Eudaldo Forment.docx

  • Uploaded by: MUB
  • 0
  • 0
  • June 2020
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Eudaldo Forment.docx as PDF for free.

More details

  • Words: 280,973
  • Pages: 469
Filosofía tomista: I. Razón y fe La predicación racional La mejor síntesis del pensamiento filosófico o estrictamente racional de Santo Tomás de Aquino, se debe a él mismo. En una de sus primeras obras, Sobre el ente y la esencia, ofrece ya un compendio de su metafísica, que es el fundamento de todo su sistema filosófico[1]. Pocos años después comenzó a preparar la Suma contra los gentiles, la primera de sus denominadas «obras mayores». En ella, presentó de una manera completa y argumentada su síntesis filosófica, que después incorporó ya desarrollada de una manera definitiva, pero instrumental, en su obra teológica la Suma teológica. En su época, las llamadas «sumas» eran un género literario muy extendido. Circulaban principalmente de tres tipos: sumas de recopilación, que presentaban una compilación completa, pero sin sistematicidad; sumas de compendio, que ofrecían brevedad y exactitud; y sumas sistemáticas, que brindaban una enseñanza de conjunto completa y organizada. Las dos «sumas», del Aquinate, pertenecían a esta última clase. En la redacción de su suma filosófica, Santo Tomás empleó unos cinco años. Podría decirse que fue una obra de encargo, porque su origen estaba en la petición de San Raimundo de Penyafort, que había sido Maestro de la Orden de Predicadores. El célebre dominico quería tener un manual de apologética, que sirviese a los frailes, que se dedicaban en España a la evangelización de los infieles musulmanes y de los judíos de las tierras reconquistadas. En el convento de Santo Domingo de Nápoles, después de haber regido una cátedra en la Universidad de París, joven todavía –tenía unos treinta y cuatro años de edad– el Aquinate se dedicó con tranquilidad a escribir su Suma contra los gentiles, cuya redacción ya había comenzado un poco antes en París. Era un trabajo muy importante, porque en el Capítulo general de la Orden Dominicana de Valenciennes, que se acababa de celebrar, se había decidido la fundación de centros de instrucción para los misioneros dominicos de España. La obra, que tenía que servir como libro de texto para estos evangelizadores, la terminó en 1264. Es uno de las pocos libros del Aquinate, de los que se conserva gran parte del texto del original escrito por él (libro I, capítulo 13, hasta el III, capítulo 120). En el texto autógrafo, que se conserva en el Archivo Vaticano, en cada una de las páginas, antes del inicio del texto, está escrita la salutación angélica: «Ave María». Esta anotación piadosa del Aquinate revela su confianza en la Virgen para todo y especialmente para la eficacia de la predicación. La esperanza en la «Reina de los Predicadores» la había transmitido a la Orden, pocos años antes, su fundador Santo Domingo de Guzmán, a quien se atribuye la fundación del Rosario, precisamente para utilizarlo en su predicación en la cruzada albigense. La finalidad apologética, frente a los musulmanes y judíos de España, permite comprender la especial estructura de esta obra, que una vez terminada fue enviada a Barcelona, al Maestro Raimundo. El Aquinate no seguía, en la Suma contra los gentiles, la metodología ordenada y sistemática propia de las Sumas, tal como hizo en la Suma Teológica, dividida en partes, tratados, cuestiones y artículos. En cada uno de los artículos se presentaba un problema de forma alternativa. Primero se ofrecían las objeciones o argumentos contra la solución que se proponía. Después, las razones de la otra solución en el llamado «sed contra». Seguía la parte central, o cuerpo del artículo, con la respuesta del autor o la solución a la dificultad, que llevaba a la alternativa. Finalmente, se daba

la solución, desde la doctrina expuesta en el cuerpo del artículo, a cada una de las objeciones. En cambio, en esta primera Suma del Aquinate, su contenido se encuentra su contenido expuesto en cuatro libros y estos a su vez en capítulos. Además, a diferencia de las otras sumas, la Suma contra los gentiles no era una obra universitaria, dirigida a estudiantes universitarios cristianos, tal como fue la Suma teológica, sino a predicadores, que tenían que disputar con gentiles o no cristianos. En las disputas, no se encontrarían con la participación de un ámbito religioso común en sus interlocutores. Los no cristianos no admiten la Sagrada Escritura, como los musulmanes, o sólo parcialmente, como los judíos, que sólo aceptan como revelado el Antiguo Testamento. El único campo común que hallarán los predicadores de los gentiles será el de la razón, con sus leyes universales, que permite la comunicación humana y la argumentación. En esta Suma, el método de exposición tendrá que ser, por ello, exclusivamente racional. La razón será el ámbito de la apologética. Por un lado, porque se deberán exponer y defender racionalmente las verdades naturales, que son la base de la religión cristiana. Por otro, porque al exponer las verdades sobrenaturales, conocidas por revelación divina, que continúan y completan las verdades naturales, se mostrará su compatibilidad con la razón humana, por ser también racionales, pero en un nivel que sobrepasa la razón del hombre; y asimismo se resolverán racionalmente las objeciones de los contrarios, sus reparos e impugnaciones directas, mostrando su insuficiencia o irracionalidad. La afirmación de la racionalidad exige al mismo tiempo el rechazo de los distintos errores contrarios a la misma. Suma filosófica Por su contenido, la Suma contra los gentiles es filosófica, porque utiliza exclusivamente argumentos racionales, aunque por su intención es apologética. Estas dos características de la obra explican su estructura peculiar. Sus dos grandes partes, aunque no indicadas explícitamente en su división, que lo es en cuatro libros y estos en capítulos con título propio. La primera parte, puramente racional o filosófica, ocupa los libros primero y segundo y gran parte del tercero. La segunda parte incluye algunos capítulos del libro tercero y todo el cuarto, y es ya teológica. En cada capítulo de ambas partes, se trata uno o varios problemas, e incluso sólo una parte de los mismos, pero en los restantes se continúa; y se ofrecen en cada uno varios argumentos racionales de diferente tipo, que prueben todos ellos la afirmación o tesis que se defiende. La primera Suma del Aquinate es, por consiguiente, una obra filosófica, pero en pleno acuerdo con la fe cristiana. En la primera parte, la más extensa, es un tratado filosófico o racional, en sentido amplio, sobre Dios. De Dios en sí mismo, de Dios en cuanto creador y de como Dios es fin de todo, se ocupan los tres primeros libros de la obra. La segunda parte, que comprende el cuarto y último libro, es teológica, porque se basa en la revelación divina. Se vuelven a tratar las tres grandes cuestiones –Dios en sí, como principio y como fin de todos los seres–, pero por la vía sobrenatural. Con ello, muestra la continuidad y complementariedad perfeccionante de la enseñanza cristiana con la razón natural. El tratado filosófico sobre Dios es posible, porque, por medio de las criaturas, el hombre puede con su entendimiento llegar hasta su principio, Dios, pero no conocido perfectamente. Ni las mismas cosas creadas, instrumentos para la ascensión hasta el conocimiento divino, le son conocidas al entendimiento humano completamente. Todavía será mayor la limitación del entendimiento del hombre sobre los seres de los que se perciben pocos accidentes sensibles. Por el mismo motivo, el conocimiento de lo que son, de sus esencias inteligibles, es aún menor, en los seres inmateriales, que carecen de accidentes sensibles.

Estas imperfecciones no impiden un conocimiento de Dios, aunque, por ellas, será indirecto, mediático y analógico. No obstante, al hombre no le basta el conocimiento natural de Dios, débil e imperfecto. Necesita, para remediar la limitación e imperfección de su razón, del conocimiento de Dios, que ofrecen las verdades reveladas, que son las que constituyen el objeto de la segunda parte de la Suma contra los gentiles. Desde el principio de la obra queda patente la gran valoración del Aquinate por la razón del hombre, sobre la que se basa su primera parte, y que es la de mayor extensión. También la conveniencia de la revelación, que muestra como unida a la razón natural para perfeccionarla, sin destruir su carácter racional. La continuidad de las dos partes muestra la función unitiva y armonizadora de la religión cristiana. Sin violentar ni quitar libertad a la recta razón natural, curándole de sus imperfecciones y superando sus limitaciones, la acción de la gracia de la revelación se caracteriza por la suavidad, distintivo de todas las obras divinas. Lo que Santo Tomás presenta, en esta original obra, es una concepción racional muy amplia de toda la realidad y claramente humanística. Amplia, porque persigue una razón integral, que no se circunscribe a un sector o a un nivel de lo creado, como hace la razón positiva o científica. No obstante, la razón de las ciencias empíricas es legítima, si no pretende ser la única posible o ser ya completa. La filosofía tomista es humanística, porque, no niega ni ignora al hombre en su individualidad y en su gran dignidad, tal como expresa el término persona. Actualidad y novedad del tomismo La visión tomista, propuesta en el siglo XIII y en una situación histórica concreta, trasciende los lugares y los tiempos. La actualidad de Santo Tomás, que es la misma que la de la doctrina católica, no implica la repetición de un pasado, o de algo antiguo, sino que hoy continúa representando una auténtica novedad, como lo fue en su época y lo será en las siguientes. En todas las universidades, en donde enseñó el Aquinate –las de Colonia, París y Nápoles– se advirtió claramente su trascendencia. Sobre la enseñanza universitaria de fray Tomás, uno de sus discípulos en la universidad napolitana, Guillermo de Tocco, en la biografía que escribió sobre su maestro, notaba que: «En sus lecciones introducía nuevos artículos, resolvía las cuestiones de una nueva forma, más claramente, y con nuevos argumentos. En consecuencia, los que le oían enseñar tesis nuevas y tratarlas con un método nuevo, no podían dudar que Dios le había iluminado con una luz nueva: pues, ¿se puede enseñar o escribir opiniones nuevas si no se ha recibido de Dios una nueva inspiración?». Las ocho novedades, señaladas por Tocco, que advertían todos en el magisterio oral y escrito de Santo Tomás, suponían un espíritu de asimilación, de conciliación y de libertad. En el sistema tomista se encuentra unido lo contingente y variable con lo ideal permanente. También se respeta la integridad humana y del papel directivo de la razón sobre todas las otras facultades y potencias del hombre. Tampoco se separa lo humano de lo divino, y al mismo tiempo se reconoce la solidaridad entre todos los hombres y entre todos los siglos. Tal como se desprende de la lectura de la Suma contra los gentiles, en la filosofía tomista se respeta y se protege el curso natural y sobrenatural de las cosas. Todo ello, de una manera profundamente racional y eminentemente práctica, buscando el justo medio en que consiste la virtud y no cayendo en exageraciones. Todas las argumentaciones, soluciones a los problemas y respuestas del Aquinate, que se encuentran en la Suma contra los gentiles, son un modelo por su procedimiento de acudir siempre al tribunal de la razón, a la racionalidad, para resolver todas las cuestiones. Además de la

racionalidad, sus argumentaciones muestran una perfecta armonía y complementariedad entre la razón filosófica y la razón teológica y religiosa. La filosofía y la teología La síntesis filosófica teológica tomista, construida con un método racional, comporta la distinción entre filosofía y teología, pero al mismo tiempo su compatibilidad, por entender que proceden ambas de la Razón, o Logos divino, que se manifiesta tanto en la creación como en la redención. Santo Tomás afirmó, por una parte, la independencia entre filosofía y teología, y, por otra, su relación mutua. La distinción entre la ciencia o filosofía y la fe o teología se basa en el diferente procedimiento para adquirir la certeza de la verdad. La primera por la evidencia intrínseca, mediata o inmediata de sus contenidos. La segunda, por fundamentarse en la autoridad divina de la revelación. La distinción entre estos principios cimenta la autonomía respectiva de la filosofía y de la teología, de la razón y de la fe. La independencia de ambas, sin embargo, no supone su oposición ni su separación, sino una mutua colaboración, que beneficia a ambas recíproca y provechosamente. En la visión filosófico teológica, se puede encontrar una triple ayuda de la fe a la razón. La fe da confianza a la mera razón, la estimula a ampliar sus horizontes y a buscar los fundamentos de la realidad. También la razón ayuda triplemente a la fe. Primero para demostrar los preámbulos de la misma fe, que son las bases racionales naturales, demostradas por la filosofía acerca de Dios o las criaturas. Segundo, para explicar de algún modo las verdades de la fe con nociones que se encuentran en las criaturas y han sido estudiadas por la filosofía. Tercero, para refutar los argumentos que se dan contra los contenidos de la fe, demostrando que su falsedad, o que no se siguen de ellos. La importancia de la razón La ayuda mutua entre la razón filosófica y la teológica es una confirmación del principio fundamental tomista de la racionabilidad de la fe. El contenido de lo creído es racional, pero supera la limitada razón humana. Se explica así que todo lenguaje referido a lo trascendente, como el que utiliza la metafísica y la teología, debe ser analógico. Gracias al método racional analógico se puede recorrer de algún modo la distancia infinita entre la criatura y su Creador. Gracias a la semejanza entre el efecto y su causa, se pueden utilizar palabras humanas para hablar de Dios. Además, el mismo Dios con la Revelación nos ha hablado con lenguaje humano, y, por tanto, se puede utilizar este lenguaje para hablar de Él. Igualmente la moral tomista gira en torno a la razón. Por sí misma, la razón humana es capaz de conocer la ley natural. Es capaz de saber lo que hay que hacer y lo que se debe evitar para alcanzar la felicidad, y, por tanto, para lograr el propio bien y el de los demás, o el bien común. Con la razón, el hombre puede descubrir la ley moral en su propia naturaleza humana. El contenido de la ley natural es racional, porque al igual que la razón humana tiene su origen en Dios, que es Logos o Razón creadora. Por este motivo, sobre la ley natural se deben fundamentar las leyes positivas, o las promulgadas por la autoridad, para la regulación de la vida social del hombre. La ley natural es, por tanto, fuente jurídica, Si no se admite, se cae en un irracionalismo y un voluntarismo arbitrario. Los contenidos de la ley natural no han sido creados por el hombre, ni puede, por ello, destruirlos ni modificarlos. Derivan de la naturaleza humana, expresándola y defendiendo su dignidad, y ante ellos sólo cabe su reconocimiento y desarrollo.

Síntesis apologética Además de la valoración de la razón, debe destacarse de la Suma contra los gentiles, el ser un resumen esencial de toda la visión filosófica o racional de la realidad, que después Santo Tomás desarrolla en la Suma teológica y en otros escritos. La Suma contra los gentiles es una síntesis racional filosófica teológica, porque la finalidad principal de la obra es ofrecer los preámbulos racionales de la fe y mostrar que los contenidos de esta última los sobrepasan, pero están en continuidad racional con ellos. La filosofía, por tanto, conduce a la fe. El saber filosófico es así una justificación racional de las verdades de fe. Podría decirse que el carácter apologético de la Suma contra los gentiles se manifiesta al presentar la filosofía como conducente y continuada por la teología, y, en definitiva, al ofrecer una síntesis filosófica y teológica, comprensible desde la razón. En esta síntesis tomista, ambos saberes se distinguen, pero al mismo tiempo se relacionan y conexionan de manera inseparable en una síntesis de armónica coherencia, que quiere responder al afán natural humano de unidad, a veces, olvidado por atender sólo a los deseos también conjuntos de verdad y bondad. Los escritos siguientes a este introductorio a la Filosofía tomista, estarán dedicados a exponer en el mismo orden el contenido de la Suma contra los gentiles. Se intentará de una forma más sencilla, clara y asequible para todos, la unidad sintética doctrinal de lo que podría denominarse el pensamiento racional, y, por ello, apologético, que Santo Tomás expone en esta obra. Para ello, se le dará la estructura de un catecismo. El término «catecismo» deriva del latín «cathechismus» y antes del griego «khatekheo» (enseñar de viva voz), cuyo primer sentido fue de hacer resonar y más tarde instruir con palabras orales. En la actualidad, significa un compendio o un tratado breve que resume una doctrina. El origen de los catecismos está en la primitiva Iglesia. Según las cartas paulinas, la enseñanza cristiana a los nuevos miembros de la Iglesia se comenzaba con la transmisión oral, tal como se hacía en las escuelas paganas y en las sinagogas. La formación de los catecúmenos, o los que escuchaban la instrucción cristiana, que era previa para recibir el bautismo, era muy necesaria entonces, porque los futuros cristianos provenían de un mundo pagano, muy distinto a la vida cristiana que querían seguir. Para la formación de los catecúmenos se elaboraron pequeñas obras sobre el método y contenido de la instrucción religiosa cristiana. Aunque su origen y su temática está en la doctrina cristiana, el término catecismo se puede aplicar a cualquier compendio dialogado de una doctrina. Los manuales de catecismo en forma de diálogo, tal como se conocen hoy en día, comenzaron a aparecer en la Alta Edad Media. Eran resúmenes de catequesis escritos en forma de diálogo, como la Dispuatio puerorum per interrogationes et responsiones, compuesto en la segunda mitad del siglo VIII y atribuido a Alcuino de York, principal representante del llamado Renacimiento carolingio. Más adelante no sólo se dedicaron a la catequesis sino también a la teología. El catecismo Elucidarium sive Dialogus de Summa totius Cristianae Theologiae, atribuido a Honorato de Autun (ca. 1100), traducida a muchas lenguas, fue la obra base de la enseñanza en la Edad Media. Catecismos tomistas De todas estas obras medievales quedó algo esencial en los catecismos: la forma de preguntas que hace el discípulo y de respuestas que da el maestro. Característica que se mantuvo en la conocida obra del filósofo y teólogo tomista Thomas Pègues, Catéchisme de la Somme

théologique, dedicada, como se indica en su título a la sintésis filosófico teológica de la Suma teológica de Santo Tomás. También el dominico francés mantuvo en esta obra la finalidad de los catecismos: proporcionar una instrucción elemental, preparatoria para una profundización posterior. Para ello, ofreció la doctrina tomista, contenida en la Suma teológica, de modo completo, sistemático y metódico, pero en forma de diálogo, para ayudar a retener las ideas y hacerla más fácil y amena. El diálogo del catecismo, explicaba Pegués: «es, sin duda, la forma de enseñanza la más perfecta para alcanzar a todas las inteligencias. ¿No es como la realización ideal de lo que se pudo llamar la enseñanza socrática, procediendo por vía de interrogación graduada y ordenada, que despierta al espíritu y conduce insensiblemente hasta las esferas más altas de la doctrina?»[2]. Añadía que la forma catequética: «Es también la realización perfecta del diálogo platónico, donde la inteligencia que escucha, despertada por la inteligencia del que habla, a su vez plantea nuevas cuestiones, y donde ambas viven así del pan de la verdad, gustan el excelente encanto del más delicioso vivir, unidos en una clase de divino banquete»[3]. Algo parecido tiene que hacerse con la Suma contra gentiles –la suma filosófica del Aquinate–, que en la actualidad es una de las obras de Santo Tomás, que despierta mayor interés. Sin embargo, el exponer su contenido de esta forma ofrece cierta dificultad. El gran aporte de argumentos y no estar presentados en forma de preguntas y respuestas como la Suma teológica, requiere una especial adaptación en la configuración la obra como un catecismo. Sin dejar de ofrecer fielmente todo su contenido, deben omitirse algunas argumentaciones de las muchas que presenta Santo Tomás para probar una misma tesis, Tienen que elegirse las más convincentes, pero de menor complejidad, para facilitar la lectura con la simplicidad del texto. Todo ello, sin prescindir de ninguna de las tesis o afirmaciones de la obra, siempre formuladas por el Aquinate en un lenguaje muy preciso, pero también claro e inteligible para todos. Por último, la exposición del contenido de la Suma contra los gentiles, ya simplificado con la reducción de las demostraciones,como un diálogo continuo, presentado en lenguaje y contexto actual, en el que se van suscitando preguntas a medida que se van dando las respuestas. El lector se verá así involucrado en una investigación, que avanza hacia la verdad y que va logrando certezas. Necesidad y actualidad del catecismo filosófico En general, el hombre del siglo XXI, situado en un mundo, regido por el relativismo intelectual y moral, se siente, ante la verdad y el bien, confuso, perplejo, extraviado en su búsqueda e incluso ya totalmente desilusionado y hasta indiferente. Parece así necesario proponer de nuevo la verdad, tal como hace Santo Tomás con los «gentiles», y del modo más adecuado y accesible al hombre de hoy. Tienen todavía actualidad, e incluso mayor, las palabras que dirigió el papa Benedicto XV, a Thomas Pègues, a raíz de la aparición de su Catecismo de la Suma teológica. En el breve, fechado el 5 de febrero de 1919, escribía el Papa: «Los elogios de la brillantez excepcional, que la Sede Apostólica ha hecho a Santo Tomás de Aquino no permiten a ningún católico dudar de que este doctor no haya sido suscitado por Dios, con el fin de que la Iglesia tuviera un maestro de su doctrina, al que seguiría por su excelencia en todo tiempo». Como consecuencia, añadía: «Parece conveniente que la sabiduría única de este doctor sea directamente ofrecida, no solamente a los hombres del clero, sino también a todos aquellos cualesquiera que sean, desde los que cultivan el grado más elevado de los estudios religiosos

hasta la multitud misma. Se ve en la misma naturaleza, cuanto más cerca se está de la luz, más abundantemente es todo alumbrado»[4]. El tomista José Torras y Bages, unos pocos años antes, había dicho en su famoso Panegírico de Santo Tomás de Aquino, a los que querían iluminar su inteligencia de un modo completo y seguro y desde firmes convicciones formar su conciencia:«Sea Tomás de Aquino vuestro maestro». Con el estudio de sus obras, añadía: «Adquiriréis con ella más ciencia en un año de estudio, que con los demás libros en toda la vida, según la expresión del papa Juan XXII (el Papa que le canonizó el 18 de julio de 1323 en Avignon). Más también os diré que no hay otro estudio que requiera tanta humildad como éste». Puede decirse con Torras y Bages, respecto a la Suma contra los gentiles: «El que pretenda adquirir una ciencia de fantasmagóricos efectos cuales son los de la ilustración moderna, que suelte el libro de la mano; Santo Tomás no es a propósito para ello; más el que va en pos de la verdadera sabiduría y quiere tener un criterio certero y seguro para juzgar de las cosas divinas y humanas, que no deje tal libro, y yo os aseguro que alcanzará tan noble fin». También son muy ciertas estás palabras, con las que concluye el sabio obispo de Vich: «Se ha dicho que la verdad meditada con amor se convierte en poesía, y antes dejó escrito Cicerón que los verdaderos oradores salían, no de las aulas de los retóricos, sino de las escuelas de los filósofos. Meditad, pues, profunda y largamente los escritos de Tomás de Aquino, y yo os aseguro una perfecta armonía entre todas vuestras facultades mentales, y entre el pensamiento y su expresión»[5].

[1] SANTO TOMÁS DE AQUINO, El ente y la esencia, Traducción, estudio preliminar y notas de Eudaldo Forment, Col. De Pensamiento medieval y Renacimiento, nº 25, Pamplona, EUNSA, 2011, 3º ed., p. 9 y ss. [2] THOMAS PÈGUES, Catecismo de la Suma Teológica, Edición revisada y completada por Eudaldo Forment, Madrid, Homolegenes, 2011, pp. 39-40. [3] Ibíd., p. 40. [4]Breve del Papa Benedicto XV,5-II-1919, en THOMAS PÈGUES, Catecismo de la Suma Teológica, op, cit., p. 35. [5] JOSEP TORRAS I BAGES, Panegírico de Santo Tomás de Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. V, pp. 49-70, p. 69.

II. La Filosofía 1. ––En la iconografía de Santo Tomás de Aquino, cuando se le presenta sosteniendo un libro abierto, en las dos páginas, que se ven, están siempre escritas las palabras latínas «Veritatem meditabitur guttur, et labia mea detestabuntur impium». ¿En qué tienen que ver con la vida y la obra del Aquinate? ––Esta frase, tomada de la Sagrada Escritura[1], que puede traducirse por: «Mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán lo impío», es el lema, que encabeza la obra Suma contra los

gentiles deSanto Tomás. El libro está encabezado por este versículo, que expresa muy adecuadamente lo que consideró el Aquinate como la misión de su vida. Sintió desde muy joven que debía prepararse para ejercer el «oficio de sabio», el de buscar la sabiduría y, por tanto, la verdad y el bien, que se identifican entre sí. El que se reproduzca en las imágenes del Santo revela además la importancia que siempre se ha dado a esta suma filosófica. 2. ––En la gran suma de Santo Tomás, la Suma teológica, se lee: «Dice San Isidoro, en sus Etimologías, que: «la palabra oficio se deriva del verbo ‘efficere’, y se dice ‘officium’ en vez de ‘efficium’ por eufonía» (l. 6. c. 19). Y, puesto que el obrar («efficere») se refiere a la acción los oficios se distinguen por sus actos»[2]. ¿Cuál es la actividad del oficio de sabio? ––En el mismo lugar, el Aquinate explica que: «la eficiencia, de donde (…) se deriva del nombre de «oficio», implica una acción que tiende a un término distinto del sujeto, como dice Aristóteles en la Metafísica (VIII, c. 8, n. 9). Por eso, los oficios se distinguen propiamente según los actos que se refieren a otros. En este sentido, se dice que el médico o el juez, etc., tienen un oficio. Por eso, dice San Isidoro, que oficio consiste en «hacer lo que a nadie perjudique», es decir, «no haga daño a nadie y sea útil a todos» (Etim. l. 6, c. 19)»[3]. En el primer capítulo del libro primero de la Suma contra gentiles, indica que la actividad del oficio de sabio es doble y que ello está indicado en el versículo de la Escritura citado: exponer la verdad divina, verdad por antonomasia, e impugnar el error contrario a esta verdad. 3.––Se comprende que la actividad propia del sabio esté relacionada con la verdad, porque se argumenta en otro libro de la Suma contra gentiles que: «como la vida de los hombres no sólo necesita las cosas corporales, sino principalmente las espirituales, es preciso también que algunos se dediquen a las cosas espirituales en beneficio de los demás»[4]. Sin embargo, ¿se puede precisar esta primera actividad del oficio de sabio? ––Santo Tomás concreta la primera actividad del sabio, también al comienzo de la obra. Lo hace con palabras Aristóteles, al explicar la función de la sabiduría, o mejor el amor a la sabiduría –tal como expresa el término filosofía–, y que están de acuerdo con el «uso corriente», nacido del sentido común: «es propio del sabio ordenar»[5]. 4.––El término ordenar tiene tres significados distintos: poner orden en algo, dar una orden para que se actúe, y encaminarse o dirigirse hacia algo. ¿Cuál de ellos se significa en esta cualidad del sabio, que conciben Aristóteles y Santo Tomás? ––Al atribuirse a la acción del sabio, explica Santo Tomás, en este mismo lugar, que se significan los tres. En primer lugar, ordenar significa, como también dice Aristóteles, «gobernar»[6] o mandar. El filósofo o sabio es capaz de ordenar o mandar, porque puede encaminar o dirigir hacia el fin, y también poner, por ello, las cosas en orden. El segundo significado y principal de ordenar, por tanto, es encaminar hacia el fin o causa final. El tercero, como consecuencia, es el de conocer y aplicar la ordenación a la realidad. El conocer la finalidad o sentido de las cosas, permite colocarlas de acuerdo con esta regla o fin. Con la ordenación u organización, las cosas que quedan colocadas en su lugar, determinado por el fin, que también explica todo mandato. Afirma el Aquinate que: «La norma de orden y gobierno de cuanto se ordena a un fin se debe tomar del mismo fin, porque en tanto una cosa está dispuesta en cuanto se ordena convenientemente a su propio fin, pues el fin es el bien de cada cosa»[7]. 5.––Estas tres acciones concretas las pueden realizar todos los que se les llama sabios, tal como indica el mismo Santo Tomás: «Vemos que en las artes (las actividades dirigidas a fabricar cosas útiles), una, a la que atañe el fin, es como la reina y gobernadora de las demás: la medicina, por

ejemplo, impera y ordena a la farmacia, porque la salud, que es el objeto de la medicina, es el fin de todos los medicamentos confeccionados en farmacia. Y lo mismo sucede con el arte de navegar respecto de la industria naval (…) Las artes que imperan a otras se llaman «arquitectónicas o principales». Por esto sus artífices, llamados arquitectos, reclaman para sí el nombre de sabios»[8]. ¿Puede inferirse de estas palabras que hay distintas clases de sabiduría y de fines? ––Hay dos grados de sabiduría, porque según se explica seguidamente en este último pasaje citado: «Como dichos artífices se ocupan de los fines de ciertas cosas particulares y no miran al fin universal de todas las cosas, se llaman sabios en esta o en otra materia». Se dan así sabios en las distintas ciencias y saberes. «En cambio, se reserva el nombre de sabio con todo su sentido únicamente para aquellos que se ocupan del fin del universo, principio también de todos los seres». Sabio, en el «sentido» pleno de la palabra, no lo es ni el físico, ni el matemático, ni ningún sabio en los distintos saberes, sino en el filosófico, por ocuparse del fin último de toda la realidad, que es a su vez su primer principio. La sabiduría filosófica conoce y expresa, la causa final de las cosas, o el fin del universo, principio también de todos los seres. Por ello, recuerda a continuación Santo Tomás que: «según Aristóteles es propio del sabio considerar «las causas más altas»[9]. La filosofía es, por ello, el grado sumo de sabiduría posible para el hombre con su sola razón. Es lo supremo del saber humano, o más exactamente, es, por ello, amor a la sabiduría, el buscar o querer toda la sabiduría posible con la inteligencia humana. 6.––¿Cuál es el origen de esta causa final o fin último de cada uno de los entes y en qué consiste tal fin? ––La respuesta a las dos preguntas las da Santo Tomás al añadir: «El fin último de cada uno de los seres es el intentado por su primer hacedor o motor»[10]. El origen de la causa final o fin último de cada uno de los entes es el de su primera causa eficiente o creadora, pero, por ser dadora de sentido o finalidad, puede decirse que es el entendimiento Si «el primer hacedor o motor del universo (…) es el entendimiento», se infiere, nota el Aquinate que: «El último fin del universo es el bien del entendimiento, que es la verdad». El bien o fin dado por el entendimiento será el que es propio de todo entendimiento que es a lo que tiende, la verdad. En consecuencia, puede decirse que la verdad es el último fin del universo»[11]. 7. ––¿Se sigue de esta tesis, sobre el fin último o sentido de toda la realidad, que la filosofía tiene esencialmente por objeto de estudio la verdad? ––Si la sabiduría estudia la finalidad, tendrá como deber principal el estudio de la verdad . Por ello: «Aristóteles precisa que la primera filosofía es «la ciencia de la verdad» (Met., I, c. 1), y no de cualquier verdad, sino de aquella que es origen de toda verdad, y que pertenece al primer principio del ser de todas las cosas. Por eso su verdad es principio de toda verdad, pues así es la disposición de las cosas en la verdad como en el ser»[12], A la filosofía, por tanto, le interesa toda verdad, pero sobre todo la primera verdad, inteligencia suprema, fin o bien último, o creador, y causa de toda verdad. 8.––¿Cómo afecta la relación de la filosofía, o sabiduría humana suprema, con la verdad a la función del sabio de ordenar? ––El filósofo tomista Abelardo Lobato escribió al respecto que: «Santo Tomás de Aquino recuerda con frecuencia dos aforismos que describen al hombre sabio, al sujeto inteligente, a la persona cabal: «Es típico del sabio ordenar» y «Es propio del sabio juzgar»[13].

En la Suma teológica, asegura el Aquinate que: «al sabio pertenece juzgar»[14]. También al ocuparse de la sabiduría, se refiere a los dos afirmaciones, al explicar que: «De todas las verdades se ocupa la sabiduría que considera las causas supremas, como dice Aristóteles (Met., I, c. 1). Por eso juzga y ordena rectamente acerca de todas las verdades, porque no puede darse un juicio perfecto y universal a no ser por resolución a las primeras causas»[15]. 9.––¿La función de juzgar para el filósofo tiene la misma importancia que la de ordenar en los tres sentidos indicados? ––El filósofo, por lo mismo que ordena, juzga sobre todas las cosas, porque, como también nota Lobato: «El juicio es el acto culminante de la inteligencia. La tarea previa al juicio es una aproximación a las cosas, la llamada simple aprehensión. El hombre tiene capacidad de ir hasta las cosas mismas, hacerse uno con ellas, de adecuarse a la realidad. Y esto lo hace sólo cuando emite un juicio. Ahí se compromete. Si lo que dice el juicio coincide con lo que es en su realidad, la mente humana tiene la verdad y la puede decir. Si no se adecua y emite un juicio tiene la falsedad»[16]. 10. ––Con estas dos funciones de ordenar y juzgar, queda precisada la primera actividad del oficio de sabio. Sin embargo, la segunda acción del sabioes la de combatir el error, que es lo opuesto a la verdad. ¿Se dan también en esta segunda actividad las dos funciones, relacionadas directamente con la verdad? ––Como la segunda actividad del sabio de refutar la falsedad está relacionada con la verdad, lo contrario de lo falso, le competen también las dos funciones de ordenar y juzgar. Aunque las actividades propias de la sabiduría sean opuestas contrariamente, son compatibles en el sabio, porque de dos contrarios acepta uno y rechaza el otro. Es además necesario que lo haga, porque: «A un mismo sujeto pertenece aceptar uno de los contrarios y rechazar el otro; como sucede con la medicina, que sana y combate la enfermedad. Luego así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades, así también le es propio impugnar la falsedad contraria»[17]. Las dos actividadesdel oficio de sabio están conexionadas y que, por ello, se dan en todos los grados de la sabiduría: expresar las verdades y rebatir los errores. 11. ––Lo que enseña Santo Tomás, en el primer capítulo de la Suma contra los gentiles, que la filosofía –con la realización de las dos funciones de ordenar y juzgar, conexionadas con la verdad– lleva a cabo la doble actividad de expresar las verdades y rebatir los errores, parece estar anunciado en el lema, que la encabeza. No obstante, ¿la segunda función de rebatir errores está indicada en el mismo, ya que sólo contrapone a la verdad lo impío? ––La segunda función de rebatir errores está también claramente indicada en el texto citado como lema de la obra, porque, en primer lugar: «Por boca del libro de la Sabiduría se señala convenientemente, en las palabras propuestas (en el lema de la obra) el doble oficio del sabio: exponer la verdad divina, verdad por antonomasia, a la que se refiere cuando dice: «Mi boca medita en la verdad». En segundo lugar, igualmente se indica: «impugnar el error contrario a la verdad, al que se refiere cuando dice: «y mis labios aborrecerán lo impío». En estas palabras se designa la falsedad contra la verdad divina, que es también contraria a la religión, llamada «piedad», de donde su contarla asume el nombre de «impiedad»[18]. El término «piedad», por tanto, tiene el sentido de religión y su opuesto de «impiedad» el de irreligiosidad.. Santo Tomás, en la Suma teológica, nota que la palabra «religión» tiene tres posibles orígenes. Sobre el primero explica: «Conforme escribe San Isidoro: «llamamos religioso, palabra derivada, según dice Cicerón (De invent. rhetor. 12, 28) de releer, y que se aplica a quien

repasa y como que relee lo referente al culto divino» (Etymol., 10). Así, pues, la palabra religión proviene, según parece, de «releer» lo concerniente al culto divino, por el hecho de que a estas materias hay que darles muchas vueltas en nuestro corazón o interior, conforme se nos manda en la Escritura: «En todos tus caminos, piensa en Él» (Pr 3, 6)». Hay un segundo significado etimológico, porque: «También pudiéramos suponer que se llama así a la religión, como dice San Agustín, por «nuestra obligación de reelegir a Dios, a quien por negligencia hemos perdido» (De Civ. Dei, X, 3). Un tercer significado está también indicado por San Agustín. Religión: «pudiera tener su origen en la palabra «religar» y de ahí la frase de Agustín «La religión nos religa al Dios único y omnipotente» (De vera relig., c. 55)». De estas tres posibles etimologías, infiere el Aquinate: «Ahora bien: sea que la religión se llame así por la repetida lectura, por reelección de lo que por negligencia hemos perdido, o por la religación, lo cierto es que propiamente importa orden a Dios». En cualquier sentido de «religión» –el de «relegere» releer y repasar las ceremonias del culto divino para hacerlas bien; de «reeligere», releegir o volver a Dios postergado por el pecado; y el de «religare» relacionarse con el pensamiento y con el amor con Dios, que se expresa en el culto–, indica la vinculación a Dios como fin último o bien supremo. La religión, en definitiva nos encamina a Dios: «pues a Él es a quien principalmente debemos ligarnos como a principio indefectible, a Él debe tender sin cesar nuestra elección como a fin último, perdido por negligencia al pecar, y Él también a quien nosotros debemos recuperar creyendo y atestiguando nuestra fe»[19]. En la irreligiosidad o impiedad está implicada la falsedad. La falsedad no sólo se opone a verdad, sino también a la religiosidad, ya que ésta supone la verdad. 12. ––A la religióncon el significado de piedad o de entrega a Dios, especialmente en su culto, se opone la impiedad. ¿En qué sentido, no obstante, se opone la impiedad a la verdad? o ¿cómo implica la falsedad? ––La irreligiosidad o impiedad no sólo atenta a la verdad de Dios, sino también niega la verdad del hombre. Escribe Santo Tomás en una obra catequética: «En esta vida nadie puede ver colmados sus deseos, ni existe cosa creada capaz de dar satisfacción completa a los deseos del hombre, pues sólo Dios los sacia (Deus enim solus satiat), y aun los excede infinitamente; por eso el hombre no descansa sino en Dios: «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín, Conf. I, 1, 1)»[20]. En el nuevo Catecismo, se explica que: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar»[21]. Lo mismo se argumenta en el siguiente pasaje del Concilio Vaticano II, citado seguidamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador»[22]. 13.––¿Puede inferirse de todo ello que este deseo de Dios es natural en el ser humano y, por tanto, universal? ––El deseo de Dios pertenece a la naturaleza humana, no es algo adquirido o cultural. Sin embargo, la manera de manifestarse depende de las distintas maneras de ser y de las diferentes

culturas. Afirma el Catecismo: «De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso»[23]. 14. ––Si el ser del hombre es religioso y puede decirse incluso que el hombre es un animal religioso ¿como se explica el ateísmo y el indiferentismo contemporáneos? ––El hombre siempre ha sido religioso. Hasta el paganismo antiguo era profundamente religioso o piadoso, contra lo que a veces se cree. El paganismo actual no es idéntico al del mundo antiguo, porque, como nota también el Concilio, hay, en nuestros días, hombres que: «al parecer no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso»[24]. Aunque el hombre éste llamado a ser religioso o a unirse con Dios y es el motivo más importante de la dignidad humana: «muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta unión íntima y vital con Dios o la niegan en forma explícita»[25]. En el Catecismo, se constata esta característica del paganismo contemporáneo y además se indican sus causas. Después de señalar que « esta «unión íntima y vital con Dios» (Gaudium et Spes 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre», se explica que: «Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (cf. Gaudium et Spes 1921): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (cf. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (cf. Jon 1,3)»[26]. 15. ––No parece fácil la primera actividad del oficio de sabio de impugnarlos errores contrario a la verdad, que sostienen los no cristianos ¿Cómo se puede realizar? ––En el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás reconoce que: «Es difícil proceder en particular contra cada uno de los errores, por dos razones». La primera es porque las doctrinas contrarias a la verdad, que proceden de los gentiles, o no cristianos, como eran los paganos de la antigüedad, no se pueden refutar examinado particularmente sus argumentos, porque se desconocen la mayor parte de ellos. El segundo motivo de la dificultad lo es respecto a los gentiles actuales, como los mahometanos y paganos. A los primeros, no se les puede convencer desde la Sagrada Escritura, porque no la admiten. Tampoco con los judíos. Aunque, con ellos, se puede disputar desde el Viejo Testamento, pero no con el Nuevo, que no admiten; y menos aún con los herejes, que no admiten ninguno de los dos Testamentos. Ante estos obstáculos, Santo Tomás, afirma: «Por lo tanto, hemos de recurrir a la razón natural, que todos se ven obligados a aceptar, aun cuando en las cosas divinas pueda fallar o sea falible»[27]. La razón de esto último, no es porque no sean racionales, sino porque trascienden a la razón humana. El método para disputar, tanto con los que no se encuentran puntos comunes o sólo parcialmente, tiene que ser exclusivamente racional. La razón es el común denominador de todos, porque debe acatarse universalmente, para poder argumentar y comunicarse. Sin ella, sólo cabe el silencio y la inactividad. La razón, por tanto, será de dónde se sacaran los principios y el árbitro de todas las refutaciones. El método igualmente será aplicable al paganismo actual.

16. ––La filosofía o la sabiduría racional humana es importante como instrumento para manifestar la verdad que profesa la fe católica y eliminar los errores contra ella. ¿La filosofía sólo tiene este valor? ¿Es también importante el estudio de la sabiduría en sí misma, en el grado humano o filosofía? ––La respuesta a esta cuestión la da Santo Tomás al iniciar el capítulo segundo de la obra. Comienza con la afirmación: «El estudio de la sabiduría es el más perfecto, sublime, provechoso y alegre de todos los estudios humanos»[28]. El estudio de la sabiduría, en su grado humano o filosofía, es el más perfecto, porque el hombre en la medida en que se dedica a la búsqueda de la sabiduría, posee ya de alguna forma la verdadera bienaventuranza o felicidad. El Aquinate lo confirma con estas palabras de la misma Escritura: «Dichoso el hombre que reside en la sabiduría»[29]. También el estudio de la sabiduría es el más sublime, porque con ella el hombre se asemeja principalmente a Dios, que «todo lo hizo sabiamente»[30], y como la semejanza es causa del amor, el estudio de la sabiduría une especialmente a Dios por amistad. Lo revalida la Escritura al decirse sobre la sabiduría: «Para los hombres tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen partícipes de la amistad divina»[31]. El tomista Jaime Bofill, afirmaba que por ser «capaz de Dios» se puede definir la inteligencia humana: «como una facultad ordenada al conocimiento de Dios, y en esto consiste su dimensión metafísica»[32]. Asimismo estudio de la sabiduríaes el más útil, porque la sabiduría es «camino para llegar al reino de la inmortalidad»[33]. Bofill, por ello, definía la metafísica, la parte nuclear de la filosofía, del siguiente modo: «por metafísica entendemos (…) una ciencia ordenada a alcanzar una realidad espiritual, metasensible, y a orientarnos en los problemas fundamentales de la existencia: Dios, y nuestro propio destino»[34]. Por último, puede decirse que el estudio de la sabiduría es el más agradable, porque «no es amarga su conversación ni dolorosa su convivencia, sino alegría y gozo» (Sab8, 16). Clive Staples Lewis, al contar la historia de su conversión del ateísmo a la religión cristiana confesaba que descubrió que: «el cristianismo era muy sensato»[35], y que experimentó: «lo que yo llamo «alegría»[36]. En otra de sus obras precisaba que: «el principal objetivo del hombre es «glorificar a Dios y disfrutar de Él por siempre». Pero hemos de saber que ambas cosas son lo mismo. Disfrutar plenamente de Él es glorificarle»[37]. 17. ––De acuerdo con la doble actividad del sabio, en la Suma contra los gentiles, no sólo se exponen distintas tesis, sino que también, con el apoyo igualmente en la razón, se muestra la falsedad de las contrarias, pero ¿por qué en esta obra filosófica se incluyen unos capítulos finales teológicos? ––La obra puede considerarse filosófica al igual que otras de Santo Tomás como sus comentarios a obras de filósofos, como Aristóteles, Boecio, o a los numerosos opúsculos filosóficos. El mismo, al final del capítulo segundo de la obra, para explicar la metodología que empleará, escribe: «En consecuencia, investigando una determinada verdad, mostraremos, a la vez, qué errores excluye esta verdad y como concuerda con la fe cristiana la verdad establecida por demostración»[38]. El estudio filosófico conduce a la comprobación de su concordancia con la sabiduría cristiana. 18.––¿Santo Tomás consideraba que su labor o profesión era la de filósofo o la de teólogo? ––Congruentemente con su vocación dominicana –la divisa de su orden religiosa es «Contemplata aliis tradere», dar lo contemplado, en la oración y el estudio, a los demás–, creía que debía seguir el «oficio de sabio». Escribe, en este mismo capítulo: «Tomando, pues, confianza de la piedad divina para proseguir el oficio de sabio, aunque exceda a las propias

fuerzas, nos proponemos manifestar, en cuanto nos sea posible, la verdad que profesa la fe católica, eliminado los errores contrarios». Y ello, tanto para la verdad filosófica como para la verdad teológica, porque, añade: «sirviéndome de las palabras de San Hilario de Poitiers –el Padre de la Iglesia del siglo IV–: «Soy consciente de que el principal deber de mi vida para con Dios es esforzarme para que mi lengua y todos mis sentidos hablen de Él» (De Trinit., 1, 37)»[39].

[1] Pr 8, 7. [2] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 183, a 3, sed c. [3] Ibíd., II-II, q. 183, a. 3, ad 2. [4] IDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 134. [5] ARISTÓTELES, Metafísica., I, 2, 3. [6] IDEM, Tópicos. II, 1, 5. [7] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I c. 1. [8] Ibíd., I, c. 1. [9] ARISTÓTELES, Metafísica., I, c. 2. [10] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 1. [11] Ibíd., I, c. 1. [12] Ibíd., I, c. 1. [13] Abelardo Lobato, Abelardo, haz memoria. Las obras y los días, Valencia, Edicep, 2011, p. 231. [14] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 1, a. 6, ad 3. [15] Ibíd., I-II, q. 57, a. 2, in c. [16]Abelardo Lobato, Abelardo, haz memoria. Las obras y los días, op. cit., p. 232 [17] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 1. [18] Ibíd., I, c. 1. [19] IDEM, Suma teológica, II-II, q. 81, a. 1, in c. [20] IDEM, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, 12. [21]Catecismo de la Iglesia Católica, 27. [22]Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 19, 1. [23]Catecismo de la Iglesia Católica, 28 [24]Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 19, 2. [25] Ibíd., Gaudium et spes, 19, 1. [26]Catecismo de la Iglesia Católica, 29.

[27] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 2. [28] Ibíd., I, c. 2. [29] Ecclo 14, 22. [30] Sal 103,24. [31] Sap 7, 14. [32] JAIME BOFILL, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, p. 49. [33] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 2. [34] JAIME BOFILL, Obra filosófica, op. cit.,, p. 33. [35] C.S. LEWIS, Cautivado por la alegría, Madrid, Ediciones Encuentro, 1989, p. 228. [36] Ibíd., p. 9. [37] IDEM, Reflexiones sobre los Salmos, Barcelona, Planeta, 2010, p. 131. [38] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 2. [39] Ibíd. I, c. 2. Este pasaje es uno de los pocos en que Santo Tomás habla de sí mismo.

III. Filosofía y misterio 19. ––En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás confiesa, en el capítulo primero que desea, con la ayuda de Dios, ejercer el oficio de sabio. Y, con ello, realiza las dos acciones propias de la sabiduría: explicar la verdad, sobre todo la divina, verdad por excelencia, y refutar los errores, que se oponen a toda verdad. Para ello, dedica casi tres de los cuatro libros a la filosofía o sabiduría racional y el resto a la teología o doctrina sagrada, porque considera que la primera es conforme a la segunda. La correspondencia de ambas hace que la obra sea unitaria. Sin embargo, aún queda por preguntarse: ¿en qué se funda la armonía ente la razón y la fe, o entre la teología filosófica o natural y la teología sobrenatural? ––En el capítulo tercero de la obra, responde a esta cuestión, porque los nueve capítulos primeros de la obra, pueden considerarse un prólogo general a los cuatro libros en los que está estructurada. Estos primeros capítulos están dedicados a la caracterización de la filosofía y de la teología sobrenatural, y a la delimitación de sus relaciones entre sí. La solución que presenta le sirve no sólo para la determinación de la metodología general de la obra, sino también la concreta de cada capítulo. Escribe al principio de este capítulo: «Hay un doble orden de verdad. Hay ciertas verdades de Dios que sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es por ejemplo, que Dios es uno y trino. Hay otras que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia y la unidad de Dios, y otras; las que también demostraron los filósofos guiados por la luz natural de la razón»[1]. La correspondencia mutua de la razón y la fe se funda, por tanto, en la existencia de un doble orden de verdades referentes a Dios: verdades accesibles a la razón humana, y verdades que, siendo también racionales, sobrepasan capacidad de la razón del hombre.

Una verdad de Dios, que sobrepasa la capacidad de la razón humana, es, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Una verdad, que puede ser alcanzada por la razón natural, es la existencia y la unidad de Dios, que incluso demostraron los filósofos de la antigüedad clásica siguiendo la luz natural de la razón. 20. ––Si las verdades naturales y las verdades sobrenaturales son racionales y el hombre conoce a las primeras con su razón. ¿Por qué las verdades sobrenaturales, conocidas por la fe, no las puede alcanzar la razón humana por sí misma? ––El motivo lo da seguidamente Santo Tomás, en este mismo lugar, al afirmar, frente a toda filosofía racionalista, que: «Es evidentísima la existencia de verdades divinas que sobrepasan absolutamente la capacidad de la razón humana». La razón humana no puede llegar por sí misma hasta estas verdades sobrenaturales, porque nuestro conocimiento en esta vida tiene su origen en los sentidos y no puede captar lo que está fuera de su ámbito, aunque puede conocer algo actuando intelectualmente en lo sensible. A partir de lo sensible, se llega a la substancia, que lo causa y sostiene. Entender las cosas, incluidas las características sensibles o accidentes, que se captan con los sentidos, es comprender su substancia inteligible. De manera que: «el modo como sea entendida la substancia de una cosa sea también el modo de todo lo que conozcamos de ella». Según se comprenda la substancia de algo –de una manera confusa o distinta, o en diferentes grados–, así será como se entienda tal realidad. Si se accede a la substancia, a lo nuclear y fundamental de cada cosa, se entiende de alguna modo esta cosa. Puede inferirse de ello, que si, en el modo que sea: «el entendimiento humano comprende la substancia de una cosa, de la piedra, por ejemplo, o del triángulo, nada habrá inteligible en ella que exceda la capacidad de la razón humana», en lo que ha entendido de manera parcial o total. De lo afirmado en esta conclusión de la explicación conocimiento intelectual humano, se sigue que: «esto ciertamente no se realiza con Dios. Porque el entendimiento humano no puede llegar naturalmente hasta su sustancia». Ni, por tanto, entender a Dios. No puede accederse intelectivamente a la substancia divina, porque: «nuestro conocimiento en esta vida tiene su origen en los sentidos y, por lo tanto, lo que no cae bajo la actuación del sentido no puede ser captado por el entendimiento humano, a no ser en tanto deducido de lo sensible». Como efecto de Dios, las cosas sensibles permiten saber algo de Él, pero de una manera indirecta, por deducción según el principio de causalidad –todo efecto tiene una causa–; y además de una manera muy limitada, porque todo lo que se conoce de Dios de este modo, sólo lo es en cuanto causa de todas estas cosas. El conocimiento humano obtiene verdades naturales sobre Dios, en cuanto creador libre del mundo, pero ninguna sobre lo que es Dios en sí mismo. Los contenidos esenciales de la substancia divina son así para el hombre verdades sobrenaturales. No le es posible conocerlas por sí mismo, porque: «los seres sensibles no contienen virtud suficiente para conducirnos a ver en ellos lo que la substancia divina es, pues son efectos inadecuados a la virtud de la causa». Dios les excede infinitamente en todos los órdenes y no pueden conducirnos a lo que es su causa trascendente. «Aunque llevan sin esfuerzo al conocimiento de que Dios existe y de otras verdades semejantes al primer principio»[2]. 21. ––Por la naturaleza limitada del entendimiento humano, se puede distinguir, como hace finalmente Santo Tomás, entre: «verdades divinas accesibles a la razón humana, y otras que sobrepasan en absoluto su capacidad», las verdades sobrenaturales. Algunas de ellas, las necesarias para la salvación del hombre, han sido reveladas por Dios y se conocen así por la fe.

El Aquinate deja claro que lo sensible, efecto de Dios, no lleva al descubrimiento de las verdades sobrenaturales, o las que se refieren a su substancia o interioridad, porque los seres sensibles no tienen suficiente entidad o perfección para conducirnos a ver en ellos lo que la substancia divina es, puesto que son efectos inadecuados a la entidad o perfección de su causa. No se pueden, por tanto, inferir verdades sobrenaturales sobre Dios, porque, por medio de lo sensible, lo que se obtiene son verdades naturales, que tienen su principio sólo en la razón humana. También precisa que, sin embargo, lo sensible manifiesta algo de Dios. Lo sensible no lleva a las verdades sobrenaturales, pero, sí, y, sin esfuerzo, al conocimiento de que Dios existe y otras verdades, que tienen relación con lo creado, y, que, son, por tanto, verdades naturales. Hay, por tanto, dos grandes clases de verdades que se obtienen de distinta manera, unas por la razón y el mundo, y otras por la fe. ¿Cómo es posible que las verdades de fe, que no las evidencia nuestras razón, por ser sobrenaturales, se acepten como racionales y verdaderas? –– Debe advertirse que no todos los seres racionales tienen la misma potencia o fuerza, tanto por su naturaleza individual o por la educación recibida. «Entre dos personas, una de las cuales penetra más íntimamente que la otra en la verdad de algo, aquella cuyo entendimiento es más intenso capta facetas que la otra no puede aprehender; así sucede con el rústico, que de ninguna manera puede captar los argumentos sutiles de la filosofía». Además de esta diferencia entre individuos de idéntica naturaleza común, existe también entre las especies de seres racionales. Así: «el entendimiento angélico dista más del entendimiento humano que el entendimiento de un gran filósofo del entendimiento del ignorante más rudo, porque la distancia de estos se encuentra siempre dentro de los límites de la especie humana, sobre la cual está el entendimiento angélico». Por la superioridad de la especie angélica: «el ángel conoce a Dios por un efecto más noble que el hombre; su propia substancia, por la cual el ángel viene al conocimiento natural de Dios, es más digna que las cosas sensibles, y aún más que la misma alma, mediante la cual el entendimiento humano se eleva al conocimiento divino». El ángel puede obtener verdades naturales sobre Dios, y, por tanto, por su propia razón y aplicando el principio de causalidad, y superiores a las conseguidas por el hombre, porque accede a ellas al conocer su propia substancia espiritual. Este autoconocimiento angélico no se da en el hombre, aunque también a partir de cierto conocimiento de su alma espiritual puede saber sobre Dios. Por último, el mismo conocimiento divino se conoce natural y perfectamente a sí mismo. De manera que: «mucho más el entendimiento divino sobrepasa al angélico, como éste al entendimiento humano. La capacidad del entendimiento divino es adecuada a su propia substancia, y, por lo tanto, conoce perfectamente, de sí lo que es y todo lo que tiene de inteligible». Las verdades sobre sí mismo son naturales y no hay ninguna verdad, que, para Él, esté fuera y por encima de sí mismo, y, en este sentido, sobrenaturales. Para Dios, no hay misterios. Sí, para el ángel, porque: «el entendimiento angélico no conoce naturalmente lo que Dios es, porque la misma substancia angélica, camino que a Él conduce, es un efecto inadecuado a la virtualidad de la causa». Su conocimiento, aunque superior al humano, es igualmente indirecto y limitado. «Por lo tanto, el ángel no puede conocer naturalmente todo lo que Dios conoce de sí mismo, como tampoco el hombre puede captar lo que el ángel con su virtud natural». El conocimiento angélico, además de las verdades naturales sobre Dios, puede tener verdades sobrenaturales, que Dios le puede comunicar. De esta diversidad de entendimientos, se infiere que: «Lo mismo que sería una gran estupidez que el ignorante pretendiese juzgar como falsas las proposiciones de un filósofo, del mismo modo,

y mucho más, será una gran necedad que el hombre sospechase como falso, ya que la razón no puede captarlo, lo que le ha sido revelado por ministerio de los ángeles». Para que acepte las verdades sobrenaturales, el hombre debe reconocer sus limitaciones individuales y naturales, porque su ser está en el grado inferior de la escala de los seres racionales. Además, añade el Aquinate: «Todavía se manifiesta esta verdad en las deficiencias que experimentamos a diario al conocer las cosas sensibles, y las más de las veces no podemos hallar perfectamente las razones de las que aprehendemos con el sentido. Mucho más difícil será, pues, a la razón humana descubrir toda la inteligibilidad de la substancia perfectísima de Dios». Puede así responderse a la pregunta con la conclusión de esta argumentación de Santo Tomás: «Por consiguiente, no se ha de rechazar sin más, como falso, todo lo que se afirma de Dios, aunque la razón humana no pueda descubrirlo, como hicieron los maniqueos y muchos infieles»[3]. También el racionalismo elimina las verdades sobrenaturales, como hacía el maniqueísmo, que era además materialista y determinista, sin tener en cuenta las limitaciones del entendimiento humano No se puede, por consiguiente, rechazar como falsa la verdad sobrenatural, aunque la razón humana no pueda demostrarla, como hace el llamado racionalismo teológico Sostenerlo no es racional. 22. ––De acuerdo con su metodología, Santo Tomás confirma esta conclusión con la pregunta de la Escritura: «¿Pretendes acaso sondear los caminos de Dios y conocer perfectamente al Todopoderoso?»[4]. También con las siguientes afirmaciones: «Dios es tan grande, que no le comprendemos»[5]; y «ahora nuestro conocimiento es imperfecto »[6]. Sin embargo, se puede todavía preguntar con palabras de un autor actual: «Existen razones para creer, de acuerdo; pero –como muestra la experiencia de la historia– hay también razones para dudar, e incluso para negar». Si las verdades trascendentes al entendimiento humano o sobrenaturales se fundamentan en la revelación de Dios, lo primero es preguntarse si Dios existe. Si la respuesta es afirmativa, debe preguntarse: «¿Por qué no se manifiesta más claramente? ¿Por qué no da pruebas tangibles y accesibles a todos de Su existencia? ¿Por qué Su misteriosa estrategia parece la de jugar a esconderse de Sus criaturas?[7]». En definitiva, si Dios existe, ¿por qué no confirma su revelación de verdades sobrenaturales con la evidencia de su existencia? ––A estas preguntas, que se hace el hombre de nuestros días, San Juan Pablo II respondía con una respuesta, que sintetiza la de Santo Tomás: «Si el hombre, con su intelecto creado y con las limitaciones de la propia subjetividad, pudiese superar la distancia que separa la creación del Creador, el ser contingente y no necesario del Ser necesario («el que no es» –según la conocida expresión dirigida por Cristo a santa Catalina de Siena– de «Aquel que es»), sólo entonces sus preguntas estarían fundadas»[8]. Precisa, al igual que el Aquinate, que por medio de lo creado se puede conocer la existencia y algo de lo que es Dios creador. Recuerda, en este sentido, a: «Moisés, que deseaba ver a Dios cara a cara, pero no pudo ver más que «sus espaldas (cf. Éx 33,23) ¿No está aquí indicado el conocimiento a través de la Creación?»[9]. Advierte Juan Pablo II que la expresión «jugar a esconderse»,puede recordar: «las palabras del Libro de los Proverbios, que presenta la Sabiduría ocupada en «recrearse con los hijos de los hombres por el orbe de la tierra» (Pr 8, 31). ¿no significa esto que la Sabiduría de Dios se da a las criaturas pero, al mismo tiempo, no desvela del todo su misterio?»[10]».

El apogeo de la historia de la autorrevelación de Dios se ha dado con la Encarnación o «la revelación del Dios invisible en la visible humanidad de Cristo». Sin embargo: «Aun el día antes de la Pasión, los apóstoles preguntaban a Cristo: «Muéstranos al Padre» (Jn 14, 8). Su respuesta sigue siendo una respuesta clave: «¿Cómo podéis decir: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (…) Si no, creed por las obras mismas. Yo y el Padre somos una sola cosa (cfr. Jn 14, 9-11 y 10,30). Las palabras de Cristo van muy lejos. Tenemos casi habérnoslas con aquella experiencia directa a la que aspira el hombre contemporáneo»[11]. La autorrevelación de Dios en el misterio de la Encarnación lleva a que pueda preguntarse: «¿Podía Dios ir más allá en Su condescendencia, en Su acercamiento al hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas?». Con toda imparcialidad hay que responder que: «Verdaderamente, parece que haya ido todo lo lejos que era posible. Más allá no podía ir»[12]. Con esta autorrevelación divina, se puede también decir que: «En cierto sentido, ¡Dios ha ido demasiado lejos¡ ¿Cristo no fue acaso «escándalo para los judíos y necedad para los paganos? (1Cor 1,25). Precisamente porque llamaba a Dios Padre suyo, porque lo manifestaba tan abiertamente en Sí mismo, no podía dejar de causar la impresión de que era demasiado… El hombre ya no estaba en condiciones de soportar tal cercanía, y comenzaron las protestas». Dios no se ha escondido, no ha permanecido en su trascendencia para el hombre,. Su misericordia le ha llevado a hacerse humano y a la redención o a pagar por los pecados de los hombres. «Desde una cierta óptica es justo decir que Dios se ha desvelado al hombre incluso demasiado en lo que tiene de más divino, en lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en el propio Misterio». Añade el Papa, que, desde esta misma perspectiva: «No ha considerado el hecho de que tal desvelamiento Lo habría en cierto modo oscurecido a los ojos del hombre, porque el hombre no es capaz de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser así invadido y superado»[13]. 23. ––El misterio de la Redención confirma toda verdad sobrenatural. Sin embargo, con el mismo, se continúa permaneciendo en el misterio o en la obscuridad. ¿Hay la posibilidad de eliminar toda obscuridad? ¿Puede tenerse una mayor claridad? ––En el maestro de Juan Pablo II en la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino en Roma (Angelicum), Reginald Garrigou-Lagrange (1877-1964), al comentar esta parte del capítulo tercero de la Suma Contra los gentiles ––que con Juan de Santo Tomás (1589-1644), considera «capital»––, se puede encontrar la respuesta tomista a estas preguntas. Nota el eminente profesor dominico que: «la obscuridad que se encierra en los grandes problemas filosóficos y teológicos es muy diversa según la causa de donde provenga». Hay así dos grandes tipos de obscuridad. «Existe en primer lugar la obscuridad inferior». Oscuridad que es de tres clases según sus orígenes. «Puede provenir de la materia ciega, que en cierto sentido repugna a la inteligibilidad, que conseguimos mediante la abstracción de la materia; también puede nacer del error voluntario o involuntario, y, a veces de errores opuestos entre sí, que presentan apariencias de verdad; o tiene, en fin, su raíz en el desorden moral o en el pecado». En segundo lugar: «En el extremo opuesto, está la obscuridad superior, que proviene de la trascendencia de la vida íntima de Dios, y de la vida de la gracia, que es una participación de la primera»[14]. Es la obscuridad para el hombre de dos grandes misterios. Sobre la obscuridad del error, advierte que puede pensarse que no es total, porque parece que el error se asemeja a un claroscuro, a un contraste de luces y sombras. Es cierto que: «en las doctrinas más erróneas siempre hay algo de verdad». Sin embargo, en este caso, hay una falsa

claridad. «Es preciso no dejarse engañar; porque la verdad que en ellas se encierra, haciendo al error en cierto modo atrayente, no es en esas doctrinas el principio animador, sino que está puesta al servicio de un falso principio que la aleja de su fin. La verdad es en tales casos esclava del error, que es tanto más peligroso cuanto que se presenta bajo la máscara de una verdad elevada, como la maldad más refinada se presenta a veces con máscara de virtud». Esta falsa claridad, en la que: «sólo es verdad en su aspecto secundario y parcial, más esencialmente, es absurdo y falso», se distingue de la verdadera claridad de lo que es verdadero pura y simplemente» [15]. También respecto a la claridad, debe tenerse en cuenta que: «existe una superficial, casi sensible, y otra elevada, que es la que tiene su asiento en los más altos principios. Voltaire hablaba de la primera cuando decía: «Soy claro como un riachuelo, porque soy poco profundo». La otra, la claridad superior, procede de lo más hondo de ciertas verdades elementales, por ejemplo del principio de causalidad, que lleva por la mano a la causa suprema. Más el desconocimiento de tan altas verdades conduce a cierta complejidad que pudiera parecer sabia, pero que de ciencia no tiene sino el nombre»[16]. No sólo hay que distinguir entre la falsa claridad y la verdadera claridad, sino que como también enseña Santo Tomás, hay que: «fijar bien los límites entre la obscuridad superior, que nace de una luz demasiado brillante para nuestros ojos legañosos y la oscuridad inferior que procede de la confusión y de la incoherencia, y que a las veces es el velo que oculta una contradicción»[17]. Desde las dos distinciones se comprende que: «la aparente claridad de ciertas objeciones contra los más altos misterios de la fe cristiana proviene de nuestra imperfecta manera de conocer. Acontece aquí entendemos antes la fuerza de la objeción que la de la respuesta»[18]. La razón, concluye Garrigou, es porque: «La objeción proviene precisamente de nuestra imperfecta manera de conocer, siempre un tanto material; mientras que la respuesta, dada por un San Agustín o Santo Tomás, descansa en lo que hay de más alto en el inefable misterio con el que todavía no estamos bastante familiarizados»[19]. 24. –– En definitiva, respecto a todos los misterios divinos: ¿se puede estar en el ámbito de la certeza en lugar del de la probabilidad? ––La certeza o asentimiento perfecto de la mente humana ante las verdades divinas, aunque sean misteriosas, la proporciona la gracia gratuita de la fe. No obstante, la mera razón natural del hombre, con relación a estas verdades, puede asentir imperfectamente al considerarlas probables, por las argumentaciones como las de Santo Tomás, o las de Juan Pablo II y de Reginald Garrigou-Lagrange, que las desarrollan. El dominico francés explica que entre lo claramente verdadero y lo claramente falso: «existen dos formas de probable, muy diferentes la una de la otra (…) son lo probablemente verdadero y lo probablemente falso». Entre ambas clases de probabilidad estaría lo «claramente dudoso», estado del entendimiento ante la carencia de razones o igualdad de las mismas en proposiciones opuestas. Por ello, se encuentra exactamente en el centro de los dos estados extremos de claramente verdadero y de claramente falso. Precisa Garrigou-Lagrange que, por una parte, el grado de probabilidad de los misterios divinos, por las argumentaciones tomistas examinadas y otras semejante, es el máximo. De manera que la verdad de los misterios divinos es para el entendimiento humano probabilísima. Por otra, que la aparente duda, ante las verdades cristianas, es por la igualación entre lo probablemente verdadero y lo probablemente falso. Parece ignorarse que: «cuando una cosa es ciertamente más probable, la contraria deja de ser probable»[20]. Lo opuesto entonces a lo más

probable, por no tener apenas probabilidad alguna, no es lo menos probable, sino ya lo probablemente falso. De manera que, como establece Garrigou: «cuando una proposición es más probablemente verdadera, la proposición contraria o la contradictoria es probablemente falsa y sería irracional darle asentimiento». No sería razonable ni lícito, porque: «en esta adhesión, el temor de errar vencería a la inclinación razonable de prestar adhesión». Aunque en lo probable siempre permanece en mayor o menor grado el miedo a equivocarse, siempre en la elección debe preferirse la verdad al error. «En toda opinión razonable, la inclinación a prestarle adhesión debe prevalecer sobre el miedo de errar». Por último, advierte que la claridad de lo probable y de lo verdadero no es el límite del entendimiento humano, porque: «Por sobre lo probablemente y evidentemente verdadero está la oscuridad superior; por debajo de ellos está la oscuridad contraria. La oscuridad superior es llamada por los místicos la gran tiniebla. La oscuridad inferior es aquella de que nos habla a menudo la sagrada Escritura cuando dice por San Mateo (4, 16): «El pueblo que estaba sentado en las tinieblas ha visto una gran luz, y sobre los que estaban sentados en la región de las sombras de la muerte, se ha levantado la luz»[21]. 25. ––Es innegable que Santo Tomás acude siempre a la razón para entender la realidad. Como rasgo distintivo del espíritu del Aquinate, otro celebre tomista francés Jacques Maritain (18821973) sostenía que: «la filosofía de Santo Tomás defiende mejor que ninguna otra los derechos y la nobleza de la inteligencia, afirmando su primacía natural sobre la voluntad, reuniendo bajo su luz toda la diversidad jerarquizada del ser (…) recordándonos, en fin, en el orden práctico que la vida del hombre y, ante todo, la vida cristiana «se rige a base de inteligencia» (…) Santo Tomás es, en el sentido más elevado, el perfecto intelectual»[22]. ¿Su aprecio por la luz de la razón no se explicaría precisamente por su carencia del sentido del misterio? ––Para Santo Tomás la defensa y utilización de la razón humana implica no sólo que se reconozca su limitación, sino también la existencia de realidades, en todos los órdenes y grados, que no pueden ser objeto suyo, que la trascienden. Como lo explica Garrigou-Lagrange: «Santo Tomás no teme ni la lógica, ni el misterio. La trasparencia de la lógica le conduce necesariamente, en efecto, a ver en la naturaleza misterios que a su modo hablan del Creador; y esa misma trasparencia le ayuda a poner de relieve otros secretos de orden muy superior, tales como los de la gracia y los de la vida íntima de Dios, que, de no existir la revelación, no nos sería dado conocer»[23]. Compara esta realidad inteligible y misteriosa al término pictórico de claroscuro, al que denomina «claroscuro intelectual». No es nada extraño este sentido del misterio en el tomismo, porque: «La idea del claroscuro intelectual, preséntase como la cosa más natural del mundo al espíritu de un discípulo de Santo Tomás, a su maestro, enamorado constantemente de la claridad, rendirse no obstante ante lo que de inexpresable e inefable se encierra en lo real, desde la materia hasta Dios»[24]. En el sistema tomista, se da siempre el contraste entre las luces y las sombras. Por ello, nadie, que quiera comprender el sentido y alcance del pensamiento de Santo Tomás, puede: «dejar de distinguir a cada paso la obscuridad superior de los misterios divinos, de la obscuridad inferior que proviene ya de la materia, ya del error, o bien del mal moral o de los misterios de iniquidad»[25]. La racionalidad de toda la realidad y el misterio que en ella se esconde se advierte hasta en Dios. «Hay en Dios una cosa muy clara para nosotros, a saber: que él es la Sabiduría omnisciente y el soberano Bien, y que no puede querer el mal del pecado ni directa, ni indirectamente. Esto es

clarísimo de toda claridad». El estudio filosófico de Dios, o teología filosófica o natural, lo confirma con sus argumentos racionales. El conocimiento humano de Dios revela también, sin embargo, que: «hay a la vez en Dios una cosa obscurísima: la santa permisión del mal y la íntima conciliación de la infinita justicia con la misericordia infinita y la soberana libertad. Sólo es posible conciliarlas en la eminencia de la Deidad, que en razón de su misma elevación nos resulta invisible e incomprensible». Se explica que Dios sea para nosotros luz y oscuridad, que sea un claroscuro, porque: «No conocemos las divinas perfecciones sino mediante su reflejo en las criaturas, y así sólo nos es posible enumerarlas adecuadamente; más en modo alguno nos es dado comprender como se armonizan en lo más profundo de la vida divina. Tal armonía y unión es demasiado luminosa para nuestros ojos; demasiado elevada para que pueda reflejarse en el espejo de las cosas creadas. Somos, respecto a ella, como un ciego que sólo de nombre conociera la luz». Los conceptos sobre la realidad de luminosa trascendencia de Dios: «la hacen dura, algo así como las teselas o pequeñas piezas de un mosaico la figura que representan»[26]. De ahí que el saber filosófico no sea suficiente y el hombre aspire al conocimiento superior de la espiritual fisonomía de Dios, del misterio de su ser y de su vida. 26. ––En otros sistemas filosóficos, como el racionalismo de la modernidad, se advierte una claridad, que hace relativamente fácil su comprensión. ¿El claroscuro del sistema tomista explicaría la acusación moderna de ser difícil para el hombre no medieval ? ––Como pone de relieve Garrigou- Lagrange claridad del pensamiento del Aquinate no impide su comprensión en distintos grados por todos, porque se eleva: «insensiblemente del confuso concepto del sentido común, expresado por la definición o por palabras de uso corriente, al concepto distinto de la razón filosófica. Este concepto no es diferente del primero, sino el mismo, si bien en estado más perfecto; como cuando el niño se ha hecho hombre, o a la manera de un hombre dormido cuando se despierta». Por este motivo: «no sorprende que la doctrina de Santo Tomás en muchas de sus partes, y no de las menos elevadas, sea accesible aun a ciertas almas sencillas, pero dotadas de gran alteza de visión, sin que esas almas sospechen siquiera la superior penetración intelectual que en esa doctrina está encerrada». A diferencia de otros sistemas, el Aquinate supo: «Encontrar palabras y conceptos al alcance de los oyentes. La superioridad de Jesucristo se echa de ver no poco en que supo hacer accesibles a todos las más altas verdades. Algo semejante, guardadas las distancias, acontece en Santo Tomás, hasta tal punto que la sencillez de sus expresiones y la conformidad de su doctrina con el sentido común ha ocultado a los ojos de algunos la elevación de su espíritu filosófico»[27].

[1] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, I, c. 3. [2] Ibíd., I, c. 3. [3] Ibíd., I, c. 3. [4] Jb 11, 7. [5] Jb 36, 26. [6] 1 Cr 13, 9.

[7] Vittorio Messori. Véase: JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza(Vittorio Messori), Barcelona, Plaza y Janés, 1994, Pregunta, p. 57. [8] Ibíd., p. 57. Cf. BEATO Raimundo de Capua, Santa Catalina de Siena (Legenda maior), Barcelona, Editorial La Hormiga de Oro, 1993, I,10,92, p. 113: «Contaba pues la santa Virgen a sus confesores, entre los cuales, sin mérito, me conté yo, que al comienzo de las visiones de Dios, esto es, cuando el Señor Jesucristo comenzó a aparecérsele, una vez mientras rezaba, se le puso delante y le dijo: “¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo? Si sabes estas dos cosas, serás feliz. Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy El que soy. Si tienes en el alma un conocimiento como este, el enemigo no podrá engañarte y huirás de todas sus insidias; no consentirás nunca nada contrario a mis mandamientos y adquirirás sin dificultad toda la gracia, toda la verdad y toda la luz”». [9] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, op. cit.,p. 59. [10] Ibíd., pp. 58-59. [11] Ibíd., p. 59. [12] Ibíd., pp. 59-60. [13] Ibíd., p. 60. [14]R. GARRIGOU-LAGRANGE, El sentido del misterio y el claroscuro intelectual natural y sobrenatural, Buenos Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1945, p. 116. [15] Ibíd., p. 119. [16] Ibíd., p. 120. [17] Ibíd., p. 119. [18] Ibíd., pp. 119-120. [19] Ibíd., p. 120. [20] Ibíd., pp. 120-121. [21] Ibíd., p. 121. [22] JACQUES MARITAIN, El Doctor Angélico, Buenos Aires, Dedebec, 1942, p. 85. [23] R. GARRIGOU-LAGRANGE, El sentido del misterio y el claroscuro intelectual, op. cit., p. 7. [24] Ibíd., p. 9. [25] Ibíd., p. 15. [26] Ibíd., p. 130. [27] Ibíd., p. 104.

IV. Filosofía revelada por Dios 27. –– La diferencia en el origen de las verdades naturales y de las verdades sobrenaturales, y también en el estado de la mente del hombre ante estas dos clases de verdades, hace que no se puedan reducir las verdades sobrenaturales a verdades naturales. Sin embargo, en la revelación

divina no sólo se ofrecen verdades sobrenaturales, sino también algunas, que se pueden alcanzar por la razón humana, y son así filosóficas, como la existencia de Dios, la creación del mundo, el carácter espiritual del alma humana, la obligación de hacer el bien y evitar el mal y otras igualmente objeto de la Filosofía. ¿No es extraño que se revelen algunas verdades que deben ser creídas, cuando se pueden alcanzar por la razón humana? ––El capítulo siguiente de la Suma contra gentes, el cuarto , puede considerarse como la respuesta a esta cuestión. Establece Santo Tomás, al empezar este capítulo, que: «Existiendo, pues, dos clases de verdades divinas, una de las cuales puede alcanzar con su esfuerzo la razón y otra que sobrepasa toda su capacidad, ambas se proponen convenientemente al hombre para ser creídas por inspiración divina». Hay que ocuparse de averiguar, si es posible, las razones de la revelación divina de la verdades naturales o filosóficas: «no sea que alguien crea inútil el proponer para creer por inspiración sobrenatural lo que la razón puede alcanzar». La revelación por Dios de algunas verdades filosóficas, cuya luz es asequible al hombre, porque no son demasiado brillantes, para que los débiles ojos las pueden soportar, tal como ocurre con las verdades sobrenaturales, ha sido necesaria. La humanidad precisa conocerlas: «para que así todos los hombres puedan participar fácilmente del conocimiento de lo divino[1] , que se revela en las verdades sobrenaturales. Estas verdades racionales son el soporte de la naturaleza humana, que facilita, también de modo natural, la posesión de las verdades reveladas sobrenaturales, que, por ello, se llaman preámbulos de la fe. 28. ––Los llamados preámbulos de la fe se pueden encontrar con la mera razón y son así verdades filosóficas. Para los que no los han descubierto son así verdades de fe, aunque en sí mismas no sean sobrenaturales, no pertenezcan a la superior oscuridad de los misterios divinos. Estas verdades, beneficiosas para recibir las verdades de fe, si son racionales en sí mismas para el hombre, que puede así descubrirlas la razón humana ¿por qué han tenido que ser reveladas por Dios? ––Dios ha revelado estas verdades, porque: «si se abandonase al esfuerzo de la sola razón el descubrimiento de estas verdades, se seguirían tres inconvenientes . El primero que muy pocos hombres conocerían a Dios». Serían escasos lo que sabrían de su existencia y de sus atributos. «El segundo inconveniente es que los que llegan al hallazgo de dicha verdad lo hacen con dificultad y después de mucho tiempo». El tercer inconveniente es que además tendrían una gran incertidumbre «por la misma debilidad de nuestro entendimiento para discernir y por la confusión de imágenes»[2] . No ha sido inútil, por tanto, que Dios haya revelado verdades, que se pueden alcanzar por la razón humana, sino que, por el contrario, ha sido muy beneficioso. 29. ––Sostiene el Aquinate que serían muy limitadas las personas, que conocerían la verdad de Dios, sino hubieran sido reveladas por Dios, a lo largo de la historia, verdades filosóficas, junto con las sobrenaturales, también para ser creídas, Sin embargo, si estas verdades filosóficas están en el ámbito del entendimiento humano ¿Por qué razón quedaría restringido el número de los hombres que las conocerían, sin su revelación? ––En este mismo lugar, explica Santo Tomás «Hay muchos imposibilitados para hallar la verdad, que es fruto de una diligente investigación, por tres causas: algunos por la mala complexión fisiológica, que les indispone naturalmente para conocer; de ninguna manera llegarían éstos al sumo grado del saber humano, que es conocer a Dios»[3] . Sorprendentemente esta primera causa basada en la desigualdad humana es difícil de comprender en nuestra época, en la que se ha impuesto el igualitarismo en todos los ordenes. Clive Staples Lewis se quejaba en 1961, poco tiempo antes de fallecer, que para que los hombres

dejen de comportarse como individuos, y por tanto, sin actuar según sus diferencias con los demás –que se dan en cada uno de ellos, aunque tengan una misma naturaleza común humana– , se utiliza el término democracia, pero sin darle un significado claro. «Democracia es en realidad el nombre de un sistema político, incluso de un sistema de votación»[4]. El nombre: «está conectado, por supuesto, con el ideal político de que los hombres debieran ser tratados de forma igualitaria». Se utiliza, sin embargo, realizando: «una sigilosa transición (…) desde este ideal político a la creencia efectiva que todos los hombres son iguales». Con ello, los hombres: «pueden usar la palabra democracia (…) para sancionar en su pensamiento el más vil (y también el menos deleitable) de todos los sentimientos humanos». Podrán así adoptar: «sin vergüenza y con una sensación agradable de autoaprobación, una conducta que sería ridiculizada universalmente si no estuviera protegida por la palabra mágica». El sentimiento al que se refiere Lewis es la envidia, que: «induce a un hombre a decir “soy tan bueno como tú”». Estas palabras son doblemente falsas, porque quien la dice manifiesta una afirmación «falsa de hecho, que su bondad, honestidad y sentido común sean tan distintos de los demás como su estatura o la medida de su cintura». Además: «Ni él mismo la cree. Nadie que dice “soy tan bueno como tú” se lo cree. Si lo hiciera, no lo diría (…) Fuera del campo estrictamente político, la declaración de igualdad es hecha exclusivamente por quienes se consideran a sí mismos inferiores de algún modo»[5] . En la afirmación de la igualdad de los distintos hombres, en todos los órdenes, se expresa: «la lacerante, hiriente y atormentadora conciencia de una inferioridad que se niega a aceptar el que la padece. Precisamente por eso se agravia. Por lo mismo, siente resentimiento ante cualquier género de superioridad de los demás, la desacredita y desea su aniquilación. Sospecha, incluso, que las meras diferencias son exigencias de superioridad. Nadie debe ser diferente de él, ni por su voz, vestidos, modales, distracciones o gustos culinarios (…) Si fueran tipos como deben ser, serían como yo. No tienen derecho a ser diferentes. Es antidemocrático»[6] . Una consecuencia de esta presión social para igualar a todos los hombres, para que desaparezca cualquier diferencia, que es la que constituiría a cada individuo o persona, es que bajo su influjo: «quienes se aproximan –o podrían aproximarse– a una humanidad plena retroceden de hecho ante ella por temor a ser antidemocráticos». Por ejemplo, cuenta Lewis, que ha conocido a jóvenes que: «reprimen un gusto incipiente por la música clásica o la buena literatura, porque eso podría impedirles ser como todo el mundo». Nota a continuación que: «Personas que desearían realmente ser honestas, castas o templadas –y a las que se les ha brindado la gracia que les permitiría serlo– lo rehúsan. Aceptarlo podría hacerlas diferentes, ofender el estilo de vida, excluirlos de la solidaridad, dificultar su integración en el grupo. Podrían –¡horror de los horrores!– convertirse en individuos»[7] . Advertía, por último Lewis, que ya en su época, por influencia de este peculiar espíritu igualitarista, éste no actuaba sólo en el ámbito social, sino que comenzaba a penetrar en el sistema educativo. Se cree, por ello, que: «El principio básico de la nueva educación ha de ser evitar que los zopencos y gandules se sientan inferiores a los alumnos inteligentes y trabajadores. Esto sería “antidemocrático”. Las diferencias entre los alumnos se deben disimular, pues son obvia y claramente diferencias individuales»[8] . 30. ––Las diferencias humanas individuales, tanto corporales como espirituales, que son innegables en la realidad, explicarían que no sea posible a todos los hombres conocer completamente y de una manera clara las verdades naturales sobre Dios.¿Cuál es la segunda causa que limita el conocimiento natural de las verdades filosóficas asequibles y que justifica así la revelación divina de las mismas?

––Después de explicar la primera causa, añade Santo Tomás: «Otros se hallan impedidos por el cuidado de los bienes familiares. Es necesario que entre los hombres haya algunos que se dediquen a la administración de los bienes temporales, y éstos no pueden dedicar a la investigación todo el tiempo requerido para llegar a la suma dignidad del saber humano consistente en el conocimiento de Dios»[9] . El profesor inglés, al igual que Santo Tomás, no rechaza la primera causa, porque es algo que pertenece a la naturaleza individual de cada hombre, tampoco recrimina que algunos hombres deban cuidar el patrimonio familiar. La familia, como institución natural, que ha ido adaptándose a los distintos pueblos y épocas, participa de la individualidad humana. Las costumbres individuales o propias de cada familia, que permiten el desarrollo de la individualidad de sus miembros, se pueden mantener especialmente gracias a un patrimonio, que a veces, como en la época del Aquinate, era indivisible. Su cuidado, en su caso las tierras del castillo de Roccasecca y de Montesangiovanni, por consiguiente, tenía gran importancia. El racionalismo moderno ha modificado la proyección social de la familia. No obstante, como afirmaba el tomista Torras y Bages, en un momento culminante de estos cambios: «es la familia, la substancia y la base de la organización social. La decadencia social supone la decadencia en la familia; y cuando esta es vigorosa, moral, unida e inteligente, la sociedad no puede dejar de poseer estas excelentes cualidades. La regeneración social, la reconstrucción social, ha de comenzar por la reconstrucción de la familia; el trabajar fuera de esta idea es trabajo inútil». Ya a principios del siglo XX, lamentaba el santo obispo de Vich, cuyo centenario de su muerte, se ha conmemorado recientemente, que: «la disolución de la familia ha llegado a un extremo espantoso. La disgregación llega hasta el matrimonio, base y origen de la familia; marido y mujer están lo menos unidos posible para puede subsistir el vínculo conyugal»[10] . Todo seguidor de Santo Tomás, como su maestro, ama «la verdad de la naturaleza» y, por ello, cree que no se debe: «tocar las cosas del lugar donde Dios las ha puesto, de la tierra en que la naturaleza las cria, y si bien quiere el perfeccionamiento de ellas en virtud del estudio y comparación con otras, por lo mismo que ama el progreso, aborrece la destrucción o adulteración, considera crimen la sofistificación social»[11] . Advierte seguidamente que el actual espíritu racionalista «antinatural y anticristiano (…) ha creado un espíritu brutalmente individualista, egoísta, tiránico y carnal que forma la atmósfera que hoy respiramos, espíritu antitético al espíritu de familia, disolvente de todo humano consorcio, y que nosotros creemos que es el que Cristo anatematizó con el nombre de espíritu del mundo»[12] . A lo largo de la historia, por brotar de la naturaleza humana, ha existido y persistido alguna forma familiar . «la naturaleza humana nunca se corrompe del todo»»[13] . Además de su perduración, la historia muestra que: «El amor natural (nunca, no obstante, el laico, es decir, divorciado del amor religioso) pudo ser un aglutinante eficaz en las sociedades primitivas; pero cuando el mundo llega, por el curso de una larga existencia, a la complicación de la vida, hasta podríamos decir a la decrepitud de la vida, solo comiendo el fruto del árbol de la vida, que es Jesucristo, la sociedad renueva las fuerzas y adquiere savia de vida. Sin este alimento divino del espíritu que da calor a todas las operaciones vitales de la sociedad, esta se hace caduca y cae miserablemente en la descomposición, signo precursor de la muerte de todo el organismo, tanto individual como colectivo»[14] . 31. –– La propia constitución personal y el tener que cumplir los deberes de la familia, a la que se pertenece, explican la conveniencia de la revelación de verdades filosóficas para que no quede restringido número de hombres que las conozcan y así puedan darse muchos sujetos aptos para ser perfeccionados por las verdades sobrenaturales.¿Cuál es la tercera causa que hace

aumentar más el número de los que desconocerían las verdades naturales o filosóficas, que, por ello, han tenido que ser reveladas? ––Si para unos dificulta el conocimiento de verdades sobre Dios asequibles a la razón humana y, por tanto, naturales o filosóficas, la propia constitución, o bien las obligaciones familiares, también, indica el Aquinate que: « La pereza es también un impedimento para otros. Es preciso saber de antemano otras muchas cosas, para el conocimiento de lo que la razón puede inquirir de Dios; porque precisamente el estudio de la filosofía se ordena al conocimiento de Dios, por eso la metafísica, que se ocupa de lo divino, es la última parte que se enseña de la filosofía. Así, pues, no se puede llegar al conocimiento de dicha verdad sino a fuerza de intensa labor investigadora y ciertamente son muy pocos los que quieren sufrir este trabajo por amor de la ciencia, a pesar de que Dios ha insertado en el alma de los hombre el deseo de esta verdad»[15]. Con la pereza, explica Santo Tomás en otro lugar: «se rehuye el obrar por temor al trabajo excesivo»[16] . La pereza o huida del trabajo y, de manera más precisa, de la operación y del esfuerzo, que comporta, es por temor al mismo. «Todo el que teme, rehuye lo que teme, y, por tanto, siendo la pereza temor de la operación misma por cuanto es laboriosa, impide la operación al retraer de ella a la voluntad»[17] . Puede decirse que todo trabajo cumple cuatro importantes funciones: «asegurar la subsistencia, pues se dijo al primer hombre: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3, 19) y “Te alimentarás con el trabajo de tus manos” (Sl 127, 3). El segundo es suprimir la ociosidad, de la que tantos males nacen. Se dice en la Escritura: “Envía a tu siervo a trabajar para que no esté ocioso, pues la ociosidad enseña mucha malicia” (Eccli 33, 28-29). El tercero es refrenar los malos deseos mortificando el cuerpo. Por eso se dice: “En los trabajos, las vigilias, la pureza” (II Cor, 6, 5-6). El cuarto es dar limosna. Así dice San Pablo: “El que robaba, que no robe: antes bien trabaje con sus manos en algo de provecho para tener de que dar al necesitado” »[18] . El trabajo, por tanto, repercute siempre en la sociedad. Se confirma que la vida intelectual es un trabajo y, por tanto, susceptible de pereza, porque, por una parte, también son, como declara el Aquinate: «la meditación de las Sagradas Escrituras y las alabanzas divinas, un medio contra la ociosidad. Por eso, dice la glosa del salmo 118, versículo 82: “No está ocioso el que se consagra al estudio de la palabra de Dios, y no es más el que se entrega al trabajo exterior que quien se consagra al estudio de la verdad”»[19] . Por otra, porque la pereza es también una de las «hijas de la acidia»[20] o ««tristeza del bien espiritual»[21] . La acidia es así «una forma de la tristeza, que hace al hombre tardo para los actos espirituales, que ocasionan fatiga corporal»[22] . 32. ––Según Santo Tomás el segundo inconveniente, el que los pocos hombres que no tuvieran problemas con su situación personal y familiar y que hubieran vencido el tan extendido vicio de la pereza, o huida del esfuerzo, les sería muy difícil descubrir las verdades filosóficas, luego reveladas. Necesitarán, por ello, mucho tiempo, con los posibles antiguos y nuevos impedimentos que podrían aparecer. ¿A qué se debe esta dificultad y la necesidad de tanto tiempo para superarla? ––Esta dificultad y la necesidad de tanto tiempo para superarla obedece también a tres causas. La primera, explica asimismo el Aquinate, es la siguiente: «por su misma profundidad, el entendimiento humano no es idóneo para captarla racionalmente, sino después de largo ejercicio»[23] . El papa Juan Pablo II, en 1998, en su encíclica Fides et ratio , dedicada a la filosofía, reafirmaba que: «l a razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios»[24] . No puede ignorarse este ámbito racional. N otaba que debe poseerse, porque incluye: «un conocimiento natural,

verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina». A la dificultad de su limitación, se añade otra ya que «debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa», y así poseer «una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva»[25]. Esta filosofía es un preámbulo de la fe. Como argumentación, notaba que: «Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios»[26] . La filosofía conocida con dificultades por el hombre y que, por ello, es también revelada, está abierta a una mayor trascendencia, a la trascendencia de la fe. «La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación»[27] . Al igual que Santo Tomás concluye el Papa filósofo: «De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella»[28] . 33. ––¿Cuál es la segunda causa que hace que la adquisición de las verdades filosóficas o naturales, que, si no fuesen reveladas, se harían muy difíciles de conocer y exigirían además mucho tiempo para vencer su dificultad? ––Santo Tomás afirma que el conocerlas se hace dificultoso para el hombre, aunque le dedique mucho tiempo: «por lo mucho que se necesita saber de antemano»[29] . Las verdades, que son preámbulos de la fe, no son evidentes o de conocimiento inmediato para el hombre. Son verdades mediatas, obtenidas como conclusiones de una serie de razonamientos o silogismos demostrativos, que requieren muchas premisas, que deben ser bien conocidas y que ello no siempre es posible para todos. Las verdades filosóficas, preámbulos de la fe y, que se encuentran en la revelación, constituyen los principios o tesis comunes de las filosofías cristianas. Son el núcleo común de todas ellas. El papa Juan Pablo II, sobre la expresión filosofía cristiana , aclaró que: «La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía»[30] . Si la fe objetivamente, o en cuanto a sus contenidos, es única, la filosofía cristiana, aunque su contenido fundamental es común, es múltiple, porque las distintas filosofías cristianas edifican sobre el mismo de distinta manera. Hay, por tanto, muchas filosofías cristianas. Sin embargo, no todas llegan al mismo grado de verdad y tienen la misma utilidad para comprender, expresar y desarrollar las verdades de la fe cristiana. En un escrito dedicado íntegramente a Santo Tomás, Pablo VI recordó que: «La Iglesia, para decirlo brevemente, convalida con su autoridad la doctrina del Doctor Angélico y la utiliza como instrumento magnífico, extendiendo de esta manera los rayos de su Magisterio al Aquinate, tanto y más que a otros insignes doctores suyos»[31] . San Juan Pablo II afirma explícitamente, en la encíclica, que: «La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, (…) la concepción de la persona como ser espiritual (…) el anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres»[32] . Todos los preámbulos de la fe, contenidos en la Revelación, se podrían reducir a dos; todo ha sido creado por Dios y el hombre a diferencia de los otros seres es imagen de Dios. De manera

que:«La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico (…) se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei , que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu». De estas dos verdades fundamentales de la filosofía cristiana, que podría descubrir el hombre con su mera razón, se desprende otra: toda criatura es dependiente. Como concluye el Papa: «Puesto que el mundo creado no es autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura —incluido el hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana»[33] . 34. –– ¿Cuál es la tercera causa, que también ocasiona que el descubrimiento de las verdades filosóficas y también reveladas tenga tanta dificultad y requiera mucho tiempo para superarla? –– Después de indicar las dos causas anteriores, agrega Santo Tomás que asimismo se necesita la madurez, que proporcione la paz y la tranquilidad, necesarias para conocer verdades tan profundas. «En el tiempo de la juventud el alma “que se hace prudente y sabia en la quietud” (Aristóteles, Física, VII, c. 3), está sujeta al vaivén de los movimientos pasionales y no está en condiciones para conocer tan alta verdad». Sin la ayuda de la revelación, con este segundo inconveniente, que tiene también una triple causa, habría únicamente unos pocos hombres, y éstos después de mucho tiempo, que llegaran a las verdades, que son preámbulos de la fe. «La humanidad, por consiguiente, permanecería inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia, si para llegar a Dios sólo tuviera expedita la vía racional, ya que el conocimiento de Dios, que hace a los hombres perfectos y buenos en sumo grado, lo lograrían únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo»[34] . La revelación de verdades filosóficas ha disipado las tinieblas de la ignorancia de la mente y las de la malicia del corazón. Lo natural es que la madurez y especialmente en la vejez haga más sabios a los hombres. Cicerón escribió que, por ello: «Nada prueban quienes afirman que la vejez no se desenvuelve en las ocupaciones. Es como decir que el timonel no hace nada sujetando el timón, puesto que mientras él permanece sentado en popa, unos se encaraman en los mástiles, otros corren de aquí para allá, otros queman los desechos. Es verdad que no hace el trabajo que hacen los jóvenes, sin embargo, el timonel hace cosas mejores y de más responsabilidad. Trabajo que no se realiza con la fuerza, velocidad o con la agilidad de su cuerpo, sino con el conocimiento, la competencia y autoridad. De ningún modo la vejez carece de estas cualidades, por el contrario éstas aumentan con los años»[35] . San Agustín, que conocía muy bien la obra de Cicerón, al caracterizar las edades del hombre, indicaba que: «Pasados los trabajos de la juventud, se concede algún reposo a la ancianidad. De aquí arrastra ya a la muerte una edad más caduca y decrépita, sujeta a las enfermedades y flaquezas. Tal es la vida del hombre carnal, esclavo de la codicia de las cosas temporales. Se le llama el hombre viejo, exterior y terreno, aun cuando logre lo que el vulgo llama la felicidad, viviendo en una sociedad también terrena bien constituida (…) Muchos siguen íntegramente, desde la cuna hasta el sepulcro, este género de vida del hombre»[36] . Debe tenerse en cuenta, añade, que hay otros que, por la gracia de Dios, comienzan otro género de vida, distinto del que vive este «hombre viejo, exterior y terreno», aunque: «si bien comienzan necesariamente por él, se produce un segundo nacimiento, y eliminan y acaban todas sus etapas con el vigor espiritual y el crecimiento en la sabiduría, sometiéndolas a leyes divinas hasta la total

renovación después de la muerte. Éste se llama el hombre nuevo, el interior y celestial, que tiene también a su manera, algunas edades espirituales, que no se cuentan por años, sino por los progresos que el espíritu realiza». En esta nueva vida de la gracia, las edades no se corresponden con la anterior del pecado, ni tampoco su final: «pues el fin del hombre viejo es la muerte, el del nuevo es la vida eterna»[37] . 35. ––La debilidad, o el grado del entendimiento en el hombre, que hace que requiera de las imágenes sensibles como punto de partida, y que, por ello, es el inferior entre los seres intelectuales, según Santo Tomás, es la causa de la incertidumbre para muchos hombres, el tercer inconveniente para el conocimiento natural de las verdades filosóficas reveladas. ¿Qué consecuencias tiene esta falta de certeza? ––El inconveniente de la falta de certeza en el conocimiento de los preámbulos de la fe, estaría motivado, en estos hombres, por tres causas, efectivas por la causa fundamental de la debilidad de la facultad humana de entender. La primera es que « las más de las veces la falsedad se mezcla en la investigación racional, y, por lo tanto, para muchos serían dudosas verdades que realmente están demostradas, ya que ignoran la fuerza de la demostración». La segunda, relacionada con la anterior, es «el ver que los mismos sabios enseñan verdades contrarias». Por último, porque: «entre muchas verdades demostradas se introduce de vez en cuando algo falso que no se demuestra, sino que se acepta por una razón probable o sofística, tenida como demostración»[38] . Por estas tres causas y por las otras seis, concluye Santo Tomás que: «Por esto fue conveniente presentar a los hombres, por vía de fe, una certeza fija y una verdad pura de las cosas divinas. La divina clemencia proveyó, pues, saludablemente al mandar aceptar como de fe verdades que la razón puede descubrir»[39] . Conclusión que en laSuma teológica , diecisiete años más tarde, expresa de modo parecido: «Luego para que con más prontitud y seguridad llegase la salvación a los hombres fue necesario que acerca de lo divino se les instruyese por revelación divina»[40] . De este modo son adquiridas fácilmente verdades filosóficas para todos. Para unos son naturales o racionales, porque en sí mismas son demostrables por las razónes humana, aunque con estos tres inconvenientes. Para otros, gracias a la revelación divina, las aceptan como de fe, o con una racionalidad que sobrepasa la capacidad humana. Como consecuencia todos los hombres pueden conocerlas, unos como creídas y otros como comprendidas por su razón.

