidos a la escuela; toda su vida pertenece a la escuela. Hay que hacerse cargo de lo que significa para un alma infantil el hecho de ir a la escuela. Yo os he hablado de los diferentes actos del día: levantarse, comer, etc., yo os hablaba de los intereses del niño, pero imaginaros también que la espontaneidad del niño está sometida a la disciplina de la escuela. Hay ahí, por consiguiente una considerable RESPONSABILIDAD de la escuela con respecto al niño. El educador no puede desinteresarse de cómo es la vida del niño en general.”
A través de nuestras lecturas y libros consultados hemos llegado, por otra parte, a una serie de conclusiones que podrían hacer que el fracaso escolar disminuyera y, hasta tal vez, llegara a dejarse de darle ese fatídico nombre, según creemos. Exponemos a continuación y para finalizar, algunas de estas conclusiones o comentarios citados:
Se suele en la mayoría de ocasiones trabajar lo externo del niño y no se le dota de los instrumentos y recursos para la modificación de su propio mundo interior.
Se le trata como un paciente identificado sin indagar en exceso en su entorno no dotándolo de confianza y seguridad en sí mismo, o lo que es lo mismo, trabajar su madurez personal, la tan típica Autoestima.
Investigar su clima emocional para reducir su ansiedad. Observemos, pues, los mensajes positivos o negativos que le enviamos por catalogarlo de fracasado en las cuestiones escolares
(¿sólo
en
ellas?).
Si
no
lo
hacemos
convenientemente se suele inhibir el afectado frente a cualquier dificultad.
“La ayuda debe ir encaminada a que pueda vivirse con capacidad constructiva enfrentando dificultades que estén al alcance de sus posibilidades”, como dice Baudilio Martínez en su libro “La familia ante el fracaso escolar.”
Somos conscientes de que no existen recetas mágicas para ayudar a un niño en el “fracaso escolar” porque cada niño, cada situación, cada familia, son peculiares y singulares con modos y maneras distintas en, incluso, las relaciones personales.
Aceptar que los conflictos son naturales, normales y que cada uno debe asumir su rol: los padres deben ser padres, los profesores deben ser profesores y si no de una manera única en cada rol sin poder salirse de él, sí ateniéndose a papeles e identidades de funciones con peculiaridad propia.
Tal vez la mejor conclusión que podemos dar a este trabajo es que debemos romper con formas míticas y estereotipadas que se suelen repetir sin eficacia alguna, una vez y otra vez, con las que se martiriza a la familia y hacen sufrir al niño.
Por todo esto es conveniente asumir iniciativas, cambios,
planteamientos nuevos y aproximarse a las variadas acciones que la dinámica sugiera para lograr una mejor comprensión y conocimiento que converjan en estrechar los vínculos y la comunicación educativa del niño o de la niña.
JUAN JOSÉ LÓPEZ NICOLÁS. Orientador Familiar