[1]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 4. [2] Ibíd., I, c. 4. [3] Ibíd, I, c. 4. [4] C.S. Lewis, El diablo propone un brindis, Madrid, Rialp, 1994, p. 41. [5] Ibíd., p. 42. [6] Ibíd., pp. 42-43. [7] Ibíd., p. 43. [8] Ibíd., p. 46. [9]SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, I, c. 4.

[10]J. Torras y Bages,La tradició catalana, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. IV, p. 67. [11] Ibíd., p. 69 [12] Ibíd., p. 70. [13] Ibíd., p. 71. [14]IDEM,La pagesia cristiana, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. I, pp.345-369, p. 352. [15]SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, I, c. 4. [16]IDEM, Suma teológica, I-II, q. 41, a. 4, ad 4. [17] Ibíd., I-II, q. 44, a. 4, ad 3. [18] Ibíd., II-II, q. 187, a. 3, in c. [19] Ibíd. [20] Ibíd., II-II, q. 35, a. 4, ad 2. [21] Ibíd., II-II, q. 35, a. 2, in c. [22] Ibíd., I, q. 63, a. 2, ad 2. Santo Tomás con San Gregorio Magno, consideraba que la acidia era uno de los siete pecados capitales. [23] IDEM, Suma contra gentiles, I, c. 4. [24]Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, c. I, n. 14. [25] Ibíd., c. VI, n. 66. [26] Ibíd., c. VI, n. 67. [27] Ibíd. Precisa seguidamente: « sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía». [28] Ibíd., c. VI, n. 67. [29] SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, I, c. 4. [30]Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, c. VI, n. 67. [31]Pablo VI, Carta «Lumen Ecclesiae», 20 de nov. De 1974, III, n. 22. Escribió también que: «La Iglesia ha querido reconocer en la doctrina de Santo Tomás la expresión particularmente elevada, completa y fiel de su Magisterio y del sensus fideide todo el pueblo de Dios, como se habían manifestado en un hombre provisto de todas las dotes necesarias y en un momento histórico especialmente favorable» (Ibíd.). [32]Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, c. VI, n. 76. [33] Ibíd., c. VII, n. 80. [34]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 4. [35]Marco Tulio Cicerón, Catón el viejo o sobre la vejez, V, 20. Confirmó su tesis con dos ejemplos concretos, al decir más adelante: «Podéis constatar que la vejez, no sólo no es debilitada y vulnerable, sino que por el contrario, la vejez es laboriosa y lleva siempre algo entre manos con

igual inquietud que en las etapas anteriores de su vida. ¿Y qué decir de los ancianos que estudian cosas nuevas de interés para ellos? El ilustre Solón, dice él mismo en sus versos que cada día que envejece aprende algo. Yo mismo, ya anciano, he estudiado griego y lo domino. Puse tanto empeño en ello que no hacía otra cosa día y noche que estudiar griego. Os cuento esto de mí para que os sirva de ejemplo. Cuando oí contar que Sócrates aprendió tocar el arpa, ya anciano, quise hacer yo lo mismo y trabajé con ahínco en el aprendizaje de la lengua griega» (Ibíd. IX, 27). [36]San Agustín, De la verdadera religión, c. 26, nn. 48-49. [37] Ibíd., c. 26,, n. 49. [38]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 4. [39] Ibíd., I, c. 4. [40] IDEM, Suma teológica, I, q. 1, a. 1, in c.

V. La visión de Dios 36. ––Hay verdades sobrenaturales, o verdades que están por encima de nuestra razón, de la razón en el grado propio de la naturaleza humana, y que, por ello, nos son incomprensibles o inabarcables, afirma Santo Tomás que de manera parecida las verdades naturales o filosóficas, que constituyen los preámbulos de la fe: «se proponen convenientemente al hombre para ser creídas»[1]. También indica que, sin embargo: «creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza»[2]. Por tanto, al igual que se ha demostrado la conveniencia de comprender las verdades filosóficas divinas o reveladas por Dios: «se ha de probar que también es necesaria al hombre la proposición por vía de fe de las verdades que superan la razón». ¿Cómo demuestra el Aquinate la oportunidad de la revelación de las verdades sobrenaturales? ––En el capítulo quinto del primer libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás da cuatro argumentos para mostrar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales. El primero se basa, por una parte, en la siguiente premisa evidente: «Nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de antemano conocido». Para tender a una cosa por la que se siente una inclinación o tendencia natural, debe primero conocerse, y ya conocida, se actúa el deseo natural, y puede así tenderse a ella. Por otra, en que: « los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida», premisa que el Aquinate prueba más adelante[3]. Por ello, como no es difícil de comprobar: «es imposible que en esté en esta vida la felicidad última del hombre»[4]. San Agustín aseguraba que: «Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión la felicidad misma»[5]. El ansia de felicidad es natural e irrenunciable. De tal manera que nadie puede decir verdaderamente que no quiere ser feliz. Y sólo Dios puede satisfacer el ansia de felicidad del hombre. De tal manera que San Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios». Se preguntaba seguidamente: «¿Qué vale toda la tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de Él»[6].

El ansia más profunda del hombre, el hambre y la sed más radical, sentida en lo más profundo de su corazón y que explica así todos sus deseos e inquietudes, no es la de los bienes materiales, ni la de las riquezas, ni la de la sexualidad, ni la del poder, ni la del éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo XIX y muchas veces también el hombre actual así lo cree todavía. El deseo y anhelo más básico, fundamental y más arraigado es la de ver a Dios, o la posesión intelectual y amorosa de Dios. 37. ––Según la primera premisa de la argumentación del Aquinate para probar la necesidad del conocimiento de las verdades sobrenaturales reveladas, si el hombre tiende, por su misma naturaleza, a ser feliz, deberá conocer lo que es la felicidad. Si, además, tal como se ha afirmado, Dios es la felicidad del hombre, Dios será conocido por él también de manera natural o en cuanto su conocimiento esté insertado en su misma naturaleza racional. ¿Son, por consiguiente, la existencia y naturaleza de Dios evidentes para nosotros? ––Santo Tomás mantuvo siempre que ni la existencia ni la naturaleza de Dios nos son conocidas por nosotros. No son evidentes respecto al hombre, «sino que necesita ser demostrada por medio de cosas más conocidas de nosotros (…) es decir por sus efectos»[7]. Sobre el razonamiento de la pregunta, admite las dos premisas, pero no la conclusión. Ciertamente que: «conocer de un modo general y no sin confusión que Dios existe, está impreso en nuestra naturaleza, en el sentido de que Dios es la felicidad del hombre, puesto que el hombre por naturaleza quiere ser feliz, por naturaleza conoce lo que por naturaleza desea. Pero a esto no se le puede llamar exactamente conocer que Dios existe; como, por ejemplo, saber que alguien viene no es saber que Pedro viene aunque sea Pedro el que viene»[8]. 38. ––Aunque Dios sea «evidente en sí mismo»[9], parece, por consiguiente, que el entendimiento humano no puede ver la esencia o naturaleza de Dios. Se puede argumentar que: «Dios, que es Acto puro sin mezcla alguna de potencialidad, por sí mismo es lo más cognoscible. Pero sucede que lo más cognoscible en sí deja de ser cognoscible para algún entendimiento, debido a que sobrepase el alcance de su poder intelectual; y así, por ejemplo, el murciélago no puede ver lo que hay de más visible, que es el sol, a causa precisamente del exceso de luz»[10]. Sin embargo, la fe cristiana mantiene la esperanza de ver a Dios. En la Escritura se dice: «Le veremos tal cual es»[11]. ¿Sólo por la fe se puede mantener que el entendimiento creado podrá ver la esencia divina? ––No se puede inferir que al hombre no le sea posible ver a Dios, porque, replica Santo Tomás: «Si éste no puede ver nunca la esencia divina, se sigue o que el hombre jamás alcanzaría su felicidad o que ésta consiste en algo distinto de Dios, cosa opuesta a la fe, porque la felicidad última de la criatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio». Sostener que «ningún entendimiento creado puede ver la esencia divina», añade el Aquinate: «además, se opone a la razón, porque, cuando el hombre ve un efecto experimenta deseo natural de conocer su causa y de aquí nace la admiración humana, de donde se sigue que, si el entendimiento de la criatura racional no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado un deseo natural»[12]. El mero deseo natural no puede ser frustrado, porque habría una contradicción. Ello no implica que se vaya a cumplir el deseo, como si fuera una exigencia debida a la naturaleza misma. Es Dios quien la elevará para que pueda realizar un grado superior del acto de conocimiento, que superará el que posee en esta vida. El deseo natural no se comportará como si simplemente no le repugnará, sino con una capacitación para ser elevado por Dios.

Al tratar esta cuestión del deseo de felicidad, Clive Staples Lewis lo explica de este modo tan claro: «Hay alguna razón, empero, para suponer que la realidad será capaz de complacerlo? «El hambre no prueba que vayamos a tener pan». Esta afirmación es, a mi juicio, básicamente errónea. El hambre física de un hombre no garantiza que sea capaz de conseguir pan. Un hambriento puede morir de inanición en una balsa a la deriva sobre el Atlántico. Sin embargo, el hambre humana demuestra de modo inequívoco la pertenencia del hombre a una raza que necesita comer para reponer sus fuerzas físicas, su condición de habitante de un mundo en el»[13]. 39. ––Es innegable que todo hombre lo que está buscando desde el principio de su vida es la felicidad. Tiene pues arraigado en la interioridad un deseo innato de felicidad, y, por tanto, como indica Lewis, está hecho para ser feliz, independientemente que logre alcanzar o no la felicidad. El bien supremo, que proporcionará la felicidad a la que tiende, la encontrará en Dios, pero, como dice el mismo Santo Tomás: «De hecho, muchos piensan que el bien perfecto del hombre, que es la bienaventuranza, consiste en la riqueza; otros, lo colocan en el placer; otros, en cualquier otra cosa»[14]. ¿Cómo se puede probar que la felicidad o beatitud del hombre consiste en la visión de Dios en sí mismo o en su esencia? ––En la Suma teológica, Santo Tomás prueba que la felicidad del hombre está en la visión de Dios, con dos tesis. La primera es que: «el hombre no es perfectamente feliz mientras le quede algo que desear y buscar». La segunda, que: «la perfección de cada facultad debe apreciarse por la naturaleza de su objeto». Respecto a esta última precisa: «el objeto del entendimiento es «lo que cada cosa es», a saber, la esencia de las cosas, como dice Aristóteles (Sobre el alma, III, c. 6, n. 7). Por esto, la perfección del entendimiento se da en la medida en que conoce la esencia de una cosa». Puede decirse, desde esta observación sobre el progreso del entendimiento que: «Si el entendimiento conoce la esencia de un efecto, y, por ella, no puede conocer la esencia de la causa y saber de ella lo «que es», no cabe decir entonces que tal entendimiento llegue a la esencia de la causa realmente; aunque, mediante el efecto, pueda conocer acerca de ella «si existe». En este caso: «cuando el hombre conoce un efecto y sabe que tiene una causa, le queda el deseo natural de saber también «que es» la causa. Tal deseo es de admiración y provoca la correspondiente investigación, como dice Aristóteles en la Metafísica (I, c. 2, n. 8). Por ejemplo, cuando uno, al ver un eclipse de sol, entiende que debe tener una causa, la cual ignora, y por ello se admira; ante tal extrañeza y admiración, indaga, y no descansa en su investigación hasta llegar a conocer la esencia de la causa». Si se aplica esta explicación al conocimiento de Dios desde las criaturas, sus efectos, puede decirse que: «el entendimiento humano al conocer la esencia de un efecto creado, no sabe de Dios, sino que «existe», y, por tanto, por una parte: «su perfección aun no ha llegado realmente a la causa primera»; por otra, que: «le queda todavía el deseo natural de indagar y conocerla». Por consiguiente, el hombre: «no es perfectamente feliz». Se sigue de ello que: «para la perfecta felicidad se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como con su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre»[15]. 40. ––Dios es el fin último, bien supremo, o felicidad máxima del hombre. Su entendimiento quiere conocer a Dios, la misma Verdad, y su voluntad le quiere como el mismo Bien. El ser humano desea contemplar a Dios, conocerle en su esencia o naturaleza, no de un modo general, sino en

su individualidad o personalidad. ¿Por qué esta explicación sirve para probar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales? ––Después de presentar sintéticamente esta explicación, para probar que es necesario el conocimiento de las verdades sobrenaturales reveladas, en el primer argumento de los cuatro que presentaen el capítulo V del primer libro de la Suma contra los gentiles, concluye Santo Tomás: «Es necesario presentar al alma un bien superior, que trascienda las posibilidades actuales de la razón, para que así aprenda a desear algo y tender diligentemente a lo que está totalmente sobre el estado de la presente vida». Además, esta necesidad puede ser satisfecha sólo por la fe, porque el ofrecer un bien trascendente: «pertenece únicamente a la religión cristiana, que promete especialmente los bienes espirituales y eternos; por eso en ella se proponen verdades que superan a la investigación racional». La ley de Cristo asegura al hombre la unión con Dios en la vida eterna y, para ello, se le revelan verdades sobrenaturales. A diferencia de esta ley del amor y de la gracia: «La ley antigua, en cambio, que prometía bienes temporales, expuso muy pocas verdades no accesibles a la razón natural». Son necesarias las verdades sobrenaturales. No lo son, en cambio, las naturales. Comenta finalmente el Aquinate que: «En este sentido, se esforzaron los filósofos por conducir a los hombres de los deleites sensibles a la honestidad, por enseñar que hay bienes superiores a los sensibles, cuyo sabor, más suave, únicamente lo gozan los que se entregan a la virtud en la vida activa y contemplativa». 41. ––Este primer argumento de Santo Tomás sobre la conveniencia de las verdades sobrenaturales, se prueba racional o filosóficamente que es necesaria para la felicidad del hombre la visión de la esencia o naturaleza individual de Dios. Además, así lo enseña la Escritura. Tal como indica Santo Tomás, se afirma en el Evangelio: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»[16]. ¿Cómo es posible que el hombre, con un entendimiento creado y finito, incluso con gracias especiales divinas, pueda ver a Dios infinito? ––Declara Santo Tomás que es «falsa y herética» la proposición: «la esencia divina nunca será vista por algún intelecto creado, y que no se verá ni por los ángeles ni por los bienaventurados»[17]. De una manera muy explícita dice la Escritura que a Dios «le veremos así como Él es[18]». También desde la filosofía, como se ha indicado, debe afirmarse que: «es imposible que alguien consiga la felicidad perfecta a no ser en la visión de la esencia divina, ya que el deseo natural del intelecto es saber y conocer las causas de todos los efectos conocidos por él. Lo cual no se puede llevar a cabo sino sabida y conocida la primera causa universal de todo»[19]. Sin embargo, sobre esta visión humana de la esencia divina Santo Tomás hace tres observaciones. Primera: lo que es Dios «nunca se verá por ojo corporal, o por algún sentido, o por la imaginación, ya que por el sentido no se perciben sino las cosas corporales sensibles, Dios es incorpóreo, «Dios es espíritu» (Jun 4, 24)». Segunda: Tampoco en esta vida «el intelecto humano cuando está unido al cuerpo no puede ver a Dios, ya que está embotado por el cuerpo corruptible, de modo que no puede alcanzar lo más alto de la contemplación». Se explica así que: «cuando el alma está más libre de las pasiones y purgada de los afectos terrenos, tanto más asciende a la contemplación de la verdad y gusta cuán suave es el Señor. Pero el grado sumo de contemplación es ver a Dios por esencia. Y por esto, cuando el hombre

sujeto por necesidad al cuerpo vive con muchas pasiones no puede ver a Dios por esencia. Como Dios mismo declaró en el Éxodo: «no me verá el hombre y seguirá viviendo» (Ex 33, 20). Por tanto, para que el intelecto humano vea la esencia divina es necesario que abandone totalmente el cuerpo, o por la muerte o como dice San Pablo «estamos seguros y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cor 5, 8), o que se separe totalmente de los sentidos del cuerpo por el rapto, como se lee de San Pablo (2 Cor 12, 3)». Tercera: además «ningún intelecto creado por poco que esté separado, o por la muerte, o por la separación del cuerpo, viendo la esencia divina, de ningún modo puede comprenderla». Se puede entender, o ver de algún modo, la esencia divina, de manera indirecta y mediata, en esta vida, o con un mayor grado, porque el mismo Dios ha ampliado cu capacidad, y se ve entonces de una manera directa e inmediata. «Y por esto se dice comúnmente que aunque toda la esencia divina sea vista por los bienaventurados, ya que es simplicísima y carente de partes, con todo, no se ve totalmente, ya que esto sería comprenderla». Sólo Dios se comprende, o se ve perfectamente, a sí mismo. La criatura intelectual en esta vida o en la otra siempre es finita y limitada. «Por tanto, conoce finitamente. En consecuencia, como Dios es de virtud y entidad infinita, y, por consiguiente, es infinitamente cognoscible, no puede ser conocido en cuanto es cognoscible de este modo por ningún intelecto creado». Por consiguiente, en este sentido es inabarcable, «permanece incomprensible para todo intelecto creado». En definitiva el hombre puede entender o contemplar a Dios, en ello está su felicidad, pero «comprendiéndose sólo El mismo se contempla a sí mismo»[20]. 42. ––El primer argumento explica, por consiguiente, el que Dios comunique al hombre verdades sobrenaturales, que están por encima del límite de su razón –que tiene por su naturaleza, y que le ha sido dada por el mismo Dios–, porque está ordenado por la providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida ¿Cuál es el segundo argumento que justifica la conveniencia de la revelación para llegar a este bien superior? ––El segundo argumento de la justificación de la revelación divina de las verdades sobrenaturales lo expone seguidamente Santo Tomás del modo siguiente: «Es también necesaria la fe en estas verdades, para tener un conocimiento más veraz de Dios»[21]. Dios para los hombres es absolutamente incomprensible. Ni incluso como bienaventurados, pueden conocerle en toda su infinitud. Lo contemplan o entienden siempre de una manera finita y limitada. Ciertamente en la visión beatífica conseguirán ver a Dios, y en toda su esencia, pero no total o completamente, porque es imposible agotar toda su infinita perfección y cognoscibilidad. «Es imposible que ningún entendimiento creado comprenda a Dos, aunque como dice San Agustín: «llegar con el entendimiento hasta Dios, por poco que se alcance, es gran dicha» (Serm. 117, c. 3). Para entender esto, hay que saber que comprender significa conocer perfectamente. Y se conoce perfectamente algo tanto cuanto es cognoscible (…) Dios cuyo ser es infinito (…) es infinitamente cognoscible»[22]. Ningún entendimiento finito, por tanto, podrá conocer infinitamente a Dios, siempre lo conocerá en un algún grado o medida. Esta incomprensibilidad de Dios revela su trascendencia infinita. Por ello, afirma Santo Tomás en este segundo argumento que: «Únicamente poseemos un conocimiento verdadero de Dios cuando creamos que su ser está sobre todo lo que podemos pensar de Él, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre». La trascendencia de Dios, que hace que no pueda tener cabida en los conceptos positivos de la inteligencia humana creada ni en el modo de conocer en la visión beatífica, queda claramente expresada con revelación de las verdades sobrenaturales, porque: «El hecho de que se proponga al hombre alguna verdad divina que excede a la razón humana, le afirma en el convencimiento

de que Dios está por encima de lo que se puede pensar»[23].La trascendencia de Dios, que puede ser conocida con las verdades naturales y los preámbulos de la fe, queda claramente manifestada con la revelación sobrenatural. 43. ––La utilidad de la revelación divina se prueba con el primer argumento de Santo Tomás, que podría denominarse de la visión divina, y también con el segundo sobre la trascendencia divina y que está conexionado con el primero ¿Son necesarios los otros dos argumentos que da también el Aquinate? –– Sí son necesarios, porque los otros dos motivos de la utilidad de la revelación son prácticos. El primero es porque esta revelación es un remedio a la soberbia humana. Afirma Santo Tomás que: «La represión del orgullo, origen de errores, nos indica una nueva utilidad. Hay algunos que, engreídos con la agudeza de su ingenio, creen que pueden abarcar toda la naturaleza de una cosa, y piensan que es verdadero todo lo que ellos ven y falso lo que no ven. Para librar, pues, al alma de esta presunción y hacerla venir a una humilde búsqueda de la verdad, fue necesario que se propusiesen al hombre divinamente ciertas verdades que exceden plenamente la capacidad de su entendimiento»[24]. El orgullo, o la presunción de poseer méritos o cualidades superiores, vicio que lleva a despreciar a los demás, es una de la especies del de soberbia. Santo Tomás define el vicio de la soberbia como el «deseo inmoderado de la propia excelencia»[25]. De la soberbia procede de una manera inmediata la vanidad o vanagloria, o el deseo de la propia alabanza, el honor yla gloria, sin méritos o sin ordenarlos a su verdadero fin, la gloria de Dios y el bien de los demás. La importancia de la utilidad práctica de la revelación, sobre estos tres vicios, se manifiesta en estas observaciones sobre ellos de Jaime Balmes: «Encuéntrense personas exentas de liviandad, de codicia , de envidia, de odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio, que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie, bien podría decirse que nadie». Afirma el filósofo español que incluso: «Este es, sin duda, el defecto más general; ésta es la pasión más insaciable cuando se le da rienda suelta; la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por explotar esas nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz, que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndola asechanzas para hacerla perecer»[26]. 44. ––En este tercer argumento, que da Santo Tomás en el capítulo quinto de la Suma contra gentiles, para mostrar el beneficio de la revelación de verdades sobrenaturales, se dice que sirven también para que se emprenda «una humilde búsqueda de la verdad». La humildad es la virtud opuesta al vicio de la soberbia, porque «refrena los deseos de lo que excede las propias facultades»[27]. Tiene, por tanto, la función de moderar el deseo desordenado de la propia excelencia. ¿Qué relación guarda la humildad con la verdad? ––También la siguiente explicación de Jaime Balmes sobre la humildad puede considerarse como respuesta a la pregunta: «Bien entendida la humildad trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría puede interiormente reconocerlo así, pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios y que a Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad».

La humildad reprime también el orgullo. El humilde, nota igualmente Balmes: «Debe al propio tiempo considerar que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran poseído los otros si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que esta sometida la humanidad, y que cuanto más sean los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y el mal, tanta más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha hecho objeto de su bondadosa munificencia»[28]. La humildad, como precisa el pensador de Vic, no supone el faltar a la verdad sobre sí mismo. «Quien tenga virtudes no hay inconveniente en que lo reconozca así, confesando al propio tiempo que son debidas a particular gracia del cielo; que si no comete las maldades a que se arrojan otros hombres es porque Dios le tiene de su mano; que si hace el bien y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos, causándoles horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, más no para engreírse, supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria que le corresponde»[29]. Como consecuencia, la humildad no se identifica con la pusilanimidad. «La humildad cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos, si es que la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca porque no nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las robustece; porque teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha venido el bien, sabemos que recurriendo a la misma fuente con viva fe y rectitud de intención manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos en todo lo que necesitemos»[30]. Tampoco se identifica con la presunción, elemento del orgullo, o con una especie de megalomanía, exaltación del propio valer o del poder, que hace salirse de la realidad. «La humildad nos hace conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males nuestras flaquezas y miserias; nos permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de la gracia, pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito»[31]. La humildad también reprime el orgullo, porque: «con respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre ellos exigiendo preeminencia que no nos corresponden; nos hace afables en el trato, porque dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con las que sufren los demás, y conservando nuestro corazón exento de envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria»[32]. Gracias a la humildad se puede ser indulgente y tolerante con los demás, manifestaciones de la caridad cristiana, porque: «la humildad que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que no nos deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos sino como mayores títulos de agradecimiento a la liberal mano de la Providencia; la humildad que, no limitándose a la esfera individual, sino abrazando la humanidad entera, nos hace considerar como miembros de la gran familia del linaje humano, caído, de su primitiva dignidad por el pecado del primer padre, con malas inclinaciones en el

corazón, con tinieblas en el entendimiento y, por consiguiente, digno de lástima e indulgencia en sus faltas y extravíos; esa virtud sublime en su mismo anonadamiento y que, como ha dicho admirablemente Santa Teresa, agrada tanto a Dios, porque la humildad es la verdad, esa virtud nos hace indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento que nosotros, mas tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia»[33]. 45. ––En el cuarto argumento sobre el bien que proporciona toda verdad sobrenatural, que da Santo Tomás, es que perfeccionada al entendimiento de que la recibe. ¿Cómo es posible que una proposición que excede los límites del entendimiento humano, aunque sea una verdad, le perfeccione? ––El Aquinate lo explica, en este mismo argumento, al indicar que la razón de su utilidad se encuentra: «en lo dicho por Aristóteles: Cierto Simónides, queriendo persuadir al hombre a abandonar el estudio de lo divino y a aplicarse a las cosas humanas, decía que: «al hombre le estaba bien conocer lo humano y al mortal lo mortal» Y el Filósofo argumentaba contra él de esta manera: «El hombre debe entregarse, en la medida que le sea posible al estudio de las verdades inmortales y divinas» (De partibus animalium, c. 5). Estas palabras de la respuesta de Aristóteles manifiestan que: «aunque sea imperfecto el conocimiento de las substancias superiores, confiere al alma una gran perfección, y, por lo tanto, la razón humana se perfecciona sí, a lo menos, posee de alguna manera por fe lo que no puede comprender por estar fuera de sus posibilidades naturales»[34]-

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 4. [2] Ibíd., I, c. 5. [3] Véase: Ibíd., III, c. 48. [4] Ibíd., III, c. 48. Véase: Ibíd., III, c. 37. [5] San Agustín, Costumbres de la Iglesias. Católica. I, 11, 18. [6]Ídem,Sermones, 158, 7. [7]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 2, a. 1, in c. [8] Ibíd., I, q. 2, a. 1, ad 1. [9] Ibíd., I, q. 2, a. 1, in c. [10] Ibíd., I, q. 12, a. 1, in c [11] 1 Jn 3, 2. [12]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 12, a. 1, in c. [13]C.S. Lewis, El peso de la gloria, en El diablo propone un brindis, Madrid, Ediciones Rialp. 1994, pp. 115-130, p. 120. [14]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 2, a. 1, ad 1. [15] Ibíd., I-II, q. 3, a. 8, in c. [16] Mt, 5, 8.

[17]Santo Tomás, Lectura al Evangelio de San Juan, c. I, lecc. 11, n. 212. [18] 1 Jn 3, 2. [19]Santo Tomás, Lectura al Evangelio de San Juan, c. I, lecc. 11, n. 213. [20] Ibíd., n. 213. [21] IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 5. [22]Idem, Suma teológica, I, q. 12, a. 7, in c. [23]Idem, Suma contra gentiles, I, c. 5. [24]Ibíd. [25] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 162, a. 3, in c. [26]Jaime Balmes, El criterio, en Obras completas, Madrid, BAC, 1948, , v. III, pp. 537-775, c. 22, n. 19, p. 715. Pone los siguientes ejemplos para ilustrar su tesis: «El sabio se complace en la narración de los prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades; el valiente cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardio su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno» (Ibíd.). [27]Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 161, a. 2, in c. [28] JAIME BALMES, Cartas a un escéptico en materia de religión, en Obras completas, op. cit., v. V, pp. 245-455, c. XIII, p. 372. [29] Ibíd., pp. 372-373. [30] Ibíd., p. 375. [31] Ibíd., pp. 375-376. [32] Ibíd., p. 376. [33] ÍDEM, El protestantismo comparado con el catolicismo, en Obras completas, op. cit., v. V, c. 34, pp. 343-344. [34]Idem, Suma contra gentiles, I, c. 5.

VI. Una fe razonable 46. ––En el Concilio Vaticano II, se recuerda que: «Todo hombre resulta un problema para sí mismo». Además, se indican dos características del mismo: es «un problema no resuelto», y es un problema «percibido con cierta obscuridad». A pesar de los esfuerzos racionales del hombre: «los enigmas de la vida y de la muerte quedan sin solucionar». Se afirma seguidamente que: «a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente»[1]. Las verdades filosóficas reveladas por Dios, o preámbulos de la fe, contribuirán así a la «búsqueda más humilde de la verdad»[2]¿Además de estas verdades naturales conocidas por la fe, debe preceder algo más al mismo acto de fe?

––El acto de fe, o aceptación de una verdad como revelada por Dios, está motivado únicamente por la autoridad de Dios, que es incompatible con la mentira o el engaño. La única razón o porqué es el mismo Dios que revela al hombre. Dios ha manifestado a los hombres verdades naturales, los preámbulos de la fe, y verdades sobrenaturales, que constituyen propiamente el contenido de la fe. Ni unas ni las otras son irracionales. En las naturales, la razón humana puede descubrir su racionalidad. En las sobrenaturales, por trascender totalmente a la razón del hombre, no le es posible comprender su racionalidad. Sin embargo, aunque no se advierta su evidencia interna, su verdad queda justificada ante la razón natural. Se repara que el objeto de la fe es razonable, porque hay motivos fundados que muestran el mismo hecho de la revelación, o el que Dios ha hablado a los hombres. Estas razones, que demuestran que Dios ha hablado al hombre, se denominan «motivos de credibilidad», porque explican el hecho de la revelación, el que Dios haya hablado a los hombres. Se cree porque la voluntad del hombre, movida por la gracia de Dios, manda al entendimiento que acepte las verdades divinas reveladas por Dios, no por su evidencia intrínseca o por un testimonio humano, sino por ser reveladas por Dios. Los motivos de credibilidad lo prueban y, por tanto, que el asentimiento de la fe es racional. En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás, sostiene, por ello, que: «Los que asienten por la fe a estas verdades «que la razón humana no experimenta» no creen a la ligera, «como siguiendo ingeniosas fábulas- «como se dice en la II carta de San Pedro (2 P 1,16). La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres «sus propios secretos» (Jb 11, 6) manifestó su presencia y la verdad de la doctrina y de la inspiración con pruebas claras, dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder de toda la naturaleza»[3]. Tales pruebas del origen divino del contenido de la revelación no son imprescindibles para tener fe. La mayoría de los creyentes las desconocen. La fe infusa, que han recibido de Dios, no necesitan de estas confirmaciones, que nunca son el apoyo fundamental, que es siempre la autoridad de Dios, basada en su infinita sabiduría e infinita veracidad. Así quedó definido en el siguiente canon del Concilio Vaticano I: «Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia natural acerca de Dios y de las cosas morales, y, por consiguiente, que para la fe divina no se requiere que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios, que revela, sea anatema»[4]. Sobre este motivo por el que se cree se dice en el Concilio: «La Iglesia católica confiesa que esta fe, que es el principio de la salvación, es una virtud sobrenatural, por la cual, con la gracia inspirante y auxiliante de Dios, creemos ser verdaderas las cosas reveladas por Él, no porque la luz natural de la razón conozca la verdad intrínseca de tales cosa, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, que no puede engañarse ni engañar. «Pues es la fe –según el testimonio del Apóstol– el fundamento de las cosas que se esperan, y un convencimiento de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1)»[5]. Sin embargo, los motivos de credibilidad son muy útiles para el que cree, porque ante su razón queda probada el origen divino de lo que cree por la gracia de Dios. También sirven para que el no creyente descubra el hecho mismo y la verdad de la revelación, y, por ello, el origen de las verdades sobrenaturales, y también de las naturales filosóficas, que constituyen ambas su contenido. De manera que, como se dice en otro canon dogmático del Concilio: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por los signos externos, y que por esto los hombres deben moverse a la fe solamente por la experiencia interna o la inspiración privada de cada uno, sea anatema»[6].

47. ––Las pruebas de la verdad del hecho de la divina revelación se llaman «motivos de credibilidad», por mostrar la razonabilidad de la fe, y también, más recientemente se han denominado «criterios de la revelación», porque sirven para su distinción de las falsas. Igualmente, en la actualidad, en la moderna Apologética o Teología fundamental, los motivos de credibilidad se incluyen en lo que denominan «preámbulos de la fe». Entienden, con esta expresión tanto, las verdades filosóficas reveladas como las otras que prueban la racionabilidad de creer. En esta terminología moderna, la expresión «preámbulos de la fe» se toma en un sentido amplio por designar todos los conocimientos previos a la fe. En cambio, para Santo Tomás y otros medievales, es tomada en un sentido estricto, porque, como explica el primero, significa «aquellas cosas que, demostradas por la filosofía acerca de Dios o las criaturas, la fe da por supuestas»[7]. No se incluyen, por tanto, los motivos de credibilidad. El Aquinate también se refiere a estos últimos, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, e indica que son obras que sobrepasan el poder de la naturaleza ¿Cuáles son estos hechos concretos que son motivos de credibilidad? ––Los indica Santo Tomás, en este mismo lugar, al precisar: «Tales obras son: la curación milagrosa de enfermedades, la resurrección de los muertos, la maravillosa mutación de los cuerpos celestes y, lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la más sabiduría y elocuencia»[8]. Un excelente explicación de estos «motivos», se encuentra en un escrito del papa Pío IX. En su primera encíclica escribía el Papa: «Hay argumentos, muchos y maravillosos y espléndidos, en los cuales puede descansar, convencida la razón humana; argumentos con los cuales se prueba la divinidad de la Religión de Cristo, y que «todo el principio de nuestros dogmas tiene su raíz en el mismo Señor de los cielos»(S. Juan Crisóstomo. Hom I in Isai)y que, por lo mismo, nada hay más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo, y que nada que se apoye en más firmes principios». Refiere a continuación el Beato Pío IX estos «maravillosos y espléndidos» motivos de credibilidad: «Esta nuestra fe, maestra de la vida, norma de salud, enemiga de todos los vicios y madre fecunda de las virtudes, confirmada con el nacimiento de su divino autor y consumador, Cristo Jesús; con su vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, vaticinios, refulgiendo por todas partes con la luz de eterna doctrina, y enriquecida con tesoros de celestiales riquezas, con los vaticinios de los profetas, con el esplendor de los milagros, con la constancia de los mártires, con la gloria de los santos extraordinaria por dar a conocer las leyes de salvación en Cristo Nuestro Señor, tomando nuevas fuerzas cada día con la crueldad de las persecuciones, invadió el mundo entero, recorriéndolo por mar y tierra, desde el nacimiento del sol hasta su ocaso, enarbolando, como única bandera la Cruz, echando por tierra los engañosos ídolos y rompiendo la espesura de las tinieblas; y, derrotados por doquier los enemigos que le salieron al paso, ilustró con la luz del conocimiento divino a los pueblos todos, a los gentiles, a las naciones de costumbres bárbaras en índole, leyes, instituciones diversas, y las sujetó al yugo de Cristo, anunciando a todos la paz y prometiéndoles el bien verdadero. Yen todo esto brilla tan profusamente el fulgor del poder y sabiduría divinos, que la mente humana fácilmente comprende que la fe cristiana es obra de Dios». Termina este párrafo de su encíclica programática de su largo pontificado, con esta clara conclusión: «Y así la razón humana, de estos espléndidos y firmísimos argumentos, sacando en conclusión que Dios es el autor de la misma fe, no puede llegar más adentro; pero desechada cualquier dificultad y duda, aun remota, debe rendir plenamente el entendimiento, sabiendo con certeza que ha sido revelado por Dios todo cuanto la fe propone a los hombres para creer o hacer»[9].

48. ––Todos los motivos de credibilidad explicados por el Beato Pío Nono, que prueban por sí mismos y también por concurrir todos en mostrar que Dios se ha revelado, son, por tanto, una explicitación de la exposición de Santo Tomás. ¿La doctrina sobre los motivos de credibilidad sólo se apoya en una explicación del Doctor Común de la Iglesia y un texto del magisterio ordinario de una gran Papa? ––La doctrina fue recogida por el Concilio Vaticano I (1869-1870). En la Constitución sobre la fe católica se afirma: «Para que el obsequio de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntasen los argumentos externos de su revelación, esto es, las obras divinas, y principalmente los milagros y las profecías, los cuales, demostrando luminosamente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, son señales ciertísimas de la divina revelación y acomodadas a la inteligencia de todos». Sobre estos dos principales motivos de credibilidad se indica seguidamente que: «Tanto Moisés y los Profetas, como sobre todo el mismo Jesucristo nuestro Señor, hicieron muchos y muy manifiestos milagros y profecías; pues de los Apóstoles leemos: «Y sus discípulos fueron y predicaron en todas partes, cooperando el Señor y confirmando en doctrina con los signos que la acompañaban» (2 Mc 16, 20). Y en otro lugar está escrito: «Tenemos un testimonio más firme, que es el de los Profetas, al cual hacéis bien en mirar atentamente, como a una antorcha que luce en un lugar tenebroso» (2 P, 1, 19)». El Concilio advierte asimismo que, por una parte, los motivos de credibilidad no permiten creer lo que Dios ha revelado, para ello se necesita la gracia de Dios. La sobrenaturalidad de la fe, que trasciende todo lo natural tanto en cuanto acto como en cuanto objeto, o contenido de este acto, requiere la gracia de Dios. De manera que: «aunque el asentimiento a la fe no sea un ciego movimiento del alma, nadie, sin embargo, puede asentir a la predicación evangélica, como es preciso para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad para consentir y creer la verdad. Por lo cual la misma fe en sí, aunque no obre animada de la caridad, es un don de Dios, y su ejercicio es obra conducente a la salvación, por cuya virtud el hombre presta libremente obediencia al mismo Dios, consintiendo y cooperando a su gracia, a la cual podría resistir». Por otra parte, que la necesidad de la fe va acompañada de necesidad de la Iglesia. «Siendo imposible sin la fe agradar a Dios y llegar a la comunicación de hijos suyos, de aquí el que nadie sin ella pueda conseguir la justificación, ni nadie alcanzará la vida eterna sin haber perseverado en la fe hasta el fin. Y a fin de que podamos cumplir el deber que tenemos de abrazar la fe verdadera y de perseverar en ella siempre, Dios, por medio de su Hijo unigénito, instituyó la Iglesia». 49. ––De los pasajes citados de Santo Tomás, se infiere que losprodigios, que confirman la fe, y que enumera, acompañaron la revelación en los inicios de la Iglesia ¿Sólo se dieron entonces? ––No, se continúan dando en la actualidad con los milagros, profecías y otros fenómenos extraordinarios, por medio de los santos de la Iglesia. No obstante, no sería necesaria la repetición de los prodigios pasados, porque, como también indica Santo Tomás, en este mismo lugar, los efectos de los mismos ha perdurado en el hecho de la existencia de la misma Iglesia católica. Al inicio de la evangelización, por los carismas o gracias gratis dadas, como los milagros, las profecías, las curaciones, la sabiduría y otras: «una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino lo que es aún más admirable, en grandes tormentos, en donde se da a conocer lo que está sobre todo entendimiento humano, y se coartan los deseos de la carne, y se estima todo lo que el mundo desprecia».

Es innegable que éste: «es el mayor de los milagros y obra manifiesta de la inspiración divina el que el alma humana asienta a estas verdades, deseando únicamente los bienes espirituales y despreciando lo sensible. Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiesta el que Dios lo predijo que así se realizaría, a través de muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en veneración como portadores del testimonio de nuestra fe»[10]. A la Iglesia, de manera parecida a la fe con los motivos de credibilidad, Dios: «la ha dotado de señales manifiestas de su institución, con objeto de poder ser por todos conocida como Maestra y custodia de la palabra revelada. Porque solamente a la Iglesia católica pueden aplicarse todos aquello hechos, que en tan gran número y tan maravillosamente fueron dispuestos por Dios para demostrar la credibilidad de la fe cristiana. Y también la Iglesia por sí misma, esto es, por su admirable propagación, su eminente santidad, su inagotable fecundidad en toda clase de bienes y por su católica unidad y firme estabilidad, en un grande y perpetuo motivo de credibilidad, y un testimonio irrefragable de su divina misión»[11]. Después de la primera evangelización, explica Santo Tomás que ya no sería necesaria la repetición de todas o algunas de las señales dadas en el pasado con las primigenias conversiones, porque ha perdurado su efecto, que es precisamente la misma Iglesia católica.«Esta tan admirable conversión del mundo a la fe cristiana es indicio certísimo de los prodigios pretéritos, que no es necesario repetir de nuevo, pues se transparentan en su mismo efecto, -sería el más admirable de los milagros que el mundo fuera inducido por los hombres sencillos y vulgares a creer verdades tan arduas, obras cosas difíciles y esperar cosas tan altas sin señal alguna, siendo así que, Dios no cesa, aun en nuestros días, de realizar milagros por medio de sus santos en confirmación de la fe»[12]. 50. ––En el nuevo Catecismo, se recuerda que en el Credo, o «en el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa»[13]. Explicaba el anterior, el Catecismo de Trento, que: «si bien cualquiera conoce por la razón y por la experiencia que existe en la Tierra la Iglesia, esto es, una congregación de hombres dedicados y consagrados a Cristo, y que para comprender esto parece no ser necesaria la fe», sin embargo, los misterios contenidos en la Iglesia de Dios, no puede entenderlos el hombre, si no es por la fe. Por ello, se concluye: «Muy justamente confesamos que no comprendemos por la razón humana, sino que percibimos con los ojos de la fe el origen, las prerrogativas y la dignidad de la Iglesia»[14]. No es extraño que la fe profesada en este artículo noveno del Credo pueda ir acompañada de signos, que la ratifiquen, como es uno de ellos, la misma Iglesia. En el Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, se afirma que: «El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús fundamentó su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios, prometido muchos siglos antes en las Escrituras». Se precisa que: «Este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo». Respecto a las obras se dice que: «Los milagros (…) prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra»[15]. La creencia en la Iglesia queda confirmada con estos milagros ¿Sólo lo está con este tipo de confirmación o corroboración? ––Podría decirse que la fe en la Iglesia, como «Santa y Católica», «Una» y «Apostólica»[16], queda también probada como signo externo de su sobrenaturalidad con la misma Escritura. Santo Tomás, después de referirse a los milagros como pruebas confirmativas, indica que: «A esta manera de confirmación se refiere la Epístola a los hebreos; «La doctrina de salvación, habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor, fue entre nosotros confirmada por los que la oyeron,

atestiguándolo Dios con señales y prodigios y virtudes diversas, y con diversos dones del Espíritu Santo» (Hb 2, 3)»[17]. En su comentario a la Epístola de San Pablo a los hebreos, escrito unos cuatro años más tarde, explica el Aquinate que, en este pasaje citado, su autor: «muestra el origen de la doctrina del Nuevo Testamento al decir: «habiendo comenzado», en donde lo pone doble: el primero no por los ángeles, sino por el mismo Cristo, «nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1, 2), «el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha declarado» (Jn 1, 18). Por lo cual dice: «la cual habiendo comenzado el Señor a predicarla», porque tiene doble principio: uno simplemente, desde la eternidad, que procede del Verbo Mismo, «nos eligió en él mismo, antes de la creación del mundo» (Ef 1, 4); otro es el de la predicación, que tuvo principio en el tiempo con el Verbo encarnado». El primer origen del contenido del Evangelio está en la palabra de Cristo, que es eterna, por ser el Verbo de Dios y que tiene también un tiempo, por ser predicada a los hombres con su Encarnación. «Su segundo origen está en los Apóstoles, que la recibieron y oyeron de Cristo. De ahí que diga: «fue entre nosotros confirmada por los que la oyeron», esto es, por medio de su predicación. «Lo que fue al principio, lo que vimos y oímos» (1 Jn 1, 1); «como nos los contaron aquellos mismos que desde el principio los vieron» (Lc 1, 2)». Explica Santo Tomás seguidamente, que en este pasaje: «Pone luego la firmeza del Nuevo Testamento muy superior a la del Viejo, cosa que demuestra con el testimonio de Dios que no puede mentir. De donde dice: «atestiguándolo Dios». Es de saber que el testimonio se da por el habla, que es una señal sensible; y Dios atestiguó la verdad de la doctrina del Nuevo Testamento con dos señales sensibles, a saber, con los milagros y los dones del Espíritu Santo». Nota a continuación el Aquinate que San Pablo en: «cuanto a lo primero dice: «atestiguándola Dios con señales», en lo que toca a los milagros menores, como la curación del cojo, o de la suegra de Pedro que tenía fiebre (Hch 3; 14; 28; Mt 8)». Añade «y prodigios», por lo que mira a los mayores, como la resurrección de un muerto; «Tabitá, levántate» (Hch 9, 40); y dícese prodigio, como si dijéramos tendido a lo lejos, porque señala algo remoto, como el ocurrido en tiempo de Ezequías del retroceso del sol, por cuya causa «el rey de Babilonia envió una embajada para investigar el prodigio» (2 Cr 32, 31)». Observa, además el Aquinate, que, sin embargo: «el portento capital es haberse Dios hecho hombre. «Me veis aquí a mí y a mis hijos, que me dio el Señor para que sirvan de señal y portento a Israel» (Is 8, 18), es a saber, que yo sea hombre, y que mis hijos lo crean; pues pasma ciertamente que en el humano corazón hubiese podido caber esta creencia». En el pasaje paulino, se agrega asimismo «y virtudes diversas», y según Santo Tomás, con ello San Pablo: «quiere decir que los milagros y prodigios se refieran a lo que sobrepuja la virtud de la naturaleza, pero con esta diferencia: que se diga señal que está fuera y por encima de la naturaleza, mas no contra ella; el portento, en cambio, es lo que está contra la naturaleza, como el parto virginal y la resurrección de los muertos. Mas «la virtud» (como otra especie de milagro) se refiera a lo que es conforme a la naturaleza cuanto a la substancia del hecho, no empero cuanto al modo de hacerse, como la curación de la fiebre, que la puede hacer el médico, aunque no al instante»[18]. Hay milagros que se realizan de tal manera que la naturaleza no puede realizar. Están, por tanto, sobre ella o sobre su poder, pero, sin embargo, no están contra una tendencia natural. La curación de una enfermedad totalmente incurable, que la naturaleza no puede hacer, pero tiende a la salud, a la sanación y a la vida. Hay otros milagros, que se denominan portentos, que, van contra la naturaleza, o contra una de sus inclinaciones o tendencias, como la resurrección de un muerto o la encarnación del Verbo y su nacimiento virginal de la Santísima Virgen. Por último hay otra

clase de milagros, que no están ni sobre ni contra la naturaleza, porque lo hecho está en la virtud o poder de la naturaleza, como la curación de la fiebre. Son milagrosos, porque están, sin embargo, fuera de la naturaleza, en cuanto que lo realizado, la naturaleza no lo produce del modo en que se ha hecho el milagro. La fiebre la vence la naturaleza en un proceso temporal o con medicamentos que la ayudan, pero es milagroso si se hace sin ningún medio natural o artificial y de manera instantánea. Santo Tomás considera que el texto de San Pablo se da una clasificación completa de los milagros –sobre, contra y fuera de la naturaleza–, que hay había dado en otra obra anterior[19]. No obstante, también indica que, podría entenderse de otro modo. Como si San Pablo, con el término «virtudes» no se refiriera al tercer grado de los milagros, sino: «a las virtudes de la mente, que dio el Señor a sus predicadores, es a saber, la fe, la esperanza y la caridad». Por último, sobre la confirmación «con los dones del Espíritu Santo», Santo Tomás presenta la siguiente dificultad: «el libro de la Sabiduría dice lo contrario: «el Espíritu Santo es único» (Sb 7); ¿cómo, pues, se distribuye?». La respuesta del Aquinate es la siguiente: «Hemos de decir que el Espíritu Santo no se distribuye esencialmente, sino que se distribuyen sus dones. «Hay, si, diversidad de dones espirituales, mas el Espíritu es uno mismo» (1 Cor 12, 4) Todas las gracias se atribuyen al Espíritu Santo. Ciertamente, dice San Gregorio, el Espíritu Santo es amor. Por esa palabra entiéndanse las «distribuciones» que hace el Espíritu Santo, porque a uno se le da el don de hablar con profunda sabiduría, a otro el de hablar con mucha ciencia, a otro el de obrar milagros, a quien el don de profecía, y así de los demás; y todo eso no por méritos que uno tenga, ni por necesidad de la naturaleza, sino según su voluntad. «El espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8); «Todo esto lo obra un solo y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno como quiere» (1 Cor 12, 11); y «Confirmando su doctrina con los milagros que la acompañaban»(Mr 16, 20)»[20]. 51. ––La existencia de la Iglesia es un motivo de credibilidad, o una ayuda divina externa a la fe. Además de su existencia, también lo son otros muchos bienes maravillosos, que se dan en ella, como su propagación, su inagotable fecundidad a través del tiempo, su santidad y su unidad católica,. Con tales evidentes y perpetuos auxilios a la credibilidad de la fe cristiana ¿por qué no se dan más conversiones o las existentes con una mayor profundidad? ––La respuesta adecuada a esta compleja cuestión la dio el papa Pío XII en su siempre actual encíclica Humani generis. Recordaba, al principio de la misma, que la existencia de los preámbulos de la fe y observaba que: «aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal, que con su providencia sostiene y gobierna el mundo y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural». Tales obstáculos se pueden sintetizar en dos: «porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia»[21]. Los impedimentos al conocimiento de los preámbulos de la fe, con las verdades sobrenaturales igualmente reveladas, acompañado todo ello por los motivos de credibilidad, se pueden sintetizar en dos. Se indica seguidamente en el documento que: «para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero»[22].

52. ––Después de argumentar sobre la racionalidad de la fe cristiana, Santo Tomás se refiere directamente a la religión musulmana, al decir: «Siguieron, en cambio, un camino contrario los fundadores de falsas sectas, como Mahoma, que sedujo a los pueblos proponiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita la misma concupiscencia. En conformidad con las promesas, les dio sus preceptos que los hombres carnales, son prontos a obedecer, soltando las riendas al deleite de la carne»[23]¿Todas las recriminaciones de Santo Tomás a esta religión se reducen, a una falta de racionalidad? –– Los filósofos musulmanes, conocidos por el Aquinate desde su juventud en Nápoles, no consideraban que la religión del Corán fuera racional. Estos filósofos del mundo islámico crearon sistemas propios, que absorbían a la religión musulmana, a la ,que quedaba siempre situada en un plano no racional e inferior[24]. Parece ser que Santo Tomás conoció el Corán por medio de estos filósofos, principalmente por Averroes, y también por el filósofo judío Maimónides. Según estos y otros testimonios parecidos, el Aquinate la doctrina coránica con las siguientes cinco tesis. Primera: el autor del Corán: «no presentó más testimonios de la verdad que los que fácilmente y por cualquier mediocre pueden ser conocidos con sólo la capacidad natural». Segunda: «introdujo entre lo verdadero muchas fábulas y falsísimas doctrinas». Tercera: «no adujo prodigios sobrenaturales, único testimonio adecuado de inspiración divina, ya que las obras sensibles, que no pueden ser más que divinas, manifiestan que el maestro de la verdad está invisiblemente inspirado. A diferencia también de la religión cristiana, en cambio, según la cuarta tesis: «afirmó que era enviado por las armas, señales que no faltan a los ladrones y tiranos. Más aún, ya desde el principio, no le creyeron algunos hombres sabios, conocedores de las cosas divinas y humanas, sino gente incivilizada que moraba en el desierto, ignorantes totalmente de lo divino, con cuyas huestes obligó a otros, por la violencia de las armas, a admitir su ley». Por último, y también por contraste, como quinta tesis: «ningún oráculo divino de los profetas que le precedieron da testimonio de él; antes bien, desfigura totalmente la enseñanza del Antiguo y Nuevo Testamento, haciendo un relato fabuloso, como se ve en sus escritos. Por esto prohibió astutamente a sus secuaces la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, para que no fueran convencidos por ellos de su fealdad». Concluye el Aquinate, que según estas tesis sobre la racionalidad de la religión del Islam, tal como la conoce según testimonios filosóficos semíticos medievales, a diferencia de la fe cristiana: «Es evidente que los que se adhieren a su palabra creen a la ligera»[25]. [1]Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, I, c. 21. [2] Ibíd. Se precisa que la respuesta se encuentra en la verdad de la Encarnación, porque: «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Ibíd., I, c. 22). [3]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 6. [4]Concilio Vaticano I, Constitución sobre la fe católica, can. III, 2 [5] Ibid., can. III, 1. [6]Ibíd., can. III, 2. [7]Santo Tomás, Exposición del «De Trinitate» de Boecio, q. 2, a. 3, in c 3. [8]ÍDEM,Suma contra los gentiles, I, c. 6.

[9] PÍO IX, Encíclica Qui pluribus (9, IX, 1846), 6. [10]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 6 [11]Concilio Vaticano I,Constitución sobre la fe católica, c. III. [12]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 6. [13]Catecismo de la Iglesia Católica, I, c. 3, n. 750. [14] Ibíd.,.I, c. 10, n. 20. [15]Concilio Vaticano II, Lumen gentium, I, n. 5. [16] Catecismo de la Iglesia Católica, I, c. 3, n. 750. [17]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 6. [18] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los hebreos, c. II, lec. 1. [19] ÍDEM, Cuestiones Disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 6, a. 2, ad [20] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los hebreos, c. II, lec. 1. [21]Pío XII, Humani generis,n. 1 [22] Ibíd., n. 2 [23]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 6. [24] Cf. E. Forment, Historia de la filosofía. II. Filosofía medieval, Madrid, Palabra, 2004, p. 151. [25] En la actualidad, sin pronunciarse sobre su racionalidad, con un directo y mayor conocimiento de la religión musulmana, la Iglesia ha dicho que: «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por ello, aprecian además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno. Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (Concilio Vaticano II, Nostra aetate, 3).

VII. Unicidad de la verdad 53. ––A diferencia del pensamiento racionalista de la modernidad, que ha afirmado «la inmanentización del conocimiento humano sobre Dios», ha notado Francisco Canals que Santo Tomás –como se advierte en estos primeros capítulos del libro primero de la Suma contra los gentiles–, «no estuvo tentado de cualquier semi-pelagianismo que se apoyase en un infundado optimismo “racionalista”. Estaba tan fundadamente convencido, como teólogo, de la “deficiencia” (I, c. 2) de nuestro conocimiento racional acerca de Dios, al que “se ordena la consideración de

casi toda la filosofía”, que sostiene que “el género humano permanecería, si sólo dispusiese del camino racional para conocer a Dios, en máximas tinieblas de ignorancia» (I, c. 4). Por otra parte afirma la “necesidad de la fe” para un conocimiento “más verdadero” (I, c. 5) de la trascendencia de Dios sobre lo que es posible al hombre pensar»[1]. Sin embargo, si no es posible demostrar los contenidos de la fe, porque exceden la capacidad de la razón humana, ¿las verdades sobrenaturales son contrapuestas a las verdades naturales, que son racionales? ––A ello responde Santo Tomás con la siguiente advertencia: «Aunque la citada verdad de la fe cristiana exceda la capacidad de la razón humana, no por eso las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe»[2]. Para probar estas tesis de la compatibilidad entre las verdades naturales y las verdades sobrenaturales, El Aquinate da tres argumentos filosóficos. El primero, basado en su doctrina del conocimiento, es el siguiente: «Lo naturalmente innato en la razón es tan verdadero, que no hay posibilidad de pensar en su falsedad. Y menos aún es lícito creer falso lo que poseemos por la fe, ya que ha sido confirmado tan evidentemente por Dios. Luego como solamente lo falso es contrario a lo verdadero, como claramente prueban sus mismas definiciones, no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios a la verdad de la fe». Lo innato en el conocimiento humano es el hábito de los primeros principios del entendimiento. No están en acto, porque estos «principios indemostrables los conocemos abstrayendo de los singulares, como lo enseña Aristóteles en el libro II de los Analíticos posteriores (II, 19)»[3]. Gracias a este hábito o disposición innata de los primeros principios se genera su contenido desde el primer conocimiento de cualquier cosa. Estos principios son utilizados después por el entendimiento como instrumentos suyos para razonar o discurrir. Son indemostrables, porque toda demostración se basa en ellos, pero no necesitan demostración porque son evidentes por sí mismos. Su verdad es patente para la inteligencia humana. Si se quisiera demostrar su falsedad, se tendrían que utilizar para ello.. Las verdades sobrenaturales no son contrarias a las verdades naturales, ni las inmediatas y actuales o explícitas, como son los primeros principios del entendimiento –el principio de no contradicción, el principio de identidad, el principio de razón suficiente, el principio de finalidad, el principio de causalidad, y otros principios derivados–, ni las mediatas y virtuales o implícitas, como son las deducidas, o conclusiones de la ciencia.Sólo lo falso es lo contrario de lo verdadero; no lo es, en cambio, lo incognosciblepara el hombre. Además los contenidos sobrenaturales, que se poseen por la fe, han sido confirmados por la veracidad de Dios. 54. ––Si de los primeros principios universales se derivan todas las verdades que obtiene el entendimiento humano, ¿no supone esta afirmación una explicación racionalista, necesaria y esencialista, más propia de la modernidad? ––Enseña Santo Tomás que, aunquelos razonamientos de todas las ciencias inclusivas se fundamentan en los principios del entendimiento humano, y que lo son también de la realidad,no quiere decirse con elloque todos proporcionen conocimientos necesarios en el mismo grado. Se advierte si se considera que la inteligencia humana realiza dos funciones: «intellectus», la simple inteligencia ; y«ratio», el razonamiento[4]. Por la primera, se conoce por un sólo acto. De una manera inmediata, sin ningún razonamiento se obtienen proposiciones verdaderas. Así, por ejemplo, para saber que es verdadero el principio «el todo es mayor que la parte», basta entender de algún modo el significado de los conceptos «todo» y «parte». El «entender», o la primera función intelectual: «implica la simple percepción de una cosa. Por eso, y en rigor, sólo entendemos los principios que se conocen por sí mismos sin un proceso comparativo». En cambio, «razonar». la segunda: «consiste propiamente en pasar del

conocimiento de una cosa al conocimiento de otra. Por eso, el objeto propio del razonamiento son las conclusiones a las que se llega por medio de los principios»[5]. En elrazonamiento, o deducción, se conoce la verdad o falsedad de manera mediata, por actos sucesivos, Por ser un movimiento del entendimiento, supone un punto de partida, que es el enunciado del dato primitivo, ya conocido, y otro de llegada, que es la conclusión. Para ello, se necesita la intervención de un concepto nuevo, distinto de los ya conocidos. Se le denomina término medio, porque sirve para lacomparación de estos conceptos, que serán después el sujeto y predicado de la conclusión, proposición, que expresauna nueva verdad conocida. La función del raciocinio, o ciencia, como también se le puede denominar, es, por tanto, deducir nuevas verdades, distintas de otras ya conocidas. Los puntos de partida de todas las ciencia son así las verdades, que se poseen antes de comenzar cualquier explicación o raciocinio y obtener la conclusión. En sentido estricto son siempre los primeros principios, conocidos de manera inmediata y actual o explícita. En cambio, las verdades nuevas o conclusiones son mediatas y virtuales o implícitas. Las conclusiones conceptuales son propias de las matemáticas, de la metafísica y, fuera del orden natural, de la teología, que podría denominarse metafísica de la fe[6]. En los razonamientos de esta ciencias, que pueden denominarse conceptuales, todas las premisas son esenciales o conceptuales, de manera que el término medio tiene una relación esencial o necesaria con los otros términos de la comparación. Ello hace que la certeza de sus conclusiones sea absoluta, incondicional e infalible. Nada ni nadie puede hacerla fallar. Si lo hiciera fallarían los fundamentos de la razón humana, porque no tendrían sentido las esencias de las cosas, que quiere entender, Además, fallaría el mismo Dios, pues las esencias de las cosas no se fundan en la libre voluntad de Dios, sino en su misma esencia divina. Por ello, las conclusiones matemáticas y metafísicas son absolutamente necesarias en todos los lugares, tiempos y órdenes, igual en el natural que en el sobrenatural. Las conclusiones de estas ciencias son, en realidad, un desarrollo analítico de este punto de partida. No adicionan algo que no estuviese ya incluido, aunque para nosotros implícito, en la premisas conocidas. Puede decirse que su función es la de ayudar a la razón a ir viendo por partes, o por aspectos sucesivos, lo que ya estaba virtualmente en el principio. Hay otro tipo de ciencias, que pueden llamarse se objetivas para contraponerse a las anteriores, que son conceptuales. A esta clase pertenecen todaslas ciencias físicas o de la naturaleza. En los razonamientos, que emplean, su primera premisa. o premisa mayor, no es esencial o conceptual, sino accidental en sentido amplio. La conclusión, por ello. expresa algo no esencial ode la esencia de los conceptos, que se han empleado. La verdad nueva que significa es también mediata, pero no es virtual o implícita. Está fuera, y no dentro como en las ciencias conceptuales, del punto de partida. La certeza de las conclusiones de estas ciencias, que son de adición o conexión no es, por ello absoluta, sino condicional o relativa, porque no está fundada en la esencia de las cosas, sino en la regularidad de las leyes que rigen el universo, que no depende directamente de la esencia de Dios, sino de su libre voluntad. En las conclusiones físicas, está implícita la siguiente condición: con tal que no fallen las leyes de la naturaleza. Las conclusiones físicas, por ello, no son necesarias absolutamente,sino sólo en el orden natural, aunque fallan a veces, en este orden y muchas veces en el orden sobrenatural, y lo hacen siempre que Dios quiere. 55. ––¿Cuál es el segundo argumento, que aporta Santo Tomás para probar que las verdades conseguidas por el hombre, con su mera razón, no son contrarias a la verdades reveladas?

––El segundo argumento del Aquinate, basado en su concepción de la docencia, es el siguiente: «Lo que el maestro infunde en el alma del discípulo es la ciencia del doctor, a no ser que enseñe con engaño, lo cual no es lícito afirmar de Dios. El conocimiento natural de los primeros principios ha sido infundido por Dios en nosotros, ya que Él es autor de nuestra naturaleza. La Sabiduría divina contiene, por tanto, estos primeros principios. Luego todo lo que esté contra ellos está contra la sabiduría divina. Esto no es posible de Dios. En consecuencia, las verdades que poseemos por revelación divina no pueden ser contrarias al conocimiento natural»[7]. Unos pocos años antes de la redacción de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás había preparada la cuestión De magistro, dedicada, como indica su título, a la temática de la docencia. En su artículo primero, se indica que es doble el modo de adquirir nuevos conocimientos verdaderos: uno, cuando la razón natural llega por sí misma al conocimiento de las cosas ignoradas; y otro cuando alguien ayuda exteriormente a la razón natural del que quiere el conocimiento científico. El primer modo se denomina descubrimiento y el segundo enseñanza En el acto de enseñar interviene el maestro, que ayuda a la naturaleza intelectiva del discente, necesaria, porque sin ella no sería eficaz su arte docente «Sucede que en las cosas que son efecto de la naturaleza y el arte, el arte obra del mismo modo y por los mismos medios que la naturaleza. Por ejemplo, la naturaleza cura al enfermo calentando su cuerpo frío y lo mismo hace el médico. Dícese, por esto, que el arte imita a la naturaleza». Con la aplicación de este principio generalde respeto y continuidad con lo natural, puede decir el Aquinate que: «En la adquisición de la ciencia acaece algo semejante. Quien enseña a otro lo lleva a la ciencia de las cosas desconocidas, de la misma manera que alguien por descubrimiento se conduce a sí mismo al conocimiento de lo desconocido». Enseñar es comparable a sanar. El maestro es como el médico, y lo que son las medicinas para este último lo son las palabras para el primero. «Se dice que alguien enseña a otro, porque expone a otro mediante signos el mismo proceso de la razón que uno efectúa por sí mismo con su razón natural. De este modo, la razón natural del discípulo adquiere el conocimiento de lo ignorado por los signos que se le proponen, a modo de instrumento. Igual que se dice que el médico causa la curación en el enfermo por la acción de la naturaleza, también se dice que el hombre es causa de la ciencia en otro por la acción de su razón natural. Y esto es enseñar. Y por lo mismo, se dice que un hombre enseña a otro y que es su maestro». El maestro produce la ciencia en el discípulo, porque, con la utilización de los signos del lenguaje, comunica sus razonamientos al discípulo, que produce en sí mismo otros semejantes. La acción del maestro es hacer razonar, o a que el discípulo obtenga las conclusiones que están implícitas en principios conocidos. «Si en cambio, alguien propusiera a otro cosas que no están incluidas en principios de suyo conocidos, o que no aparecen en ellos incluidas, no produciría en él ciencia, sino, tal vez, la opinión o la fe». Se daría entonces una certeza o asentimiento, que o sería imperfecta, como en la opinión, o por la fuerza de la voluntad, como en la fe, natural o sobrenatural. «Aunque esto es también, en cierto modo, causado por principios innatos, pues, en virtud de estos principios de suyo conocidos, considera que ha de mantenerse con certeza lo que se sigue necesariamente de ellos, y que todo lo que es contrario a ellos, ha de ser totalmente rechazado; y que a otras cosas puede concederles o no su asentimiento». La actividad docente del maestro sobre el discípulo supone que: «Dios pusoen nosotros la luz de esta razón por la que estos principios nos son conocidos, a modo de cierta semejanza de la verdad increada, hecha presenteen nosotros»[8]. Se sigue de ello que, si las verdades naturales, obtenidas por el hombre, tanto por descubrimiento o por enseñanza, están basadas en el hábito de los primeros principios, que son verdaderos, por ser infundidos por Dios en su naturaleza y

ser una participación de las verdades eternas divinas, no pueden ser opuestas a ellas. No es posible, por tanto, una oposición entre la verdad humana o natural y la verdad sobrenatural o divina. 56. ––La conclusión, que se obtiene de la explicación de la concepciónde la ciencia o conocimiento verdadero, en la que además del entendimiento, que se comporta como causa segunda, interviene Dios como causa primera, ya que infunde el hábito de los primeros principios del entendimiento, parece que sea que no hay contrariedad entre las verdades por su primer origen. No obstante, ¿no podría Dios habernos infundido como primeras verdades unos principios contrarios a sus verdades eternas? ––No es posible tal contrariedad, como asegura Santo Tomás en su tercer argumento. Arguye en el mismo: «Nuestro entendimiento no puede alcanzar el conocimiento de la verdad cuando está sujeto por razones contrarias. Si Dios nos infundiera los conocimientos contrarios, nuestro entendimiento se encontraría impedido para la captación de la verdad. Lo cual no puede ser de Dios. Permaneciendo intacta la naturaleza, no puede ser cambiado lo natural; y no pueden coexistir en un mismo sujeto opiniones contrarias de una misma cosa, Dios no infunde, por tanto, en el hombre una certeza o fe contraria al conocimiento natural»[9]. Un conocimiento que es propio de la natuarleza humana, que como toda naturaleza imita la verdad divina. 57. ––Los tres argumentos, que da Santo Tomás, para demostrar la tesis de la no contradicción entre las verdades naturales y las sobrenaturales, están basados en la filosofía, en argumentos racionales naturales. ¿También se podría probar desde verdades sobrenaturales? ––Aunque hasta el final del tercer libro, la Suma contra los gentiles no se ocupa de las verdades sobrenaturales fundamentales, que se exponen sistemáticamente, sin embargo, en muchos de los capítulos de las partes filosóficas, se confirman los argumentos racionales con algunos de autoridad, principalmente de la Sagrada Escritura. En este capítulo séptimo, lo hace, por una parte, con las siguientes palabras de San Agustín: «Lo que la verdad descubre, de ninguna manera puede ser contrario a los libros del Viejo y del Nuevo Testamento» [10]. Por otra parte, cita este pasaje de la Epístola a los Romanos de San Pablo: «Cerca de ti está la palabra en tu boca y en tu corazón; esta es la palabra de la fe que predicamos»[11]. En su comentario posterior a esta epístola, el Aquinate explicó así este versículo: «Es como si dijera: No temas que te falte el espíritu de fe justificante por estar Cristo en el Cielo conforme a su naturaleza divina o porque descendió a los infiernos por la muerte de la humanidad, porque Él mismo descendiendo del Cielo y resurgiendo de los infiernos imprimió en tu boca y en tu corazón la palabra de fe». Desde este significado, la expresión: «“cerca de ti” puédese referir a que la palabra de Dios la hemos alcanzado por Cristo encarnado y resucitado. “La cual –(la salud)– habiendo principiado por la palabra del Señor” (Hb 2, 3). “Mira: yo pongo mis palabras en tu boca” (Jer 1, 9)». Refiere seguidamente otra interpretación, la: «conforme a la glosa, que dice que “cerca de ti” débese referir a la utilidad, según lo cual decimos que está cerca de nosotros lo que se nos facilita y nos es útil. Porque con la palabra de Dios se limpia nuestro corazón. “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que Yo os he hablado” (Jn 15, 3). Por último, expone una tercera interpretación, la que emplea en este capítulo de la Suma contra gentiles: «O bien se puede referir a que las palabras de la fe aun cuando están por encima de la razón, “Muchas cosas se te han enseñado que sobrepongan la humana inteligencia” (Eccl 3, 25), sin embargo, no son contra la razón, porque la verdad no puede ser contraria a la verdad. “Tus testimonios son perfectamente creíbles” (Sl 112, 7)». Añade que: «En seguida, cuando dice: “Esta palabra es la palabra de fe que predicamos”, explica la predicha significación»[12].

58. ––Si las verdades naturales no se oponen a las verdades de la fe cristiana, porque ambas verdades tienen como principio a Dios de una manera mediata o inmediata respectivamente, ¿los ataques razonados a la religión cristiana, que, por el contrario, se oponen a las verdades de la fe, son también racionales? ––Los argumentos que se emplean contra los contenidos de la fe, no son racionales, porque no pueden derivarse de los primeros principios del conocimiento, que proceden de Dios y que son evidentes y conocidos por todos, ni, por tanto, tener poder demostrativo. Así lo expresa Santo Tomás al final de este capítulo, como una consecuencia de la probada armonía entre las verdades naturales con las sobrenaturales, al concluir: «De todo esto se deduce claramente que cualesquiera de los argumentos que se esgrimen contra la enseñanza de la fe no pueden proceder rectamente de los primeros principios innatos, conocidos por sí mismos. No tienen fuerza demostrativa, sino que son razones probables o sofísticas. Y esto a lugar a deshacerlos»[13]. Podría decirse de este tipo de argumentos impugnantes a la fe, lo que escribió unos diez años más tarde Santo Tomás sobre los ataques a los principios derivados de los primeros, y, en definitiva, también a estos: «Tales opiniones que destruyen los principios de alguna parte de la filosofía, son posturas extrañas, así como el decir que nada se mueve, lo cual destruye los principios de la ciencia de la naturaleza. Algunos hombres son inducidos a la afirmación de tales posturas en parte por protervia, otros en parte por algunas razones sofísticas, que no pueden resolver, como se dice en la Metafísica de Aristóteles (IV, c. X)»[14]. 59. ––Los contenidos de la fe, por ser sobrenaturales, trascienden a la mente humana. Sin embargo, por su racionalidad, ¿se les puede aplicar las operaciones comprensivas de la razón humana? ––Por la racionalidad de la fe, también el entendimiento humano puede aplicar sus operaciones racionales a sus contenidos, aunque no para comprenderlos perfectamente. El motivo de esta incomprensión imperfecta, no es sólo su limitación, que le lleva a una comprensión incompleta, sino también por la génesis de la intelección del hombre. «Hay que notar que las cosas sensibles, principio del conocimiento racional, tienen algún vestigio de imitación divina, tan imperfecta, sin embargo, que son totalmente insuficientes para darnos a conocer la substancia del mismo Dios. Como el agente produce algo semejante a sí mismo, los efectos tienen, a su manera, la semejanza de las causas; pero no siempre llega el efecto a asemejarse perfectamente a su agente»[15]. Las cosas sensibles creadas por Dios son solamente vestigios o huellas de Dios, y, como tales manifiestan únicamente una semejanza imperfecta y limitada de su causa. Las cosas sensibles son el punto de partida del entendimiento del hombre, porque, como había enseñado Santo Tomás, en una obra filosófica anterior: «El alma humana tiene el último grado en las substancias intelectuales (…) Y por esto el Filósofo la compara a una tabla rasa, en la cual nada hay escrito Aristóteles, De anima III, c. 4, 429 b 31)»[16]. El entendimiento del alma humana como todo entendimiento conoce las esencias inteligibles o naturalezas, pero sólo la esencias o quiddidades de las cosas materiales y sensibles, ya que no tiene impresas esencias inteligibles. El entendimiento humano es intelectual en potencia. Es un entendimiento que, en cuanto que es potencia pasiva, carece de toda idea o esencia inteligible. «El objeto propio del entendimiento humano, que está unido a un cuerpo, es la quiddidad o naturaleza existente en la materia corporal»[17]. Sin embargo, estas esencias materiales y, por ello, singulares no son adecuadas a ser entendidas. Su materialidad imposibilita que sean inteligibles como las ideas o esencias universales, que son inmateriales[18]. Sin embargo, las esencias de las cosas materiales, igual

que las imágenes de los sentidos que las representan, son inteligibles, por ser esencias, pero en potencia, porque la materia impide su inteligibilidad actual. El entendimiento humano que es sólo intelectual en potencia se encuentra, por tanto, frente a una realidad, que quiere conocer, pero que también está en potencia en cuanto a su inteligibilidad. No posee en sí mismo esencias inteligibles, no hay en él «nada escrito», únicamente el hábito de los primeros principios, pero para que pueda entender hay que admitir que posee asimismo un poder actual, o «una virtud en el entendimiento, que haga inteligibles en acto, por abstracción de las especies de las condiciones materiales. De aquí la necesidad de admitir el entendimiento agente»[19]. El entendimiento humano, potencial y pasivo para conocer, posee, no obstante, una función activa, que actualiza el contenido inteligible en potencia, incluido en las cosas materiales, y recibido por el conocimiento sensible, en imágenes materiales e individuales. Esta actividad intelectiva es abstractiva porque al actualizar lo inteligible lo desmaterializa, ganándose así la inteligibilidad, pero en el orden universal, porque con la abstracción de la esencia de la materia, que la hacía estar en estado potencial, pierde la individualidad[20]. Según esta explicación: «para conocer la verdad de fe, que sólo es evidente a los que ven la substancia divina, la razón ha de valerse de ciertas semejanzas, que son insuficientes para hacer comprender de una manera casi demostrativa y evidente dicha razón. Es provechoso, sin embargo, que la mente humana se ejercite en estas razones tan débiles, con tal de que no presuma comprenderlas y demostrarlas, porque es agradabílisimo, como ya se dijo (c. 5), captar algo de las cosas altísimas, aunque sea por una pequeña y débil razón»[21]. Para conocer las verdades de fe, incluso los mismos términos en que están expresadas, la razón ha de valerse de semejanzas con las cosas sensibles, aunque sean insuficientes para hacerlas comprender de una manera casi demostrativa, ni mucho menos evidente, tal como se conocen en el cielo. Sin embargo, es muy útil ocuparse de este conocimiento, porque para todo hombre el más deleitable de los conocimientos es el de lo sobrenatural. 60. ––El doble orden de verdades, naturales y sobrenaturales, será objeto de la sabiduría humana. De los dos tipos de verdades sobre Dios, unas obtenidas por la razón y otras por la fe, se podrá ocupar la sabiduría en su primera actividad de conocer la verdad de Dios. También de la segunda de eliminar los errores respecto a ellas. Claramente afirma Santo Tomás, en el capítulo noveno de la Suma contra los gentiles, el último de lo que puede considerarse como el prólogo general a toda la obra.: «Es evidente, por lo dicho, que la intención del sabio debe versar sobre la doble verdad de lo divino y la destrucción de los errores contrarios. Una de estas verdades puede ser investigada por la razón, pero la otra está sobre toda su capacidad». Advierte seguidamente «Y digo una doble verdad de lo divino, no mirando a Dios, que es verdad una y simple, sino atendiendo a nuestro entendimiento, que se encuentra en diversa situación respecto al conocimiento de las verdades divinas».Sin embargo, podría preguntarse ¿Deben tratarse por igual las verdades naturales y las sobrenaturales? ––No pueden exponerse de la misma manera esta doble clase de verdades, porque, aunque tengan el mismo objeto, Dios, y no se opongan, sino que se armonizan y complementan, en la presentación y explicación de las dos, por su distinto origen, deben utilizarse metodologías diferentes. Sobre la metodología específica, indica Santo Tomás, en este mismo lugar, que: «En la exposición de la primera clase de verdades se ha de proceder por razones demostrativas, que puedan convencer al adversario». En cambio, para las verdades sobrenaturales, no es aplicable el método racional demostrativo. «Como es imposible hallar estas razones para la otra clase de verdades, no se debe intentar

convencer al adversario con razones, sino resolver sus objeciones contra la verdad, ya que la razón natural, como queda probado (c. 7), no puede contradecir a la veracidad de fe». El rebatir racionalmente las objeciones contra las verdades sobrenaturales, sin embargo, no es indirectamente probar su verdad, sino sólo su racionalidad. La verdad sobrenatural no puede demostrarse racionalmente, pero si que es posible probar que no es irracional, que no contradice la verdad natural, desde sus principios hasta sus conclusiones. Puede admitirse la racionalidad de la verdad sobrenatural, pero no probarse que sea real o existente fuera de la mente. «La única manera de convencer al adversario que niega esta verdad es por la autoridad de la Escritura, confirmada por los milagros; porque lo que está sobre la razón humana no lo creemos si Dios no lo revela». No obstante, la razón se puede aplicar a las verdades sobrenaturales, para presentarlas en su racionalidad, la que le es posible conocer al hombre. En esta función, que es la que realiza la teología, se pueden introducir algunas razones verosímiles, o de cuya veracidad no hay razón para dudar. De manera que: «para la exposición de esta verdad se han de traer algunas razones verosímiles, para ejercicio y recreación de los fieles, no para convencer a los contrarios, porque la misma insuficiencia de las razones los confirmaría más en su error, al pensar que nuestro consentimiento a las verdades de fe se apoya en razones tan débiles». 61.––Si no se puede demostrar al adversario de la verdad de los contenidos de la fe, frente a él ¿no le queda ningún otro cometido a la razón que la de rebatir racionalmente sus errores? ––También, para ayudarle a la persuasión de las verdades de la fe, se prepara al que impugna la verdad sobrenatural con la exposición racional y demostrativa de las verdades naturales, que son los preámbulos de la fe, que, aunque revelados –dada la situación de hecho de la mente humana–, son comprensibles por la razón humana. Declara, por ello, Santo Tomás, que en esta obra, que está introduciendo o prologando con los primeros nueve capítulos: «Queriendo proceder, pues, de la manera indicada, nos esforzaremos por evidenciar la verdad que profesa la fe y la razón investiga, invocando razones demostrativas y probables, algunas de las cuales recogeremos de los libros de los santos y filósofos, destinados a confirmar la verdad y convencer al adversario». La Suma contra los gentiles tiene de este modo dos partes, aunque no están indicadas explícitamente en su división en cuatro libros y estos a su vez en capítulos., porque, también indica seguidamente el Aquinate: «Después, procediendo de lo más conocido a lo menos conocido, pasaremos a exponer la verdad que supera a la razón, resolviendo las objeciones de los contrarios y declarando ayudados por Dios, la verdad de fe con argumentos probables y de autoridad»[22]. Esta metodología no solo lleva al Aquinate a que una de las partes esté dedicada a la filosofía y otra a la teología, sino que también al final de la mayoría de los capítulos de la primera los termina con estos dos últimos tipos de argumentos.

[1]Francisco Canals Vidal, Tomás de renovador, Barcelona, Scire, 2004, p. 100.

Aquino.

Un

pensamiento

[2]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 7. [3] ÍDEM, Quaestiones disputatae. De anima, q. un , a. 5, in c. [4] IDEM,Summa Theologiae, I, q. 58, a. 3, in c. [5] Ibíd.,I, q. 83, a. 4, in c.

siempre

actual

y

[6] Cf., Ibíd., II-II, q. 1, a. 7. Si el punto de partida en el orden natural son los primeros principios, conocidos por evidencia inmediata, sin ningún discurso en sentido propio, de la misma manera en el orden sobrenatural el punto de partida son los primeros principios de la fe, lo que compone el dato primitivo revelado, conocido por simple revelación, sin discurso alguno. [7]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 7. [8]Santo Tomás, Quaestiones disputatae. De Veritate, q. XI, De magistro, a. 1, in c. [9]Ídem, Suma contra los gentiles, I, c. 7. [10] SAN AGUSTÍN. Comentario literal al Génesis, II, c. 18. [11] Rm 10, 8. [12]Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 10, lec. 1. [13]ÍDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 7. [14] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 6, a. 1, in c. [15]ÍDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 8. [16] IDEM, El ente y la esencia, c.4, n. 36. [17] IDEM, Suma teológica, I, q. 84, a. 7, in c. [18] Según la doctrina hilemórfica aristotélica, la materialidad imposibilita que sean inteligibles como las ideas o esencias universales, que son inmateriales. [19]Santo Tomás, Suma teológica., I, 79, a. 3, in c. [20] Según el hilemorfismo aristotélico la materia es principio de ininteligibilidad y de individuación. [21]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 8. [22] Ibíd., I, c. 9.

VIII. El problema de Dios 62. ––La primera parte de la «Suma contra los gentiles», que comprendelos libros primero, segundo y la mayor parte de los capítulos del tercero, está dedicada a las verdades naturales o filosóficas. Unas obtenidas sólo por la razón y otras, que también han sido reveladas por las dificultades que tiene el hombre en obtenerlas, pero que son necesarias como preámbulos de la fe. ¿Cuál es el contenido de esta primera parte y cómo está estructurado? ––Se tratan tres grandes temas: Dios en sí, Dios creador y Dios fin; y, en este orden, porque, como indica Santo Tomás:«Lo primero que se nos presenta al querer investigar por vía racional lo que la inteligencia humana puede descubrir de Dios, es examinar qué le conviene como tal; a continuación, cómo las criaturas proceden de Él, y en tercer lugar su ordenación a Él como fin». Respecto a lo primero : «Por lo que respecta a lo que conviene a Dios como tal, es necesario establecer, como fundamento de toda la obra, la demostración de que Dios es o existe. Sin ello, toda disertación sobre las cosas divinas es inútil»[1].

63. ––Al empezar lo que se puede denominar la teología natural o conocimiento filosófico de Dios, que se expone en la Suma contra los gentiles, con el tratado de la existencia de Dios, al que dedica cuatro extensos capítulos, indica Santo Tomás que: «Toda disertación que se dirija a probar que Dios existe les parece superflua a quienes afirman que Dios existe, es evidente por sí mismo, de suerte que no vale pensar en lo contrario. Y así no se puede demostrar que Dios es». ¿Por qué hay algunos que sostienen, que no se necesita la demostración, porque la existencia de Dios es evidente para la mente humana? ––Santo Tomás seguidamente sintetiza en cinco los argumentos, que utilizan los queafirman que es superflua toda demostración de la existencia divina, por ser Dios evidente por sí mismo. La estructura esencial de todos ellos se revela en el primero, que es el siguiente: «Se dice evidente por sí mismo lo que se comprende con sólo conocer sus términos. Así, conocido lo que es el todo y lo que es la parte, en el acto se conoce que el todo es mayor que la parte. Y esto mismo sucede cuando afirmamos que Dios es. Pues entendemos en el término Dios el ser más perfecto que puede pensarse. Este concepto se forma en el entendimiento del que oye y entiende el nombre de Dios, de suerte que Dios es ya al menos en el entendimiento. Pero Dios no puede ser sólo en el entendimiento, porque es más lo que es en el entendimiento y en la realidad que lo que sólo es en el entendimiento. Y Dios es tal, que no puede haber realidad mayor, como prueba su misma definición. Por consiguiente, que Dios es, es evidente por sí mismo, como lo manifiesta el significado de su nombre»[2]. 64. ––Este argumento, que el Aquinate presenta en cinco variaciones, desde la modernidad se denomina ontológico. Se llama así por ser una prueba meramente lógica de la existencia de un ente, el divino. Se arguye en el mismo, que,cuando se afirma que «Dios existe», se entiende por el término Dios el ser más perfecto que puede pensarse. En el entendimiento del que lo oye, al entender el nombre de Dios, se forma su concepto. Aunque se niegue su existencia en la realidad, al menos Dios está en el entendimiento. Pero Dios no puede ser sólo en el entendimiento, porque más es existir en el entendimiento y en la realidad que sólo en el entendimiento. Y Dios es tal, que no puede haber ser mayor como revela su noción entendida, o su misma definición. Por consiguiente, Dios existe. ¿Esta prueba lógica es la que formuló por primera vez San Anselmo en el último tercio del siglo XI? ––La prueba ontológica o a priori de la existencia de Dios fue utilizada por algunos medievales del siglo XIII, que reelaboraron el argumento delmonje benedictino del siglo XI, San Anselmo de Canterbury. Lo convirtieron en lógico y filosófico, porque lo despojaron del origen y finalidad religiosa, que tenía en el undécimo Doctor de la Iglesia. Antes de exponer su famosa prueba, San Anselmo reconoce la trascendencia gnoseológica de Dios. Confiesa: «No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama». Este afán de comprensión no es para adquirir la fe o reafirmarla. Considera, con San Agustín, al que siempre sigue, que la fe es totalmente gratuita y proporciona una certeza mayor que la de la razón. Añade San Anselmo: «Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyere, no llegaría a comprender»[3]. Quiere, por tanto, comprender lo que ya cree. No obstante, con la comprensión no se adquirirá una idea adecuada de Dios. La razón humana es incapaz de contemplar a Dios, por su naturaleza y, además, por el pecado. El hombre pecador, en el estado de caída originaria, no ha perdido el ser imagen de Dios, pero si la luz interior, para contemplar a Dios. Con la ayuda de la gracia, recupera la capacidad natural de conocer a Dios e incluso la supera ampliamente. Sin embargo, no alcanzará nunca tener una idea perfecta de Dios, lo que no impide la creencia en Dios.

Para San Anselmo, la fe es una condición previa para la comprensión, que se busca. A partir de la fe, se desarrolla su argumento. Desde la misma fe, que afirma que Dios existe y que además, según ella, puede decirse que Dios es «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», se va a intentar comprender esta creencia. Con este punto de partida se continúa el argumento como un diálogo entre el creyente con el «insensato», el que, como se dice el texto de la Escritura, que cita San Anselmo: «Dijo el insensato en su corazón: “no hay Dios”» (Sal 13, 1). En primer lugar, se le dice al insensato que, al oír que Dios es mayor que todo lo que se pueda pensar, entiende esta proposición. No admite que exista, pero tiene que aceptar que por lo menos está en su entendimiento, porque entiende lo que se ha dicho. En segundo lugar, se le advierte que «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse no puede estar sólo en el entendimiento, porque de este modo se reconocería algo mayor, el pensarlo asimismo en la realidad. Debe concluirse que: «Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse tanto en el entendimiento como en la realidad»[4]. San Anselmo presupone la afirmación metafísica sobre el pensamiento como expresión de la realidad, porque la necesidad de pensar a Dios como no existente hace que tenga que atribuirse esta necesidad a Dios. Así se infiere del colofón de la prueba, que confirma que lo probado es «tan cierto que no puede pensarse que no existe». La razón es la siguiente: se puede pensar que «exista algo de tal modo que nopueda pensarse que no exista y ello es mayor que algo que «pueda pensarse que no exista». Se revela con ello la impensabilidad de que no exista «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse»[5]. Se advierte, con todo ello, que, una vez conocido lo que es Dios, únicamente se puede afirmar que no existe en cuanto se es «insensato», porque entonces sólo se pronuncia un mero sonido. De manera que: «Nadie que entienda lo que Dios es, puede pensar que Dios no existe, aunque diga estas palabras en su corazón, sin ninguna significación o con alguna extraña»[6]. El utilizar San Anselmo, en la argumentación del diálogo, como primera premisa la noción de Dios como, «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse», ha sido el motivo que se entendiese como argumento ontológico. También incluso que presuponía la tesis del ontologismo, que considera a Dios como primer conocido o el primer concepto. Muchos escolásticos medievales utilizaron el argumento, sin tener en cuenta el punto de partida en la fe o, por lo menos, en los otros argumentos filosóficos, que parten de lo existente en el mundo sensible, de la realidad extramental, objeto directo del conocimiento humano, que ya había dado igualmente San Anselmo[7]. Así se presentó el argumento, como si la noción de Dios, utilizada en la prueba, se conociera de modo inmediato. Sin embargo, en la modernidad no sólo se tomó de este modo, sino que además se cambió su sentido, y, con ello, no sólo Dios perdía la trascendencia gnoseológica, sino que también se iniciaba una metafísica inmanentita, totalmente opuesta de la medieval. 65. ––La prueba anselmiana se mueve en el ámbito religioso, pero es innegable que revela, en su autor, un extraordinario genio filosófico. Ciertamente su sentido y su finalidad son teológicas. Sin embargo, ¿no podría decirse que, en su argumentación sobre la existencia de Dios, coincide con el racionalismo en su excesivo optimismo en el poder de la razón? ––San Anselmo no es fideísta, pero tampoco tiene, en ningún sentido, parecido alguno con el racionalismo. Aunque no identifica la fe con la razón, no establece una distinción objetiva entre la filosofía y los contenidos de la fe, porque entiende la primera como una reflexión racional sobre la misma fe. La filosofía, por tanto, tiene por objeto los mismos contenidos de la fe. A diferencia

del racionalismo, no la concibe como un conocimiento autónomo o independiente de todo presupuesto creído. En todas sus especulaciones teológicas, San Anselmo siempre establece primacía de la fe sobre todos los contenidos racionales, pero también la posibilidad de su comprensión racional de algún modo, a pesar del carácter misterioso de los mismos. La fe no necesita ser completada por la razón, pero la exige. «La Sagrada Escritura nos invita con frecuencia a investigar las razones de nuestra fe, y al decirnos “que si no creyéremos no entenderemos” nos exhorta de un modo claro a procurar esa inteligencia y dirigir a ella nuestros esfuerzos»[8]. La verdad de la fe invita, por tanto,a «entender» o comprender racionalmente lo creído. Por otra parte, la misma razón igualmente incita a ser empleada en lo creído. Confiesa San Anselmo que: «Así como el recto orden exige que creamos los misterios de la fe cristiana antes de tener el atrevimiento de someterlos a la discusión del raciocinio, así también me parece una negligencia lamentable el que, después de estar confirmados en la fe, no intentemos comprender lo que creemos»[9]. Su confianza en la razón es muy distinta de la racionalista, porque está basada en dos presupuestos. El primero, que la Sagrada Escritura posee en sí misma una intrínseca racionalidad. El segundo, que la razón del hombre puede reconocerla, aunque no pueda penetrar en su profundidad. Estas dos tesisimplícitas en la metodología y obra de San Anselmo, que puede ponerse en relación con el intento San Agustín, no sólo fueron asumidaspor toda la escolástica medieval, sino también han perdurado en el pensamiento cristiano posterior. Podría decirse que son los presupuesto de lo que se ha tomado como el hilo conductor de la teología de Joseph Ratzinger: la racionalidad de la religión cristiana[10]. El considerado como uno de los represenatntes más notable de la teología del siglo XX ha afirmado siempre que el carácter razonable de la fe es esencial a la misma. Ha sostenido, por ello, que la fe incluye necesariamente a la razón y a su vez la razón necesita de la fe para ser auténtica y plenamente razón. Ni la fe ni la razón se afirman con la negación de la otra, ni tampoco existen a pesar de la otra. Entre la fe y razón existe la misma unidad que se da entre las dos naturalezas de Cristo, que no se confunden, pero son inseparables. Dios es Logos. «El concepto de logos, de “palabra” con el que se designa a Jesús (…) la característica nueva que Juan añade al concepto de logos, consiste en que lo decisivo para él no era, como lo era para los griegos, la idea de una racionalidad eterna o de todas las especulaciones que pudiera haber habido, sino más bien la existencia como relación. Pues sobre la palabra podemos decir como sobre el enviado: es algo que por esencia proviene de alguien y se dirige a alguien; la existencia de la palabra es totalmente camino y apertura»[11]. Afirma Ratzinger que, por ello: «La fe cristiana significa ante todo una decisión en pro del primado del Logos (…) el Logos, es decir la idea, la libertad y el amor existen no sólo al final, sino también al principio; es el poder que comprende todo ser y que da origen a todo ser»[12]. 66. ––¿Es está la lectura que hace Santo Tomás del argumento de San Anselmo? ––Santo Tomás no admite ninguna de las cinco argumentaciones apriorísticas, que se utilizaban en su época, para demostrar la existencia de Dios, pero no atribuye ninguna de ellas a San Anselmo, a quien no nombra. Niega explícitamente que la existencia de Dios sea evidente por sí misma para el hombre, como si fuera uno los primeros principios. Explica, en este lugar, que: «Esta opinión proviene en parte por la costumbre de oír e invocar el nombre de Dios desde la niñez. La costumbre, y sobre todo la que arranca de la infancia, adquiere

fuerza de naturaleza; por esto sucede que admitimos como connaturales y evidentes las ideas de que estamos imbuidos desde la infancia». Además: «Procede también, en parte, de que no se distingue entre lo que es evidente en sí y absolutamente y lo que es evidente en sí con respecto a nosotros. Que Dios es, es ciertamente evidente en absoluto, porque El es su mismo ser. Pero con respecto a nosotros, que no podemos concebir lo que es, no es evidente. Por ejemplo, que el todo sea mayor que su parte es en absoluto evidente. Pero no lo es para el que no concibe qué es el todo. Y así sucede que nuestro entendimiento se halla, respecto a lo más evidente, como el ojo de la lechuza respecto del sol, como se dice en la Metafísica de Aristóteles (I, a. 1, 2)». 67. ––¿Cómo refuta Santo Tomás los argumentos, que están estructurados con parte de la prueba de San Anselmo? ––Hace el Aquinate dos objeciones. La primera, que: «No es necesario que, conocido el significado del término Dios, sea evidente inmediatamente que es (…) porque no es para todos evidente, ni aun para los que conceden que Dios es, que sea el ser más perfecto que se puede pensar, pues muchos de los antiguos hasta afirmaron que este mundo es Dios». La segunda impugnación es que: «supuesto que todos entiendan que es el ser más perfecto que se puede pensar, no se sigue necesariamente que sea en la realidad. Debe haber conformidad con el nombre de la cosa y la cosa nombrada. Y de que concibamos intelectualmente el significado del término Dios no se sigue que Dios sea sino en el entendimiento. Y, en consecuencia, el ser más perfecto que se puede pensar no es necesario que se dé fuera del entendimiento. Y de esto no se sigue que sea en la realidad el ser más perfecto que se puede pensar». Hay, por tanto, un paso ilegítimo del orden del pensamiento al de la realidad. La existencia probada es sólo una existencia pensada. No es posible conocer la existencia real sólo por conceptos. «Y así no hay inconveniente para los que niegan que Dios es, porque no hay inconveniente en pensar un ser superior a cualquier otro que se da en realidad o en el entendimiento, sino para aquel que concede que es en la realidad un ser superior a cuanto se puede pensar»[13]. 68. ––¿Únicamente el ontologismo niega la necesidad de demostrar la existencia de Dios? ––También niegan la necesidad de demostrar la existencia de Dios, los que consideran que Dios sólo se conoce por la fe. De manera que: «Hay otra opinión, contraria a la anterior, que también cree inútil el esfuerzo de querer probar que Dios es. No lo podemos descubrir racionalmente dice: hemos de aceptarlo por vía de revelación y de fe». Nota el Aquinate que: «Algunos se han visto obligadosa afirmarlo movidos por la debilidad de las razones que otros aducían para probar que Dios es». Su opinión se le llama fideísmo, porque al considerar que no es posible probar racionalmente que Dios es, se sostiene que hay que aceptar su existencia sólo por vía de la fe. 69. ––El fideísmo sostiene la imposibilidad de descubrir racionalmente a Dios y, que, por tanto, sólo se dispone de la fe en la revelación para conocer su existencia. ¿Cuáles son las razones que da para probar esta tesis? ––Santo Tomás refiere y refutatres argumentos fideístas. El último, que es el más contundente, es la siguiente: «Si los principios de demostración tienen su origen en el sentido, como se prueba en los Analíticos posteriores (I, 18) de Aristóteles, es imposible demostrar lo que está sobre lo sensible. Ahora bien, que Dios es pertenece a esta clase. Luego, es indemostrable».

Es cierto que los principios próximos de demostración tienen su origen en el conocimiento sensible, pero de ello no se derivaque sea imposible demostrar lo que está sobre lo sensible, tal como está Dios. Indica el Aquinate que: «La falsedad de esta opinión se pone de manifiesto por la técnica de la demostración, que enseña a proceder de los efectos a las causas. Además de ahí se saca el orden de las ciencias. Así, si no hubiese una substancia cognoscible superior a la substancia sensible, no habría una ciencia superior a la natural, como se dice en la Metafísica de Aristóteles (III, 3). También se advierte en el esfuerzo de los filósofos hacia la demostración de que Dios es y en el veredicto del Apóstol, que asegura: “Lo invisible de Dios se alcanza a conocer por las criaturas” (Rm 1, 20)»[14]. Aunque Dios esté sobre todo ser sensible y sobre el mismo conocimiento sensible, sus efectos, sin embargo, son sensibles. Es posible, por tanto, utilizar una clase de demostración basaba en el principio de causalidad, llamada también«a posterior», que permite pasar del efecto a la causa, aunque sean de distinto orden. Sin estas demostraciones no existiría la Metafísica, ciencia de lo suprasensible y, con ello, las únicas ciencias serían las naturales, que sólo se refieren a lo sensible.Recuerda también Santo Tomás que los filósofos han intentado de este modo acceder a Dios. Además, lo confirma laEscrituraque enseña que se conoce a Dios por sus obras. 70. ––No es verdadero el ontologismo, que afirma el conocimiento inmediato de Dios y que además es el primer conocimiento. Ni tampoco el fideísmo, que considera que la fe es la única fuente válida de conocimiento de Dios. Queda así, concluye Santo Tomás: «Aclarado ya que no son inútiles los intentos de demostrar que Dios es». Indica a continuación que: «expondremos ahora las razones, que tanto los filósofos como los doctores católicos, lo probaron».[15]¿Cuáles son estos argumentos? ––En sus obras, Santo Tomás recogió y sistematizó los argumentos sobre la existencia de Dios que encontró en el pensamiento griego (Platón, Aristóteles, Plotino y Proclo), en la época patrística (San Agustín, Pseudo-Dionisio Areopagita y San Juan Damasceno), en la escolástica medieval (San Anselmo, Abelardo, Hugo de San Víctor, y Ricardo de San Víctor) y en los filósofos musulmanes (Avicena, Algacel y Averroes) y judíos (Maimónides). En la Suma Teológica, que comenzó dos años después de finalizada la Suma contra los gentiles, las sintetizó en cinco pruebas, que denominó «vías». Todos los argumentos se reducen a «cinco vías», porque se corresponden a cada una de las cinco causas. Según Aristóteles, causa es aquello que de algún modo contribuye realmente a la producción de cualquier cosa. La causa es distinta de la condición necesaria, porque esta última solamente es indispensable para la producción de la cosa, pero no influye sobre lo causado, como la causa. También la causa es distinta de la ocasión, quees una circunstancia no necesaria, que facilita la acción de la causa. Enseñó Aristóteles que son cinco las causas, porque son las que actúan en cinco característicasesenciales de las cosas: son singulares, pertenecen a una especie, siguen unas leyes, están en la realidad y tienen un fin. La causa material singulariza; la causaformal específica; la causa ejemplar normaliza;la causa eficiente actualiza; y la causa final ordena. Las dos primeras son causas intrínsecas, las otras tresextrínsecas. Cada vía de Santo Tomás se apoya en una de estas causas y por este orden: la primera vía,en la causa material; la segunda vía, encausa eficiente; la tercera vía, en la causaformal; la cuarta vía, en la causaejemplar; y la quinta vía, en la causa final. 71. ––¿Cómo están estructuradas las cinco vías tomistas? ––Las cinco vías tienen una única estructura. En cada una de ellas, para conocer la existencia de Dios, se parte de aspectos concretos y existenciales, que nos proporcionan los sentidos, al

darnos información de las cosas materiales. Después, con la aplicación del principio de causalidad –«todo efecto tiene necesariamente una causa»–, de clara evidencia, y de la imposibilidad de un proceso al infinito en la serie de causas esencialmente subordinadas, se llega a la necesidad de la existencia de Dios, comoCreador y Señor de todo cuanto existe. 72. ––¿Cuáles son los elementos esenciales de cada una de las vías? ––En cuanto al punto de partida de cada vía, la primeraparte de la existencia del movimiento; la segunda, de la subordinación de las causas eficientes; la tercera, de la contingencia de los entes; la cuarta, de los grados de las perfecciones en las cosas; la quinta, de la ordenación a un fin, o del gobierno de las cosas. Después cada vía aplica, al punto de partida correspondiente, el principio de causalidad, que es así común a todas. Sin embargo, aunque, en cada vía se aplica el principio de causalidad eficiente, adopta, según el orden de las vías, las siguientes formalidades: todo lo que se mueve, se mueve por otro, en la primera; toda causa actual y esencialmente subordinada es causada por otra, en la segunda; el ente contingente es causado por un ente necesario, en la tercera; toda perfección graduada es participada y, por tanto, causada, en la cuarta; y la ordenación a un fin es causada, en la quinta. Seguidamente se muestra en cada vía la imposibilidad de un proceso al infinito en las correspondientes causas. La adaptación del principio de causalidad eficiente a cada distinto punto de partida, hace que el la imposibilidad del tránsito al infinito adopte diferentes modos. En la primera vía, es imposible el proceso al infinito en la serie de motores móviles. En la segunda, es imposible el proceso al infinito en la serie de las causas eficientes. En la tercera, es imposible el proceso al infinito en la serie de entes necesarios, que tienen la necesidad causada por otro. En la cuarta, es imposible el proceso al infinito de participantes y participados. En la quinta, es imposible el proceso al infinito en la serie de las inteligencias. Por último, también,en las cinco conclusiones, a que se llega en las vías, queda afirmada la necesidad de la existencia de Dios, pero de distintomodo. En cada vía, se concluye con la necesidad de la existencia de Dios bajo la forma de un atributo, que es precisamente la negación del aspecto de la realidad de la que se ha partido. Se llega así a la existencia de Dios alcanzadocomo: Primer motor inmóvil, Causa incausada, Ser necesario primero, lo Máximamente perfecto causa de todo ente, e Inteligencia ordenadora. En definitiva, cada vía llega, por tanto, a una misma conclusión,porque todos estos cinco atributos diferentes confluyen en Dios. 73. ––Los cuatro momentos esenciales de cada vía son formalmente los mismos en las cinco.Por coincidir las vías en su estructura ¿sólo difieren en cuanto al contenido? ––Cada vía es distinta de las demás y tiene un valor probatorio independiente de las otras. Sin embargo, en su estructura quedan reducidas a única prueba. Esto explica que el capítulo 13 de la Suma contra los gentiles sólo trata de cuatro de ellas. Tres de ellas ––las que después serán la primera, la segunda y la cuarta–– las expone según las formulaciones de Aristóteles. La última, que será la quinta en la Suma Teológica, lo hace según San Juan Damasceno. 74. ––¿Cómo está formulada la primera vía? ––A la primera vía, la prueba del movimiento, en la Suma contra los gentiles, se le dedica mucho espacio, con el apoyo de las explicaciones de la Física de Aristóteles. En síntesis, se argumenta: el testimonio de los sentidos nos atestigua que hay cosas, que captamos, que se mueven, por ejemplo, el sol. El movimiento lo reciben de otro, porque todo lo que se mueve es movido por otro. Este motor se mueve o no. Si no se mueve, hay necesariamente un motor inmóvil, al que llamamos Dios. Si, por el contrario, se mueve, es movido por otro y así sucesivamente. De este

modo se ha de proceder indefinidamente o se ha de llegar a un motor inmóvil. Como es imposible proceder indefinidamente, necesariamente hemos de admitir que se llega un motor inmóvil, que es el que se entiende por Dios. 75. ––¿Cómo está formulada la segunda vía? ––La segunda, la de las causas eficientes, expuesta de modo mucho más breve es la siguiente: «En todas las causas eficientes ordenadas, lo primero es causa del medio, y lo medio de lo último, ya sea un solo medio o ya sean varios. Y quitada la causa, desaparece lo causado. Luego, quitado lo primero, el medio no podrá ser causa. Y si se procediese indefinidamente en las causas eficientes, ninguna sería causa primera. Luego desaparecen todas aquellas que son medias. Esto es, sin embargo, manifiestamente falso. Luego debe suponerse la primera causa eficiente, que es Dios»[16]. 76. ––¿Cómo está formulada la cuarta vía? ––La cuarta, la prueba de los grados de perfección, queda sintetizada así: la metafísica prueba que hay algo verdadero en grado sumo, por el hecho de que vemos que entre dos cosas falsas una lo es más que la otra, y, por tanto, hay cosas que son más verdaderas que otras. La comparación se hace, por consiguiente,según su aproximación a lo que es esencialmente, y en sumo grado, verdadero. También la metafísica prueba que aquellas cosas que son verdaderas en grado sumo son, a la vez, el ente en grado sumo. Por tanto, hay algo que es ente en sumo grado, y a este ente llamamos Dios. 77. ––¿Cómo está formulada la quinta vía? ––La quinta vía, el argumento de la finalidad, queda resumido así: vemos que en el mundo de las cosas de naturaleza más diversa convienen en un orden, que no es por azar, casualmente y rara vez, sino siempre o casi siempre. Es imposible que cosas contrarias y disonantes convengan siempre o las más de las veces en un orden, si alguien no las gobierna, haciéndolas tender a todas y cada una a un fin determinado. Debe darse, por tanto, alguien por cuya providencia se gobierne el mundo. Y a ese alguien llamamos Dios. 78. ––Podría parecer que la forma de argumentar de todas esta pruebas filosóficas sea difícil para el hombre de hoy ¿No sería este el origen del agnosticismo moderno, que niega la posibilidad de pronunciarse sobre el conocimiento de la existencia de Dios? ––El Concilio Vaticano II indicó que: «El progreso moderno de las ciencias y de la técnica, que, debido a su método, no pueden penetar en las íntimas causas de las cosas, puede foementar cierto fenomenismo y agnosticismo, cuando el método de investigación, usado por estas disciplinas se tiene sin razón como suprema regla para hallar toda la verdad»[17]. Debe también notarse que cualquiera de las pruebas expuestas, como escribió el tomista Garrigou, es «más rigurosa en sí que una demostración empírica, pero no será tan fácilmente comprensible como lo es la demostración matemática; para captar su verdadero valor será necesaria una cierta cultura filosófica, y disposiciones morales contrarias podrían impedirnos percibir su eficacia»[18] Sin embargo, esta dificultad «sólo existe para la forma erudita de la demostración», porque: «la razón espontánea se remonta hasta el conocimiento cierto de la existencia de Dios por una inferencia causal muy simple. El sentido común no tiene por qué enredarse en las dificultades suscitadas a propósito de la objetividad, del valor trascendente y analógico del principio de causalidad, y se remonta muy naturalmente hasta el conocimiento de la causa primera, una e inmutable, partiendo de los seres múltiples y cambiantes; el orden del mundo y la existencia de seres inteligente; la obligación moral que se manifiesta por medio de la conciencia también

requiere necesariamente un legislador; por último el principio de finalidad exige que haya un fin supremo, soberanamente bueno, que nos haya hecho, y que sea por consiguiente superior a nosotros»[19] Puede concluirse, en definitiva, con el dominico Victorino Rodríguez, que: «Ha sido y es un hecho el reconocimiento de la existencia de Dios lo mismo que la comprobación filosófica de quienes la recibieron por tradición o por gracia. Santo Tomás corrobora su afirmación con el razonamiento de san Pablo (Rm 1, 20): “lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son conocidos mediante las creaturas”. La causa se revela en sus efectos propios, aunque no la manifiestan adecuadamente»[20]. Eudaldo Forment

[1]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 9. [2] Ibíd., I, c. 10. [3] SAN ANSELMO, Proslogio, c. 1. [4] Ibíd., c. 2. [5] Ibíd., c. 3. [6] Ibíd., c. 4 [7] ÍDEM, Monologio, cc. 1-4. [8] ÍDEM, Carta sobre la Encarnación del Verbo, Ded. [9] ÍDEM, Por qué Dios se hizo hombre, I, c. II. [10] Véase: Pablo Blanco, Joseph Ratzinger, Razón y cristianismo, Madrid, Rialp. 2005. [11] Joseph Ratzinger, La palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca, 1973, p. 172. [12] ÍDEM, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca , 2001, p. 129. [13]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 11. [14] Ibíd., I, c. 12. [15] Ibíd., I, c. 13. [16] Ibíd., I, c. 13, in fine. [17]Concilio Vaticano II, Gaudiumm et spes, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, II, 57. [18]R. Garrigou-Lagrange, Dios. I. Su existencia, Madrid, Ediciones Palabra, 1976, p. 67. [19] Ibíd., , pp. 67-68.

[20]Victorino Rodríguez, Existencia y naturaleza deDios, en El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy. II. El hombre y el misterio de Dios, Valencia, Edicep, 2001, pp. 33-321, p. 87.

IX. ¿Quién es Dios? 79.––Cuando en su infancia Santo Tomás se educaba en el monasterio benedictino de Montecassino, preguntaba a los monjes, según una antiquísima tradición: «Decidme, ¿quién es Dios?». Así parece testificarlo Guillermo de Tocco, el dominico que promovió su canonización, que tuvo lugar al casi medio siglo de la muerte del Aquinate, al escribir en la primera biografía completa del santo: «Cuando el niño empezó educarse en el monasterio bajo la disciplina del Maestro, para indicio cierto del provecho futuro, en una edad tan tierna e ignorante de las ciencias que todavía no podía saber, de modo admirable, el que todavía no conocía a Dios, trataba de conocerlo guiado por un instinto divino. Por lo que había de suceder que quien buscaba a Dios con más ansiedad y madurez, lo que había de saber y había encontrado con mayor interés y rapidez, lo escribiese posteriormente con mayor claridad que los demás»[1]. En realidad, como se ha dicho, toda su extensa obra escrita estuvo dirigida a dar respuesta a la más difícil pregunta que pueda hacerse el ser humano[2]. Tratada la cuestión de la existencia de Dios, en los capítulos del X al XII de la primera parte de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás ¿se pregunta también quién es Dios? ––Después de la demostración de la existencia de Dios, afirma Santo Tomás que habrá que determinar en lo posible su naturaleza y sus operaciones. Por seguir el orden lógico, hay que estudiar, también desde la razón natural, la naturaleza de Dios, porque: «Después de haber demostrado que hay un primer ente que llamamos Dios, es necesario buscar cuales son sus atributos». Debe comenzarse también desde el punto de partida de las criaturas, pero con la utilización ahora de la vía de la remoción, que consiste en la exclusión de todas las imperfecciones, que se encuentran en las cosas o entes creados. 80. ––Aunque el conocimiento más perfecto posible de Dios se obtiene sólo por la revelación divina, Santo Tomás sostiene que se puede llegar a Dios por la vía racional o lógica de la remoción de imperfecciones. ¿Por qué se aplica la vía de la remoción? ––Se utiliza esta vía negativa, porque de Dios se conoce mejor lo que no es que lo que es. «Sobrepasando por su inmensidad todas las formas de nuestro entendimiento, no podemos alcanzarla conociendo qué es. Sin embargo, podemos alcanzar alguna noticia conociendo qué no es, y tanto mayor será cuanto más niegue de ella nuestro entendimiento, porque el conocimiento que tenemos de cada uno de las cosas es tanto más perfecto cuanto más percibimos sus diferencias de las otras, pues cada cosa tiene un ser propio, distinto de las otras». La infinita grandeza de Dios hace que su trascendencia sea también infinita, de manera que no cabe en los conceptos positivos del entendimiento humano. Sin embargo, se puede alcanzar algo de Dios conociendo lo qué no es. y tanto mayor será el conocimiento cuanto más niegue de Él nuestro entendimiento. «Y de aquí que, tratándose de cosas cuya definición poseemos, en primer lugar les damos un género, que nos hace ver qué son en general; después les añadimos sus diferencias, que los distinguen de las otras cosas; y así formamos un conocimiento completo de la cosa». Así, por ejemplo, definimos al hombre, por al género al que pertenece, animal, y por la diferencia con las otras especies del género, la racionalidad. «En cambio, puesto que en el estudio de la substancia divina no podemos servirnos de «lo que es» como género, ni distinguirlo

de los otros por diferencias afirmativas, es necesario acudir a las diferencias negativas para distinguirla de las otras cosas». Explica seguidamente que: «Si se trata de diferencias afirmativas, una nos conduce a la otra y nos aproxima a una designación más completa de la cosa a medida que nos hace distinguirla de las demás». En cambio: «Si es de diferencias negativas, una es restringida por otra, que hace la cosa distinguirse de muchas otras. Al afirmar, por ejemplo, que Dios no es accidente, lo distinguimos de todos os accidentes; si decimos después que no es cuerpo, lo distinguimos también de algunas substancias; y así ordenadamente, por medio de negaciones, vamos distinguiéndole de todo lo que no es El. Y tendremos un conocimiento propio de su substancia cuando veamos que es distinta de todo otra. Aunque no será perfecto, porque no se conoce qué es en sí mismo». 81.––¿Cuál es el primer atributo divino, que se puede obtener por la vía negativa de la remoción? ––El primer atributo divino, que se puede obtener por remoción, es el que revela la conclusión de la primera vía de la demostración de la existencia de Dios, que es un Motor inmóvil. «Si queremos, pues, proceder en el conocimiento de Dios por vía de remoción, tomemos como principio lo que ya se ha demostrado, es decir, que Dios es completamente inmóvil». Dios es, por tanto, inmutable. La inmutabilidad quiere decir que en Dios no se da ninguna mutación o cambio de cualquier naturaleza que sea. Su inmutabilidad es absoluta y exclusiva, de manera que todas las criaturas son mudables extrínseca o intrínsecamente. Indica Santo Tomás, por último, que Dios no cambia es una verdad confirmada por la Sagrada Escritura. Dice Malaquías: «Porque soy Dios y no cambio» Mal 3, 6) ; y Santiago: «En el cual no se da mudanza» (St 1, 17); y en los Números: «No es Dios como el hombre para que se mude» (Num 23, 19)»[3]. 82. ––Según la ordenación que hace Santo Tomás de los atributos divinos en los capítulos de la primera parte de la Suma contra los gentiles, dedicados al estudio de la naturaleza divina, ¿Cuál el segundo atributo de Dios? ––El segundo atributo de Dios es la eternidad, porque: «Lo que precede demuestra también que Dios eterno. Todo lo que comienza a ser o deja de ser lo hace por movimiento o mutación. Hemos demostrado que Dios es completamente inmóvil. Luego es eterno, carente de principio y de fin». De la absoluta inmutabilidad de Dios, ya demostrada, se sigueque Dios es eterno. La eternidad, según la definición clásica del filósofo romano cristiano Boecio es «la posesión total, simultanea y perfecta de una vida interminable»[4]. La eternidad es una duración, o «permanencia en el ser», sin movimiento, es decir, sin principio, sin sucesión, ni fin. Dios no es temporal. «Sólo pueden ser medidos por el tiempo los seres que se mueven, ya que «el tiempo es el número del movimiento» (Aristóteles, Física, IV c. 11). Pero Dios es absolutamente inmóvil. Luego no es medido por el tiempo. En El no hay antes y después. No recibe el ser después del no ser, ni el no ser después del ser, ni cualquiera otra sucesión, pues esto no se puede concebir sin el tiempo. Carece, en consecuencia, de principio y de fin, pues tiene simultáneamente todo su ser, que es en lo que precisamente consiste la eternidad». Puede decirse que Dios está fuera del tiempo. Está en la eternidad o, mejor dicho, Dios es eterno o Dios es su propia eternidad. La eternidad es el mismo Dios, porque la eternidad no es una medida a la que deba sujetarse. La eternidad es propia y exclusiva de Dios. «La autoridad divina da testimonio de esta verdad. Pues dice en el salmo: «Tú, Señor, permanece eternamente» (Sal 101, 13); y más adelante: «Tu siempre eres el mismo, y tus días no tienen fin» (Sal 101, 28)»[5].

83. ––¿También se sigue lógicamente un tercer atributo de la eternidad de Dios? ––Se sigue que en Dios no hay potencia. «Si Dios es eterno, es necesario que no esté en potencia (…) Nada tiene, por tanto, de potencia pasiva». En Dios no hay en ningún sentido potencia pasiva, la potencia en cuanto es la condición de ser sujeto o de pasividad de lo que todavía no se ha realizado. «Toda cosa en cuya substancia hay algo potencial puede no ser, en lo que tiene de potencial; porque lo que puede ser, también puede no ser. Pero Dios esencialmente no puede no ser, por su misma naturaleza, ya que es eterno. Luego en Dios no hay potencia para ser». Sí Dios no tiene ninguna potencia, es acto puro. Las criaturas además de la potencia tienen también acto, –que no es principio pasivo, como la potencia, sino principio activo o perfección, realización e integridad. Potencia y acto son así los primeros principios constitutivos de las cosas. Las criaturas no son acto puro. El último de los argumentos que da Santo Tomas para probar que en Dios no hay potencia pura y, por tanto, que es acto puro, tiene el contenido y la estructura de la tercera vía, el argumento de la limitación en la duración, tal como se encuentra en el artículo de las cinco vías de la Suma teológica[6]. En este capítulo, está formulado de este modo: «Vemos en el mundo cosas que pasan de la potencia al acto. Y no por sí mismas, pues lo potencial todavía no es y, por tanto, no puede obrar. Necesita, pues, de otra cosa anterior, que le haga salir de la potencia al acto. Y éste, si también pasa de la potencia al acto, necesita de otro anterior. Como no se puede proceder indefinidamente, hemos de llegar necesariamente a algo que sea únicamente acto sin mezcla de potencia. Y a éste llamamos Dios»[7]. 84. ––Después de los atributos divinos de inmutabilidad, eternidad y acto puro, Santo Tomás, en laSuma contra los gentiles, dedica otro capítulo al atributo de la inmaterialidad. Tal como se realiza la deducción de esta serie de atributos¿Qué en Dios no se encuentre materia, se sigue del atributo anterior? ––El Aquinate afirma y justifica que el cuarto atributo de la inmaterialidad se deriva de la no potencialidad de Dios o que sea acto puro. «Del mismo principio se puede concluir también que Dios no es materia. Porque la materia esencialmente es potencia. Además, la materia no es principio de acción. De aquí que, según la doctrina de Aristóteles (Física, II, 7), la causa eficiente y la material no se identifican en el sujeto. Y como Dios es la primera causa eficiente de las cosas, por eso no es materia»[8]. Si Dios no tiene potencia pasiva, puede afirmarse que es inmaterial, porque la materia es en sí misma potencia. Según la doctrina hilemórfica, o doctrina de la materia y la forma, elaborada por Aristóteles y asumida por santo Tomás, los entes materiales están constituidos por dos principios intrínsecos: la materia, que es sujeto y potencia pasiva, y la forma, que es acto y determinante o perfeccionante. El hilemorfismo viene exigido por el hecho de que con el lenguaje se dice lo que las cosas son. Se hace con significados o conceptos universales o generales, que se predican de las cosas singulares, existentes en la realidad. Sin embargo, aunque éstas los realizan, o sean su sujeto, no quedan totalmente dichas. El lenguaje no consigue definir nunca completamente, ni, por tanto, entender, al singular, percibido por los sentidos. A la singularidad no entendida se le denomina materia y lo universal predicado corresponde a la forma. 85. ––En el capítulo siguiente, Santo Tomás de la inmaterialidad divina infiere la exclusión de composición o de partes en Dios, y, por tanto, la simplicidad. Sin embargo, ¿la simplicidad de Dios no es incompatible con toda la multiplicidad de atributos divinos?

––Efectivamente, Santo Tomás comienza el nuevo capítulo del siguiente modo: «Consecuencia de la doctrina anterior es la exclusión de composición en Dios». Seguidamente, como en los anteriores, lo prueba con varios argumentos. El primero es el siguiente: «Todo compuesto exige acto y potencia, porque de varias cosas no se puede hacer una unidad si una de éstas no es acto y la otra potencia. Las cosas que están en acto, al unirse no forman unidad, pues sólo están como agrupadas o reunidas. Resultando de esto que las partes reunidas se hallan como en potencia respecto a la unión, pues están actualmente unidas después de haber sido unibles. Mas en Dios no hay potencia. Luego no hay en Él composición»[9]. Debe excluirse de Dios toda clase de composición lógica, física y metafísica. Dios es absolutamente simple, carente de toda composición o partes. Además, la simplicidad de Dios no es incompatible con la multiplicidad de los atributos divinos. Ciertamente la simplicidad divina es incompatible con toda multiplicidad y composición. Sin embargo, como nuestra razón es discursiva y no puede abarcar de golpe toda la inteligibilidad de cada cosa, se ve obligada a estudiarla por partes, estableciendo multiplicidad y división, aunque éstas no estén en la realidad. Por esta radical imperfección, la razón humana se ve obligada de conocer y expresar por atributos la esencia simplicísima de Dios. Sin embargo, los atributos divinos no son nombres sinónimos, que como tales indican un idéntico objeto. Aunque no se distinguen realmente de la esencia divina, y, por lo mismo, no se distinguen entre sí, son nombres distintos en cuanto que indican diversas perfecciones de una misma realidad. No obstante, cada uno de ellos expresa explícitamente una perfección, aunque también implícitamente todas las que expresan cada uno de los demás y contenidas todas igualmente en la esencia divina. Los atributos son concebidos, por tanto, como contenidos actualmente unos en los otros y en la esencia divina, pero de manera implícita. Si todos lo estuvieran, en cambio, explícitamente, entonces sí serían sinónimos. 86. ––Recuerda a continuación el Aquinate que: «La consecuencia que Aristóteles saca de lo anteriormente dicho es que en Dios nada puede haber violento ni antinatural (Metafísica, IV, c. 5)»[10]. Además, que; ««lo dicho manifiesta también que Dios no es cuerpo»[11]. ¿Qué se entiende aquí por cuerpo? ––Por ser Dios absolutamente simple, debe decirse, por una parte que: «nada hay en él violento ni antinatural», porque: «todo aquello que tiene en sí algo violento o antinatural, tiene algo sobreañadido; porque lo que es de la substancia de una cosa, ni puede ser violento ni antinatural. Ahora bien, lo simple carece de añadidura, pues esto daría lugar a la composición. Como ha quedado claro, por otra parte, que Dios es simple, nada hay en Él violento ni antinatural»[12]. Por otra parte, hay que decir que Dios no es cuerpo, porque «todo cuerpo (…) es compuesto y consta de partes . Más en Dios, según se ha probado (c. 8), no hay composición alguna. Luego, no es cuerpo»[13]. Según la doctrina hilemórfica, se denomina cuerpo a la materia prima con la primera determinación de la forma, actualización que sigue el accidente de la cantidad, que la acompaña. El cuerpo así definido es la materia o sujeto de las restantes determinaciones de la forma substancial. 87.––¿De la inmaterialidad de Dios se sigue un nuevo atributo o perfección divina, según el modo de deducción de esta serie de atributos?

––Se obtiene un nuevo atributo del anterior atributo de la simplicidad divina. Dios es simple y de este atributo se deduce que es inmaterial, y, por ello, que no tiene cuerpo, y, además, se sigue también que: «Dios es su propia esencia, quididad o naturaleza» Dios es su propia esencia, porque, como toda cosa o ente compuesto tiene esencia y elementos no esenciales, Dios por ser simple, solo posee su esencia. La esencia de una cosa expresa aquello por lo cual una cosa es tal cosa, o los principios inteligibles compatibles entre sí, que hacen que pertenezca a una determinada especie. Desde el punto de vista operativo, a la esencia se le denomina naturaleza. Puede decirse que Dios es su propia esencia o naturaleza, porque: «En todo aquello que no es su esencia o quididad, es necesario, admitir alguna composición. En efecto, como quiera que todo lo que tiene su esencia, si existe alguno que nada tenga sino su esencia, todo lo que dicha cosa es pertenecerá a su esencia y así él mismo será su esencia»[14]. En Dios, por consiguiente, no hay accidentes, porque no hay composición de substancia y accidentes. Se llama accidente a todo lo mudable, que acompaña y determina o cualifica a la substancia. Por ello, la substancia es aquello del ente que se encuentra bajo las determinaciones secundarias y adventicias, que son los accidentes, por medio de los cuales se manifiesta el objeto. 88. ––Por la vía de la remoción se obtienen los atributos divinos de inmutabilidad, eternidad, carencia de potencia y ser acto puro, inmaterialidad, simplicidad, incorporeidad, ser su propia esencia, y carencia de accidentes. Describen así lo que se denomina la esencia física de Dios, o el conjunto de todas las propiedades y perfecciones, que corresponden a un ente en el orden real. A ella se le contrapone la denominada esencia metafísica, aquella propiedad, que es la primera y más perfecta de todas y que es la fuente o principio de todas las demás perfecciones de un ente. ¿También la vía de remoción permite obtener la esencia metafísica, el primera atributo fundamental o constitutivo formal de Dios? ––Puede decirse que por vía de remoción se obtiene la esencia metafísica o constitutivo metafísico divino, porque se infiere de los otros atributos divinos, principalmente el de la simplicidad divina, que debe excluir otra composición, más profunda, que se encuentra, en cambio, en todos los entes creados, la de esencia y ser propio. «En Dios la esencia o quididad no es otra cosa que su ser (suum esse)». Por consiguiente, en Dios se identifican la esencia y el ser. El ser (esse) no es la mera existencia, el simple hecho estar presente en la realidad extramental o fuera de las causas, lo que se constata empíricamente, sino que es su causa. De ahí que sedistingan realmente la existencia y el ser. Afirma el Aquinate, en este capítulo dedicado al ser divino, que «todo es en virtud de su ser», y como consecuencia la existencia y el ser se distinguen como un efecto secundario de la causa que lo produce. Además, el ser tiene otros efectos en el ente. El ser o el «esse», además de proporcionar la existencia, es el principio metafísico que constituye a la esencia o naturaleza como tal, el otro principio entitativo. La relación en que se encuentran la esencia y el ser en el ente es la de potencia y acto. Con lenguaje aristotélico, explica Santo Tomás que el ser es acto. «El ser (esse) expresa cierto acto. No se dice, en efecto, que una cosa sea cuando está en potencia, sino cuando está en acto. Todo aquello a lo que conviene un acto distinto de sí mismo se halla respecto de él como potencia, ya que el acto y la potencia son denominados correlativamente»[15]. La esencia, que en cuanto tal es acto, acto esencial, se comporta con respecto al ser como potencia o capacidad sustentante.

Sin embargo, la esencia es real al igual que el ser, porque también es un principio constitutivo intrínseco del ente, que es real. No obstante, a diferencia del ser, la esencia en sí misma es una nada, un no-ente. En el ente, en cambio, la esencia no es una negatividad, que explicaría la multiplicidad y el movimiento, sino una capacidad de ser, una potencia pasiva respecto al ser. Aunque la esencia es potencia con respecto al ser, en sí misma es acto. Es un acto esencial, que puede estar constituido por una forma, que es acto, o por materia y forma, que actualiza la potencia de esta materia. Por ello, el ser es la actualidad de todos los actos esenciales. 89. ––Según la caracterización del ente como compuesto de esencia, constitutivo potencial o material, y ser, constitutivo actual o formal, el acto de ser advendría al ente con la esencia ya constituida, a la que sólo le faltaría este nuevo acto para existir. ¿El ser proporciona algo más que la mera existencia, el mero hecho de estar en la realidad? ––El ser, acto de los actos, no puede estar en los entes como un «acto último», que completara a los actos esenciales. Estos estarían ya constituidos y sólo les faltaría la actualidad de la existencia. El ser no es un acto último. El ser es el acto primero y fundamental. Es lo más profundo e íntimo de todo. «Nada hay más formal y simple que el ser»[16]. El ser es la forma de las formas, de las formas esenciales, y el acto de los actos. Todas las perfecciones del ente provienen en último término del ser, no de la esencia. El ser es la causa de todas las perfecciones de la esencia y también causa de la existencia del ente. En la filosofía de Santo Tomás, no puede por ello denominarse existencia al ser. Ser y existencia no son sinónimos, se distinguen realmente como la causa y el efecto. No es conveniente utilizar, por consiguiente, la expresión «existencia» para significar, además de la mera existencia, al mismo ser, porque puede llevar a confusiones. La «existencia» significa el mero hecho de estar presente en la realidad o fuera de las causas. El «ser» significa un constitutivo del ente, el más profundo y fundamental. Tampoco, en el tomismo, son sinónimos ente y ser. En castellano, es posible utilizar el infinitivo «ser» en lugar del participio latino «ens», del verbo «sum», cuyo infinitivo es «esse». Sin embargo, es mejor traducir «ens» y sus declinaciones, por el cultismo castellano «ente», y reservar la palabra «ser» sólo para designar el acto de ser. Se evitan así confusiones y sobre todo se da mayor claridad al texto. 90. ––La esencia metafísica de Dios es el ser. Dios es el mismo ser (ipsum esse). Su esencia no participa el ser, sino que es el ser. Por ello, el atributo o nombre propio de Dios es ser, porque «todo nombre está impuesto para dar a entender la naturaleza y esencia de una cosa». A diferencia de esta identidad divina ¿Cómo son la esencia y ser en las criaturas? ––La esencia y el ser, que son distintos realmente como la potencia y el acto, constituyen a todos los entes, que son así todos compuestos. Toda criatura está compuesta de esencia potencial y acto de ser. La relación potencial actual de la esencia y ser no es idéntica a las otras dos del ente, la relación de la materia y la forma y la de la substancia y los accidentes. Los dos constitutivos del ente, la esencia y el ser, no sólo se distinguen realmente, como los otros constitutivos del ente, sino que además pertenecen a un orden distinto e irreductible al categorial y al substancial. En el plano entitativo, donde están situados la esencia y el ser, las relaciones material formal y potencial actual tienen un sentido análogo a las que se dan en el plano esencial, que son las descubiertas por Aristóteles La esencia es el constitutivo material del ente y el ser, el constitutivo formal en este sentido. La esencia y el ser, sin embargo, no son también entes, sino dos principios constitutivos del ente.

Ni la esencia ni el acto de ser son, por ello, directamente objeto del entendimiento, que se refiere siempre a los entes. Lo que se entiende son las cosas o los entes. Sin embargo, la esencia y el ser no son incognoscibles, porque se pueden entender desde el ente, y como sus principios inseparables. Ambos se entienden así de modo indirecto, pero no se conocen de la misma manera. Cuando el entendimiento se dirige a un ente, entiende su esencia, que se revela como un contenido inteligible, pero siempre de un ente. En cambio, el ser, aunque constituya la misma inteligibilidad de la esencia y su misma esencialidad, no es inteligible para el entendimiento humano. El ser trasciende la inteligibilidad humana. 91. ––Santo Tomás identifica al ser como acto y al ente como constituido por un constitutivo material, la esencia, y un constitutivo formal, el ser ¿Considera que las relaciones entre la esencia y el ser en el ente, sólo se pueden expresar con lenguaje aristotélico? ––La filosofía de Santo Tomás trasciende la de Aristóteles y muy especialmente en la doctrina del ente. En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, se explica la doctrina del ser de otra manera. En uno de los argumentos, que da Santo Tomás, para demostrar que en Dios se identifican la esencia y el ser, desde la no simplicidad de los entes creados, no la explica con las nociones aristotélicas de potencia y acto, sino con la doctrina de la participación platónica. El argumento se basa en que los entes existen porque tienen ser. «Toda cosa es en cuanto tiene ser. Ninguna cosa, por tanto, cuya esencia no sea su ser es por su esencia, sino por participación de otro, es decir del mismo ser (ipsius esse). Pero lo que es por participación de otro no puede ser el primer ente, pues aquello de que participa para ser es anterior a él, y Dios es el primer ente anterior al cual nada hay. La esencia de Dios, en consecuencia, es su ser»[17]. De esta argumentación, se desprende, por una parte, que para Santo Tomás, el que el ente sea tal o cual cosa, que expresa la esencia, es porque tiene ser, y que también el que el ente sea o exista es porque posee un ser propio. El ente y el ser, por tanto, se distinguen como un todo de una de sus partes, pero la más formal y actual. Por otra, que ninguna cosa es por su esencia en los dos sentidos del «es», como talidad o propiedades determinadas y como existencia, «sino por participación» del ser. Sólo si un ente fuera por su esencia, o que su esencia se identificara con su ser, no sería por participación, como todos los demás, en los que la esencia y el ser se distinguen. De esta segunda parte del argumento,se sigue que los entes creados participan del ser. Participar de algo es poseerlo en parte. Participar no es ser una parte, sino tener en parte. Se posee en parte algo, de un modo limitado, que, sin embargo, a otro le pertenece totalmente, sin limitación alguna. Puede servir de ejemplo la alegría que se tiene, porque una persona cercana y querida haya conseguido un bien.. Se participa o tiene en parte la alegría que esta persona tiene de un modo más pleno. Con ello no se le quita alegría, incluso en otro aspecto la aumenta, porque se confirma la amistad. Lo mismo se podría decir de una pena.La participación se da en lo inmaterial, y, por tanto, en el orden espiritual. En cambio, las cosas materiales no se participan, sino que se reparten. Se tienen partes, que disminuyen el todo. . Los entes participan del ser y esta participación implica que el ente posea el ser de una manera limitada, según la esencia, que expresa así la medida de limitación. Los entes, por tanto, participan del ser según su esencia. Los entes están así constituidos por una esencia, que expresa la medida de participación, y un ser participado.

Si los entes participan del ser, puede decirse que son entes por participación. en cambio, como se concluye en este argumento, Dios es ente por esencia. Dios no participa del ser, sino que lo es. Dios es el mismo ser (ipsum esse) La esencia de Dios es el ser, pero no lo limita. La esencia divina se adapta al ser en toda su plenitud. No obstante, puede decirse que Dios es también un ente, pero debe advertirse que la entidad se atribuye a Dios de modo analógico, porque es un ente simple. Dios no tiene ser, sino que es el ser. 92. ––Los capítulos de la Suma contra los gentiles dedicados a la naturaleza de Dios revelan, con palabras de un filósofo tomista actual, que la esencia metafísica de Dios, o «el constitutivo formal de Dios, de aquel atributo de la Divinidad que, en el orden del ser y según nuestro modo de concebir, debe considerarse el primero de todos y el fundamento de los demás»[18] es el Ser por Esencia, o el Ser mismo Subsistente»[19]. ¿Santo Tomás sólo expresó su descubrimiento con las dos grandes filosofías clásicas, de Platón y Aristóteles? ––Santo Tomás considera que su exposición está confirmada por la Sagrada Escritura, porque: «Moisés aprendió del Señor esta sublime verdad. Cuando le preguntó: «Si los hijos de Israel me dicen cuál es su nombre, ¿qué voy a responderles?, díjole el Señor: «Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel: El que es me manda a vosotros» (Ex 3, 13-14); haciendo ver que su nombre propio es el que es. Pero todo nombre está impuesto para dar a entender la naturaleza y esencia de una cosa. Queda, pues, que el mismo ser divino es su esencia o naturaleza»[20]. Eudaldo Forment

[1] GUILLERMO DE TOCCO, Ystoria santi Thomae Aquinatis, Edition critique, introductión et notes para Claire Le Brun-Gouanvic, Toronto, Pontificial Institute of Mediaeval Studies, 1996, c.5. [2] Véase: E. Forment, Santo Tomás de Aquino. Su vida, su obra y su época, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos,2009, p. 41 y ss. [3]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 14. [4]Boecio, La consolación de la filosofía, V. 6. [5]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 15. [6]Ídem, Suma teológica, I, q. 2, a. 3, in c. [7]Ídem, Suma contra los gentiles, I, c. 16. [8] Ibíd., I, c. 17. [9] Ibíd., I, c. 18. [10] Ibíd., I, c. 19. [11] Ibíd., I, c. 20. [12] Ibíd., I, c. 19.

[13] Ibíd., I, c. 20. [14]Ibíd., I, c. 21. [15] Ibíd., I, c. 22. [16] Ibíd., I, c. 23. [17] Ibíd., I, c. 22. [18]Jesús García López, El conocimiento filosófico de Dios, Pamplona, Eunsa, 1995, p. 128. [19] Ibíd., p. 133. [20]Ídem, Suma contra los gentiles, I, c. 22.

X. El nombre de Dios 93. ––Sostiene Santo Tomás que «Él que es», el nombre del Dios único, que le fue revelado a Moisés, es su nombre propio, o el más apropiado que se le puede atribuir. La razón que da Santo Tomás es, con palabras del tomista Étienne Gilson: «porque significa “ser”, ipsum esse. Pero ¿qué es “ser”, ipsum esse»[1]. El Aquinate dirá que es «el acto por excelencia, el acto de los actos»[2], y que, por ello, está en el nivel más profundo de todas las cosas, incluso más que el de las mismas esencias. Para explicar esta nueva metafísica del ser, utiliza por una parte la de Aristóteles y también, por otra, la de Platón. ¿Cómo puede conciliar en su original doctrina del ser la metafísica aristotélica con la siempre considerada opuesta metafísica platónica? ––Las dos explicaciones, una aristotélica y otra platónica, con las que el Aquinate expresa su original descubrimiento metafísico del ser, las hace confluir en caracterización del ser como perfección. El ser, «esse», por ser acto, o por ser de lo que todo ente creado participa, es perfección. Aunque todos los entes convienen en tener ser, que es perfección, no se sigue que tengan todos las mismasperfecciones. La distinción entre sí en perfecciones de los entes podría explicarse de dos modos. El primero por diferencias, que se adicionaran al ser, constitutivo común de todo ente. El segundo, porque el ser fuera diversificado según las esencias, por convenir o adecuarse a cada una de ellas, convirtiéndose así en un ser proporcionado a la correspondiente esencia. El ser de cada ente sería así su ser propio. La primera posibilidad no puede aceptarse, porque el ser no es un género al que puedan añadírsele diversas diferencias. No puede considerarse nunca como sujeto o recipiente de perfección alguna. El ser estaría entonces especificado o determinado por estas diferencias, de manera parecida como el género lo es por la diferencia específica, que lo perfecciona y complementa, convirtiéndola en especie. Para explicar la multiplicidad entitativa, Santo Tomás sostiene que debe admitirse, por consiguiente, la segunda posibilidad, que los entes difieran porque sus esencias tengan el ser de diverso modo, o que sea participado en distintos grados, según la medida de la esencia, que es así la medida de la perfección del ser. Los entes difieren, por tanto, por su esencia, aunque sólo, en un cierto sentido, porque en los entes creados, el ser siempre es limitado o imperfeccionado por la esencia. Si dos entes difieren es porque el ser propio de uno está limitado en una determinada medida, y el ser del otro está

restringido en distinto grado. Si uno de ellos posee una mayor perfección no es por advenirle una determinación esencial, sino porque su ser está menos imperfeccionado. No ocurre lo mismo en Dios, porque: «el Ser divino, como es su propia naturaleza, no puede juntarse con ninguna, como se demostró (c. 22). Pues, si el Ser divino fuera el ser formal de todo, sería necesario que todas las cosas fuesen una»[3]. En Dios, la esencia o naturaleza es el ser, que no está así limitado o participado, y, por ello, están en Él las perfecciones de todos los entes. 94. ––La doctrina de la participación del ser le permite al Aquinate concluir que la esencia metafísica o constitutivo metafísico de Dios consiste en el mismo ser, y, por ello, en suma perfección. ¿Si los entes participan del ser y Dios es el mismo ser, los entes participan de Dios? ––Los entes no son parte de Dios ni participan del ser de Dios, aunque los entes participen del ser, y Dios sea el mismo ser, porque en su individualidad Dios es más que el ser, que se ha afirmado como su constitutivo metafísico. Al decir que Dios es el ser lo nombramos en cuanto que es creador de las criaturas, que han sido el punto de partida de nuestro conocimiento, para llegar a la existencia y a la esencia de Dios por la vía de la remoción. El ser o la suma perfección de Dios, que también trasciende las perfecciones de las criaturas, explica el porqué de los mismos atributos divinos. Como ha escrito Francisco Canals: «Santo Tomás opta inequívocamente por caracterizar la divina esencia como “el mismo Ser subsistente» o como “la actualidad del Ser mismo”. Supuesta su concepción del ser como el “acto perfectísimo por el que son actuales las mismas esencias”, en este concepto se halla la razón de la infinidad de todas las perfecciones divinas». Explica seguidamente que: «Santo Tomás piensa esto en conexión con el texto bíblico “Yo soy El que soy” y, por lo mismo, es congruente que en la misma definición metafísica encontremos implícitamente afirmado el carácter personal de Dios y que podamos hallar la coherencia con las afirmaciones de que Dios es el Viviente perfecto y eterno, el Bien difusivo de Sí mismo y el Amor liberalmente donador de bienes»[4]. 95. ––No parece que pueda sostenerse que el constitutivo metafísico de Dios, que importa la máxima perfección, sea el ser, si es patente que los entes vivos son más perfectos que los meros entes, y además los entes espirituales lo son más que los vivos. ¿No debería afirmarse que la esencia metafísica de Dios es el espíritu? ––El nombre propio de Dios no es espíritu, sino ser. Nota Santo Tomás que: «Aunque los seres que son y viven sean más perfectos que los que únicamente son, sin embargo, Dios, que no es otra cosa que su propio ser, es el ente de universal perfección. Y digo de universal perfección, como a quien no le falta ningún género de nobleza». Los vivientes son más perfectos que los meros entes y los espirituales más que los vivientes, pero Dios, que es su propio ser, tiene la máxima perfección, porque: «La perfección de cualquier cosa es proporcionada al ser de la cosa. Ninguna perfección le vendría, por ejemplo, al hombre por su sabiduría si no fuera sabio por ella, y así de los otros entes. Por consiguiente, según el modo que el ente tenga el ser, será su modo en la perfección, pues en una cosa, según su ser sea contraído a algún especial modo de mayor o menor perfección, se dice ser según esta mayor o menor perfección». La perfección de cualquier ente es proporcionada al ser del mismo. De manera que el modo de su grado en el ser, marca el modo de su perfección. Así, se dice que un ente es más o menos perfecto, según que su ser sea determinado a un modo especial de mayor o menor perfección. En cambio: «si algo hay algo que le compete toda la virtualidad del ser, no puede carecer de perfección alguna que se encuentre en las otras cosas. Pero al que es su ser, le compete el ser

según toda la potestad del ser; de la manera que, si existiese una blancura separada, no podría carecer de lo que es propio de la blancura, pues a un objeto blanco le falta algo propio de esta cualidad por el defecto de la capacidad del sujeto receptor, que la recibe según su modo particular y no conforme a toda la potencialidad de la blancura». Este es el caso de Dios. «Como ya se ha probado (c. 22), Dios, que es su propio ser, posee el ser con toda su virtualidad. Luego no puede carecer de ninguna de las perfecciones que convenga a cualquier otro ente»[5]. Porque Dios es el mismo ser, no carece de las perfecciones del vivir y ser espíritu. El ser es más perfecto que la vida, y la misma vida más perfecta que el espíritu. Tanto la vida como el espíritu están constituidos por la propia perfección y actualidad del ser mismo. La perfección suprema de ser es la que hace que algo sea viviente y espíritu. La vida un grado de ser y el espíritu es un grado de vida y, por tanto, también de ser. La perfección del vivir es un grado o participación del ser, y la del espíritu es un grado o participación del vivir y del ser. En Dios, de la misma manera que no hay participación del ser, sino que es ser, tampoco posee vida o espíritu participados, sino que es vida y espíritu. Su ser es vida y su ser y su vida son espíritu. Con esta concepción del ser, Santo Tomás supera la escisión entre la vida y el espíritu, que se da en otros sistemas filosóficos, y también los enfrentamientos entre «naturaleza» vida y espíritu, propios de otros.En ellos, al no considerar al ser como más radical y perfeccionante que el vivir, queda entonces, sin explicar la vida. Igualmente si el vivir no es más profundo que el entender y querer, propios del espíritu, queda el espíritu desvitalizado. Dios tiene la perfección del vivir y del entender y querer espirituales, porque es el mismo ser, y posee así el ser en toda su virtualidad. No puede carecer de ninguna de las perfecciones, que convengan a cualquier otro ente, como es el vivir y el entender y querer. El hombre, por tener ser, en un grado o participación señalada por su naturaleza humana, tiene vida y espíritu participados. Al participar de la realidad espiritual, el hombre participa también de la vida y del ser. La concepción de la vida y del espíritu, como participaciones del acto de ser, permite comprender que no es incompatible, que el espíritu humano pueda unirse, para constituir su misma naturaleza, con todos los grados inferiores de vida y de ser. 96. ––Con la vía de la remoción se concluye finalmente que Dios es el mismo ser y, por ello, suma perfección. Se sigue además que es vida y espíritu. ¿Termina, con estos atributos fundamentales, el conocimiento de Dios por la luz de la razón natural? ––Al llegar al constitutivo metafísico de Dios, se acaba la aplicación de la vía de la remoción, pero no concluye el conocimiento de Dios por la luz de la razón natural. Se puede continuar la obtención de atributos de Dios con la llamada vía de la eminencia. Este segundo camino, para descubrir lo que es Dios, consiste en atribuir de una manera especial una perfección en grado eminente, o con una elevación infinita. Esta vía positiva se basa en la semejanza de las criaturas con Dios, por ser sus efectos. Es posible hallar semejanzas entre las criaturas y Dios. «Como los efectos son más imperfectos que sus causas, no convienen con ellas ni en el nombre ni en la definición; sin embargo, es necesario encontrar entre unos y otras alguna semejanza, pues de la naturaleza de la acción es que “el agente produzca algo semejante a sí” (Aristóteles, La gener. y la corrup.), ya que todo ser obra en cuanto está en acto. Por eso la forma del efecto hallase en verdad de alguna manera en la causa superior, aunque de otro modo y por otra razón, por cuyo motivo se llama “causa equívoca”».

Se da una semejanza entre los efectos y su causa, porque por obrar ésta en cuanto está en acto, contiene de alguna manera la forma de los efectos, aunque de otro modo y, en este sentido, de modo “equívoco”. Santo Tomás indica seguidamente que, si, por ejemplo el Sol, obrando en cuanto está en acto, produce el calor en los cuerpos. Estos efectos tienen el calor del Sol, pero no poseen el calor del mismo modo, ni está en ellos como en el Sol. Son semejantes al Sol, porque son cálidos, pero a la vez desemejantes, porque no lo son del mismo modo del que se lo ha comunicado. Esta semejanza y desemejanza de las perfecciones divinas explica: «la razón de por qué la Sagrada Escritura unas veces recuerda la semejanza entre Dios y las criaturas, como cuando dice: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra” (Gen 1, 26); y otras niega esta semejanza, como en aquellas palabras de Isaías: “¿Qué, pues, comparasteis con Dios, que imagen haréis que se le asemeje?” (Sal 82, 1); y estas otras del Salmo: “¡Oh Dios!, ¿Quién será semejante a ti?». Por último, el Aquinate para confirmar la viabilidad del camino de la eminencia, cita la siguientes palabras del Pseudo Dionisio: «Las mismas cosas son semejantes y desemejantes a Dios: semejantes, en cuanto imitan cada una a su manera, al que no es perfectamente imitable; y desemejantes, porque lo causado no posee toda la perfección que tiene su causa»[6]. No obstante, advierte Santo Tomás: «conforme a esta semejanza, es más conveniente decir que la criatura se asemeja a Dios que lo contrario. Pues dícese que una cosa se asemeja a otra cuando posee su cualidad o su forma. Luego, como lo que se halla en Dios de modo perfecto lo encontramos en las criaturas por cierta participación imperfecta, la razón en que se funda la semejanza está totalmente en Dios y no en la criatura». Por ello, como: «la criatura tiene lo que es de Dios; por eso se dice con razón que es semejante a Él. En cambio, no se puede decir, del mismo modo, que Dios tiene lo que es propio de la criatura. Por lo tanto, es imposible afirmar con rectitud que Dios es semejante a la criatura, como tampoco decimos que el hombre es semejante a su imagen, sino que decimos que es su imagen la que se asemeja al hombre»[7]. 97 ––Los atributos positivos, por encontrarse de manera semejante y desemejante en los entes creados, se asignan a Dios, porque ha distribuido sus perfecciones divinas en las criaturas. ¿Cómo se expresa el significado del mismo nombre al ser predicado de las criaturas y de Dios? ––El nombre de la perfección, que se atribuye a las criaturas y también a Dios, no puede tener el mismo significado. No puede ser lo que se denomina un término unívoco. «Nada puede predicarse unívocamente de Dios y de los otros entes», porque Dios es ente por esencia y las criaturas son entes por participación. Nota el Aquinate que: «De Dios todo se predica esencialmente; al decir que es ente, se expresa la esencia misma y diciendo que es bueno indicamos la bondad misma. En cambio, a los demás entes se hace por participación, se dice que Sócrates es hombre, pero no para afirmar que sea la humanidad misma, sino que participa de la humanidad». Concluye, por ello, que: «es imposible afirmar algo unívocamente de Dios y de los otros entes»[8]. Tampoco el significado del nombre de la perfección que se predica a la vez de las criaturas y de Dios es completamente diferente en ambos, tal como ocurre con los términos equívocos. Explica Santo Tomás que hay términos equívocos por azar. Con el mismo nombre se expresan cosas distintas, con significados también diferentes, pero la coincidencia en el término es puramente casual. Son palabras denominadas «equívocos por casualidad», porque: «No hay orden o relación entre aquellas cosas que son equívocas casualmente, sino que es totalmente accidental

que se atribuya un mismo nombre a diversas cosas, puesto que el nombre impuesto a una cosa no significa tenga relación con otro». Los nombres de los atributos positivos de Dios no son equívocos de esta manera, porque: «esto no sucede en los nombres que se dicen de Dios y de las criaturas. Porque, como se ha dicho (c. 32), en lo que tienen en común estos nombres, existe un orden de causa a causado. Por consiguiente, no se afirma algo de Dios y de los otros seres según una pura denominación equívoca»[9]. La perfección en la criatura y el Creador no se expresa con un nombre unívoco ni equívoco, porque: «de lo dicho se deduce que cuanto se afirma de Dios y de los otros entes, se predica, no unívoca ni equívocamente, sino analógicamente, o sea, por orden o relación a algo». Se atribuyen a Dios, por tanto, las perfecciones positivas de las criaturas de modo analógico. Santo Tomás, en este lugar, indica que la analogía: «puede ser de dos maneras. La primera, cuando muchos guardan relación con uno solo; por ejemplo, con respecto a una única salud, se aplica el concepto “sano” al animal como sujeto; a la medicina, como causa; al alimento, como conservador; y a la orina, como señal»[10].Se refiere Santo Tomás a la llamada analogía de atribución[11]. La llamada analogía de atribución, o por orden o relación a algo, implica un primer analogado, cuyo nombre o concepto es atribuido a los otros analogados, o analogados secundarios, por la relación que mantienen éstos con el primero, fundada en la causalidad. El ejemplo de analogía de atribución, que pone el Aquinate, se encuentra en el término «sano», que se predica de esta manera. «Sano» se atribuye intrínsecamente al sujeto de la salud, al animal, pero también por denominación extrínseca a todo aquello que tenga relación con el analogado principal, como el clima, que causa la salud, o el aspecto, al que se denomina también «sano», porque es su efecto. Hay una segunda clase de analogía, que no explica Santo Tomás en este lugar. Es la denominada de proporcionalidad[12], o de semejanza de relaciones o proporciones, que no implica, en cuanto tal, un primer analogado, sino una serie de relaciones semejantes y, por tanto, proporcionales. Un ejemplo de analogía de proporcionalidad es el término «visión». Se predica con analogía de proporcionalidad el nombre «visión», porque se atribuye al sentido de la vista y al entendimiento. Se hace correctamente, porque la relación de lo visto con el sentido es parecida, o semejante proporcionalmente, a la de lo entendido con el entendimiento. La analogía de atribución se divide en dos clases. La primera, que como ha indicado Santo Tomás, al definir la analogía de atribución, es la de «muchos a otro», que se denomina analogado principal[13]. Entre la medicina y el aspecto del enfermo se aplica sano con analogía de proporcionalidad, porque los dos, y otros como la orina, guardan una relación con un tercero, que es la salud, uno como causa y el otro como efecto. Añade seguidamente Santo Tomás que: «La segunda manera es cuando se considera el orden o relación no de cada uno a otro, sino entre sí. Por ejemplo, ente se predica de la substancia y del accidente, según que éste dice relación a la substancia, y no porque la substancia y el accidente se refieran a un tercero». Todavía es necesaria otra distinción, porque: «En este segundo modo de esta predicación analógica, unas veces el orden es el mismo según el nombre y según la realidad y otras no lo es. Pues el orden nominal sigue al orden del conocimiento, porque es el signo del concepto inteligible». En el primer caso: «cuando lo que es primero según la realidad lo es también conceptualmente, ocupará el primer lugar tanto si atendemos a la significación del nombre como a la naturaleza de

la cosa. Así, por ejemplo, en la realidad, la substancia es antes que el accidente, porque la substancia es causa del accidente, y también en su conocimiento, porque la substancia se pone en la definición del accidente. Y por eso esto “ente” se dice antes de la substancia que del accidente tanto en la realidad como en la significación del nombre». En el segundo caso: «cuando, en cambio, lo que es antes según la realidad y posterior según su conocimiento, entonces en los analogados no es lo mismo el orden según la realidad y según el significado del nombre. Así, por ejemplo, el poder de sanar que hay en las medicinas es anterior en la realidad a la salud recuperada del animal, como la causa es anterior al efecto; pero puesto que este poder de sanar lo conocemos en el efecto que ha causado, lo nombramos como sano o sanativo en las medicinas. Y por esto aunque sanativo o sano en la medicina sea anterior en el orden de la realidad, en la significación del nombre antes se llama sano al animal». Los atributos positivos de Dios se predican de Dios y las criaturas con analogía de atribución, pero no según el primero modo, con una relación de «dos a un tercero», porque de esta manera equivaldría a colocar una realidad por encima de Dios, a la que como las criaturas guardaría orden. La analogía de atribución de la predicación de los atributos divinos es la del segundo modo, con una relación de «uno a otro», pero, además con una distinta relación en la realidad y en el conocimiento. La razón es porque entre la criatura y Dios hay una relación de efecto a su causa y conocemos primero los efectos que la causa. Como concluye el Aquinate:«Así pues, puesto que llegamos al conocimiento de Dios desde las cosas creadas, la realidad expresada por el nombre que se predica de Dios y de las criaturas se halla primero en Dios, según su modo, pero la significación del nombre que se le predica es posterior. Por eso se dice que Dios es nombrado por lo que ha causado»[14]. Es así, porque el significado del término análogo se ha obtenido de las criaturas y después se predica de Dios, aunque la realidad expresada primero esté en Dios, como causa, y después en las criaturas, que son su efecto. Debe advertirse, por último que las perfecciones de las criaturas, sin el conocimiento de su causa, se conocen con la analogía de proporcionalidad. Después, desde el conocimiento de la semejanza de relaciones o proporciones en las criaturas se puede realizar el ascenso conceptual a Dios. La analogía de proporcionalidad tiene prioridad frente a la analogía de atribución, tanto en el orden de los entes creados como en el trascendente de la teología natural. 98. ––Por la semejanza y desemejanza de las criaturas con su Creador en distintos grados o proporciones, que se expresan con analogía de proporcionalidad, y que permiten atribuir a Dios perfecciones con analogía de atribución, se pueden predicar de Dios nombres de perfecciones en grado eminente. Indica el Aquinate que: «A la luz de esta doctrina, podemos considerar que puede y qué no puede decirse de Dios qué es lo que se afirma solamente de Él y también que se dice de Él y de las otras cosas conjuntamente»[15]. Según esta indicación, ¿Todas las perfecciones, que se encuentran en las criaturas se pueden atribuir a Dios? ––La diferencia del grado y el modo de encontrarse las perfecciones en las criaturas hace que no se puedan predicar de Dios todas las perfecciones de distinta clase. Por una parte: «Por estar en Dios, pero de modo más eminente, toda perfección de la criatura, cualquier nombre que signifique una perfección absoluta, sin defecto alguno se predica de Dios y de las criaturas; como, por ejemplo, la bondad, la sabiduría, el ser y otros». En las criaturas, en diferentes grados, se hallan perfecciones absolutas, que en sí mismas son simples o «puras» –según la denominación posterior de los tomistas–, porque sólo implican perfección. Las perfecciones puras, como bondad, sabiduría, etc., se predican de Dios, formalmente y de modo eminente, con un término expresado con analogía de atribución, en el sentido explicado, y con analogía de proporcionalidad, pero sin quedar determinado el modo de

perfección. Sólo se sabe que el nombre que significa una perfección absoluta está de un modo semejante, pero infinitamente más eminente que en las criaturas. Hay también perfecciones «mixtas», que son las que esencialmente están mezcladas con imperfecciones. Por una parte: «De esta clase son todos los nombres que designan la especie de las cosas creadas, como “hombre” y “piedra”; pues a toda especie corresponde un determinado modo de perfección y de ser». Por otra: «lo mismo hay que decir de cualquier nombre que signifiquen propiedades, que procedan de los principios propios de la especie». Se sigue de ello que tales «nombres que expresan perfecciones con modalidades propias de las criaturas no pueden aplicarse a Dios, a no ser por semejanza y metáfora, por las que suele aplicarse a otro lo que es propio de uno; se dice, por ejemplo, que tal hombre es “piedra”, por la dureza de su entendimiento». Las perfecciones mixtas se predican de Dios de manera metafórica o con otra clase de analogía. La metáfora o analogía de proporcionalidad impropia se da cuando la semejanza de un significado con otro no lo es en la esencia, sino sólo en un efecto o bien una operación, que se deriva de cada una de las esencias no semejantes. Así, por ejemplo, el término «roca» se puede predicar con analogía de proporcionalidad impropia o metafórica. Se dice de Dios «roca» como metáfora, porque con el significado propio de este término se predica de lo material, formado por minerales, que se encuentra en la superficie de la tierra, pero uno de sus efectos la firmeza o la estabilidad se puede también atribuir parecidamente a Dios. 99. ––Las perfecciones, que se encuentran en la criaturas, permiten conocer los atributos positivos de Dios, que se expresan con las distintas clases de analogía. ¿Las perfecciones conocidas permiten conocer la perfección divina en sí misma? ––Dado que: «Nombramos las cosas del modo que las conocemos. Y nuestro entendimiento, que empieza siempre por los sentidos, no trasciende el modo que se encuentra en las cosas sensible». Como consecuencia: «En todos los nombres que decimos, hay una imperfección en cuanto al modo de significar, que no conviene a Dios, aunque le convenga en un grado eminente lo significado por el nombre, como se ve claro en los nombres de “bondad” y de “bien”; la “bondad” significa, en efecto, algo no subsistente, y el “bien”, algo concreto. Y en este sentido ningún nombre es aplicado a Dios con propiedad, sino en cuanto a aquello para cuya significación fue impuesto. Estos nombres como enseña Dionisio (De EcclesiaticaHierarchia, II, 3), pueden afirmarse y negarse de Dios; afirmarse, en cuanto a la significación del nombre, y negarse en cuanto al modo de significar». En las perfecciones divinas, por consiguiente hay que distinguir entre lo que significan y el modo de significarlo. El atributo se predica propia y formalmente de Dios, pero no con las condiciones de finitud, que le acompañan cuando está en las criaturas, que lo participan en cierto grado, y, por ello, la poseen en composición. Sabemos, por tanto, que Dios es esta perfección, pero no cómo es, en su grado de una eminencia, que trasciende todo grado. Dios siempre es trascendente con respecto al entendimiento humano. El único modo de expresar el grado de eminencia de las perfecciones divinas, que se le predican, es de manera negativa, porque: «el grado sobreeminente con que se encuentran en las perfecciones indicadas no puede expresarse por nombres nuestros, si no es, o por negación, como cuando decimos Dios “eterno” o “infinito”, o también por relación del mismo Dios con las criaturas, como cuando decimos “causa primera” o “sumo bien”».

Sí se tiene presente que, en el grado sobreeminente con que se encuentran en Dios las perfecciones, no pueden expresarse perfectamente por nuestras nombres, porque se hace o por negación, o bien por la relación de los entes con Dios, debe concluirse que: «No podemos captar lo que es Dios, sino lo que no es y la relación que con Él guardan las criaturas»[16]. 100. ––Al hombre no le es posible comprender con un concepto directo y adecuado la esencia de Dios. No obstante, se nombra a Dios con toda una diversidad de nombres.¿Con nuestro actual conocimiento natural de Dios es posible darle algún nombre propio? ––Según lo dicho, por las vías de la remoción y de la eminencia, no se obtiene un concepto que cuadre perfectamente a Dios, ni tampoco se puede encontrar un nombre totalmente adecuado. Estas vías sólo proporcionan una multiplicidad de nombres divinos, que dan un pequeño atisbo de lo que es Dios. Como no se puede conocer a Dios directamente por la luz natural de la razón, sino por medio de sus efectos, es necesario que sean diversos los nombres con que expresamos sus perfecciones, según que las encontramos en las cosas creadas. No obstante, se pude entender la esencia divina en cuanto es creadora y aplicarle un nombre propio, que se expresará con un solo nombre El nombre propio de Dios en cuanto a nuestro conocimiento, que ha tomado como punto de partida las criaturas, sería el de ser (esse), constitutivo metafísico de Dios, porque es el atributo exclusivo de Dios y raíz de todos los otros atributos y que se ha logrado a partir del ser de lo creado. Puede decirse, en este sentido, que el nombre de Dios es Ser (Esse). Además, considera Santo Tomás que el nombre propio divino de ser no sólo se descubre desde la filosofía de Dios o de la teología natural, porque la afirmación de que el ser es el nombre propio idóneo de Dios, en cuanto al punto de partida de nuestro conocimiento limitado e indirecto, se ve confirmada por la Escritura. Cuando Moisés preguntó a Dios: «Si los hijos de Israel me dicen cuál es su nombre, ¿qué voy a responderles?», le contestó: «Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel: El que es me manda a vosotros» (Ex, 3, 13, 14). Con ello le hizo ver que su nombre propio es el que es. Añadirá después el Aquinate, en la Suma teológica, que: «más propio todavía, el nombre de Tetragrammaton, impuesto para significar el substancia de Dios incomunicable o, por decirlo así singular»[17]. El Tetragammaton, «Yahveh», podría expresar la esencia individual, porque: «Si hubiese algún nombre que significase a Dios, no por parte de la naturaleza, sino del supuesto (substancia individual), considerado como “este individuo”, y tal vez (forte) sea así el nombre Tetragrammatom de los hebreos, este nombre sería incomunicable (o propio) en todas las formas. Como sucedería si alguien diese al sol el nombre que significase este individuo»[18]. Eudaldo Forment

[1]Étienne Gilson, Dios y la filosofía, Buenos Aires, 1945, p. 81. [2] Ibíd., p. 83. [3]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 26. [4]Francisco Canals Vidal,Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 204, pp. 323.

[5]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 28. [6]Pseudo Dionisio, Los nombres divinos, c. IX, 7. [7]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 29. [8] Ibíd., I, c. 32. [9] Ibíd., I, c. 33. [10] Ibíd. I, c. 34. [11] Cf. IDEM, Suma theologiae, I q. 13, a. 15. [12] Cf. Idem, De veritate, q. 2, a. 11. [13]Cayetano, De nominum analogia, Roma, Institutum Angelicum, 1952, II, 17. [14]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 34. [15] Ibíd., I, c. 35. [16]Ibíd. I, c. 30. [17] IDEM, Suma teológica, I, q. 13, a. 11, ad 1. [18] Ibíd. I, q. 13, a. 9, in c.

XI. Lo que entiende Dios 101. ––Si «Yahveh» fuese el nombre propio de Dios, en cuanto expresión de su esencia individual, la revelación a Moisés de este nombre implicaría el conocimiento de la esencia individual o ser personal de Dios. ¿Cree Santo Tomás que se puede conocer a Dios de esta manera completa? ––Podría saberse el nombre propio de Dios, pero no conocer su significado o esencia. «Si pudiéramos entender la esencia divina como es ella y aplicarle un nombre propio, la expresaríamos con un solo nombre». No ocurre en esta vida, pero: «se promete a los que verán a Dios en su esencia. «En aquel día será uno el Señor y uno su nombre» (Za 14, 9)». Como consecuencia: «Es evidente la necesidad de dar a Dios muchos nombres. Como quiera que no podemos conocerle naturalmente sino llegando a Él por medio de sus efectos, es necesario que sean diversos los nombres con que expresamos sus perfecciones, así como son varias las perfecciones que encontramos en las cosas». También se sigue que: «La perfección divina y los muchos nombres dados a Dios no se oponen a su simplicidad». Las perfecciones divinas, que se expresan en los atributos divinos: «es necesario atribuirlas a Dios por razón de una misma virtud, que no es otra cosa que su misma esencia, ya que como se dijo nada puede ser accidental en Él. Así, pues, llamamos «sabio» a Dios, no sólo en cuanto es autor de la sabiduría, sino también, porque, en la medida que nosotros somos sabios, imitamos su virtud, que nos hace sabios»[1]. 102.–– ¿Cuáles son los atributos positivos, que expresan la perfección divina, de manera analógica?

––De que Dios seala misma perfección, porque su esencia es su mismo ser, se infiere el atributo de la bondad. De la perfección divina se sigue la bondad de Dios, porque todo «ente es bueno en cuanto es perfecto»[2]. Recuerda Santo Tomás que, según Aristóteles: «el bien es lo que todas las cosas apetecen»[3]. Explica, en otro lugar, al comentar esta definición aristotélica, que: «no ha de entenderse que sólo los que tienen conocimiento aprehenden el bien, sino también los que carecen del mismo, que tienden al bien por un apetito natural, no como conociéndolo, sino porque son movidos hacia él por algún cognoscente, es decir, por la ordenación del intelecto divino, a la manera como la saeta tiende hacia el blanco según la dirección que le imprime el arquero. El mismo tender al bien es apetecer el bien. Por eso, dijo que la operación apetece el bien en cuanto a él tiende, no porque sea un solo bien al que tienden todas. Por tanto, no se describe ahora un solo bien, sino el bien tomado en general. Como nada es bueno, sino en cuanto es cierta semejanza y participación del sumo bien, éste es apetecido de alguna manera en todo bien. Así puede decirse que lo que todos apetecen es algún bien»[4]. Si se considera al bien no en cuanto lo apetecido sino en si mismo, se puede utilizar la definición neoplatónica «el bien es lo difusivo de sí»[5] (bonum est diffusivum sui). Explica el Aquinate, en este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «La comunicación de ser y de bondad procede de la misma bondad. Y esto es claro por la naturaleza del bien y por la noción del mismo. Pues, naturalmente, el bien de cada uno es su acto y su perfección. Cada cosa obra precisamente en cuanto está en acto. Y obrando difunde en los otros el ser y la bondad»[6]. La perfectividad o difusividad del bien se constituye y se fundamenta en el ser, que es acto, ya que: «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo»[7]. Escribe seguidamente en este pasaje de la Suma contra los gentiles que: «Se dice, por esto, que «el bien es difusivo de sí mismo y del ser». Concluye finalmente que: «Esta difusión es propia de Dios, ya que es causa del ser de las cosas, como ente necesario por sí. Es, por lo tanto, realmente bueno»[8]. Además, como «el ser en acto en cada cosa es su bien propio» y «Dios es no solamente es un ente en acto, sino su propio ser, como se ha dicho (c. 22)», se infiere que: «Dios no sólo es bueno, sino la bondad misma»[9]. Dios es la bondad misma y, por ello: «en Dios no puede haber mal»[10]. Asimismo, se sigue que es la absoluta bondad. «Su bondad comprende todas las demás. Por esto es el bien de todo bien»[11]. En definitiva: «Dios es el sumo bien»[12]. 103.––¿Se deduce otro atributo divino de la suprema y absoluta bondad de Dios? ––Si, de la suma bondad de Dios se sigue que es único, porque: «Lo que se afirma de un modo sumamente perfecto, no puede encontrarse más que en un solo ente», porque, en el caso, de encontrarse en varios entes, tendrían que ser distintos. La distinción implicaría que algo tendría uno que le faltaría al otro, que, por consiguiente, ya no sería sumamente perfecto. La unicidad de Dios es lo mismo que la unidad divina, porque único significa un ente que, en su naturaleza, sólo existe él. En cambio, uno es el ente no dividido, el que no está dividido internamente. Se es un ente, pero no el único ente. Sin embargo, Dios es también uno. Es uno, porque es máximamente ente, en cuanto que es el mismo ser. Desde la bondad divina se prueba el atributo de la unicidad, pero son varios los argumentos, que daSanto Tomás, que demuestran que Dios es único, o que no existe más que un solo y verdadero Dios. El más breve y el más fundamental es el siguiente: «El ser propio de cada cosa es único. Dios es su propio ser, como se ha dicho (c. 22). Por lo tanto, no puede haber más que un solo Dios»[13].

La unicidad de Dios conlleva la soledad divina. La unicidad de Dios, el que no haya otro dios distinto de Él, hace que esté solo. Sin embargo, no puede decirse que su soledad sea absoluta. La soledad divina es relativa. Dios está sólo con relación a otros «dioses». También puede afirmarse que está sólo con respecto a las criaturas, que no pueden formar sociedad con Él. No obstante, debe advertirse que la soledad relativa es soledad. Hasta aquí es donde puede llegar la razón humana, pero por la revelación, se sabe que Dios no es el gran solitario, porque es Dios Trinitario. Dios es tres Personas, que subsisten en una única naturaleza o esencia. 104.––¿De la bondad divina se sigue especulativamente otro atributo devino? ––De la suma bondad divina y de la omnímoda perfección de Dios se sigue el atributo de la infinidad de Dios. Argumenta el Aquinate: «Todo lo que posee una perfección es tanto más perfecto cuanto más plenamente participa de dicha perfección. Mas es imposible encontrar, ni siquiera pensar, un modo más perfecto de poseer una perfección que el de ser perfecto por su esencia y cuyo ser es su bondad. Tal es Dios. Por consiguiente, de ningún modo puede pensarse algo mejor y más perfecto que Dios. Es, pues, infinito en la bondad». Su mismo ser es infinito. Se confirma con la siguiente prueba: «El ser considerado en absoluto es infinito, porque puede ser participado de infinitas maneras. Para que un ser sea finito es preciso que este ser sea limitado por algo distinto que de algún modo sea su causa. Pero el ser divino no puede tener alguna causa, porque es necesario por sí mismo. Así pues, su ser es infinito y Él mismo infinito»[14]. Dios es el mismo ser y, por tanto, el ser en su plenitud absoluta. No puede ser limitado o ser hecho finito por nada, ni en ningún sentido. Es absolutamente infinito. Infinito es lo que no tiene fin ni límites. Dios es infinito en cada atributo o perfección. No se atribuye a Dios el infinito en el que no se tienen límites en potencia, como ocurre, por ejemplo, con el número, que puede aumentarse indefinidamente, pero siempre es finito y limitado. En cambio, Dios no es un infinito relativo, como los infinitos matemáticos, sino que Dios es infinito con infinitud actual y absoluta. Esta infinitud siempre en acto es propia y exclusiva de Dios. 105. ––En el tratado «De Dios uno», de la Suma teológica, después de analizar la esencia o naturaleza de Dios en sí misma con la consideración de los atributos divinos, aunque en un orden distinto al que había desarrollado en su anterior Suma contra los gentiles, escribíó Santo Tomás: «Terminado el estudio de lo referente a la substancia de Dios, exige el buen orden que nos ocupemos de lo que se refiere a su operación». Distingue seguidamente entre las operaciones inmanentes y transeúntes. Las operaciones inmanentes «permanecen en el que las ejecuta», como son «la ciencia (conocimiento intelectual) y de la voluntad (ya que el acto de entender permanece en quien entiende, y el de querer, en quien quiere)». Las operaciones transeúntes «pasan a los efectos externos», como son las «del poder de Dios, que se considera como principio de aquellas operaciones divinas que pasan a los efectos exteriores»[15]. ¿Se estudian también en la Suma contra los gentiles estas operaciones divinas? ––Después de la exposición de los atributos de la esencia de Dios –inmutabilidad, eternidad, carencia de potencia, acto puro, inmaterialidad, simplicidad, incorporeidad, su propia esencia, carencia de accidentes, el mismo ser, la suma perfección, suma bondad, unicidad, e infinidad–, en la Suma contra los gentiles, en el libro primero dedicado a la existencia y naturaleza de Dios, se tratan extensamente los atributos de las operaciones u obras divinas. Dios obra, porque el obrar sigue al ser, pero las operaciones divinas no son como las de las criaturas, porque el modo de obrar se sigue del modo de ser, y Dios no es el mayor grado de ser, ni, en realidad, tiene ser, sino que es el mismo ser subsistente. En Dios hay dos tipos de obras. Unas inmanentes, en las que el término de la operación permanece dentro del mismo Dios. Otras, transeúntes, en las que el efecto producido es exterior o extrínseco a Dios.

106.––¿Cuál es la primera operación inmanente de Dios? ––Es una operación intelectual: el conocimiento divino o ciencia de Dios. Santo Tomás expone varios caminos para descubrir este nuevo atributo divino. Uno de ellos es el mismo camino que en los anteriores atributos, las vías de la existencia de Dios. En la quinta vía para demostrar la existencia de Dios, se llega a Dios como Inteligencia ordenadora, partiendo de que todo tiende a un fin determinado. Lo mismo se hace en el siguiente argumento para probar que Dios es inteligente: «Todo lo que tiende a un fin determinado, o se determina a tal fin por sí mismo o es determinado por otro; de lo contrario, no tendería más a ese fin que a este otro. Pero todas las cosas de la naturaleza tienden a fines determinados, pues no consiguen al azar las utilidades naturales; de lo contrario, no sucedería del mismo modo siempre o en la mayoría de los casos, sino raramente, y esto es la casualidad o el azar». De la comprobable existencia de la finalidad intrínseca en las cosas de la naturaleza, se sigue que: «como quiera que ellas no se determinan a tal fin, porque no conocen la razón de fin, necesariamente han de ser determinadas por otro que sea creador de la naturaleza. Y éste es, como claramente demuestra lo ya dicho (c. 13), quien da el ser a todos y quien tiene necesariamente el ser, al cual llamamos Dios». Pero de ello, se deriva que: «No podría dictar un fin a la naturaleza sin inteligencia. Dios, pues, es inteligente»[16]. 107. ––¿Cómo es la inteligencia divina? –– Dios es infinitamente inteligente y al igual que el ser divino se identifica con su esencia. El entender de Dios es la esencia divina, Dios mismo. «Por el hecho de ser Dios inteligente se concluye que su entender es su propia esencia», porque: «entender es un acto del sujeto inteligente, que permanece en él y que no pasa a algo extrínseco, como, por ejemplo, la acción de dar calor pasa al objeto calentado. Un objeto inteligible no es modificado por el hecho de ser entendido, sino que el sujeto inteligente es quien se perfecciona. Además, todo lo que está en Dios es esencia divina (c. 28). Luego, el entender de Dios es la esencia divina, es el ser Divino (esse divinum), y el mismo Dios, pues Dios es su esencia y su ser (esse) (cc. 21, 22)». 108. ––En Dios el acto de entender se identifica con su acto de ser. ¿En los seres creados, el entender guarda alguna relación con su ser? ––El entender en los espíritus creados está relacionado directamente con el ser, Afirma Santo Tomás, inmediatamente después de probar que: «el entender divino es su propia esencia», que: «el entender es al entendimiento como el ser es a la esencia»[17]. En esta tesis, se indica, por una parte, que el mismo entender se comporta como el ser, o el acto, del entendimiento. Por ello, el entendimiento humano se constituye como tal por el acto de entender. El entendimiento humano puede considerarse de una doble manera. Una, como facultad del alma humana, una cualidad que existe en ella, o una cierta entidad, que está en potencia para entender. Otra, como entendimiento, o como acto de entender, que tiene relación con lo que ha entendido. El acto de entender es así el principio próximo e inmediato del entendimiento humano, en este sentido activo En esta segunda dimensión, puede decirse que el entendimiento no sólo es él mismo, sino también todo lo que conoce, o lo entendido. Siempre el entendimiento es todo lo que conoce. También el entendimiento del hombre, que es únicamente potencia intelectual. Para actualizarse necesita de lo inteligible en acto. Como no posee ningún inteligible, la única manera de obtenerlo es de lo sensible, pero lo inteligible en lo sensible sólo está en potencia. Sin embargo, lo inteligible en potencia, que se encuentra en las imágenes sensibles conseguidas por el conocimiento sensible de las cosas materiales y

singulares, es actualizado por una virtud del mismo entendimiento, que Aristóteles denominó entendimiento agente. 109.––¿Qué es y cómo se sabe la existencia del entendimiento agente en el hombre? ––A diferencia del entendimiento en cuanto cognoscente –que en este aaspecto se denomina entendimiento posible–, el denominado entendimiento agente, en cambio, es acto. Aunque el entendimiento agente sea acto, su existencia y naturaleza no es patente como la del entendimiento posible, que está en potencia respecto a todo lo conocido. Se sabe la existencia y las funciones del entendimiento agente, porque dado que el entendimiento posible se actualiza al conocer, es necesario suponer una doble actividad en el mismo entendimiento, que en cuanto las realiza se le llama entendimiento agente. El entendimiento agente realiza una doble actualización, porque la actualización del entendimiento posible se realiza por lo inteligible, que ha sido anteriormente actualizado por el mismo entendimiento agente. La primera actualización de lo inteligible potencial en lo sensible la realiza el entendimiento agente al actuar abstrayendo y, con ello desmaterializando, lo inteligible, ya que la materia impide la inteligibilidad. Es como la iluminación de algo que está oscuro para que aparezca su contenido. Sin embargo, con ello, lo inteligible se hace universal, porque la materia no sólo es ininteligible, sino también principio de individuación. Sin materia se gana la inteligibilidad, pero se pierde la individualidad. La segunda actualización del entendimiento agente consiste en la conversión en algo «uno» el intelectual y lo inteligible, el sujeto inteligente y el objeto entendido. Afirma explícitamente Santo Tomás que: «Lo inteligible en acto es el entendimiento en acto». Añade a continuación que: «en cuanto lo inteligible se distingue del entendimiento, son los dos en potencia»[18]. Por consiguiente, no se da, en el entender en acto, la distinción entre sujeto y objeto. En el entendimiento en acto, por la estricta unidad del entender, no se puede distinguir entre el inteligente y lo entendido, entre el sujeto y el objeto. La distinción clásica de sujeto y objeto solo se da en cuanto uno y otro existen en potencia. Para el Aquinate, en toda referencia al sujeto y al objeto del entendimiento, el sujeto es el entendimiento posible, en cuanto está en potencia para ser intelectual, y el objeto es lo inteligible en potencia en el ente sensible, que requiere ser iluminado o abstraído de la materia sensible. 110. ––¿Porqué el acto de entender se comporta como el ser del entendimiento, según la afirmación del Aquinate? ––El acto de entender procede como constitutivo de lo entendido, porque al igual que el acto de ser es un constitutivo intrínseco y formal de todo ente, el acto de entender constituye lo entendido, que es lo concebido o el concepto. El concepto es lo generado o concebido en el acto de entender, y, es, por tanto, lo entendido. Con el concepto dicho mentalmente, o expresado interiormente, se manifiesta la realidad, se dice lo que las cosas son. En este sentido, puede decirse también que estas realidades son lo entendido, lo declarado por el concepto, que es el verdadero término de la acción del entender. El mismo acto de entender, o decir el concepto, no es un ente, substancial o accidental. No es una esencia, es acto. Lo inteligible en acto –constituido por los caracteres inteligibles abstraídos de la realidad por el entendimiento agente, que se une al entendimiento– es la esencia. Los entendido está así constituido por la esencia inteligible y el acto de entender, que como el ser, en el ente, hace existir y entifica a la esencia.

De esta composición del acto de entender y esencia se sigue que el ente entendido y el ente real coinciden –aunque en distintos grados, según la profundidad del acto de entender– en la esencia, porque está en el entendimiento y en la realidad. En cambio, cada uno tiene su propio ser. Se da esta correspondencia o semejanza entre el ente que está en el entendimiento y el ente que está en la realidad, porque la relación del entender a lo entendido es semejante a la del ser a la esencia. De manera que, en la realidad, está el ente compuesto de ser y esencia, y, en el entendimiento, por el acto de entender, que lo ha actualizado y, como consecuencia, ha generado el concepto, o verbo mental, que es un ente entendido, compuesto por la esencia, con una mayor o menor semejanza con la que está en la realidad, de la que ha sido abstraída, y el mismo acto de entender. Los dos entes, tienen, por tanto, la misma esencia inteligible, y ambas entificadas por un acto, uno el acto de ser y el otro por el acto de entender. En el hombre y en todos los espíritus creados, el entender, o acto de entender, y el ser no son lo mismo. Ninguna operación en la criaturas se identifica con su ser, aunque su causa remota y mediata sea su ser propio. 111.––¿Qué es lo que conoce Dios? ¿Cuál es el objeto del entendimiento divino? ––En Dios, su entender se identifica con su ser, y la esencia de lo entendido con su misma esencia. El objeto primero y propio del entendimiento divino, por tanto, es el mismo Dios, que se conoce perfectamente a sí mismo. «Dios conoce primero y por sí solo a sí mismo (…) El conoce en primer lugar y como objeto propio no otra cosa que El mismo»[19]. Se sigue, en primer lugar, que: «Dios se conoce perfectamente a sí mismo»[20]. En segundo lugar que: «el entendimiento divino no entiende nada por ninguna especie que sea distinta de su propia esencia»[21]. También, en tercer lugar, que: «Por el hecho de conocerse a sí mismo primaria y propiamente, es necesario admitir que Dios conoce otros entes en sí mismo»[22]. Dios conoce todo lo creado y lo creable en sí mismo, en su propia esencia divina. Explica Santo Tomás: «Se tiene un conocimiento suficiente del efecto por el conocimiento de una causa, y por esto «se dice que sabemos una cosa cuando conocemos su causa» (Aristóteles, Analíticos Posteriores, 2), Dios es, por su propia esencia, la causa del ser de los entes. Y, por consiguiente, es necesario admitir que conoce a los otros entes por conocer completamente su propia esencia»[23]. Dios conoce todos los entes en su propia esencia divina, por ser su causa ejemplar y eficiente. Al conocer Dios las cosas en sí mismo no las alcanza únicamente de una manera «universal» o general, en sus géneros o especies, sino también «en cuanto distintos unos de otros y todos distintos de Dios, lo que es conocer la cosa en sus propios constitutivos». Su conocimiento de las cosas es completo de cada cosa, y, por tanto, en su individualidad o incomunicabilidad, «al conocer todos los elementos que hay en ella»[24]. 112. ––Escribe seguidamente Santo Tomás: «Para que la multitud de los entes conocidos no nos induzca a pensar que hay composición en el entendimiento divino, se ha de investigar el modo cómo son conocidas estas muchas cosas»[25]. ¿Cómo explica el Aquinate el conocimiento divino, en su esencia una y simple, la multitud de la criaturas? ––Debe advertirse, por una parte, queDios no puede conocer las cosas contemplándolas fuera de sí mismo, como las entiende el entendimiento humano, que recibe lo inteligible, porque implicaría potencia y dependencia. Al conocerlas en sí mismo, las conoce de un modo más perfecto y propio que si las conociera del primer modo o en sí mismas. Por otra, que: «puede ser resueltamente fácilmente esta cuestión propuesta si se examina cuidadosamente la manera como existen en el entendimiento las cosas entendidas».

Revela Santo Tomás a continuación el modo de hacerlo. «Para remontarnos, en cuanto nos sea posible, de nuestro entendimiento al conocimiento del entendimiento divino, se ha de notar que el objeto exterior captado por nosotros no existe en nuestro entendimiento en su propia naturaleza, sino que es preciso que esté su especie por la que se hace entendimiento en acto». La especie de las cosas, que actualiza al entendimiento, es abstracta y, por ello, universal o general Sobre la actualización del entendimiento por esta especie inteligible, que expresa la forma desmaterializa, o abstraída de la materia, principio de individuación, y que, por ello, es específica o genérica. Actualizado el entendimiento por esta especie como si lo fuera por la misma forma del objeto: «existente en acto de este modo por la especie, como por su propia forma, entiende la misma cosa. Pero no de tal manera que el entender sea una acción que pase al objeto entendido, como la calefacción pasa al objeto calentado, sino que permanece en el inteligente». Esta acción de entender es inmanente pero no está cerrada a la realidad exterior, porque: «este acto tiene relación a la cosa que es entendida, porque la especie que es principio de la operación intelectual como forma, es semejante a la cosa». Además de esta primera semejanza, de la que no es consciente el entendimiento, y gracias a ella, se da una segunda semejanza, la del verbo, concepto o idea, generado por el entendimiento en el acto de conocer y así conocido. «El entendimiento, informado por la especie de la cosa, entendiendo forma en sí mismo una intención (el concepto, que remite o envía a algo distinto de sí) de la cosa entendida; intención que es la idea (o esencia), que se significa en la definición», La «especie» y la «intención» son formadas por el entendimiento, pero «esta intención (concepto), por ser como el término de la operación intelectual, es distinta de la especie inteligible, que hace al entendimiento en acto, que es preciso considerar como principio de la operación intelectual; aunque ambas sean semejanza del objeto entendido». La primera semejanza da razón de la segunda, porque: «De que la especie inteligible, que es forma del entendimiento y principio del entender, sea semejanza del objeto exterior, resulta que el entendimiento forma una intención (concepto), que es semejante al objeto, porque «tal como uno es, así son sus operaciones». Y de que la intención entendida sea semejante a un objeto, se sigue que el entendimiento, formando dicha intención entiende (conoce) el objeto mismo»[26]. Entender es, por tanto, producir el verbo mental o concepto, que es así lo entendido y en este mismo acto de entender se entiende, en el sentido de conocer, la realidad extramental. No se entiende el concepto y después se conocer. El acto de entender es a la vez el acto de conocer. Conocer es decir o manifestar las cosas con el verbo, concepto o idea[27]. El proceso del entender humano no se da en Dios, pero si la esencia del entender en cuanto tal, la locución mental y, por ello, con la manifestación o declaración de la realidad. «El entendimiento divino no conoce por otra especie que por su esencia, como se ha dicho (c. 46)». El entendimiento divino no forma una «especie», abstraída de la realidad y así semejante con ella en la forma, tal como hace el entendimiento humano, que: «entiende la cosa separada de las condiciones materiales, sin las cuales no puede existir en la naturaleza; y esto no puede realizarse si el entendimiento no formase la intención o especie». Sin embargo, en Dios se da otra semejanza con la realidad, además de la que tiene el verbo que genera, porque: «su esencia es la semejanza de todos las cosas. Por esto se sigue que la concepción del entendimiento divino, en cuanto se conoce a sí mismo, y que es su propio verbo, no sólo es semejanza del mismo Dios entendido, sino también de todas las cosas de las cuales la esencia divina es la semejanza»[28].

Dios no conoce las cosas por conceptos adquiridos, las conoce por un único concepto que es su propio Verbo o Palabra, y que es la imagen o ejemplar de todo. Al conocerse a sí mismo, por concebir su Verbo, Dios no sólo se conoce a sí perfectamente, sino también todas las cosas, porque este único concepto o Verbo de Dios, además de ser el mismo Dios entendido, es también el Concepto de todas las cosas de quienes la esencia divina es la semejanza. De este ascenso del entendimiento humano a lo que se puede conocer del entendimiento divino, concluye Santo Tomás: «por lo tanto, Dios puede conocer la multitud de las cosas mediante una sola especie inteligible, que es la esencia divina, y una única intención, que es el verbo divino»[29]. 113.––¿Cómo puede Dios tener conocimiento por su esencia de todas las criaturas? ––Se entiende que Dios pueda tener conocimiento de todas las cosas por su esencia divina, si se tiene en cuenta que: «toda forma, tanto la propia como la común, es una perfección, en cuanto realiza una cosa, y envuelve imperfección, en cuanto le falta algo del verdadero ser. El entendimiento divino puede comprender en su esencia lo que es propio de cada cosa, comprendiendo en que imita su esencia y en que se aparta de su perfección»[30]. Este modo de comprensión del entendimiento divino de las cosas en sí mismo es más perfecto que el conocer las cosas en sí mismas. Incluso en el grado perfecto de este último conocimiento, le supera el modo del entendimiento divino, porque conoce en qué imitan las cosas la perfección de su esencia divina y en que se apartan de ella. Al conocer Dios su propia esencia, conoce la razón propia de cada uno de los entes, porque la esencia divina es la causa ejemplar de todos ellos. Además, por conocer Dios las cosas en sí mismo no tiene necesidad de concebir conceptos de ellas. Dios conoce todas las cosas, por consiguiente, con un único concepto. Puede conocer la multitud de los entes en su misma esencia inteligible, entendida en un único Concepto o Verbo, que coincide totalmente con ella en su esencia y en su ser. Se sigue de ello que: «Dios conoce todas las cosas a la vez»[31]. Asimismo, de esta inferencia se deriva que: «en Dios no hay conocimiento habitual»[32], que es el propio de la memoria intelectual. También se deduce que: «su conocimiento no es discursivo, aunque conozca todo discurso o raciocinio»[33]. Por último, debe afirmarse que «el entendimiento divino no conoce a modo de entendimiento que compone y divide», o que juzga. Sin embargo: «Porque su esencia, siendo una y simple, es el ejemplar de todas las cosas múltiples y compuestas. Y, por lo tanto, mediante ella, Dios conoce toda multitud y composición, tanto de la naturaleza como de la razón»[34]. Eudaldo Forment

[1]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 31. [2] Ibíd., I, c. 37. [3]Aristóteles, Ética, I, c. 1. [4]ÍDEM, Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, Lec. I, 1 [5]Dionisio Areopagita, Los nombres divinos, IV, 1

[6]ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 37. [7]ÍDEM, Cuestiones disputadas. Sobre la potencia de Dios, q. 2, a. 1, in c. Añade: «Por eso, cada agente obra según lo que es en acto. Pero obrar no es otra cosa que comunicar en la medida de lo posible aquello por lo que el agente es en acto». [8]ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 37. [9] Ibíd., c. 38. [10] Ibíd., c. 39. [11] Ibíd., c. 40. [12] Ibíd., c. 41. [13] Ibíd., c. 42. [14] Ibíd. c. 43. [15]Ídem, Suma teológica, I, q. 14, prol. [16]Ídem,Suma contra gentiles, I, c. 44. [17] Ibíd., I, c. 45. [18] Ibíd., I, c. 52. [19] Ibíd., I, c. 48. [20] Ibíd., I, c. 47. [21] Ibíd., I, c. 46. [22] Ibíd., I, c. 49. [23] Ibíd., I, c. 49. [24] Ibíd., I, c. 50. [25] Ibíd., I, cc. 51 y 52. [26] Ibíd., I, c. 53. [27] Véase: Francisco Canals, Sobre la esencia del conocimiento, Barcelona, PPU, 1987. [28]Ídem,Suma contra gentiles, I, c. 53. [29] Ibíd., I, c. 53. [30] Ibíd, I, c. 54. [31] Ibíd., I, c. 55. [32] Ibíd., I, c. 56. [33] Ibíd.. I, c. 57. [34] Ibíd., I, c. 58.

XII. Conocimiento divino de las criaturas 114. ––La verdad, en el sentido de adecuación o conformidad del entendimiento con la realidad, se encuentra en el juicio, que compone o divide. En el acto de juzgar se afirma que es lo que es y que no es lo que no es. El lugar de la verdad es el juicio, porque: «el entendimiento puede conocer su conformidad a la cosa inteligible, pero no la aprehende en tanto conoce la esencia de las cosas, sino cuando juzga que la cosa es tal como la forma que aprehende y entonces es cuando primeramente conoce y dice la verdad»[1]. Advertía Aristóteles que: «Lo falso y lo verdadero no están en las cosas (…) sino tan sólo en la mente, pero tratándose de la aprehensión de lo simple o de la definición, tampoco están en la mente»[2]. Están en el acto de comprender o de simple aprehensión, en el que ni se afirma ni se niega nada. Si se hace en el acto de pensar o juzgar. La adecuación de lo entendido con la realidad se da primeramente en el concepto, manifestador de la misma, pero en esta primera operación intelectual de simple aprehensión no se conoce la adecuación. En cambio, en la segunda, el juicio, se conoce su conformidad de la realidad, porque la unión o separación de conceptos se hace respecto a la realidad. En este sentido se hace una especie de reflexión o vuelta del entendimiento sobre sí. Por ello: «La perfección del entendimiento es lo verdadero en cuanto conocido. Por consiguiente, hablando con propiedad, la verdad está en el entendimiento que compone y divide y no en el sentido ni en el entendimiento cuando conoce lo que una cosa es»[3]. Si, como también dice Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles: «el conocimiento del entendimiento divino no se realiza a la manera de un entendimiento que compone y divide», ¿se puede inferir que debe excluirse de Dios la verdad? ––Aunque a Dios no se le pueda atribuir la operación del juicio, la verdad enunciada en el juicio es conocida por Dios, porque: «la verdad pertenece a lo que el entendimiento dice y no a la operación con que lo dice». La razón de esta tesis es que: «no se requiere para la verdad intelectual que el entender adecue con el objeto, porque muchas veces el objeto es material, pero el entender es inmaterial; sino que basta que lo que el entendimiento dice y conoce al entender adecue con el objeto, es decir, que sea en realidad como el entendimiento dice». Si se aplica esta explicación al entendimiento divino, se obtiene que: «Dios conoce con su inteligencia simple y que no admite composición ni división, no sólo las quididades de las cosas, sino también las enunciaciones. Y, en consecuencia, lo que el entendimiento divino dice al entender, es composición y división. Por lo tanto, la verdad no se ha de excluir del entendimiento divino por causa de su simplicidad»[4]. No sólo: «la verdad está en Dios», sino que también puede decirse que: «Dios es la verdad». Recuerda el Aquinate que: «Nada se puede atribuir a Dios por participación, pues es su mismo ser, que nada participa». Al decir que la verdad está en Dios: «si no se le atribuye por participación, se habrá de predicar de El esencialmente», y, además, que «Dios es su propia verdad». Puede decirse también, por tanto, que: «El mismo Dios es la verdad»[5]. Como consecuencia, a la «verdad pura», que es Dios, «no se le puede añadir la falsedad o el engaño»[6], que son incompatibles con la verdad. Asimismo que: «la verdad divina es la primera y suma verdad», porque «el ser divino es el primero y perfectísimo»[7]. 115. ––Del estudio del entendimiento divino se concluye que Dios lo conoce todo absolutamente. Se conoce a sí mismo, con un conocimiento perfecto y totalmente comprensivo, que se identifica

con su propia esencia y ser. También a todas las cosas creadas y creables, con un conocimiento clarísimo y singular y que abarca todos los detalles y últimas diferencias, en su propia esencia divina, como causa primera eficiente y ejemplar. Sin embargo, el mismo Santo Tomás indica – con lo que alude al pensamiento musulmán[8]– que: «hay algunos que se esfuerzan por sustraer a la perfección del conocimiento divino la noción de los singulares»[9]. ¿Es posible probar que Dios conoce las cosas singulares? ––Al terminar la exposición del atributo operativo del entendimiento, Santo Tomás cita «siete razones», que se han dado para excluir del entendimiento divino todo lo singular. Además, declara, después de exponerlas, que: «Vamos a demostrar: primero, que el entendimiento divino conoce los singulares; segundo, que conoce aquello que no está en acto; tercero, que conoce de modo infalible los futuros contingentes; cuarto, que conoce los movimientos de la voluntad; quinto, que conoce las cosas infinitas; sexto, que conoce los entes despreciables y más pequeños; y séptimo, que conoce los males y cualesquiera privaciones o defectos»[10]. 116. ––¿Cuál es la primera «razón» y como la refuta el Aquinate? ––Tal como lo expone Santo Tomás, el primer argumento, que se da para negar que Dios conozca las cosas singulares o individuales, es el siguiente: «Se apoya en la condición misma de la singularidad. Como quiera que el principio de la singularidad sea una materia determinada, si todo conocimiento se realiza por asimilación, parece imposible que una virtud inmaterial conozca lo singular. Por esto, en nosotros, solamente captan lo singular las potencias que usan de órganos materiales, como la imaginación, los sentidos y otros semejantes». El singular, por tanto, no puede ser entendido en sí mismo, por ser material, y la materia, que es lo que individua las especies universales, es ininteligible o, como se diría con terminología moderna, no es racional. Lo singular en cuanto singular únicamente es percibido por los sentidos. Lo singular solo puede ser intelectualmente conocido en su esencia universal, no en sí mismo o en su individualidad. A diferencia del conocimiento sensible: «nuestro entendimiento, por ser inmaterial, no conoce lo singular. Mucho menos lo conocerá el entendimiento divino, que es lo más alejado de la materia. Y, por consiguiente, es claro que Dios no puede de ningún modo conocer lo singular»[11]. El entendimiento humano, por ser una facultad del alma espiritual del hombre, sobrepasa o supera al cuerpo material, informado por el espíritu. El entendimiento humano, por ello, es inmaterial. No puede así conocer lo material o individual. Parece, por tanto, que mucho menos lo material pueda ser objeto del entendimiento divino, que no tiene relación con la materia. Sin embargo, replica Santo Tomás, a Dios no le puede faltar el conocimiento de los singulares, porque, argumenta: «Se ha demostrado (c. 49) que Dios conoce las cosas en cuanto es causa de ellas. Y las cosas singulares son efectos de Dios, pues Dios causa las cosas en cuanto las hace ser en acto. Ahora bien, los universales no son subsistentes, sino que tienen el ser en los singulares. Dios, por lo tanto, conoce las cosas no sólo en lo universal sino también en lo singular». El entendimiento divino conoce las cosas singulares de manera más perfecta que si las conociera en sí mismas, o en su ininteligibilidad, porque las conoce en su causa. Puedeafirmarse, por tanto, que Dios conoce el singular, porque su conocimiento se extiende tanto como su causalidad. También puede llegar a la misma conclusión, si se tiene en cuenta que: «El entendimiento divino no recibe el conocimiento de las cosas, como ocurre con nuestro entendimiento, sino que su conocimiento divino causa las cosas, como se probará más adelante (II, c. 24)»[12]. Además, la singularidad o individualidad, sea o no material, es también una perfección, que, como tal, preexiste en su esencia divina. Dios la conoce no en sí misma, sino en sí mismo y este conocer es infinitamente más perfecto que si la conociera en sí misma. 117. ––El segundo argumento para probar que no puede decirse que Dios conozca las cosas singulares, se basa en que: «Lo singular no existe siempre». Por consiguiente: «o Dios lo conoce

siempre o unas veces lo conoce y otras no. Lo primero es imposible, porque no puede haber ciencia de lo que no es, ya que la ciencia es de la verdad, y lo que no es no puede ser verdad. Tampoco es posible lo segundo, porque se ha demostrado ya (c. 45) que el conocimiento divino es invariable»[13]. ¿Cómo explica Santo Tomás que puede Dios conocer lo que no es o lo que no está en acto? ––Demuestra el Aquinate que: «a Dios no le falta conocimiento aun de los que no son» con varios argumentos. En uno de ellos indica queDios conoce el singular no sólo por la vía de la causalidad, o por la universalidad de la causación de su ciencia, lo que no es aplicable a lo que no es, sino también por lo que se podría denominar la vía de la esencia. El argumento parte del modo de conocer de la ciencia divina: «Dios conoce los entes por su esencia, en cuanto es la semejanza de lo que procede de Él. Pero, como la esencia de Dios es de infinita perfección, y las criaturas tienen ser y perfección limitados, es imposible que la universalidad de las criaturas iguale a la perfección de la esencia divina». Se infiere seguidamente que: «Por lo tanto, la fuerza de su representación se extiende a muchos más entes que los que realmente existen». Finalmente se concluye: «Si, pues, Dios conoce totalmente la virtud y perfección de su esencia, su conocimiento se extiende no sólo a lo que es, sino también a lo que no es». Al conocer su esencia divina, Dios conoce como es participada por lo existente y como podría ser participada, por lo que no es todavía –o ya ha sido– o lo que no será nunca. 118. ––¿Cuáles son los otros argumentos que prueban que Dios conoce lo que no es? ––Santo Tomás da otros cinco argumentos. En el último de ellos, para la mejor comprensión de este conocimiento, explica que, por una parte: «En el entender de Dios no se da sucesión, como tampoco en su ser. Por ello, permanece siempre todo a la vez, que es lo que significa el concepto de eternidad. En cambio, la duración del tiempo se extiende por la sucesión del antes y el después». Por consiguiente: «como el tiempo no se extiende más allá del movimiento; la eternidad, que está completamente fuera del movimiento, nada tiene de común con el tiempo». Por otra, que: «Como el ser de lo eterno no tiene fin, a cualquier tiempo o instante de tiempo está presente en la eternidad». El Aquinate pone el siguiente ejemplo: «Un punto determinado de la circunferencia, aunque sea indivisible, no coexiste juntamente con otro cualquier punto por su posición, porque la continuidad de la circunferencia resulta del orden de las posiciones; en cambio, el centro situado fuera de la circunferencia es opuesto directamente a cualquier punto determinado de ella». Debe así afirmarse que: «Todo lo que existe en cualquier parte de tiempo coexiste con lo eterno como presente al mismo, aunque respecto de otra parte de tiempo sea pasado o futuro». Con relación al conocimiento de las cosas que no existen actualmente, concluye que: «El entendimiento divino en su eternidad intuye como presente todo lo que se realiza en el decurso del tiempo. Lo que se realiza en una determinada parte de tiempo no siempre existió». Con ello: «queda probado que Dios conoce lo que, según el decurso del tiempo, todavía no existe». 119. ––Lo presente en el tiempo, al igual que lo pasado y lo futuro, son dimensiones temporales presentes en la eternidad de Dios y, por tanto, también por el conocimiento infalible de Dios. Sin embargo, hay también cosas meramente posibles, que no existen pero nunca existirán y, que, por tanto, no están presentes en la eternidad ¿Cómo los conoce Dios? ––Lo explica seguidamente el Aquinate con la distinción de dos ciencias divinas fundamentales. La primera, que se llama «ciencia de visión», permite conocer: «los entes que son presentes, pasados o futuros para nosotros». Son entes con existencia actual, entes que existen, han existido o que existirán, pero Dios los conoce como presentes. «Dios los ve en su potencia, en sus propias causas y en sí mismos». Con ciencia de visión: «Dios, en efecto, ve no solamente el

ser que tienen en sus causas las cosas que todavía no nos son presentes, sino también el que tienen en si mismas, porque su eternidad está presente a todo tiempo en virtud de su indivisibilidad». Por la ciencia denominada «ciencia de simple inteligencia», en cambio: «Dios conoce los noentes. Sin embargo, no todos los no-entes tienen la misma relación con su ciencia». No todos son pasados o futuros o no-entes para nosotros. Hay otros no-entes: «Los que no son, ni serán, ni fueron, Dios los conoce como posibles a su poder; de manera que no los ve como existentes de algún modo en sí mismos, sino únicamente en la potencia divina». Por la ciencia de simple inteligencia Dios conoce, por tanto, los entes que no están en la eternidad, o sin ser presentes, ni pasados, ni futuros, y lo hace al conocer su poder. «Dios conoce por su esencia el ser de cualquier cosa. Pues su esencia puede ser representada por muchas cosas que no son, ni serán, ni fueron. Ella es también la semejanza de la virtud de cualquier causa, por la cual preexisten los efectos en sus causas». En definitiva, Dios conoce las dos clases de no-entes, los pasados o futuros o los meramente posibles. «Dios conoce los no entes en cuanto de algún modo tienen ser, ya en la patencia de Dios, ya en sus causas, ya en sí mismos. Y esto no se opone al concepto de ciencia»[14]. 120. ––Explica Santo Tomás que: «Lo contingente y lo necesario se diferencian por la diversa manera de estar cada uno de ellos en su causa; lo contingente de tal manera está en su causa, que puede ser y no ser producido por ella; lo necesario, en cambio, no puede más que ser producido por su causa»[15]. Una las razones de los que niegan el conocimiento divino del singular es que Dios puede conocer el futuro necesario, el que será inevitablemente, pero no el futuro contingente, que podrá darse o no. El argumento que niega el conocimiento de los futuros contingentes, por ello: «Parte de que no es necesaria la existencia de todas las cosas singulares, sino que algunos son contingentes. Y de estas no puede tenerse un conocimiento cierto, sino cuando existen». También que: «El conocimiento cierto es infalible». Si se aplican estas dos tesis a las cosas singulares se advierte que: «en cambio, todo conocimiento de lo contingente, por ser futuro, es falible, pues podría suceder muy bien lo contrario de lo que se conoce; y si esto no es posible, lo contingente sería ya necesario. No podemos por eso tener ciencia de los futuros contingentes, sino una cierta estimación conjetural», ni, por tanto, de ningún singular. Por otra parte, según lo que es el atributo divino de la ciencia: «es necesario admitir que todo conocimiento de Dios es cierto e infalible , como se ha probado (c. 61). Además, también se ha demostrado la imposibilidad de que Dios comience a conocer de nuevo, por su inmutabilidad. Por consiguiente de todo esto se deduce que Dios no conoce lo singular contingente»[16]. ¿Cómo refuta Santo Tomás esta razón, tan bien argumentada? ––Santo Tomás resuelve esta tercera objeción con la demostración de dos tesis: «Dios conoce infaliblemente desde la eternidad los singulares contingentes»; y los singulares contingentes: «no dejan por esto de ser contingentes». Para probarlas, nota que: «el contingente, cuando es futuro, puede no ser, y en consecuencia, el conocimiento de quien cree que será futuro puede engañarse; se engañara en realidad si no se realiza lo que pensó que había de ser. En cambio, desde el momento en que es presente, no puede dejar de ser durante ese tiempo; es posible que no sea en el futuro, pero esto ya no pertenece al contingente como presente, sino como futuro». Puede, por tanto, afirmarse que: «todo conocimiento que versa sobre el contingente en cuanto presente puede ser cierto».

Si se tiene ello en cuenta: «queda probado que nada se opone a que Dios tenga desde la eternidad conocimiento o ciencia infalible de los contingentes», porque «la visión del entendimiento divino desde la eternidad tiene por objeto, como presente todo lo que se realiza en el decurso del tiempo», en pasado, presente y futuro. Sobre este conocimiento de lo contingente, precisa, por un lado, el Aquinate que: «El entendimiento divino conoce los seres desde la eternidad, no sólo en lo que tienen de ser en sus causas, sino en lo que tienen de ser en sí mismos». Tiene este conocimiento, porque: «en el contingente, considerado en lo que es en sí, no hay ser y no ser, sino solamente ser, aunque en el futuro el contingente puede no ser». Por otro, que: «Así como de una causa necesaria se sigue con certeza el efecto, así también se sigue de una causa contingente completa, si no se impide». Las cosas contingentes, producidas por causas contingentes completas o causas fortuitas, que pueden no darse, pueden estar o no en el futuro, que es así un futuro contingente, que se denomina condicionado, porque depende de una condición para darse, si ésta no está impedida. «Pero Dios conoce todas las cosas, conoce no sólo las causas de los contingentes, sino también los obstáculos que pueden impedirlos». Por consiguiente, Dios: «conoce con certeza si los contingentes serán o no serán». Sabe si se quedarán como futuros acabados o perfectos, que estarán en la eternidad como tales, o como futuros frustrados por haber sido impedidos, lo que se denomina futuribles, y son así meros futuros incoados. Este conocimiento divino, infalible y en la eternidad, de lo contingente no queda afectado por la contingencia de lo conocido. La razón es la siguiente: «El efecto último tiene causa próxima y remota. Si, pues, la próxima fuera contingente, su efecto habría de ser también contingente, aunque la causa remota sea necesaria. Por ejemplo, las plantas no fructifican necesariamente, aunque el movimiento del sol sea necesario, debido a las causas intermedias contingentes», como puede ser la calidad de la tierra o que hayan recibido la suficiente agua. Por consiguiente: «La ciencia de Dios, aunque sea por sí misma causa de las cosas es, sin embargo, causa remota. Por lo tanto, la contingencia de los objetos conocidos no repugna a la necesidad de su ciencia, pues resulta que las causas intermedias son contingentes». Tampoco, tal como se dice en la segunda tesis, el conocimiento divino necesario de lo contingente afecta a su contingencia. «La ciencia de Dios no sería ni verdadera ni perfecta si las cosas no se realizaran conforme al conocimiento que Dios tiene de su realización. Mas Dios, por ser conocedor de todo el ser de que es principio, ve cada uno de los efectos, no sólo en sí mismo, sino también en el orden que guardan con cualquiera de sus causas. El orden de las cosas contingentes con sus causas próximas es que proceden contingentemente. Por lo tanto, Dios conoce que algunas cosas se realizarán, y que se realizarán contingentemente, y, en consecuencia, la certeza y verdad de la ciencia divina no destruye la contingencia de las cosas». Para comprender adecuadamente toda esta explicación, no debe olvidarse que: «las cosas conocidas por Dios no son anteriores a su ciencia, como sucede en nosotros, sino posteriores». Por consiguiente: «si lo que Dios conoce puede ser variable, no se sigue que su ciencia sea falible o de algún modo variable. Nos engañamos, pues, si pensamos que todo conocimiento ha de ser variable porque el que nosotros tenemos de las cosas variables es variable». Cuando se dice que Dios conoce el futuro, lo conocido: «no es futuro respecto a la ciencia divina, la cual, existiendo en el momento de la eternidad, está presente a todo. Si, respecto a la ciencia de Dios, hacemos abstracción del tiempo en que se habla, no hay lugar a decir que esto es conocido como no existente, ni hay lugar a preguntar si puede no existir, sino que se afirma que Dios lo conoce como visto en su existencia»[17].

121. ––Según Santo Tomás los que dejan fuera del objeto del conocimiento divino los singulares dan una cuarta razón, que: «se apoya en que la voluntad es causa de algunos singulares. Y el efecto antes de ser no puede ser conocido sino en su causa; sólo así puede ser antes que comience a ser en sí mismo. Nadie puede conocer con certeza los movimientos de la voluntad, sino el sujeto bajo cuya potestad están. Parece, pues, imposible que Dios tenga conocimiento eterno de los singulares, que tienen por causa la voluntad»[18]. Para ratificar que conoce a todos los singulares, ¿cómo demuestra Santo Tomás que «Dios conoce los pensamientos de las mentes y los deseos de los corazones»? ––El Aquinate para probar que Dios conoce los actos de la voluntad da varios argumentos. En el primero dice: «Se ha probado más arriba (cc. 49-50) que Dios, en cuanto conoce su esencia, conoce todo lo que es de cualquier modo que sea. Además, hay algunos entes, que están en el alma y otros en las cosas, fuera de ella. Por consiguiente, Dios conoce todas las diferencias de los entes, y las que en ellos están contenidas. El ente que está en el alma es el que está en la voluntad o en el pensamiento. Por tanto, se sigue que Dios conoce lo que está en el pensamiento y en la voluntad». Si el primer argumento está basado en lo que podría denominarse el conocimiento por la vía de la esencia, el último, en cambio, lo hace en la de la causalidad. Razona Santo Tomás: «El dominio que ejerce la voluntad sobre sus actos, y que le da el poder de querer o no querer, excluye la determinación de la virtud a una cosa y la violencia de un agente exterior. Sin embargo, no excluye la influencia de la causa superior, de quien ella recibe su ser y su obrar. Y, por consiguiente, permanece la causalidad de la causa primera, que es Dios, respecto de los movimientos de la voluntad; y así conociéndose Dios a sí mismo puede conocer estos movimientos»[19]. 122. ––Para limitar el conocimiento de Dios con el de las cosas singulares, se dice, en quinto lugar, que no puede conocer los singulares infinitos. La imposibilidad: «proviene de la infinitud de los singulares. «Lo infinito en cuanto tal es desconocido» (Aristóteles, Física, 4), porque todo lo que se conoce es medido de alguna manera por la comprensión del sujeto cognoscente, ya que la medición no es más que una certificación de lo medido. Por esto, todas las artes (o técnicas) rechazan lo infinito. Los singulares son infinitos, al menos en potencia. Parece, imposible, por lo tanto, que Dios conozca los singulares»[20]¿Cómo se puede rebatir esta quinta razón? ––Santo Tomás indica que sobre esta «cuestión del conocimiento de los singulares, se puede responder negando la mayor: los singulares no son infinitos. Pero, si lo fueran, Dios no los conocería menos». No hay criaturas con infinitud actual. Sólo Dios es infinito de manera absoluta, porque no tiene límite alguno en acto ni tampoco en potencia. Las criaturas pueden ser infinitas en potencia. Ejemplo de ello es la extensión o el número, que siempre pueden aumentarse indefinidamente. La potencia de estas entidades matemáticas, en este sentido, es infinita, pero en acto siempre son finitas. Dios puede conocer todo infinito. Conocería una criatura infinita por su magnitud, si existiera, porque todo lo que tiene magnitud tiene límites en acto; y también una multitud infinita de criaturas, si pudieran existir en acto, ya que siempre es posible aumentar su cantidad sucesivamente. La razón de tal conocimiento quedaría justificado, porque: «el infinito repugna al conocimiento en cuanto repugna a la enumeración, pues es imposible numerar las partes del infinito en sí, porque esto implica cierta contradicción. Además, conocer una cosa por la enumeración de sus partes es propio del entendimiento, que conoce sucesivamente una parte después de la otra, no del que comprende todas las partes de una vez. Como quiera, pues, que

el entendimiento divino conoce todas las cosas de una vez sin sucesión, no tiene más dificultad para conocer los infinitos que para conocer los finitos». Sobre el conocimiento divino de lo infinito –que será del potencial, que es, por tanto relativo, porque siempre en acto es finito–, precisa también el Aquinate que: «Dios no conoce los infinitos con «ciencia de visión», para servirnos de términos de otros (c. 66), porque los infinitos no son actualmente, ni fueron, ni serán». Sin embargo, añade: «los conoce por «ciencia de simple inteligencia». Conoce los infinitos que no son, ni serán, ni fueron, pero que están en la potencia de la criatura. Y conoce también los que se dan en su potencia y no son, ni serán, ni fueron»[21]. 123. ––Los singulares existen ordenados en el universo. Se pueden distinguir en nobles y viles – «entes pequeños»[22], o los considerados indignos y despreciables–, «en cuanto distancias y relaciones entre sí, y en ello consiste el orden del universo»[23]. Para negar el conocimiento de los singulares : «La sexta razón se basa en la vileza de los singulares. Como quiera que la nobleza de una ciencia proviene de la nobleza de su objeto, parece lógico que también la vileza del objeto influya en la vileza de la ciencia. Pero el entendimiento divino es nobilísimo. Su nobleza, por lo tanto, no permite que Dios conozca ciertos singulares vilísimos».[24] ¿Cuál es la explicación que da el Aquinate para justificar que Dios también conoce estas criaturas? ––Da cuatro explicaciones. La menos compleja es la siguiente: «La vileza del objeto conocido no redunda de suyo en el sujeto cognoscente, pues es propio del conocimiento que el cognoscente contenga la especie de lo conocido según su modo. Puede redundar, sin embargo, accidentalmente y es porque fijándose en lo vil, deja de pensar en lo noble, o porque su consideración le incita a afecciones indebidas. Pero esto es imposible en Dios. El conocimiento de lo vil no desdora, por lo tanto, la nobleza divina, sino que más bien pertenece a su perfección, en el sentido lo posee Dios de antemano»[25]. Toda criatura, en el grado de ser que posea, es semejante a Dios o participa en la medida que sea de la perfección divina. Por ser participable de distintas manera o en grados distintos, incluidos los mínimos, la esencia divina es modelo ejemplar de todas las cosas. 124. ––La última razón, la séptima, que dan los que quieren excluir del conocimiento de Dios el singular; «se apoya en la malicia que se encuentra en ciertos singulares. Como lo conocido está de alguna manera en el cognoscente, y en Dios no puede haber mal, parece seguirse que Dios no conoce en absoluto el mal y la privación, que es cognoscible solamente por un entendimiento potencial, ya que la privación no puede estar más que en potencia. Y consiguientemente, se deduce que Dios no tiene conocimiento de las cosas singulares, en los cuales se halla el mal y la privación»[26]. ––Santo Tomás demuestra que Dios conoce también los males con ocho argumentos. El que se basa es su metafísica del conocimiento es el siguiente: «Lo verdadero es el bien del entendimiento, pues se dice que un entendimiento es bueno, porque conoce lo verdadero. Ahora bien, no solamente es verdad que el bien es bien, sino también que el mal es mal; pues, como es verdadero ser lo que es, también es verdadero no ser lo que no es. Por lo tanto, el bien del entendimiento consiste también en el conocimiento del mal. Pero, por ser el entendimiento divino perfecto en bondad, no le puede faltar ninguna perfección intelectual; posee, pues, el conocimiento de los males». Advierte asimismo Santo Tomás, en primer lugar, que: «El solo es el primer objeto de su conocimiento. Y, viéndose a sí mismo, conoce las otras cosas, no sólo las que están en acto, sino las potencias y las privaciones»[27]. El mal –como había descubierto San Agustín y había expresado San Anselmo con la conocida definición del mal como «ausencia del bien debido»[28]– es una privación.

En segundo lugar, que: «Así como Dios, viéndose a sí mismo, conoce a las otras cosas, sin discurso, tampoco es discursivo su conocimiento, aun cuando conozca los males por los bienes. Pues el bien es, por decirlo así, la razón del conocimiento del mal. Se conoce el mal por el bien como las cosas por sus definiciones, no como las conclusiones por sus principios»[29]. Eudaldo Forment

[1]Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 16, a. in c. [2]Aristóteles,Metafísica, VI, 3. [3]Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 16, a. in c. [4]ÍDEM,Suma contra los gentiles, I, c. 59. [5] Ibíd., I, c. 60. [6] Ibíd. I. c. 61. [7] Ibíd. I, c. 62. [8] Véase: Averroes, Destructio destructionum philosophiae Algazalis (Destrucción de la «Destrucción de los filósofos» de Algacel),versión Calo Calonymus, edic. e introd. Beatrice h. Zedler, Milwaukee, Wisconsin, The Marquette University Press, 1961, VI. [9]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 63. [10] Ibíd., I, c. 64. [11] Ibíd., I, c. 63. [12]Ibíd., I, c. 65. [13] Ibíd., I, c. 63. [14] Ibíd., I, c. 66. [15] Ibíd., I, c. 67. [16] Ibíd., I, c. 63. [17] Ibíd., I, c. 67. [18]Ibíd., I, c. 63. [19] Ibíd., I, c. 68. [20] Ibíd., I, c. 63. [21] Ibíd., I, c. 69. [22] Ibíd., I, c. 64. [23] Ibíd., I, c. 70.

[24] Ibíd., I, c. 63. [25] Ibíd., c. 70, [26] Ibíd., I, c. 63. [27] Ibíd., I, c. 72. [28] Cf. San Anselmo, De la concepción virginal y del pecado original, c. 5. [29]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 72.

XIII. Lo que quiere Dios 125. ––La segunda operación inmanente de Dios es la voluntad. ¿Cómo se descubre este nuevo atributo divino? ––Del hecho de que Dios sea inteligente, se puede concluir que también quiere. Hay que afirmar, por una parte que: «Es necesario que el bien entendido en cuanto tal, sea querido por ser objeto propio de la voluntad el bien entendido. Se dice entendido con relación al inteligente. Por lo tanto, es necesario que el que conoce el bien como tal, quiera». Por otra, que: «Dios conoce el bien, pues, por ser perfectamente inteligente, conoce el ente juntamente con la razón de bien». Se sigue de ello que: «Por lo tanto, Dios quiere». Dios, por lo mismo que es infinitamente inteligente tiene una voluntad perfectísima, pues la voluntad es la consecuencia natural del entendimiento. Conclusión que se encuentra en: «testimonios de la Sagrada Escritura, porque se dice en el Salmo: «Hizo el Señor todo cuanto quiso» (Sl 134, 6); y en la Carta a los Romanos: «¿Quién resiste a su voluntad?» (Rm 9, 19)»[1] De las mismas premisas se infiere también que su voluntad es su propia esencia. Puede decirse que Dios: «es inteligente por esencia, como ya se demostró (cc. 45, 46). Luego también quiere. Por consiguiente, la voluntad de Dios es su misma esencia» y «el querer divino es su propio ser»[2]. 126. ––Por tener voluntad, Dios quiere.¿Qué quiere Dios? ––Dios no quiereni puede querer nada fuera de sí mismo. «El objeto principal de la voluntad de Dios es su propia esencia. El objeto de la voluntad, como ya se ha dicho (c. 72), es el bien entendido. Si pues, como se ha probado, lo que Dios conoce como objeto principal es su esencia divina, ésta será también lo que quiere como objeto principal la voluntad de Dios». Además, el objeto primario de la voluntad de Dios es su propia Bondad infinita, porque: «si la voluntad divina tuviera por objeto principal algo distinto de su misma esencia, tendríamos que esta cosa que mueve a la voluntad divina sería superior a ella»[3], lo que no es posible La voluntad divina quiere primaria y absolutamente su propia Bondad infinita, porque el Bien infinito, que es Dios, adecua total y plenamente a su voluntad, ya que ésta se identifica con Dios mismo, que es su propia bondad. Dios es su propia voluntad, en cambio, las criaturas tienen voluntad. 127. ––Según esta doctrina, ¿Dios puede querer a las cosas creadas? ––Dios quiere todas las cosas creadas, porque reflejan su misma Bondad divina, por participar de ella. «El que ama algo en sí y por sí mismo quiere consiguientemente todas las cosas en que

esto se encuentra. Como el que ama lo dulce por sí mismo es natural que quiera todo lo que es dulce, Dios quiere y ama su ser en sí mismo y por sí, como se ha dicho; y todo lo demás es una cierta participación de su ser. Queda, por lo tanto, que Dios, por el hecho de quererse y amarse a sí mismo, quiere y ama a las otras cosas». Por el hecho de que Dios quiere su ser en sí y por sí mismo, quiere y ama a todos los demás entes, en cuanto participan por semejanza de su ser. Sí, por ejemplo, alguien quiere lo dulce por sí mismo, o de una manera absoluta, es natural que ame también todo lo que es dulce en algún grado. También, y como consecuencia: «Por el hecho de quererse, Dios quiere a los otros entes, que se ordenan a Él como a su fin»[4]. Por ello, de que la voluntad de Dios se satisfaga plenamente con su bondad divina, no se sigue que no quiera a las criaturas, sino que las quiere en orden a su bondad. El que Dios ame a los otros entes en orden a su infinita bondad no implica que no los quiera realmente. Al igual que Dios conoce con su entendimiento a los otros entes en su esencia divina, y los conoce así de un modo perfecto, al quererlos en orden a su infinita bondad, los quiere verdaderamente. Además: «Dios se quiere a sí mismo y a los otros entes con un solo acto de su voluntad». Como «el querer divino es su ser, según se ha probado (c. 73)» y «en Dios no hay más que un ser», se sigue que: «no tiene más que un querer»[5]. Aunque este único querer de Dios tenga por objeto secundario la multiplicidad de las cosas creadas, «la multitud de objetos queridos no se opone a la unidad y simplicidad de la naturaleza divina». Debe tenerse en cuenta que: «Dios quiere a los otros entes en cuanto quiere su bondad (…) pero en su bondad todos los entes son uno: están en Él según su modo propio, es decir «lo material inmaterial y lo múltiple en unidad» como consta por lo dicho (c. 58). Queda, pues, que la multitud de objetos queridos no multiplica la substancia divina»[6]. 128. ––Parece necesario: «decir, para salvar la simplicidad divina, que Dios quiera los otros bienes en una cierta universalidad, es decir, en cuanto se quiere como principio de todos los bienes que pueden fluir de Él, y que no los quiere en particular». ¿Puede así afirmarse que la voluntad divina quiere a cada uno de los entes singulares en particular? ––Dios quiere a cada singular, en su propia bondad y ser, que ha recibido de Dios. Un argumento para probarlo es el siguiente: «El bien conocido, en cuanto tal, es querido. Pero Dios conoce los bienes particulares. Quiere, pues, los bienes particulares». Esta tesis queda confirmada por: «la autoridad de la Sagrada Escritura, que nos muestra en el Génesis la complacencia de la voluntad divina en cada una de sus obras. Dice: «Y vio Dios ser buena la luz» (Gn 1, 4); y lo mismo dice de las otras obras, y después de todas juntas: «Vio Dios ser bueno cuanto había hecho» (Gn 1, 13)»[7]. 129. ––Se ha probado que Dios conocelas cosas que no existen actualmente, pero no que las pueda querer, e incluso que es lo contrario, porque indica el mismo Santo Tomás: «como el querer supone una relación entre el que quiere y lo querido puede parecer que Dios no quiere más que lo que realmente existe, porque dos cosas relativas deben existir a la vez, y la desaparición de una entraña la desaparición de la otra, como dice Aristóteles (Categorías, 7)». Por consiguiente: «nadie puede querer sino lo que realmente existe. ¿Se puede afirmar que Dios quiere a los singulares futuros, que aún no existen?

––Con esta argumentación se podría concluir igualmente que: «el querer de Dios es, como su ser invariable, y no quiere sino lo que realmente es, nada quiere que no sea siempre». Dios sólo se podría querer a sí mismo. Podría responderse que las cosas futuras: «las cosas que no son en sí mismas son en Dios y en su entendimiento». Por ello, Dios querría: «como estando en Él, las cosas que aún no son en sí mismas». Sin embargo, la respuesta no es adecuada, porque: «si la voluntad divina no se inclina al objeto querido, que no es sino en cuanto es en Él o en su entendimiento, se segaría que Dios no lo quiere, sino en cuanto quiere que esté en Él o en su entendimiento». La cuestión de la que se trata no está, sino la del querer divino de las cosas en sí mismas. De este modo: «la voluntad se relacionará con lo querido no sólo como se da en el cognoscente, sino también como se da en sí mismo». Explica el Aquinate que: «el que entiende no capta la cosa sólo como se da en él, sino como se da en su misma naturaleza, pues no sólo sabemos que conocemos una cosa, que es precisamente estar en el entendimiento, sino también que ella es, fue o será en su propia naturaleza». Puede ocurrir que: «en este momento la cosa no se dé sino en el entendimiento», pero entonces el querer de la voluntad o «la relación consiguiente a la aprehensión se establece con la cosa querida, no como está en el cognoscente, sino como es su propia naturaleza , que ha captado el entendimiento». Por consiguiente: «hay una relación entre la voluntad divina y la cosa que no existe actualmente». Es una relación que se da con su naturaleza, que existe sólo durante un momento temporal. La relación es con «la cosa que no existe actualmente, en cuanto ella es en su naturaleza propia por algún tiempo, y no sólo en cuanto está en Dios, que la conoce. «Dios quiere la cosa, que no es ahora, pero que será en algún tiempo» y no la quiere sólo en cuanto conocida. El que la cosa no exista ahora no impide la relación este querer divino. La relación volitiva «no es similar a la que hay entre el creador y lo creado, el hacedor y lo hecho, el Señor y la criatura a Él sujeta», porque: «el querer es una acción inmanente, que no fuerza a suponer algo existente fuera»[8]. 130. ––¿Cómo quiere Dios de manera necesaria o libre? ––De la doctrina sobre la voluntad divina, que ha expuesto Santo Tomás, infiere que: «Dios quiere necesariamente su ser y su bondad, y que no puede querer lo contrario». Dios se quiere a sí mismo necesariamente. La relación de su voluntad con lo querido, que es su bondad, es necesaria. Se confirma, porque: «Toda voluntad quiere necesariamente su último fin. El hombre quiere necesariamente su felicidad; no puede querer su mal. Pero Dios quiere su ser como último fin, como se ha dicho (c. 74). Necesariamente, pues, quiere su ser y no puede no quererle»[9]. Podría creerse que Dios: «querrá necesariamente a los otros entes, ya que los quiere queriendo su bondad». Sin embargo, si se considera esta propiedad de la voluntad divina: «se ve que no quiere necesariamente a los demás entes». Se advierte claramente en el siguiente argumento: «Dios quiere las criaturas como entes ordenados al fin de su bondad. La voluntad no se inclina necesariamente a lo ordenado al fin, si este fin puede darse sin estos medios. Un médico, por ejemplo, aun supuesta su voluntad de sanar, no tiene necesidad de administrar al enfermo los medicamentos sin los cuales puede

sanar». Aunque el fin sea necesario, no se quieren necesariamente los medios, si sin ellos se puede conseguir este fin. Se desprende de ello, que la voluntad divina no quiere necesariamente a las criaturas, por que no son medios necesarios para que alcance su bondad o perfección, que es su fin necesario. «Como quiera, pues, que la bondad divina puede darse sin las criaturas, es más, ningún acrecentamiento le viene de ellas, no tiene necesidad de quererlas por el hecho de querer su bondad»[10]. 131. ––A esta explicación se puede presentar el siguiente inconveniente: «Si es natural a Dios querer lo que Él ha causado, es necesario. Nada innatural puede ser en Él, ya que no hay en Él algo por accidente ni por violencia, como se ha dicho (c. 19)» ¿Cómo se puede explicar la existencia de un querer innatural o no natural a las criaturas, que sea conforme a su querer natural y necesario? ––Responde Santo Tomás que no hay que: «admitir algo innatural en Dios, porque su voluntad con mismo e idéntico acto quiere a si misma y a los otros». La razón es la siguiente: «La relación consigo mismo es necesaria y natural. En cambio, la relación a los demás es en atención a cierta conveniencia, no ciertamente necesaria y natural, ni tampoco violenta o innatural, sino voluntaria. Y lo que es voluntario no es necesario que sea ni natural ni violento»[11]. Dios se quiere a sí mismo de manera natural y necesaria y a las criaturas de modo voluntario. Concreta Santo Tomás sobre este modo voluntario o electivo de la voluntad divina, que: «de lo que precede se puede deducir que Dios, aunque nada quiere de sus efectos, con necesidad absoluta, los quiere, sin embargo, con necesidad hipotética»[12]. Una necesidad, que implica una hipótesis o suposición, en este caso el supuesto es que quiere a las cosas, y entonces Dios ya no puede no quererlas, porque su voluntad es necesariamente inmutable. También precisa consecuentemente que, sin embargo, «la voluntad de Dios no puede querer lo que de suyo es imposible». Se puede explicar del modo siguiente: «De la misma manera que una cosa se relaciona con el ser, se relaciona con la bondad. Pero las cosas imposibles no pueden ser. Luego no pueden ser buenas. Ni, por lo tanto, queridas por Dios, que no quiere sino lo que es o puede ser bueno»[13]. Por último, concreta que: «la voluntad divina no quita la contingencia de los entes ni les impone necesidad absoluta». Se ha probado que Dios quiere con necesidad hipotética a las criaturas. «De la voluntad divina, por tanto, no puede proceder una necesidad absoluta en las criaturas. Sólo esta necesidad excluye la contingencia, pues lo contingente puede ser necesario hipotéticamente, como sería necesario, por ejemplo, que Sócrates se mueve, si corre. La voluntad divina, por lo tanto, no excluye la contingencia de las cosas que quiere». La voluntad divina al querer tampoco impone necesidad a lo querido, porque: «de que Dios quiera algo no se sigue que tenga que acontecer eso necesariamente, sino que la verdad y necesidad afecta sólo a esta condicional: «si Dios quiere algo, eso sucederá». Lo que no significa que el consiguiente sea necesario»[14]. 132. ––Es manifiesto que: «de entre las cosas que Dios quiere ninguna es causa del querer divino». La voluntad divina no puede estar causada por algo procedente de las criaturas, porque estaría entonces en potencia con respecto a ello. No tendría algo todavía y que le proporcionarían estas criaturas y dependería así de ellas. ¿Cuál es la causa de la voluntad divina? ––La causa de la voluntad de Dios es la bondad divina. Explica Santo Tomás que: «El fin es causa de que la voluntad quiera. Y el fin de la voluntad divina es su bondad. Esta es, pues, la causa de querer Dios, que es también su mismo querer»[15].

El motivo o razón del querer divino de la criaturas es su bondad. Argumenta el Aquinate: «Dios quiere su bondad como fin, y todo lo demás como ordenado al fin. Su bondad es, por lo tanto, la razón de querer las cosas distintas de Él»[16]. La existencia de este motivo manifiesta que Dios no actúa con su mera voluntad, sino con su voluntad dirigida por su propio entendimiento. Es un «error» afirmar que: «todo procede de Dios en virtud de su simple voluntad, de tal manera que no hay otra razón que el que Dios lo quiere». Este contingentísimo es también: «contrario a la divina Escritura, que nos enseña que Dios «creó todas las cosas según el orden de su sabiduría» (Sal 103, 24), y en el Eclesiástico: «Dios derramó su sabiduría sobre todas sus obras» (Eccl 1, 10)»[17]. 133. ––Añade Santo Tomás que: «Consecuencia inmediata de las demostraciones precedentes es que en Dios hay libre albedrío». ¿En qué consiste el libre albedrío divino? ––El libre albedrío o libertad de Dios es una propiedad de su voluntad. La voluntad de Dios es libre. En Dios, hay libre albedrío o libertad, que es la propiedad singular de la voluntad de ser la causante de sus propios actos y, por tanto, responsable de los mismos. «El hombre es dueño de sus actos porque tiene libre albedrío (…) Según Aristóteles: «Es libre lo que es causa de sí mismo» (Met I, 2)». Como consecuencia, indica el Aquinate: «Se predica el libre albedrío respecto de lo que uno quiere sin necesidad y espontáneamente. En nosotros, por ejemplo, hay libre albedrío respecto de querer correr o pasear. Pero Dios quiere sin necesidad los seres distintos de El, como quedó demostrado (c. 81). Luego a Dios le compete tener libre albedrío». La libertad o libre albedrío, por consiguiente, se podría definir como querer un bien elegido. En esta definición de libre albedrío se significa que intervienen en ella tres elementos: la voluntad, como principio intrínseco; el fin: el bien propio; y un acto: laelección. Este último elemento esencial consiste en el modo de posibilidad de la voluntad o, más concretamente, la actualización de su potencialidad. Toda voluntad es libre y, por tanto, siempre hay elección, pero no todos los actos de la voluntad son libres ni en todos ellos se elige. En cualquier voluntad, con relación al fin último, el bien y, con él, la verdad –bien del entendimiento–, y cuya posesión se identifica con la felicidad, no hay nunca elección. Nota Santo Tomás que: «Según Aristóteles: «la voluntad es del fin, y la elección de lo ordenado al fin» (Ética, III, 4)». El fin último no se elige, porque se quiere de un modonaturaly necesario. En cambio, se elige lo que está a él, como lo son los medios para conseguir el último fin. Argumenta seguidamente: «como Dios quiérese como fin, y a los demás seres como ordenados al fin, síguese que, respecto de sí mismo, tiene sólo voluntad, y en cambio, respecto de los demás seres tiene además elección. Y la elección se realiza siempre por el libre albedrío». Dios se quiere a sí mismo de manera natural y necesaria, pero con respecto a los demás seres, su voluntad elige. Quiere su fin, como hacen también las criaturas espirituales de una manera voluntaria, pero no libre. En todo lo demás, que no sea el último fin quiere electivamente. «Luego a Dios le pertenece el libre albedrío». En Dios hay necesidad, pero también elección. «La voluntad divina se inclina por su entendimiento, como ya se probó, hacia las cosas a que según su naturaleza no está determinada (c. 82). Pero se dice que el hombre tiene, sobre los otros animales, el libre albedrío, porque se inclina a querer por el juicio de la razón, no por el ímpetu de la naturaleza. Luego Dios tiene libre albedrío»[18].

134. ––Por tener voluntad y libre parece que por ella Dios deba amar ¿Del estudio de la voluntad de Dios se infiere que hay amor en Dios? Para una respuesta precisa debe sostenerse, en primer lugar, que «Dios está exento de pasiones afectivas». Explica Santo Tomás que: «No hay pasión procedente de la afección intelectual, sino solamente de la sensitiva, como se prueba en la Física de Aristóteles (VII, c. 3). Pero en Dios no puede haber afección tal, porque no tiene conocimiento sensitivo, como se ha dicho (c. 44). Queda pues que en Dios no hay pasión afectiva»[19]. No obstante: «Hay pasiones que, aunque no convengan a Dios en cuanto tales, nada de lo que implican por razón de su especie repugna a la perfección divina. De esta clase son el gozo y la delectación». La razón es porque: «El gozo es de un bien presente. Por lo tanto, ni en virtud de su objeto, que es el bien, ni por la disposición del sujeto respecto del objeto, del que está en posesión actual, el gozo, por razón de su especie, repugna a la perfección divina»[20]. En Dios, hay «gozo y amor», pero: «en Él no están con caracteres de pasión como en nosotros». En segundo lugar, queel amor, como lo definió Aristóteles, es «querer el bien para alguien»[21], Dios, por tanto, se ama a sí mismo y a los demás seres. En Dios hay amor, o mejor, es amor, porque quiere su bien y el de todas las criaturas. Por consiguiente: «es necesario que en Dios haya amor en atención al acto de su voluntad. Propiamente es necesario, para que exista el amor, que el amante quiera el bien de lo amado. Pero Dios quiere según lo dicho, su bien y el de los otros, (cc. 74-75). Según esto, Dios se ama a sí mismo y a los demás entes». 135. ––Dios ama a todo cuanto existe, pero ¿de qué modo lo ama Dios? ––El amor de Dios es verdadero amor. Santo Tomás distingue dos especies de amor, como había hecho Aristóteles. El primero es el llamado amor de benevolencia, que es un querer el bien, pero es un amor recurvo, porque no se quiere el bien de lo amado, sino para sí o para otro. No es un verdadero amor. Sólo un amor accidental, porque: «cuando se quiere el bien de un ente porque redunda en el bien de otro, se le ama accidentalmente. Por ejemplo, el que quiere conservar el vino para beberlo o a un hombre para su utilidad o deleite, de suyo se ama a sí mismo y accidentalmente al vino o al hombre». Además de este el amor de deseo o de posesión, existe el amor donación u oblación. Es un verdadero amor, porque se quiere el bien de lo amado, y «para que el amor sea verdadero es necesario que se quiera el bien de un ente en cuanto es de él». Este es el modo que Dios ama, porque: «quiere el bien de cada ente en sí mismo, aunque también ordene a uno a la utilidad de otro», como ama, por ejemplo, las cosas materiales, aunque sean de algún modo para el hombre. «Dios, pues, se ama verdaderamente a sí mismo y a los otros entes». 136. ––A todos los entes creados Dios los ama, pero no porque sean buenos con algún bien que no hayan recibido de Dios. En todo lo que son buenas las cosas, lo son, porque Dios las ama. Dios no ama a las criaturas porque sean buenas, sino que son buenas, porque las ama Dios. ¿Qué cualidades tiene este amor verdadero de Dios? ––El amor de Dios como todo verdadero amor, por un lado, es unitivo. «Dice Dionisio que «El amor es una virtud unitiva» (Los nombres divinos, c. 4, 5). Cuanto aquello por lo que el amante es uno con el amado es mayor tanto más intenso es el amor. Queremos más, por ejemplo, a los que nos une el origen o un trato habitual, o algo semejante, que a los que nos une solamente la sociedad de la naturaleza humana». Como debe afirmarse que: «es propio del amor el mover a la unión (…) Por esto, los amigos se complacen en encontrarse, en conversar y en vivir juntos (Aristóteles, Ética, 9, 12). Dios mueve

a los demás entes a la unión, pues dándoles el ser y las otras perfecciones, los une a sí mismo en cuanto es posible, Dios, pues, amase a sí mismo y a los demás cosas»[22]. Además, tal como ha notado Garrigou-Lagrange: «El amor increado de Dios para con sus criaturas no tiene nada de pasivo, es esencialmente activo y creador, todo de generosidad, absolutamente libre en su brindarse y, sin embargo, regulado por la divina sabiduría»[23]. Por otro lado, el amor verdadero y unitivo de Dios es firme, en el sentido de seguro y estable. Explica Santo Tomás que: «Cuanto más íntimo es al que ama, por lo que es la unión del amor, tanto más firme es. Por esto a veces el amor que proviene de alguna pasión es más vehemente que el que tiene por causa el origen natural o un hábito, pero también desaparece más fácilmente. El fundamento de que todas las cosas estén unidad a Dios, que es su bondad, a quien todos imitan, es lo más íntimo a Dios, por ser su misma bondad. Por lo tanto, en Dios existe el amor que es no sólo verdadero, sino perfectísimo y firmísimo»[24]. Es un amor perfectísimo o infinitamente perfecto, porque Dios es por esencia la bondad infinita. Observa Garrigou-Lagrange que: «Hay necesariamente en Dios un acto completamente espiritual y eterno de amor del Bien; y este Bien, amado desde toda la eternidad, es el mismo Dios, la infinita perfección, la plenitud del ser, amable en todo lo que tiene de amable, infinitamente (…) En el amor con que Dios se ama a sí mismo no hay la menor traza de egoísmo, su carácter esencial es el ser infinitamente santo. El egoísmo consiste en preferirse al Bien, Ahora bien, Dios es el Bien en sí, y al amarse a sí mismo, lo que ama santamente y por sobre todas las cosas es el soberano Bien»[25]. Estas cualidades del amor divino confirman su existencia, porque: «El amor no importa nada que repugne a Dios por parte del objeto, que es el bien. Tampoco por parte de su disposición en orden al objeto, porque el amor no disminuye con la posesión de la cosa, sino que, por el contrario, aumenta, ya que un bien aún es más afín cuando se posee (…) El amor, por lo tanto, no repugna a la perfección divina según la razón de su especie. Se da pues en Dios». 137. ––Respecto al firme o estable amor universal de Dios a todas las criaturas puede parecer que: «Dios no ama más a una cosa que a otra, pues si la intensidad o disminución pertenecen propiamente a la naturaleza variable, no pueden convenir a Dios, del que está lejos de toda mutabilidad». Debe pues aplicarse el mismo criterio que a todas las acciones divinas, pues: «las otras operaciones no son susceptibles de más y menos sino según el vigor de la acción; lo que no puede convenir a Dios. Pues el vigor de la acción se mide por la virtud (o poder) de quien procede, y toda acción divina procede de una sola e idéntica virtud». ¿Cómo resuelve Santo Tomás esta dificultad a su tesis sobre la inmutabilidad del amor divino? ––Su respuesta se basa en la misma esencia del amor. Como se indica en su definición: «el amor quiere algo para alguien, pues amamos una cosa cuando queremos un bien para ella». Se advierte que es así, porque: «las cosas que apetecemos decimos desearlas en sentido escueto y propio, no amarlas, pues más bien nos amamos a nosotros al apetecerlas. Por esta razón se habla accidental e impropiamente cuando se dice que se aman». A diferencia de amar, en Dios: «las otras operaciones no son susceptibles de más y menos sino según el vigor de la acción; lo que no puede convenir a Dios. Pues el vigor de la acción se mide por la virtud o poder de quien procede, y toda acción divina procede de una sola e idéntica virtud». En cambio: «en cuanto al amor, es susceptible de más y menos en dos sentidos. Primeramente, por el bien que queremos para alguno; decimos, en efecto que amamos más a aquel quien queremos un bien mayor».

Puede haber diferencias en el amor no sólo por el bien querido para el otro, sino también con la energía que se quiera, o, como escribe Santo Tomás, en segundo lugar: «por el vigor de la acción, y en este sentido decimos que amamos más a aquel para quien queremos, aunque no un bien mayor, si un bien igual con más ardor y eficacia». Si se tiene en cuenta esta distinción puede afirmarse que: «nada se opone a que Dios ame más a uno que a otro en el primer sentido, es decir, en cuanto quiere para él un bien mayor»[26]. Por ello, según la explicación de Garrigou-Lagrange, el «amor universal» de Dios «tiene sus libres preferencias», pero: «esta soberana libertad conserva siempre en sus libres preferencias el orden admirable de la caridad». De ahí que además de las distintas predilecciones entre los individuos, se den también en la escala de las criaturas, porque : «Dios prefiere los espíritus a los cuerpos, que han sido creados para los espíritus; y sobre todas las almas y todos los espíritus puros y creados prefiere a la Madre del Verbo encarnado; y sobre la Virgen prefiere a su Hijo único»[27]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 72. [2] Ibíd., c. 73. [3] Ibíd., I, c. 74. [4] Ibíd., I, c. 75. [5] Ibíd., I, c. 76. [6] Ibíd., I, c. 77. [7] Ibíd., c. 78. [8] Ibíd., I, c. 79. [9] Ibíd., I, c.80. [10]Ibíd., I, c. 81. [11] Ibíd., I, c. 82. [12] Ibíd., I, c. 83. [13] Ibíd., I, c. 84. [14] Ibíd., I, c. 85. [15] Ibíd., I, c. 87. [16] Ibíd., I, c. 86. [17] Ibíd., I, c. 87. [18] Ibíd., I, c. 88. [19] Ibíd., I, c. 89.

[20] Ibíd., I, c. 90. [21] Aristóteles, Retórica, II, 4, 2. [22] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 91. [23]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza, Madrid, Ediciones Palabra, 1977, p. 83. [24] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 91. [25]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza,, op. cit. pp. 81-82. [26] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 91. [27]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza, op. cit., p. 88.

XIV. La vida de Dios 138. ––Después de la exposición del atributo divino del amor, declara el Aquinate: «Es claro, por todo lo dicho, que ninguna de nuestras afecciones puedan existir en Dios, a excepción del gozo y del amor». Sin embargo, en la Sagrada Escritura se atribuyen a Dios pasiones como la misericordia, la tristeza, la ira y otras muchas. ¿Cómo resuelve esta dificultad? –– La respuesta del Aquinate es la siguiente: «si la divina Escritura atribuye a Dios los otros afectos que repugnan por su misma especie a la perfección divina, no lo hace en un sentido propio, como ya se ha probado (c. 89, c. 30), sino metafóricamente, por la semejanza de efectos o de algún afecto precedente». La predicación de estas pasiones es de manera metafórica o con la denominada analogía de proporcionalidad impropia, porque la semejanza, que permite la atribución, no está en la esencia o naturaleza, sino en un efecto semejante en los analogados o en unas operaciones analogadas, producidas ambas por las respectivas esencias no semejantes intrínsecamente. Respecto a los efectos, explica Santo Tomás que: «La voluntad dirigida sabiamente, tiende a producir un efecto a que otro está inclinado por su pasión defectuosa. Así, por ejemplo, el juez inflige un castigo por justicia, y un airado hace lo mismo por ira. Se dice, pues, que Dios está airado en cuanto sabiamente quiere castigar a alguien». Por esta semejanza en el efecto de la virtud justicia y de la pasión de la ira, se llama a la primera ira. Se comprende así que: «En este sentido, dicese en el Salmo: “Pues se inflama de pronto su ira” (Sal 2, 13)». Otro ejemplo es el de la otra gran virtud divina de la misericordia. A Dios: «se le llama misericordioso por cuanto, por su benevolencia, quita las miserias de los hombres, como nosotros hacemos lo mismo por la pasión de la misericordia. Así se dice en el Salmo: “El Señor es piadoso y benigno, paciente y misericordiosísimo (Sal 102, 8)». A Dios se le puede atribuir la misericordia en su grado máximo, porque el efecto de remediar las miserias es semejante a la miseria pasional, por la que se experimenta la tristeza del prójimo como si fuera propia. También en la Escritura, por ejemplo: «Se le llama también algunas veces arrepentido, en cuanto, según el eterno e inmutable orden de su providencia, restablece lo que antes había destruido o destruye lo que antes hizo; lo mismo que hacen, según vemos, los movidos a penitencia. En este sentido se dice en el Génesis “Me arrepiento de haber hecho al hombre”. Y que esto no se afirme con un sentido propio es claro por las palabras del libro de los Reyes “El esplendor de Israel no se doblegará, no se arrepentirá” (I Reg 15, 29)».

En cuanto a la atribución analógica metafórica o a la semejanza en las operaciones, en este caso es por las pasiones. La Escritura se habla de alegría, tristeza, y otras. «Atribuye a Dios estas pasiones por semejanza de una afección precedente. Pues el amor y el gozo, que están en Dios en su sentido propio, son los principios de todas las afecciones: el amor, a modo de motor, y el gozo a modo de fin». El amor y el gozo que, como se ha dicho, se predican de Dios en sentido propio, porque se hace con analogía de proporcionalidad propia o de semejanzas esenciales o intrínsecas, son siempre la causa de todas las demás pasiones en las criaturas. «Por esto, los que castigan airados se gozan en ello como en un fin conseguido». Con este parecido en las criaturas: «Si se afirma, pues, que Dios se entristece, es en cuanto suceden algunos casos contrarios a lo que Él ama y aprueba; como nosotros nos entristecemos de lo que nos sucede contra nuestro gusto. Tenemos una prueba de esto en las palabras de Isaías: “Vio el Señor y apareció el mal ante sus ojos, porque no hay juicio. Y vio que no hay varón; y quedó en apuro, porque no hay quien se ponga de por medio” (Is 59, 15-16)»[1]. 139. ––Seguidamente el Aquinate afirma que en Dios hay virtudes o capacidades para hacer el bien. La virtud es un hábito, disposición firme y constante. Sin embargo: «el hábito es un acto imperfecto, un cierto medio entre la potencia y el acto; de donde viene el comparar los que tienen hábitos a los que duermen. En Dios hay el acto perfectísimo. Luego, en Él no se da el acto del hábito, como la ciencia» ¿Cómo explica que puedan haber virtudes en Dios? ––Debe sostenerse, por una parte, que efectivamente: «Es preciso que, como su ser es absolutamente perfecto, al abarcar en sí en cierto modo las perfecciones de todas las cosas, así también su bondad abarque en sí de alguna manera la bondad de todos ellos. Más la virtud es una cierta bondad para el virtuoso, pues “por ella se le dice bueno a él y a su obra” (Aristóteles, Ética II, 5). Luego es preciso que la bondad divina encierre a su modo todas las virtudes». Sin embargo, por otra parte: «Ninguna de ellas se encuentra en Dios como hábito, cual ocurre en nosotros. Pues Dios no es bueno por algo añadido, sino por su esencia, debido a que es absolutamente simple. Y tampoco obra por algo añadido a su esencia, por ser su acción, como se ha probado (cc. 45, 73). Luego su virtud no es hábito alguno, sino su esencia». Por consiguiente: «no se puede atribuir a Dios virtud alguna como hábito, sino sólo esencialmente». Tampoco se pueden atribuir esencialmente a Dios: «las virtudes que pertenecen a la vida activa, en cuanto la perfeccionan». Nota Santo Tomás que: «Algunas de estas virtudes que miran a la vida activa nos regulan las pasiones» y como en Dios no hay pasiones, con más motivo no se pueden dar en Dios. Observa además que: «Algunas de las pasiones sobre las que versan las virtudes resultan de la inclinación del apetito a un bien corporal, deleitable al sentido, como el alimento, la bebida y a lo venéreo, sobre cuyas concupiscencias (deseos) versan la sobriedad, la castidad y, en general, la templanza y la continencia. De aquí que, no habiendo en Dios en modo alguno delectaciones corporales, dichas virtudes no convienen propiamente a Dios, pues miran a las pasiones». No se pueden atribuir a Dios al igual que las virtudes, que regulan las otras pasiones, en sentido propio o con analogía de proporcionalidad, pero las de esta especie ni con analogía de proporcionalidad impropia o metafórica. Por ello: «Ni tampoco se atribuyen a Dios metafóricamente en las Escrituras, pues ni atendiendo a la semejanza de algún efecto se puede encontrar semejanza alguna de ellas en Dios». Se dan también: «pasiones que resultan de la inclinación del apetito a un bien espiritual, como es el honor, el dominio, el triunfo, la venganza, etc., sobre cuyos apetitos de esperanza, audacia,

y otros semejantes, versan la fortaleza, la magnanimidad, la mansedumbre y otras virtudes parecidas». No se cumple exactamente la misma regla de atribución a Dios en esta especie de virtudes sobre los deseos de bienes no materiales, porque: «Estas virtudes no pueden darse en Dios en sentido propio, por versar sobre las pasiones; mas la Escritura las atribuye a Dios metafóricamente, por la semejanza de los efectos, como ocurre en el libro de los Reyes: “No hay otro tan fuerte como el Dios nuestro” (1 Reg 2, 2); y en Miqueas: “Buscad al manso, buscad al bueno” (Miq 6, So 2, 3)»[2]. 140. ––Las virtudes, fuerzas o potencias, tienen por materia no sólo las pasiones, sino también todas las operaciones, porque las virtudes pueden estar en todas las facultades o potencias. Sostiene Santo Tomás que: «Hay, además, algunas virtudes que dirigen la vida activa del hombre, las cuales versan, no sobre las pasiones, sino sobre las acciones, como la verdad, la justicia, la generosidad, la magnificencia, la prudencia y el arte». Estas seis virtudes se pueden atribuir a Dios, porque: «como la virtud se específica por el objeto o la materia, y las acciones que son materias u objetos de estas virtudes no se oponen a la perfección divina, tampoco tales virtudes, en razón de su propia especie, tienen algo por lo que se las excluya de la perfección divina». La verdad, la justicia, la generosidad, la magnanimidad o magnificencia, la prudencia y el arte o manera de hacerse algo, deben atribuirse a Dios, porque: «estas virtudes son ciertas perfecciones de la voluntad y del entendimiento, puesto que son principios de operación sin pasión. Pero en Dios están el entendimiento y la voluntad, que no carecen de ninguna perfección. Luego ellas no pueden faltar en Dios». ¿Cómo se demuestra que cada un de estas virtudes se dan en Dios? ––La veracidad es la virtud por la que se dice la verdad con la finalidad de manifestar lo que se piensa[3]. Es propia de Dios, por la siguiente razón: «Todo lo que recibe de Dios el ser es preciso que lleve su semejanza, en cuanto es, y es bueno, y tiene su razón propia en el entendimiento divino, según se probó ya (cc. 40, 54). Pero pertenece a la virtud de la veracidad, como dice Aristóteles en su Ética (II, c. 13), el mostrarse uno en sus hechos y dichos tal cual es. Luego en Dios está la virtud de la veracidad. De aquí que se diga en la carta a los Romanos: “Dios es veraz” (Rom 3, 4); y en el libro de los Salmos: “Todos tus caminos son verdad”»[4]. La virtud de la justicia, «el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho»[5], se encuentra también en Dios. Argumenta el Aquinate: «Se ha probado ya que el hecho de querer Dios algo quiere lo que para ello se precisa. Pero lo que precisa para la perfección de algo, le es debido. Por tanto, en Dios está la justicia, a la que pertenece distribuir a cada uno lo suyo. De donde se dice en el Salmo: “Justo es el Señor, y ha amado la justicia” (Sal 10, 8)»[6]. Dios es la «máxima generosidad (maxime liberalis)»[7]. Explica Santo Tomás en este artículo de la Suma contra gentiles: «Como quedó patentizado (c. 81) el fin último por el que Dios quiere todas las cosas, en modo alguno depende de lo que se ordena al fin, ni cuanto al ser ni cuanto a perfección alguna. Dios no quiere comunicar su bondad a alguien para el que le venga de aquí algún aumento, sino que el comunicarse le conviene como a fuente de bondad». Dios es lagenerosidad misma o el desinterés pleno. Nunca busca su utilidad, sino que todo lo hace para comunicar libremente su bondad. «El dar, no por algún emolumento que se espera de la donación, sino por la misma bondad y conveniencia de esta es acto de generosidad, como consta por Aristóteles en su Ética (IV, c. 2). Dios, por tanto, es generoso en grado máximo, y como dice Avicena: “se puede decir que propiamente sólo Él es generoso” (Metafísica, t. 6, c. 5),

porque todo agente distinto de Él adquiere por su acción algún bien, que es el fin intentado. Esta su generosidad la patentiza la Escritura cuando dice en el Salmo: “Abriendo Tú tu mano, todos se saciarán de bienes” (Sal 103, 28); y en la carta de Santiago: “Que da a todos copiosamente y no da improperios” (St 1, 5)»[8]. A su generosidad, por su grandeza, le acompaña la magnanimidad[9] y la magnificencia[10]. Dios no está encerrado en ninguna especie de egoísmo. Por el contrario, el amor de Dios implica la máxima generosidad. En sus relaciones con las criaturas, Dios no busca nada en ellas, que pueda perfeccionarle ni darle mayor bien o felicidad. Únicamente quiere difundir su propia perfección. Igualmente hay que predicar de Dios la virtud de la prudencia, que indica lo que hay que hacer según la recta razón en el obrar a actuar, «recta ratio agibilium»[11]. La prueba es la siguiente: «La voluntad divina, en lo que es distinto de sí, se determina a una cosa por su conocimiento, según se ha probado (c. 82). Mas el conocimiento que ordena a la voluntad a obrar es la prudencia, porque, según Aristóteles: “la prudencia es la recta razón como norma de las acciones” (Ética, VI, c. 5). Luego en Dios está la prudencia. Esto es lo que se dice en Job: “En Él están la prudencia y la fortaleza” (Jb 12, 13)»[12]. Por último, en Dios debe colocarse la virtud intelectual de obrar bien o arte[13], porque: «Como se demostró anteriormente, no puede faltar en el entendimiento divino la razón propia de todas aquellas cosas que pasan a ser en virtud de Dios. Mas la razón del efecto es el arte, de donde dice el Filósofo que: “el arte es la razón como norma de lo factible” (Ética, VI, c. 4). Luego propiamente el arte está en Dios. Y así se dice en la Sabiduría: “Me adoctrinó la sabiduría, artífice de todo” (Sap 7, 21)»[14]. 141. ––¿Hay otras virtudes morales que versen sobre las acciones que de manera parecida, se puedan atribuir a Dios? ––No todas las virtudes morales que regulan la acción están en Dios, porque: «La vida activa del hombre, consiste en el uso de los bienes corporales; de donde las virtudes por las que usamos rectamente de estos bienes rigen la vida activa. Más tales no pueden convenir a Dios. Luego tampoco dichas virtudes, en cuanto rigen esta vida». Este tipo de virtudes: «perfeccionan las costumbres de los hombres en lo que se refieren al trato social; de donde parece que a los que no tienen trato con la sociedad, tales virtudes no les convengan del todo. Luego mucho menos le pueden convenir a Dios, cuyo trato y vida dista mucho de ser como la vida humana»[15]. Por parecida razón, como: «hay algunas virtudes que ordenan las acciones de los súbditos para con los superiores, tales no pueden convenir a Dios, como la obediencia, la latría y alguna otra que se deba al superior». Incluso respecto a las seis virtudes examinadas: «No se pueden atribuir a Dios algunas de dichas virtudes siempre y en tanto que se trate de algún acto imperfecto de alguna de ellas. Así, la prudencia no compete a Dios en lo que se refiere al acto de aconsejar bien; pues como el consejo es cierta indagación, según se dice en la Ética (VI, c. 10), y el conocer divino no es inquisitivo, como se probó anteriormente, no puede convenirle el que se aconseje. De aquí que se diga en Job: “¿a quien has dado consejo? ¿A aquel, tal vez, que no tiene inteligencia?” (Jb 26, 3), y en Isaías: “¿con quien tomó consejo y le instruyó? (Is 40, 41)». Tampoco, por ejemplo: «la justicia no puede competir a Dios en cuanto al acto de conmutación, siendo así que El de nadie recibe nada. De donde se dice en la Carta a los Romanos: “¿Quién le dio a Él primero, para que le sea recompensado?” (Rm 11, 35); y en Job: ¿Quién me dio a mí antes, para que yo le restituya? (Jb 41, 2). Con todo, decimos que se da algo a Dios en atención

a la semejanza que hay en el hecho de que Dios acepta nuestros dones. Por consiguiente, no le compete la justicia conmutativa, sino sólo la distributiva». Sobre estas seis virtudes morales dirigidas a la vida activa, advierte, sin embargo, Santo Tomás: «que las acciones sobre las que versan las mencionadas virtudes no dependen formalmente de las cosas humanas; pues juzgar del quehacer, dar o distribuir algo, no es privativo del hombre, sino de cualquier otro ente que tenga entendimiento». En cuanto, en la vida humana, se refieren a cosas propias de ella: «en este sentido no pueden convenir a Dios, pero tomadas las acciones en general, pueden adaptarse también a las cosas divinas. Pues, así como el hombre es distribuidor de las cosas humanas, por ejemplo, del dinero o del honor, así también Dios lo es de todo lo que hay de bueno en el universo. Dichas virtudes se encuentran, por tanto, en Dios con una extensión más universal que en el hombre, porque, como la justicia del hombre se refiere a la ciudad o a la casa, así la justicia de Dios al universo entero». Por ello, nota además que: «las virtudes divinas son ejemplares de las nuestras, porque los seres concretos y particulares son ciertas semejanzas de los absolutos, como la luz de una candela lo es de la luz del sol». En cambio, respecto a las otras virtudes mencionadas, que: «no convienen propiamente a Dios, no tienen ejemplar en la naturaleza divina, sino sólo en la divina sabiduría, que comprende las propias razones (o ideas) de todos los entes, como ocurren con las demás cosas corporales»[16]. 142. ––Antes de tratar las virtudes que regulan las acciones y las pasiones, el Aquinate indica que: «Las virtudes del hombre son rectoras de la vida humana, y está doble, contemplativa y activa»[17]. Las virtudes contemplativas son las intelectuales que versan sobre el conocimiento de las causas últimas y supremas, como hace la sabiduría, y de las próximas y propias, que son objeto de la virtud de la ciencia, y de los objetos especulativos de manera inmediata, que se denomina entendimiento ¿En Dios se dan estas tres virtudes contemplativas? ––Declara Santo Tomás que: «No hay duda que las virtudes contemplativas convienen a Dios en sumo grado». A Dios hay que atribuirla la sabiduría. «Puesto que “la sabiduría consiste en el conocimiento de las altísimas causas” según Aristóteles, en la Metafísica (I, c. 2), y Dios se conoce principalmente a sí mismo, y conociéndose a sí mismo es como lo demás, según se ha demostrado (c. 47 sig.), el cual es causa de todo, es manifiesto que se le debe atribuir la sabiduría de manera especial. De aquí que se diga en Job: “Es sabio de corazón” y en el Eclesiástico: “Toda sabiduría es del Señor Dios, y con Él estuvo siempre” (Eccl 1, 1). Aristóteles dice en la Metafísica que es “patrimonio divino, no humano” (I, c. 2)». También, la segunda virtud contemplativa, «Puesto que la ciencia es “el conocimiento de la cosa por su propia causa” (Anal. Post., I, 2), y Él conoce el orden de todas las causas y efectos, y, en consecuencia, conoce las causas propias de cada uno, como ya se demostró, es manifiesto que en Él está propiamente la ciencia; aunque no la que es causada por raciocinio, como nuestra ciencia es causada por demostración. De donde se dice en el libro de los Reyes: “”El Señor es el Dios de las ciencias” (1 Reg 2, 3)». Por último: «puesto que el entendimiento es conocimiento inmaterial y sin discurso de algunas cosas, y Dios tiene, como se ha demostrado, tal conocimiento de todas las cosas, en Él está, por tanto, el entendimiento. De donde se dice en Job: “El tiene el consejo y la inteligencia” (Jb 12, 13).

Estas tres virtudes, observa Santo Tomás, como todas las que versan sobre acciones, que convienen a Dios: «son también ejemplares de la nuestras, como lo perfecto de lo imperfecto»[18]. 143. ––A continuación indica también el Aquinate: «De lo dicho se puede demostrar que Dios no puede querer el mal», y que, por ello: «se rechaza el error de los judíos. Que en el Talmud dicen que Dios peca alguna vez y se purifica del pecado; y el de los luciferinos, que dicen que Dios peco cuando arrojó a Lucifer»[19]. ¿Cómo se demuestra que Dios no quiere ni hace el mal? ––Santo Tomás aporta cuatro demostraciones. La primera es la siguiente: «La virtud de un sujeto es principio de bien obrar. Pero todo obrar de Dios es un obrar virtuoso, al ser su virtud su esencia, como se probó (c. 92). Luego no puede querer el mal». La voluntad siempre quiere el bien, que es presentado por la razón, El objeto de la voluntad es un bien racional, un bien que está acorde con la razón. Sobre esta tesis se basa la segunda demostración, que se expone del siguiente modo: «La voluntad nunca tiende al mal, sino cuando hay algún error en la razón, al menos cuando se trata de una elección particular; pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido, no puede inclinarse la voluntad al mal, sino en cuanto se le propone de algún modo como bien, cosa que no puede ocurrir sin error. Pero en el conocimiento divino no es posible el error, como se ha probado (c. 62). No puede, por tanto, su voluntad tender al mal» La tercera parte de esta tesis: «Dios es el sumo bien, como se ha demostrado (c. 41)». Se sigue de ello que: «el sumo bien excluye todo consorcio con el mal, como el sumo calor la mezcla del frío. En consecuencia, la voluntad divina no puede inclinarse al mal». En la cuarta y última demostración, se dice: «Como el bien tiene razón de fin, el mal no puede caer bajo la voluntad sino por aversión del fin. Pero la voluntad divina no puede apartarse del fin, puesto que nada puede querer sino queriéndose a sí mismo. No puede, pues, querer el mal». Estas demostraciones sobre el querer de Dios permiten advertir que: «el libre albedrío en Él se encuentra naturalmente afianzado en el bien»[20]. Dios no elige como en nosotros entre el bien y el mal, sino siempre entre bienes. Removida la potencialidad, Dios elige en aquellos actos que no guardan relación con respecto a su propio fin último, como la creación y la providencia divina. 144. ––Añade el Aquinate que:«Con esto se evidencia que no puede convenir a Dios el odio hacía cosa alguna». ¿Cómo lo explica? ––Explica el Aquinate seguidamente que: «Lo que el amor es al bien, el odio es al mal; porque para quienes amamos queremos el bien, y para quienes odiamos, el mal. Luego si, como se ha probado, la voluntad de Dios no se puede inclinar al mal, es imposible que El tenga odio hacia alguna cosa». Otra razón más profunda es que: «La voluntad de Dios, como se ha demostrado (c. 75), se inclina a lo que es distinto de sí, en cuanto que, queriendo y amando su ser y su bondad, quiere difundirla, en cuanto es posible, por comunicación de semejanza. Lo que Dios quiere, pues, en las cosas distintas de sí es que haya en ellas la semejanza de su bondad. El bien de cada cosa consiste en participar la semejanza divina, puesto que cualquier otra bondad no es más que cierta semejanza de la bondad primera. Por tanto, Dios quiere el bien de cada cosa. Luego nada odia». Por consiguiente: «Dios no odia cosa alguna, al ser Él causa de todo. Esto es lo que se dice en la Sabiduría: “Amas todas las cosas que son y ninguna aborreces de aquellas que hiciste” (Sb 11, 25)».

145. ––En la Escritura, sin embargo, se lee, como recuerda el mismo Aquinate: «Aborreces a todos los que obran iniquidad, perderás a todos los que hablan mentira; abominará el Señor al varón sanguinario y fraudulento» (Sal 5, 7). ¿Cómo se explica este odio divino? ––A esta cuestión responde Santo Tomás que se explican estos y otros pasajes paralelos, porque se puede decir que: «Dios odia algunas cosas en razón de la semejanza», y además en dos sentidos. En un primer sentido, se indica que: «Dios, al amar las cosas y querer que exista su bien, quiere que no exista el mal contrario. De donde se dice que tiene odio a los males, pues nosotros decimos que aquellas cosas que no queremos las odiamos; conforme a aquello de Zacarías: “No piense ninguno de vosotros mal de su amigo en vuestros corazones y no améis el juramento falso, porque todas estas son cosas que aborrezco, dice el Señor” (Zach 8, 17). Hay un segundo: «modo de decir que Dios odia, siendo así que más bien ama, se funda en la privación de un bien menor, que va implicada en el hecho de querer un bien mayor. Así, pues, en cuanto quiere el bien que es la justicia o el orden del universo, que no pueden darse, sin el castigo o la corrupción de algunas cosas, se dice que odia aquellas cosas que quiere se castiguen o corrompan, según aquello de Malaquías: “Aborrecí a Esaú” (Mal 1, 3)»[21]. 146. ––De todos los atributos operativos examinados infiere el Aquinate que Dios es viviente, al afirmar que: «Consecuencia necesaria de lo expuesto es que Dios es viviente». ¿Qué significa vivir? ¿Por qué se puede decir que Dios vive? ––Explica, en este lugar, que: «Vivir es atribuido a algunos entes en cuanto que se le ve moverse por sí mismos». La vida es así automovimiento. Se confirma, porque: «las cosas que parecen moverse por sí mismas, cuyos motores no percibe el vulgo, decimos por analogía que viven; como llamamos agua viva a la que mana de una fuente, no a la detenida en cisterna o estanque, y plata viva a la que parece tener cierto movimiento. Más propiamente, sólo se mueven por sí las cosas que se mueven a sí mismas, compuestas de parte motora y parte movida, como las animadas. De donde decimos que sólo éstas viven propiamente, y todas las demás se mueven por algo exterior, sea por algo que lo genera o que quita los obstáculos, o que lo impulsa». Además: «como las operaciones sensibles se verifican con movimiento, se dice también que vive todo aquello que se activa a sí mismo a las operaciones propias, aunque no se verifiquen con movimiento (local); de donde entender, apetecer y sentir son acciones vitales». Por esta definición de vida, hay que afirmar que en Dios hay vida. «Dios obra en grado sumo no por otro, sino por sí mismo, por ser la causa agente primera. Luego en grado sumo le compete a El vivir». De manera que Dios sea viviente es una consecuencia necesaria de lo expuesto sobre las acciones divinas. Según lo explicado: «Queda demostrado que Dios entiende y quiere. Pero el entender y querer son propiedad del viviente. Luego Dios es viviente». Incluso se sigue del constitutivo formal de Dios, el mismo ser subsistente. «El ser divino, como se ha demostrado (c. 28)) comprende toda la perfección del ser. Luego el ser divino es el vivir». El ser, perfección suprema, incluye la vida, que es un grado de ser. «Por consiguiente, es viviente. Esto se confirma también con la autoridad de la divina Escritura. Pues se dice en el Deuteronomio por boca del Señor: “vivo yo para siempre” (Deut 32, 40); y en el Salmo: “Mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo” (Sal 83, 3)»[22]. Dios es el mismo ser. No participa del ser, como las criaturas. Por ello, no es «viviente por participación de la vida». No tiene la vida, en algún grado o participada. «Dios es su vida»[23].

147. ––Dios es su vivir y su vida, al igual que es su ser y también su entender y querer. ¿Se puede saber como es la vida de Dios? ––Sabemos que: «el entender y el vivir son el mismo Dios, como se ha demostrado (cc. 45, 98)». A diferencia de las criaturas, que permanece el sujeto mientras se va sucediendo la acción, en Dios: «la acción es el mismo agente», por ello «nada puede pasar allí sucesivamente, sino que todo permanece a la vez». Por consiguiente, hay que afirmar, que es una vida «sempiterna» o eterna en todos los sentidos. Dios, porque es «absolutamente inmutable (c. 13)», es eterno o es su eternidad. «Dios no comenzó a vivir, ni dejará de vivir, ni sufre sucesión al vivir»[24]. Su vida no tiene sucesión, sino que es toda a la vez, y, por lo tanto, sempiterna. Dios no comenzó a vivir, ni dejará de vivir, ni sufre sucesión mientras vive; y, por consiguiente, su vida es sempiterna. Su duración, o permanencia en el ser, es sin sucesión de tiempo. Aunque la duración de las criaturas no tuviera ni principio ni fin no serían eternas, porque tendrían sucesión. Sólo el durar de Dios es eterno, porque la eternidad es, como la definió Boecio: «la posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable»[25]. 148. ––¿En su vida espiritual eterna, Dios es feliz? ––Dios es feliz o bienaventurado por ser dichoso en su vida. Santo Tomás dedica los tres últimos capítulos de la primera parte de la Suma contra los gentiles. Advierte, para ello, que una consecuencia necesaria de la vida de Dios es que en sí mismo es infinitamente feliz y bienaventurado. Por ser infinitamente inteligente, Dios se conoce a sí mismo y la contemplación de sus infinitas perfecciones le produce un gozo actual e infinito. También, en cuanto que su voluntad no puede desear ningún bien que no tenga Dios en sí mismo y en grado infinito, queda aquietada por completo en el goce de una felicidad infinita «Por tanto, es necesario que sea bienaventurado el que es perfecto en todo aquello que puede desear; de donde dice Boecio que la bienaventuranza es “el estado perfecto por la agregación de todos los bienes” (La cons. de la fil. III, prosa 2). Pero tal el estado perfecto por la agregación de todos los bienes es la perfección divina, que en cierta simplicidad comprende toda perfección. Luego, El es verdaderamente bienaventurado»[26]. Puede decirse también que Dios es su propia felicidad, porque: «La bienaventuranza, al ser último fin, es lo que más quiere todo el que por naturaleza la tiene o la puede tener. Pero se ha demostrado antes que Dios quiere principalmente su esencia (c. 74). Luego su esencia es su bienaventuranza»[27]. 149. ––Los hombres entienden que la felicidad como indica Boecio consiste en cinco bienes: «el deleite, las riquezas, la potestad, la dignidad y la fama» (Cons. Filosof. III, prosa. 2). ¿Se dan en Dios estos cinco constitutivos de la felicidad ––La felicidad de Dios excede infinitamente la felicidad o bienaventuranza de las criaturas, porque Dios es bienaventurado por su esencia, ya que es el sumo bien. En cambio, cualquier criatura que sea bienaventurada lo es por participación. Sin embargo, la felicidad divina se puede entender de una manera análoga a como los hombres conciben la felicidad. «Dios tiene una excelentísima delectación de sí, más un gozo universal de todos los bienes, sin mezcla alguna de lo contrario. Por riquezas, tiene omnímoda suficiencia de bienes en sí mismo. Por potestad, tiene infinito poder. Por dignidad, tiene la primacía y gobierno de todos los seres. Por fama, tiene la admiración de todo entendimiento, de cualquier modo que le conozca». De esta doctrina de la felicidad divina con respecto a la felicidad humana,se sigue que la contemplación de Dios será para el hombre la felicidad plena, pues Dios mismo llena de inmensa

y completa felicidad el entendimiento y voluntad humanas, felicidad infinitamente más profunda que las naturales o humanas. 150. ––Declara el Aquinate, en esta última explicación, que «La felicidad falsa y terrena no es sino cierta sombra de aquella felicidad perfectísima». ¿Con esta comparación se termina el libro primero de la “Suma contra los gentiles”? ––A modo de colofón de este estudio filosófico de Dios, se finaliza con estas palabras de adoración a Dios: «Al que es, pues, singularmente bienaventurado, sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén»[28]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 91. [2] Ibíd, I, c. 92. [3] Cf. IDEM, Suma teológica, II-II, q. 109, a. 1, in c. [4] IDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93. [5] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 58, a. 1, in c. [6] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93. [7] IDEM, Suma teológica, I, q. 44, a. 4, ad 1. [8] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93. [9] Cf. ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 129, a. 1, in c. [10] Cf. Ibíd., II-II, q. 134, a. 1, in c. [11] Cf. Ibíd., II-II, q. 46, a. 2, sed c. e in c, [12] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93. [13] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 57, a. 3, in. [14] ÍDEM, Suma contra gentiles, I, c. 93. [15] Ibíd., I, c. 92. [16] Ibíd., I, c. 93. [17] Ibíd.., I, c. 92. [18] Ibíd., I, c. 94. [19] Ibíd., I, c- 95. [20] Ibíd., c. 95. [21] Ibid., I, c. 96.

[22] Ibíd., I, c. 97. [23] Ibíd., I, c. 98. [24] Ibíd. I, c. 99. [25] Boecio, La consolación de la filosofía, V. 6. [26] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 100. [27] Ibíd., I, c. 101. [28] Ibíd., I, c. 102.

XV. Criaturas y espiritismo 151. ––El libro primero de la Suma contra los gentiles se inicia con las palabras bíblicas: «Mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán lo impío». ¿El libro segundo de esta obra también la encabeza un lema? ––El libro segundo de la Suma contra los gentiles comienza con el lema: «Medité en todas tus obras y consideré lo hecho por tus manos»[1]. Santo Tomás, con ello, quiere indicar no sólo el anuncio del asunto o tema de los capítulos de esta parte, sino también la sucesión con el libro anterior. Se había ocupado de la existencia de Dios y de su naturaleza. Indica ahora al iniciar este nuevo libro que: «No es posible conocer una cosa a perfección desconociendo su obrar, porque por el modo y clase de la acción se aprecia el alcance y carácter de la facultad, que a su vez muestra la naturaleza de la cosa, ya que todo agente tiende a obrar según la naturaleza que posee cuando va a obrar». Para conocer mejor a Dios, es preciso conocer de alguna manera sus obras. «Más hay dos clases de operaciones, según enseña Aristóteles, en su Metafísica (IX, 8, 8): una, que permanece en el agente y le perfecciona, como el sentir, el entender y el querer; otra, que termina en algo exterior y perfecciona al efecto producido por ella misma, como el calentar, el cortar y el edificar». Las primeras operaciones son inmanentes, permanecen en quien las ejecuta, como el entender y el querer. La segundas son operaciones transeúntes, porque sus efectos son exteriores. «Ambas convienen a Dios: una, en cuanto entiende, quiere, goza y ama; otra, en cuanto da el ser a las cosas, las conserva y las gobierna. Pero como las acciones de la primera clase son perfección del agente, y las de la segunda lo son del efecto, y, por otra parte, el agente precede por naturaleza al efecto y es causa del mismo, es natural que las primeras sean razón de las segundas y las precedan naturalmente, como la causa al efecto. Cosa que aparece manifiesta en lo humano, pues el plan y el propósito del artífice son principio y razón de la edificación». Las operaciones inmanentes preceden y causan las transeúntes. «Por esto, la primera de estas operaciones, como simple perfección del agente, se apropia el nombre de «operación», o de «acción», mientras que la segunda, por ser perfección de la obra, toma el nombre de lo «hecho» o producido, de donde viene el nombre de manufacturado o «hecho con las manos», pues así se llama a lo que procede del artífice en virtud de su acción». Indica Santo Tomás que de las acciones o «primeras de estas operaciones divinas, hablamos en el libro anterior, donde se trató del conocimiento y voluntad divinos». Al estudiarsesus atributos

entitativos y operativos, de estos últimos sólo se examinaron los que expresaban operaciones inmanentes. «De aquí que, para dar un tratado completo de la verdad divina, falta estudiar ahora la segunda clase de operaciones, a saber: aquellas por las cuales Dios produce y gobierna las cosas». El lema expresa este contenido y el orden de exposición. Confiesa Santo Tomás que: «El orden a seguir lo podemos tomar de las palabras que nos han servido de lema. En efecto, habla éste, en primer lugar, de lo perteneciente a la meditación de la primera clase de operaciones al decir: «Medité en todas tus obras», refiriéndose «obras» al entender y querer divinos; y continúa hablando de la meditación de lo producido o manufacturado, cuando dice: «y consideré lo hecho por tus manos» el cielo, la tierra y todo aquello cuyo ser depende de Dios, como del artífice procede lo manufacturado»[2]. 152. ––Con el examen de las operaciones, por las cuales Dios produce y gobierna las cosas, queda completado, en este segundo libro de la Suma contra los gentiles, el estudio desde la razón de Dios. ¿Cuál es su contenido? ––En esta parte de la Suma contra los gentiles se estudia el acto de la creación y sus efectos, las criaturas. Es necesario el estudio de las criaturas para cumplir el fin general de la obra, la armonía entre la teología natural o racional y la teología sobrenatural. Las dos teologías no sólo no se oponen, sino que la primera conduce a la segunda. Por ello, la consideración de las criaturas contribuye a la comprensión de la fe cristiana. Declara Santo Tomás que: «La meditación de las obras divinas es necesaria para instruir a la fe del hombre acerca de Dios». 153. ––¿Por qué la consideración de las criaturas contribuye a la comprensión de la fe cristiana? ––Santo Tomás lo argumenta con la exposición de cuatro razones. La primera es porque, de cualquier manera que se estudien las criaturas, siempre hay motivo para considerar y admirar la sabiduría de Dios, que las ha hecho. «De cualquier manera que meditemos tales, obras, tenemos motivo para admirar y considerar la sabiduría divina; pues las obras de arte manifiestan el arte con qué están hechas, y Dios produjo sabiamente las cosas en el ser, conforme a lo que se dice en los Salmos: «Todo lo hiciste con sabiduría» (Sal 103, 24) (…) «Admirables son tus obras, y mi alma de sobra las conoce» (Sal 138, 14). 154. ––Según esta primera razón la consideración de las criaturas remite a la sabiduría de su creador, porque al igual que las obras de arte manifiestan el sentido y habilidad del artista, que las hecho, las cosas revelan la sabiduría de su autor. ¿Cuál es la segunda razón? ––Para los conocimientos de la fe es necesaria prestar atención de las criaturas, porque: «en segundo lugar, esta consideración conduce a admirar el poder altísimo de Dios, y, por consiguiente, engendra reverencia a Dios en los corazones de los hombres; porque es natural suponer que el poder del que obra sea más excelente que las cosas hechas por él. Por esto, se dice en el libro de la Sabiduría: «Los que hayan admirado el poder y obras de esas cosas ––o sea del cielo, estrellas y elementos del mundo, cuál se admiran los filósofos––, entienden que el que las hizo es más potente que ellas» (Rm 1, 20). Y en la Carta a los Romanos, se dice: «Lo invisible de Dios se alcanza a conocer por lo que ha sido hecho, lo mismo que su poder sempiterno y divinidad» (Rm 1, 20)». El examen de las criaturas conduce a admirar el grandísimo poder de su autor. Además, hace que se tenga gran «reverencia» a Dios, porque es lógico atribuir mayor poder en el que obra del que tienen las cosas hechas por él. 155. ––Según Santo Tomás «del admirar a Dios procede el temor y la reverencia». ¿No produce ningún otro efecto la admiración del poder de Dios?

––La consideración de las criaturas lleva al amor a Dios, que es la tercera razón, porque, como explica seguidamente el Aquinate: «En tercer lugar, esta consideración enciende a las almas de los hombres en el amor a la bondad divina, pues toda la bondad y perfección diseminada entre las criaturas se encuentra acumulada en Él, como en la fuente de toda bondad, según se demostró en el libro primero (cc. 28, 40). Si, pues, la bondad, la belleza y dulzura de las criaturas cautiva tanto las almas humanas, la fontanal bondad del mismo Dios, comparada diligentemente con los arroyuelos de bondad encontrados en cada criatura, inflamará y arrebatará hacia sí a las almas de los hombres». El estudio de las criaturas provoca el amor a Dios por su bondad, ya que la perfección y bondad repartida entre todas las criaturas en distintos grados, está acumulada en Él, que es así como la fuente de toda bondad. «Por esto dice los Salmos: «Me deleitaste, Señor, con tu obra, y transportado en gozo me quedé ante las obras de tus manos» (Sal 91, 5). Y en otra parte se dice de los hijos de los hombres: «Se saciarán de la abundancia de tu casa ––como quien dice: de toda criatura––, y los abrevarás como en el torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente de la vida» (Sal, 35, 9, 10)». 156. ––Sólo por estas razones aportadas se puede afirmar con el Aquinate que: «Es patente que la consideración de la criaturas pertenece a la instrucción de la fe cristiana». ¿Cuál es la cuarta y última razón? ––«En cuarto lugar, esta consideración sitúa a los hombres en cierta semejanza con la perfección divina, pues se demostró en el libro primero (c. 49 ss.) que Dios, conociéndose a sí mismo, ve en sí todo lo demás; y como quiera que la fe cristiana instruye al hombre principalmente sobre Dios, y por la luz de la divina revelación le hace conocedor de las criaturas, se efectúa en el hombre cierta semejanza con la sabiduría divina. De aquí que se diga: «Todos nosotros contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor, nos transformamos en la misma imagen» (2 Cor 3, 18)»[3]. Al estudiar el hombre las criaturas, su saber se coloca en una posición semejante al conocimiento divino, que conoce perfectamente todas las cosas. Puede decirse que en el hombre se da una semejanza con la sabiduría divina, por el conocimiento, que le proporcionan las criaturas. La ciencia, por ello, no sólo acerca el hombre a Dios, sino que además le permite adquirir otra semejanza con Él. 157. ––Sostiene asimismo el Aquinate que: «Es necesaria la consideración de las criaturas, no sólo para instruirse en la verdad, sino también para desechar los errores; pues los errores sobre las criaturas alejan de la verdad de la fe en la medida en que se oponen al verdadero conocimiento de Dios. Y esto acontece de varias maneras». Los errores sobre las criaturas alejan del verdadero conocimiento de Dios y también, por ello, de las verdades de la fe. Podría decirse que la falsa ciencia aparta de Dios. ¿Cuáles son los errores más importantes? ––El primer error sobre las criaturas, al que se refiere Santo Tomás, en este lugar, se da: «constituyendo como causa primera y Dios a lo que no puede tener el ser sin proceder de otro, y juzgando no haber nada más allá de las criaturas». Nada trascendería a lo material, que sería la causa primera y se identificaría así con Dios. Históricamente el materialismo y el panteísmo siempre se han relacionado mutuamente. Añade seguidamente Santo Tomás: «engaño en que caen a veces los que ignoran la naturaleza de las criaturas, como ocurrió a aquellos que pensaron que cualquier cuerpo era Dios; de los que habla el libro de la Sabiduría al decir: «Los que tomaron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero, al círculo de los astros. Al agua impetuosa, al sol y a la luna» (13, 2)»[4]. Es idolatría la consideración divina de los elementos naturales, de las fuerzas de la naturaleza y hasta de los astros, como hacían los hombres más antiguos. Esta idolatría antigua se

acompañada de imágenes, que muchas veces en lugar de representar a los elementos o a los fuerzas de la naturaleza fueron convertidas en sí mismas en dioses, a las que se les daba culto absoluto. Sin embargo, como indicó después el Aquinate: «el nombre de «idolatría» fue introducido para significar todo culto dado a la criatura, aunque se ofrezca sin imágenes»[5]. Del panteísmo filosófico, que confunde el mundo con Dios. Podría decirse que es una idolatría. 158. ––Además del panteísmo, que implica el materialismo y también el determinismo, hay otros errores que impiden el conocimiento verdadero sobre Dios. ¿Cuál es el siguiente que examina el Aquinate? ––Con un conocimiento verdadero de las criaturas, se evita caer en errores parecidos como son la magia o hechicería ––la pretensión de aprovechar fuerzas ocultas en la naturaleza para conseguir efectos o cosas, que no se pueden conseguir por medios naturales–– y la adivinación ––predicción del futuro por procedimientos o medios no naturales––. Con ello: «se atribuye a algunas criaturas lo que es propio de Dios; cosa que ocurre también por errar acerca de las criaturas, porque no se atribuye a una cosa nada que sea incompatible con su naturaleza, a no ser que se desconozca su naturaleza, como si se dijese que el hombre tiene tres pies. Ahora bien, lo que es de sólo Dios no es compatible con la naturaleza de la criatura, como lo que es sólo del hombre no es compatible con la naturaleza de otra cosa. Dicho error procede del desconocimiento de la naturaleza de la criatura. Contra este error se dice en el libro de la Sabiduría: «Pusieron a las piedras y a los leños el nombre Incomunicable» (Sab 14, 21). En este error se precipitan los que atribuyen la creación de las cosas, o el conocimiento de los futuros, o el obrar milagros a otras causas que a Dios»[6]. Estaría así incluido el espiritismo. También muy antiguo, y que se presenta, como unos procedimientos que pretenden invocar a los espíritus, sobre todo a los muertos conocidos, con el intento de que manifiesten cosas ocultas. 159. ––En la actualidad, por espiritismo se entiende generalmente a un grupo religioso, iniciado en el siglo XIX en Estados Unidos, que pretende explicar la relación de los difuntos con el hombre. Según su credo: no hay revelación de Dios; Cristo no es Dios; no hubo pasión ni muerte de Jesús; no hay sacerdocio verdadero; ni tampoco son verdaderos los sacramentos, ni la gracia de Dios; y si hay otra vida, pero no hay cielo ni infierno. ¿Guarda alguna relación con el espiritismo, que está relacionado con este segundo error? ––El espiritismo es muy antiguo. Se lee, por ejemplo, en libro bíblico de Samuel, que el rey Saúl, desesperado por sus pecados y abandonado de Dios, recurrió a una maga nigromante de Endor. A Saúl, sin intervención de la mujer, con los procedimientos con los que evocaba a los espíritus, se le presentó una realidad, que creyó que era el profeta Samuel. Postrado ante el espectro le dijo: «Estoy muy angustiado, pues los filisteos pelean contra mí, y Dios se ha apartado de mí, y no me responde más, ni por medio de profetas ni por sueños; por esto te he llamado, para que me declares lo que tengo que hacer»[7]. No obstante, Santo Tomás también admite que, para explicar este histórico suceso de adivinación con la invocación a los difuntos, cabría la posibilidad que fuese realmente el profeta. «Como escribe San Agustín, (Libros sobre diversas cuestiones a Simpliciano, II, 3), no es absurdo creer que, según cierto designio providencial, Dios permitiera que, no por influencia alguna de artes o poderes mágicos, sino por secreta disposición suya, desconocida por la pitonisa y por Saúl, apareciese el espíritu de este justo (Samuel) ante los ojos del rey para imponerle, por justo juicio divino, el castigo merecido»[8]. La visión según el relato bíblico hizo una profecía, porque: «Samuel dijo: ¿Para qué me preguntas a mí, habiéndose apartado de ti el Señor y pasándose a tu rival? El Señor te tratará como te lo ha dicho por mi medio; cortará el reino de tu mano y lo dará a otro, a David, por cuanto no obedeciste a la voz del Señor, ni cumpliste el furor de su ira sobre Amalec, por eso el Señor te

ha hecho hoy a ti lo que padeces. El señor entregará á Israel también contigo en manos de los Filisteos: y mañana seréis conmigo, tú y tus hijos: y aun el campo de Israel entregará el Señor en manos de los Filisteos»[9]. Sin embargo, los bienaventurados no pueden hacer ninguna profecía como hizo la visión, porque: «la profecía implica la visión de alguna verdad sobrenatural que está lejos»[10], y los bienaventurados ya no están lejos de la verdad. Todavía, para mantener la presencia real del espíritu de Samuel en la visión, podría suponerse que: «El mismo Samuel no había llegado aún al estado de la bienaventuranza. Si, por voluntad de Dios el alma de Samuel dio a conocer a Saúl el resultado de la batalla, revelándose así Dios, esto pertenece de la profecía, pero no se puede decir otro tanto de los santos que viven ya en la patria»[11]. Podría darse otra interpretación de la visión, porque: «que los muertos se aparezcan a los vivos de una u otra manera, sucede o por una especial providencia divina, que dispone que las almas de los difuntos intervengan en las cosas de los vivos, lo que constituye un milagro de Dios; o porque estas apariciones se realizan por acciones de los ángeles, buenos o malos, aun ignorándolo los muertos, como también los vivos se aparecen sin saberlo a otros vivos mientras duermen, como señala Agustín en La piedad con los difuntos, (X, 12)»[12]. Además de la primera interpretación, la de un especial designio divino para que se apareciese el profeta, podría darse la segunda, ya que: «tampoco es absurdo el pensar que no fue sacado realmente de su reposo el verdadero espíritu de Samuel, sino que se trataba de un fantasma o ilusión imaginaria producida por artimañas diabólicas. A este fantasma la Sagrada Escritura le da el nombre de Samuel, siguiendo, al hacerlo, la vieja costumbre de llamar con el nombre de la cosa a la imagen que la represente.»[13]. Santo Tomás, más adelante precisa, sobre esta última interpretación, que: «no hay inconveniente en que esto haya sucedido por arte de los demonios, porque, aunque éstos no pueden evocar el alma de un santo, ni obligarle a que haga algo, puede suceder, por virtud divina, que, mientras consultan al demonio, el mismo Dios comunique la verdad por medio de su mensajero, como, por medio de Elías, respondió a los mensajeros del rey enviados a consultar al dios de Acarón (2 R, 1, 2 ss.)»[14]. En este lugar citado por Santo Tomás, se lee que el rey de Israel: «Ocosías, se cayó por una ventana del piso superior de su casa en Samaria y se hirió, y envío mensajeros, diciéndoles: «Id a consultar a Baalzebub dios de Acarón, si curaré de esta mis heridas»[15] . Les mando a consultar a Baalzebub ––que significa «señor de las moscas»––. Porque, adorado en el Sol, se le atribuía por medio del calor la producción de las moscas, y por medio de moscas consagradas a él se pronosticaba el futuro. Los mensajeros fueron interceptados por Elías, porque: «El ángel del Señor habló a Elías, tesbita, diciendo: «Levántate y sal al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría y les dirás: Pues ¿qué? ¿No hay Dios en Israel que van a consultar a Baalzebub, dios de Acarón? Por lo cual esto dice el Señor: «De la cama en que has subido, morirás» Y se fue Elías»[16]. El rey murió efectivamente como Elías le había dicho. Es posible una última explicación, en la que el demonio tenga un mayor papel, porque: «Todavía se puede decir que no fue el alma de Samuel, sino el demonio, que habló en su nombre; y a quien el narrador llama Samuel, y su comunicación profética, ajustándose a la opinión de Saúl y de los presentes, que tal opinaban»[17]. 160. ––¿Según estas interpretaciones del Aquinate deben atribuirse al demonio los sucesos que ocurren en las sesiones espiritistas?

––Es sabido que ha habido fraudes en el espiritismo, pero también que muchos fenómenos son inexplicables y que pueden atribuirse al demonio. Parece ser que en las prácticas espiritistas, se comienza con un número reducido de personas que se reúnen sentadas alrededor de una mesa sobre la que colocan sus manos. Después la mesa se mueve de manera indecisa y seguidamente el movimiento se vuelve regular, como indicando la acción de una fuerza distinta de la de los reunidos. También se oyen a continuación golpes, primero débiles, y, a continuación, más claros y fuertes. Con ellos se contestan las preguntas de uno de los participantes. También y ya, en otro momento, se dan fenómenos de movimientos y levitación de objetos y muebles. En uno siguiente, se dan apariciones luminosas, a veces, le siguen una mano, o una cara o un cuerpo luminoso. El último momento es el de la «materialización» de espíritus completos, que parecen tomar de nuevo su cuerpo, que ven, oyen e incluso tocan todos los asistentes. Se les puede tomar el pulso, oír los latidos del corazón, parece que ven y oyen. Permanecen mucho tiempo materializados y después se van desvaneciendo. Queda finalmente como una especie de nube, que desaparece por el suelo[18]. En sus rasgos, según los testimonios, hay algo extraño, que recuerdan los de una máscara. En ellos, no se advierte una auténtica vida, pero tampoco son los de un muerto. Dan la sensación de hay detrás una vida que no acaba de animar. Los caracteres de la cara expresan los de una persona que no está completamente viva, aunque mueva los ojos y los labios al hablar. En todos los momentos de la sesión espiritista, al parecer se requiere un «medium», y especialmente para esta fase culminante del espiritismo, pero se sabe que la aparición es obra de una inteligencia independiente y separada de los presentes, que actúa con un poder superior. Después se descubre que siempre engaña. No es así la persona del fallecido que parece y dice que es. Su finalidad parece ser el control total del medium u otro asistente, y, en definitiva, lograr la destrucción física, sobre todo mental, y moral de sus víctimas. La Iglesia católica siempre ha rechazado el espiritismo y todas sus prácticas, pero no se ha pronunciado sobre su naturaleza. Sin embargo, no es difícil concluir que todo lo que ocurre en las sesiones espiritistas sea obra de espíritus diabólicos, que se hacen pasar por las almas de difuntos y buscan hacer el mal en todos los órdenes. En resumen, el resultado de todo ello es que las víctimas acaban en la locura, o el suicidio o la posesión diabólica, que parece ser el ultimo fin del espiritismo. 160. ––¿Cuál es la tercera concepción equivocada de las criaturas, que, como consecuencia, lleva a una doctrina también falsa sobre Dios? En este nuevo error, incluye Santo Tomás los dualismos maniqueos y a todos los materialismos, que limitan o niegan la omnipotencia divina transfiriéndola a lo creado. Este tercer error está en: «usurpar algo al poder divino que obra en las criaturas, por ignorar la naturaleza de las mismas, como se ve en los que establecen en las cosas dos principios, y en los que sostienen que las cosas proceden de Dios no por su divina voluntad, sino por necesidad de la naturaleza; como también en aquellos que substraen a la divina providencia todas las cosas o algunas de ellas nada más o niegan que pueda obrar fuera del curso de la naturaleza. Todo esto deroga el poder divino. Contra esto se dice en libro de Job: «Juzgando al Omnipotente como quien nada pueda hacer» (Jb 22, 17) y en el libro de la Sabiduría: «Tu muestras tu poder cuando no te creen soberano en poder» (Sb 12, 17)». 161. ––Es innegable que ya con estos tres tipos de errores, como concluye el Aquinate: «se evidencia la falsedad de cierta sentencia de algunos que decían no importar nada a la verdad de la fe la opinión que cada uno pueda tener sobre las criaturas, con tal que se piense rectamente acerca de Dios, como expone San Agustín en el libro El origen del alma; pues el error sobre las criaturas redunda en una opinión falsa sobre Dios y, sometiéndola a cualesquiera otras causas,

aparta a las mentes humanas de Dios, hacia el cual se esfuerza por dirigirlas la fe». ¿Hay todavía otra especie de error que tenga estas consecuencias? ––Santo Tomás, por último, se refiere a un género de errores que, con lenguaje actual, podrían denominarse antropológicos. Esta equivocación, se da: «en cuarto lugar, considerándose el hombre ––que es guiado por la fe a Dios como al último fin–– por debajo de algunas criaturas a las que es superior, procediendo esto de que ignora la naturaleza de las cosas y, por consiguiente, su lugar correspondiente en el universo, cual se ve en los que subordinan la voluntad de los hombres a los otros. Contra los cuales se dice en Jeremías: «No temáis a los fenómenos celestes, que producen terror a las gentes» (Je 10, 2): «; y en los que creen que los ángeles crean las almas y que las almas de los hombres son mortales, y otras cosas semejantes. Todo lo cual rebaja la dignidad humana»[19]. 162. ––Es doble la utilidad del estudio de la realidad creada para la fe, porque: «la consideración de las criaturas atañe a la doctrina de la fe cristiana, en cuanto resalta en ellas cierta semejanza de Dios y en cuanto el errar sobre ellas induce a errar en lo divino». El examen de las criaturas, en sus relaciones con Dios, es realizada por la teología filosóficacon el mero conocimiento natural. La teología sobrenatural también lo hace, aunque toma como principios los proporcionados por la fe. ¿Para estas dos utilidades, no bastaría una de ellas? ––Las dos son necesarias, porque no son idénticas. La teología sobrenatural o «la doctrina sobre la fe cristiana considera a las criaturas bajo distintas razones que la filosofía humana». La teología natural, que es una parte de la filosofía estudia las criaturas con formalidad filosófica. «La filosofía humana las considera en sí mismas; y así la diversidad de cosas da lugar a las diversas partes de la filosofía». En cambio, la teología cristina –al igual que la«fe cristiana» en la que se basa–: «las considera no en sí mismas –como el fuego en cuanto fuego–, sino en cuanto representan la grandeza divina y de un modo u otro se ordenan a Dios, pues como se dice en el Eclesiástico: « De la gloria de Dios está llena su obra ¿Acaso no hizo el Señor que los santos enumeran todas sus maravillas?» (Eccl 42, 16, 17)». Aunque la filosofía y también las ciencias de la naturaleza puedan tomar sus propios descubrimientos para acceder a Dios, en cambio, a las cosas las consideran en sí mismas. No ocurre así en la teología sobrenatural, porque no considera las cosas aisladamente. Así, por ejemplo, desde la mera razón se ve el fuego en cuanto que es fuego. En cambio, desde la fe, las cosas son consideradas en cuanto representan la grandeza divina y en cuanto están relacionadas con Dios, su origen y fin. De manera que: «El filósofo considera unas particularidades de las criaturas y el creyente considera otras; porque el filósofo considera lo que de ellas se puede considerar atendiendo a la naturaleza de las mismas, como ocurre con el hecho de que el fuego vaya hacia arriba; el creyente considera a las criaturas atendiendo a la naturaleza de las mismas en relación con Dios, como que son creadas por Dios, que le están sometidas». De la diferencia de formalidades de la filosofía y la teología en el tratamiento de las mismas cosas, se sigue una importante consecuencia: «no se ha de achacar a imperfección de la doctrina de la fe el pasar de largo muchas propiedades de las cosas, como la figura del cielo y la cualidad del movimiento». Las explicaciones de los saberes desde la fe no dan respuestas como lo hacen las ciencias filosóficas o de la naturaleza. 163. ––¿Solamente se sigue esta consecuencia de esta distinción entre las dos teologías?

––Santo Tomás enumera otras dos.La primera consecuencia es que la teología sobrenatural es una sabiduría superior puesto que versa sobre la causa más alta. La razón es la siguiente: «Si el filósofo y el creyente coinciden en algo común sobre las criaturas, lo consideran bajo distintos principios; el filósofo argumentaría acudiendo a las causas propias de las cosas, mientras que el creyente, acudiría a la causa primera; por ejemplo: porque así está revelado por Dios, o porque esto resulta en gloria de Dios, o porque el poder de Dios es infinito». Ante una mismo realidad, el filósofo argumenta acudiendo a las causas propias de la misma, en cambio, el teólogo lo hace relacionándola con la causa primera y según sus atributos, como la grandeza y el poder, según son conocidos por la revelación del mismo Dios. De ahí que a la teología sobrenatural debe llamarse: «suprema sabiduría, puesto que versa sobre la causa altísima, como dice el Deuteronomio: «Esta es vuestra sabiduría y entendimiento a los ojos de los pueblos» (Deut 4, 6)». La segunda consecuencia es que la sabiduría suprema teológica sobrenatural puede partir de principios de la filosofía humana. Por su superioridad: «la sabiduría divina parte a veces de principios de la filosofía humanas, pues, aun entre los filósofos, la filosofía primera se sirve de las pruebas de todas las ciencias para mostrar su tesis».. Si la filosofía primera o metafísica, que es la suprema sabiduría filosófica o humana, se sirve de las otras partes de la filosofía, que le son inferiores, en cuanto al saber, también la teología sobrenatural, sabiduría suprema, puede utilizar la misma metafísica y las otras partes de la filosofía. 164. ––Según estas consecuencias, ¿puede decirse que los procedimientos de la teología natural y de la teología sobrenatural son opuestos? ––Concluye Santo Tomás que: «De aquí se sigue también que una y otra doctrina proceden de distinto modo. En la filosofía, que considera las criaturas en sí mismas y partiendo de ellas conduce al conocimiento de Dios, la consideración de las criaturas es la primera, y la de Dios la ultima».La filosofía considera las criaturas en sí mismas y además partiendo de ellas se llega al conocimiento de Dios, y es así teología natural. La consideración de las criaturas es, por tanto, la primera, y la de Dios, la última. En cambio: «En la doctrina de la fe, que considera a las criaturas sólo en orden a Dios, lo primero es el conocimiento de Dios y después el de las criaturas. Y así este segundo conocimiento es más perfecto, pues es más semejante al conocimiento de Dios, quien conociéndose a sí mismo, ve los demás»[20]. En la teología sobrenatural, o doctrina de la fe, a las criaturas se las considera sólo en orden a Dios. Lo primero es el conocimiento de Dios y después el de las criaturas. La teología sobrenatural parte de la revelación de Dios y desde ella contempla a Dios en sí mismo y también las cosas, en cuanto creadas, dependientes y ordenadas a Dios. Además,el conocimiento que proporciona la teología sobrenatural es más perfecto que el filosófico, porque es más semejante al conocimiento de Dios, quien, conociéndose a sí mismo, ve todo lo demás. El método descendente de la teología sobrenatural es superior el ascendente de la teología natural. Eudaldo Forment

[1] Sal 142, 5.

[2] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 1. [3] Ibíd., II, c. 2. [4] Ibíd., II, c. 3. [5] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 94, a. 1, ad 4. [6] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 3. [7] 1S 28, 15. [8] Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 95, a. 4, ad 2. [9] 1 S 28, 16-19 [10] Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 95, a. 4, in c. [11] Ibíd., II-II, q.174, a. 5, ad 4. [12] Ibíd., I, q. 89, a8, ad 2. [13] Ibíd., II-II, q. 95, a. 4, ad 2. [14] Ibíd., II-II, q. 174, a. 5, ad 4. [15] 2 R 1, 2. [16] 2 R 1, 3-4. [17] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q.174, a. 95, ad 4. [18] Cf. Robert Hugh Benson, Los espiritistas, Madrid, Homo Legens, 2010. [19] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 3. [20]Ibíd., II, c. 4.

XVI. El poder creativo de Dios 165. ––Al terminar el cuarto de los primeros capítulos del libro segundo de la Suma contra los gentiles, que pueden considerarse como una introducción al mismo, concluye Santo Tomás: «Después de lo dicho en el libro primero sobre Dios en sí considerado, debemos tratar de las cosas que proceden de Él»[1].En el capítulo siguiente, comienza con el estudio de la potencia o poder divino. Indica que seguirá el siguiente orden: «Primero, de la producción de las cosas en el ser; segundo, de la distinción de las mismas; tercero, de la naturaleza de estas cosas producidas y distinguidas en relación con la verdad de la fe»[2]. ¿Cuál es, según este orden, la primera cuestión que trata? ––Desde la perspectiva filosófica, la misma que la adoptada en el libro primero, y con el mismo intento de desembocar en la fe, Santo Tomásestudiala potencia o poder de Dios.Comienza con la demostración de que: «compete a Dios ser causa y principio del ser de lo demás». Lo demuestra con seis argumentos. En uno de ellos, el último, se arguye: «Cuanto es más perfecto el principio de una acción, tanto más puede extenderse dicha acción a más y lejanos efectos; vemos que el fuego, si es débil, sólo calienta lo que está cerca; pero, si es intenso, también lo lejano. El acto puro, que es Dios, es más perfecto que el acto mezclado con potencia,

como es el nuestro. El acto es el principio de la acción. Como quiera que por nuestro acto estamos facultados no sólo para acciones inmanentes, como el entender y el querer, sino también para acciones transeúntes, por las cuales producimos ciertas obras, mucho más estará facultado Dios, por razón del acto que es, no sólo para entender y querer, sino también para producir un efecto. Y de este modo es causa del ser de las cosas. De aquí lo que se dice en Job: «El que hace cosas grandes, maravillosas e insondables sin fin» (Jb 5, 9)»[3]. 166. ––Con estos argumentos, concluye el Aquinate: «Se ve claro que Dios es potente y que con razón se le atribuye la potencia activa», que es una potencia en el sentido activo, o poder de producir alguna cosa como efecto suyo. ¿Cómo se explica este poder activo? ––Aclara Santo Tomás: «como la potencia pasiva resulta del ente en potencia, así la potencia activa resulta del ente en acto, pues cada obra en cuanto está en acto y padece en cuanto está en potencia. A Dios compete ser en acto. Luego, le compete la potencia activa»[4]. La potencia de Dios no es potencia pasiva, o capacidad de recibir algo por influencia de otro. En Dios no hay receptividad. Es una potencia activa en el sentido de de realizar operaciones, como la de un escultor tiene el poder de producir una escultura Precisa seguidamente que: «la potencia divina es la misma substancia de Dios». Se explica, porque: «La potencia activa conviene a alguno en cuanto que está en acto. Pero Dios es el acto mismo, no es un ente en acto en virtud de otro acto distinto de sí, puesto que en Él no hay potencialidad alguna, conforme a lo que se dijo en el primer libro (c. 16). Luego Él mismo es su potencia». Además: «En las cosas cuyas potencias no se identifican con su substancia, tales potencias son accidentes; de donde la potencia natural se cataloga en la segunda especie de cualidad. Pero, en Dios, no puede haber accidente alguno. Luego, Dios es su potencia»[5]. En las criaturas, la potencia activa, la que puede producir alguna cosa como efecto suyo, es una realidad intermedia entre el sujeto y la acción, un accidente, o más concretamente, la segunda especie de las cualidades, de las cuatro que tiene –hábitos, facultades, cualidades sensibles y figuras–. Así, el poder entender, o entendimiento, es algo que está entre el alma y el acto mismo de entender. El alma es así el principio radical de la operación intelectual de entender; la potencia, el principio próximo, acto primero; y la operación, acto segundo, el efecto. En cambio, en Dios, su misma esencia, coincide con su potencia. En Dios, por consiguiente, su potencia, que ejecuta, no se distingue realmente de su voluntad, que manda, ni de su ciencia, que dirige; que igualmente son así principios operativos. Igualmente debe decirse que: «la potencia de Dios no es otra cosa que su acción», porque: «Las cosas que son idénticas a una tercera, son idénticas entre sí. La potencia divina es su misma substancia, como queda declarado, lo mismo que su acción es su substancia, según se ha demostrado en el libro primero al tratar de la operación intelectual, y la misma razón vale para otras operaciones. Luego en Dios no son cosas distintas la potencia y la acción»[6]. 167. ––Si la potencia de Dios es distinta de las que poseen las criaturas, ¿en que sentido se atribuye a Dios? ––Si se tiene en cuenta que: «nada es principio de sí mismo, siendo la acción divina su misma potencia, queda manifiesto con lo dicho que la potencia, aplicada a Dios, no significa principio de la acción, sino principio del efecto». En Dios, la potencia no es principio de la operación, de la acción, sino sólo del efecto externo. En las criaturas, en cambio, la potencia es un doble principio: de la acción y del efecto o cosa producida.

Debe notarse que: «las acciones que no son transeúntes, sino inmanentes», como son el entender y el querer, «respecto a éstas no se podrá aplicar a Dios la potencia realmente». De manera que: «la potencia en Dios, propiamente hablando, no mira a tales acciones, sino solamente a los efectos». Por tanto: «el entendimiento y la voluntad en Dios no se consideran como potencias, sino solamente como acciones»[7]. 168. ––En Dios todo es substancial y, por tanto, no puede darse la relación, que implica, además del «ser en», propio del accidente, y el «ser hacia», que es lo específico del accidente de la relación[8]. Sin embargo, como explica el mismo Santo Tomás: «Puesto que la potencia conviene a Dios en relación a sus efectos, y la potencia tiene razón de principio, según se ha dicho (c. X), además, el principio se llama tal con relación a lo principado, por consiguiente se puede predicar de Dios algo relativamente mirando a sus efectos». Se sigue de ello que: «se predican muchas cosas de Dios de manera relativa»[9]. ¿Cómo es posible que pueda predicarse de Dios de manera relativa y, por tanto, existan estas relaciones en Dios? ––La respuesta de Santo Tomás a la segunda cuestión es la siguiente: «Tales relaciones que dicen orden a sus efectos no pueden darse realmente en Dios». La razón es la siguiente: «No podrían darse en Dios como accidentes en sujeto, como se demostró en el primer libro (c. 23). Tampoco podrían ser la misma substancia divina, porque los relativos son «los que según su ser se encuentran de algún modo hacia otro» (Aristóteles Predicamentos, c. 7), se seguiría que la substancia divina se predicaría razonablemente de otro». Además: «aquello cuyo ser mira a otra cosa depende en cierta manera de ella, puesto que no puede ser entendido sin ella; de donde ocurriría que la substancia divina dependería de algo extrínseco, y de esta manera no sería por sí misma un ser necesario, como quedo probado en el libro primero (c. 13)»[10].Tampoco, por último: «se puede decir que tales relaciones existen fuera como si fuesen ciertas cosas fuera de Dios». En cuanto a la primera pregunta, sobre la atribución de relaciones a Dios, concluye el Aquinate que, en cuanto a las relaciones de Dios con las criaturas: «habiéndose demostrado que en Él no son reales y que, sin embargo, se predican de Él, hay que decir que se le atribuyen según nuestro modo de entender solamente, o en cuanto que todas las cosas se refieren a Él». No es extraño, porque: «Nuestro entendimiento, al entender la relación que tiene una cosa con otra coentiende la relación que tiene ésta con aquella, aunque en realidad nunca hay tal relación»[11]. Por ello: «No se opone a la divina simplicidad atribuir muchas relaciones a Dios, aunque no signifiquen su esencia, porque se siguen de nuestro modo de entender»[12]. 169. ––Se ha demostrado que Dios es el principio de las cosas, de manera que «todo cuanto es fuera de Él, es por Él». Precisa además el Aquinate que: «todo aquello que de alguna manera es, procede de aquel que no tiene causa del ser. Pero se mostró lo que no tiene causa del ser es Dios (I, c. 13). Luego todo lo que de alguna manera es procede de Él». ¿Cómo se explica que toda la variedad de entes y de sus constitutivos pueda atribuirse a uno sólo? ––Para afirmar que todo absolutamente procede de Dios, no importa la multiplicidad y distinción de los entes. «Si se alega que el ente no es predicado unívoco, no atenúa en nada el vigor de la conclusión. Pues no se predica de muchos equívocamente, sino analógicamente; y así es como se debe verificar la reducción de la unidad». Se puede probar de muchas maneras. Una de ellas es advertir que «lo más cálido es causa del calor de los demás cálidos, y que lo más luminoso es causa de la luminosidad de otros. Dios es el ente supremo, como se dijo en el libro primero. Luego es la causa de todas las cosas de las que se predica el ente», o de todo aquello que tiene ser, que no es el ser, sino que lo participa. 170. ––¿Se sigue que el ser de cada ente, el constitutivo más profundo y la perfección o acto, que es causa de todas las demás que posee el ente, procede de Dios?

––El ser propio de todo ente y proporcionado a su esencia es causado por Dios. Con la utilización del principio de causalidad en el orden trascendente, puede argumentar Santo Tomás: «a todas las cosas les es común el ser. Luego es necesario que sobre todas las causas haya alguna que le sea propio dar el ser. Pero la primera causa es Dios, como se ha puesto de manifiesto anteriormente. Luego es necesario que todas las cosas que tienen el ser lo tengan de Dios». En otra prueba, que aporta en este lugar, basada en la doctrina de la participación del ser, lo expone del siguiente modo: «Lo que se predica esencialmente es causa de todo aquello que se predica por participación, como el fuego es causa de todo lo ardiente en cuanto tal. Pues bien, Dios es ente por esencia, porque es el ser mismo, y todo otro ente es ente por participación; porque el ente que es su ser no puede ser más que uno, como se demostró en el libro primero (I, c. 42). Luego Dios es causa del ser de todos los demás»[13]. El estudio de la naturaleza divina le permite al Aquinate explicar de algún modo el hecho de la creación. Dios es el ser mismo y, por tanto, es ente por esencia. El ente que es su ser no puede ser más que uno, porque el ser de cada ente es único. Todos los demás entes tienen que ser entes por participación, porque su ser es un ser participado, no es el mismo ser, sino que lo poseen en parte. Además, lo que es ente por esencia es causa de los entes por participación. El ente por esencia es causa de los entes participados, porque en éstos el ser no pertenece a su propia esencia, sino que, por tenerse o poseerse, es recibido, y, por tanto, donado por otro, que puede darlo, como es el ente que no lo tiene, sino que lo es. Luego, Dios es causa del ser de todos los demás entes. 172. ––Seguidamente afirma Santo Tomás: «Con esto se evidencia que Dios produjo las cosas en el ser sin nada preexistente que le sirviese como de materia». ¿Por qué el Aquinate tiene que destacar esta consecuencia? ––Se explica, porque, como indica al final de este capítulo: «los antiguos filósofos, que opinaban que la materia no tenía en absoluto causa alguna, fundados en que siempre veían que antecedía algo a las acciones de los agentes particulares, de donde sacaron la convicción, común a todos ellos, que de la nada nada se hace; afirmación, ciertamente, verdadera si se trata de agentes particulares. Pero ellos aún no habían llegado a conocer el agente universal, causa de todo el ser, en cuya acción es necesario que nada presuponga». La acción divina creadora implica la negación de todo sujeto o materia como presupuesto previo. Se puede probar que también la materia es creada por Dios, porque: «la materia prima tiene ser en cierto modo, puesto que es un ente en potencia. Pero Dios es causa de todo lo que tiene ser, como quedó demostrado. Luego Dios es causa de la materia prima, que es la primera de todas. En consecuencia, la acción divina no requiere cosa preexistente»[14]. 171. ––¿Estudia el Aquinate esta acción de Dios, ente por esencia, que produce todo el ser de todas las cosas o entes por participación? ––Después de probar que la acción productiva de Dios no presupone la materia, indica Santo Tomás que: «Esta verdad la confirma la Escritura, al empezar con la siguiente afirmación: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1, 1)Y crear no es otra cosa que producir algo en el ser sin materia previa»[15]. A la acción de Dios, ente por esencia, que produce todo el ser de todas las cosas, entes por participación, se le llama creación, y esta actuación ha sido revelada por el mismo Dios. El conocimiento de la potencia, o acción creadora de Dios, es importante para el saber filosófico porque el primer principio de la filosofía cristiana –la filosofía que es, acorde con la fe– es la afirmación que el mundo procede de Dios por creación. Ello significa que el mundo no es

increado, ni tampoco que se ha autocreado. El mundo no es el absoluto, sino que ha sido creado por Dios. De ello, se sigue que la realidad creada no es suficiente y autónoma en su misma realidad, sino que entitativamente, y, por tanto, por completo y en todo, es dependiente de Dios. Lógicamente Santo Tomás aborda el tema de la creación, con gran detenimiento. Lo hace conelexamen dos grandes cuestiones: la naturaleza de la creación; y el modo que se realiza (cc. 6-38). 172. ––Después de probar que la producción de las cosas en el ser la hace Dios de la nada, escribe el Aquinate: «Demostrado esto, es manifiesto que la acción de Dios –que no implica materia previa y se llama «creación»–, propiamente hablando, no es movimiento, ni mutación». ¿La creación, por tanto, no es un movimiento? ––La acción de crear no implica ningún tipo de movimiento. En cambio, todas las acciones de las criaturas entrañan movimiento o mutación. Con muchas razones, se puede probar esta tesis. La primera que da Santo Tomás es que: «Todo movimiento o mutación es «el acto de lo que está en potencia, en cuanto potencia» (Aristóteles, Física, III, 1). Más en esta acción no preexiste nada en potencia que reciba la acción, como ya se ha probado. Luego no es movimiento o mutación». En otro, se dice que: «En toda mutación o movimiento es preciso que haya algo que se halle en distinta situación ahora y antes, pues esto es lo que expresa el nombre mismo de mutación. Donde toda la substancia de la cosa es producida en el ser no puede darse una misma cosa que se encuentre de una y otra manera, porque entonces ella no sería producida, sino presupuesta a la producción»[16]. Por ello, el acto de creación no puede ser mutación alguna. 173. ––El término crear, en sentido amplio, significa toda clase de producción de un ente. Así, se dice que el escultor crea su obra. En sentido propio, crear consiste en hacer algo de la nada. Si este producir no implica una mutación. ¿por qué se dice entonces que crear es «hacer» o «sacar» de la nada? ––. El «hacer» o «sacar» de la nada, en que consiste la creación, no es entre dos términos positivos, como si la nada fuese una entidad. Nota Santo Tomás que: «con esto aparece el engaño de los que impugnan la creación por razones tomadas de la naturaleza del movimiento o de la mutación, como si fuese necesario que la creación, lo mismo que los demás movimientos o mutaciones, se verifique en un sujeto, y fuese preciso que el no-ser se cambie en el ser, como el fuego se cambia en aire». El entendimiento humano, porque en todas las acciones que conoce hay cambio, concibe la creación como una cierta mutación. «Nuestro entendimiento se la representa como si una misma cosa no existiese antes y si después». 174. ––Como también indica, en este lugar, el Aquinate: «la creación no es mutación, sino la misma dependencia del ser creado respecto al principio que la origina[17]. Por consiguiente: «pertenece al género de relación», aunque su sujeto es el «mismo ser creado». También que, por todo ello, es «algo real», que aparece al ser producido lo creado. No obstante, ¿podría sostenerse que en la creación hay sucesión? ––Señala igualmente Santo Tomás que: «de lo dicho resulta también evidente que toda creación excluye la sucesión». Se la representa como si una misma cosa no existiese antes y sí después, pero no puede ocurrir así. «La sucesión es propia del movimiento»; y además: «en todo movimiento sucesivo hay algo intermedio, porque el medio es lo que el primer movimiento se continua hasta llegar a lo último. Pero entre el ser y el no ser, que son como los extremos de la creación, no puede darse medio alguno». Por tanto, en ella tampoco puede darse sucesión alguna.

Recuerda, por último; Santo Tomás, que: «la divina Escritura refiere la creación de las cosas como verificada en un momento indivisible, al decir: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1, 1); principio que San Basilio pone como «principio del tiempo» (Homiliae in Hexaémeron, 5, 29)»[18]. 175. ––Afirma a continuación el Aquinate que: «Crear es propio de una potencia o poder infinito», porque, por una parte, «es necesario la potencia del agente, que produce algo sin materia preexistente alguna, sobrepase toda proporción posible a la potencia del agente, que obra sirviéndose de materia». Por otra: «ninguna potencia corporal es infinita, como prueba Aristóteles en la Física, (VIII, c. 10)». Se sigue de ello que: «ningún cuerpo puede crear, que es hacer algo de la nada»[19]¿Puede inferirse de ello que únicamente Dios puede crear? ––Dice asimismo Santo Tomás que: «se puede demostrar, además, que la creación es acción propia de Dios y que sólo el puede crear». Da varias demostraciones. La primera, que es la más simple, pero no la menos convincente, es la siguiente: «como el orden de las acciones corresponde al orden los agentes –por ello la acción más noble pertenece al agente más noble– , es preciso que la primera acción sea propia del agente primero. La creación es la acción primera, pues no presupone otra y, sin embargo, todas las demás las presuponen. Luego la creación es la acción propia y exclusiva de Dios, que es el primer agente»[20]. Los entes creados, causas finitas, causan efectos, producen otros entes, y se dicen que crean, pero este poder no es el de crear. En sentido propio, crear es hacer algo de la nada, es hacer que del no-ente aparezca todo el ser. En la producción de las criaturas, en cambio, se requiere siempre una materia o sujeto preexistente. Las criaturas, por consiguiente, no crean, porque producen una cosa de otra. Al crear, Dios no se sirve de nada previo. No se sirve de ninguna potencia, de ninguna materia previa, o de una capacidad de recibir alguna cosa por influencia de otra. Dios al crear no necesita nada más que su poder o potencia productiva. En la creación de Dios, se da una producción total.. Ninguna criatura puede crear, ni incluso recibir este poder de Dios, ni de forma natural ni milagrosa. Nadie más que Dios puede crear, ni como agente principal ni como instrumento. Las criaturas no pueden participar del poder exclusivo de Dios de crear, ni como instrumento suyo porque éste recibiría la acción de la causa primera, cosa que va contra la noción de creación, pues ésta nada presupone. 176. ––De la exclusividad divina de la creación se infiere que «la potencia divina no está determinada a un efecto único, sino que absolutamente lo puede todo, y esto es ser omnipotente». Sin embargo, precisa el Aquinate que: «Dios puede hacer todo excepto lo contradictorio» ¿No es ello una limitación de su omnipotencia? ––Un poco antes de esta afirmación, Santo Tomás explica que: «La razón divina es causa esencial del ser y el ser es su propio efecto, como consta por lo dicho anteriormente. Luego se extiende a todo aquello que no repugna a la razón de ente»[21], porque ente es el poseedor del ser, su constitutivo formal y actual. Además: «A la razón de ente repugna lo opuesto al ente, que es el no-ente. Así pues, Dios puede todo aquello que en su razón no incluya el no-ente, que es lo que implicaría contradicción. Luego, el poder de Dios se extiende a todo lo que no implica contradicción». Dios puede realizar todo aquello que supone la contradicción. No puede hacer en cambio lo contradictorio en sí mismo, como, por ejemplo, que una cosa sea circular y a al vez sea cuadrada o no circular, que no intrínsecamente posible. En la Suma teológica, Santo Tomás precisará que «más exacto es decir que «no puede ser hecho» que no decir que «Dios no puede hacerlo»[22].

Sin embargo, como también recuerda en este lugar, podría objetarse que el ángel Gabriel le dijo a la Virgen María que: «para Dios no habrá ninguna palabra imposible»[23] (quia non erit impossibile apud Deum omne verbum). Replica a continuación que el sostener que lo contradictorio «no está contenido bajo la omnipotencia divina, porque no puede tener la razón de posible», no es incompatible o opuesto a estas palabras del ángel: «pues lo que implica contradicción no puede ser «palabra» porque ningún entendimiento puede concebirlo»[24]. Lo imposible absolutamente, lo imposible que no lo sólo es respecto a una potencia, como por ejemplo la humana, no puede ser pensado, ni, por tanto formarse verbo, palabra interior o concepto. 177. ––Indica también el Aquinate: «Aunque Dios es omnipotente, se dice, sin embargo, que no puede ciertas cosas». ¿Qué cosas no le son posibles a la omnipotencia divina? ––Recuerda Santo Tomás que: «en Dios hay potencia activa (…) y que no hay en Él potencia pasiva». Sin embargo, si «atribuimos la palabra «poder» tanto a una potencia como a otra», debe sostenerse que: «Dios no puede en lo que respecta al «poder» de la potencia pasiva». Como consecuencia, en primer lugar: «no habiendo en Dios potencia pasiva, nada podrá hacer respecto a su ser». Explica que, por ello: «no puede ser cuerpo ni cosa semejante (…) no puede mudarse con ninguna especie particular de mutación, no puede aumentar o disminuir, ni alterarse, ni engendrarse, ni corromperse (…) no puede en absoluto, sufrir mengua (…) no puede sufrir defecto alguno (…) no puede fatigarse ni olvidarse (…) tampoco puede ser vencido o sufrir violencia. De manera parecida, tampoco puede arrepentirse, ni airarse, ni entristecerse, puesto que todo esto suena a pasión y a defecto. En segundo lugar: «Dios no puede lo que va contra la razón del ente en tanto que es ente o en tanto el ente hecho en cuanto es hecho». Consecuencia, que desarrolla así a continuación: «Dios no puede hacer que una misma cosa a la vez sea y no sea, pues implica que las contradictorias se verifiquen a la vez (…) Dios no puede hacer que los opuestos estén a la vez en lo mismo y en el mismo sentido (…) tampoco puede hacer que falte a una cosa uno de sus principios esenciales, y, no obstante, permanezca en la misma; como que el hombre no tenga alma», no puede hacer lo contrario a «los principios de algunas ciencias, como la lógica, la geometría y la aritmética (…) como que el género no sea predicable de la especie, o que las líneas trazadas desde el centro a la circunferencia no sean iguales; o que el triángulo no tenga los tres ángulos iguales a dos rectos». Igualmente: «Dios no puede hacer que el pretérito no haya sido», porque implicaría una contradicción, la negación de que: «algo fuese mientras fue». En tercer lugar: «Dios no puede lo que va (…) contra la razón del ente hecho en cuanto es hecho (…) porque todo lo que Dios hace es preciso que sea hecho». Por ello, añade el Aquinate: «Dios no puede hacer un Dios, porque es de razón del ente hecho que su ser dependa de otra causa, lo cual va contra la razón de lo que se dice Dios (…) por la misma razón, no puede Dios hacer algo igual a sí mismo (…) Dios no puede hacer que se conserve algo en el ser sin Él mismo, porque la conservación del ser de cada cosa depende de su causa». Por último y, en cuarto lugar: «como El obra por voluntad, no puede hacer lo que es imposible que quiera». Estas cosas son las siguientes: «Dios no puede hacer que Él no sea, o que no sea bueno, o dichoso», ya que necesariamente es bueno y dichoso; «Dios no puede querer mal alguno. De donde se ve que no puede pecar (…) tampoco puede hacer que no se cumpla lo que El quiere, porque la voluntad de Dios no cambia». Respecto a esta última negación, advierte que: «el «no poder» tiene en este caso un sentido distinto de los anteriores». La voluntad de Dios no es mudable en sentido absoluto, pero lo es en relación a la criatura la voluntad de Dios es hipotética, es decir, puede querer algo, pero lo es

según determinadas condiciones, que si no se dan puede que quiera lo contrario. Así quiere que todos los hombres se salven, pero quiere lo opuesto si no se da la condición de aceptar su gracia. Igualmente: «como Dios obra por voluntad así también lo hace por «entendimiento y por ciencia» como se ha dicho (…) no puede hacer lo que no supo de antemano ni dejar de hacer lo que supo de antemano que había de hacer». También en esta imposibilidad: «no se ha de entender en absoluto, sino bajo condición o hipotéticamente»[25]. 178. ––Como conclusión de su explicación de la infinita omnipotencia de Dios con la excepción de lo contradictorio escribe el Aquinate: «Con esto se demuestra que Dios obra en las criaturas, no por necesidad de naturaleza, sino por decisión de su voluntad». ¿Por qué se sigue de ello que Dios es totalmente libre al crear? ––Santo Tomás da muchas razones para probar que Dios no crea por necesidad natural. Muestra la conexión de esta nueva conclusión con la anterior en la siguiente demostración: «Todo lo que no implica contradicción cae bajo la potencia divina, como se ha mostrado. Muchas cosas encontramos que no hay entre lo creado y que no implicarían contradicción, como aparece principalmente cuando se trata del número, tamaños y distancias de las estrellas y de otros cuerpos, y ciertamente no implicaría contradicción que fuese de otra manera, dado que fuese otro el orden de las cosas. Hay, por tanto, muchas cosas que caen bajo la potencia divina sin que se hallen en la naturaleza. Es así que quien, de entre las cosas que puede hacer, hace unas y otras no, obra por elección voluntaria y no por necesidad natural. Luego Dios no obra por necesidad de naturaleza, sino por voluntad»[26], y, por tanto, con libertad de elección. 179. ––Sería incompatible con la perfección de Dios, no admitir, en sus acciones con las criaturas, su completa libertad, propia del ente que es el mismo ser, y sin ninguna coacción externa o interna.Sin embargo, de su misma perfección y bondad divina se sigue, según la ya citada tesis platónica «lo bueno es lo difusivo de sí», asumida plenamente por el Aquinate, que Dios debe comunicar su bondad. ¿No parece que con ello quede negada su libertad y afirmada la necesidad de su naturaleza buena y comunicativa? ––La necesidad de difundir o comunicar su bien por la misma esencia de la bondad en Dios queda realizada de una forma más perfecta en su actividad interna, por las llamadas procesiones divinas inmanentes, la generación del Verbo y al procedencia del Espíritu Santo. Su bien le lleva también a comunicarse exteriormente de manera finita, pero entonces ya no forzado por su naturaleza. En definitiva, debe admitirse que Dios creó el mundo con perfecta y total libertad. Con libertad de ejercicio, o de contradicción, hacer o no hacer; y especifica, hacer esto o aquello. Su acción creativa fue completamente libre, porque pudo crear o no crear, o crear un mundo u otro distinto. Eudaldo Forment

[1] Santo tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 4. [2] Ibíd., II, c. 5. [3] Ibíd., II, c. 6. [4] Ibíd., II, c. 7.

[5] Ibíd., II, c. 8. [6] Ibíd., II, c. 9. [7] Ibíd., II, c. 10. [8] ÍDEM, Suma Teológica, I, q. 42, a. 1, in c. [9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 11. [10] Ibíd., II, c. 12. [11] Ibíd., II, c. 13. [12] Ibíd., II, c. 14. [13] Ibíd., II, c. 15. [14] Ibíd., II, c. 16. [15] Ibíd., II, c. 17. [16] Ibíd., II, c. 17. [17] Ibíd., II, c. 18. [18] Ibíd., II, c. 19. [19] Ibíd., II, c. 20. [20] Ibíd., II, c. 21[21] Ibíd., II, c. 22. [22] Santo Tomás, Suma teológica. I, q. 25, a 3, in c. [23] Lc 1, 37 [24] Santo Tomás, Suma teológica. I, q. 25, a 3, in c. [25] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 25. [26]Ibíd., II, c. 23.

XVII. El modo de la creación 180. ––Según lo explicado, el mundo ha sido creado por Dios con absoluta y completa libertad. El modo de la creación es libre ¿Da el Aquinate más explicaciones sobre el modo que ha sido creado el mundo por Dios? ––En segundo lugar, explica Santo Tomás que «Dios produce sus efectos sabiamente». Lo deduce del modo anterior con voluntad libre en el siguiente argumento: «La voluntad se mueve a obrar por alguna aprehensión, pues el objeto de la voluntad es el bien aprehendido. Dios es un agente voluntario, según se ha probado. Luego, como en Dios no hay más aprehensión que la intelectual, y nada entiende si no es entendiéndose a sí mismo, y entenderle a Él mismo es ser sabio, resta que Dios obra según su sabiduría».

Se sigue de ello a su vez que Dios es el modelo, primer ejemplar o prototipo de todo lo que crea. Argumenta el Aquinate: «Los actos que proceden de la voluntad, o son “acciones”, que son perfección del agente, como los actos de las virtudes; o pasan a una materia exterior, y entonces se llaman “producciones”. Y con esto queda claro que las cosas fueron creadas por Dios como algo producido. Mas “el principio de la producción es el arte” (Aristóteles, Ética, VI, 4). Luego todas las cosas creadas se comparan a Dios como las obras de arte al artista. El artista produce sus obras conforme a su sabiduría y entendimiento. Por consiguiente, también Dios hizo todas las criaturas en conformidad a su entendimiento»[1]. Estas afirmaciones afectan a la naturaleza de Dios y a las de las criaturas. A la de Dios, porque implica que la esencia divina es causa ejemplar remota o externa de todas las cosas. A las de la criatura, porque hace que deban considerarse como imitaciones o copias de Dios. La esencia divina es causa ejemplar remota o externa de todas las cosas de manera perecida a como lo es un paisaje, que un pintor contempla para reproducirlo en un cuadro; y la causa ejemplar próxima o interna de todas las cosas son las ideas divinas, como, en el caso del pintor, es su imagen interna propia del paisaje el modelo ejemplar de lo que está pintando. 181. ––Dios hizo todas las criaturas en conformidad a su entendimiento y, por ello, las ideas divinas son la causa ejemplar o modélica de las criaturas. El pintor produce sus obras conforme a su entendimiento, y de manera parecida el Creador ¿La doctrina ejemplarista de la creación se apoya en la filosofía de Aristóteles, como muchas otras de Santo Tomás? ––Aunque, en su original explicación filosófica de la creación, Santo Tomás utiliza principios aristotélicos, la doctrina ejemplarista la incorpora del pensamiento de San Agustín, que la constituyó al integrar el platonismo en la filosofía cristiana, y además darle un carácter nuclear y fundante de la misma. San Agustín afirmaba, como Platón, la existencia de Ideas eternas, de las que las cosas existentes en el mundo son pálidos reflejos, porque no puede admitirse que la acción creadora de Dios haya sido irracional. Sin embargo, a diferencia de la doctrina platónica, las ideas en San Agustín son los modelos o ejemplares de todas las cosas, no sólo de lo genéricas y específico, con el platonismo sino también de los individuos. La razón es porque la creación lo es de toda la realidad, incluida la de las cosas concretas y singulares. Hay una diferencias entre las ideas ejemplares agustinianas y las ideas platónicas,porque San Agustín tuvo que transformar el ejemplarismo platónico, ya que no podía admitir la existencia de un mundo de ideas subsistente en sí mismo, tal como postulaba Platón, ni tampoco existente en una mente universal como había enseñado Plotino. Ello supondría entender que la creación se habría realizado según un modelo independiente de Dios, al que, por tanto, estaría supeditado. Para San Agustín, las ideas ejemplares son las Ideas del entendimiento eterno de Dios. De este modo las ideas platónicas quedan situadas como existentes en la mente divina. En Dios, por tanto, preexisten todas las cosas. Las ideas ejemplares están en el entendimiento divino, de modo parecido a como en la mente de un artista están con anterioridad de su realización, las obras de arte. Esta modificación representa la inversión de la perspectiva platónica, porque queda fundamentada la eternidad de la ideas en la única y verdadera eternidad de Dios. Santo Tomás asume la modificación agustiniana del ejemplarismo platónico.Igual que San Agustín, coloca las ideas en la mente divina, porque Dios no puede conocer los distintos entes por ideas subsistentes fuera de El. Además, amplia esta versión cristiana del platonismo, haciendo que las ideas divinas sean la misma esencia de Dios en cuanto conocida.

Esta nueva tesis de Santo Tomás sobre el ejemplarismo divinose basa en su explicación del entendimiento divino. Dios lo conoce todo en sí mismo, en su propia esencia. Se conoce a sí mismo en su único concepto, o verbo, y en su propio verbo entiende todos los entes.El entendimiento divino al comprender su esencia en su verbo, semejanza de sí mismo o Dios entendido, comprende a todos los entes, porqu el verbo de Dios es semejanza del mismo Dios y de todos los entes. Dios al conocer a su esencia como imitable, conoce lo que es propio de cada ente, pues conoce en qué imita su esencia y en qué se aparta de su perfección. Con esta explicación, Santo Tomás puede resolver el problema, que dejo pendiente San Agustín, de compaginar la multiplicidad de las ideas ejemplares con la simplicidad de Dios. Queda así claramente establecido en la filosofía cristiana que las ideas ejemplares no constituyan un sistema inteligible independiente de Dios. Son su misma esencia o naturaleza, que Él conoce como modelo de las esencias de las cosas. 182. ––Ha quedado probado que el poder o «la potencia divina no se limita a determinados efectos y que por esto no obra por necesidad de naturaleza, sino por entendimiento y voluntad (cc. 22, 23)» o de manera libre. Podría, sin embargo, pensarse que «su entendimiento o ciencia sólo se puede extender a determinados efectos, y que, por tanto obra obligado por su ciencia». ¿Obra Dios por necesidad de su entendimiento o ciencia? ––Santo Tomás declara que: «El entendimiento divino no está coartado a ciertos determinados efectos», ni, por consiguiente, «Dios no obra por necesidad de su entendimiento o de su ciencia». Se puede probar con el siguiente argumento: «Se ha probado (I. c. 49, ss.) que Dios comprende todo lo que puede proceder de Él, entendiendo su propia esencia, en la cual está todo necesariamente por cierta semejanza, como los efectos están virtualmente en la causa. Luego, si la potencia divina no se coarta a determinados efectos, como se ha mostrado (c. 22), se precisa también lo mismo acerca de su entendimiento»[2]. 183. ––Todavía podría parecer que la voluntad divina «por la cual obra, quiere necesariamente determinados efectos» ¿Cómo se prueba que la voluntad divina no está coartada a determinados efectos? ––La explicación de Santo Tomás es la siguiente: «La voluntad debe guardar proporción con su objeto. Pero el objeto de la voluntad es el bien entendido, como se ha dicho (c. 24). Luego la voluntad se extiende naturalmente a todo lo que el entendimiento le puede proporcionar bajo la razón de bien. Por tanto, si el entendimiento divino no está coartado a ciertos efectos, como ya se ha dicho (c. 26), es evidente que la voluntad divina no produce necesariamente determinados efectos». Puede asimismo concluirse que: «ningún efecto procede de la voluntad divina necesariamente, sino por su libre disposición»[3]. 184. ––Queda únicamente por pensar que Dios haya creado las cosas por un deber de justicia ¿Puede decirse que, en algún sentido, hay alguna razón de justicia o de deuda en la creación? –– Aclara igualmente Santo Tomás, por una parte, que: «por la creación, la cosa creada comienza por primera vez a tener algo como suyo. Luego la creación no procede de un deber de justicia». Por otra que: «Nadie debe algo a otro sino es en cuanto depende en alguna manera de él o porque recibe algo de él o de un tercero por razón del cual debe al otro; así, pues, el hijo es deudor del padre, porque recibe de él el ser; el señor, del criado, porque de él recibe el servicio que necesita; y todo hombre del prójimo por Dios, de quien hemos recibido todos los bienes. Más Dios no depende de nadie ni necesita nada que tenga que recibir de otro, como se deduce claramente de lo dicho (I, cc. 13, 28, 40, 102). Luego Dios no produjo las cosas en el ser por un deber de justicia».

Añade el Aquinate que se confirma que la creación no es retribución de una deuda, con estas palabras de San Pablo: «¿Quién primero dio para tener derecho a retribución? Porque de Él y por Él y en Él están todas las cosas»[4]. Seguidamente estas del Antiguo Testamento: «¿Quién me ha dado antes para que yo le deba retribuir? Todo cuanto hay bajo el cielo, mío es»[5]. 185. ––Si Dios: «no produce las cosas en el ser por necesidad de naturaleza, ni por necesidad de su ciencia, ni de su voluntad, ni de su justicia», puede decirse, con el Aquinate, que: «ninguna clase de necesidad es un deber de la bondad divina producir las cosas en el ser». Sin embargo, podría replicarse que: «es un deber a sí misma, a modo de cierto decoro» o de obligación moral, dada su bondad generosa. ¿Admite Santo Tomás este tipo de justicia o de débito? ––Recuerda Santo Tomás que: «la justicia propiamente dicha exige el deber estricto, pues lo que se da en justicia a otro se le debe por exigencia del derecho» o de lo que las cosas son. Por consiguiente: «así como no puede decirse que la producción de las criaturas haya sido por deber de justicia, por el que Dios sea deudor de la criatura, así tampoco que por débito de justicia sea deudor de su bondad». Esta negación lo es si se toma el término justicia o debito en «sentido estricto».pero: «tomada en un sentido lato, puede decirse que hay justicia en la creación de las cosas en cuanto conviene a la bondad divina»[6]. También se puede hablar de otros tipos de justicia, porque: «se halla en las cosas una justicia natural cuanto a su creación y cuanto a la propagación de las mismas. Y, por tanto, se dice que Dios todo lo hizo y lo gobierna justa y razonablemente»[7]. 186. ––Según lo dicho todas las cosas dependen: «de la voluntad de Dios, como de su causa primera, que no obra por necesidad a no ser por la que va incluida en el hecho de proponerse su fin». Con ello, parece que: «deja de haber necesidad absoluta en las cosas, hasta el punto de que nos veamos obligados a confesar que todo es contingente» Además, esto es lo que: «suele ocurrir ordinariamente en las cosas; que un efecto es contingente cuando no procede necesariamente de su causa». ¿Hay algunas cosas que sean simple y absolutamente necesarias? ––Declara Santo Tomás que «Hay, efectivamente, algunas cosas creadas que son necesarias natural y absolutamente». Explica seguidamente que: «Son necesarias natural y absolutamente aquellas cosas en las que no hay posibilidad de no ser». En cambio: «Otras cosas son producidas por Dios con una naturaleza que tiene potencia al no ser. Esto sucede en cuanto que tienen materia, que está en potencia respecto a distintas formas» y, por tanto, pueden perder una forma, o que pase al no ser. Por consiguiente: «aquellas cosas en las que o no hay materia o, si la hay, no hay en ella posibilidad a otra forma, no tienen potencia de no ser. En consecuencia, éstas son necesarias en absoluto y simplemente»[8]. Sólo son contingentes en este sentido los entes materiales. En cambio, los entes espirituales, que están constituidos por la mera forma, son necesarios, porque no pueden perderla, salvo que Dios quisiera aniquilarlos al igual que quiso crearlos. Como indica el Aquinate en la Suma teológica: «Las realidades contingentes lo son por parte de la materia, puesto que contingentes es lo que puede ser y no ser; y la potencia pertenece a la materia. La necesidad, en cambio, está implicada en el concepto mismo de forma, por cuanto lo que es consecuencia de la forma se posee necesariamente»[9]. Sin embargo, en estos entes simples esencialmente su forma y lo que se deriva de ella no son algo necesario por sí mismo, porque su necesidad ha sido causada por Dios. Entitativamente ninguna criatura es simple está compuesta de esencia, que puede ser simple o compuesta, y ser, que no posee necesariamente. En el orden entitativo toda criatura, por tanto, es contingente.

Contingencia entitativa que no impide la necesidad esencial. Argumenta también Santo Tomás, en este lugar de la Suma contra los gentiles, que: «Como las cosas creadas son producidas en el ser por voluntad divina, es necesario que sean tales cuales Dios quiso que fuesen. Ahora bien, al decir que Dios produjo las cosas en el ser por su voluntad y no por necesidad, no se descarta que hubiese querido que algunas cosas fuesen necesarias y otras fuesen contingentes, para que hubiera en las cosas una diversidad ordenada. Luego nada impide que haya algunas cosas producidas por la voluntad divina y que sean necesarias». En el orden esencial, del que se trata aquí, por consiguiente:«Las cosas contingentes pueden ser consideradas de dos maneras. De una en cuanto que son contingentes; de otra, en cuanto que en ellas se encuentra cierta necesidad, puesto que no hay ser tan contingente que no tenga en sí algo de necesario. Por ejemplo, el hecho de que Sócrates corra es en sí mismo contingente; pero la relación de la carrera al movimiento es necesaria, pues, si Sócrates corre, es necesario que se mueva»[10]. Cómo advirtió el tomista español Ángel Luis González: «Quienes consideran la contingencia en el sentido de posibilidad de ser afirman el mismo grado de no necesidad para todos los entes que no son Dios; ello es consecuencia, de un modo u otro, de la reducción del ser a la esencia, de no entender la esencia como potencia de ser y el “esse” como principio intrínseco del ente que le hace real. Pero el contingentismo absoluto de todo lo que no sea propio de Dios es algo que carece de fundamento en la metafísica de Tomás de Aquino»[11]. 187. ––Queda probado que en el orden esencial hay necesidad y contingencia en las criaturas. ¿De su demostración se puede inferir que no es necesario que las criaturas hayan existido eternamente? ––Santo Tomás responde que: «nada obliga a concluir que las criaturas hayan sido siempre». Lo prueba con varios argumentos. Uno de ellos es el siguiente: «Nada procede necesariamente de un agente voluntario, sino por razón de algún débito. Pero ningún débito tenía Dios en producir la criatura, si se considera en absoluto la producción de las criaturas en su totalidad. Luego Dios no produjo por necesidad. la criatura». Si Dios podía crear o no crear, y, por tanto, la existencia de la creación es contingente, tampoco hay necesidad que sea eterna. Añade, por ello, Santo Tomás: «En consecuencia, tampoco es necesario que Dios, por más que sea sempiterno, haya producido la criatura desde la eternidad»[12]. Sin embargo, aunque no sea necesario que lo haya producido es este modo, al igual que no lo es la creación del mundo, podría haberlo creado en la eternidad. 188. ––No obstante, concreta el Aquinate que: «muchos opinaron que el mundo ha sido siempre y necesariamente». ¿Cuáles eran los argumentos que dieron para probar la necesidad y eternidad del mundo? ––Clasifica Santo Tomáslos argumentosaportados para probar la necesaria eternidad del mundo en tres grupos. En el primero se incluyen «las razones que aducen por parte de Dios. La más simple es la siguiente: «El efecto procede de la causa agente por acción de la misma. Ahora bien, la acción de Dios es eterna (…) Luego, las cosas creadas por Dios han sido desde la eternidad». En segundo lugar, las razones que: «alegan por parte de la criatura»[13]. La cuarta es la siguiente: «Todo agente, al engendrar algo semejante a él, intenta conservar perpetuamente su ser específico, ya que no puede conservar perpetuamente su ser individual. Es imposible que el apetito natural sea vano. Luego es necesario que las especies de las cosas que se engendran sean perpetuas»[14].

En tercer lugar, presenta «otras razones por parte de la acción misma creadora para probar lo mismo totalmente». En la última se dice: «Mientras una cosa se hace, debe haber algo que sea sujeto de la acción, pues la acción, al ser accidente, no puede darse sin sujeto. Luego todo aquello que se hace tiene algún sujeto preexistente. Y no pudiéndose prolongarse esto hasta el infinito, se sigue que el primer sujeto no es hecho, sino sempiterno. De lo cual se deduce también que hay algo eterno además de Dios, puesto que Él no puede ser sujeto de la producción y del movimiento». 189. ––Concluye el Aquinate: «Esas son las razones en las que se apoyan algunos –como si fuesen demostraciones– para decir que es necesario haber sido siempre las cosas creadas. En lo cual contradicen a la fe católica, la cual establece que nada ha sido siempre, a no ser Dios, sino que todo ha comenzado a ser, excepto un Dios eterno»[15]. ¿Sólo se pueden rebatir con la afirmación del dogma de fe del comienzo temporal del mundo? ––Santo Tomás demuestra seguidamente que cada una de las razones: «no concluyen necesariamente» y, que, por tanto, no van contra el dogma de la creación en el tiempo. Respecto la que parte de Dios, nota que: «no se deduce necesariamente de la eternidad de la acción del agente primero la eternidad de su efecto», porque al crear Dios: «así como determina que la cosa ha de ser hecha en determinadas condiciones, así también le prescribe el tiempo, pues en esta acción no sólo se determina que esto sea tal, sino que sea en tal momento, como el médico que determima que se dé la medicina adecuada en tal momento»[16]. Sobre la razón que partía de la criatura, para afirmar la necesidad de sostener la eternidad del mundo, advierte el Aquinate: «la tendencia de los agentes naturales a perpetuar sus especies (…) presupone ya producidos los agentes naturales, Esto hace que esta razón no tenga lugar sino en las cosas producidas ya en el ser, pero no cuando se trata de la producción de las cosas»[17]. Por último, en cuanto al argumento basado en la creación de las cosas, indica que en la producción de efectos por los entes creados hay siempre movimiento o mutación, de manera que «el hacerse no se da a la vez que el ser de la cosa, en lo que se hace por movimiento, en cuyo hacerse hay sucesión». En la creación, que no hay ningún tipo de movimiento ni, por tanto, un sujeto o materia preexistente, ni temporal ni eterna, no es aplicable el argumento, porque «en lo que no se hace por movimiento no es antes el hacerse que el ser. Así evidentemente que nada impide afirmar que el mundo no fue siempre»[18]. 190. –– Sobre la cuestión del modo concreto con que Dios ha creado el mundo, además de la posición de los filósofos averroístas –que sostenían que era necesario afirmar que en la creación no hubo comienzo temporal y cuyos argumentos expone y refuta el Aquinate–, existía, en el siglo XIII, la de los teólogos, que negaban la posibilidad de que un mundo creado fuese eterno, porque afirmaban que los conceptos de creación y eternidad implicaban una oposición contradictoria. ¿Cómo probaban racionalmente que, admitida la creación, no es posible sostener la eternidad del mundo? ––Santo Tomás presenta seis argumentos de «quienes aducen algunas razones para probar que el mundo no fue siempre». El primero es el siguiente: «Está demostrado que Dios es causa de todas las cosas, y la causa debe preceder en duración a aquello que se hace por acción de la causa». Si Dios es causa de todas las cosas, y la causa debe preceder en duración a aquello que se hace por su acción, sólo Dios puede ser eterno. Por consiguiente, el mundo no puede ser eterno, sino que ha tenido que ser creado en el tiempo. En el segundo argumento de la oposición entre creado y eterno, se dice: «Siendo todo el ser creado por Dios, no se puede decir que haya sido hecho de otro ente, y así es forzoso decir que es hecho de la nada, y, por consiguiente, que tiene el ser después del no-ser»[19]. El concepto

de creación implica el tránsito de la nada al ser, y eso no sería posible si las cosas creadas hubieran existido desde siempre, desde toda la eternidad. Luego hay que sostener la necesidad de la temporalidad del mundo creado. Así lo argumentaba San Buenaventura, al escribir: «La producción de la nada supone el ser después del no ser por parte del producido e inmensidad de fuerza productora por parte del principio; siendo esto propio de sólo Dios es necesario que el mundo sea producido en el tiempo por la misma virtud infinita, obrando por sí misma e inmediatamente»[20]. Si el mundo ha sido creado de la nada, tal como enseña la Escritura y sedescubre por la razón, es que ha recibido la existencia después de no tenerla y, por consiguiente, no puede siempre haber existido, ser eterno. Considera San Buenaventura que: «Sostener que el mundo es eterno, o producido en la eternidad, afirmando a la vez que todas las cosas fueron producidas de la nada, va contra toda verdad y razón (…) está en tal oposición con la razón, que pienso que ningún filósofo, por poco ingenio que tuviese, haya sostenido. Y es que eso encierra en sí una manifiesta contradicción»[21]. En cambio, afirmar que el mundo es eterno, si no se conoce que el mundo es creado, y se cree que se ha hecho de la eternidad de la materia «parece razonable e inteligible». 191. ––Después de exponer todos los argumentos, declara el Aquinate que: «Estas razones no concluyen del todo necesariamente, aunque tengan probabilidad». ¿Cómo prueba esta valoración? ––Santo Tomás refuta los arguemntos con la exposición de «cómo les salen al paso los que defienden la eternidad del mundo». Replican los filósofos, respecto a la primera razón de los teólogos: «que el agente necesariamente precede al efecto que es hecho por su operación, esto es verdadero en los agentes que hacen algo por movimiento; porque el efecto no está sino en el término del movimiento, pues es necesario que se dé el agente ya cuando comienza el movimiento. Pero en los agentes que obran instantáneamente no es necesario esto, así como a la vez que el sol está asomando por el oriente ya ilumina nuestro hemisferio». Sólo cuando hay movimiento en la operación, la causa necesariamente precede al efecto. Entonces la causa ya está cuando comienza el movimiento, pero el efecto no está sino al final del mismo. En cambio, en la causa que obra instantáneamente, como es Dios al crear, no es necesaria la precedencia de la causa al efecto. Es posible, por tanto, mantener racionalmente que la creación no se ha dado en el tiempo. La respuesta que dan al otro argumento es la siguiente: «Lo que se dice en segundo lugar no concluye. Lo contradictorio de “ser hecho algo de algo” –que debe darse, si no se da esto– es “ser hecho no de algo”; mas no lo es el ser hecho “de la nada”, de no tomarlo en el primer sentido; por lo que no se puede concluir que sea hecho después del no-ser»[22]. La creación, como afirma Santo Tomás, es un acto instantáneo e indivisible. No hay movimiento, tránsito de un modo de ser a otro, ni, por ello, requiere tiempo alguno. La creación es la aparición de un ente, que no viene de ningún otro, ni de ninguna parte. La nada no existe y, no es propiamente, por tanto, punto de partida de la creación. No es necesario, por consiguiente, concluir que el mundo es temporal. Cuando se dice «hecho de la nada», puede parecer que la preposición «de» implique que haya precedido la no existencia de lo creado a la existencia de lo creado, y, por tanto, que la nada hay precedido al ser. Lo que realmente se significa con esta expresión es que algo ha sido hecho, pero no de algo. No hay ningún orden temporal entre la nada y el existir, como si primero hubiese la nada y después la existencia. No puede pensarse que la nada esté en el tiempo, en un tiempo que sería

previo al de la existencia. Parece que se piensa así por influencia de la imaginación. En cambio, sí es posible entender que hay un orden de naturaleza, en cuanto que la nada es lo que por si mismo les es propio a los existentes, por recibir la existencia de otro, pues si no la recibieran dejarían de existir y serían nada. Puede decirse, por tanto, que a los entes creados les es más natural la nada que la existencia. 192. ––San Buenaventura, y los teólogos intentaban con argumentos racionales probar que no es posible que el mundo haya sido creado desde la eternidad, porque aseguraban que había razones necesarias que demostraban su imposibilidad. Afirmaban, por tanto, que en el concepto de creación es esencial que Dios haya originado lo creado en el tiempo. Con ello, además quedaría racionalmente probado que el mundo fue creado en el tiempo, tal como se afirmaba en la Biblia. Los filósofos averroístas declaraban que estaban de acuerdo con los teólogos que desde la fe afirmaban que Dios creó el universo de la nada desde el principio del tiempo. Sin embargo, los filosofía podía enseñar la doctrina de la eternidad del mundo y presentarla como una conclusión racional y necesaria. De ahí que los teólogos acusaran a los filósofos enseñar una doble verdad, una valida para la filosofía y otra para la teología. Estos últimos se defendían negando que aceptaran esta absurda doctrina, sino que ellos como filósofos se limitaban a investigar. ¿Cuál es la posición del Aquinate en esta polémica? ––Siempre Santo Tomás probó, frente a los teólogos, que creación y eternidad no son incompatibles[23]. Tampoco siguió a los aristotélicos averroístas, porque mostró que el concepto de creación no exige ni el de eternidad ni el de temporalidad. Ambos son posibles para la creación. En conclusión, la cuestión de la temporalidad o eternidad del mundo en sentido amplio es una cuestión abierta para la filosofía. Lo que no ocurre con el hecho de que las cosas han sido creadas, conclusión racional o filosófica. Si el mundo ha existido siempre o comenzó en algún momento temporal no tiene respuesta para la filosofía. Sin embargo, la fe cierra la cuestión, porque enseña que el mundo tuvo un origen en el tiempo, que todo lo creado ha comenzado a existir. No sólo no se puede demostrar la eternidad del mundo, sino tampoco su temporalidad. No hay respuesta decisiva a la pregunta sobre la eternidad o temporalidad del mundo, porque depende de la voluntad de Dios, que no puede ser conocida por la mera razón humana. Únicamente si la manifiesta al hombre mediante la revelación. En el ámbito filosófico, en esta cuestión, es necesario mantener la suspensión del juicio. No hay, por tanto, en este caso, ni verdad ni falsedad. Hay aquí una sola verdad que es la revelada y mantenida por la teología Con esta original posición, Santo Tomás coincide, por tanto, con los averroístas en que no puede demostrarse la temporalidad del mundo, pero diverge de ellos en cuanto sostiene que tampoco puede demostrarse su eternidad, ni incluso de manera no absoluta o probable, ya que la temporalidad tendría idéntica posibilidad. En esta cuestión, no puede darse ninguna respuesta. También se enfrentó a San Buenaventura y a los teólogos de la Facultad de Filosofía, porque mantenía que la temporalidad de la creación es sólo artículo de fe, y si, por ello, se intentara probar no se darían razones concluyentes. Además, a estos teólogos, les advertía Santo Tomás que el no admitir que es indemostrable la temporalidad del mundo, al igual que la eternidad, es perjudicial para la misma fe, porque: « puede parecer que la fe católica se funda en vanas razones y no más bien en la solidísima doctrina de Dios»[24]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 24. [2] Ibíd., II, c. 26. [3] Ibíd., II, c. 27. [4] Rm 11, 35, 36. [5] Jb 41, 2. [6] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 28. [7] Ibíd., II, c. 29. [8] Ibíd., II, c. 30. [9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 86, a. 3, in c. [10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 30 [11] Ángel Luis González, Contingencia, en Ángel Luis González (Ed.), Diccionario de Filosofía, Pamplona, EUNSA, 2010, pp. 221-223, p. 222. [12] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 31. [13] Ibíd., II, c. 32. [14] Ibíd., II, c. 33. [15] Ibíd., II, c. 34. [16] Ibíd., II, c. 35. [17] Ibíd., II, c. 36. [18] Ibíd., II, c. 37. [19] Ibíd., II, c. 38. [20] SAN BUENAVENTURA, Breviloquium, II, c. 1, n. 3, en Obras de San Buenaventura, edición bilingüe, Madrid, BAC, 6 vols., vol. 1, pp. 155-539, p. 243. [21] ÍDEM, Commentaria in quatuor libros Sententiarum Magistri Petri Lombardi, II, d. 1, p. I, a. 2, q. 2, concl. en San buenaventura, Opera Omnia, edición. de Quaracchi, PP. Collegii S. Buenaventurae, P.B. Portogruar, Quaracchi, Ad Claras Aquas, 1882-1887,. 10 vols, vol. II (1985), p. 29ª. [22] Santo Tomás de aquino, Suma contra los gentiles, II, c. 38. [23] Véase: Ignacio Mª Azcoaga Bengoechea, ¿Pudo Dios crear el universo desde toda la eternidad? Una cuestión disputada entre Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura en el siglo XIII, Barcelona, Edicep, 2016. [24] Santo Tomás de aquino, Summa contra gentiles, II, c. 38.

XVIII. Diversidad de las criaturas 193. –-Después del estudio de la creación en general, en el segundo libro de la Suma contra los gentiles, el Aquinate trata de la diversidad y distinción de las criaturas. Se comprende, porque la característica más general y más evidente de todo lo creado es la existencia de una grandísima diversidad de especies y, además, de numerosos y distintos individuos de una misma especie. ¿Cuál es el origen de la multiplicidad y variedad de lo creado? ––La causa primera de la multiplicidad y diversidad de los entes es Dios, porque es el que ha producido el ser de todos ellos, lo más profundo e interior. Sin embargo, intervienen también causas segundas en la distinción de las criaturas. Puede sostenerse, por consiguiente, que: «la distinción de las cosas no es casual». Se da el azar o casualidad: «en lo que puede comportarse de distinto modo del que es, pues lo que ocurre necesariamente y siempre no decimos que sea casual». La casualidad implica comportamientos distintos y , según la doctrina hilemórfica: «el principio de esta posibilidad es la materia y no la forma, que determina la posibilidad de la materia a un modo de ser»[1]. Debe afirmarse, por tanto, que: «la distinción de las especies proviene de la forma; la de los individuos de la misma especie proviene de la materia». La distinción específica de las cosas no es casual, sino que proviene de la diversidad de las formas, y la distinción individual de la materia, que ya no es racional y necesaria como la de forma, sino que, en este sentido, es por el acaso. Sin embargo, la distinción de los individuos de una misma especie o con idéntica forma: «no depende de la diversidad de la materia como de su causa primera»[2]. Tampoco de «los diversos agentes»[3], que obran en su producción con la donación de su forma. Igualmente «no es causada por el orden de los agentes secundarios»[4]. Su causa primera es Dios, al igual que lo es de la diversidad de las formas. De manera que es falso, como decían algunos que: «un ángel haya formado todos los cuerpos visibles de una materia creada anteriormente por Dios»[5], y, por ello, contra la afirmación de Orígenes, hay que sostener «que la diversidad de las cosas no procedió de la diversidad de movimientos del libre albedrío de las criaturas racionales»[6]. Dios ha querido que, en la distinción de las criaturas, intervinieran causas segundas, como la diversidad de la materia –porque la materia ya afectada por la cantidad es el principio de individuación–, o como la distinción formal –por los diferentes grados de la misma forma–, o por lo accidental o contingente, e incluso por lo que es distinto por la casualidad –y, por ello, es raro– en la intervención de los agentes, pero la última razón no es otra que Dios, «primera causa de la distinción de las cosas». 194. ––¿Por qué Dios ha creado un mundo múltiple específica e individualmente? ––Dios al crear el mundo ha buscado la plena manifestación de sus infinitas perfecciones y, con ello, la perfección del mundo. Se requiere así la multiplicidad, porque: «las cosas creadas no pueden alcanzar una perfecta semejanza de Dios dentro de una sola especie de criaturas, porque al exceder la causa al efecto, lo que está en la causa en modo simple y unificado se encuentra en el efecto de modo compuesto y multiplicado, a no ser que el efecto tenga igual especie que su causa, cosa que no tiene lugar al presente, pues la criatura no puede ser igual a Dios. Luego, fue oportuno que hubiese multiplicidad y variedad en las cosas creadas, para encontrar en ellas una semejanza perfecta de Dios, a su modo». Ni una ni muchas cosas, ni muchos mundos pueden representar en absoluto la perfección y bondad de Dios. Todas las representaciones son siempre finitas y no pueden por ello agotar la perfección y bondad infinita de Dios. Sin embargo, las cosas creadas pueden alcanzar una mejor

semejanza divina, dentro de una multiplicidad de especies y de individuos, que con una sola especie de criaturas o un solo individuo. Además: ««muchos bienes finitos son mejor que uno solo, pues aquellos tendrían lo que éste y aun más. Pero la bondad de toda criatura es finita, pues es deficitaria de la infinita bondad de Dios. Luego es más perfecto el universo creado si hay muchos grados de cosas que si hay uno solo»[7]. Muchos bienes finitos son mejor que uno sólo, pues podrán tener lo que tiene éste en mayor grado y otros más. Es más perfecto el universo creado si hay mayor cantidad y diversidad, en muchos grados, de cosas que si hay uno solo, porque lo que está en Dios –la causa del mundo–, en modo simple y unificado, se encuentra en el efecto –todo lo creado–, de modo compuesto y multiplicado. En definitiva, puede decirse que la diversidad en lo creado es otra expresión de la liberalidad o generosidad de Dios, nunca medible con criterios humanos, a los que siempre sobrepasa. Dios al crear, para difundir su bien, se prodiga generosamente. Debe así inferirse que cada grado de entidad, cada especie, y cada criatura, son expresión de la prodigalidad de Dios, de su bondad. 195. ––Después de examinar las causas de la diversidad de todo lo creado, el Aquinatepasa a tratar los tres grandes especies de criaturas: las puramente espirituales o ángeles; las puramente corporales o cuerpos; y las compuestas de espíritu y cuerpo, u hombres. Respecto a las primeras podría preguntarse: ¿La criaturas puramente espirituales son objeto de estudio de la filosofía? ––Los ángeles, que son criaturas espirituales, no pueden estudiarse racional o filosóficamente, porque no conocemos por la razón obras suyas, a diferencia de los efectos de Dios en la creación, que nos permiten conocer la existencia y naturaleza divina. Sin embargo, Santo Tomás estudia las criaturas puramente espirituales en este tratado filosófico, por dos motivos. El primero es porque las criaturas espirituales guardan relación directa con la fe, y es conveniente conocerlas en este segundo libro de la Suma contra los gentiles, que, como el anterior, es filosófico, pero aprovechado como propedéutica de la fe. El segundo motivo es porque el conocimiento del espíritu angélico permite conocer mejor el espíritu del hombre. 196. ––Si con el conocimiento humano no se puede conocer la existencia de las criaturas espirituales o intelectuales, ni tampoco su naturaleza, ¿cómo comienza el Aquinate el estudio de los ángeles o inteligencias? ––Santo Tomás comienza con la demostración de la conveniencia de la existencia de algunas criaturas intelectuales, que ocupasen el punto más alto en la escala de los entes, según los grados de ser o de perfección. Lo hace con varios argumentos. El que sintetiza los demás es el siguiente: «Quedó ya probado que para que las criaturas representasen perfectamente la bondad divina era necesario no sólo que se hiciesen cosas buenas, sino que éstas obrasen con miras a la bondad de otros. Además, se asemeja perfectamente una cosa a otra en el obrar cuando no solamente es una misma la especie de la acción, sino también uno mismo el modo de obrar. Luego fue a propósito para la suma perfección de las cosas que hubiese algunas criaturas que obrasen como Dios obra, y, obrando Dios, según se ha dicho (cc. 23, 24), por entendimiento y voluntad, fue conveniente que hubiese algunas criaturas con entendimiento y voluntad». . 197. ––Probada la conveniencia de la existencia de las criaturas espirituales ¿Qué es lo primero que se puede atribuir a las criaturas espirituales? ––Lo primero que atribuye Santo Tomás a las criaturas espirituales es el entendimiento, porque argumenta que todas las criaturas están presentes en el conocimiento divino, no en su

materialidad y cantidad, sino de una manera simple. «Para que ni siquiera faltase en las criaturas la imagen o reproducción de esta manera de contener de Dios a todas las cosas, fueron creadas las criaturas intelectuales, que de este modo contuviesen a las criaturas corporales, no en su materialidad y cantidad extensiva, sino simplemente de modo inteligible, porque lo que se entiende está en el que entiende y es comprehendido con su operación intelectual»[8]. Las cosas están presentes en todo entendimiento, porque lo que se entiende está en el que entiende, y lo entiende en la operación intelectual de hacerlo presente en el mismo entendimiento. Se comprende así la afirmación aristotélica, citada muchas veces por Santo Tomás: «el alma es de algún modo todas las cosas que son»[9]. La expresión significaría que el alma o criatura espiritual se transforma al entender —ya que en esta acción se da la unidad entre el sujeto y el objeto— en las cosas exteriores. Además las manifiesta, aunque no como están en la realidad, sino de otro modo, o en cuanto tienen el ser que les ha comunicado su acto de entender. Gracias a esta peculiaridad descubierta por Aristóteles, el espíritu intelectual, por una parte, con el entender, está abierto a toda la realidad.. Por otra, esta apertura, del entendimiento es útil al que entiende para reparar su deficiencia o imperfección, en cuanto pequeña parte de un todo o parte de toda la realidad creada. El entendimiento perfecciona al que entiende, en cuanto que éste es parte de la totalidad del universo, cuya perfección es la suma de las perfecciones de todas las cosas que lo integran. El que entiende, en este sentido, es una perfección imperfecta, que puede perfeccionarse. El entendimiento perfecciona a todo espíritu creado proporcionándole otra perfección, que compensa su limitación de ser parte de toda la realidad, porque, gracias a la perfección de entender, puede poseer, aunque de modo intelectivo, las perfecciones de las otras partes. De este modo en una sola cosa puede existir toda la perfección del universo[10]. 198. ––¿Debe también atribuirse al espíritu creado la facultad de la voluntad? ––Es necesario admitir también que todo espíritu creado tiene voluntad. Argumenta Santo Tomás: «Hay en todas las cosas un apetito del bien, por ser el bien “lo que todas las cosas apetecen” (Aristóteles, Ética, I, c. 1) . Este apetito se llama apetito natural en las cosas que carecen de conocimiento, y así se dice que la piedra apetece estar abajo; se llama apetito animal en las que tienen conocimiento sensitivo, el cual se divide en concupiscible e irascible; y en las que entienden apetito intelectual o racional, que es la voluntad. Luego, las substancias intelectuales creadas tienen voluntad». 199. ––La voluntad, por tanto, es un apetito que brota del conocimiento intelectual y que quiere el bien conocido por éste. ¿Cómo explica el Aquinate esta definición de voluntad? ––Para explicar lo que es el apetito racional o voluntad, Santo Tomás ordena todas las criaturas según su actividad. Para la ordenación por la acción de las criaturas, utiliza dos criterios. El primero y fundamental esta basado en la forma. «Como todo agente obra en cuanto está en acto, la forma por la que está en acto, es el principio de todas sus operaciones. Conviene, pues, que, según sea la forma, así sea la acción que sigue a esa forma». Las inclinaciones de los entes siguen de la posesión de su forma y según el modo de poseerla será su tendencia o apetito. El segundo criterio, que se desprende del anterior, es que los niveles de posesión de la forma por la que se obra se corresponderán con los de la independencia o autonomía de la acción. La posesión de la forma es la que determina la posesión de la actividad, porque: «La forma que no depende del agente que obra en virtud de ella misma, causa una acción de la que no es dueño

el agente. Pero si se diese alguna que dependiese de aquel que obra en virtud de ella misma, éste sería dueño del obrar consiguiente». Se puede así establecer una escala de los entes según la independencia de sus acciones..En el primer grado de esta escala quedan situados los entes inertes, cuya acción carece de autonomía o de independencia y no es poseída, sino que le es dada. Explica Santo Tomás: «Las formas naturales, de las que proceden los movimientos y acciones naturales, no dependen de aquellas cosas de que son formas, sino totalmente de agentes exteriores, por ser la forma natural la que constituye a cada cosa en su naturaleza; pues, nada puede ser causa de su ser. Y, por tanto, las cosas que se mueven por impulso natural no se mueven a sí mismas, pues lo pesado no se mueve a sí mismo hacia abajo, sino que lo produce lo que le da la forma». En los seres inertes, o sin vida, no hay autonomía, porque sus movimientos y sus acciones naturales no dependen de sus formas, sino totalmente de agentes exteriores. En causas externas a ellos, está la forma que regirá la acción, que, por tanto, no es propia. El segundo grado de esta escala de la independencia de la actividad corresponde al de los entes con vida vegetativa, porque hay ya cierta independencia. Una autonomía que es muy incompleta. En los vegetales, la forma que determina su acción viene dada por su naturaleza específica, pero no por una forma propia. .En cuanto ejecutores del movimiento y de la acción, los vegetales gozan de una cierta independencia o autonomía en cuanto a la ejecución del movimiento, pero la forma de la acción les viene dada por su especie, algo externo. En este sentido, no se diferencian de los seres inertes. En el tercer grado de esta escala, que es la de los seres con vida sensitiva, hay ya propiamente autonomía, porque éstos actúan por formas propias. «En los animales brutos, las formas sensibles e imaginarias que les mueven no son halladas por ellos mismos, sino que las reciben de los sensibles exteriores que actúan sobre el sentido, y las distingue la estimativa natural». En la vida animal, hay una mayor autonomía en la acción, porque las formas, que mueven a los vivientes animales, son recibidas por los sentidos del exterior. Su independencia está no sólo en la ejecución, sino también en la forma de la acción. Sin embargo: «Aunque se diga que en cierta manera se mueven a sí mismos, en cuanto que una parte de ellos mueve y la otra es movida, sin embargo, el moverse mismo no les conviene como cosa que procede de ellos, sino que parte proviene de los sensibles exteriores y parte de la naturaleza. Así, pues, se dice que se mueven a sí mismos en cuanto el apetito mueve a los miembros lo cual los coloca por encima de los inanimados y de las plantas; pero, no son causa de su movimiento en cuanto que el apetecer mismo es para ellos una necesidad proveniente de las formas recibidas por los sentidos y por el dictamen de la estimativa natural. Y en consecuencia, no son dueños de sus actos». Los animales no son propiamente autores de sus actos, porque no son causa propia de su movimiento, en cuanto que la apetición, que sigue al conocimiento sensible, es una necesidad proveniente de sus instintos de la especie. Su independencia es así incompleta. Al cuarto grado de la escala de las acciones autonómicas de los entes pertenecen los seres con vida intelectiva o espiritual, hay una autonomía completa. «La forma intelectual, por la que obra la substancia intelectual, depende del entendimiento mismo, en cuanto que él la concibe y en cierto modo la idea, como ocurre con la forma artística, que el artista concibe, medita y por ella obra. Luego las substancias intelectuales se determinan a sí mismas a obrar, como quien tiene dominio de su acción»[11]. En la vida intelectiva o espiritual, la forma por la que obra el viviente es conferida por su inteligencia, que en sí misma autónoma. Además, la correspondiente inclinación intelectual de su acción, o voluntad, es un apetito intelectivo por el que se inclina al bien en general y no a meros

bienes particulares. Se extiende a todo y sólo depende del entendimiento en cuanto éste concibe el bien universal. 200. ––El ser inteligente o espiritual es dueño de sus actos, porque realiza, en su integridad, sus acciones por sí mismo. ¿Los criaturas intelectuales tienen, por su entendimiento y su voluntad, una autonomía absoluta? ––Los seres intelectivos no tienen una autonomía absoluta, porque le son dadas las primeras determinaciones del entendimiento y de la voluntad, los primeros principios, teóricos y prácticos. En la Suma Teológica, Santo Tomás escribirá años más tarde: «Aunque nuestro entendimiento tenga la iniciativa en orden a conseguir algunas cosas, otras hay, sin embargo, que de antemano le impone la naturaleza, como son los principios acerca de los cuales no puede cambiar de parecer, y el último fin, que no puede por menos de querer, y, por consiguiente, si en el orden a algunas cosas se mueve a sí mismo, respecto de otras es necesario que sea movido»[12]. El hecho que las criaturas espirituales reciban, por naturaleza, su ordenación a la verdad y al bien, hace que estas orientaciones generales sean irrenunciables. Sin embargo, las tendencias necesarias y universales a la verdad y al bien no impiden la autonomía del entendimiento y voluntad, porque únicamente son una limitación de estas facultades espirituales. La limitación de las facultades espirituales no es un mal, ni un defecto o negación de un bien propio, sino que es la condición para poseer autonomía. El espíritu creado, por su potencialidad, sólo puede tener el bien de la autonomía en un cierto grado, que en el grado de la escala de los entes es la superior. 201. ––¿Por tener voluntad, las criaturas espirituales también son libres como Dios? ––Las criaturas espirituales son libres, porque la libertad es una propiedad esencial característica de la voluntad. Además, la libertad guarda también relación esencial con el entendimiento, porque la libertad, o el libre albedrío, es un poder radicado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, de hacer o de no hacer, de hacer esto o aquello. Es necesario el entendimiento para ser libre, porquecomo propiedad de la voluntad, la libertad se presenta posibilitada por el conocimiento intelectual. La libertad proporciona independencia o autonomía, porque por ella cada criatura espiritual ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se autoposee por su voluntad, o se autodetermina. En la definición de Aristóteles, asumida por Santo Tomás, en la que se dice que «libre es lo que es causa de sí»[13], está indicada la autodeterminación. Sólo los espíritus pueden determinarse a sí mismos. «Los movimientos y las acciones de los animales irracionales son en cierto sentido libres, pero carecen de libre decisión; los inanimados, que se mueven solamente por otros, no tienen acciones ni movimientos libres, los intelectuales tienen libertad no sólo de acción, sino de determinación, que es tener voluntad libre» 202. ––¿En los espíritus, su libertad supone la pura licencia para hacer cualquier cosa, sea buena o mala? ––La libertad no es nunca una pura libertad de indiferencia, una libertad que podría denominarse psicológica, y que supondría la pura licencia para hacer cualquier cosa, sea buena o mala. Sería una libertad imposible, porque: «Solamente se mueven a sí mismos aquellos que aprehenden la razón general de bien y conveniencia. Más sólo los entes intelectuales son de esa condición. Por ello, sólo los entes intelectuales se mueven a sí mismos para obrar y para determinarse»[14]. La libertad no se reduce a la libertad psicológica, porque, si se ha alcanzado ya el bien o fin último, se elige entre bienes, y si todavía no se ha alcanzado, como en el caso del hombre en su

vida mortal, siempre es una libertad «moral». La libertad para el hombre mortal es siempre «libertad moral», porque nunca es indiferente al bien y al mal, por no haber conseguido el bien último, que determina la bondad y maldad de los actos, según su conformidad al mismo. Si el hombre en su vida terrena no siempre elige el bien, es porque puede haber equivocación en la elección del bien que quiere, y elegir entonces el mal. En este error se puede autoengañar en cierta medida y considerar que actúa bien. Sin embargo, esta libertad que tiene la posibilidad de hacer el mal no es auténticamente libertad, porque la misma libertad es un bien y como tal hace referencia al bien integral de su sujeto. Con la elección del mal, la libertad deja de ser un medio de perfección en la bondad o de ser un ayuda para alcanzar el último fin. El que hace el mal, que es elegido como un bien, no ejercita propiamente su libertad. Porque no lleva al bien supremo, sino que le aparta del mismo. El mal lo ha elegido libremente y como un bien, pero por faltarle al acto su orientación al bien real del sujeto, puede decirse que no es libertad, sino sólo un signo de libertad. Un poco antes de la redacción de la Suma contra los gentiles, había escrito Santo Tomás: «Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella»[15]. 203. ––¿Qué se puede inferir de que las criaturas espirituales posean las facultades de la intelectualidad y de la voluntad libre? ––En primer lugar, añade Santo Tomás que: «ninguna substancia intelectual es cuerpo». La primera demostración que da de la tesis está basada en la experiencia empírica, porque: «la observación enseña que la mutua continencia de los cuerpos se funda en la mayor o menor cantidad de los mismos: de aquí, si un cuerpo contiene enteramente a otro, con todo lo que él mismo es, también contendrá una parte de aquél con una parte suya, con parte mayor o menor, según que sea la parte contenida mayor o menor». En cambio: «el entendimiento no efectúa la comprehensión intelectual en razón de alguna proporción cuantitativa, como si un todo entendiera y comprendiera el todo y la parte, lo más y lo menos en cantidad». El entendimiento no contiene lo conocido de un modo corpóreo, sino inmaterial. «Luego ninguna substancia inteligible es cuerpo». También puede demostrase que el entendimiento es incorpóreo, porque capta la forma de las cosas. Sin embargo: «Ningún cuerpo puede recibir la forma substancial de otro cuerpo si no es perdiendo por corrupción su forma. Pero el entendimiento no se corrompe al recibir las formas de todos los cuerpos, antes bien, se perfecciona, pues entiende en tanto que tiene en sí las formas de los objetos que entiende. Luego ninguna substancia intelectual es cuerpo». Otra demostración parte de la universalidad del conocimiento intelectual, que puede entenderlo todo. Su acción, por tanto, trasciende los entes corporales o materiales, Además: «nada obra, sino es según su especie, por ser la forma el principio de acción para todos. Dado, pues, que el entendimiento fuese cuerpo, su acción no excedería el orden de los cuerpos. Luego no entendería a no ser los cuerpos. Esto es manifiestamente falso, porque entendemos muchas cosas que no son cuerpos. Luego el entendimiento no es cuerpo». La capacidad de un entendimiento de comprender a otro entendimiento sirve igualmente de demostración, que sería la siguiente: «Es imposible que dos cuerpos se contengan mutuamente, por exceder el continente al contenido. Dos entendimientos se contienen y comprenden mutuamente al entender el uno al otro. Por tanto, el entendimiento no puede ser cuerpo». Por último la autoconciencia de la facultad intelectual prueba que no es corpórea. Santo Tomás la presenta así: «El acto del cuerpo no termina en la acción ni el movimiento en el movimiento, como lo prueba Aristóteles en el libro de la Física (I, 5, 2). Pero la acción de la substancia inteligente puede terminar en la acción misma; pues lo mismo que el entendimiento entiende una

cosa, también entiende que entiende, y así indefinidamente. Luego la substancia inteligente no es cuerpo». El espíritu, por consiguiente, es una substancia incorpórea. «De aquí que la Sagrada Escritura llame “espíritus” a las substancias intelectuales; expresión con que acostumbró llamar a Dios incorpóreo, según aquello de San Juan: “Dios es espíritu”. Y en el libro de la Sabiduría se dice: “Hay en ella –en la Sabiduría divina– un espíritu de inteligencia que percibe todos los espíritus inteligibles» (Sap 7, 22,23)»[16]. 204. ––Seguidamente escribe el Aquinate: «De esto, pues, aparece que las substancias intelectuales son inmateriales». ¿Cómo es la demostración de la inmaterialidad de los espíritus? ––Santo Tomás da varias demostraciones derivadas de la no corporeidad de las substancias intelectuales que prueban que son inmateriales. La primera parte de la concepción del cuerpo como materia prima y forma substancial, acompañadas del accidente de la cantidad. Se sigue de ello que: «Si como queda demostrado, ninguna substancia inteligente es cuerpo, ninguna, en consecuencia, estará compuesta de materia y forma». La materia no será constitutivo suyo como en los cuerpos. En la última demostración, se toma como punto de partida el carácter de sujeto de los movimientos o cambios que tiene la materia. De manera que: «La materia no recibe forma alguna de nuevo si no es por movimiento o mutación. Es así que el entendimiento no se mueve por el hecho de recibir formas, antes bien, más se perfecciona y en reposo entiende, puesto que el movimiento dificúltale para entender. Luego las formas no se reciben en el entendimiento como en la materia o en cosa material. Lo cual demuestra que las substancias inteligentes son inmateriales, como también incorpóreas»[17]. Por carecer de materia, por consiguiente: «Las naturalezas intelectuales son formas subsistentes y no existentes en la materia, como si de ésta dependieran en cuanto al ser». El ser de los cuerpos es del compuesto. No es propio ni de la materia ni de la forma, que es material en cuanto informa a la materia, es de ambos, «porque las formas que, en cuanto al ser, dependen de la materia, no tienen ellas propiamente el ser, sino los compuestos por ellas. Luego si las naturalezas intelectuales fueran de este modo, se seguiría que sus formas tendrían ser material, cual si estuvieran compuestas de materia y forma». Si los espíritus fuesen formas que se unieran a la materia, su ser no sería propio, sino también material, en cuanto que sería también de la materia. Por tener un ser propio, la forma, que constituye al espíritu, es subsistente, es una substancia. «Afirmar que el entendimiento es una forma no subsistente, sino inmersa en la materia, equivale en realidad a decir que el entendimiento está compuesto de materia y forma, aunque nominalmente se diferencie, pues en el primer caso llamarías al entendimiento la misma forma del compuesto, y en el segundo, el compuesto mismo. Si, pues, es falso que el entendimiento está compuesto de materia y forma, falso será también que sea una forma no subsistente y material»[18]. 205. ––Por su naturaleza intelectual y voluntaria las criaturas espirituales son substancias, ya que actúan con estas facultades, e inmateriales, porque el entender y querer son operaciones inmateriales. Además de substancias inmateriales son incorpóreas, y, por tanto, sin órganos corporales como los que poseen las facultades sensibles. De que las criaturas espirituales sean substancias inmateriales, se sigue que no existen en la materia, y, por tanto, que son meras formas subsistentes. Por todo ello, hay que afirmar que los espíritus, en cuanto que son únicamente formas, son substancias simples. ¿En qué se diferencia su simplicidad de la simplicidad de Dios?

––A esta dificultad responde Santo Tomás que los espíritus o las substancias intelectuales creadas no son absolutamente simples, porque: «Aunque las substancias intelectuales no son corpóreas, si están compuestas de materia y forma, si existen en la materia como formas materiales, no por ello se ha de pensar que se adecuen a la simplicidad divina. Hay en ellas cierta composición resultante de la diferencia entre el ser y lo que es»[19]. Aunque «lo que es» o esencia sea sólo forma, se compone con su ser proporcionado. La entidad de las criaturas espirituales no es como la de Dios, que es el mismo ser subsistente, sino que están compuestas de esencia o forma y ser. Por ello, son substancias. Las criaturas espirituales por ser únicamente formas son substancias, subsisten o existen por sí y en sí, y, por tanto, son formas con un ser propio, no compartido con materia alguna. Las criaturas espirituales son substancias, porque son formas que poseen un ser propio, que les hace existir de manera autónoma e independiente, y les hace ser un ente substancial; y de su inmaterialidad subsistente se deriva su intelectualidad y su volición libre. La substancias espirituales son substancias simples, pero únicamente en el orden esencial, por ser sólo formas, pero no en el orden entitativo, por estar compuestas de esencia y ser propio o proporcionado a ella. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 39. [2] Ibíd., c. 40. [3] Ibíd., c. 41. [4] Ibíd., c. 42. [5] Ibíd., c. 43. [6] Ibíd., c. 44. [7] Ibíd., c. 45.

[8] Ibíd., II, c. 46. [9] Aristóteles, Sobre el alma, II, c. 8, [10] Cf. Santo Tomás, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 2, a. 2, in c. [11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 47. [12] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 18, a. 3, in c. [13] Aristóteles, Metafísica, I, c. 2 [14] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 48. [15] ÍDEM, Cuestiones Disputadas sobre la verdad, q. 22, a. 6, in c.

[16] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 49. [17] Ibíd., II, c. 50. [18] Ibíd., c. 51. [19] Ibíd., c. 52.

XIX. Los espíritus 206. ––Las substancias espirituales no son absolutamente simples. Aunque no estén compuestas de materia y forma, ni, por tanto, existan en la materia como formas materiales, no son simples como Dios, porque hay también cierta composición en ellas. Esta composición resulta de sus constitutivos entitativos de esencia y ser. Son compuestos en el plano entitativo, porque se componen de la esencia, que es simple, por estar únicamente constituida por la forma, y el ser proporcionado a ella, que la entifica y le da la existencia. ¿El ser de los espíritus por no ser material o no pertenecer a la materia es igual que el ser de Dios? ––Los espíritus, substancias simples creadas, no son el ser, sino que participan del ser, pero en un grado superior a las substancias cuya esencia es compuesta de materia y forma. El ser de la criatura no es igual que el «ser subsistente», o el ser de Dios, Todas las criaturas tienen un ser distinto, porque el ser creado: «puede distinguirse por algo sobreañadido; así el ser de la piedra difiere del ser del hombre». Cada ser, porque es el propio o proporcionado de la esencia que es su sujeto, y, por tanto, limitante de las perfecciones del ser según la capacidad esencial, específica e individual, es distinto. En cambio: «el ser, en cuanto tal, no admite diversidad». Dios, que es «ser subsistente, no puede ser sino uno». Dios «incluye toda la perfección del ser (…) pues no está limitado por ningún sujeto recipiente». Por consiguiente: «Es imposible que haya otro ser subsistente fuera del primero». De esta diferencia, se infiere, por una parte, que: «en toda substancia, excluido Dios, una cosa es la substancia y otra su ser»[1]. La esencia substancial y el ser, con la que se compone, son así distintos realmente. Por otra, que: «en las substancias intelectuales creadas hay composición de acto y potencia. «En la substancia intelectual creada se encuentran dos cosas, a saber: la substancia intelectual y su ser, que no es la misma substancia», tal como se ha inferido en primer lugar. Por ello: «su ser es el complemento de la substancia existente, ya que una cosa está en acto en cuanto tiene ser» La composición de las substancias simples creadas en esencia y ser queda así expresada enlenguaje aristotélico, porque estarían compuestas de potencia y acto substanciales. Sin embargo, también pueden definirse en lenguaje platónico como compuestas de esencia y ser participado, porque: «Todo el que participa de algo se compara a aquello de que participa como la potencia al acto, pues por aquello que participa hácese el participante actualmente tal». Aquello que participa el participante, en este caso el ser, se hace acto del mismo. «Toda substancia creada, por tanto, se compara a su propio ser como la potencia al acto»[2]. Desde estas dos definiciones de la composición entitativa de la substancias intelectuales creadas o espíritus, se siguen dos afirmaciones más generales también equivalentes. Desde la terminología platónica, se debe decir que solo Dios es ente por esencia y los demás entes lo son por participación del ser. De manera equivalente, desde la terminología aristotélica, que toda substancia creada se compara a su ser como la potencia al acto.

207. ––Las criaturas materiales además de la composición entitativa de esencia y ser están compuestas esencialmente de materia y forma. La espirituales están compuestas entitativamente de esencia y ser, porque su esencia es simple, sólo incluye la forma substancial. ¿La diferencia entre lo espiritual y lo material es sólo en una menor y mayor composición? ––Aunque es cierto que en las substancias espirituales hay sólo una composición y en las materiales, dos, la diferencia entre ambas no es únicamente por el número de composiciones, porque: «No obedece a la misma razón la composición de materia y forma que la de substancia y ser, aunque ambas consten de potencia y acto». En la composición esencial, sus constitutivos de materia y forma están en la relación de potencia y acto. También en la entitativa, que poseen las substancias materiales y las espirituales, sus constitutivos, esencia –compuesta en las primera y simple en las segundas– y ser, son potencia y acto respectivamente. Sin embargo, la potencia y el acto en el plano esencial y en el entitativo no son idénticos. Se utilizan los mismos términos para caracterizar los dos constitutivos en los dos órdenes, pero no en sentido univoco, sino analógico. Santo Tomás da cuatro argumentos para probarlo. En primer lugar, se advierte que la potencia esencial, que es la materia, no se comporta como toda la esencia substancial, que es potencia entitativa. «La materia no es la substancia de la cosa, pues de ello se seguiría que todas las formas serían accidentes, como opinaban los antiguos naturalistas». La forma substancial que recibe la materia, si estuviera fuera de la substancia –en esta suposición la mera materia–, sería en realidad forma accidental, como las que acceden a la substancia. Por consiguiente, hay que afirmar que: «la materia es parte de la substancia». El segundo lugar, la relación de la materia con el ser no es la misma que la de la esencia substancial, aunque ambas estén en potencia respecto a él. Nota Santo Tomás que: «el ser no es el acto propio de la materia, sino de toda substancia . Su acto, pues, es el ser del que podemos decir que “es”. El ser no se dice de la materia, sino del todo. Luego no puede decirse que la materia “es, sino que es la substancia la que es». Añade que: «En tercer lugar, porque tampoco la forma es el ser, aunque entre ambos haya cierto orden; pues la forma comparada con el ser, es como la “luz” con el iluminar, o la blancura con el ser blanco». La forma esencial y el ser, que es la forma entitativa, aunque estén relacionados, no son iguales. El ser es la causa de las mismas formas esenciales. Todas sus perfecciones tienen su raíz en el acto de ser, la primera y fundamental, de modo parecido como el iluminar y el ser blanco, tienen su origen en la luz y en la blancura. Por último, en cuarto lugar, porque: «el ser con respecto a la forma es acto. Por eso, en los compuestos de materia y forma, la forma es el principio del ser, porque es el complemento de la substancia, cuyo acto es el ser; así, la diafanidad es para el aire el principio del iluminar, porque le hace sujeto propio de la luz». El acto de ser no es como el acto de la forma esencial, porque el ser es el acto del mismo acto esencial –en el caso de las substancias espirituales, y de la esencia substancial, compuesta de materia y forma o de potencia y acto–, que les da su entidad y, con ella, además todas las perfecciones y la existencia o el hecho de estar presente en la realidad. El acto de ser no constituye o completa a la esencia, sino que «el ser es lo que hace que una substancia se denomine ente»[3]. 208. ––Declara seguidamente el Aquinate que: «De lo dicho se infiere claramente que toda substancial intelectual es incorruptible». En cambio, toda substancia material es corruptible, se altera y se descompone. Si ningún espíritu se corrompe o desintegra, no muere, es inmortal. ¿Cuáles son las pruebas de la incorruptibilidad y, por ello, inmortalidad de todo clase de espíritus?

––Santo Tomás da trece argumentos para demostrar la incorruptibilidad e inmortalidad de las substancias espirituales. Son de tipo metafísico, filosófico, psicológico y moral. El que tiene una mayor profundidad es el primero, que se refiere a la composición metafísica de esencia y ser. Se explica en esta prueba que: «Toda corrupción es por separación de la forma de la materia». En las substancias materiales, compuestas de materia y forma, cuando se separa la forma de su sujeto, se da una corrupción, la desaparición de una forma y el advenimiento de otra distinta. Hay: «corrupción simple, por separación de la forma substancial, y corrupción parcial, por separación de la forma accidental». En la primera, cambia la substancia y en la segunda permanece, pero con otro accidente. Además, en el cambio substancial: «mientras permanece la forma, permanece también la cosa, ya que por la forma hácese la substancia recipiente propio de aquello que es ser». Por la forma substancial, la esencia substancial se hace sujeto apto de su ser propio o proporcionado a lo que es. Mientras permanece la esencia, por tanto, permanece también la entidad, porque por la esencia se hace la substancia recipiente propio del ser. En cambio, en las substancias espirituales o espíritus, «donde no hay composición de forma y materia no puede haber separación de ambas, como tampoco corrupción. Ya se demostró (c. 50) que ninguna substancia intelectual está compuesta de materia y forma». En ellas no puede haber separación de ambas. El espíritu, donde la esencia permanece siempre, porque no está compuesto de materia y forma, siempre conserva el ser. La esencia o forma es siempre recipiente del ser, que le da la entidad, todas sus perfecciones y la existencia. «Luego ninguna substancia intelectual es corruptible». Ningún espíritu es corruptible o mortal. 209. ––Hay otros argumentas metafísicos para probar la inmortalidad de los espíritus? ––Los otros dos que siguen son también estrictamente metafísicos. El segundo argumento considera el papel de la forma substancial en la posesión del ser. Comienza con la siguiente observación: «Lo que pertenece de suyo a algo, siempre necesaria e inseparablemente, estará unido a él; por ejemplo, la redondez está en el círculo esencialmente y en la campana accidentalmente; por eso es posible que la campana deje de ser redonda, pero que el círculo no sea redondo es imposible». La redondez pertenece necesariamente al círculo, pero no a la campana, que podrá no tener esta forma, que es accidental para ella, sin dejar de ser campana. El ser pertenece del primer modo a la forma que lo sustenta, puesto que: «el ser sigue por sí a la forma, porque “por sí” decimos “según que es el mismo” (Aristóteles, Analíticos posteriores, 4) ; y cada cosa tiene el ser según tenga la forma». A la forma de cada esencia substancial le sigue consecuentemente, en sentido lógico, el ser proporcionado a ella., y según el contenido de la forma será el grado de ser Se infiere de ello, por un lado, que: «Las substancias que no son las mismas formas», por estar compuestas de materia y forma, «pueden ser privadas del ser en cuanto pierden la forma», porque, como se ha dicho, el ser sigue a la forma. Les ocurriría algo parecido a «como la campana pierde la redondez al dejar de ser circular». Por otro, que, en cambio: «las substancias que son las mismas formas», como las substanciales espirituales, cuya esencia substancial sólo es forma: «nunca pueden ser privadas del ser», que seguirá a la forma que permanece siempre. «Del mismo modo que, si una substancia fuera círculo, jamás dejaría de ser redonda». La conclusión es inmediata, porque: «quedó ya demostrado (c. 51), que las substancias intelectuales son las mismas formas subsistentes. Luego es imposible que dejen de ser. Por tanto, son incorruptibles».

En el tercer argumento, también metafísico, se utiliza la doctrina aristotélica de potencia y acto en el plano esencial. Se inicia con la siguiente tesis: «En toda corrupción, excluido el acto, permanece la potencia, pues nada se corrompe hasta llegar al no ser absolutamente, como nada se engendra del no ser absolutamente». En el cambio substancial –corrupción o descomposición–, no desparece toda la substancia, sino que permanece la potencia o sujeto de la alteración. No hay aniquilación, sino cambio. En la mutación de toda substancia, deberá permanecer la potencia. «En las substancias intelectuales, como se dijo (c. 53), el acto es el ser y la substancia es como la potencia». Si se diera en ella la corrupción, permanecería como potencia y desaparecería su acto, que es el ser, que le daba la existencia. «Luego, si la substancia intelectual se corrompe, permanecerá después de su corrupción. Esto es totalmente imposible. Luego toda substancia intelectual es incorruptible»[4]. Desde estas y de las restantes pruebas filosóficas, se puede argumentar como conclusión que los espíritus no tienen ningún elemento desintegrador, por ser incorpóreos. La corporeidad de un ser vivo está formada por diversos elementos, que al disgregarse, accidentalmente por desgaste en su funcionamiento, producen naturalmente la muerte. Lo que es imposible que ocurra en un espíritu. Los espíritus sólo podrían dejar de existir por aniquilación, por voluntad divina de su creador. La aniquilación del espíritu no podría ser por descomposición, porque carece de partes corpóreas. Tendría que ser únicamente por aniquilación del ser, volviendo, por tanto, a la nada. Sólo Dios podría realizar esta aniquilación total. Por tener un poder infinito, al igual que sólo Él puede crear, hacer de la nada; sólo Él podría aniquilar totalmente, hacer volver a la nada. El crear y aniquilar son poderes propios y exclusivos de Dios. Lo confirma el principio filosófico indiscutible que en la naturaleza nada se crea ni nada se destruye, sólo se transforma. Con su poder absoluto, Dios podría destruir los espíritus inmortales Sin embargo, considerando su sabiduría infinita –que hace que no tenga que rectificar lo que ha hecho inmortal–, y su bondad infinita –que quiere satisfacer el deseo de inmortalidad que ha puesto en los espíritus–, se tiene la seguridad que de hecho no lo hará. Dios es creador, no destructor. 210 ––¿Cuál es la prueba de la incorruptibilidad del espíritu, que se ha denominado moral? ––Se le ha calificado al argumento de “moral”, porque se basa en el deseo natural de todo espíritu de continuar en la existencia, de «una sed insaciable de existir»[5], verdad que por no ser metafísica no es absoluta, ni tampoco condicional como las de las ciencias físicas. Sólo posee el tipo de certeza de las ciencias morales, basadas en una necesidad en el orden humano. Santo Tomás la presenta en penúltimo lugar y la expone del siguiente modo: «Es imposible que un deseo natural sea vano “pues la naturaleza nada hace en balde”. Más cualquier ser inteligente desea un ser perpetuo, no sólo en atención a la especie, sino también en atención al individuo». Quiere permanecer en la existencia en su propia individualidad única e irrepetible. Añade: «Lo que se demuestra de esta manera: en ciertos seres, el apetito natural sigue a la aprehensión: así, el lobo desea naturalmente la matanza de aquellos animales de que se nutre, y el hombre desea naturalmente la felicidad». Hay un deseo natural que supone el conocimiento sensible, como el apetito sensible o pasión, y otro que supone el conocimiento intelectual, como el apetito intelectual o voluntad. Además de los apetitos sensible e intelectivo, existe también un apetito natural, porque: «en otros seres, sin embargo, no procede de la aprehensión, sino de la simple inclinación de sus principios

naturales, que en algunos se denomina “apetito natural”; de este modo, lo pesado tiende a estar abajo». El deseo de no dejar de existir pertenece a los tres tipos de apetitos, porque: «de ambas maneras se encuentra en las cosas el deseo natural de ser. Y prueba de ello es que no sólo las que carecen de conocimiento resisten a los elementos de corrupción en virtud de sus principios naturales, sino que también los que tienen conocimiento resisten a los mismos en conformidad con su modo de conocer». En los seres inertes, o sin vida, y los vegetales, con mera vida vegetativa, que son todos ellos «seres privadas de conocimiento», en ambos, «sus principios tienen la virtud de conservar el ser a perpetuidad, de modo que permanecerían siempre los mismos en cuanto al número, desean un ser perpetuo, idéntico incluso numéricamente». Es un deseo que por no seguir a un conocimiento, del que carecen, es del que se ha llamado «apetito natural». En cambio: «aquellos cuyos principios no poseen tal virtud, sino sólo la de conservar el ser perpetuo según la misma especie, apetecen naturalmente de este modo la perpetuidad». Así ocurre con lo seres vivos con conocimiento, con «los seres que tienen el deseo de ser con conocimiento del mismo» Se distingue el deseo de estos seres vivientes según su manera de conocer. En los animales, seres con vida sensitiva, que: «conocen el ser como instante presente, y no para siempre porque no aprehender el ser sempiterno. Sin embargo, desean el ser perpetuo de la especie, aunque inconscientemente, porque la virtud de engendrar, que a ello se ordena, es antecedente y no sujeta al conocimiento». En los hombres, que poseen vida intelectiva, que: «conocen el ser perpetuo y como tal lo aprehenden, deseánlo con deseo natural. Lo que es peculiar de todas las substancias inteligentes» Un deseo que es natural, porque está inscrito en su naturaleza. Por ello, puede decirse que: «todas las substancias inteligentes apetecen con deseo natural ser siempre y, por tanto, es imposible que dejen de ser»[6]. 211. ––Indica seguidamente el Aquinate que: «como ya se demostró (cc. 49 y ss.) que la substancia intelectual no es cuerpo ni tampoco una potencia dependiente de él, queda por averiguar si alguna substancia intelectual puede unirse al cuerpo». Está última cuestión sobre las substancias espirituales o espíritus, que poseen las facultades del entendimiento y de la voluntad libre, no por última carece de importancia, porque será decisiva para determinar la naturaleza del hombre, corpóreo y espiritual. ¿Cómo explica que sea posible que un espíritu se pueda unir a un cuerpo? ––Comienza Santo Tomás mostrando de las maneras que no es posible la unión de la substancia intelectual a la substancia corpórea «Es evidente, en primer lugar, que la substancia intelectual no puede unirse al cuerpo a modo de mezcla» –en el sentido de combinación de la que resulta un único producto–, «pues las cosas que se mezclan deben alterarse mutuamente». Lo confirma la química actual en su explicación de las reacciones de síntesis entre dos cuerpos para formar otro nuevo, como el caso de la combinación de un metal con el oxigeno, que da lugar a un óxido. Añade que esto: «acontece únicamente en aquellas cosas cuya materia es común, las cuales pueden ser recíprocamente activas y pasivas». Sin embargo: «las substancias intelectuales no tienen comunidad de materia con las corporales, pues son inmateriales, como ya demostró (c. 50). No pueden, pues, mezclarse con el cuerpo». También se advierte esta imposibilidad de unión desde el plano del ser, que constituye formalmente a las substancias. Para ello, debe tenerse en cuenta, primero, que: «Lo que tiene

ser común con un cuerpo debe tener también común la operación con dicho cuerpo, ya que cada uno obra en cuanto que es ente; y el poder operativa de una cosa no puede ser superior a su esencia, pues el poder se deriva de los principios de la esencia». Segundo, que: «si la substancia intelectual fuese la forma del cuerpo, debería tener el ser común con el cuerpo, porque de la forma y de la materia se hace una unidad absoluta, que es según un ser». La materia y la forma constituyen la esencia de la substancia corporal, y el ser proporcionado a ella es, por tanto, común a estos principios esenciales. Si el espíritu fuese la forma del cuerpo, en este sentido, compartiría el mismo ser con la materia. En este caso, según lo dicho del poder operativo de los entes, que surge de todos los principios esenciales, la materia y la forma: «sería, la operación de la substancia intelectual común a la del cuerpo, y su poder, poder corporal. Lo cual, por lo que ya se dicho (c. 49 y ss.) que es imposible»[7]. 212. ––En el inicio del capítulo siguiente, sobre este último argumento, basado en su doctrina del ser, y el anterior de orden esencial, comenta el Aquinate: «Algunos movidos por estas y otras razones semejantes, dijeron que ninguna substancia intelectual puede ser forma del cuerpo. Pero, como a semejante opinión parecía contradecir la naturaleza del hombre, el cual parece estar compuesto de alma intelectual y cuerpo, idearon otros caminos para poner a salvo la naturaleza humana». Menciona a continuación la explicación platónica. «Así, Platón y sus discípulos, supusieron que el alma intelectual no se une al cuerpo como la forma a la materia, sino como el motor al móvil, diciendo que el alma está en el cuerpo como el marinero en la nave. Y de este modo, la unión del alma con el cuerpo no sería sino por contacto del poder». El espíritu y el cuerpo serían substancias independientes, pero que la primera utiliza a la segunda como un instrumento, como el piloto su navío. ¿Por qué tampoco acepta la doctrina platónica de una unión del espíritu con el cuerpo de un modo no substancial, sino únicamente accidental? ––Santo Tomás afirma, en primer lugar, que: «esto parece ser un inconveniente, pues mediante dicho contacto no se hace una unidad esencial. Y como de la unión del alma y del cuerpo resulta el hombre, seguiríase que el hombre no sería uno en sentido propio, y, por consiguiente, ni ente en sentido propio, sino un ente accidental». Lo que va contra la propia experiencia. En segundo lugar, recuerda que: «Más para evitar esto dijo Platón que el hombre no es un compuesto de alma y de cuerpo, sino que “la misma alma usando del cuerpo” (Alcibíades, 25) es el hombre: como Pedro no es algo compuesto de hombre y de vestido, sino “un hombre que usa del vestido”». Tampoco con esta precisión es posible esta doctrina dualista sobre el hombre, porque: «El animal y el hombre son cosas sensibles y naturales. Y esto no sería tal si el cuerpo y sus partes no fuesen de la esencia del hombre y del animal, sino que la esencia de ambos sería sólo el alma, según esta opinión, pues el alma no es algo sensible ni material. Luego es imposible que el hombre y el animal sean “un alma usando del cuerpo” y no un compuesto de alma y cuerpo». El carácter corpóreo y sensible del hombre no puede proceder del alma, en la que consistiría esencialmente el hombre, que es incorpórea e inmaterial. Santo Tomás aporta además el siguiente argumento, basado en la naturaleza del conocimiento, para probar la imposibilidad de la identificación del hombre con su alma espiritual. Con la doctrina platónica: «los que son diversos según el ser tendrán una única operación», y ello es completamente imposible.

Para probarlo, advierte que debe entenderse la expresión «una única operación», de esta última afirmación: «no atendiendo al término de la acción, sino en orden a su principio, pues conduciendo muchos la nave realizan una sola acción por parte del fin, que es uno; no obstante, por parte de la tracción hay muchas acciones, porque hay diversos impulsos para la conducción». Las acciones impulsivas de los que llevan la nave, por ejemplo, con los remos, no son la misma, aunque convergen en el único movimiento del navío. «Como la acción responde a la forma y al poder, conviene que los que tienen diversas formas y poderes, tengan, en consecuencia, diversas acciones». En el hombre, ciertamente:«el alma tiene una operación propia y no común con el cuerpo, como es la de entender». Sin embargo: «tiene otras operaciones comunes al alma y al cuerpo, como temer, airarse, sentir y otras semejantes; y éstas se originan por la alteración de alguna determinada parte del cuerpo; se patentiza así que simultáneamente son operaciones del alma y del cuerpo». Por consiguiente: «es preciso que sea hecho del alma y del cuerpo algo uno, y de este modo ambos no pueden tener ser diverso», tal como se sigue de la explicación platónica. 213. ––Todavía el Aquinate presenta lo que responde el platonismo a esta última objeción: «No hay inconveniente que el motor y el movido, aunque sean diversos en el ser, tengan el mismo acto; porque el movimiento es el acto mismo del motor, del cual procede, y del movido, en el cual está. Y así dedujo Platón que las operaciones eran comunes al alma y al cuerpo, o sea, del alma como motor y del cuerpo como movido». ¿Cuál es la réplica del Aquinate? ––Declara Santo Tomás que: «esto no puede ser, porque como prueba Aristóteles: “sentir obedece a ser movido por sensibles exteriores” (Sobre el alma, II, c. 4). Luego no puede el hombre sentir si no es por medio de un sensible exterior, como nada puede ser movido sin uno que lo mueva»[8]. Las cualidades sensibles de los cuerpos materiales son las que desde fuera del sentido actualizan al mismo y entra así en actividad de conocer[9]. De manera que: «El órgano sensorial se mueve y se altera sintiendo, pero por un sensible exterior». Y, por ello: «el alma sensitiva no se halla al sentir como el que mueve y obra, sino como aquello en que el paciente padece». Ello no implica que tengan distinto ser el alma sensitiva y el paciente, que es ella misma. «Luego el alma sensitiva, según su ser, no es diversa del cuerpo animado». Después de dar otros argumentos concluye, con este último: «Todo lo que se mueve a sí mismo tiene en sí el poder de moverse y no moverse y el de mover y no mover. Platón opina que el alma mueve al cuerpo moviéndose a sí misma (Cf. Fedro, 24). Luego el alma tiene la potestad de mover o no mover al cuerpo. Así pues, si el alma solamente está unida al cuerpo como el motor al móvil, tendrá la potestad para separarse del cuerpo cuando quiera y de nuevo unirse al cuerpo cuando quiera. Lo cual evidentemente es falso». No puede sostenerse, por ello, que se dé una misma operación entre el espíritu humano y al cuerpo, unidos meramente como motor y móvil. Para que pueda darse esta operación, debe afirmarse que: «el alma se une al cuerpo como su propia forma». También Santo Tomás aporta varias pruebas, como la siguiente: «Tanto el ser como el obrar no es sólo de la forma ni sólo de la materia, sino del compuesto, el ser y el obrar se atribuyen a los dos, de los cuales uno es al otro como la forma a la materia». Así, por ejemplo: «vivir y sentir se atribuyen al alma y al cuerpo, pues decimos vivir y sentir del alma con el cuerpo, aunque tomando el alma como principio de la vida y del sentido». Queda así demostrado que: «el alma es la forma del cuerpo»[10]. 214. ––Platón afirmaba la triplicidad de alma en el hombre: el alma racional, que es espiritual, pero que dirige lo superior del hombre; el alma pasional o irascible, inmaterial, pero inseparable del cuerpo y mortal; y el alma concupiscible, igual que la anterior, apetitiva y pasional, pero no

sobre lo noble y generoso sino lo inferior y grosero. Por ello, recuerda Santo Tomás que: «dice Platón que en nosotros no son la misma alma la intelectiva, la nutritiva y la sensitiva. Deduciendo de esto que, aunque el alma sensitiva sea la forma del cuerpo, no convendría por ello decir que alguna substancia intelectual pueda ser forma del cuerpo». La vida intelectual procedería de una alma intelectiva y las vidas sensitiva y vegetativa, de dos almas distintas inferiores, cuyas funciones dependen intrínsecamente del cuerpo, y, por ello, estarían unidas como forma al mismo. En cambio, no sería necesario que el alma superior, cuyas operaciones de entender y querer, son intrínsecamente independientes del cuerpo, informará al cuerpo. Quedarían así resultas las dificultades expuestas al platonismo. ¿El Aquinate lo considera posible? ––Que «esto que sea imposible» lo prueba Santo Tomás con varios argumentos. En uno de ellos se dice: «Si el hombre, según la opinión de Platón, no es un compuesto de alma y cuerpo, sino un alma que usa del cuerpo», puede entenderse de «las tres almas, de dos de ellas o únicamente del alma intelectiva»[11]. Dado que para Platón «el hombre es su alma»[12], no pueden admitirse los dos primeros sentidos, porque: «si se refiere a las tres o a las dos almas, se sigue que el hombre no es uno, sino dos o tres, pues es tres almas o por lo menos dos». Queda que el tercer sentido, que: «se refiere exclusivamente al alma intelectiva, de modo que se suponga que el alma sensitiva es la forma del cuerpo, y el alma intelectiva, usando del cuerpo animado y sensibilizado, sea el hombre».El hombre sería un alma espiritual, que entiende y quiere, y que utilizaría un cuerpo informado de alma sensitiva y vegetativa. Sin embargo, con esta solución: «continúan todavía los inconvenientes, a saber, que el hombre no sea animal, sino que “usa del animal”, pues se es animal por el alma sensitiva; además que el hombre no sienta, sino que “usa de una cosa que siente”. Siendo éstos los inconvenientes, es imposible que en nosotros haya tres almas substancialmente diferentes: intelectiva, sensitiva y nutritiva». Se debe, por tanto, afirmar que: «todas las acciones del alma que hay en nosotros proceden de una sola alma; y así tenemos que no hay en nosotros varias almas»[13]. Eudaldo Forment

[1]SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, II, c. 52. [2]Ibíd., II, c. 53. [3]Ibíd., II, c. 54. [4]Ibíd., II, c. 55. [5]AGUSTÍN BASAVE FERNANDEZ DEL VALLE, Metafísica de la muerte, México, Editorial Limusa, 1983, p. 2. En el caso del hombre esta sed está «amenazada por una muerte que nos disuelve en la nada o que nos lleva a otra vida desconocida» (Ibíd.). [6]SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, II, c. 55.

[7]Ibíd., II, c. 56. [8]Ibíd., II, c. 57. [9]ÍDEM, Suma teológica, I, q.78, a. 3, in c. [10]ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c [11] Ibíd., II, c. 58. [12]PLATÓN, Alcibíades, I. [13]SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, II, c.58.

XX. El espíritu humano 215. ––Después de exponer y rechazar las doctrinas platónicas sobre la unión del espíritu humano con el cuerpo, recuerda el Aquinate que también se negó la unión substancial en el aristotelismo, Indica: «Hubo, además, otros que se valieron de otra invención para sostener que la substancia intelectual no puede unirse al cuerpo como forma. Pues decían que el entendimiento, también llamado «posible» por Aristóteles, es cierta substancia separada, que no se une a nosotros como forma (Averroes, Sobre el alma, 5 y 4)». Incluso, añade: «se empeñaron en probarlo, en primer lugar, con las palabras de Aristóteles, quien, hablando de este entendimiento, dice que es «separado y no mezclado con el cuerpo, simple e impasible» (Aristóteles, Sobre el alma, 4); cosas estas que no se le podrían atribuir si fuera la forma del cuerpo». Presentaron muchas razones. Como argumentar que: «el entendimiento posible recibe todas las especies de las cosas sensibles, pues es una potencia que existe para esto, es necesario, por tanto, que carezca de todas. Así como la pupila, que recibe todas las especies de colores, carece de todo color –pues, si tuviese de sí algún color, tal color le impediría ver otros colores, ya que nada se vería sino bajo ese color. Lo mismo sucedería con el entendimiento posible si de sí tuviese alguna forma o naturaleza de las cosas sensibles. Y esto debería ser si estuviese unido a algún cuerpo, y del mismo modo si fuese la forma de algún cuerpo (…) Luego es imposible que el entendimiento posible esté unido al cuerpo o sea acto o forma de algún cuerpo». ¿Cuál es la posición del Aquinate ante esta interpretación de afirmación aristotélica? ––Santo Tomás no la rechaza, porque declara que: «es fácil comprender cuán frívolas e imposibles son estas razones». Lo justifica con nueve argumentos. En el primero se dice que: «quien tiene entendimiento es inteligente. Es así que entendemos aquello cuya especie inteligible únese al entendimiento». Es el hombre, por tanto, quien es inteligente. En cambio, en esta posición: «de que en el hombre esté la especie inteligible unida de algún modo al entendimiento, no se sigue que el hombre sea inteligente, sino solamente que sea entendido por el entendimiento separado». En el siguiente argumento, se insiste en que es el hombre el que entiende, no un entendimiento separado, al concluir: «como es evidente que propia y verdaderamente se dice que el hombre entiende, pues no investigaríamos sobre la naturaleza del entendimiento si no fuéramos inteligentes; luego no es suficiente esta unión», que presentan desde el aristotelismo.

Otro, que también se puede destacar es el siguiente: «Donde se halla una operación vital más alta allí hay también una especie más alta de vida, que corresponde a esa acción»A continuación aplica este principio en la escala de los entes vivos. «En las plantas sólo se encuentra la acción que pertenece a la nutrición. En los animales,sinembargo, se halla una acción superior, es, decir, el sentir y el cambiar de lugar; de donde el animal vive una especie superior de vida. Y también en el hombre se halla una operación vital más alta que en el animal, o sea, el entender. Luego el hombre tendrá una especie superior de vida». Además, si: «la vida es por el alma», debe concluirse: «el hombre tendrá un alma superior, por la cual vive, que es alma sensitiva. No hay otra más alta que el entendimiento. El entendimiento, pues, es el alma del hombre. Y, por consiguiente, su forma»[1]. 216. ––Agrega el Aquinate que: «Dice el ya citado Averroes que el hombre se diferencia específicamente de los animales por el entendimiento, que Aristóteles llama «pasivo» y que es la facultad cogitativa, que es propia del hombre, en lugar de la cual los animales tienen la «estimativa natural» (Sobre el alma, III, 5)». En el animal, con el sentido interno de la estimativa natural conoce si el objeto percibido es beneficioso o nocivo. Por captar una relación individual y concreta entre la cosa y su utilidad o malignidad futura, el conocer de la estimativa se parece al entender por captar una relación, pero no conoce la naturaleza general o universal de las cosas, que fundamenta y explica la relación, tal como hace, en cambio, el entendimiento. En el hombre, a la estimativa se le da el nombre de entendimiento pasivo, porque el entendimiento influye en su actividad. Por considerar al entendimiento posible, separado, Averroes afirmará que será por esta facultad cogitativa, que : «reciba el hombre la especie y se distinga de los otros animales»[2]. ¿Puede admitirse que la cogitativa o «entendimiento pasivo», es la diferencia específica entre el hombre y el animal? ––Reconoce Santo Tomás, en la Suma teológica, al ocuparse de los sentidos internos, por una parte, que entre la estimativa natural y la cogitativa hay diferencia, a pesar de su semejanza, porque las relaciones: «los animales las perciben tan sólo por cierto instinto natural, mientras que el hombre las percibe también mediante cierta deducción». Explica seguidamente que, por ello: «la estimativa natural se llame en el hombre «cogitativa», la cual descubre esta clase de representaciones por medio de una cierta representación». Además: «por eso se le llama también «razón particular», ya que «confronta estas intenciones particulares como la razón intelectiva confronta las universales»[3]. Por otra, que: «La excelencia de la cogitativa (…) no estriba en lo que es propio de la parte sensitiva, sino cierta afinidad y proximidad a la razón universal, que de algún modo refluye sobre ellas». Por ello, no puede decirse que sea distinta de la estimativa natural. Son la «misma», aunque «más perfecta que en los demás animales»[4]. Sin embargo, declara, en la Suma contra los gentiles, que: «no es posible que por la facultad cogitativa, que se llama entendimiento pasivo, reciba el hombre la especie y se distinga de los animales». Lo justifica con varias razones. En la primera se dice: «Consta que el hombre tiene una operación propia que no tienen los otros animales, a saber, el entender y razonar, que es operación del hombre en cuanto tal, como indica Aristóteles (Ética I, c. 6). Luego debe haber en el hombre algún principio cuya particularidad sea conferirle la especie y que con relación al entender sea lo que el acto primero es para el segundo». Debe tenerse en cuenta, como también explicaba Aristóteles, que: «las operaciones vitales son con respecto al alma como los actos segundos con respecto al primero (Cf. Sobre el alma, II, c.

1)». Se sigue de ello que: «si encontramos en un viviente una operación vital, debemos suponer que una parte del alma sea con respecto a esa operación lo que el acto primero al segundo». El acto de entender requiere por tanto un acto primero en el alma. No puede ser la cogitativa, aunque esté en el alma y distinga el hombre del animal y en su individualidad, los hombres entre sí, porque : «el principio de la operación de la cogitativa debe ser «impasible y no mezclado con el cuerpo» (Sobre el alma, III, c. 4), y como demuestra Aristóteles, la cogitativa es lo contrario»[5]. 217. ––Todavía indica el Aquinate que: «Averroes se empeña en dar fuerza de autoridad a esta opinión diciendo que tal fue el sentir de Aristóteles (Cf. Sobre el alma, III, c. 5)». Por ello, escribe a continuación: «demostraremos claramente que la opinión expuesta está en contra de la sentencia de Aristóteles». ¿Cuáles son estas demostraciones? ––Son cuatro y muy convincentes, porque aporta textos explícitos opuestos a las tesis de Averroes. En el primero se dice: «Aristóteles define el alma diciendo que es «el acto primero del cuerpo físicamente organizado y capacitado para ser vivificado» (Sobre el alma, III, c. 1); y, añade luego que esta es la definición «genérica que se da de toda alma» (Ibíd.); no, como el citado Averroes inventa que esto lo declara de manera dudosa. Sin embargo, ello se ve de modo claro en los ejemplares griegos y en la traducción de Boecio». La segunda, muy breve, es que: «Aristóteles, en Sobre el alma (II, 1) enumera el entendimiento entre las potencias del alma (…) Luego el entendimiento no está fuera del alma, sino que es una de sus potencias». La tercera es la siguiente: «En Sobre el alma, comenzando a hablar del entendimiento posible, llámalo parte del alma, diciendo: «Más de la parte del alma mediante la cual el alma conoce y sabe» (III, c. 4). Con lo que claramente manifiesta que el entendimiento posible es algo del alma». Por último, para probar que: «la opinión de Averroes es contra el sentir de Aristóteles y contra la verdad y debe rechazarse como inventada», concluye con el tercer argumento. Su contenido, también muy breve, es el siguiente: «Aún aparece más claro por lo que añade luego Aristóteles, al determinar la naturaleza del entendimiento posible: «y digo el entendimiento mediante la cual el alma conoce y sabe» (Sobre el alma, III, c. 4). Con lo que se manifiesta evidentemente que el entendimiento es algo del alma, mediante lo cual el alma humana entiende»[6]. 218. ––Asimismo el Aquinate refiere la doctrina de Alejandro de Afrodisias. Escribe, al empezar el siguiente capítulo: «De la consideración de estas palabras de Aristóteles, Alejandro dedujo que el entendimiento posible era en nosotros cierta virtud, para ajustar de este modo a su conveniencia la definición común de alma dada por Aristóteles». El celebre comentarista de Aristóteles del siglo II d. C. se había encontrado con el problema central del espíritu humano. El espíritu es una substancia, y, por ello, posee la facultades espirituales de entender y querer, y no parece posible que una substancia sea también a la vez parte substancial, como lo sería si fuese forma del cuerpo. Y: «como no podía entender que una substancia intelectual fuese forma del cuerpo, dijo que dicha virtud no radicaba en una substancia intelectual y que era el resultado de una mezcla de elementos en el cuerpo humano». Su explicación era la siguiente: «cierta mezcla del cuerpo humano dispone al hombre en potencia para recibir la influencia del entendimiento agente que siempre está en acto, y es una substancia separada, por cuya influencia el hombre se convierte en inteligente en acto». Este entendimiento agente sería: «una substancia separada, por cuya influencia el hombre se convierte en inteligente en acto». Añade el Aquinate: «y como lo que hace al hombre inteligente en potencia es el entendimiento posible, de esto parecía seguirse que el entendimiento posible es en nosotros el

resultado de una mezcla determinada». ¿Cuál es la crítica de Santo Tomás a esta doctrina del entendimiento? ––Observa Santo Tomás, que: «a primera vista se ve que esta opinión contraría a las palabras demostración de Aristóteles, pues declara que el entendimiento posible: «no está mezclado con el cuerpo» (Sobre el alma, III, c. 4)». Nota seguidamente que Alejandro de Afrodisias replicaba que: «el entendimiento posible es la «disposición» de la naturaleza para recibir la influencia del entendimiento agente». Sin embargo, advierte Santo Tomás que «esto se aparta claramente de la intención de Aristóteles». Se puede demostrar que: «entender es una operación que excluye toda comunicación con órgano corporal. Esta operación se atribuye al alma o al hombre, pues como dice Aristóteles, en el pasaje ya citado: «el alma entiende o el hombre entiende por el alma». Luego debe haber en el hombre un principio, independiente del cuerpo, que sea principio de tal operación. La preparación resultante de la mezcla de elementos depende manifiestamente del cuerpo, luego la disposición no es tal principio». El entendimiento posible no puede ser una disposición, que no dejaría de ser material o dependiente del cuerpo. Además: «La especie, para ser inteligible, en acto, ha de estar depurada de su ser material. Y esto no puede suceder mientras estuviese en una potencia material, es decir, que sea causada por principios materiales o que sea acto de un órgano material. Luego debe haber en nosotros una potencia intelectiva inmaterial, y es el entendimiento posible»[7]. 219. ––También el Aquinate expone la posición del médico griego Galeno de Pérgamo, del siglo II d. C, muy conocido y seguido en la medicina medieval. Escribe al empezar el capítulo siguiente, que le dedica: «Parecida a la opinión de Alejandro sobre el entendimiento posible es la del médico Galeno sobre el alma, pues dice que es la «complexión», o constitución fisiológica. ¿Cuál es su refutación? ––Explica Santo Tomás que: «Movióse Galeno a afirmar esto por el hecho de que diversas pasiones, las cuales se atribuyen al alma; así los que tienen cierta complexión, por ejemplo, colérica, fácilmente se airan; mientras que los melancólicos fácilmente se entristecen». Por ello, comenta que: «puede refutarse con las mismas razones con que se refutó la opinión de Alejandro, en el capítulo anterior, y con otras propias». En la última de las razones, se afirma: «Parece que Galeno se equivocó por no haber considerado que las pasiones se atribuyen unas veces a la complexión y otras al alma. Porque atribúyense a la complexión como a causa disponente y en razón de lo que hay de material en ellas, como es el hervor de la sangre y otras cosas semejantes; mientras que al alma se atribuyen como a su causa principal y en razón de lo que es formal en las mismas, como el apetito de venganza con respecto a la ira»[8]. Asimismo repara que: «parecida a la opinión ya expuesta es la de quienes dicen que el alma es «armonía». No entendieron, sin embargo, que el alma fuese armonía de sonidos, sino armonía «de contrarios», pues veían que éstos componen los cuerpos animados». Además que: «Esta opinión, parece atribuirse, en el libro de Aristóteles, Sobre el alma (I, c. 4), a Empédocles»[9]. 220. ––Además de referir las doctrinas sobre el alma de los platónicos y de los aristotélicos, el Aquinate expone la doctrina de los materialistas, los que ignoraban o reducían el espíritu a materia, y que también se dieron en la antigüedad, al decir: «Hubo también otros, más equivocados, que dijeron que el alma es cuerpo». Comenta que: «Es fácil refutar los argumentos de quienes se empeñaron en probar que el alma es cuerpo» ¿Cómo rebate este materialismo?

––Afirma Santo Tomás que: «Es fácil refutar los argumentos de quienes se empeñaron en probar que el alma es cuerpo». Pueden sintetizarse en tres los razonamientos, que hacen para probarlo. «Los que declaran que el alma es cuerpo, primero, basándose en que el hijo se asemeja al padre, incluso en los accidentes del alma, a pesar de que el hijo es engendrado por el padre por escisión corporal». Otro argumento que aducen, el segundo, es que: «el alma padece juntamente con el cuerpo». El tercero es que el alma se separa del cuerpo, y separarse es propio de «cuerpos tangentes» o que están simplemente en contacto. Contra el primer argumento, recuerda Santo Tomás sobre los accidentes del alma, como las pasiones, que se relacionan con la complexión o constitución del cuerpo, que puede heredarse, que: «se dijo ya que la complexión del cuerpo es algunas veces causa de las pasiones del alma, pero causa dispositiva (c. 63)». Respecto al segundo, precisa que: «El alma padece con el cuerpo sólo accidentalmente, porque, como es forma del cuerpo, movido éste, se mueve ella accidentalmente», En cuanto a la muerte o el abandono del alma de su cuerpo, debe tenerse en cuenta que: «el alma se separa del cuerpo, no como el tangente de lo que toca, sino como la forma de la materia», Comenta, por último, que: «Dio origen a esta opinión la creencia de muchos, que pensaban que lo que no es cuerpo no tiene ser, los cuales no tuvieron valor para trascender la imaginación, que versa únicamente sobre lo corpóreo». No es extraño que, en la Escritura: «esta opinión se atribuye a los insensatos, quienes dicen del alma: «humo y aire es nuestro aliento y el habla una centella que mueve nuestro corazón« (Sab 2,2)»[10], o que, sostienen, por tanto, que la vida y el pensamiento se explican por lo material. 221. ––En los dos capítulos siguientes, con los que termina la exposición de doctrinas de la unión del alma espiritual con el cuerpo, que no pueden aceptarse, el Aquinate examina otras dos. Sobre la primera escribe: «parecida a la anterior fue la postura de ciertos filósofos antiguos, que opinaban que el entendimiento no se diferencia del sentido. Lo cual es realmente imposible»[11]. En cuanto a la segunda, que: «afín a ésta fue la opinión de aquellos que decían que el entendimiento posible no es otra cosa que la imaginación. Lo cual es evidentemente falso»[12]. ¿Cuáles son los argumentos que da para rebatirlas? ––Sobre la doctrina que reduce el conocimiento intelectual –sólo explicable como propio de una facultad espiritual–, al conocimiento sensible, que no es espiritual, indica que: «El sentido conoce únicamente lo singular, pues toda potencia sensitiva conoce por especies individuales, porque recibe las especies de las cosas a través de los órganos corpóreos. El entendimiento, en cambio, conoce lo universal, como se demuestra experimentalmente. Luego, el entendimiento se diferencia del sentido». Son así facultades distintas, una inorgánica o incorpórea y otra orgánica o corpórea. Se confirma, porque: «El sentido se encuentra en todos los animales». Sin embargo: «Los animales distintos del hombre no tienen entendimiento. Lo cual manifiéstase en cuanto que no realizan cosas diversas y opuestas, como los dotados de entendimiento; por el contrario, como movidos por la naturaleza, ejecutan algunas operaciones determinadas y uniformes dentro de su misma especie, así como la golondrina, que construye siempre el mismo nido». El conocimiento intelectivo, por tanto, no puede tener el mismo origen que el conocimiento sensible. Igualmente se advierte que: «el entendimiento y el sentido no son la misma cosa» por tener distinto objeto. «El conocimiento sensitivo se extiende exclusivamente a lo corporal. Y esto es evidente, pues las cualidades sensibles, que son los objetos propios de los sentidos, se hallan únicamente en las cosas corporales, y sin ellas el sentido no podría conocer. El entendimiento, en cambio, conoce lo incorpóreo, como la sabiduría, la verdad y las relaciones de las cosas».

Otra importante diferencia entre los dos conocimientos se da en la reflexión o el autoconocimiento de su acto y de sí mismo. «El sentido ni se conoce a sí mismo ni a su operación: la vista no se ve a sí misma ni se percata de que ve, porque esto pertenece a una potencia superior, como lo prueba Aristóteles (Sobre el alma, III, 2). El entendimiento, en cambio, se conoce a sí mismo y conoce también que entiende»[13]. Respecto a la doctrina que identifica el entendimiento con el sentido sensible interno de la imaginación, nota Santo Tomás, que esta última: «capta únicamente lo singular y lo corporal». Por el contrario: «el entendimiento aprehende lo universal e incorpóreo». Debe concluirse, por ello, que: «el entendimiento posible no es la imaginación». Además: «el entendimiento no es acto de parte alguna del cuerpo». En cambio: «la imaginación tiene un órgano corporal determinado. Luego no es lo mismo la imaginación que el entendimiento posible»[14]. 222. ––Como final de todas estas exposiciones y refutaciones, y a modo de conclusión, escribe el Aquinate: «Si la substancia intelectual no se une al cuerpo como motor solamente, como dijo Platón, ni se une a él mediante las imágenes, como dijo Averroes, sino como forma, ni tampoco el entendimiento, con que el hombre entiende, es una disposición de la naturaleza humana, como dijo Alejandro, ni la complexión, según Galeno, ni la armonía, según Empédocles, ni cuerpo, ni sentido, ni imaginación, como dijeron los antiguos», y tal como se ha ido revelando, en los anteriores capítulos. «Resta, pues que el alma humana es una substancia intelectual unida al cuerpo como forma». ¿Cómo demuestra el Aquinate actualidad o realidad de esta posibilidad? ––Comienza Santo Tomás con la enunciación de su propia tesis, que expresa la definición del alma espiritual del hombre: «el alma humana es una substancia intelectual unida al cuerpo como forma». Con ello, se indica, por una parte, que la substancia intelectual o espiritualy el cuerpo, al que está unida, son los dos constitutivos que componen al hombre. Por otra, que el espíritu comunica la vida al cuerpo, que se convierte así en un cuerpo vivo, y esta substancia espiritual hace de forma vital o alma. De este modo, el alma del hombre, a diferencia de las almas de los otros seres vivos, es un alma espiritual. Es una alma, que no es sólo la forma de los seres vivos, sino también una substancia espiritual. Si todos los seres vivos tienen un alma inmaterial, que es forma, en la vida humana, el alma del hombre no sólo es inmaterial, como todas, sino además un alma espiritual, que es substancia, 223. ––¿No es un inconveniente que una substancia espiritual, que como substancia ya es un todo, sea a la vez forma de la materia, una parte que se une a otra parte?. ––Una substancia espiritual, que como substancia ya es un todo, puede ser a la vez forma de la materia, una parte que se une a otra parte, porque el espíritu humano cumple las condiciones, que se requieren para ser forma. El alma humana, por lo mismo que es espíritu, o substancia completa, es también forma del cuerpo. Ser espíritu y ser forma es propio de su esencia. Para demostrar esta extraña función de ser un constitutivo o parte y también un compuesto o todo, explica Santo Tomás: «Para que una cosa sea forma substancial de otra se requieren dos condiciones. De las cuales la primera es que la forma sea principio substancial de aquello que es forma; y digo principio, no eficiente, sino formal, por el que una cosa es y se denomina ente». Debe ser un constitutivo intrínseco del ente compuesto, un constitutivo formal. Esa primera condición que debe cumplir la forma substancial, que sea principio substancial de la substancia de la que es forma, o un constitutivo que es su acto determinante o perfeccionante, la puede cumplir el espíritu.

De esta primera condición se sigue la segunda, «a saber, que la forma y la materia convengan en un ser; lo que no sucede con el principio eficiente, que es el que da el ser». Causado por el principio eficiente, que ya tiene su ser propio y, por ello, puede causar, el ser del nuevo compuesto lo comparten sus constitutivos, forma y materia. «Y tal es el ser con que subsiste la substancia compuesta, que, constando de materia y forma, es una en cuanto al ser». También el espíritu humano realiza la segunda condición que debe cumplir la forma substancial, que convenga con la otra parte substancial, la materia, en un ser. La forma, un constitutivo esencial formal del compuesto substancial, junto con el constitutivo esencial material, comparten un único ser. 224. ––¿Si la forma del compuesto humano es ya una substancia, un ente subsistente y, por tanto, con un ser propio, ello no le imposibilita para hacer de forma de una materia extraña a la misma? ––A esta dificultad u objeción responde Santo Tomás: «El que la substancia intelectual sea subsistente no le impide ser principio formal del ser de la materia. Porque no hay inconveniente para que el ser por el cual subsiste el compuesto sea el ser de la misma forma, pues el compuesto no es a no ser por la forma, y separados no pueden subsistir». La forma del compuesto, que es el hombre, aunque sea en sí misma una substancia, un ente subsistente y tenga así un ser propio, puede hacer también de forma de una materia extraña a la misma, porque comunica su ser a la materia. Es posible que el ser por el cual subsiste el compuesto sea el ser de su formaporque no hay dificultad alguna para que sea el ser de la misma forma. No hay necesidad que el ser sea de ambos constitutivos, recibido de un principio agente. Es indiferente que el ser del compuesto se reciba por una causa eficiente o por una causa formal. 225. ––Según la original doctrina del ser del Aquinate, los diversos entes no sólo tienen distinta su esencia correspondiente, sino también es diferente su ser propio, porque por serlo es proporcionado a la esencia que lo posee. En la explicación de la unión del espíritu humano, que es substancia y, por ello, entiende y quiere libremente por sí misma, y como ente substancial tiene un ser propio, que podría llamarse ser espiritual, ¿cómo la materia, a la que informa el espíritu, puede tener este ser superior, que no es proporcionado a ella? ––Santo Tomás presenta esta objeción del modo siguiente: «Se puede objetar que la substancia intelectual no puede comunicar su ser a la materia corporal, resultando de ello un solo ser para la substancia intelectual y para la materia corporal, porque a géneros diversos corresponden diversos modos de ser, y el ser más noble corresponde a la substancia más noble». Responde seguidamente que: «No habría inconveniente en afirmarlo, si dicho ser fuera del mismo modo de la materia y de la substancia intelectual», y, por tanto, que la manera de poseer el ser fuera la misma. «Pero no sucede así, pues es de la materia corporal como recipiente y sujeto de algo más elevado». La materia corporal pose el ser del espíritu no de una manera proporcionada a ella, sino que le supera, porque el ser es propio sólo de este último. En cambio, la posesión del ser: «en la substancia intelectual lo es como principio y en conformidad con su propia naturaleza». Su esencia es principio del ser en el sentido que este ser tiene el nivel de perfección proporcionado a ella, que es así propio. «Nada impide, por tanto, que la substancia intelectual, que es el alma humana, sea forma del cuerpo»[15]. Además, el espíritu humano al comunicar su ser a la materia corporal no pierde sus perfecciones, sino que le comunica alguna de ellas para que de este modo el cuerpo puede cooperar a la realización de sus actos espirituales. En su glosa al Salmo 8, Santo Tomás, después de comentar

el versículo «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él»[16] y probar que: «es grande la clemencia de Dios en la relación que Dios tiene con el hombre», nota que el salmista: «Se ocupa del hombre en comparación con los ángeles, con los cuales tiene el hombre cierto parentesco: «Lo hiciste poco menos que los ángeles» (Sal 8, 5). En los ángeles se encuentra la imagen de Dios por la simple intuición de la verdad, sin inquisición, en el hombre en cambio por medio del discurso, y por eso en el hombre sólo un poquito (…) También el hombre está sometido a la corrupción, pero sólo un poquito, porque llegará un tiempo en la patria en que el hombre lo conozca todo sin discurso, y llegará a ser incorruptible según el cuerpo»[17]. El experto conocedor de la antropología tomista, Abelardo Lobato, al explicar y desarrollar este comentario de Santo Tomás al salmo 8, y tratar sobre la relación del hombre con los ángeles, precisaba que: «El hombre tiene cierto parentesco con los espíritus. Fue éste un tema que Tomás cultivo toda la vida y sobre el que dejó una gran producción escrita. Las profundas reflexiones sobre los ángeles son un motivo de que se llame también «Doctor Angélico»[18]. Sobre la semejanza del hombre con las criaturas angélicas o substancias separadas, aclara que: «El salmo no dice que el hombre sea un ángel, sino que es diferente, que Dios lo ha hecho un poco menor que los ángeles. Es una diferencia de grado en el mismo ser espiritual. El ángel es más perfecto conoce por intuición, el hombre sólo tiene la intuición de los primeros principios, pero su modo propio de conocer es el «discurso», el proceso gradual hasta llegar a las conclusiones; el ángel es simple por naturaleza, espiritual, incorruptible, mientras que el hombre es compuesto de espíritu y materia, tiene corporeidad, y es mortal aunque el alma no se separa del ser que ha recibido y comunicado al todo. En la vida futura esta distancia con el ángel se acortará; será más intuitivo en el conocer, más libre en el amar, y hasta su cuerpo será incorruptible. Todo ello hace del hombre un ser muy próximo a los ángeles, un poquito menor que ellos»[19]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 59. [2] Ibíd., II, c. 60. [3] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 78, a. 4, in c. [4] Ibíd., I, q. 78, a.4, ad 5. [5] IDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 60. [6] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 61. [7] Ibíd., II, c. 62. [8] Ibíd., II, c. 63. [9] Ibíd., II, c. 64. [10] Ibíd., II, c. 65. [11] Ibíd., II, c. 66.

[12] Ibíd., II, c. 67. [13] Ibíd., II, c. 66. [14] Ibíd., II, c. 67. [15] Ibíd., II, c. 68. [16] Sal 8, 5. [17] Santo Tomás, Lectura a los Salmos de David, Sal 8, 4,5 [18] Abelardo Lobato, O.P., La antropología de Santo Tomás de Aquino y las antropologías de nuestro tiempo, en Abelardo Lobato (Dir.), El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy, v. I, pp. 27-111, p. 61. [19] Ibíd., p. 62.

XXI. La unión humana del alma y el cuerpo 226. ––El espíritu humano, aunque sea una substancia, ha probado el Aquinate, puede ser parte del hombre como forma del cuerpo, porque confiere su propio ser espiritual a todo el compuesto humano. Después de la exposición y demostración de su tesis, añade: «Esto nos mueve a considerar la admirable conexión de las cosas». Todo en la realidad esta enlazado entre sí de una manera asombrosa. «Siempre está unido lo ínfimo del género supremo con lo supremo del género inferior, como algunas especies inferiores del género animal exceden en muy poco la vida de las plantas, por ejemplo, las ostras, que son inmóviles y solo tienen tacto a modo de plantas que se agarran a la tierra. Por lo cual dice Dionisio que: «la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores» (Los nombres divinos, VII, 3)». ¿Qué significa esta tesis sobre la manera que están enlazadas las criaturas? ¿Cómo afecta a la unión del espíritu humano y el cuerpo? ––El principio neoplatónico citado por Santo Tomás quiere expresar que, en la creación, siempre se encuentra que está unido lo último e inferior de un género de seres con lo supremo y más alto del género, que le sigue en perfección. Queda patentizado. porque, en la creación, hay especies inferiores del género animal, que sobrepasan en muy poco la vida de las plantas, como las ostras, que permanecen inmóviles –como las plantas agarradas al suelo– y con sólo el sentido del tacto. Parece, por tanto, que participen de lo inferior de la vida animal y también de lo superior de la vida vegetal. Se advierte que el principio se cumple en el hombre, en la unión de su alma espiritual y de su cuerpo, al considerar: «lo supremo del género corpóreo, es decir, el cuerpo humano, armónicamente conexionado, el cual llega hasta lo inferior del género superior, o sea, el alma humana, que ocupa el último grado del género de las substancias intelectuales, como se ve por su manera de aprender». Se cumple, por tanto, el principio en cuanto que el cuerpo humano puede considerarse como lo supremo del género corpóreo, como revela su complejidad y armonía, y está unido al alma espiritual humana, que es lo más ínfimo del género de las substancias espirituales. El espíritu humano es el más inferior de todos los espíritus, como revela su modo de entender. Su conocimiento intelectual necesita de las imágenes sensibles, que le proporcionan los sentidos corporales, pero que en sí mismo es independiente de lo sensible, tal como lo es en los otros espíritus superiores. El hombre es como un anillo que enlaza el espíritu y la materia, en una unión que es «admirable».

227. ––Termina el Aquinate su comentario con la siguiente explicación: «Por eso se dice que el alma humana es como «horizonte y confín» de lo corpóreo e incorpóreo, forma, sin embargo, del cuerpo».¿Qué quiere significarse con las expresiones «horizonte» y «confín»? Lasituación, en que se encuentra el alma humana espiritual en la escala de los seres, la expresa Santo Tomás con la imagen neoplatónica «horizonte y confín». Con el término «horizonte» quiere significarse que, como la línea del horizonte, en que se ve juntarse lo superior con lo inferior, el cielo con la tierra, en el hombre se une el espíritu con la materia. Con el de «confín» quiere designarse que el hombre es el confín o extremo de dos mundos. En la parte superior al hombre, está el mundo infinito de lo espiritual. En la inferior, se encuentra el universo corpóreo, que tiene el peso de la materia. Según las expresiones de «horizonte» y «confín», el alma del hombre es medianera entre lo espiritual y lo material. Se pueden utilizar para significar la posición del espíritu humano y además su «admirable conexión» con el cuerpo, porque tal como lo justifica Santo Tomás seguidamente: «en cuanto que es substancia incorpórea, forma, sin embargo, del cuerpo»[1]. Con está última afirmación, que el espíritu humano, por lo mismo que es substancia inmaterial, es también forma del cuerpo, se significa que el alma espiritual del hombre, por ser una substancia inmaterial, es subsistente, posee un ser propio –al igual que los otros espíritus–, pero además por su propia naturaleza informa al cuerpo. La unión es «admirable», porque el alma espiritual humana está unida substancialmente a un cuerpo, constituyendo así ambas partes la substancia hombre. En la nueva substancia, que es el hombre, el espíritu es una forma o alma y el cuerpo es una materia con la primera actualización, o determinación, de la forma, que en este caso es el alma espiritual. Esta composición corpórea a su vez es el sujeto de las otras perfecciones conferidas también por el alma espiritual humana. Se trata, por tanto, de un cuerpo, tomado como la parte material, y las actualizaciones formales superiores, que le siguen, como la parte formal. El alma espiritual es la única forma del compuesto humano, porque confiere todas las determinaciones a la materia, incluida la de la corporeidad. El tomista Abelardo Lobato (19252012) ––de quien se ha escrito que puede considerarse con justicia como: «uno de los hombres más brillantes de la Orden de Predicadores»–– lo ha explica muy claramente en el siguiente pasaje de una de sus obras de antropología: «La forma da el ser sustancial y por ello no puede ser más que una. De lo contrario tendríamos varias formas sustanciales yuxtapuestas. Esto no estaba tan claro en la edad media, donde todos defendían la pluralidad. Tomás vio el problema y entendió que era preciso cambiar. El ser uno procede de una forma. Si el alma es forma tiene que ser una sola, y si es espiritual tiene que ejercer las funciones de todas las demás inferiores. Aristóteles lo había posibilitado al ver que eso ocurría en los números y en las formas geométricas, la superior contenía la inferior y la superaba. El círculo contiene y supera todos los polígonos. Tomás de Aquino prosiguió adelante en esta solución y lo dejó bien claro. El alma humana es una forma, da el ser y hace una sola realidad con el cuerpo al cual informa»[2]. 228. ––La substancia humana, cuyos constitutivos son otra substancía, el espíritu del hombre, que hace de forma o de alma de la materia, que es su otro constitutivo, posee, a diferencia de las otras substancias, un ser que pertenece propiamente al constitutivo formal. Por consiguiente, puede preguntarse: ¿La unidad de la nueva y especial substancia es menor que las otras substancias compuestas, cuyo ser es de sus dos constitutivos? ––En este mismo capítulo 68 del segundo libro de la Suma contra los gentiles, se encuentra a la pregunta esta respuesta: «No es menor la unidad resultante de la materia corporal que la unidad de la forma del fuego con su materia, sino mayor, porque cuanto más supera («vincit») la forma a la materia, resulta mayor unidad»[3]. La unidad en la substancia humana es mayor que la de

las otras criaturas del mundo por la más plena perfección y dignidad del espíritu, dada por su propio ser, que hace que el cuerpo esté más unido a esta forma o alma espiritual. Abelardo Lobato, de quien también se ha escrito puede considerarse como «uno de los mayores intelectuales de Europa», ha advertido que por esta unidad: «la corporeidad humana es singular y trasciende a todos los demás cuerpos (…) Es preciso ser consecuentes. Si la forma del hombre es el alma y esta es espiritual, todo lo humano queda informado por un principio no solo de vida sino de vida espiritual. Esto es lo radical. El hombre no tiene nada que sea solamente materia, solamente cuerpo, solamente carne. Desde lo más inferior, que es lo vegetativo y lo instintivo, pasando por los niveles de la sensibilidad, todo queda traspasado de la realidad fontal. El cuerpo queda elevado al servicio del espíritu»[4]. Para dejar más clara esta nueva tesis, añade seguidamente Santo Tomás: «aunque el ser de la forma y de la materia sea uno, no es necesario, sin embargo, que la materia se adecue siempre al ser de la forma. Más aún, cuanto más noble es la forma tanto más sobrepasa en su ser a la materia. Esto puede verse fijándose en las operaciones de las formas, por cuya consideración conocemos las naturalezas de las mismas, porque cada cosa obra en conformidad con lo que es». De las operaciones u obras de los distintitos seres, tomadas como efecto, se puede inferir como son sus distintas naturalezas, que son su causa. «De donde la forma, cuya operación excede la condición de la materia, superará también por la dignidad de su propio ser a la materia». 229. ––En la escala de los entes, tal como se ha descrito en el capítulo dedicado a la facultad volitiva de los espíritus, el criterio de ordenación es la autonomía o la independencia de las acciones de los distintos entes con respecto a agentes externos, que está relacionada directamente con los distintos niveles de posesión de la forma determinante de su obrar. ¿Se da también, de acuerdo la explicación de la acomodación entre la forma y la materia, una escala con respecto a la autonomía del obrar según la independencia de la forma con respecto a la materia? ––Desde el criterio de las operaciones inmateriales de los entes, se pueden diferenciar los grados de la escala de los entes. Indica Santo Tomás: «Encontramos ciertas formas ínfimas incapaces de realizar otra operación, que aquella que las cualidades dispositivas de la materia alcanzan, como lo cálido, lo frío, lo húmedo y lo seco, lo raro, lo denso, lo pesado y lo leve y otros parecidos, como las formas de los elementos. Luego, estas formas son totalmente materiales y totalmente inmersas en la materia». En el primer grado de la escala de las operacionesde los entes, que lo ocupan los seres inertes, las formas realizan sus operaciones con la materia. De manera quelas formas de los seres inertes en cuanto tal se distinguen de la materia, pero para existir y para obrar necesitan de ella. Por ello, las operaciones de los seres inertes –propiedades y cambios físicos– son materiales, porque las formas actúan siempre con la materia. El origen de la operación está en la forma y en la materia. En la escala de los entes, ordenados por la perfección de sus operaciones, se advierte también que: «Hay algunas formas cuyas operaciones se extienden a ciertos efectos que exceden el poder de dichas cualidades, sirviéndoles, sin embargo, éstas orgánicamente para sus operaciones. Tales son las almas de las plantas». En el grado siguiente de la escala de las operaciones de los entes, la forma tiene ya una mayor independencia de la materia. En los seres con vida vegetativa, que ocupan este segundo grado, la forma tiene una mayor independencia de la materia. Es una forma –como todas las anteriores, inmaterial, pero no subsistente–, que es el principio vital o alma del vegetal y, por tanto, principio de movimiento de los vivientes, que, como tales, se mueven a sí mismos.

Las operaciones vegetativas –nutrición, crecimiento y reproducción– están unidas intrínsecamente a la materia, al órgano corporal. Sin embargo, la operación no es puramente material, como la de los seres inertes, porque su origen está sólo en el alma, que es una forma inmaterial. En el nivel inmediato superior: «Encuéntranse otras formas, que son semejantes a las sustancias superiores no sólo en moverse, sino también, de algún modo, en el conocer; y, aunque son capaces para las operaciones, que ni orgánicamente pueden realizar las predichas cualidades, precisan, no obstante, de un órgano corpóreo para ejecutarlas. Tales son las almas de los animales brutos. El sentir y el imaginar no se realizan calentando o refrigerando, aunque ambas cosas sean necesarias para la buena disposición del órgano»[5]. Las facultades sensibles necesitan como constitutivo los órganos, pero no se reducen a ellos. No son espirituales o totalmente independientes de la materia,, pero tampoco puramente materiales o corporales, son del cuerpo y el alma. «Son en su unión como en su sujeto»[6]. De manera que si «se dicen pertenecer al alma, no como su sujeto, sino como a principio, puesto que al alma se debe el que el compuesto pueda realizar tales operaciones»[7]. En el tercer grado de la escala de las operaciones de los entes, que lo ocupan los seres que tienen vida sensitiva o animal,la forma tiene una mayor independencia de la materia que la anterior y, por tanto, una mayor la inmaterialidad. Las operaciones sensitivas –el conocimiento sensitivo y apetición sensible– requieren una mayor inmaterialidad. No sólo su origen último, el alma animal, es inmaterial, sino también su origen próximo las formas de los objetos conocidos o queridos, que no son materiales. La recepción de las formas sensibles es igualmente inmaterial. Las formas sensibles actúan sobre un órgano animado, que es apto para asimilarlas y tender hacia ellas. Esta acción portadora de forma y su recepción, en sí mismas, son inmateriales, aunque las formas pertenecen a un objeto y a un sujeto material. Por ello, las operaciones sensibles son totalmente inmateriales, porque son operaciones que necesitan intrínsecamente para su ejecución un órgano corpóreo. Por último: «Sobre todas estas formas hay una semejante a las substancias superiores incluso en cuanto al género de conocimiento, que es el entender, y, en consecuencia, es capaz de la operación que se realiza plenamente sin órgano corporal. Esta es el alma intelectiva, porque el entender no se ejecuta con órgano corporal. Por eso es necesario que aquel principio por el que el hombre entiende, que es el alma intelectiva y excede la condición de la materia corporal, no esté totalmente sujeto a la materia ni inmersa en ella, como las otras formas materiales. Lo que manifiesta su operación intelectual, para la cual no comunica con la materia corporal». El espíritu humano requiere informar al cuerpo, porque a diferencia de los otros espíritus, es el más potencial de todos ellos. o con menor acto, ya que, en el grado de la participación del ser propia de los espíritus, ocupa el lugar más bajo. El espíritu humano tiene así la menor participación del ser espiritualy de ello se sigue que deba estar unido necesariamente al cuerpo para poder entender. Lo revelan sus facultades propias, porque: «como el entender del alma humana precisa de potencias que obran mediante órganos corporales, es decir, de la imaginación y del sentido, por esto mismo se comprende que naturalmente se une al cuerpo para completar la especie humana»[8]. En estegrado que sigue de la escala de los entes en el obrar, que es ya el del espíritu humano – substancia inmaterial, semejante a los seres espirituales superiores–, la forma actúa de modo totalmente inmaterial. Las operaciones del alma intelectiva humana son complemente inmateriales. En el alma humana, por ser un espíritu –y, por tanto, una substancia inmaterial–, el origen, el fin y la ejecución de sus operaciones –intelectivas y volitivas– es inmaterial.

La inmaterialidad, en este grado de la escala de las operaciones inmateriales de los entes, es la misma que en el siguiente de los puros espíritus, porque el origen y fin de las operaciones tanto de los espíritus humanos como de los espíritus angélicos son igualmente inmateriales. En ambos sus operaciones son intrínsecamente, o en cuanto tales, independientes de la materia. Hay no obstante, diferencia entre los espíritus humanos y los espíritus angélicos,porque el espíritu humano depende extrínsecamente del cuerpo. Requiere las facultades sensibles, para poder realizar sus funciones propias de entender y querer. Al alma espiritual humana, le hace falta el cuerpo. 230. –– Según esta última explicación del Aquinate, la facultad de entender del espíritu humano precisa de potencias que obren mediante órganos corpóreos, los sentidos externos e internos, y de entre estos últimos principalmente la imaginación. ¿En qué sentido el entender del alma humana necesita de lo corpóreo? ––Para poder realizar la operación de entender, que es totalmente inmaterial, el alma humana, la ínfima de las substancias espirituales, necesita unirse al cuerpo para utilizar instrumentalmente sus sentidos. El alma humana necesita como un instrumento imprescindible de los sentidos para poder entender y, con ello, amar. Para que su entendimiento pueda recibir lo inteligible, aquello que puede entender, le hace falta el cuerpo humano con sus sentidos. El entendimiento espiritual recibe lo inteligible, que podrá entender por su propia acción, porque sobre las imágenes proporcionadas por el conocimiento sensible, y que representan las cosas materiales, actúa su virtud también espiritual de hacer inteligible lo sensible. Los conceptos que se producen en el conocimiento intelectual son sólo actos del entendimiento, facultad inorgánica, mientras que las sensaciones, que se producen en el conocimiento sensible, son actos de órganos corporales. Al afirmar que para entender el espíritu humano necesita del cuerpo, no quiere decirse que su entender se realice, y a diferencia de los otros espíritus, con órganos corporales. No es posible, porque el acto de entender, por su misma naturaleza, al igual que el acto de querer libremente, posibilitado por el primero, no puede ser ejecutado con órganos corpóreos En el alma humana, por tanto, el acto de entender en cuanto tal no se hace con el cerebro. Por ser alma espíritual, su entender –el acto propio de unirse a lo inteligible y concebirlo o expresarlo– se realiza plenamente sin ningún órgano corpóreo. En el entender en cuanto tal no interviene el cerebro, porque entender es una operación propia del espíritu. El espíritu humano, por consiguiente, en su operación intelectual, no se comunica con la materia corporal. El alma intelectiva, aunque sea forma de la materia corpórea, excede o sobrepasa este constitutivo humano. No está, por tanto, totalmente sujeta a la materia ni tampoco inmersa en ella, como lo están las otras formas. Debe también precisarse que, aunqueel acto de entender es inorgánico y el acto de sentir, en cambio, orgánico, las formas por las que actúan no serán respectivamente inmateriales y materiales.Toda forma es inmaterial, aunque se una a la materia para informarla. Puede decirse, por tanto, que el cuerpo es sólo la condición del ejercicio de las operaciones espirituales humanas, porque gracias a sus sentidos corporales, puede el espíritu actualizar la inteligibilidad en potencia de lo sensible, y así poder entender. Lo inteligible a su vez actualiza la potencialidad intelectiva del entendimiento del espíritu humano. En definitiva, el hombre necesita el cuerpo para saber y querer,porque la sensibilidad hace posible que el espíritu pueda entender, y, como consecuencia, también apetecer y de un modo libre.

231. ––Según esta explicación,la substancia alma humana, o espíritu, se une al cuerpo para informarlo, y constituye, con ello, una nueva substancia. ¿En el hombre no habrá, con ello, una dualidad substancial? ––Después de la explicación, advierte Santo Tomás que: «El cuerpo y el alma no son dos substancias existentes en acto; sino que de ellas dos se hace una substancia existente en acto, pues el cuerpo del hombre no es en acto el mismo, cuando el alma esta presente que cuando está ausente, pues el alma hace el mismo ser en acto». El alma del hombre, que es una substancia, al unirse al cuerpo, constituye otra substancia, la substancia humana, pero no puede decirse que entonces hay dos substancias. Aunque el hombre es un compuesto substancial de cuerpo y de alma espiritual, que es ya una substancia, sin embargo, es una única substancia, aunque compuesta, porque tiene un único ser, el que ha aportado el espíritu para comunicarlo al cuerpo al unirse con él. La unión del alma y el cuerpo humanos es una unión en el ser, porque es el ser de la substancia espiritual del alma el que actualiza al cuerpo. Se da una unión que se realiza en la formalidad más profunda de la substancia, la del ser. Además, como este ser espiritual es el propio de la substancia humana, que se ha constituido, puede decirse que la unión del alma y el cuerpo humano es una unión substancial. En el orden substancial o entitativo no hay ningún dualismo en el hombre. Si bien uno de sus constitutivos esenciales, el alma humana, es una substancia espiritual, no se puede caracterizar al hombre como un dualismo entitativo o substancial, porque su espíritu está unido al cuerpo con una unión en el ser, o unión substancial, que tiene la estructura materia y forma. El hombre es, por tanto, una única substancia, que es compuesta. No puede decirse, por ello, que el hombre es un «espíritu encarnado» o un «espíritu en el mundo». El hombre no es un espíritu, ni separado ni unido a la materia. Es una substancia compuesta de dos constitutivos: una substancia espiritual, pero que es forma de un cuerpo, al que confiere todas las determinaciones, incluida la fundamental del ser; y un cuerpo, que posee de este modo el mismo ser del espíritu. Precisamente por este ser, el cuerpo queda unido al espíritu, constituyendo la sola substancia humana, porque tiene un único ser. En el hombre no se da, por consiguiente, una absorción del cuerpo por la substancia espiritual, ni tampoco una mera yuxtaposición de alma y cuerpo, sino una singular unión, que se explica por el ser espiritual. 232. ––Con esta exposición se da una completa y fundamentada respuesta al problema clásico de la unión del alma espiritual con el cuerpo. El Aquinate para ello utiliza la doctrina del alma de Aristóteles y su propia metafísica del ser, expuesta en conceptos aristotélicos. Sin embargo, los filósofos aristotélicos y musulmanes, que consideraron el alma espiritual como una substancia «separada», cuyas doctrinas se han examinado, se basaron para justificarlas en pasajes aristotélicos. ¿La doctrina del Aquinate estaría, por tanto, alejada de la solución de Aristóteles? ––Los textos que aportaron estos filósofos aristotélicos, nota Santo Tomás: «no prueban que la substancia intelectual no pueda unirse al cuerpo como forma». Más concretamente: «Los conceptos que Aristóteles atribuye al entendimiento posible, que es «impasible, no unido y separado», no fuerzan a confesar que la substancia intelectual no esté unida al cuerpo como forma que da el ser». Estas afirmaciones de Aristóteles se explican, si se tiene en cuenta que: «En el alma hay que considerar su esencia y su potencia. Según su esencia, da el ser a tal cuerpo, y según su potencia, realiza sus propias operaciones. Si, pues, la operación del alma se realiza mediante un órgano corporal, es necesario que la potencia del alma, que es principio de tal operación, sea acto de aquella parte del cuerpo por la que se realiza la operación, como la vista es acto del ojo;

mas si su operación no se realiza mediante un órgano corporal, su potencia no será acto del cuerpo alguno. Y por esto se dice que el entendimiento está «separado», no «sin que» la substancia del alma, cuya potencia es el entendimiento, o sea, el alma intelectiva, sea acto del cuerpo como forma que da el ser a dicho cuerpo»[9]. La doctrina tomista sobre el hombre es una profundización de la solución aristotélica. No la niega, porque considera que: «es necesario decir, según el pensar de Aristóteles, que el entendimiento se une substancialmente al cuerpo como forma»[10]. Santo Tomás no rechaza la explicación aristotélica, sino que la fundamenta, gracias a la metafísica del ser. Desde ella se explicaquelas substancias espirituales son simples esencialmente. Están constituidas por una esencia simple, porque sólo incluye la forma. Sin embargo, además, son compuestas entitativa mente, porque su entidad está constituida por su esencia simple y un ser único proporcionado a ella. En cambio, las substancias materiales son compuestas esencialmente. Están constituidas por una esencia compuesta, porque incluye la forma y la materia. Son también compuestas entitativamente, porque su entidad está constituida por su esencia y un ser único proporcionado a ella. El alma humana es distinta del alma animal, porque no es sólo la forma de un compuesto, sino a la vez una substancia inmaterial, un espíritu. El espíritu, o alma humana, el que da el ser al cuerpo y, por tanto, con una causalidad formal. Es también distinto de los otros espíritus, El alma o espíritu humano a pesar de ser ya substancia es a la vez forma de una parte esencial de la nueva substancia, que constituirá. Es, por ello, también diferente de los otros espíritus, ya que estos no informan a ningún cuerpo. El alma humana, por ser, además de forma, una substancia espiritual, tiene un ser propio y proporcionado a su esencia. Es una forma que tiene ser, y, –a diferencia de las otras formas que se unen a la materia, para constituir los compuestos vivos, como las plantas y los animales, y que se denominan entonces almas, o para componer los entes inertes, compuestos de forma y materia–, es, por ello, la propietaria inmediata del ser del compuesto substancial corpóreo de la que es constitutivo formal 233. ––La explicación del Aquinate que expone en este lugar ¿puede considerarse su solución al llamado problema del hombre? ––Averiguar lo que es el ser humano, como ha escrito Abelardo Lobato: «nos sitúa ante la gran pregunta de todas las culturas, la que hace el salmista de rodillas, implorante: «Señor, Dios nuestro ¿qué es el hombre?» (Sal 8, 1); la que hace Kant en su intento de revolución copernicana «Was is de Mensch? « (Crítica de la razón pura, 25, A); la que hacía Agustín «Pero, ¿quién soy yo, Dios mío?: «Quid sum ergo, Deus meus, quae natura mea?» (Confesiones, X, 17, 26)». Es innegable que: «Esta es una cuestión que retorna constantemente como las olas y las mareas, llamada a durar tanto cuanto los hombres que la formulan. La cuestión del nombre no es solo una más de esas profundas en las cuales va envuelto el que la propone, es la cuestión radical que requiere presupuestos». Como consecuencia: «Es preciso salir del horizonte de lo humano para dar razón del hombre. Las antropologías de cualquier signo que sean, si se encierran solo en lo humano, no tienen respuesta para el hombre. Lo que le ocurrió a Kant le acontece a los muchos imitadores. La pregunta por el hombre trasciende al hombre. Es la pregunta por el ser del hombre»[11]. La cuestión del hombre remite a la cuestión del ser. La antropología requiere la metafísica. Podría decirse que el hombre se explica por el ser. La pregunta por el hombre, concluye Lobato que: «Por ello requiere un salto a la metaantropología, a la metafísica. La pregunta por el ser es la que da apoyo a todas las preguntas acerca de los entes. Por ello quien no tenga una cierta aproximación al problema del ser no tiene bases para dar respuesta por el hombre. El intento de Kant era poner al hombre en el puesto del

ser. Heidegger dejó en claro que ese intento estaba abocado al fracaso. El hombre no puede pretender ser un atlante que lleve sobre sus débiles hombros el peso del ser. El hombre es de ayer, es mortal, es finito»[12]. Sin embargo: «Lo que el hombre, en cuanto ente finito, no puede originar en el ser, lo puede fundar su inteligencia que se trasciende en el objeto y alcanza la verdad del ser, porque vive en su horizonte»[13]. Su inteligencia le ha revelado que toda substancia, tanto simple –o con una esencia que sea sólo forma–, como compuesta, –con una esencia constituida de materia y forma– , tiene un único ser. En el compuesto humano, el ser es el de su alma espiritual, porque se ha recibido de ella, que es ya una substancia, aunque simple. El ser, que posee el hombre, y que sus constitutivos tienen en propiedad, procede de su espíritu. El ser del hombre procede de su alma espiritual, porque es ya una substancia, y, por ello, una esencia substancial con un ser propio. Todo espíritu es una substancia inmaterial inteligible para sí misma, intelectual y volitiva. Como substancia subsiste, existe por sí y en sí. Y, como lo que hace existir es el ser y lo que hace existir de este modo es el tenerlo en propiedad, la substancia tiene un ser propio y, por tanto, proporcionado a su esencia individual. El alma espiritual humana comunica el mismo ser, con que ella subsiste, a la materia corporal. El ser del hombre es primero e inmediatamente del alma, y, a través de ella, lo es también del cuerpo y, por tanto, del compuesto. El ser espiritual es propio también del compuesto de alma y cuerpo, porque el mismo ser de la forma, que es el alma espiritual, es el ser propio también del cuerpo, y, por esto, es también el propio de la substancia compuesta del hombre. El ser del compuesto humano es como el de los otros compuestos de forma y materia, en cuanto que el único ser que actualiza a las substancia compuestas pertenece a toda la substancia. El ser del compuesto humano se diferencia únicamente en que, además de pertenecer o ser propio del cuerpo y de su forma o alma, lo aporta ésta última, porque, por ser una substancia espiritual es algo inseparable de ella. En cambio, las otras formas de los seres compuestossonúnicamente formas, destinadas sólo a determinar la materia. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, II, c. 68. [2] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, Editorial San Esteban, Edibesa, Salamanca, Madrid, 1997, p.86. [3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 68 [4] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, op. cit.,p. 86. [5] Santo Tomás. Suma contra los gentiles, II, c. 68. [6] IDEM, Suma teológica, I, q. 77, a. 5, in c. [7] Ibíd., I, q. 77, a. 5, ad 1. [8] Santo Tomás. Suma contra los gentiles, II, c. 68. [9] Ibíd., II, c. 69.

[10] Ibíd., II, c. 70. [11] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, op. cit.,p. 84. [12] Ibíd., pp. 84-85. [13] Ibíd., p. 85.

XXII. El espíritu del hombre 234. ––Declara el Aquinate que de su doctrina de la unión del alma y el cuerpo: «se infiere la conclusión de que el alma se une inmediatamente al cuerpo, no siendo necesario poner entre ella y el cuerpo un medio de unión». Frente a Averroes y a otros aristotélicos, recuerda que: «como ya se ha demostrado, el alma se une al cuerpo como su forma. Y la forma se une a la materia sin valerse de ningún medio, porque a la forma le conviene de por sí el ser acto de tal cuerpo, y no por virtud de otro»[1]. ¿Se puede obtener otra consecuencia? ––Otra inferencia, pero ya no inmediata es que: «el alma está toda en todo el cuerpo y toda en cada una de sus partes». La razón es porque: «el alma es el acto del “cuerpo orgánico” (Aristóteles, Sobre el alma, II, 1) y no de un solo órgano. Luego está en todo el cuerpo, según su esencia, por la cual es forma del cuerpo». No representa problema alguno para esta tesis que: «el alma, siendo una forma simple, sea acto de partes muy diversas». Como explica Santo Tomás: «la materia se adapta a cualquier forma según la propia conveniencia de la forma. Cuanto más noble y simple es una forma, tanto mayor es su poder. Por eso, el alma, que es la más noble de las formas inferiores, aunque substancialmente es simple, es, no obstante, múltiple en potencia y capaz de muchas operaciones. De ahí que necesite para ejercer sus operaciones de órganos diversos, cuyos actos son las diversas potencias o facultades del alma; como la vista, que es el acto propio del ojo, y la audición, de los oídos y así otros sentidos». Explicación que ve confirmada en que: «los animales perfectos tienen gran diversidad de órganos , y las plantas mínima»[2]. También de estas dos inferencias se sigue que: «el entendimiento posible no es único para todos los hombres que fueron, son y serán, como imaginó Averroes». Para corroborarlo puede argumentarse: «Como se ha probado la substancia intelectual se une al cuerpo humano como forma. Es así que una forma no puede actualizar más que una materia, porque el acto propio en su propia potencia se efectúa, pues ambos están recíprocamente proporcionados. Luego no hay un solo entendimiento para todos los hombres»[3]. Ni tampoco eterno, como igualmente sostenía Averroes. 235. ––Como también refiere el Aquinate, de manera parecida, Avicena afirmaba que: «siempre que entendemos en acto, aparecen las especies inteligibles en nuestro entendimiento posible, por obra del entendimiento agente, que es cierta substancia separada». No sería propia de cada hombre, sino única y eterna. Se justificaría, porque: «las especies inteligibles solamente permanecen en el entendimiento posible mientras son actualmente entendidas». En lugar del entendimiento posible para entender los inteligibles: «antes de aprender sólo hay en el hombre una potencia, desnuda, para tal recepción». Además. «parece que esta opinión concuerda con lo que Aristóteles declara en el libro De la memoria (c. I), al decir que la memoria no está en la parte intelectiva, sino en la sensitiva del alma. Esto parece demostrar que la conservación de las especies inteligibles no pertenece a la

parte intelectiva». ¿Como refuta el Aquinate esta explicación de Avicena y rebate sus argumentos? ––Nota Santo Tomás al respecto que: «considerando diligentemente las cosas, esta opinión, en cuanto a su origen se diferencia poco o nada de la opinión de Platón. Éste dijo que las formas inteligibles eran unas substancias separadas de las que nuestras almas recibían la ciencia. En esta opinión se pone una substancia separada, que es el entendimiento agente, y que de ella reciben nuestras almas la ciencia». Por consiguiente: «no hay diferencia en cuanto al modo de adquirir la ciencia, si ésta es causada en nuestras almas por una o por varias substancias separadas; de ambas cosas se deduce que nuestra ciencia no procede de las cosas sensibles». Sin embargo, por una parte, en contra de las dos opiniones: «vemos que quien carece de un determinado sentido carece de los conocimientos sensibles que por él se conocen». Por otra: «decir que el entendimiento posible, porque ve las cosas singulares que están en la imaginación, es ilustrado con la luz del entendimiento agente para conocer lo universal, y que las acciones de las potencias inferiores, o sea, de la imaginación, de la memoria y de la cogitativa, disponen al alma para recibir la emanación del entendimiento agente, suena a novedad». Es difícil admitirla, porque: «vemos que nuestra alma tanto más dispuesta está para recibir de parte de las substancias separadas cuanto más apartada se halla de las cosas corporales y sensibles, porque por el alejamiento de lo que está abajo se llega a lo que está arriba. Luego no es verosímil que el alma se disponga para recibir la influencia de la inteligencia separada precisamente por mirar las imágenes corporales». No obstante,a diferencia de Avicena: «Platón halló mejor manera de enraizar su opinión», porque: «supuso que las cosas sensibles no disponen al alma para recibir la influencia de las formas separadas, sino que son como despertadores del entendimiento para que éste considere las cosas de las que tenía ciencia causada por un agente externo. Suponía que, en un principio, la ciencia de todo lo cognoscible causábanla, en nuestras almas las formas separadas; por eso dijo que aprender es un cierto recordar». Explicar el conocimiento intelectual como reminiscencia: «era necesario, en conformidad con su sistema. Pues, como las substancias separadas sean inmóviles y siempre conserven su modo de ser, por lo sensible, resplandecerá siempre la ciencia de las cosas en nuestra alma, que está capacitada para ello». Sin embargo, tampoco puede aceptarse: «pues el entendimiento posible está en acto perfecto, en virtud de las especies inteligibles, cuando actualmente considera en acto; pero, cuando no considera en acto, no está en acto perfecto en virtud de las especies inteligibles, sino en un modo intermedio entre la potencia y el acto». Se poseen en hábito o en lo que podría denominarse la memoria intelectual. Reconoce Santo Tomás que: «se coloca la memoria en la parte sensitiva, porque se refiere a cosas sujetas a un tiempo determinado, pues se ocupa exclusivamente de lo pretérito. Y, por tanto, como no puede abstraer de las condiciones singulares, no pertenecen a la parte intelectiva, cuyo objeto es lo universal». La memoria conserva y reproduce las imágenes sensibles, singulares y concretas, pero referidas al pasado. Como los conceptos son universales y abstractos, expresan esencias intemporales, por tanto, sin referencia alguna al pasado. «Pero esto no impide que el entendimiento posible sea el conservador de las especies inteligibles, que abstraen de todas las condiciones particulares»[4].

Hay, por tanto, una memoria intelectual, conservadora de los conceptos en hábito, que reside en el entendimiento posible, que fue actualizado por las especies del entendimiento agente. De manera que: «si por memoria entendemos únicamente la facultad de conservar la especies, es preciso afirmar que la memoria reside en la parte intelectiva»[5]. 236. ––Después de dar estas y otras réplicas, escribe el Aquinate: «se puede concluir también que el entendimiento agente no es uno en todos los hombres contra la doctrina de Alejandro de Afrodisias y Avicena, que no admiten la unidad del entendimiento posible»[6], en cuanto reconocen una cierta potencia pasiva individual para recibir los inteligibles. En cambio, como ya se expuso, «la unidad del entendimiento posible»[7] fue claramente afirmada por Averroes. ¿Añade el Aquinate más argumentos para refutar las dos doctrinas sobre la unidad de entendimiento agente y el entendimiento posible? ––También seguidamente rebate Santo Tomás las razones que daban para confirmarlas. Insiste, para ello, en notar la conciencia que tiene todo hombre de ser él quien obra. Por el contrario: «Si el entendimiento agente es cierta substancia que está fuera del hombre, toda la operación del hombre dependerá de un principio extrínseco. En consecuencia, no será el hombre quien obra, sino que actuará movido por otro. Y así no será dueño de sus acciones ni merecerá alabanza o vituperio, y perecerá toda la ciencia moral y el trato político; cosa que en modo alguno es conveniente. Luego el entendimiento agente no es una substancia separada del hombre»[8]. Al ocuparse de las razones que aporta Averroes para corroborar su doctrina de un único entendimiento posible, explica que: «así como al alma humana, en razón de su especie, le compete unirse a tal cuerpo específicamente así esta alma se diferencia de la otra solo numéricamente, en cuanto que tiene relación a otro cuerpo numérico. Y de este modo se individualizan las almas humanas»[9]. El alma humana es, como toda forma, principio especificador y expresa, por tanto, la especie del hombre. Por ser forma del cuerpo humano, es un principio especificador del hombre. Es este sentido, se comporta igual que las formas sensitivas, las vegetativas y las de los entes inertes, que hacen que los animales, plantas y entes inanimados pertenezcan una determinada especie. Por ellas, en su individualidad material poseen características comunes específicas, propias de toda la especie a la que pertenecen. Sin embargo, aunque sea principio especificador, el alma humana es individual, o única y singular, para cada hombre. No lo es en cuanto forma, sino en cuanto substancia inmaterial, que es individual. El alma de cada hombre es individual, diferente de la de los demás, por ser un espíritu, una substancia inmaterial subsistente, un alma que tiene un ser propio. A diferencia de las otras formas, que en sí mismas siempre son comunes, toda alma humana ya es individual. En este sentido, puede decirse que no es una especie, sino un individuo de la especie alma humana. En el hombre, por consiguiente, además de la individualidad de su cuerpo –cuyo origen está en la materia corpórea, constituida por la materia prima, la primera determinación de la forma substancial y el accidente de la cantidad, y que individualiza no sólo sus características físicas, sino también su vida vegetativa y su vida sensitiva, tal como ocurre en los otros entes vivos e inertes–, el hombre posee una individualidad más profunda. En cada hombre, suindividualidad. o lo que es propio sólo de él, es mayor que la de los entes no espirituales, porque, además de la individualidad del cuerpo, que ya está individualizado por la materia, el hombre posee la de su alma espiritual, con unas características individuales y únicas, pero proporcionadas únicamente a su cuerpo y no a otro. 237. –– Sí,cada alma es creada por Dios, subsistente e individual, pero para un cuerpo determinado, ¿el cuerpo es así causa de la individualidad del alma humana? ––El cuerpo es causa de la individualidad del espíritu del hombre, pero sólo de una manera ocasional, porque

cada alma es creada por Dios individualizada, para que informe a un determinado cuerpo. Sin embargo, no quiere decirse con ello que cada alma humana sea creada antes que su cuerpo. El espíritu del hombre recibe el ser y su individuación en el cuerpo, ya que éste último también forma parte de la naturaleza humana. Por recibir el ser y la individuación en el cuerpo, el alma no se hace dependiente de él. Aunque la individuación y el ser, el alma humana los adquiere en el cuerpo, que informa, son independientes de él. El alma humana depende del cuerpo en el ser y en la individuación únicamente en cuanto a su comienzo, y sólo como causa ocasional. El ser y la individuación del alma humana son, por tanto, propias y recibidas de manera inmediata, aunque comparta ambas con el cuerpo, proporcionándole el ser y sobreañadiéndole una individuación mayor. El cuerpo, al igual que el compuesto humano, por consiguiente, también las poseerá, pero de modo mediato, por recibirlas a través de un intermediario, que es su alma. Comoconsecuenciacada alma tiene su cuerpo propio, porque, por su individualidad substancial, en la que interviene su cuerpo –en cuanto que también por su esencia substancial, el alma está ordenado a él–, cada alma espiritual es proporcionada solamente a su cuerpo. Cada alma y cada cuerpo humanos se corresponden entre sí, porque la esencia substancial individual del espíritu humano está de tal modo constituida que sólo se corresponde y adapta al cuerpo concreto y singular al que informa. 238. ––¿Si cada alma se corresponde a su cuerpo, y hay cuerpos masculinos y femeninos, se puede inferir que también hay almas masculinas y almas femeninas? ––Según la doctrina de Santo Tomás de la unión del alma y del cuerpo, parece que hay almas masculinas y almas femeninas, porque cada alma humana posee una consonancia con su cuerpo, por la que se distingue de las demás, y los cuerpos humanos son de varón y de mujer. Sin embargo, los cuerpos sexuados no son la causa eficiente de la masculinidad y de la feminidad de los seres humano. El cuerpo sólo interviene ocasionalmente en la creación por Dios de almas masculinas y almas femeninas, que se adecuen a uno u otro cuerpo. Al explicar «el valor y dignidad de la persona humana», el filósofo tomista Carlos Cardona escribía que: «la naturaleza humana incluye un componente material, corporal: el cuerpo. Eso nos introduce en el tiempo, en el devenir histórico: en parte, como los seres no espirituales. Y es aquí donde aparece propiamente la “sexualidad”». Sobre ella, explicaba: «esta sexualidad que en los animales sin alma espiritual, es simplemente medio escogido por Dios para la “reproducción” de la especie y su permanencia en el tiempo, en los hombres –compuestos de alma y cuerpo, de materia y espíritu– adquiere una dimensión que trasciende el tiempo, una dimensión de eternidad». Lo confirma que: «la “reproducción” en el hombre es “procreación”: es decir, algo que se pone a favor de su creación (que es privilegio divino: crear, dar el ser). De ahí que la diferencia “machohembra” animal quede transfigurada en diferencia “varón-mujer”, personas sexualmente diferenciadas con vistas sobre todo a la creación de nuevas personas humanas (y anotemos de paso que ésta es la dignidad del matrimonio y el profundo sentido de la “paternidad-maternidad responsable”: nada menos que la responsabilidad de dar hijos a Dios)». Esta misión del hombre: «explica la diferencia anatómica y fisiológica que hay entre el varón y la mujer. Pero la componente espiritual de la persona humana eleva esa diferencia a lo espiritual, implicando determinadas cualidades anímicas en el varón y en la mujer diversas para ser complementarias. De este modo resulta que sobre la participación del ser divino personal, que ya es la persona como tal, se añade ahora una participación diversificada en el varón y en la mujer, diversificada para complementarse, esencialmente para constituir familia, lugardonde la persona

humana ha de venir almundo, según el querer de Dios, y donde puede madurar como persona, desarrollarse, alcanzar su plenitud personal: educarse»[10]. No se sigue de ello queel alma masculina y el alma femenina sean dos especies de alma humana, sino dos modos de estar la misma esencia del alma en la realidad. La esencia especifica de las almas humanas masculinas y femeninas es la misma. Sólo podría ser distinta por una diversa diferencia específica, masculina o femenina, pero entonces se tendría que dar en sus facultades propias, el entendimiento y la voluntad libre y ello no es posible. No son posibles las diferencias específicas en las facultades propias del alma humana, porque las facultades propias del alma son independientes del cuerpo, y no pueden diferenciarse por la masculinidad y feminidad del alma, que se corresponde al cuerpo. La masculinidad y feminidad no son diferencias específicas. No son diferencias de dos especies, sino dos modos de una misma especie, que expresan diferencias de individualidad, con las que se realiza dicha especie. Advertía Cardona sobre estas diferencias, «cualidades, repartidas por Dios entre uno y otro sexo», que: «han de ser reconocidas, como tales, como vestigios, más aún, como imagen y semejanza de Dios. Es imagen de Dios la virilidad o masculinidad y lo es igualmente –de manera diversa– la feminidad (nuestra principal semejanza con Dios, no proviene de ser varón o mujer, sino de ser persona: sujeto de conocimiento y de amor). Y también en que la diferente manera de serlo, en el varón y en la mujer, es también algo que procede de Dios: participación diversa para ser complementaria»[11]. 239. ––Por último, el Aquinate declara que: «hay muchos que se adhieren a la opinión expuesta»[12], también afirmada por Averroes, que, además del entendimiento posible, consideraba que el entendimiento agente era igualmente eterno, inmortal, separado y común a todos los hombres por ser ambos propios de la especie[13]. Se refiere, por ello, a los denominados averroístas latinos, con quien polemizó en obras posteriores, principalmente en Sobre la unidad del entendimiento contra los averroístas[14]. Como estos autores –añade– defienden esta doctrina: «creyendo que es de Aristóteles, debemos demostrar con sus propias palabras que él no opinó que el entendimiento agente sea una substancia separada»[15]. ¿Cuáles son los pasajes de Aristóteles que cita? ––Comienza Santo Tomás con el siguiente pasaje de Aristóteles: «Así como en toda naturaleza hay algo que es como la materia en cualquier género y está en potencia respecto a lo que pertenece a dicho género, y, además, hay también como una causa eficiente que hace todo lo relativo al género, en proporción semejante a la que hay entre el arte y su materia, también, pues, es necesario que estas diferencias se encuentren en el alma». Sigue el texto: «y del mismo modo» (es decir, lo que es como la materia en el alma) es el entendimiento posible, en el que se hacen todos los inteligibles. Y el otro (es decir, lo que es como la causa eficiente en el alma) es el entendimiento que hace todo (es decir los inteligibles en acto; o sea, el entendimiento agente) que es como un hábito (y no como una potencia)»[16]. Sobre esta última afirmación, advierte Santo Tomás seguidamente: «En que sentido dijo “hábito”, lo explica al añadir que es “como la luz: a la manera como la luz hace de los colores en potencia colores en acto”, a saber, en cuanto les da visibilidad actual; y esta función respecto de los inteligibles se atribuye al entendimiento agente». Las imágenes de las cosas materiales obtenidas por los sentidos son adecuadas para ser entendidas, son así inteligibles en potencia. Por sí mismas, no pueden ser actualmente inteligibles, ya que son materiales. Al igual que las cosas materiales no son visibles en acto, y requieren la luz que actualice su visibilidad en potencia, las imágenes sensibles necesitan otra substancia que las actualice. Dado que las imágenes , inteligibles potencialmente, se entienden, es preciso admitir una función activa en el entendimiento que haga los inteligibles en acto, con la

abstracción de sus condiciones materiales, que impiden su inteligibilidad, virtud, que es como una iluminación. Por esta actividad, al entendimiento se le denomina entendimiento agente. «De esto se deduce claramente que el entendimiento agente no es una substancia separada, sino propiamente algo del alma; porque dice expresamente Aristóteles, en el texto citado, que el entendimiento posible y el agente son “diferencias del alma” y que “están en el alma”. Ninguna de estas cosas es substancia separada». Interpretación de esta explicación aristotélica, que se puede confirmar del modo siguiente: «En toda naturaleza, dotada de potencia y acto, hay un elemento que es como la materia y está en potencia para todo lo que pertenece a su respectivo género, y hay otro elemento que es como el agente, que conduce la potencia al acto, así como en las cosas artificiales hay arte y materia». Tesis que se puede aplicar al entendimiento, porque: «El alma intelectiva es una naturaleza dotada de potencia y acto, pues unas veces es inteligente en acto y otras en potencia. Luego en la naturaleza del alma intelectiva hay algo que es como la materia y está en potencia para todos los inteligibles, y se llama “entendimiento posible” y hay algo, que es como la causa eficiente, que hace todo en acto, y se llama “entendimiento agente”. Luego ambos entendimientos están, según la demostración de Aristóteles, en la naturaleza del alma, y en cuanto a su ser no son algo separado del cuerpo, cuyo acto es el alma»[17]. 240. ––También indica el Aquinate que: «Tal vez pudiera parecerle a alguno inadmisible que una misma substancia a saber, la de nuestra alma, esté en potencia para todo lo inteligible, cosa perteneciente al entendimiento posible, y que convierta lo inteligible en acto que es propio del entendimiento agente, pues nadie obra cuando está en potencia, sino cuando está en acto. Esto parece excluir la posibilidad de una coexistencia del entendimiento posible en una substancia del alma». ¿Cómo resuelve el Aquinate esta dificultad? ––Asegura Santo Tomás que: «si uno considera esto rectamente no encontrará dificultad ni inconveniente. Pues nada impide que esto respecto a aquello esté, en cierto sentido, en potencia, y en otro sentido, en acto; por ejemplo, en las cosas de la naturaleza vemos que el aire es húmedo en acto y seco en potencia, y la tierra viceversa. Esta es la comparación que hay entre el alma intelectiva y las imágenes, porque el alma intelectiva posee unas veces en acto lo que la imagen tiene en potencia, y otras está en potencia con respecto a lo que en la imagen se encuentra en acto». Se dan los dos casos, porque: «La substancia del alma humana posee la inmaterialidad, y, como consta por lo ya dicho (c. 68), por eso tiene naturaleza intelectual, pues toda substancia inmaterial es intelectual»[18]. El espíritu es una substancia inmaterial, o una mera forma subsistente o con ser propio, que por su inmaterialidad es capaz de entender. «La inmunidad de la materia es la razón esencial de la intelectualidad»[19], tal como afirmó Santo Tomás en una obra posterior. «Sin embargo, esto no le basta para que se asimile a esta o a aquella cosa determinada, requisito necesario para que nuestra alma conozca esta o aquella cosa determinada, porque todo conocimiento es el resultado de la asimilación de lo conocido por el cognoscente».El conocimiento requiere la asimilación, la semejanza o equiparación, por ello, como afirmará también en otra obra: «la asimilación es la causa del conocimiento»[20]. El entendimiento humano es intelectual en potencia, pero también es potencia la inteligibilidad de las esencias materiales y singulares. Como explica Santo Tomás en esta respuesta: «El alma intelectiva permanece en potencia respecto a determinadas semejanzas de las cosas cognoscibles, que son las naturalezas de las cosas sensibles. Y estas determinadas naturalezas

de las cosas sensibles son las que en realidad nos presentan las imágenes. Sin embargo, carecen todavía de inteligibilidad, porque son semejanzas de las cosas sensibles según sus condiciones materiales, es decir, las propiedades individuales, y están aún en los órganos materiales. No son, pues, inteligibles en acto». Aunque las imágenes de las cosas sensibles tengan sólo la potencia de la inteligibilidad, poseen algo en acto, la semejanza de las cosas que representan. De manera que: «tienen la inteligibilidad en potencia, pero una determinada semejanza de las cosas en acto». En el entendimiento, la intelectualidad está en potencia, porque tiene: «la potencia para recibir las semejanzas determinadas de las cosas sensibles, y es el entendimiento posible». También hay un acto; «porque en él hay una virtud activa respecto de las imágenes, que los hace inteligibles en acto, y se llama “entendimiento agente”». La imágenes sensibles son inteligibles en potencia y son semejantes a las cosas que representan en acto. El entendimiento es intelectual en potencia, por su entendimiento posible, y está en acto, en otro sentido, en cuanto entendimiento agente, que hace por su acción abstracta sobre las imágenes, inteligibles en acto a las imágenes 241. ––Existe una similitud entre la posesión simultánea de potencia y acto en el entendimiento y en las imágenes sensibles. ¿Cuál es la diferencia entre estas relaciones de potencia y acto? ––Santo Tomás nota que: «hay una diferencia entre lo que se encuentra en el alma y lo que se encuentra en los agentes naturales. Porque en ellos, uno está en potencia para algo, tal como esto se encuentra en acto en el otro; así, la materia del aire está en potencia para recibir la forma del agua tal como en el agua se encuentra dicha forma. Y, por esto, los cuerpos naturales, que tienen materia común, en el mismo orden obran y padecen, respectivamente». En las cosas sensibles, se está en potencia con respecto a lo que está en acto y además del mismo modo que se encuentran en este último. En cambio: «el alma intelectiva no está en potencia para recibir las semejanzas de las cosas que hay en las imágenes, tal como están allí, sino en cuanto tales semejanzas adquieren una forma superior, es decir, cuando son abstraídas de las condiciones individuantes materiales, por lo que se hacen inteligibles en acto». En las imágenes sensibles la semejanza en acto de las cosas materiales, es, como en éstas, concreta y singular. En cambio, en el entendimiento está en acto de modo abstracto y universal. El entendimiento agente al iluminar o actualizar lo inteligible potencial en las imágenes sensibles, las abstrae de la materia, que individualiza, y lo convierte así en abstracto y universal. La semejanza queda así igualmente en el estado abstracto y universal. «Y, por esto la acción del entendimiento agente en la imagen precede a la recepción del entendimiento posible. Y así la primacía de la acción no se atribuye a las imágenes, sino al entendimiento agente. Por eso dice Aristóteles que es con respecto al posible “lo que la técnica a la materia” (Sobre el alma, III, 5)». El entendimiento humano no es totalmente pasivo. Tiene una doble actividad. La propia del entendimiento posible en el acto de entender, que consiste en concebir la palabra mental o concepto, que es manifestativo y declarativo lo que las cosas son, también de manera abstracta y universal. Otra anterior, la del entendimiento agente, que permite esta actualización del entendimiento posible y su actividad locutiva o generativa intelectiva. «Tendríamos un ejemplo absolutamente semejante de esto si el ojo, a la vez que es diáfano y susceptivo del color, tuviera tal cantidad de luz que pudiese hacer los colores visibles en acto». El entendimiento posible es comparable con la materia prima con respecto a las formas por su carácter potencial respecto a las formas inteligibles. Había escrito años antes Santo Tomás: «el

entendimiento posible se relaciona con las formas inteligibles como la materia prima, que tiene el último grado en el ser sensible (…) y por esto Aristóteles la compara a una tabla rasa, en la cual nada hay escrito (Sobre el alma, III, c. 4)»[21]. Sin embargo, en el mismo entendimiento hay una virtud o poder innato o natural de cuya actividad es el entendimiento agente. Este acto del entendimiento es como una luz, o energía luminosa e iluminadora. Es una: «luz inteligible que nos es connatural». Por esta «luz de nuestra alma (…) Aristóteles compara al entendimiento agente a la luz» Es patente su existencia y actividad. «La ve quien considere la necesidad de contar con el entendimiento agente. Porque el alma aparece en potencia respecto de los inteligibles, como el sentido respecto de los sensibles; y así como no sentimos siempre, tampoco entendemos siempre». Además de esta prueba para mostrar la necesidad de luz intelectual, que ilumine o actualice a los inteligibles, porque no son innatos, Santo Tomás aporta esta segunda: «De los inteligibles que entiende el alma intelectiva humana, dijo Platón que eran inteligibles en sí mismos, es decir “ideas”; y no era necesario contar con el entendimiento agente para los inteligibles. Mas, si esto fuera verdadero, sería necesario que cuanto más inteligibles son algunas cosas, más las entendiéramos. Y esto es falso, pues resulta que lo más próximo al sentido es para nosotros lo más inteligible, cuando considerado en sí, es realmente menos inteligible». Este fue el motivo, por el que: «Aristóteles decidióse a establecer que lo inteligible para nosotros no es por sí mismo inteligible, sino que nace de las cosas sensibles. Por esto fue necesario que pusiera una potencia o facultad para hacer esto. Y es el entendimiento agente. Luego el entendimiento agente está para hacer los inteligibles proporcionados a nosotros»[22]. Eudaldo Forment

[1]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 71. [2]Ibíd., II, c. 72. [3]Ibíd., II, c. 73. [4]Ibíd., II, c. 74. [5]ÍDEM, Suma teológica, I, q. 79, a. 6, in c. [6]ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 76 [7]Ibíd., II, c. 75. [8]Ibíd., II, c. 76. [9]Ibíd., c. 75. [10] Carlos Cardona, Acerca de la mujer y de la dignidad, en «Servicio de Documentación Montalegre» (Barcelona), 237 (1989), pp. 1-10, p. 4. [11]Ibíd., p. 4-5. «Sólo la pérdida del sentido de lo espiritual (y, por tanto, de Dios y del alma) ha podido llevar a esa extraña problemática de confrontación de nuestros días (reproduciendo, de otra manera, la confrontación pagana, ignorante de Dios y del espíritu). Y al no advertir el origen

de esta nueva enemistad (consiguiente a la enemistad entre los hombres y Dios), intentan resolverla por la vía de la “igualación”» (Ibíd., p. 5). [12]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 78. [13]Cf. E. Forment, Historia de la filosofía medieval, Madrid, Palabra, 2004, pp. 169 y ss. [14] Cf. ÍDEM, Santo Tomás de Aquino. Su vida, su obra y su época, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 209, pp. 485 y ss. [15]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 78. [16]Aristóteles, Sobre el alma, III, c. 5, 430ª. [17]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 78. [18] Ibíd., II, c. 77. [19] ÍDEM, Cuestión disputada sobre las criaturas espirituales, q. un, a. 1, ad 12. [20]ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 1, a. 1, in c. [21] ÍDEM, El ente y la esencia, c. 4, n. 37. [22] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 77

XXIII. Inmortalidad del alma espiritual humana 242. ––La «metaantropología» –tal como denomina Abelardo Lobato a la doctrina del hombre del Aquinate[1]– prueba la existencia y naturaleza de una unión de lo espiritual, de un ente substancial, subsistente o con un ser propio como toda substancia, con una parte substancial incompleta, como es la materia. Además, que el espíritu humano es el alma de la materia o forma del cuerpo, y, que ello constituye la unidad del compuesto, La misma naturaleza del espíritu humano requiere informar al cuerpo. La unión substancial o en el único ser del alma y del cuerpo del hombre, que se sigue de este peculiar hilemorfismo explica porqué los dos constitutivos del hombre estén referidos mutuamente. El alma espiritual lo es de un cuerpo y el cuerpo material lo es de un espíritu. El uno es para el otro en la unidad del compuesto humano. Por separado, ni el cuerpo ni el alma constituyen al hombre. El cadáver no es el hombre, ni el alma separada tampoco. ¿El alma humana por necesitar del cuerpo es una «substancia incompleta»? ––Se podría afirmar que el alma humana es una «substancia incompleta», en cuanto que para la intelección, que es completamente inmaterial, necesita las sensaciones, los actos de los órganos corporales, y, por tanto, el cuerpo. Sin embargo, sólo lo es una «substancia incompleta» en este sentido, en cuanto a su actos. Sólo es una «substancia incompleta» en esta acepción. El alma espiritual por sí misma ya es una substancia, puesto que posee un ser propio. En cuanto substancia, está completa. Por poseer una esencia substancial y un ser propio y proporcionado a ella, no es una «substancia incompleta». El alma humana en sí misma no es una «substancia incompleta», aunque también por sí misma sea forma del cuerpo y constituir la única substancia hombre. La substancia espiritual humana sólo necesita unirse substancialmente al cuerpo para realizar sus operaciones propias, entender y querer, no para constituirse en substancia. El alma racional humana es una substancia que está

esencial e intrínsecamente completa. No obstante, desde la única substancia, que es el hombre, puede decirse que –por ser una parte o constitutivo de la substancia hombre, que requiere la otra parte–, es incompleta, y también, que es substancia, porque ya lo es, aunque –por la unión substancial o unión en el ser– constituye a la substancia hombre. Confirma esta tesis el queel alma humana, en cuanto espíritu, sea superior a su función de informar al cuerpo. Se advierte su superioridad, porque sobrepasa o supera, como espíritu, a toda forma que pueda vivificar o informar a lo corpóreo. El alma humana, forma del cuerpo, al que le proporciona, por ello, todas las determinaciones físicas y vitales, de la vida vegetativa y sensitiva, sobrepasa por el entendimiento y la voluntad –facultades no sólo inmateriales, sino también espirituales–, a cualquier otro tipo de forma corpórea. Las determinaciones de entender y querer, que se dan con el cuerpo, permiten superarlo, porque no lo son del cuerpo como las demás. Tampoco lo son del alma en cuanto forma del cuerpo, sino que rebasan o superan lo corpóreo, porque son propias del alma exclusivamente como espíritu. La superación de informar al cuerpo ocurre sólo en el alma humana, porque es la única que tiene un ser propio, que la convierte en una substancia, sin que la materia sea uno de sus constitutivos, y, por ello, puede obrar con actividades propias. En cambio, las almas que no son humanas no realizan ninguna por sí mismas. Las sensitivas o animales y las vegetativas, propias de las plantas, no son subsistentes, ni, por ello, substancias, ni, tampoco, por tanto, espíritus, no pueden tener ninguna actividad propia. Todas sus acciones son del compuesto substancial al que pertenecen, que es el que tiene un ser propio, y sus constitutivos lo tienen por medio del compuesto al que pertenecen y constituyen, pero no de una manera inmediata como el alma humana. La relación del alma humana con su cuerpo, por ello, en distinta de la que guardan las otras almas con la materia corpórea. El alma espiritual humana se relaciona con el cuerpo humano para poder entender y querer libremente, y, por ello, además de estas operaciones propias, realiza también en el cuerpo las de las almas sensitivas y vegetativas, e incluso las de las meras formas, las de los seres inertes. 243. ––Una importante consecuencia de su «metaantropología», que obtiene el Aquinate, es que puede considerarse cada espíritu humano como parte de un espíritu único, como había hecho la filosofía musulmana medieval. Prueba de múltiples maneras que no es posible nunca la reducción de todos los espíritus humanos a una unidad espiritual. ¿Se puede inferir otra consecuencia capital? ––Una segunda consecuencia también muy importante, y que requiere la aceptación de la primera es la inmortalidad de cada alma humana. Sin embargo, advierte que: «Parece que podría probarse con algunas razones que las almas humanas no pueden permanecer al desaparecer los cuerpos». Santo Tomás reúne y rebate a cinco de ellas. La primera es la siguiente: «Si las almas humanas se multiplican al multiplicarse los cuerpos, como se demostró (c. 75), destruidos los cuerpos, las almas no podrían permanecer multiplicadas. Luego hay que optar por uno de estos dos extremos: o que el alma deja de ser totalmente o que sólo queda un alma. Esto está en conformidad con la opinión de quienes suponen que sólo es incorruptible lo que es uno en todos los nombres, ya sea esto el entendimiento agente solamente, como dice Alejandro de Afrodisia; o en entendimiento agente y el posible, como dice Averroes (cc. 73, 76)»[2]. En ambas opciones queda imposibilitada la inmortalidad individual del alma humana. En su refutación, recuerda Santo Tomás que el ser, que causa la existencia de los entes, en el hombre, es del alma espiritual individual y no del compuesto como en los demás entes

constituidos de materia y forma o de materia y alma, como es la forma de los vegetales y animales. Escribe: «Las cosas que están necesariamente adaptadas y proporcionadas entre sí reciben simultáneamente la unidad o la multiplicación, cada cual de su correspondiente causa. Por consiguiente, si el ser de una depende de la otra, la unidad o multiplicidad dependerá de ello, de lo contrario, de una causa extrínseca. Así pues, la forma y la materia es preciso que estén proporcionadas entre sí y como naturalmente adaptadas, porque el propio acto es hecho en su propia materia». El acto de ser lo reciben a la vez la forma y la materia. «De donde es preciso que siempre la materia y la forma simultáneamente la unidad y la multiplicidad. Luego, si el ser de la forma depende de la materia su multiplicación dependerá de la misma materia, y también su unidad». La causa será tanto la forma como la materia. En cambio: «Si no depende, entonces sin duda será necesario multiplicar la forma según la multiplicación de la materia, esto es, simultáneamente con la materia y proporcionalmente a la materia, pero no de modo que la unidad o multiplicación de la forma dependa de la materia». La forma al unirse a la materia estará ya individualizada, aunque para unirse a una materia, que será así una mera causa ocasional. La unidad y la multiplicidad de la forma sólo dependerán así de la materia en cuanto a su principio y en este sentido. Como: «se demostró el alma humana es una forma según su ser, y ello no depende de la materia. De eso se sigue que, si bien las almas se multiplican en realidad según que se multiplican los cuerpos, sin embargo, la multiplicación de los cuerpos no es causa de la multiplicidad de las almas. Y, por tanto, no es necesario que, destruidos los cuerpos, cese la pluralidad de alma»[3]. 244. ––¿Cuál es el segundo argumento contra la afirmación de la inmortalidad del alma humana? ¿Cómo es refutado por el Aquinate? ––El siguiente argumento está basado en el carácter especificados de las formas. Los entes que tienen idéntica forma pertenecen a la misma especie. De manera que si cambia algún constitutivo de la forma se está en una especie distinta. Se expone en el mismo, por ello, que: «La razón formal es causa de la diversidad específica. Pero, si permanecen muchas almas después de corromperse los cuerpos, tendrán que ser diversas, pues así como es igual lo que es uno según la substancia, así también son diversos los que son muchos según la substancia. En las almas que permanecieren después del cuerpo no puede haber otra diversidad que la formal, porque no están compuestas de materia y forma, como se probó al hablar de la substancia intelectual (cc. 50, 51). Luego concluyese que son diversas según la especie». Si las almas humanas o substancias espirituales, que son únicamente formas, son distintas unas de otras, cada una será una especie diferente de las demás. Aparece entonces el siguiente problema: «Las almas no cambian de especie por la corrupción del cuerpo, porque todo lo que pasa de una especie a otras se corrompe. De esto, pues, se deduce que antes de separarse del cuerpo ya eran diversas específicamente, porque los compuestos reciben la especie de su forma. Luego las almas individuales eran diversas específicamente. Esto es un inconveniente. Por tanto, es imposible que las almas humanas permanezcan multiplicadas después de abandonar los cuerpos»[4]. Lo contrario, supondría que cada individuo humano es una especie y, que, por tanto, no habría una especie humana, ni, por tanto, una naturaleza específica en cada hombre. En la correspondiente respuesta, precisa Santo Tomás: «No es cualquier diversidad de formas la que da origen a la diversidad según la especie, sino sólo aquella que es según los principios formales o según una diversa razón formal; consta, por ejemplo, que una es la esencia de la forma de este fuego y otra la de aquel, y, sin embargo, según la especie son el mismo fuego y la

misma forma». Los fuegos individualmente son distintos pero pertenecen a la única especie de fuego, porque su diversidad es por la diferente materia en la que se da el fuego. Algo semejante ocurre con las almas humanas. «La multitud de almas separadas de los cuerpos es diversa según la diversidad substancial de las formas, porque una es la substancia de esta alma y otra la de aquella, y, sin embargo, tal diversidad no procede de las diversidades de los principios esenciales del alma ni de su diversa razón formal, sino que obedece a la diversidad de adaptación de las almas a los cuerpos; porque esta alma está adaptada a este cuerpo, y la otra a aquel, y aquella al otro, y así todas las demás». Al ser creada recibir así su propio ser el alma espiritual humana queda proporcionada a su propio cuerpo. Al igual que su propio ser, que la continua convirtiendo en sustancia, ahora como un forma con su ser, persiste la ordenación a su cuerpo cuando el alma se separa del cuerpo. «Y está clase de adaptaciones permanecen en las almas al desaparecer los cuerpos, como también permanecen sus propias substancias, porque son independientes de los cuerpos en cuanto al ser». Aunque la correspondencia del alma con su cuerpo guardan un orden o relación de consonancia al mismo, en cuanto a su existencia solo depende de la forma, a la que pertenece como su modo de individualidad. Puede así concluirse que: «Las almas son formas substanciales de los cuerpos; de lo contrario, uniríanse sólo accidentalmente al cuerpo, y así del alma y el cuerpo no resultaría una unión substancial, sino sólo accidental. En cuanto que son formas, deben de estar proporcionadas a los cuerpos. De donde se ve que tales diversas proporciones permanecen en las almas separadas y, en consecuencia, permanece la pluralidad»[5]. 245. ––¿El tercer argumento también utiliza una tesis de la doctrina del hombre, después refutada o corregida por el Aquinate? ––La argumentación se basa ahora en el problema de la eternidad del mundo tratado en la cuestión del modo de la creación. Santo Tomás la formula así: «Parece ser totalmente imposible, según los que suponen que el mundo es eterno, suponer que las almas humanas permanezcan multiplicadas después de la muerte del cuerpo. Porque, si el mundo es eterno, también lo es el movimiento. Luego la generación es eterna. Y si la generación es eterna, antes que nosotros murieron infinitos hombres. Luego si las almas de los muertos permanecen multiplicadas, será necesario decir que actualmente hay infinitas almas de hombres que ya murieron. Esto es inadmisible, porque el infinito en acto no se da en la naturaleza. Luego en conclusión, si el mundo es eterno, las almas no pueden permanecer multiplicadas después de la muerte»[6]. Explica Santo Tomás que ante el problema insoluble de la temporalidad del mundo: «suponiendo algunos que el mundo era eterno, cayeron en diversas opiniones extraviadas». Su diversidad muestra que no siguen necesariamente de la opción filosófica sobre la eternidad del mundo creado por Dios. Expone a continuación cuatro de estas inferencias: «Algunos acatando totalmente la conclusión, dijeron que las almas humanas mueren con los cuerpos. Otros dijeron que de todas las almas permanece algo separado, que es común a todos: el entendimiento agente, según algunos, o éste y el posible, según otros. Otros supusieron que las almas permanecían en su pluralidad después de abandonar los cuerpos, pero, para no verse obligados a admitir las almas en número infinito, dijeron que éstas se unirían a diversos cuerpos después de un tiempo determinado. Esta fue la opinión de los platónicos (c. 83)». Por último: «Otros, para evitar todo lo anterior, dijeron que no hay inconveniente para que existan actualmente infinitas almas separadas, porque el ser infinito en acto, en aquellos que no guardan

orden entre sí, es ser infinito accidentalmente; y no tuvieron inconveniente en admitirlo. Esta opinión es de Avicena y de Algacel» Precisa seguidamente que: «No podemos saber expresamente que opinión tuvo Aristóteles acerca de esto, aunque admitió expresamente la eternidad del mundo. Sin embargo, la última de las opiniones expuestas está de acuerdo con su principios, pues en el libro III de la Física (c. 5) y en el libro I Del cielo (c. 6, 7) prueba únicamente que el infinito en acto no se da en los cuerpos naturales, pero nada dice con relación a las substancias inmateriales». Parece, por tanto, que debe excluirse de Aristóteles una interpretación impersonal de la inmortalidad del alma. Santo Tomás no refuta estas cuatro deducciones de la hipotética tesis filosófica de la eternidad del mundo, porque considera que no es posible desde el ámbito de la filosofía rechazar su fundamento, al igual que tampoco se puede hacer con su contrario, que es la hipótesis de la temporalidad del mundo, mantenida por otros. Sin embargo: «esto no crea ciertamente ninguna dificultad a quienes, negando la eternidad del mundo, profesan la fe católica»[7], que enseña que el mundo fue creado en el tiempo. Se sigue de ello que, por esta vía, no se puede obtener ninguna conclusión filosófica. 246. ––¿De qué tipo es el siguiente argumento para probar que el alma humana es corruptible al igual que su cuerpo? ––El cuarto argumento de los expuestos por Santo Tomás es de orden físico. Su inicio y desarrollo es como sigue: «Lo que le adviene al ser y de él se separa, prescindiendo de su corrupción, le adviene accidentalmente; ésta es la definición de accidente. Luego, si el alma no se corrompe con la separación del cuerpo, se derivaría que su unión con el cuerpo es accidental, compuesto de alma y cuerpo. Y se derivaría también que no hay tal especie humana, porque con uniones accidentales no puede formarse una especie; hombre blanco no es una especie»[8]. La refutación que le hace Santo Tomás es que la incorrupción o inmortalidad del alma no implica que su unión con el cuerpo no sea substancial o en el ser. De modo que: «No es necesario que, si el alma permaneciera después de la destrucción del cuerpo, tuviera que estar unida a él accidentalmente, como se dice en el cuarto argumento». La razón es porque: «El accidente se define: «lo que puede estar o no en el sujeto compuesto de materia y forma, prescindiendo de su composición». Si esto se refiere a los principios del sujeto compuesto, no es verdadero, porque consta que la materia prima es ingénita e incorruptible, como dice Aristóteles en el libro I de la Física. (c. 9), Por lo tanto, al desaparecer la forma, permanece en su esencia. Y, sin embargo, su unión con la forma no era accidental, sino esencial, pues ambas estaban unidas en un solo ser. De esta manera se une el alma al cuerpo, como ya se demostró (c. 68)». El que el alma, separada de su materia, conserve el ser, que antes poseía el compuesto, confirma que: «estaba unida substancialmente a él, y no accidentalmente. Si la materia prima no permanece en acto después de la desaparición de su forma, de no ser actuada por otra forma, y el alma humana, no obstante, permanece en su propio acto, esto obedece a que el alma humana es forma y acto, mientras que la materia prima es un ente potencial»[9]. El alma espiritual tiene su ser propio, que le permitió unirse substancialmente, o en este ser, con la materia, y después, al separarse de la misma, la conservación de su entidad substancial y su existencia. 247. ––Los anteriores argumentos utilizan principios de distintas partes de la filosofía. No se ha aplicado ninguno de la dedicada al estudio del obrar. ¿Se encuentra alguna tesis de la filosofía de la acción en el siguiente argumento?

––En el quinto y último argumento contra la inmortalidad del alma, tal como lo expone Santo Tomás, se parte del siguiente principio de la metafísica del obrar: «Es imposible que haya una substancia que carezca de operación»[10]. La substancia tiene un ser propio. Por su acto de ser obra, porque «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo»[11]. Puede decirse que: «La perfección –y, propiamente, la perfección de ser– es naturalmente expansiva. El acto es esencialmente generoso»[12]. Es propio del alma obrar por su entendimiento y su voluntad. Sin embargo: «todas las operaciones del alma terminan con el cuerpo». Ocurre en todas las funciones del alma. En las que realiza y pertenecen al «alma nutritiva», porque «sus potencias obran mediante cualidades corpóreas e instrumento corpóreo y en el cuerpo». Igualmente: «Las operaciones de todas las potencias que pertenecen al alma sensitiva se realizan también mediante órganos corporales». Lo mismo se puede afirmar del alma intelectiva, porque: «El entender, aunque no es una operación ejercida mediante un órgano corpóreo, tiene por objeto las imágenes, que están relacionados con el entender como lo colores lo están con la vista; de donde así como la vista no puede ejercerse sin el color, así también el alma intelectiva no puede entender sin imágenes. Además: «El alma necesita también para entender de algunas potencias que preparen las imágenes que preparen las imágenes para que sean inteligibles en acto, a saber, la potencia cogitativa y la memorativa». Necesita de los sentidos internos de la cogitativa, que capta relaciones por comparación entre singulares, y la memoria, que permite el reconocimiento de imágenes ya conocidas. Las dos: «son actos de algunos órganos corporales, por los que obran». Por consiguiente: «no pueden permanecer después de desaparecido el cuerpo». Por eso dice Aristóteles que «nunca entiende el alma sin imagen» (Sobre el alma, III, 7) y que «nada entiende sin el entendimiento pasivo» (Ibíd., III, 5), que así llama a la cogitativa, la cual es corruptible. Por eso dice que: «el entender del hombre se corrompe cuando hay corrupción interior» (Sobre el alma, I, c. 4), es decir de la imagen y del entendimiento pasivo. Y en el libro III de Sobre el alma dice que después de la muerte»no nos recordaremos». (c. 5) de lo que sabíamos en vida» Se puede así concluir que: «sí es evidente que después de la muerte no permanece ninguna operación del alma, ni tampoco su substancia, porque ninguna substancia puede estar sin su operación»[13]. Para resolver esta dificultad, Santo Tomás nota que: «Al decir que ninguna operación puede permanecer en el alma si está separada del cuerpo, es falso, pues permanecen todas las operaciones que no se ejercitan mediante los órganos. Estas son el entender y el querer. Pero no permanecen las que se ejecutan por órganos corpóreos, como son las operaciones de las potencias nutritivas y sensitivas». Las operaciones propias del alma espiritual son totalmente inmateriales, Únicamente necesitan lo corpóreo para poder actuar, pero la actuación de su operación es completamente inmaterial e independiente del cuerpo. El alma humana puede sobrevivir a su cuerpo y continuar obrando. La objeción, por consiguiente, no tiene objeto. No obstante, aunque el alma separada entenderá y querrá no podrá obrar de la misma manera. De tal suerte que: «El alma no entiende del mismo modo cuando está separada del cuerpo que cuando está unida, así como es de otro modo, pues cada cosa obra según lo que es». El ser que posee es el mismo, pero el alma es de otro modo. «Sin duda, el ser del alma humana mientras está unida al cuerpo no depende en absoluto del mismo, sin embargo, cuando ambos están unidos, el cuerpo sírvele de guarnición y recipiente. De ahí que su propia operación, que es el entender, aunque no depende del cuerpo, pues prescinde de órgano corpóreo, tiene, no obstante, su objeto en el cuerpo, o sea, la imagen».

De ahí que sea cierto que: «mientras el alma está en el cuerpo no puede entender sin imagen, como tampoco recordar si no es por las potencias cogitativa y memorativa, en las cuales se preparan las imágenes, como se ha dicho. Y por eso esta manera de entender y la similar de recordar, destruido el cuerpo, desaparecen». Pero el ser del alma separada es sólo de ella y sin el cuerpo. De donde tampoco su operación, que es el entender, será completada al atender a los objetos existentes en los órganos corpóreos, que son las imágenes; sino que entenderá por sí misma a la manera de las substancias que en su ser son absolutamente separadas de los cuerpo». El alma separada no podrá entender como cuando estaba unida al cuerpo, sino que entenderá al modo de los ángeles. Incluso añade Santo Tomás: «de éstas, pues son superiores, podrá recibir con abundancia cierta influencia para conocer más perfectamente». 248. ––Según esta respuesta del Aquinate, si el conocimiento de las almas separadas es parecido al de los ángeles y hasta recibe su influencia. ¿Su conocimiento es superior del que podía adquirir cuando informaba a su cuerpo? ––En este mismo lugar, Santo Tomás indica que del conocimiento angélico, del que participa el alma separada, «hablará más adelante (c.96)». De momento para mostrar su superioridad da dos ejemplos tomados de la vida del alma unida al cuerpo. El primero: «se ve en los jóvenes, pues el alma cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto: por esto, la virtud de la templanza, que distrae al alma de las delectaciones corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»[14]. Con más detenimiento, escribirá, años después, que: «La perfección de la operación intelectual del hombre está en la abstracción de las imágenes sensibles, y así el entendimiento humano, cuanto más libre estuviere de tales imágenes tanto podrá considerar lo inteligible y ordenar todo lo sensible; pues, como dijo Anaxágoras, es menester que el entendimiento esté separado y no mezclado, para imperar en todo». Añade que los vicios corporales de la gula y la lujuria: «son los más vehementes entre todos los corporales, pues, por ellos, la intención del hombre se adhiere fuertemente a lo corporal, y, en consecuencia se debilita su operación intelectual». En cambio, con la virtud de la templanza, que incluye las virtudes sobre la nutrición y la generación: «lo disponen altamente para la perfección de la operación intelectual. Así se lee en la Escritura: «A estos jóvenes», que vivían la templanza, «les dio Dios la ciencia y la disciplina en todo libro y sabiduría» (Dan 1, 17)»[15]. El segundo ejemplo se refiere lo que a veces ocurre en sueños. «Los hombres al dormir, no usando de los sentidos, si no están impedidos por perturbación alguna a causa de los líquidos básicos de su organismo, perciben, bajo la influencia de agentes superiores, ciertas cosas futuras que exceden el alcance de la razón humana». Ocurre en el éxtasis profético, porque en la que la iluminación profética o «de aquellas cosas que están lejos del conocimiento humano, porque de suyo no son cognoscibles»[16] se realiza con «el alejamiento de los sentidos corporales» e incluso muchas veces con la enajenación o suspensión total de los sentidos, para que sus imágenes no alteren la acciones sobrenaturales divinas. Suelen darse, estas visiones, durante el sueño, porque: «la enajenación de los sentidos no se verifica en los profetas con desorden de la naturaleza, como en los posesos o furiosos, sino por una causa ordenada, natural, como en el sueño»[17]. Concluye Santo Tomás que: «esto no sucede sin razón. Porque, como el alma humana está situada en el confín de los cuerpos y de las substancias incorpóreas y de las substancias incorpóreas, como existentes en el horizonte de la eternidad y del tiempo, apartándose de lo

ínfimo se acerca a lo supremo. Por esto, cuando está totalmente separada del cuerpo, se asemejará perfectamente a las substancias separadas en el modo de entender y recibirá su influencia con abundancia»[18]. Como ya había indicado al definir la naturaleza del espíritu humano[19], se puede caracterizar con la expresión neoplatónica «horizonte y confín de lo corpóreo e incorpóreo»[20]. Ahora, advierte que el alejarse de lo inferior, y asís acercarse a lo superior, el alma espiritual del hombre puede adquirir un mayor entendimiento. Con ello, también indirectamente se destaca la importancia de la virtud de la templanza. 249. ––Al final de aclaración a su respuesta a la quinta razón para mostrar que el alma no es inmortal, concluye el Aquinate: «Así, pues, aunque nuestro entender en el presente estado de vida, corrompido el cuerpo, se corrompa, no obstante, será reemplazado por otro más alto modo de entender». No será necesario el sentido interno corporal de la cogitativa para entender . ¿Muestra también que no importará la carencia del sentido de la memoria, cuya necesidad también se utiliza en la argumentación de la objeción? ––Para responder a este componente del quinto argumento Santo Tomás tiene en cuenta que existe además de una memoria sensible una memoria intelectual, como ya había dicho en un capítulo anterior[21]. Así, ciertamente: «como el recordar es un acto ejecutado por un órgano corpóreo, como lo prueba Aristóteles en Sobre la memoria y la reminiscencia (c. 1)., no podrá perdurar en el alma tras la desaparición del cuerpo». Desaparecerá la memoria sensible». Sin embargo, perdurará la memoria en el sentido intelectual. «Aquello que uno conoció antes; y este conocimiento de lo que en vida conoció necesariamente ha de estar en el alma separada, porque las especies inteligibles se reciben en el entendimiento posible indeleblemente, como ya se dijo (c. 74)». De manera parecida: «Acerca de las otras operaciones del alma, como amar, gozar y otras semejantes, hay que precaverse de una posible equivocación. Pues unas veces se toman como pasiones del alma, y entonces son actos del apetito sensitivo, concupiscible o irascible, acompañados de un cambio corporal. De esta manera no pueden permanecer en el alma después de la muerte (…) otras veces se toman como simples actos de la voluntad, carentes de pasiones» En consecuencia:«Como la voluntad es una potencia que prescinde de órgano, igual que el entendimiento, es indudable, pues, que tales cosas, como son actos de la voluntad permanecerán en el alma separada»[22]. Eudaldo Forment

[1]Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, Editorial San Esteban, Edibesa, Salamanca, Madrid, 1997, p.84. [2] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 80. [3] Ibíd., II, c. 81. [4] Ibíd., II, c. 80. [5] Ibíd., II, c. 81.

[6] Ibíd., II, c. 80. [7] Ibíd., II, c. 81. [8] Ibíd., II, c. 80. [9] Ibíd., II, c. 81. [10] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 80. [11] IDEM, Cuestiones disputadas. Sobre la patencia de Dios, q. 2, a. 1, in c. [12] Ignacio Guiu, Ser y obrar, Barcelona, Promociones Publicaciones Universitarias, 1991, p. 89. [13] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 80. [14] IDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 81. [15] IDEM, Suma teológica, II-II, q. 15, a. 3, in c. [16] Ibíd., II-II, q. 171, a. 3, in c. [17] Ibíd-, II-II, q. 173, a. 3, in c. [18] IDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 81. [19] Ibíd., II, c. 68. [20] Liber de causis, prop. 2 [21] Cf, Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 74. [22] Ibíd., Suma contra los gentiles, II, c. 81.

XXIV. Demostración de la inmortalidad del alma humana 250. ––Por afectar a su destino o a su propio fin, para cada hombre el problema filosófico de la inmortalidad del alma, que afecta también a la religión, es uno de los más importantes. De acuerdo con el sentir natural humano, el Aquinate afirma la inmortalidad personal de cada alma espiritual. Además de refutar, en la Suma contra los gentiles, las doctrinas que lo niegan, ¿prueba también directamente la supervivencia e inmortalidad de las almas humanas? ––Dedica Santo Tomás todo el capítulo 79 del segundo libro de esta obra a demostrar la incorruptibilidad e inmortalidad del alma humana. Da varios argumentos de orden metafísico y moral. El primero por presentarlo como consecuencia de su doctrina sobre su naturaleza, podría decirse que presenta la inmortalidad como algo natural. Su breve formulación es la siguiente: «Se probó anteriormente que toda substancia intelectual es incorruptible (c. 55). El alma humana es una substancia intelectual, como se dijo (c. 56 y ss.). Luego el alma humana debe ser incorruptible». El alma espiritual humana no puede morir, porque, por tener un ser propio, su existencia no depende del cuerpo. Con la muerte del hombre, el alma abandona el cuerpo.La unión del cuerpo y el alma termina, cuando el cuerpo humano ya no es apto para recibir el ser que le comunica el alma. Entonces muere el hombre.

Con la muerte del hombre, el alma continúa existiendo, porque conserva el ser del compuesto humano, ya que es su propio ser, el que aportaba el alma en el hombre corporal y espiritual, y con ello su propia existencia, efecto del ser. Por consiguiente, el hombre es mortal, pero el alma humana es inmortal. 251. –– ¿Cuáles son las otras pruebas de la inmortalidad del alma? ¿Tienen el mismo grado de certeza que la anterior? ––La demostración de mayor certeza es la anterior por ser metafísica y por ser una consecuencia de la doctrina del ser aplicada al ente humano. En cambio, la siguiente, también metafísica, depende también de otras doctrinas metafísicas y morales, y, con ello, su evidencia no es tan inmediata. Se presenta del siguiente modo: «Ninguna cosa se corrompe por su perfección, porque los tránsitos a la perfección y a la corrupción son contrarios entre sí. La perfección del alma humana consiste precisamente en cierta abstracción del cuerpo. Pues el alma se perfecciona con la ciencia y la virtud», porque son el bien de sus dos facultades inmateriales: el entendimiento y la voluntad. Por ello: «Según la ciencia, tanto más se perfecciona cuanto más inmateriales son las cosas que considera. Según la virtud, la perfección del hombre consiste en no seguir las pasiones del cuerpo y en templarlas y dominarlas en conformidad con la razón» La perfección del alma en este sentido está en su alejamiento de lo material «Luego la corrupción del alma no consiste en su separación del cuerpo». Se podría objetar a este argumento que ciertamente: «la perfección del alma consiste en su separación del cuerpo en cuanto al obrar», pero podría haber: «corrupción en su separación en cuanto al ser». Habría que decir que, por su actividad, el alma tendría que ser inmortal, pero en su ser o realidad no queda probado que no sea mortal. A la objeción, responde Santo Tomás que: « No se objeta debidamente, porque la operación demuestra la substancia y el ser de quien obra, pues cada cual obra según que es ente, y la operación propia de una cosa se sigue de su propia naturaleza». El obrar sigue al ente o la cosa y el modo de obrar es según el modo del ente o como es la cosa, expresado por su esencia o naturaleza. «Luego no se perfecciona la operación de una cosa sin perfeccionarse al mismo tiempo su substancia. Si el alma se perfecciona en cuanto al obrar, abandonando al cuerpo, su substancia incorpórea no dejará de ser porque se separe del cuerpo», incluso, puede decirse que, en este sentido, quedara perfeccionada, Otro argumento parecido, pero que se centra en la perfección de la facultad intelectiva, lo expone a continuación: «Lo que perfecciona propiamente al hombre en cuando al alma, es algo incorruptible. La operación propia del hombre, en cuanto hombre, es el entender, y por ella se diferencia de los brutos, de las plantas y de los entes inanimados. El entender versa precisamente sobre lo universal y lo incorruptible, en cuanto tales, y las perfecciones deben estar proporcionadas a sus perfectibles. Luego el alma humana es incorruptible»[1]. En una terminología actual, podría decirse que la invariabilidad o inalterabilidad del objeto del entendimiento debe corresponderse con la de su sujeto. 252. ––En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, se indica que Aristóteles había dicho que: «el entendimiento parece ser una substancia, y no se corrompe»[2]. ¿Utiliza el Aquinate en el mismo argumentos basados en la naturaleza del entendimiento? ––En este lugar, hay cuatro pruebas para demostrar la inmortalidad del alma, basadas en la metafísica del conocimiento. En la primera argumenta Santo Tomás: «Lo que es recibido en otro se ajusta al modo de ser de este recipiente. Las formas de las cosas se reciben en el entendimiento posible como inteligibles en acto. Y son inteligibles en acto porque son

inmateriales, universales y, en consecuencia, incorruptibles. Luego el entendimiento posible es incorruptible». Si lo inteligible es inmaterial, porque la inmaterialidad, sea universal o singular, implica su inteligibilidad, el intelectual, o el que capaz de entender, tendrá que ser también inmaterial y, por ello, será incorruptible. El segundo argumento presupone que, según la metafísica del conocimiento, el entendimiento posible está en potencia con respecto a las formas inteligibles inmateriales, que podrá conocer. Lo está de manera parecida a como la materia prima está en potencia con respecto a las formas, que la determinarán. Además, por otra parte, es patente que : «el ser inteligible es más perdurable que el ser sensible». .Por todo ello, se puede así razonar: «Si, pues lo que en las cosas sensibles hace las veces de primer recipiente es incorruptible, según su substancia, a saber la materia prima, con mayor razón lo será el entendimiento posible, que es el recipiente de las formas inteligibles. Luego el alma humana, de la que es parte el entendimiento posible, es incorruptible». En el tercer y último argumento, en lugar del entendimiento posible, Santo Tomás se sirve de la doctrina del entendimiento agente. Lo inicia con una cita: «Dice también Aristóteles: «El que hace es más noble que lo hecho» (Sobre el alma, III, c. 5)». Añade que: «según lo que ya ha expuesto, el entendimiento agente hace los inteligibles en acto, como consta por lo dicho (c. 76). Puesto que los inteligibles en acto, en cuanto tales, son incorruptibles, con mayor razón será incorruptible el entendimiento agente. Luego también lo es el alma humana, cuya luz es el entendimiento agente, como consta por lo dicho (c. 78)», porque lo que hace incorruptible es igualmente incorruptible en sí mismo. 253. ––Además de las dos demostraciones metafísicas y de las tres de metafísica del conocimiento para probar la inmortalidad del alma del hombre ¿refiere el Aquinate otras? Después de las cinco pruebas metafísicas, da otras dos que se podrían encuadrar en la Física, otra parte de la Filosofía, pero menos abstracta que la metafísica. La primera es como sigue: «Ninguna forma se corrompe si no es o por la acción de su contrario, o por la corrupción de su sujeto, o por defecto de su causa». Son ejemplos de estos tres motivos de la corrupción o descomposición: « por la acción de algo contrario, como el calor desaparece con el frío; por la corrupción de su sujeto, como destruido el ojo, desaparece la potencia visual; por defecto de su causa, como cuando el aire pierde la luminosidad al desaparecer el sol». Estas tres posibilidades no pueden darse en el constitutivo espiritual del hombre, porque: «el alma humana no puede corromperse por la acción de su contrario, porque no lo tiene, pues por el entendimiento posible es a la vez conocedora y receptiva de todos los contrarios; ni por la corrupción de su sujeto, pues ya queda dicho que el alma humana es una forma que no depende del cuerpo en cuanto al ser; y tampoco por la corrupción de su causa, pues no puede tener otra causa que la eterna, como se demostrará después. Luego de ninguna manera puede corromperse el alma humana». La segunda demostración física versa sobre la debilitación o falta de vigor de los constitutivos de un compuesto. Comienza con la utilización la distinción entre debilitación accidental y esencial. «Si el alma humana se corrompe por la corrupción corporal, entonces en su ser deberá debilitarse cuando el cuerpo se debilita». Sin embargo: «si alguna potencia del alma se debilita a consecuencia de la debilidad del cuerpo, lo es sólo accidentalmente, a saber, porque dicha potencia necesita de órgano corpóreo; como la vista, que se debilita accidentalmente por debilidad de su órgano». No puede ser una debilitación esencial, porque: «si a la potencia le afectara esencialmente tal debilidad nunca se recobraría aunque se restaurase el órgano». En cambio: «vemos, que,

cuantas veces se debilita la vista, si se repara el órgano inmediatamente se recobra. Por eso dice Aristóteles que: «si el viejo recibiera el ojo del joven, vería en realidad como un joven» (Sobre el alma, I, c. 4)». Sin embargo, según lo establecido sobre las facultades espirituales: «el entendimiento es una potencia del alma que no precisa de órgano, como ya se demostró». Por ello: «no se debilita ni esencial ni accidentalmente, ni por vejez o cualquier otra debilidad corporal». No obstante, debe notarse que: «si el entendimiento no se siente afectado al obrar por la fatiga o por otro impedimento ocasionado por enfermedad corporal, esto no le sucede por propia debilidad, sino por la debilidad de aquellas potencias de que se sirve el entendimiento, tales como la imaginación, la memoria y la cogitativa». El entendimiento, al igual que la voluntad, sólo depende de las facultades sensibles de manera extrínseca e instrumental y en este sentido le afecta su eficacia. «Es evidente, pues, que el entendimiento es incorruptible. Por consiguiente, también lo es el alma humana, pues es una substancia intelectual». 254. ––¿Cuáles son las demostraciones morales de la inmortalidad del alma? ––En este capítulo de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás aporta este breve argumento: «Es imposible que un deseo natural sea en vano. El hombre naturalmente desea permanecer perpetuamente. Prueba de ello es que tener ser es lo apetecido por todos; pero el hombre, gracias al entendimiento, apetece tener ser no sólo como presente, cual los animales brutos, sino en absoluto. Luego, el hombre alcanza la perpetuidad por el alma, mediante la cual aprehende el ser absoluto y perdurablemente»[3] El grado de certeza del argumento está en la premisa mayor: los deseos naturales no son inútiles o infundados. Es innegable que en todo hombre se encuentra la tendencia a la inmortalidad y que le resulta intolerable el desaparecer después de la muerte. Este deseo, por su carácter universal y constante en todas las culturas, debe considerarse natural y no cultural o aprendido; y todo lo natural tiene un sentido o finalidad. También el afán natural de inmortalidad del hombrele sirve aSanto Tomás para confirmar que, en cambio, las almas no espirituales de los animales no son inmortales. En uno de los capítulos siguientes, escribe: «En cualquier cosa capacitada para alcanzar cierta perfección se encuentra el apetito natural de dicha perfección, pues «el bien es lo que todos apetecen» (Aristóteles, Ética, I, c. 1), pero en este sentido: que: «cada cual apetece su propio bien» (Ibíd., VIII, 2). En los irracionales no existe apetito alguno al ser perpetuo, salvo el de la perpetuidad de la especie dado que se encuentra en ellos el apetito procreador que perpetua la especie; y no sólo en ellos, sino incluso en las plantas y en los entes inanimados, aunque en estos últimos sin la característica de apetito animal, tal que el apetito deriva de la aprehensión»[4]. Sin aprehensión o conocimiento, aunque sea únicamente sensible, no hay deseos o apetitos. Sin embargo: «como el alma sensitiva sólo aprehende lo concreto y presente es imposible que apetezca el ser perpetuo, ni siquiera con apetito animal. Luego el alma del irracional no es capaz del ser perpetuo» y, por tanto, no puede ser inmortal. 255. ––¿Ofrece el Aquinate más demostraciones de la mortalidad del alma animal? ––En el mismo capítulo, en el que se encuentra la prueba anterior, hay otros dos metafísicos. El primero se basa en la naturaleza no substancial del alma animal, y que, por ello, carece de ser propio, ni puede así obrar independientemente de la otra parte substancial, el cuerpo, al que informa y con el que comparte el ser de la substancia resultante

Argumenta Santo Tomás: «Como ya se declaró ninguna operación de la parte sensitiva puede realizarse sin el cuerpo (cc. 66, 67). En las almas de los irracionales no puede hallarse operación alguna superior a las operaciones de la parte sensitiva, porque ni entienden ni razonan. Lo evidencia el hecho de que todos los animales de una misma especie obras del mismo modo, como movidos por la naturaleza y sin valerse de artificios: toda golondrina hace un nido igual y toda araña, igual tela. Luego ninguna operación del alma de los irracionales puede realizarse sin el cuerpo. Y como toda substancia tiene su propia operación, el alma del irracional no podrá estar sin el cuerpo. Luego, pereciendo el cuerpo, también perece ella». En el segundo argumento, que puede considerarse de metafísica del conocimiento, se explica: «Toda forma separada de la materia es entendida en acto; pues de este modo hace el entendimiento agente las especies inteligibles en acto, es decir, cuando las abstrae de la materia, como consta por lo dicho (c. 77). Si pues el alma del irracional permanece, corrompido el cuerpo, será una forma separada de la materia. Y, en consecuencia, una forma entendida en acto. Y como «en los entes separados de la materia el inteligente y lo entendido son una misma cosa» (Aristóteles, Sobre el alma, III, c. 4), por consiguiente, el alma del irracional, si después del cuerpo permanece, será intelectual, y esto es inadmisible»[5]. Toda forma sin materia es inteligible. Suponer que la forma o alma de los animales sobrevive implicaría que fuera entonces una substancia, que, por inmaterial e inteligible, sería también intelectual o capaz de entender. Se llegaría así al absurdo que adquiría entonces la intelectualidad, de la que carecía antes. 256. ––¿Debe pensarse que los animales, especialmente los de compañía, que de algún modo se han adaptado al hombre o «humanizado», en este sentido, desparecen totalmente al morir? ––Si desde la razón o la filosofía no es posible admitir la inmortalidad del alma de los animales, tampoco desde la teología. Explica Santo Tomás que, por ello, también: «La doctrina de la fe católica está en conformidad con esta sentencia. Dícese del alma del animal, en la Escritura: «Su alma está en la sangre» (Lv 17, 14), como si dijera «su ser depende de la permanencia de la sangre». Y en el libro De los dogmas eclesiásticos(Genadio, De eclesiaticis dogmatibus, liber unus, 16, 17), se lee: «Decimos que solamente el hombre tiene alma substancial», o sea, que vive por sí, más « las almas de los irracionales perecen con sus cuerpos»[6]. El pensador irlandés Clive Staples Lewis ofreció hace unos años una respuesta a esta cuestión, que pretende ser fiel a la razón filosófica y a la fe cristiana. En su obra alegórica El gran divorcio, una especie de Divina comedia, el guía del protagonista en su viaje el cielo, ante la procesión que preside una dama, le explica que en la tierra tal era su bondad, que cualquiera que: «se topara con ella se convertía en hijo suyo» y «aquellos que eran acogidos bajo su maternidad regresaban queriendo mucho más»[7]y, por tanto, mejores. Además de los espíritus de las personas que le acompañaban, estaban también los «fantasmas» de sus animales –gatos, perros, pájaros y caballos–. El guía celestial explica su existencia después de la muerte de estos animales de la dama con esta razón: «Cualquier bestia, cualquier pájaro que se acerque a ella tiene un lugar en su amor. A su lado llegan a ser ellos mismos. La abundancia de vida que ella tiene en Cristo, recibida del Padre, rebosa y los inunda (…) ocurre igual que cuando arrojamos una piedra a un estanque: que las olas concéntricas se expanden más y más. ¿Quién sabe dónde terminarán? La humanidad redimida es joven todavía, apenas ha alcanzado toda su fortaleza. Pero ya, incluso, hay suficiente gozo en el dedo meñique de un gran santo, como lo es aquella mujer, para despertar todas las cosas del universo que están muertas y llevarlas a la vida»[8]. 257. ––Podría parecer que la inmortalidad del alma humana, después de abandonar su cuerpo. suponga también una existencia anterior a su unión a él. Habría una inmortalidad en el futuro,

pero también habría existido una inmortalidad en el pasado. Como explica el Aquinate: «porque vemos que son las mismas cosas que comienzan y acaban, puede alguien pensar que, como el alma humana no deja de ser, no tuvo comienzo sino que ha sido siempre»[9]. ¿Cuáles son las razones que se pueden dar para probar esta consideración sobre la preexistencia de las almas humanas? ––Santo Tomás reseña cuatro razones. La primera, de orden metafísico, es este razonamiento: «Lo que nunca deja de ser tiene poder para ser siempre. Y lo que tiene capacidad para ser siempre, nunca será verdad decir que no es, porque su duración es tan amplia como su capacidad de ser. Más de lo que comienza a ser es cierto decir que alguna vez no es. Luego lo que nunca dejará de ser ninguna vez comenzará a ser»[10]. Esta argumentación queda deshecha, porque, arguye Santo Tomás: «aunque se debe conceder que el alma tiene poder para ser siempre; sin embargo, ha de tenerse en cuenta que el poder y potencia de una cosa no se extiende a lo que fue, sino a lo que es o será; de donde se sigue que la posibilidad no se da en cuanto a lo pasado. Por lo tanto, del hecho de que el alma tenga el poder de ser siempre, no se puede concluir que siempre tuvo el ser, sino más bien que será siempre». Además, añade la siguiente observación que refuerza la respuesta: «Del poder no se sigue aquello a lo cual se ordena el mismo, a no ser que sea puesto el poder». Hay que distinguir entre el poder y el «despertar» del poder. «De manera que, aunque el alma tenga el poder de ser siempre, no podemos por ello concluir que el alma exista siempre, sino después de haber tomado el poder para ello. Si, pues, se acepta que desde siempre tuvo tal poder, se afirmará lo que hay que probar, a saber, que fue desde siempre»[11]. 258. ––¿Cuál es la segunda razón que, según el Aquinate, se aduce para defender que las almas humanas preexistieron a los cuerpos? ––Está basada en la tesis metafísica de la eternidad de la verdad. Santo Tomás lo expone de este modo: «La verdad de los inteligibles del mismo modo que no puede corromperse, así también de por sí, es eterna. Por tanto, es necesaria. Se explica porque todo lo que es necesario es eterno, ya que lo que es necesario que tenga que ser, es imposible que no sea. Además, mediante la incorruptibilidad de la verdad inteligible se manifiesta que el alma es incorruptible en su ser. Por igual razón de la eternidad de lo incorruptible se puede probar la eternidad del alma»[12]. Si la eternidad de la verdad, que entiende la facultad intelectiva, puede probar la inmortalidad de su sujeto, tal como se hace en varias demostraciones de la inmortalidad del alma humana, igualmente implicará su preexistencia, para que sea así también eterna. Escribe Santo Tomás, sobre esta razón «referente a la eternidad de la verdad, que el alma entiende», que: «hay que tener en cuenta que la eternidad de la verdad entendida puede interpretarse de dos modos: uno, en cuanto a lo que se entiende; otro, en cuanto a aquello por lo cual se entiende. Y si realmente la verdad entendida es eterna en cuanto a lo que se entiende, síguese la eternidad de lo entendido, más no la de quien entiende». Se distingue, por tanto, el sujeto que entiende la verdad y el objeto entendido, lo verdadero. La eternidad de este último, de la misma verdad, no implica la del primero, el que la conoce o entiende. En cambio: «si la verdad entendida es eterna en cuanto a aquello por lo que es entendida, síguese que el alma inteligente es eterna». Si la verdad fuese eterna por haber recibido la eternidad al ser entendida, entonces el sujeto del entender sería eterno. Como no se da este última posibilidad, porque no es el sujeto el que hace eterna a la verdad, debe afirmarse que: «la verdad entendida no es eterna, sino de la primera; pues por lo expuesto queda claro que las especies inteligibles, por las que nuestra alma entiende la verdad, tienen su

origen en las imágenes y nos vienen por medio del entendimiento agente (c. 76). De ahí que no pueda concluirse que el alma es eterna, sino más bien que las verdades entendidas se fundan en algo eterno, pues se apoyan en la Verdad primera como en la causa universal que contiene toda verdad»[13]. El entendimiento agente, o el poder activo, connatural al espíritu humano, permite entender lo inteligible, que es eterno, porque se funda en las verdades eternas, que están en el entendimiento divino y se identifican con su esencia. Afirmará después Santo Tomás que: «Si ningún entendimiento fuese eterno, ninguna verdad sería eterna, y puesto que sólo el entendimiento divino es eterno, sólo en él tiene eternidad la verdad. Y, sin embargo, no se sigue que cosa alguna, más que Dios, sea eterna, porque la verdad del entendimiento divino es el mismo Dios»[14]. No obstante, de está argumentación sobre la imposibilidad de la eternidad del espíritu, no se sigue que el alma no sea inmortal, o que sea eterna en cuanto a su futuro. «El alma se relaciona con esta eternidad, no como el sujeto a la forma, sino más bien como una cosa que se ordena a su fin; pues la verdad es el bien del entendimiento y su propio fin. (…) lo que está ordenado a un fin eterno debe ser capaz de durar siempre. De donde se sigue que por la eternidad de la verdad inteligible se puede probar la inmortalidad del alma, pero no su eternidad»[15]. En este mismo capítulo, recuerda Santo Tomás que: «Los que dicen que las almas humanas son inmortales conforme a una cierta unidad procedente de cierta unidad común a todos los hombres, que permanece después de la muerte, afirmaron que esta unidad permanente fue desde siempre y que es, o solamente el entendimiento agente, como afirmó Alejandro de Afrodisia, o que, además del agente, es también el entendimiento posible, como enseñó Averroes. Esto mismo parecen significar también las palabras de Aristóteles, pues hablando él mismo del entendimiento, dice que es no solamente incorruptible, sino también «perpetuo» (Sobre el alma, III, c. 5)»[16]. Sin embargo, Santo Tomás no admite esta interpretación del texto aristotélico, favorable a la eternidad del alma humana, porque dice en el capítulo siguiente: «No se encuentra en Aristóteles la afirmación de que el entendimiento humano sea «eterno», afirmación que él suele hacer refiriéndose a las cosas que en su opinión tuvieron el ser siempre. Sin embargo, dice que el mismo entendimiento es «perpetuo», y esto, en realidad, se puede afirmar de lo que será siempre, aunque no haya sido siempre»[17]. Aristóteles defendería con ello no la eternidad, sino la inmortalidad del alma 259. ––¿Qué se dice en siguiente razón que se da para probar la eternidad del alma? ¿Cómo lo refuta el Aquinate? ––Tal como lo presenta San Tomás, se argumenta: «No es perfecto aquello que carece de muchas de sus partes principales. Por otra parte, es evidente, que son las substancias intelectuales las partes más importantes del universo, en cuyo género, como se probó antes, están las almas humanas. Por lo tanto, si cada día empiezan a ser tantas almas cuantos son los hombres que nacen, es evidente que cada día se añaden al universo muchas partes principales, faltándole todavía muchas. Luego hay que concluir que el universo es imperfecto. Y esto es inadmisible»[18]. Por esta razón, las almas espirituales han tenido que ser creadas antes de estar en un cuerpo material en un tiempo temporal. Respecto a este argumento, que intenta probar un tesis de la antropología platónica, observa Santo Tomás para rebatirlo: «lo que se arguye contra la perfección del universo no tiene ilación necesaria. En efecto, la perfección del universo se considera en orden a las especies y no en cuanto a los individuos; porque continuamente se añaden al universo muchos individuos de especies preexistentes. Ahora bien, las almas humanas no se diversifican por la especie, sino por el número, como se probó (c. 81). Luego, aunque sean creadas nuevas almas, esto no se

opone a la perfección del universo»[19]. La refutación, al igual que el argumento al que está referida, se mueve en el orden de la perfección esencial, porque las diferencias individuales, que están fuera del orden de la inteligibilidad y, por ello, de las especies o esencias, son igualmente una perfección, aunque, como explicará en otros lugares individual, única e irrepetible. 260. ––¿Cómo es la última razón que reproduce el Aquinate? ––Es parecida a la anterior, pero de tipo teológico, porque termina así su exposición de los argumentos sobre la preexistencia de las almas humanas: «Algunos argumentan también con la autoridad de la Sagrada Escritura. Se dice en ella que «Dios completó su obra en el séptimo día y descanso de todo lo que hiciera» (Gn, 2, 2). Pero esto no sería verdad si Dios hiciese cada día nuevas almas. En consecuencia, no reciben el ser actualmente nuevas almas humanas, sino que lo tuvieron ya desde el principio del mundo»[20]. La refutación es igualmente similar a la precedente, de ahí que, después de ella añada: «Por esto mismo se hace clara la solución de lo que se arguye en cuarto lugar. En el mismo pasaje de la Escritura se dice que: «Dios terminó su obra» y que «descansó de cuanto hiciera» (Gn 2, 2), luego. así como el término o perfección de las criaturas debe considerarse en orden a las especies y no en orden a los individuos, así también hay que entender el descanso de Dios en el sentido de que no crea nuevas especies y no en orden a los individuos, así también hay que entender el descanso de Dios en el sentido de que no crea nuevas especies; pero no quiere decir que no cree nuevos individuos semejantes a los anteriores en la especie». Desde esta interpretación del versículo del Génesis, puede concluir Santo Tomás: «Como todas las almas humanas son de la misma especie, así también son de la misma especie todos los hombres; de modo que no se opone a dicho descanso si Dios crea todos los días nuevas almas»[21]. En definitiva, todas estas cuatro razones no prueban que el alma humana preexista a su unión corpórea. El alma humana tiene un ser propio, que es el que confiere la existencia, Además, como se ha explicado, por su relación esencial al cuerpo –que requiere necesariamente para realizar sus operaciones espirituales–, el alma recibe el ser en el momento que se une al mismo. No existe antes de su unión al cuerpo de ningún modo, porque recibe su ser propio, que la convierte en substancia, –le hace tener entidad y le hace existir, o estar presente en la realidad– , al unirse al cuerpo. Desde que el alma espiritual existe es la forma de su cuerpo y cuando, por la muerte, se separa del cuerpo, porque éste ya no es un sujeto apta para ella. no quedan afectados el ser y la existencia. 261. –– Sin el cuerpo, no obstante, el alma queda afectada de algún modo, porque sus operaciones propias, el entendimiento y la voluntad, que ya no pueden ejecutarse con la colaboración del cuerpo, y si lo hacen debe ser por una directa intervención divina. Si el alma humana queda afectada al perder el cuerpo ¿puede decirse que ello supone la muerte del alma? ––No puede sostenerse ni que el alma ha existido siempre, ni tampoco que dejará de existir, que muere. No se puede atribuir la muerte al alma. La disgregación de los constitutivos corporales del hombre, que llevan a la pérdida de lo que le da la unidad, el alma espiritual, conducen a su separación del cuerpo, pero no a su muerte. Sin embargo, es sentida por el hombre como una limitación de la misma alma, pero está, con la conservación de su naturaleza íntegra, y, por tanto, con su interioridad, gracias a sus facultades propias, el entendimiento y la voluntad libre. El alma humana no muere, se separa del cuerpo. El alma humana es inmortal. En cambio, se puede afirmar que la muerte del hombre es natural. La muerte, al igual que el sufrimiento corporal, son consecuencias naturales de la constitución del cuerpo. Los elementos contrarios entre sí del cuerpo, unidos por el alma, de manera natural están inclinados a la

separación, tal como ocurre cuando falta el alma, que da su unidad. Sin ella, el cuerpo se descompone, se disgregan sus elementos, y ya no hay un hombre, sino un cadáver. La muerte no guarda relación alguna con el alma humana. Incluso, si el alma, substancia espiritual inmortal, pudiese, haría que el cuerpo –al que une a sí misma, unifica y le da, además, el ser y la existencia– participara de su inmortalidad y no se descompusiese al cabo de un tiempo. Estas funciones del alma humana de unir el cuerpo a sí misma, unificarlo y darle el ser y el existir son naturales y esenciales. Por ello, el alma humana siempre conserva, cuando está separado de él, su unibilidad al cuerpo. Esta tendencia de cada alma a su propio cuerpo hace imposible la transmigración de las almas, que las almas puedan pasar de un cuerpo a otro, y, por tanto, tampoco la reencarnación, el volver a nacer después de la muerte. No es posible, porque, la unión a su propio cuerpo no le conviene al alma de modo accidental, sino esencial. No puede unirse a un cuerpo, si no es el suyo. Una importante consecuencia de la unibilidad del alma a su cuerpo es que muestra la conveniencia, aunque sea indemostrable, del misterio de la resurrección de la carne, que no sólo no repugna a la razón, sino que es idónea a la naturaleza del alma y sus funciones esenciales en el cuerpo. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 79. [2] Aristóteles, Sobre el alma, I, c. 4. [3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 79. [4] Ibíd., c. 82. [5] Ibíd. [6] Ibíd. [7] C. S. Lewis, El gran divorcio. Un sueño, Madrid, Rialp, 1997, p. 130. [8] Ibíd., p. 131. [9] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 83.. [10] Santo Tomás, Suma contra gentiles, II, c. 83. [11] Ibíd., II, c. 84. [12] Ibíd., II, c. 83. [13] Ibíd., II, c. 84. [14] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 16, a. 7. in c. [15] Santo Tomás, Suma contra gentiles, II, c. 84. [16] Ibíd., II, c. 83. [17] Ibíd., II, c. 84.

[18] Ibíd., II, c. 83. [19] Ibíd., II, c. 84. [20] Ibíd., II, c. 83. [21] Ibíd., II, c. 84.

XXV. Momento de la animación humana 262. ––Después de las demostraciones de la inmortalidad del alma humana y de las refutaciones de los argumentos de la doctrina sobre la preexistencia de las almas, el Aquinate aún añade algunos capítulos a los muchos que ha destinado al espíritu que está unido al cuerpo. ¿Cuáles son los temas que trata en estos últimos capítulos dedicados al ser humano? ––Termina la exposición de lo que podría denominarse el tratado sobre el hombre de la Suma contra los gentiles, con la explicación de dos consecuencias, que se siguen de su doctrina. La primera es que no puede admitirse ningún tipo de panteísmo o identificación de Dios con lo creado, porque: «De lo dicho se ve también claramente que el alma no es de la substancia divina». Argumenta, en primer lugar: «Quedó ya demostrado que es eterna la substancia divina (I, c. 15) y que en ella no hay nada que empiece ahora a ser. Por el contrario, las almas humanas no fueron antes que el cuerpo, como se ha dicho (II, c. 83 ss.). Luego el alma no puede ser de la substancia divina». También, que: «Como la substancia divina es absolutamente indivisible (I, c. 18), no puede el alma ser de esa substancia, a no ser que sea toda la substancia divina. Pero es imposible que la substancia divina sea más que una, como ya está probado (I, c. 42). De donde se seguiría que el alma más que una en cuanto al entendimiento. Y esto ya hemos visto que no puede ser (II, c. 73 ss.). Luego el alma no es parte de la substancia divina». 263. ––¿Cuáles son las razones que se han dado para afirmar este panteísmo del espíritu humano ya refutado? ––Sostiene Santo Tomás que son diversas, porque: «esta opinión procede de una triple fuente». La primera, porque: «algunos afirmaron que no hay ninguna substancia incorpórea». Como además: «afirmaban ser Dios el más noble de todos los cuerpos, diciendo que este cuerpo o sería aire, o fuego, o cualquier otro principio; y decían, además, que el alma era de la naturaleza de este cuerpo, pues todos atribuían al alma lo que establecían como principio, como lo explica Aristóteles (Sobre el alma, I, c.2). De esto se seguía que el alma era de la substancia divina»[1]. Después atribuir este panteísmo materialista a los presocráticos, y, como precisará ––en otra obra, al comentar el texto aristotélico citado––, principalmente a Empédocles[2], indica que también eran panteístas, respecto al espíritu del hombre, y materialistas, a pesar de las apariencias espiritualistas, las antiguas corrientes gnósticas. Sobre la mas representativa de ellas, el maniqueísmo, combatido por San Agustín, indica que: «De esta raíz brotó la doctrina de los maniqueos, que imaginaron a Dios como una cierta luz corpórea extendida por los espacios infinitos, considerando al alma como una determinada partícula de esa luz». Afirma seguidamente Santo Tomás que: «Esta doctrina es falsa, no sólo porque se probó antes que Dios no es cuerpo (I, c. 20), sino también porque se demostró que el alma humana no es cuerpo (II, cc. 49, 65), como no lo es ninguna substancia intelectual».

Igualmente se puede encontrar un segundo origen de la doctrina panteísta, porque, como se ha dicho: «otros afirmaron que el entendimiento de todos los hombres no es sino uno, o sólo el entendimiento agente, o el agente y el posible a la vez (c. 73). Y como los antiguos afirmaban que Dios era cierta substancia separada, se debía concluir que nuestra alma, esto es, el entendimiento, con el que entendemos, es de naturaleza divina». Advierte asimismo que, además: «algunos autores cristianos de nuestro tiempo, manteniendo la sentencia del entendimiento agente separado, han dicho expresamente que el entendimiento agente es Dios». No argumenta aquí sobre esta segunda posición, porque nota que:«Esta teoría de la unidad de nuestro entendimiento fue ya anteriormente refutada (c. 76)». Por último, en tercer lugar: «Pudo esta opinión haber nacido de la semejanza de nuestra alma con Dios. En efecto, el entender, que estimamos pertenece en sumo grado a Dios, vemos que no conviene a ninguna substancia del mundo inferior más que al hombre en razón del alma. De donde pudo parecer que el alma pertenece a la naturaleza divina. Sobre todo entre los hombres para los cuales era cierto que el alma humana es inmortal». Además, añade: «A esto parece ayudar también el Génesis, cuando, después de decir: «Hágase el hombre a nuestro imagen y semejanza», añade: «Formó Dios al hombre del barro de la tierra e inspiró en su rostro el aliento de la vida» (Gen 2, 7), Algunos han querido también sacar de esto que el alma humana es de naturaleza divina. Pues el que inspira en el rostro de otro comunícale su mismo espíritu; y así la Escritura parece indicar que algo divino comunica Dios al hombre al darle la vida». Sin embargo, ello no es un apoyo para el panteísmo, porque: «la semejanza indicada no prueba que el hombre sea algo de la substancia divina, porque el entender del hombre está afectado por muchos defectos que no pueden atribuirse a Dios. De donde se deduce que esta semejanza indica más una imagen imperfecta que una consubstancial». Nota asimismo que: «esto lo indica también la Escritura cuando dice que el hombre fue creado «a imagen» de Dios. De aquí resulta que el soplo mencionado demuestra que el modo de comunicar Dios la vida al hombre implica cierta semejanza del hombre con Dios, pero no una unidad substancial. Por esta razón: «el soplo de vida en el rostro» se dice «insuflado»; porque, como en esta parte del cuerpo, están situados muchos de los órganos de los sentidos, en el mismo rostro se manifiesta más claramente la vida. En este sentido, pues, se dice que Dios sopló en el rostro del hombre el aliento, porque dio al hombre el espíritu de vida sin hacerle por eso de su misma substancia; también el que sopla corporalmente en el rostro de alguien impele el aire hacia su cara, de lo que parece formarse la metáfora, pero sin comunicarle ninguna parte de la propia substancia»[3]. 264. ––¿Cuál es la segunda consecuencia de su doctrina del hombre, que indica el Aquinate? ––La consecuencia, que no es tan inmediata como anterior, es que «el alma humana no se comunica por transmisión seminal». Santo Tomás la prueba, desde una premisa, que se ha podido comprobar en la expuesta doctrina sobre el hombre. En una primera parte de la misma se establece que: «No pueden darse sin el cuerpo operaciones de principios cuyo comienzo tampoco puede darse sin el cuerpo; pues las cosas tienen el ser como tienen el obrar, porque cada uno obra en cuanto es ente». En una segunda, que: «Por el contrario, tampoco son por generación corporal aquellos principios cuyas operaciones son sin el cuerpo». Se ha patentizado además que las operaciones de las almas vegetativa y sensitiva son corporales, porque: «El obrar del alma sensitiva y nutritiva no puede realizarse sin el cuerpo», En

cambio, las operaciones propias del alma racional son totalmente inmateriales, porque: «la operación del alma intelectiva no se efectúa mediante los órganos corpóreos». La conclusión es que: «el alma nutritiva y sensitiva se produce por generación corporal, pero no así el alma intelectiva». También de una manera más concreta se puede establecer, dado que: «la transmisión seminal está ordenada a la generación del cuerpo», en todos los seres vivos, «el alma sensitiva y nutritiva comienzan a ser por transmisión seminal, pero no así el alma intelectiva». 265. ––Según esta última conclusión, el alma nutritiva, propia de los vegetales, el alma sensitiva, que es la que poseen los animales, y que realiza también las funciones del alma vegetativa, se comunican por medio de los órganos reproductivos. En cambio, el alma racional o espiritual, aunque realiza las operaciones de la vegetativa y la sensitiva, no se recibe de la generación como las plantas y los animales. Si no procede de otras de ningún modo ¿el alma de cada hombre es creada directamente por Dios? ––El alma espiritual humana, aunque sea forma del cuerpo y realice todas las operaciones vitales, propias de la vida vegetativa y de la vida sensitiva, no puede proceder por transmisión generativa. Una razón decisiva, se apoya en esta tesis, que implica la doctrina hilemórfica aristotélica: «Toda forma que recibe el ser por transmutación de la materia es una forma producida por la potencia de la materia; pues en esto consiste el transmutarla: en hacerla pasar de la potencia al acto». Al aplicarla al hombre, resulta que: «el alma intelectiva no puede ser producida por la potencia material, pues ya quedó demostrado (c. 78) que la misma alma supera todo el poder de la materia, porque tiene ciertas operaciones independientes de ésta, como también se probó (Ibíd.)». Precisa que: «el alma intelectiva supera todo el género de los cuerpos, porque tiene una operación superior a todos los cuerpos, que es el acto de entender (…) no hay ningún poder corpóreo que pueda producir el alma intelectiva». Por consiguiente: «el alma intelectiva no es producida por transmutación material. Y de esta manera tampoco recibe el ser por el poder activo que hay en el semen»[4]. Además, si se tiene en cuenta que: «todo lo que es producido en el ser, o es generado (…) o es creado», debe afirmarse que el alma humana: «es producida por creación». Si: «solamente Dios puede crear, como se probó (c. 21), hay que concluir: «sólo Él puede dar el ser al alma humana». Queda confirmado que el alma espiritual es producida directamente por Dios, porque: «la Sagrada Escritura insinúa esto mismo en el Génesis, pues cuando habla de la creación de los otros animales atribuye a las almas de éstos otras causas, como cuando dice: «Produzcan las aguas reptiles vivos» (Gen 1, 20), y lo mismo hablando de los otros animales; pero al tratar del hombre indica que su alma es creada por Dios, al decir: «Formó Dios al hombre de barro de la tierra e insufló en su frente el soplo de la vida» (Gn 2, 7)»[5]. 266. ––Si enseña el Aquinate que el alma humana no es generada como las de los vegetales y de los animales, sino que es creada por Dios, y el hombre en su etapa embrionaria comienza sucesivamente por ellas, podría parecer que no es infundida desde el primer momento de la vida humana. ¿Sigue con ello la doctrina medieval llamada de la «animación retardada»? ––Los antiguos Padres de la Iglesia sostuvieron la doctrina de la «animación inmediata», o que el hombre desde el primer momento de su concepción posee el alma espiritual creada e infundida por Dios. En cambio, por influencia aristotélica, en la escolástica medieval, se creó la de la «animación retardada». No es extraño que Santo Tomás también tratará la cuestión del tiempo de la aparición de cada espíritu humano.

Su punto de partida es, como ha explicado Abelardo Lobato, que: ««El amor de Dios crea e infunde, por amor, el alma de cada ser humano en la materia trasmitida por los padres con la virtud seminal». El alma no viene del proceso de la materia, sino que viene «de fuera». Debe averiguarse, no obstante, el momento. Santo Tomás: «ha tratado de presentarnos una solución coherente con sus principios y con la cultura de su época». Uno de estos principio, estrictamente filosófico, utilizado en su solución, y que toma de la filosofía de Aristóteles, es que, en los compuestos, la forma substancial requiere que la materia tenga una organización y disposición apta para ser su sujeto y recibir sus propiedades. Así, por ejemplo, el fuego no puede informar a la leña, si no está seca. Otro principio –también de Aristóteles, pero que ya no es filosófico, sino de lo que se podría llamar la embriológica aristotélica– es que el embrión humano no recibe el alma propiamente humana hasta después de un cierto tiempo. Se afirmaba esta tesis, porque no se veía como el embrión, tal como se le concebía por la fisiología de entonces, pudiera hasta algún tiempo ser apto para recibir y ser informado por el alma racional. Sostiene, por ello, Lobato que la solución de Santo Tomás: «es coherente, original como su teoría de la forma única del compuesto y diferente de la mayor parte de las demás teorías que hay en boga en su tiempo»[6]. Posiciones, que expone con sus argumentaciones y que rebate en estos capítulos finales de la Suma contra los gentiles[7]. Recuerda Lobato que enseña Santo Tomás que: «Por ser forma espiritual del compuesto el alma ejerce sobre él las tres especies de causalidad: la eficiente, la formal y la final; es principio del movimiento de vida, da el ser humano completo, y dirige todos los procesos del compuesto hacia las operaciones propias de la especie y al fin a que tiende. Por todo esto, desde el primer momento, el alma requiere una materia suficientemente organizada, de modo que pueda ejercer las operaciones de la vida sensitiva». Congruentemente con la ciencia de su época, Santo Tomás: «No estima que sea suficiente el semen, sino que debe darse ya el embrión con un cierto desarrollo de modo que tenga formados los órganos de la vida: el corazón y el cerebro, desde los cuales se regula todo el proceso ulterior». Dada la simplicidad que se veía entonces en el embrión, era la única manera de respetar la tesis aristotélica de que: «La disposición de la materia corpórea es condición requerida para el principio de la vida humana»[8]. 267. ––¿Cómo explica el Aquinate el desarrollo organizativo del embrión, que dispone para recibir el alma racional? ––La exposición de la solución de Santo Tomás, según la síntesis que ofrece Lobato, es la siguiente: «En el embrión hay operaciones vitales: se nutre y siente. Tales operaciones son del viviente y por tanto no pueden ser de un principio extrínseco, del alma de la madre por ejemplo. Requieren un principio vital. Ese principio no puede ser el alma humana, forma espiritual, porque el embrión carece todavía de órganos adecuados. Antes de la organización del cuerpo no hay alma en acto, sino sólo en potencia. El alma no puede ser infundida en el semen, como principio activo, porque se seguiría que se multiplicarían las almas dondequiera que hubiera expulsión del semen, ni se infunde en «la sangre», que es sólo principio pasivo»[9], y es el elemento aportado por la mujer. En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás lo justifica de este modo: «Cuanto más noble es una forma y está más lejos de la forma elemental tanto más formas intermedias debe haber, por las cuales se llegue gradualmente a ella, y, en consecuencia, más generaciones medias».

Desde este punto filosófico general de la doctrina hilemórfica, concluye: «En la generación del hombre, o en la del animal, como la forma es perfectísima, hay muchas formas y generaciones intermedias, y, por consiguiente, corrupciones, porque la generación de uno es la corrupción de otro. Luego el alma vegetal, que aparece en el momento en que el embrión vive la vida vegetativa, se corrompe, sucediéndole un alma más perfecta, que es a la vez nutritiva y sensitiva, y entonces el embrión vive la vida animal; corrompidas ésta, sucédele el alma racional, infundida por un agente extrínseco, aunque las precedentes estuvieran en la virtud seminal»[10]. Esta misma sucesión de almas vegetativa, sensitiva y racional, que asumen cada una las funciones de la inferior, la mantuvo Santo Tomás en la Suma teológica. Al tratar la misma cuestión de si el alma racional es causada seminalmente, presenta esta objeción: «Queda probado que en el hombre hay una sola alma substancialmente, que es a la vez intelectiva, sensitiva y vegetativa. Más el alma sensitiva se engendra del semen en el hombre, igual que en los otros animales, y de ahí que según Aristóteles, en Sobre la generación de los animales (II, 3) no se comience simultáneamente a ser animal y hombre, sino que se es antes animal informado de alma sensitiva. Luego también el alma intelectiva es causada del semen»[11]. Para responder a esta objeción, aclara: «Como la generación de una cosa es corrupción de otra, es necesario decir que, tanto en el hombre como en los otros animales, al venir una forma superior, se corrompe la forma precedente; pero de tal manera que en la forma siguiente queda todo lo que había en la anterior, más lo que ella trae de nuevo y de este modo se llega, mediante diversas generaciones y corrupciones, a la última forma substancial, así en el hombre como en los otros animales». Por consiguiente, concluye Santo Tomás: «debe decirse que el alma intelectiva es creada por Dios al completarse la generación humana, y que esta alma es, a un mismo tiempo, sensitiva y vegetativa, corrompiéndose las formas que la preceden»[12]. Con ello, puede mantenerse que: «el hombre engendra semejante así en la especie»[13], porque: «el hombre engendra semejante a sí en cuanto que por la virtud de su substancia seminal se dispone la materia para la recepción del alma racional»[14]. 268. ––¿Siempre mantuvo el Aquinate esta doctrina de la animación retardada? ––La misma doctrina se encuentra en Las cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, obra escrita entre la dos Sumas. En su exposición se objeta: «El embrión antes de llegar a su cumplimiento con el alma racional, posee alguna operación del alma, ya que aumenta, se nutre y siente. Pero la operación del alma no existe sin la vida. Por tanto tiene alma. Pero no puede decirse que le advenga otra alma, ya que entonces en un solo cuerpo existirían dos almas. Por tanto, la misma alma que inicialmente se reproducía en el semen es el alma racional»[15]. A esta objeción, Santo Tomás, al igual que los dos capítulos citados de la Suma contra los gentiles, como refiere Abelardo Lobato: «responde con un detallado análisis del estado de la cuestión, examina las diversas opiniones al respecto, y al final decide con la misma sentencia que ha mantenido desde el principio: el alma racional requiere un cuerpo organizado para el ejercicio de sus operaciones, y éste no se da mientras no hay corazón y cerebro, funciones que requieren el alma sensitiva. Por tanto, el alma racional sólo puede ser infundida después de la sensitiva»[16]. Asimismo concluye Santo Tomás, en su respuesta: «Es necesario que una generación de este tenor no sea simple, sino que contenga en sí muchas generaciones y corrupciones. No puede ser, en efecto, que una y la misma forma substancial sea llevada gradualmente al acto, como se ha mostrado. Así, por tanto, merced a una capacidad formadora que desde el principio hay en el semen, suprimida la forma del esperma, se introduzca otra forma, y suprimida de nuevo se

introduzca otra; y así primero se introduce el alma vegetativa; después, suprimida ésta, se introduce el alma sensitiva y vegetativa a la vez; suprimida ésta, se introduce no por esta capacidad mencionada sino por el creador, el alma que a la vez es racional, sensitiva y vegetativa». Queda así probada la imposibilidad de la conclusión de la objeción, porque: «a tenor de esta explicación hay que afirmar que el embrión, antes de tener el alma racional, vive y tiene alma, suprimida la cual, es introducida el alma racional. Y de este modo no se concluye que existan dos almas en el mismo cuerpo, ni que el alma racional se transmita con el semen»[17]. En definitiva, como aclara Lobato: «Para Tomás el proceso normal del embrión humano requiere tres momentos previos a la animación: primero, el semen masculino y la «sangre» femenina se han de unir en el lugar de la generación, que es el útero materno; segundo, por la virtud activa del semen, de esa materia se ha de formar un cuerpo organizado; tercero, el cuerpo así formado, con vida vegetativa primero y sensitiva después, debe crecer hasta una cierta cantidad. En el cuerpo ya formado deben tener su función los principales órganos, el corazón y el cerebro. Cuando hay una disposición proporcionada de la materia, al final de estos tres momentos, se realiza el definitivo, la animación o la infusión del alma en el cuerpo»[18]. 269. ––Desde la época patristica, la Iglesia ha enseñado que la encarnación del Verbo fue instantánea. El ángel le dijo a la Virgen María: «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo»[19]. No le dice únicamente que dará luz al Verbo, sino también que concebirá al Verbo encarnado. La falta de esta concepción implicaría que María hubiera concebido a una naturaleza viva o ya humana a la que después se hubiera unido el Verbo, a quien le hubiera dado luz, pero no concebido, como en cambio afirma el ángel. María entonces hubiera solo dado luz a Dios, tal como heréticamente afirmaba Nestorio, y no hubiera sido Madre de Dios, como declaró el concilio de Efeso en 431. ¿Cómo, según su doctrina de la animación retardada, explica el Aquinate la concepción instantánea de Cristo como Verbo encarnado? ––En la primera obra que trató la cuestión de si la concepción del cuerpo de Cristo fue instantánea o sucesiva, el Comentario de las Sentencias de Pedro Lombardo: escribió Santo Tomás: «La concepción de Cristo según la fe fue instantánea». Para mantenerlo: «hay que poner una concepción instantánea, de modo que en el mismo instante se dio: la conversión de la sangre material en la carne y las otras partes del cuerpo de Cristo, y la formación de los miembros orgánicos y la animación de los órganos corporales, y la asunción del cuerpo animado en la unidad de la persona». Las operaciones de conversión, formación y animación se dan en la concepción de todos los hombres. La asunción, en cambio, sólo en el milagro de la encarnación. La tres primeras en Cristo se dieron instantáneamente, no así en los demás hombres. Incluso siguiendo a Aristóteles indica el número de días necesarios para que sea posible la animación, o venida del alma humana, hasta cuarenta días para los varones y noventa para las mujeres, y según San Agustín con seis días más. «En Cristo, en cambio, la materia, que suministró la Virgen, al instante tomó forma y figura humana, y en la unidad de la divina persona fue asumida»[20]. En la Suma teológica, ya al final de su vida, después de citar estas palabras de San Juan Damasceno: «en el mismo instante fue carne, carne del Verbo de Dios y carne animada por un alma racional e intelectual»[21], escribe Santo Tomás: «Para que se pueda atribuir la concepción al mismo Hijo de Dios, como confesamos en el Símbolo de los Apóstoles, al decir: «Que fue concebido del Espíritu Santo», es preciso afirmar que el mismo cuerpo, al ser concebido, fue en el mismo instante tomado por el Verbo de Dios. Como ya se dijo (III, q. 6, a. 1-2.), el Verbo de Dios tomó el cuerpo mediante el alma, y el alma mediante el espíritu, esto es, el entendimiento;

luego fue preciso que en el primer instante de la concepción el cuerpo de Cristo hubiera sido animado por el alma racional»[22]. Reconoce también que: «según Aristóteles, en la generación del hombre se requiere antes y después, porque antes es viviente, después animal, finalmente hombre»[23], pero afirma, que, en cambio: «el cuerpo de Cristo estuvo perfectamente formado, antes que el de los otros hombres, y también animado antes»[24]. De manera que: «Lo que Aristóteles dice, tiene lugar en la generación de los otros hombres, porque su cuerpo se forma y dispone lentamente a la recepción del alma. De manera que primero, como imperfectamente dispuesto, recibe un alma imperfecta; luego, cuando en disposición es perfecta, recibe el alma perfecta. Pero el cuerpo de Cristo, a causa del poder infinito del agente, quedó perfectamente dispuesto desde el primer instante, y así, desde luego, en ese primer instante, recibió su forma perfecta, es decir, el alma racional»[25]. Por ello: «decimos con toda propiedad que «Dios se hizo hombre», pero no decimos con la misma propiedad que «el hombre se hizo Dios»; porque Dios tomó lo que es esencial del hombre, y esto no preexistió con propia subsistencia antes de ser tomado por el Verbo. En efecto, si la carne de Cristo hubiera sido concebida antes de ser tomada por el Verbo, hubiera tenido en algún tiempo una hipóstasis, distinta de la hipóstasis del Verbo de Dios». Antes de ser la hipóstasis o persona del Verbo divino, habría sido otra substancia o hipóstasis, una persona humana. Esto último es imposible, porque: «es contrario al concepto de la encarnación, según el cual afirmamos que el Verbo de Dios se unió a la naturaleza humana y a sus partes en unidad de persona. Y no fue conveniente que esta hipóstasis preexistente de la naturaleza human o de alguna de sus partes fuera destruida por el Verbo al tomar la humana naturaleza. Resulta, pues, ser contrario a la fe el decir que la carne de Cristo fue primero concebida y luego tomada por el Verbo de Dios»[26]. 270. ––Abelardo Lobato escribió sobre la doctrina de la animación retardada del Aquinate: «Apoyada en la biología rudimentaria de su época, ya no es sostenible». Si se tiene en cuenta la genética actual, se debe afirmar, como recuerda seguidamente el afamado tomista, que: «desde el primer momento se da la materia organizada, no sólo por parte del semen, sino del óvulo femenino: la unión del espermatozoide y del óvulo realizada en la fecundación. A partir de se momento hay materia dispuesta para la animación, porque todo el proceso ulterior de desarrollo se verifica a partir del mismo óvulo fecundado, el cual es principio de la propia arquitectura y hasta de la propia casa, del cerebro y del corazón»[27]. Dado que la doctrina del Aquinate sobre la animación contradice a premisas probadas de la embriología actual ¿se puede dar un paso más y concluir que tampoco se puede sustentar su doctrina de la unión del alma y el cuerpo? ––El mismo Lobato no sólo confirma la validez de toda la doctrina de Santo Tomás sobre el cuerpo y el alma, sino que también sostiene que es compatible con la biología actual. Incluso puede mantenerse la premisa aristotélica en que se apoya su explicación de la animación retardada. Explica el tomista español que: «La teoría general de la información de la materia exige en ésta una disposición adecuada para recibir la forma: la leña si no está seca no arde; al ojo enfermo le hace daño la luz y no ve. Sin vida sensitiva no hay posibilidad para el ejercido de las operaciones del alma espiritual. Tomás pensaba que el corazón es el órgano principal de la vida sensitiva del animal, en cuanto primum vivens y ultimum moriens. Por ello, no era posible poner la unión del alma con el cuerpo y el principio de la vida humana hasta que el organismo humano tuviera el corazón formado y ejerciendo su función. Por ello, es partidario de la animación retardada»[28]. Afirma además que: «Si Tomás hubiera conocido cuanto la ciencia moderna ha descubierto en este campo, no hubiera tenido el mínimo inconveniente en admitir para todos los hombres lo que,

por excepción, sólo veía posible en el caso de la concepción del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Todo está en la disposición de la materia y en la cuantidad requerida. La disposición del patrimonio genético es suficiente, a pesar de sus microscópicas dimensiones». De manera que: «Lo que ocurría en Cristo, por virtud del Espíritu Santo, y por su misma dignidad en el misterio del Dios que se hace hombre, puede ser aplicado a todos los hombres, cuando se prueba que la disposición de la materia es apta para recibir el alma». En definitiva, concluye el Maestro Lobato que:«Esta posición tomista, en el fondo, trata de ser fiel tanto a la teoría hilemórfica y a los principios de la antropología cristiana, cuanto a las teorías de Aristóteles y a los datos de la experiencia rudimentaria de la edad media en este campo». Parece que es innegable que: «En el caso de haber conocido que ya desde el primer momento no sólo hay funciones vegetativas, sino toda la estructura para las funciones sensitivas, que van con la célula, Tomás no hubiera dudado en hacer general el principio que ponía sólo como excepción en el caso de la formación del cuerpo de Cristo en el seno de la Virgen, en el primer instante»[29]. Sin necesidad de abandonar sus premisas filosóficas, habría asumido la premisa científica desconocida en su época, que incluso confirmaba la validez de todas ellas. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 85. [2] Cf. IDEM, Exposición a los libros sobre el alma, I, lect. 4, 43. [3] ÍDEM,Suma contra los gentiles, II, c. 85. [4] Ibíd., II, c. 86. [5] Ibíd., II, c. 87. [6] Abelardo Lobato, El cuerpo humano, en IDEM (dir.), El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy, I, El hombre en cuerpo y alma, Valencia, Edicep, 1994, pp. 101275, p. 188. [7] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, cc. 88 y 89. [8] Abelardo Lobato, El cuerpo humano, op. cit., p. 188. [9] Ibíd., p. 189. [10] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 89. [11] IDEM, Suma teológica, I, q. 118, a. 2, ob. 2. [12] Ibíd., I, q. 118, a. 2, ad 2. [13] Ibíd., I, q. 118, a. 2, ob. 4 [14] Ibíd., I, q. 118, a. 2, ad 4. [15] IDEM, Las cuestones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 3, a. 9, ob. 9. [16] Abelardo Lobato, El cuerpo humano, op. cit., p. 190.

[17]Santo Tomás, Las cuestones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 3, a. 9, ad 9. [18] Abelardo Lobato, El cuerpo humano, op. cit., p. 191. [19] Lc 1, 31-32. [20] Santo Tomás, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, III, d. 3, q. 5, a. 2, in c. [21] San Juan Damasceno, Expositio accurata Fidei Orthodoxae, III, c. 2. [22] Santo Tomás, Suma teológica, III, q. 33, a. 2, in c. [23] Ibíd., III, q. 33, a. 2, ob. 3 [24] Ibíd., III, q. 33, a. 2, ad 1. [25] Ibid., III, q. 33, a. 2, ad 3. [26] Ibíd., III, q. 33, a. 3, in c. [27] Abelardo Lobato, El cuerpo humano, op. cit., pp. 191-192. [28] Ibíd., p. 191. [29] Ibíd., p. 192.

XXVI. Los espíritus angélicos 271. ––Después del estudio de la substancia intelectual o espíritu, que está unida a un cuerpo como su alma, y concluir que sólo «el alma humana (…) está unida al cuerpo como forma»[1], afirma el Aquinate que: «por lo dicho puede probarse que pueden darse algunas substancias intelectuales libres de toda unión con el cuerpo». ¿Por qué probar únicamente la posibilidad de la existencia de substancias espirituales no unidas a un cuerpo? ––En los últimos capítulos de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás pasa a estudiar un segundo tipo de substancias espirituales, las que no están unidas a un cuerpo, las puramente espirituales, substancias intelectuales o ángeles. Aunque no se pueda demostrar la existencia de las substancias separadas o ángeles, ya que su existencia sólo nos llega por la vía de la revelación, se puede mostrar su conveniencia, para mostrar la verosimilitud de lo revelado, su armonía y congruencia con la razón filosófica.

272. ––Probada la posibilidaddelsegundo tipo de substancias espirituales, las que no están unidas a un cuerpo, las puramente espirituales, substancias intelectuales o ángeles. ¿Ofrece el Aquinate un tratado completo sobre ellas? ––Santo Tomás dedica a los ángeles, en la Suma contra los gentiles, los once últimos capítulos del segundo libro, y trata de ellos en algunos del libro tercero de la obra. No es el tratado sobre los ángeles más extenso. En laSuma Teológica le dedicará el más amplio de todos los que se encuentran en la mayoría de sus obras. No obstante, en todas ellas se revela la estima que tenía a su estudio y la importancia que le concedía. Se le denomina «Doctor angélico», no sólo por tener una profundidad de inteligencia sólo comparable con la angélica y vivir la virtud de la castidad como un ángel, sino también por todos los escritos que dedicó los ángeles.

La menor extensión de la angeología de la Suma contra los gentiles puede explicarse, por los menos, por dos motivos.El primero es porque la Suma contra los gentiles es una obra filosófica, y el estudio de los ángeles pertenece en su mayor parte a la teología sobrenatural. El segundomotivo por el que no son muchos los capítulos, que se dedican a estas substancias totalmente separadas de la materia, es que, en realidad, ya se han estudiado, y desde el punto de vista filosófico, en diez capítulos anteriores (cc. 46-55), que tratan de las substancias espirituales en general. No obstante, las cuestiones tratadas en esta obra, a pesar de no se numerosas, son suficientes para el ámbito filosófico. Las cuestiones tratadas en el esta parte de la Suma contra los gentiles respecto a los ángeles son las siguientes: su existencia (c. 91), su número (cc. 92-93), su naturaleza (c. 94), sus géneros y especies (c. 95), y su conocimiento (cc. 96-101).

273-

––¿Cómo trata el Aquinate la cuestión de la existencia de los ángeles?

––Demuestra Santo Tomás su posibilidad con varias pruebas de su conveniencia. En la primera, basada en la inmortalidad del espíritu humano, se argumenta: «Queda demostrada la permanencia perpetua de la substancia del entendimiento una vez corrompido el cuerpo (c. 79) (…) Y si las almas intelectivas permanecen corrompidos los cuerpos, conviene, pues a algunas substancias intelectuales subsistir sin cuerpo, sobre todo habiendo demostrado que las almas no pasan de un cuerpo a otro. Sin embargo, esta separación del cuerpo es accidental, ya que son naturalmente sus formas». Por naturaleza deben unirse a su cuerpo, como se ha dicho. Además: «lo que es esencialmente es primero a lo que es accidentalmente». Puede decirse, en consecuencia, que es conveniente que existan: «substancias intelectuales, superiores en naturaleza a las almas, que deben subsistir esencialmente sin cuerpos». En otra demostración de su posibilidad, e incluso de su idoneidad, utiliza Santo Tomás el principio neoplatónico ya citado, expresado ahora de este modo: «la naturaleza superior toca con su parte ínfima lo supremo de la inferior». Se cumple en la escala de los entes según su perfección, porque, por una parte: «La naturaleza intelectual es superior a lo corporal, y así tócala con una parte suya, que es el alma intelectiva». Por otra que: «así como el cuerpo perfeccionado por el alma intelectiva es supremo en el género de los cuerpos, así también el alma intelectiva que se une al cuerpo es ínfima en el de las substancias intelectuales». Puede así inferirse que deben darse: «substancias intelectuales no unidas a cuerpos y superiores por naturaleza al alma»[2]. En la escala de los entes según los grados de perfección, rige el principio neoplatónico «la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores»[3]. Por ello, como el cuerpo humano, perfeccionado por el alma espiritual, es lo supremo de las naturalezas corporales, lo que está unido a él, la substancia espiritual, tendrá que ser la más inferior de las naturalezas espirituales. En consecuencia, es congruente con la razón que existan substancias intelectuales no unidas a los cuerpos y superiores por naturaleza a los espíritus que lo están. Tales espíritus separados serían los ángeles.

274. ––El Aquinate finaliza el capítulo dedicado a la existencia de los ángeles con la siguiente conclusión: «Luego hay muchas substancias intelectuales que no están unidas a los cuerpos»[4]. ¿Cuál es el número de estos ángeles?

––El capítulo siguiente lo dedica Santo Tomás a esta cuestión. Indica al principio que: «Aristóteles (Metafísica, XI, 8) se esfuerza en probar no sólo que hay algunas substancias intelectuales sin cuerpo, sino que su número corresponde exactamente al de los movimientos celestes, ni más ni menos»[5]. Ya había indicado que: «según la opinión de Aristóteles, el primer móvil, es decir, el cielo, es animado» y explica que: «el cielo está compuesto según la opinión de Aristóteles, de alma intelectual y cuerpo»[6]. En la primera obra que se ocupó de los ángeles, el Comentario a las Sentencias, expuso Santo Tomás distintas opiniones. Una de ellas, la había referido así Pedro Lombardo: «Algunos piensan que los hombres deben ser recuperados según el número de ángeles caídos. Algunos creen que los hombres han de ser recuperados según el número de ángeles que cayeron, de modo que aquella ciudad celestial ni se vea privada del número de sus ciudadanos, ni vea aumentado el número. Lo cual parece que opina San Agustín en el Enchiridon (29), al afirmar que no se salvan un número de hombres mayor que el de los ángeles que cayeron, pero tampoco menor»[7]. San Anselmo también había argumentado: «Consta que Dios propuso compensar el número de los ángeles que prevaricaron con otros tantos de la naturaleza humana, creada sin pecado (…) No se puede dudar que el número de las criaturas racionales, destinadas a gozar de la felicidad en la contemplación de Dios, ha sido determinada ya por Dios desde toda eternidad, de suerte que es razonable y conveniente que no sea ni mayor ni menor (…) aquellos ángeles que cayeron fueron creados para ser parte de ese número (….) Y puesto que debieron formar parte de ese número, o se restaura éste necesariamente o quedará imperfecta la naturaleza racional, que fue creada en número perfecto, lo cual no puede ser (…) Por consiguiente, tienen que ser reemplazadas de entre los hombres, puesto que no existe otra criatura»[8]. Al comentar el párrafo citado del Libro de las Sentencias, Santo Tomás declara que: «la posición, que me agrada más y es más acorde con lo que dicen los santos, sostiene que todos los elegidos son tomados para los ordenes de los ángeles, unos para los superiores, otros para los inferiores, y otros para los intermedios, según sus diversos méritos. Ahora bien, la bienaventurada Virgen María sobre todos. Pero, cuántos se toman de los hombres, cuántos cayeron o cuantos perseveraron, o cuantos estuvieron en estas dos categorías, o si eran más o eran menos, todo esto sólo lo sabe Aquél que conoce el número de los elegidos que han de ser colocados en la suprema bienaventuranza»[9]. En la Suma contra los gentiles, afirma coherentemente que el número de ángeles es mayor que el de los hombres. En cualquier caso, además: «El orden del universo parece exigir que las cosas más nobles exceden en cantidad y número a las que son menos, pues éstas son por aquellas. Por lo tanto, conviene que las nobles, que en cierta manera con existencia por sí sean muchas en lo posible (…) En consecuencia, las substancias intelectuales separadas exceden en número a toda multitud de las cosas materiales». De esta argumentación aristotélica se puede inferir que el número de los ángeles es grandísimo. Por su mayor perfección, las substancias espirituales creadas, dotadas de gran inteligencia, voluntad y poder, por ser espíritus puros, son también superiores en número al de todas las cosas materiales e incluido el hombre. Por último, advierte Santo Tomás que: «La Escritura atestigua todo esto. Se dice: “Millones servían a él y billones le asistían” (Dan 7, 10). Y Dionisio dice que el número de aquellas sustancias “Sobrepasa el cúmulo de lo material”»[10].

275. ––En el capitulo siguiente, dice el Aquinate que: «Por lo que llevamos expuesto acerca de las substancias separadas, podemos demostrar que no hay muchas substancias separadas de la misma especie». Si el número de ángeles es mayor que el de los entes materiales, tal como se afirma en el capítulo anterior, ¿cómo se pueden explicar estas tesis opuestas? ––No hay ninguna contradicción entre el superior número de los ángeles y el menor de individuos de la especie, porque enseña Santo Tomás, en este capítulo, que cada individuo angélico es una especie. Escribe en el mismo: «Las cosas que son lo mismo específicamente y difieren numéricamente tienen materia, ya que la diferencia que proviene de la forma causa diversidad de especie, y la que proviene de la materia diversidad numérica. Las substancias separadas carecen por completo de materia y no son parte de ella ni a ella se unen como formas. Luego es imposible que sean muchas de la misma especie»[11]. Puede decirse que en cada especie de ángel sólo hay un individuo. El número de especies angélicas, por tanto, es enorme. Para demostrar que los ángeles «no son de una misma especie», en la Suma teológica, explica: «Algunos sostuvieron que todas las substancias espirituales, también las almas, son de la misma especie»[12]. Más adelante nota que así opinaba Orígenes. Uno de los argumentos que dieron era que: «Parece que el alma no difiere del ángel más que por el hecho de estar unida al cuerpo. Pero, como el cuerpo es extraño a la esencia del alma, no parece que forme parte éste de su especie. Luego el alma y el ángel son de la misma especie»[13]. Afirmación, que, sostiene Santo Tomás, no puede sostenerse, porque: ««El cuerpo no pertenece a la esencia del alma; es el alma la que requiere por su naturaleza esencial estar unida al cuerpo. De aquí que no sea ella propiamente la que pertenece a la especie, sino el compuesto. Y el hecho de que en cierto modo necesite del cuerpo para ejercer su operación, demuestra que en el orden intelectual ocupa un lugar inferior al del ángel, que no requiere la unión con el cuerpo»[14]. En la Suma contra los gentiles, incluso advierte que: «Hay mayor diferencia entre el alma humana y una substancia separada que la que hay entre dos de ellas. Se ha dicho que las substancias separadas son específicamente diferentes (c. 93). Luego, con más razón se da esta diferencia entre el alma humana y la substancia separada». Además, puede probarse por la siguiente tesis metafísica: «Cada cosa tiene su propio ser en conformidad con su especie, porque los que tienen diversa razón de ser tienen especie diversa». Si se aplica al espíritu angélico y al espíritu humano, se obtiene que: «el alma humana y la substancia separada no tienen la misma razón de ser; pues en el ser de la substancia separada no puede comunicarse el cuerpo, como, en cambio, puede comunicarse en el ser del alma humana, puesto que según el ser se une al cuerpo como la forma a la materia»[15].

276. ––¿Sobre la especie de las substancias espirituales menciona el Aquinate otras doctrinas? ––En la Suma teológica, después de referir esta doctrina sobre la única especie de los ángeles y las almas humans, que ya había rebatido en la Suma contra los gentiles, menciona otras dos, porque añade Santo Tomás: «otros, por su parte, dijeron que todos los ángeles son de la misma especie, pero no las almas», y finalmente: «hubo otros que dijeron que son de la misma especie todos los ángeles de la misma jerarquía o del mismo orden». Todo ello, afirma seguidamente: «es imposible. Pues las cosas que tienen la misma especie y difieren numéricamente, coinciden en la forma y se distinguen materialmente. Por lo

tanto, si los ángeles no están compuestos a partir de la materia y de la forma, como ya se dijo (a. 2), hay que concluir que es imposible que haya dos ángeles de la misma especie. Como imposible es decir que hay muchas blancuras separadas, o muchas humanidades, puesto que las blancuras no son muchas a no ser en cuanto que están en muchas substancias». Puesto que decían, otros teólogos de su época, que los ángeles estaban compuestos de forma y materia incorpórea, por no tener cantidad, para que hubiera en ellos algo potencial, observa Santo Tomás que: «Incluso si los ángeles tuvieran materia, no podría decirse que hay muchos de la misma especie. Pues, de ser así, sería necesario que el principio de distinción entre uno y otro fuese la materia, y no por la división de la cantidad, ya que son incorpóreos, sino por la diversidad de potencias»[16]. La imposibilidad de que cada ángel no agote totalmente su especie es absoluta, de manera que está fuera del poder de Dios, porque no es posible ser ángel y no ser individuo y especie a la vez. «Es imposible, porque entre las substancias incorpóreas no puede haber diversidad numérica sin diversidad específica y sin desigualdad natural; y como no están compuestas de materia y forma, sino que son formas subsistentes, es evidentemente necesario que pertenezcan a diversas especies»[17].

277. ––Explica el Aquinate: «En las cosas materiales, con diversa especie dentro de un mismo género, se toma el género del principio material, y la diferencia específica del formal; por ejemplo, la naturaleza sensitiva, de la cual se toma la esencia de “animal”, es lo material en el hombre respecto de la naturaleza intelectual, de la que se toma su diferencia específica, o sea, “racional”». La especie «hombre» expresa la esencia total. Está constituida por el género «animal» –que significa la parte común de las especies que abarca– y es como si fuera la materia de un compuesto real. La diferencia específica, «racional» –que manifiesta la otra parte propia de cada especie– se comporta como la forma. En el orden lógico de los predicables, hay una correspondencia con el de la realidad. La composición género y diferencia, constitutivos de la especie, y que se expresa en la definición, se toma de la composición real de materia y forma. Sin embargo, si en los ángeles no se encuentra esta composición, ¿«de dónde se toma» en ellos, las intenciones lógicas de género, especie y diferencia? –– En el mundo angélico, a pesar de simplicidad de su esencia, que lleva a la identificación entre el individuo y la especie, hay una inmensa variedad de ángeles, específicamente distintos entre sí. Estas diferencias incluso permiten que se puedan agrupar géneros y especies. Como explica Santo Tomás: «Para ello es conveniente saber que las diversas especies de las cosas poseen gradualmente la naturaleza del ente. Así en la primera división del ente se encuentra una cierta perfección –es decir, el ente por sí y el ente en acto– y, una cierta imperfección –es decir el ente en otro y el ente en potencia–. Y del mismo modo ocurre en los entes singulares, porque se advierte que una especie añade sobre la otra un grado de perfección; así los animales sobre las plantas (…) Por lo cual dice Aristóteles de las definiciones de las cosas que: “son como números, en que la unidad añadida o sustraída los hace variar” (Metafísica, VII, 3). Pues, según esto, se dan las diversos tipos de definición, añadiendo o quitando una diferencia. Pues bien, la esencia de determinada especie consiste en que la naturaleza que es común se coloca en determinado grado del ente». En la escala de los entes, según su grado de perfección, y, por tanto, según su participación en el ser, se pueden distinguir los entes, independientemente de su composición. Por ello, en los entes angélicos, son posibles también las intenciones lógicas, porque se pueden distinguir por su grado de perfección o de participación en el ser, que implica a su vez distinto grado de conocimiento y de voluntad libre. De manera que: «las diversas especies de substancias

se toman separadas, en razón de sus grados diversos, pues no hay individuos en una especie y no hay dos iguales, sino que unas son naturalmente superiores a las otras»[18].

278. ––En las diferentes substancias espirituales por no estar unidas a un cuerpo, el proceso de entender no puede ser el mismo que el de los espíritus unidos a un cuerpo, ya estudiado en los capítulos dedicados al hombre, y que muestra la necesidad de la intervención de la información sensible, que se obtiene gracias a los sentidos corporales ¿En el conocimiento angélico se puede distinguir entre el entendimiento posible y entendimiento agente, que tanta importancia tiene en el conocimiento humano? ––En el conocimiento angélico no se puede establecer la distinción entre el entendimiento posible y entendimiento agente, como en el alma humana, porque los ángeles no tienen cuerpo, ni, por ello, sentidos, que les proporcionen imágenes para abstraer lo inteligible. «Toda substancia cognoscitiva que toma su conocimiento de lo sensible lo tiene sensitivo, y, en consecuencia tiene cuerpo naturalmente unido, pues para darse aquél se necesita órgano corporal. Pero como las substancias separadas, como se ha probado, no tienen cuerpo naturalmente unidos, no pueden tomar el conocimiento intelectual de lo sensible»[19]. No necesitan, por tanto, de un entendimiento agente. «Entienden lo que es por sí mismo inteligible»[20]. Tampoco las substancias separadas tienen el llamado entendimiento posible, porque: «el entendimiento de la substancia separada está siempre entendiendo actualmente». Esto último debe admitirse porque: «Lo que a veces está en acto y a veces en potencia es medido por el tiempo. Es así que el entendimiento de la substancia separada está sobre el tiempo. Luego entiende siempre en acto»[21]. Debe concluirse, por tanto, que no puede darse: «en las substancias separadas el entendimiento agente y el posible sino equívocamente, los cuales se encuentran en el alma intelectiva para recibir su conocimiento intelectual de lo sensible; pues el entendimiento agente hace que las especies abstraídas de lo sensible sean actualmente inteligibles, ya que el posible está en potencia para conocerlas. Por lo tanto, como las substancias separadas no reciben el conocimiento de los sensible, no tienen esa doble función intelectual, y por eso dice Aristóteles que introdujo el entendimiento posible y el entendimiento agente (Cf. Sobre el alma, III, c. 5), que en ellas hay que ponerlos en el alma»[22].

279. ––Si el conocimiento angélico no es causa de las cosas, como en Dios, ni tampoco causado por las cosas, como en los hombres ¿es causado por Dios? ––Como en el ángel el entendimiento no se identifica con su propia substancia inteligible, necesita conocer por inteligibles distintos, que sólo pueden tenerlos por infusión divina, ya que no pueden recibirlos de las cosas sensibles. En la Suma teológica, precisa Santo Tomás que: «Las especies por las cuales entienden los ángeles no están tomadas de las cosas, sino que les son connaturales». Su mismo entendimiento, facultad que en ellos se distingue de su substancia: «está por naturaleza repleta de especies inteligibles, por cuanto posee especies inteligibles connaturales para entender todo lo que naturalmente puede conocer»[23]. Por connaturalidad: «En la mente de los ángeles están las semejanzas de las criaturas, pero no tomadas de ellas, sino de Dios, que es la causa de las criaturas y en quien primeramente existen las semejanzas de las cosas»[24]. Las especies inteligibles, que existen en la mente de

los ángeles, provienen: de: «un efluvio inteligible por el cual reciben de Dios, junto con su naturaleza intelectual, las especies de las cosas conocidas»[25].

280.

––¿Cuáles son los objetos accesibles a la inteligencia angélica?

––Los últimos cuatro capítulos del segundo libro de la Suma contra los gentileslos dedica Santo Tomás a explicar lo que conocen los ángeles. Primero establece que el ángel se entiende o conoce a sí mismo en el orden esencial y puede formar un concepto de sí por su propia esencia o substancia inmaterial. Argumenta: «Si, pues, las substancias separadas entienden lo inteligible por sí mismas y ellas mismas lo son, se deduce que entienden a otras como objeto propio, ya que la carencia de materia hace ser inteligible en sí mismo, conociéndose a sí mismas y a las demás»[26]. Explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que, como ocurre en el entendimiento humano: «las especies del objeto están en la facultad cognoscitiva solamente en potencia, y entonces sólo hay un conocimiento potencial, y para que se reduzca al acto se requiere que la potencia cognoscitiva reciba de hecho la especie». En cambio, si la facultad intelectiva, como es el caso de los ángeles: «de hecho la tiene siempre, puede conocer por ella sin que previamente se produzca mutación ni recepción alguna». De todo ello, se infiere, por una parte que: «ser movido por el objeto no pertenece a la razón del que conoce en cuanto cognoscente, sino en cuanto está en potencia para conocer». Por otra, que: «para que la forma sea principio de acción, lo mismo da que sea inherente o subsistente por sí; el calor no calentaría menos si fuese subsistente que siendo inherente»[27]. Como el ángel es una substancia individual y «lo singular no es inteligible», parece, que: «no puede ser entendido» y que, por tanto, «ningún ángel puede conocerse a sí mismo»[28]. A esta objeción, responde Santo Tomás: «Si en nosotros no se da conocimiento de los singulares corpóreos, no es por razón de la singularidad, sino por razón de la materia, que es en ellos el principio de la individuación. Si, pues, hay cosas singulares que subsisten sin materia, como son los ángeles, nada impide que sean de hecho inteligibles»[29]. No es la singularidad lo que impide la inteligibilidad, sino la materialidad, por ello los cuerpos materiales en sí mismos nos son inteligibles. El ángel se entiende a sí mismo, porque es una substancia inmaterial, que, por carecer de potencia en el orden esencial, es inteligible en acto por sí misma. «Las substancias separada son inteligibles según su naturaleza existente en su ser, de donde, cada una de ellas se conoce a sí misma por su esencia y no por alguna especie de otra cosa». Su autoconocimiento, por tanto, no es sólo existencial, como en el espíritu humano, sino también esencial[30]. A sus semejantes, el ángel no los conoce igual. No los conoce en su especie o individualidad. «Como todo conocimiento en el cognoscente es semejanza de lo conocido y como toda substancia separada es semejante con las otras según su común naturaleza genérica, y difieren entre sí según la especie (cc. 93, 95), es preciso que entre ellas no se conozcan en cuanto a la propia razón de especie, sino sólo en cuanto a la común razón de género»[31]. Conocen a los otros espíritus en cuanto son ángeles, pero no en su individualidad. Sin embargo, un ángel puede comunicarse a otro. Explica Santo Tomás en la Suma teológica: «al volverse la mente a considerar actualmente lo que posee en hábito, habla uno a sí mismo». Por este lenguaje interior, que se produce al actualizar o tener conciencia de lo que está en hábito o en la memoria intelectual, «al mismo concepto mental se llama realmente “verbo interior”».

De manera parecida: «por el hecho mismo de que el concepto de la mente angélica se ordena por la voluntad del propio ángel a ser manifestado a otro ángel, se le descubre a éste el concepto de la mente del que a él se da a conocer; y esto lo que se dice hablar un ángel a otro. Efectivamente, hablar a otro no es más que manifestarle algún concepto de la mente»[32]. Los ángeles también conocen a Dios pero no como a su propia esencia, porque «sólo Dios conoce por su esencia todas las cosas». No obstante: «las substancias separadas conocen a Dios con natural conocimiento, y según el modo de su substancia»[33]. En la Suma Teológica, Santo Tomás aclarará que: «como en la naturaleza del ángel está impresa la imagen de Dios, el ángel conoce a Dios por su propia esencia en cuanto ésta es una semejanza divina». Sin embargo, precisa que: «no ve la esencia divina, porque ninguna semejanza creada es suficiente para representar la esencia de Dios»[34].

281. ––Explica también el Aquinate que por «formas inteligibles la substancia separada no sólo conoce las otras substancias, sino las diferentes especies de las cosas corpóreas». ¿Cómo conocen los ángeles las cosas materiales? ––Los ángeles conocen las cosas creadas por los inteligibles, que les imprimió Dios cuando los creó. «Como su entendimiento es perfecto con perfección natural, pues está del todo en acto, debe comprender el objeto, el ser inteligible en su universalidad en la que caen también las diferentes especies de cosas corporales, y, por tanto, entran en su conocimiento». Se comprende, porque: «si las especies de cosas se distinguen como las de los números (c. 95), la inferior debe estar incluida de algún modo en la superior, como el número mayor contiene el inferior. Las substancias separadas están sobre las corporales; luego conviene que todo lo que está en estas de modo material esté en aquellas por modo intelectual, pues lo que está en otro se ajusta a su modo de ser»[35]. De manera que: «todo lo que hay en las cosas materiales preexiste en los ángeles de modo más simple e inmaterial que en las cosas mismas, si bien menos simple y más imperfectamente que en Dios»[36]. Los ángeles conocen también los singulares materiales. «No sólo conocen lo material en su razón de género y especie, como nuestro entendimiento, sino en cuanto individuos»[37]. La razón, tal como la expone en la Suma teológica, es la siguiente: «Dios causa según conoce, porque su ciencia es causa de los seres. Por consiguiente, así como Dios por su esencia, por la cual causa todo lo que existe, es la semejanza de todo, y todo lo conoce por ella, no sólo en cuanto a las naturalezas universales, sino también en cuanto a su singularidad, así también los ángeles, por medio de especies infundidas por Dios, conocen las cosas, no sólo en cuanto a su naturaleza universal, sino también en cuanto a su singularidad, por cuanto estas especies son representaciones múltiples de la única y simple esencia divina»[38]. No ocurre lo mismo en el entendimiento divino. Dios no conoce por especies inteligibles, sino que: «por uno solo, su esencia, conoce todo, y con su acción que es su esencia, todo lo conoce a la vez». El segundo libro de la Suma contra los gentiles, termina tal como empezó con la referencia explícita a Dio –al explicar el acto de la creación divina–, y termina con esta conclusión sobre el entendimiento de Dios: «Por eso, en su entender no se da sucesión alguna, sino que es todo juntamente perfecto y permanente por todos los siglos de los siglos. Amén»[39].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 90. [2] Ibíd., II, c. 91. [3] Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, VII, 3. [4] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 91. [5] Ibíd., II, c. 92. [6] Ibíd., II, c. 70. [7] Pedro Lombardo, Cuatro Libros de Sentencias, II, d. 9. [8] San Anselmo, Por qué Dios se hizo hombre, I, c. 16. [9] Santo Tomás, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II, d. 9, q. 1, a. 8, in c. [10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 92. [11] Ibíd., II, c. 93. [12] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 50, a. 4, in c. [13] Ibíd., I, q. 75, a. 7, ob. 3. [14] Ibíd., I, q. 75, a. 7, ad 3. [15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 94. [16] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 50, a. 4, in c. [17] Ibíd. I, q. 75, a. 7, in c. [18] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 95. [19] Ibíd., II, c. 96. [20] Ibíd., Véase: ÍDEM, Suma teológica, I, q. 55, a. 2, in c. [21] Ibíd., II, c. 97. [22] Ibíd., II, c. 96. [23] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 55. [24] Ibíd., I, q. 55, a. 2, ad 1. [25] Ibíd., I, q.55, a. 2, in c. [26] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 98. [27] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 56, a. 1, in c. [28] Ibíd., I, q. 56, a.1, ob. 2.

[29] Ibíd., I, q. 56, a. 1, ad 2. [30] El ángel se entiende a sí mismo: «por la presencia de su esencia en el cognoscente, como si la luz se viese en el ojo» (Suma teológica, I, q. 56, a. 3, in c.) [31] ÍDEM, Suma contra gentiles, II, c. 98 [32] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 107, a. 1, in c. [33] ÍDEM, Suma contra gentiles, II, c. 98 [34] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 56 [35] IDEM, Suma contra gentiles, II, c. 99. [36] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 57, a. 1, in c. [37] ÍDEM, Suma contra los gentiles,., II, c. 100. [38] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 57, a. 2, in c. [39] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 101.

XXVII. El fin último del hombre 282. ––Después de estudiar, en el libro primero de la «Suma contra los gentiles», la perfección de la naturaleza divina, y, en el segundo, la perfección de su poder como creador y señor de todo ¿qué trata el Aquinate en el libro siguiente? ––En el tercer libro, Santo Tomás se ocupa de lo que queda por examinar sobre Dios: su perfecta autoridad o dignidad como gobernador y como fin de todos los seres. Estudiará a Dios, al igual que en el libro anterior, en relación a las criaturas, pero no ya como primer principio como en el libro segundo, sino en cuanto fin de todos los entes y rector de todo. También al igual que en los dos libros anteriores comienza con un lema bíblico,que indica este tema general. Es el siguiente pasaje de un Salmo: «El Señor es un Dios grande y un rey grande sobre todos los dioses, porque no rechazará Dios a su pueblo. En su mano están todos los confines de tierra, son suyas las alturas de los montes. Suyo es el mar, Él lo hizo y sus manos formaron la tierra árida»[1]. En el capítulo primero, glosa así estas palabras: «el Salmista, lleno del Espíritu divino, para demostrarnos el gobierno de Dios, nos describe, en primer lugar, la perfección del primer soberano: de su naturaleza, al llamarle «Dios»; de su poder, cuando dice «gran Señor». Dando a entender que a nadie necesita para ejercer su poder; de su autoridad, al decir «Rey grande, sobre todos los dioses», porque, aunque haya muchos gobernantes, no obstante, todos están sometidos a su gobierno». Después de definirse en el Salmo la naturaleza y poder de Dios Gobernador, añade Santo Tomás que: «en segundo lugar, nos describe la manera de gobernar . En lo referente a los entes racionales que, sometiéndose a su gobierno, consiguen por él su último fin, que es Él mismo, dice: «No rechazará el Señor a su pueblo». Se indica también que el gobierno de Dios es universal, porque no sólo se extiende a las criaturas racionales, que lo hacen libremente, sino también a todas las irracionales. «En lo que toca a los

entes corruptibles, los cuales, aunque a veces salen de su propio modo de obrar, no escapan al poder del primer soberano, dice así: «En sus manos tiene las profundidades de la tierra». Igualmente, también afecta el gobierno divino a los otros seres irracionales, que considera que no tienen fallos como los cuerpos terrestres, porque: «respecto a los cuerpos celestes, que sobrepasan lo más alto de la tierra, esto es, los cuerpos corruptibles y que siempre guardan el recto orden del gobierno divino, dice: «Y suyas son también las cumbres de los montes» Por último, nota Santo Tomás que en el texto bíblico: «en tercer lugar, da la razón de este gobierno universal; pues es necesario que todo lo que Dios ha creado sea gobernado por Él; y por eso dice: «Suyo es el mar…»[2]. Enseña San Agustín, y sigue así toda la tradición, que Dios gobierna todas las cosas.Como una objeción a ello, nota que: «Se suele preguntar por qué Dios –según está escrito en el libro de la ley, llamado Génesis, con el que comienzan las santas Escrituras– puso término a sus obras el día sexto y el séptimo descansó de todas ellas». Indica que esta manera argumentar era parecida a la de: «los judíos, quienes entendían tan materialmente lo del sábado, que se imaginaban que Dios estaba ocioso desde aquel primer sábado. Y si no lo pensaban, creían tal vez que también él obraba en las criaturas seis días, que los sábados descansaba y no trabajaba, y que, como los niños, disfrutaba de unas vacaciones». Sin embargo, añade: «El problema se resuelve de esta manera: es verdad que Dios realizó y puso término a su obra creadora y que el sábado descansó, pero de crear, no de administrar la creación. Efectivamente la mole de este mundo, es decir, el cielo la tierra y todo lo que en ellos hay, si él no lo gobierna, deja de existir». Además: «Él gobierna el mundo sin fatiga»[3]. Explica también que: «después de todo lo que hizo en el mundo, ya no hizo ninguna criatura nueva. Son las criaturas mismas las que cambian y se transforman. De hecho una vez que fueron creadas, nada más se añadió. Con todo, si el que hizo el mundo no lo gobernase, dejaría de existir lo hecho; no le queda sino administrar lo que hizo. Así, pues, como nada se añadió a la creación, se dice que Dios descansó de todas sus obras (Cf. Gn 2, 2). Al mismo tiempo, como no cesa de gobernar lo que hizo, el Señor dice con razón: «Mi Padre trabaja hasta ahora» (Jn 5) El gobierno divino sigue a la creación, para su conservación. Dios: «gobierna las cosas que hizo: por eso no cesa de obrar. Pero las gobierna con la misma facilidad con la que las hizo. No juzguéis, hermanos, que no se fatigaba al crearlas, pero se fatiga al gobernarlas, al modo como, con referencia a una nave, se fatigan tanto los que la construyen como los que la gobiernan, dado que son hombres. Pues con la facilidad con que lo mandó y las cosas se hicieron, con esa misma facilidad y discreción las gobierna»[4]. 283. ––¿Prueba el Aquinate las tesis afirmadas en el comentario a los versículos del Salmo 94? ––Muestra la necesidad de las tesis enunciadas sobre la gobernación divina, desde lo ya demostrado en los libros anteriores. En primer lugar, que: «en todos los entes, hay un primero que posee plenamente la perfección, a quien llamamos Dios, el cual, de la abundancia de su propia perfección distribuye el ser a todo cuanto existe, comprobándose así que no sólo es el primero de los entes, sino también el principio de todos los entes». En segundo lugar, que Dios: «da el ser a los demás no por necesidad de naturaleza, sino al arbitrio de su voluntad, como consta por lo dicho, de donde resulta que es el Señor de todas sus criaturas, pues somos señores de cuanto está sujeto a nuestra voluntad». Precisa que: «este dominio que tiene sobre las cosas que produjo es perfecto, puesto que para producirlas no precisó ayuda de ningún agente exterior ni se valió de la materia, pues es el Hacedor universal de todo».

Por otra parte, de la naturaleza de la voluntad se desprende que: «cada una de las cosas producidas por voluntad de un agente está ordenada a un fin determinado por ese mismo agente; porque, siendo el bien y el fin el objeto propio de la voluntad, es necesario que cuanto proceda voluntariamente esté ordenado a algún fin». Sin embargo: «cada cosa alcanza el último fin por su propia acción, la cual es preciso que sea dirigida al fin por quien dio a las cosas los principios de sus operaciones». De todo ello, se concluye que: «Dios, que en sí es universalmente perfecto y que con su poder prodiga el ser a los demás entes, es el gobernador de todos ellos, por nadie dirigido; pues no hay quien se exima de su gobierno, como tampoco hay quien no haya recibido afortunadamente el ser de Él». Dios, en consecuencia: «así como es perfecto en el ser y en el causar, así también lo es en el gobernar»[5]. Como asimismo concluirá en la Suma teológica: «Pertenece a la bondad divina, que, así como ha producido las cosas, las conduzca también a sus fines; y esto es gobernarlas»[6]. 284. ––¿Indica también Santo Tomás los modos de gobernar a las diferentes criaturas y cuáles son sus efectos? ––Después de exponer brevemente la existencia y naturaleza de la divina gobernación de Dios, Santo Tomás escribe: «el efecto de su gobierno aparece de distintas maneras en todos los diversos entes, en consonancia con sus diferentes naturalezas». Se refiere, en primer lugar, a los entes espirituales: «producidos por Dios y dotados de inteligencia, con el fin de mostrar en sí su semejanza y de representar su imagen; no sólo son dirigidos, sino que también se dirigen a sí mismos al fin debido mediante sus propios actos». Las criatura espirituales, que se asemejan y participan del Bien por esencia, que es Dios, tiende con voluntad libre al fin del gobierno divino, que es el bien. Por ello: «si al dirigirse al mismo se someten al régimen divino, son admitidos a la consecución del último fin por disposición divina; por el contrario, si al dirigirse hacia él se independizan son rechazados»[7]. En su obra de moral, el tomista Ramón García de Haro, respecto a este efecto de la divina gobernación, explicaba: «El dinamismo de las criaturas tiene su raíz en la tendencia e inclinación al propio bien, depositada por Dios en lo más profundo de su ser. En el hombre, como criatura espiritual, el bien propio es el amor de Dios y del prójimo, al que libremente accede a través del don sincero de si (En esto se muestra la imagen de Dios, que obra siempre para dar: para hacer a otros partícipes de su bondad)» Sin embargo, advertía que: «entre la diversidad de bienes que le atraen y puede libremente querer, sólo le perfeccionan aquellos que le conducen a ese amor y a ese darse, y constituyen – por ende- el bien (o valor) moral, o sea, de la persona en cuanto tal»[8]. Entre los bienes se debe distinguir entre los bienes auténticos y los aparentes, porque: «en contraposición al bien moral verdadero (o bien honesto) está el bien aparente, es decir, aquel que tienen una conveniencia parcial para el sujeto, pero que es contrario a su perfección como persona, o se que de algún modo se opone al amor de Dios y del prójimo». En definitiva: «Cualquier bien creado puede perseguirse como fin y, de hecho, el hombre se propone fines muy diversos, tantos como bienes concretos quiere conseguir. Pero debe querer esos bienes siempre dentro del orden de la creación: algunos por sí mismos –por ejemplo, la persona y sus bienes fundamentales»[9].

Notaba también el profesor García de Haro que: «Al participar en la bondad divina, las criaturas la manifiestan necesariamente. Por tanto, su fin –impreso en su ser por la misma acción creadora– es mostrar la perfección del Creador, para que el hombre le descubra y le ame, y esto es glorificarle: «Llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 3)». Sobre está última afirmación: «es necesario evitar aquí un falso antropomorfismo. Si atendemos a nuestra experiencia, vemos que los hombres a menudo pretenden su gloria de modo egoísta: buscan desordenadamente el bien para sí, aunque sea en detrimento de los demás. Pero Dios, que lo posee todo, al crear no puede buscar tener más, sino sólo dar. De modo que crear para su gloria es hacer gratuitamente a otros partícipes de su Bondad»[10]. El antropomorfismo puede llevar a: «colocar al hombre por sí mismo, como término definitivo de las aspiraciones y logros humanos»[11]. Además: «oscurecido el gobierno divino de las cosas creadas, el paso siguiente es poner en sombras la verdad misma sobre Dios, ya comprometida con el olvido de su Providencia»[12]. Queda así confirmada la observación de Santo Tomás: «cree que existe Dios quien cree que todas las cosas de este mundo caen bajo su gobierno y providencia»[13]. Sólo se cree verdaderamente en Dios si se cree en el gobierno divino universal. En segundo lugar, sobre los efectos del gobierno divino en las criaturas materiales, nota Santo Tomás que: «hay otros entes, privados de inteligencia, que no se dirigen a sí mismos, sino que son dirigidos por otro hacia su propio fin (…) de los cuales unos son corruptibles, pudiendo admitir defecto en su ser natural, aunque tal defecto redunda en beneficio de otro, porque al corromperse uno se engendra otro. Y fallan también respecto al orden natural en sus propios actos; aunque tal fallo se compensa con algún bien que resulta de ello». El gobierno de Dios es infalible. Nada ni nadie puede intentar ir contra el orden de la gobernación de Dios, porque todo está al servicio de los planes de Dios. «Lo cual demuestra que ni aun aquello entes que, al parecer, se apartan del orden del gobierno divino, escapan al poder del primer gobernador, porque estos cuerpos corruptibles, así como han sido creados por Dios, así también están sujetos perfectamente a su poder»[14] 285. ––Como en los dos anteriores libros, el Aquinate al principio del tercero comenta el lema que lo encabeza, para justificar su contenido. ¿También como en los otros explica su estructura? ––Al finalizar el «proemio» o introducción a este extenso libo, Santo Tomás explica, por una parte la razón de su tema. «Como en el libro primero tratamos de la perfección de la naturaleza divina, y en el segundo de la perfección de su poder como creador y señor de todo, en este tercer libro réstanos tratar de su perfecta autoridad o dignidad como gobernador y como fin de todos los entes». Por otra, presenta sus tres partes. «El orden será el siguiente: en primer lugar, trataremos de Él mismo como fin de todas las cosas; a continuación, de su gobierno universal sobre todo lo creado; y después del gobierno especial con que se rige a las criaturas dotadas de entendimiento» Considera, por ello, Santo Tomás que, en su relación con su primer principio, en las criaturas hay un cierto proceso circular o de retorno, en cuanto que todas las cosas vuelven, como al fin, a aquello de lo que había sido su origen. Esta tesis afecta el contenido y el orden del libro tercero de la Suma contra los gentiles, porque se sigue que el estudio de la vuelta o retorno al fin debe hacerse de Dios, como primer principio, a Dios como fin último y gobernador de lo creado. El orden será, por tanto, el siguiente: en primer lugar, se estudiará a Dios como fin ultimo universal; en segundo lugar, Dios como gobernador universal y, por último, en tercer lugar, Dios, gobernador especial de los seres espirituales. 286. ––¿Cómo comienza la parte dedicada a Dios, como fin último de todas las criaturas?

––El capítulo segundo, con el que, después del proemio, se inicia esta primera parte del libro III, se ocupa del fin último en común o en general. Elprincipio de finalidad establece que: «Todo agente, cuando obra, tiende a algún fin». El fin al que tiende todo agente al obrar no es sólo el resultado de la eficiencia del agente, sino también aquello por lo que ha obrado y que ha sido previo. Dirá después Santo Tomás en la Suma teológica que: «El fin es el último en el orden de ejecución, más el primero en la intención del agente, y en este sentido tiene condición de causa»[15]. Al comentar este texto, el tomista Garrigou-Lagrange argumentaba que: «El fin es causa en relación con el agente porque es la primera en el orden intencional aunque sea la última en la ejecución. Luego, la verdadera fórmula del principio de finalidad es la fórmula clásica «todo agente obra por un fin». Hay que entenderlo de distinta manera según se trate de un agente intelectual o de un agente natural privado de razón»[16]. Debe entenderse, por tanto, de una manera analógica. Sobre el sentido analógico de acción y de fin en los entes espirituales, explica Garrigou: «Los agentes dotados de entendimiento obran mirando un fin formalmente directivo, esto es, conociendo la finalidad misma, la misma razón de fin, y, bajo esta luz, disponiendo y orientando los medios hacia la meta conocida como tal (…). La inteligencia sola, cuyo objeto es, no el color o el sonido, sino el ente, es capaz de advertir la razón del fin y de captar, dentro de este fin, la razón de ser de los medios que le conducen a conseguirlo». En cambio: «Los animales carentes de razón obran por un fin, directivamente, pero no formalmente sino sólo en cuanto el sujeto o materialmente, es decir, conociendo la cosa que es su fin. Así, el animal que ha visto su presa a cierta distancia no es un nuevo paciente en el movimiento a que se siente arrastrado: en cierto modo se mueve a sí mismo activamente hacia ella; también la golondrina al recoger las briznas para construir su nido»[17]. Por ello, enseña Santo Tomás en la Suma teológica que: «Hay dos modos de conocimiento del fin uno perfecto y otro imperfecto. Aquél existe cuando no sólo se percibe la realidad material, sino también la noción formal del fin y la proporción de los medios que a él conducen: tal conocimiento es propio de la criatura racional. El conocimiento imperfecto se limita a la sola aprehensión de la realidad que constituye el fin, sin percibir su noción formal y su relación con el acto que a él se orienta. Este conocimiento imperfecto se halla en los irracionales, captado por el sentido y por la estimativa natural»[18]. Por último: «Los agentes naturales carentes de todo conocimiento, hasta sensible, obran mirando a un fin, sólo ejecutivamente. Son las plantas y los cuerpos inorgánicos, que obedecen a la finalidad sólo dentro del plan de la ejecución, pero de acuerdo a un orden admirable y preestablecido. Así la piedra tiende al centro de la tierra y todos los cuerpos se atraen por la cohesión del universo en lugar de dispersarse en todos los sentidos»[19]. 287. ––La naturaleza del principio de finalidad sería analógica, porque enuncia el obrar por un fin, directivo formalmente, en la vida espiritual, directivo materialmente, en la vida sensitiva y vegetativa, y sólo ejecutivamente en los entes inertes ¿Se puede demostrar su existencia? ––El principio de finalidadno se puede demostrar. Al igual que los otros primeros principios no tiene demostración. Sin embargo, no es necesaria, ya que, como los demás principios, es evidente por sí mismo. Por su evidencia, al comprender su formulación, se advierte su veracidad. No obstante, no sólo por establecer el principio de finalidad queda indicado que es patente de por sí, porque su evidencia se puede también mostrar, desde el principio de no contradicción, demostrándolo indirectamente por el absurdo.

Santo Tomás presenta esta demostración por reducción al absurdo del modo siguiente: «Si el agente no tendiese a un efecto determinado, todos los efectos le serían indiferentes; más, como lo que es indiferente respecto a muchas cosas no tiende más hacia una que hacia otra, síguese que de lo que es totalmente indiferente no resulta ningún efecto si algo no lo determina en un sentido. Sería, por lo tanto, imposible que obrará. En consecuencia, todo agente tiende hacia un efecto determinado, que es su fin». De manera que si el agente no tendiese a un efecto determinado, que es su fin, todos los efectos le serían indiferentes. No tendería, por tanto, a ninguno. Sería, por ello, imposible que obrara. En consecuencia, debe aceptarse que todo agente tiende hacia un efecto determinado, hacia su fin. 288. ––¿El principio de finalidad es máximamente general o universal como el principio de no contradicción? ––La máxima universalidad del principio de finalidad se manifiesta claramente, por una parte, en los seres espirituales. «No cabe duda de que los que obran intelectualmente lo hacen por un fin, puesto que con la mente conciben lo que llevarán a cabo con la acción, y con tal concepto previo obran, que es obrar intelectualmente». Es indudable que los seres, que obran intelectualmente, lo hacen por un fin. Los seres espirituales, para obrar, con su entendimiento, conciben lo que ejecutarán con la acción, y, por tanto, se ponen un fin. El principio de finalidad se manifiesta también claramente en los seres que no obran por el entendimiento, sino por su naturaleza, como lo hacenlos inertes, las plantas y los animales. «Así como en el entendimiento preconcipiente existe una total semejanza del efecto que se realizará mediante la acción, así también, en el agente natural preexiste la semejanza del efecto natural, por la que se determina la acción a dicho efecto; por eso vemos que el fuego engendra al fuego y la oliva a la oliva. Por tanto, así como el que obra de modo intelectual tiende mediante su acción a un fin determinado, del mismo modo tiende el que obra de modo natural»[20]. Al igual que en el entendimiento existe el concepto –que es una total semejanza del efecto que se realizará mediante la acción–, en el agente natural preexiste igualmente una semejanza del efecto natural, que determinará la acción a dicho efecto. De la universalidad del principio de finalidad, se sigue que, tanto el que obra de modo intelectual como el que obra de modo natural, tienden por medio de su acción a un fin determinado. 289. ––¿Además de su conexión con el principio de no contradicción, el principio de finalidad tiene relación con otro primer principio? ––Del principio de finalidad se sigue el llamado principio de conveniencia. Santo Tomás lo expresa así: «Todo agente obra por un bien». La razón es la siguiente: «Se ha probado que todo agente obra por un fin, porque obra por algo determinado. Más aquello a lo que el agente tiende determinadamente es, sin duda alguna, algo que le conviene; de lo contrario, no tendería hacia ello. Y como lo que conviene a uno es su propio bien, siguese que todo agente obra por un bien»[21]. El principio de conveniencia se deriva del de finalidad, porque si todo agente obra por un fin, obra por algo determinado. Si tiende a algo determinado es porque este algo le conviene; ya que si no le conviniera, no tendería hacia ello. Y lo que le conviene es su propio bien. Por consiguiente, puede afirmarse que todo agente obra por un bien. El principio de conveniencia es también una ley universal de todos los entes como el principio de finalidad. Se da estacoincidencia con el principio de finalidad, porque el bien es lo que apetecen, o el fin de todas las cosas[22].

290. ––¿La máxima universalidad del principio de conveniencia es igualmente manifiesta como en el de finalidad? ––La máxima universalidad del principio de conveniencia es igualmente manifiesta en los entes espirituales como en los entes materiales. Argumenta Santo Tomás: «quien obra intelectualmente, no se fija el fin sino bajo la razón de bien, porque lo inteligible no mueve sino bajo dicha razón de bien, el cual es el objeto de la voluntad». En los seres espirituales se manifiesta claramente el principio de conveniencia, porque los que obran intelectualmente, como los seres espirituales, se dirigen al fin, pero bajo la razón de bien, porque el fin no puede mover a la voluntad sino bajo la razón de bien, que es su objeto. En los seres materiales también se patentiza, porque los que obran por su naturaleza, aunque no establecen su fin, obran por un fin. No conocen su fin, pero obran por este fin, que les impone su naturaleza. Este fin es lo que les conviene, que es su bien. Por consiguiente: «el agente natural ni es movido ni obra por otro fin que no sea un bien, puesto que el fin le ha sido determinado por otra voluntad»[23]. 291. ––En este mismo capítulo, escribe el Aquinate: «una cosa ocurre por acaso o por azar cuando procede de la acción de un agente al margen de su intención», y, por tanto, fuera de alguna finalidad. Si existe lo azaroso o eventual en la naturaleza, ¿podría el principio de finalidad ser sustituido por la casualidad o el azar? ¿El agente, en lugar de actuar siempre por finalidad o conveniencia, no podría hacerlo siempre causalidad o por azar? –– El principio de finalidad no puede ser sustituido por la causalidad o el azar, porque un efecto se produce por casualidad o por azar, cuando procede de la acción de un agente al margen de su intención o finalidad. «Según Aristóteles el azar es una causa que obra fuera de la intención (Cf. Física II, c. 6)»[24]. Así, por ejemplo, si al cavar alguien una fosa para una sepultura, se encuentra con un tesoro, se dice que fue por casualidad o azar, ya que no tenía la intención de hallar riquezas. Sin embargo, tanto el que cavó la sepultura como el que enterró el tesoro obraron por un fin concreto: enterrar a alguien y guardar un tesoro. La casualidad o el azar está en que ambos fines se encontraron, pero de un modo accidental. El azar, como lo define Garrigou-Lagrange: «es la causa accidental de lo que sucede raras veces y de forma, no indiferente, sino agradable o desagradable, fuera de la intención de la naturaleza o del hombre»[25]. El efecto casual, aunque parezca que la acción que lo produce haya tenido por objeto una intención o finalidad directa, se ha producido fuera de toda intención al mismo. El azar es un efecto accidental, porque se ha determinado por accidente. En los hechos fruto del azar se da también finalidad. Hay la intencionalidad de efectos que se cruzan accidentalmente. De la explicación del ejemplo, se sigue, en segundo lugar, que el efecto accidental del hallazgo del tesoro no se produciría sin la tendencia necesaria a un fin distinto de los dos agentes, que hicieron que se produjera el hecho azaroso. Todo lo accidental supone algo no accidental a lo que se adhiere de manera contingente. Así, que un médico sea músico es algo accidental, pero no que el médico sea médico. Por ello, como infiere Garrigou: «Si lo accidental exige lo necesario al que se adhiere, la causa accidental exigirá necesariamente la causa a la cual se adhiere también. El que cava una tumba encuentra accidentalmente un tesoro, con la condición de verificar este trabajo, que trate de realizar algo, que tenga alguna intención»[26]. El que lo accidental suponga siempre lo esencial permite una definición más precisa del azar. Podría decirse que el azar es la concurrencia accidental, o sin intención, ni, por tanto, sin razón de ser o inteligibilidad, de dos acciones, que son intencionales. Con ello, no se niega la existencia del azar en el mundo, porque se dan hechos que se producen por azar, sin razón de ser o de

inteligibilidad, que incluso parecen ocurrir fuera de toda intención, y que son efectos fortuitos, y como tales excepcionales. Las acciones azarosas o fortuitas se distinguen de las naturales por la constancia o persistencia de estas últimas. Así: «en las obras de la naturaleza vemos que siempre o casi siempre ocurre lo mejor, como sucede en las plantas, cuyas hojas están de tal manera dispuestas que protegen el fruto, y como ocurre en la disposición de las partes del animal, aptas para que éste se defienda. Si esto sucediera sin intentarlo el agente natural, habría de proceder de la casualidad o del azar. Lo cual es imposible, porque lo que ocurre siempre o de ordinario no es casual ni fortuito; lo que ocurre rara vez, si lo es»[27]. No pueden explicarse todos los efectos por el azar, porque, por ser accidental, no puede causar lo que ocurre siempre. Los agentes naturales obran siempre de una misma manera para conseguir lo que mejor les conviene, que es su bien. El azar no puede considerarse, por tanto, como principio de todas las cosas. Por el contrario, hay que afirmar que el principio de finalidad, y el de conveniencia, son universales y necesarios. Borrar la finalidad de toda la realidad supondría negar toda ley, porque todo sería accidental. Incluso, con ello, también desaparecería lo accidental, ya que carecería de punto de apoyo, pues lo accidental cuenta con la existencia de lo esencial y necesario, que modifica, al igual que no tendría sentido la dispensa de una ley, si no hubiese ley. Escribía, por ello, «Para borrar toda finalidad en la naturaleza, hay que sostener que al menos en el principio del mundo no hubo ninguna ley; que todo, todo en absoluto era accidental; pero con esto, lo accidental también desaparece, ya que carece de punto de apoyo. La modificación accidental de una cosa cuenta con la existencia de dicha cosa; de otro modo sería necesario tratar del sueño sin durmiente, de un vuelo sin volátil, de una corriente sin fluido»[28]. Con toda esta explicación de la finalidad en la realidad, dirá Santo Tomás: «se rechaza el error de los antiguos naturalistas, quienes sostenían que todo se hace por necesidad de la materia, negando, en consecuencia, la causa final en las cosas»[29] (c. 2). En la naturaleza, reducida a materia, encontraban únicamente causas eficientes. Explicaban lo superior por lo inferior, al no reconocer la finalidad que subordina lo imperfecto a lo perfecto. El acontecer de la naturaleza y la estructura interna de los cuerpos naturales se intentaba explicar por fuerzas mecánicas que hacían cambiar de lugar o la cantidad de sus partes invariables. El mecanicismo se oponía con ello, como también lo hizo su reaparición en la modernidad, al finalismo o teleologismo. Eudaldo Forment

[1] Sal 94, 3-5. [2] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 1. [3] San Agustín, Sermón 125A, 1. [4] ÍDEM, Sermón, 125, 4. [5] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 1 [6] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 103, a. 1, in c.

[7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 1. [8] Ramón García de Haro, La vida cristiana. Curso de Teología Moral Fundamental, Pamplona, EUNSA, 1992, p. 176, [9] Ibíd., p. 177. [10] Ibíd., p. 175. [11] Ibíd., pp. 195-196. [12] Ibíd., p. 196. [13] Santo Tomás, Exposición del símbolo de los apóstoles, art. 1. [14] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 1. [15] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 1, a. 1, ad 1. [16] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad, Buenos Aires, Desclée de Bouwer, 1947, p. 83. [17] Ibíd., p. 85. [18] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 6, a. 2, in c. [19] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., p. 86. [20] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 2. [21] Ibíd., III, c. 3. [22] Cf. Ibíd., III, c. 16 [23] Ibíd., III, c. 3. [24] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 64, a. 8, in c. [25] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., pp. 37-38. [26] Ibíd., p. 40. [27] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 3. [28] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., p. 41. [29] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, III, c. 2.

XXVIII. El mal y la tendencia al bien 292. ––Después de su explicación del llamado principio de conveniencia, que se sigue del principio de finalidad, en el capítulo tercero del tercer libro de la Suma contra los gentiles, concluye el Aquinate: «Los filósofos, al definir el bien, dijeron: “Bien es lo que todas las cosas apetecen” (Aristóteles, Física, II, 5). Y Dionisio dice que: “Todas las cosas apetecen lo bueno y lo óptimo”· (Pseudo Dionisio, Los nombres divinos, 7)»[1]. Sin embargo, tal como indica, al comenzar el capítulo siguiente: «Resulta de esto que se da el mal en las cosas, sin que los agentes lo intenten». Explica seguidamente: «cuando de la acción de un agente resulta algo

distinto de lo que él intentó, esto sucede al margen de su intención»[2]. Parece, por tanto, que el mal no se pretende o busque. ¿El mal no tiene, por consiguiente. causa final? ––La afirmación de la necesidad y universalidad del principio de finalidad le lleva a Santo Tomás al complejo problema del mal, porque ningún agente se dirige directamente al mal, tal como hace siempre con el bien. Por ello, si todo tiende al fin o al bien, debe explicarse la razón de la existencia del mal. La cuestión del mal ha sido escrutada por todos los pensadores. Como escribió el tomista Sertillanges: «La inmensa mayoría de los pensadores no ha podido resignarse a creer que el mal, cuya existencia se manifiesta en el seno de un mundo, por demás admirable y ordenado, no era susceptible de una interpretación racional». Uno de los problemas inmediatos que se han planteado es si: «el mal, tal como existe, ¿puede conciliarse con el profundo optimismo del espíritu que tiende a la unidad armónica de todo, y con la aspiración invencible que nos lanza a la búsqueda y a la conquista del bien?». Lo que afecta al origen del mal «en cuanto a la causa final»[3]. La primera explicación racional y sistemática del mal fue la de San Agustín. Habían existido otros intentos, que comenzaron con la filosofía griega, se continuaron en el pensamiento cristiano, pero incompletos. Sin embargo, desde el principio todo pensador cristiano: «ha ahondado en el abismo del pecado hasta profundidades desconocidas en los antiguos modos de pensar»[4]. Para calificar y medir la horrible ofensa del pecado: «no hay más que el signo infinito para medir su cifra». Sin embargo, a este «pesimismo», que se extiende del hombre a todo lo creado, le sigue de modo conexionado un «optimismo», propiamente cristiano, por la redención de Cristo, pues: «¿cómo no sería también infinitamente reparable el pecado, con la caución infinita de nuestro Hermano divino, con la accesibilidad de Aquel que es “manso y humilde de corazón” y que nos ofrece a despecho de toda prevaricación, cuando nuestro propio corazón ha recurrido al suyo, el “reposo de nuestras almas” (Mt, 11, 29)»[5]. Nota Sertillanges que, por ello: «La desgracia decisiva de Judas no es el haber traicionado, sino haber rechazado el amor. En vez de dirigirse para arrojar con furor sus monedas de plata a los pies del gran sacerdote y sufrir su ironía despreciativa, si se hubiera prosternado a los pies de Jesús, que nos espera siempre, el dulce Maestro le hubiera alzado y apretado contra su corazón. Prefirió la soga, y ese fue el crimen supremo. Por esto, y sólo por esto, más le hubiera valido a este hombre no haber nacido nunca»[6]. Con San Agustín, se tiene una construcción completa, rigurosa y sistemática. No puede negarse que: «Agustín es un filósofo: es un pensador de genio y el esfuerzo, que ha realizado para desprenderse del error, le invita a fortificarse en la verdad mediante una construcción coherente que satisfaga su espíritu y sirva para preservar a los demás»[7]. Como en otros muchas cuestiones, en el problema del mal, Santo Tomás asume y profundiza la solución agustiniana. Ofreció una visión de conjunto razonada y ordenada, que expresa lo esencial del pensamiento cristiano sobre el mal.. Empezó a tratar el problema del mal en su comentario al Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, pero es en la Suma contra los gentiles, donde presenta una doctrina completa sobre el mal, que continuará estudiando en obras posteriores. Confiesa Sertillanges que: «Lo que choca en las exposiciones de Santo Tomás con referencia a nuestro problema, es la externa coherencia de las nociones que emplea y realza. De las tesis tomistas no podría decirse, como al parecer decía Calígula de las de Séneca, que son “arena sin cal” (Suetonio, Calígula, 33). Aquí tenemos cemento romano, casi roca granítica»[8].

En el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás comienza advirtiendo quelos agentes no intentan el mal. Si el bien es el fin de todos los entes, aquello a lo que todos tienden, no es posible que el mal, que es lo contrario del bien, sea un fin. Se demuestra, porque: «todo agente obra por lo que tiene de poder activo, y en tanto que obra tiende a un fin; al fin, pues, que corresponde a su poder. De donde todo lo que signifique defecto de ella es ajeno a la intención del agente; y esto es un mal. Por consiguiente, el mal es ajeno a la intención del agente». Los agentes no espirituales no se dirigen al mal. Se explica, porque: «cuando la materia está perfeccionada por la forma y la potencia por el acto, entonces se da el bien; pero cuando está privada del acto debido, se da el mal. Por lo tanto, todo lo que se mueve intenta en su movimiento alcanzar el bien y sólo llega al mal al margen de su intención. De donde resulta que, como todo agente busca el bien, el mal es ajeno a su intención». Lo mismo ocurre en los entes espirituales, aunque hagan el mal. Los que tienen facultades superiores: «obran intelectualmente o con algún conocimiento, la intención es consiguiente a la aprehensión, puesto que se intenta lo previamente aprehendido como fin. Si, pues, se da con algo que carece de representación previa, será sin intención; como si uno intenta comer miel y como hiel, creyendo que es miel, lo hace sin intención. –por consiguiente, el que obra intelectualmente hace el mal sin intentarlo». Por consiguiente, concluye Santo Tomás: «como el tender al bien es común al que obra intelectualmente y al que obra por impulso natural, el mal resulta al margen de la intención de todo agente»[9]. En todos los entes, el mal no es intentado o buscado por sí mismo. 293. ––A pesar de estos dos argumentos, quedan pendientes dos interrogantes: ¿De donde proviene el mal en los agentes materiales? y ¿cómo es que los agentes intelectuales eligen males? ––En el capítulo que sigue, Santo Tomás tiene en cuenta estas preguntas, que presenta como tres objeciones a la anterior conclusión. La primera es la siguiente: «Lo que sucede sin intentarlo el agente se llama fortuito, casual y, en otros casos, accidente. Pero el mal no es fortuito ni casual, ni ocurre pocas veces, sino siempre o casi siempre». El mal, por estar siempre presente en la realidad, no puede calificarse de casual o accidental. Se patentiza, porque: «en la naturaleza, toda generación va acompañada de corrupción». También: «en quienes obran voluntariamente, el pecado es frecuente, ya que, como dice Aristóteles: “es difícil obrar virtuosamente, como lo es dar con el centro de un círculo” (Ética II, c. 9)». Se infiere, por ello. que: «no parece que el mal provenga sin ser intencionado»[10]. El mal si no es fruto del azar debe serlo de una finalidad, en la naturaleza o en la voluntad. 294. ––¿Qué responde el Aquinate a esta objeción sobre el carácter de fin que debe poseer el mal? ––Para responder a esta primera impugnación a su tesis sobre la carencia de causa final en el mal, nota Santo Tomás que: «el mal puede afectar a una substancia o a la acción de la misma». Respecto a la entidad substancial, precisa que: «El mal afecta a la substancia cuando ésta carece de lo que debe tener por naturaleza». Por ello, por ejemplo: «no es malo que un hombre carezca de alas, porque por naturaleza no debe tenerlas. Incluso algunos hombres pueden tener algo, del que carecen otros y ello no es malo. Así si alguien: «carece de cabellos rubios, tampoco es un mal, pues, aunque hubiera nacido con ellos, ya que no es de necesidad que los tenga». En cambio: «sería, sin embargo, un mal que no tuviera manos, las cuales debe tener por naturaleza si es perfecto; pero esto no sería un mal para el ave», porque no debe poseerlas.

La carencia o privación, que implica el mal, es siempre de algo exigido por la naturaleza substancial a la que afecta. «Por tanto, toda privación, tomada propia y estrictamente, lo es de algo que uno debe tener por naturaleza». No toda privación es un mal, porque hay limitaciones que son de la misma naturaleza y en este sentido son por las mismas condiciones de las esencias En cambio, la privación de algo de esta naturaleza limitada es un mal. Por consiguiente: «la privación, entendida de esta manera siempre incluye la razón de mal». De manera que, cuando hay una privación en sentido propio, que «es mal en el sujeto en que está, tenemos un mal en sí mismo; en caso contrario, será mal (o privación) de alguna cosa y no un mal en sí mismo . Por ello, es un mal en sí mismo que el hombre esté privado de una mano; pero que la materia lo esté de la forma de aire no es mal en sí mismo, sino un mal (en el sentido de mera privación) del aire». En cuanto al mal que afecta al obrar, que sigue a la substancia, también es una privación de algo debido, porque: «la privación de orden, o de la debida proporción, en una acción, es un mal de dicha acción. Y como toda acción debe estar ordenada y proporcionada, síguese que tal privación en la acción es un mal en sí mismo». El mal en la acción es la carencia o privación de su dirección al bien, proporcionado a su especie. De estas precisiones se desprende que: «no todo lo ajeno a la intención es fortuito o casual, como se indica el argumento primero» y que sirve como premisa mayor para la conclusión de la objeción a la falta de finalidad del mal. La razón es porque: «cuando lo ajeno a la intención es siempre o frecuentemente resultado de lo que se intenta, entonces no es fortuito o casual. Por ejemplo, en quien intenta disfrutar de la dulzura del vino, no es fortuito ni casual que, de resultas de beber, se embriague; lo sería, sin embargo, si aconteciera alguna que otra vez». Lo no intentado, el mal de la embriaguez, en este caso, no es casual, sino que se sigue de lo intentado, el beber, que se considera un bien. Además, tampoco es cierto que la corrupción sea un mal, tal como se afirma en la objeción para apoyar la afirmación de su universalidad. «El mal (en el sentido de mera privación) de la corrupción natural, aunque ajeno a la intención del que genera sucede siempre, ya que a la forma de uno acompaña siempre la privación del otro». Por ello: «la corrupción no acaece casualmente ni rara vez, aun cuando la privación no sea un mal en sí mismo, sino de algo», de lo que es privado. No obstante: «si la privación es tal que quita lo debido al generado, será casual y a la vez mal en sí mismo, como sucede en los partos monstruosos, pues esto no se sigue necesariamente de lo que se intentó, sino que le es contrario, porque el agente intenta la perfección de lo generado». Este mal, que no sucede siempre, y que puede ser así casual, no es tampoco una causa final. Lo mismo ocurre en la acción, porque: «En los agentes naturales, el mal en la acción proviene del defecto del poder activo, de modo que, si el agente tiene un poder defectuoso, dicho mal será ajeno a la intención, pero no casual, pues necesariamente se ha de seguir si tal agente tiene siempre o casi siempre esta deficiencia de poder activo». A la privación en el obrar, seguirá necesariamente el mal, que no será, por tanto, casual. Sin embargo, como en las substancias, el mal en sí mismo que afecta a la acción: «sin embargo, podrá ser casual, si esta deficiencia afecta al agente alguna que otra vez», aunque tampoco intentado en la acción. Más patentemente se advierte que el mal en sí mismo no es un fin, porque: «en los que obran voluntariamente, la intención va dirigida hacia un bien particular, si ha de seguirse la acción, porque no son los universales los que mueven, sino los particulares, en los cuales se da el acto. Por lo tanto, si el bien que se intenta lleva adjunta siempre o con frecuencia la privación de un bien conforme a la razón, síguese un mal moral no casualmente, sino siempre o con frecuencia». El mal moral no es intentado, pero tampoco es causal, sino que se sigue necesariamente. «Sería,

no obstante, un mal casual si rara una vez siguiera el pecado a lo que se intenta, como quien tirando a un pájaro, mata a un hombre». Puede parecer extraño que; «alguien intente tales bienes, que van mezclados numerosas veces de privaciones del bien verdadero». Sin embargo, nota Santo Tomás que: «obedece a que muchos viven según el sentido, en razón de que lo sensible nos es más manifiesto y mueve más eficazmente en los casos concretos que es donde tiene lugar la operación, no obstante, a la posesión de muchos de esos bienes sigue la privación del verdadero bien»[11]. El mal en la acción, por tanto, proviene del defecto de la potencia activa, natural o voluntaria. Por esta potencia defectuosa del agente, el mal será independiente de la intención. El mal tampoco será casual o azaroso, pues necesariamente ha de darse si el agente tiene siempre o casi siempre la deficiencia de su potencia activa. El mal no es intentado ni en la naturaleza ni en la voluntad. No es una de sus finalidades, pero tampoco es algo casual o azaroso. No quiere decirse, que nunca se dé el mal por azar. El mal puede ocurrir por azar, cuando la deficiencia afecta al agente alguna que otra vez. En este caso, sin embargo, tampoco sería intentado, sino fruto de un defecto azaroso, sin ello, por tanto, afectar tampoco a esta tesis. 295. ––Aunque el mal no sea un fin de la voluntad, según esta larga argumentación como respuesta a la primera objeción, es innegable que hay quienes hacen el mal voluntariamente, tal como parece reconocer el Aquinate, al final de la misma. Además también siempre la justicia ha establecido castigos para ellos, lo que implica que se reconoce que lo han hecho voluntariamente. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? ––Esta objeción, que según se indica parece seguirse de la respuesta a la primera, la expone Santo Tomás del siguiente modo: «Dice Aristóteles expresamente que: “la maldad es algo voluntario” (Ética III, c. 7), y lo prueba por la razón de que hay quien voluntariamente comete injusticias, pues: “Es irracional no admitir que es injusto quien voluntariamente comete injusticias, y pretender que es continente quien voluntariamente comete estupro”. Además, porque los legisladores castigan a los malos, en cuanto que hacen el mal voluntariamente. Según esto, parece que el mal no es ajeno a la voluntad o intención»[12]. El mal sería un fin o causa final. Responde Santo Tomás que: «Aun cuando el mal esté más allá de la intención, es, no obstante, voluntario, como propone el segundo argumento, aunque no por si mismo, sino accidentalmente». Se distingue, por tanto, entre un querer algo por sí mismo y un querer por otro o de manera accidental. El primer querer es al que se tiene al bien supremo o fin último. «La intención se dirige al fin último, que todos quieren por sí mismo». El segundo se dirige a lo querido no por sí mismo. Entonces: «la voluntad tiende a lo que se quiere en orden a otra cosa, aunque aisladamente no los quiera». Queda clarificada la distinción y sus distintos objetos con el siguiente ejemplo, que pone el mismo Santo Tomás: «quien arroja la mercancía al mar para salvarse, no intenta el arrojarla, sino el salvarse; no queriendo aisladamente arrojarla, sino por causa de otra cosa, su salvación».El capitán de un barco, por un peligroso temporal, ordena arrojar la mercancía, que transporta al mar para así aligerar el peso y evitar el hundimiento, no quiere el mal de perder la carga aisladamente, sino por otro, el bien de poder salvarse, que, en cambio, es querido en sí mismo. De la misma manera se dice que la maldad es voluntaria, como lo es el arrojar lo transportado al mar, que es un querer por otro un mal, porque no es querido por sí mismo, sino para un bien propio, que se ve que se sigue de este mal. «Así para conseguir uno un bien sensible, comete un

desorden, no queriéndolo en sí mismo, sino sólo por la consecuencia. Y por esto se dice que la maldad y el pecado son voluntarios, como lo es arrojar las mercancías al mar»[13]. Por consiguiente, siempre se quiere en sí mismo el bien, pero puede quererse conllevando un mal, que es así querido por otro. Incluso si se pudiera se intentaría que no acompañara al bien. 296. ––Además de quererse un mal, en cuanto que va unido necesariamente al bien¿se puede querer también de manera por si un mal, porque se seguiría del mismo un bien? ––No es posible, porque en este segundo caso también la elección del mal no es por si mismo, sino que es indirecta. Al elegirse primero mal, se quiere como bien, aunque lo elegido no sea bueno en sí mismo. El mal, entonces, se justifica racionalmente como bueno y es querido como tal. Así, aunque se quiera y se sepa racionalmente que hay que hacer el bien y evitar el mal, muchas veces el hombre antepone, a este principio universal y evidente por sí mismo por su naturalidad, una premisa de su razonamiento moral, que no es propiamente universal ni absoluta, pero que la toma como tal únicamente por el interés de sus deseos desordenados, como que todo lo placentero debe hacerse, o que debe buscarse ante todo el placer sensible, o el dinero, o el honor, o el poder. 297. ––¿La elección del mal, que encubre con la apariencia de bien, es necesariamente un error de una deducción intelectual? ––La elección del mal en la conjunta de un bien, pero que lo es sólo aparentemente, obedece necesariamente a un error en una deducción intelectual, provocado por un apetito desordenado de la voluntad. El pseudorazonamiento, fundado en una pasión, lleva a la justificación errónea de un acto malo, anteponiéndolo incluso al razonamiento correcto sobre el acto bueno. Por ejemplo, el que miente sabe que mentir es un mal, y que, por tanto, no debe mentirse. Sin embargo, lo hace porque su egoísmo, en último término, le impide sacar esta conclusión y le hace obtener una segunda premisa contraria, basada en su amor propio desordenado. La voluntad por este error encubierto de la razón provocado por la misma voluntad, movida por la pasión, elige así un bien, pero que realmente no lo es. El mentiroso se miente o autoengaña a sí mismo. A diferencia del bien, el mal no es causa final, no se elige en sí mismo o como tal. Cuando se elige se hace porque éste tiene apariencia de bien o se la da el agente. Ambos casos manifiestan que el mal en cuanto tal no es apetecido nunca por nadie. 298. ––Sinada ni nadie tiende al mal en cuanto tal, ¿cómo se explica que la naturaleza tienda a la corrupción, que es un mal, por privar del bien o forma propia? ––Esta pregunta es la que sintetiza la tercera razón contra la tesis de la negación de la finalidad del mal, que expone así Santo Tomás de este modo: «Todo movimiento natural tiene un fin intentado por su propia naturaleza. La corrupción es una mutación, como lo es la generación. Según esto, su fin, que es la privación, e incluye, por tanto, la razón de mal, es intentado por la naturaleza, al igual que la forma y el bien, que son el fin de la generación»[14]. La naturaleza aunque tienda a bienes, tendería además al mal. Reconoce Santo Tomás en la respuesta que, aunque nada tiende al mal en cuanto tal, la naturaleza tiende a la corrupción, que parece un mal en sí mismo, en cuanto priva del bien o forma propia. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «nunca se produce el cambio de la corrupción sin el de la generación; y, por consiguiente, el fin de la corrupción sin el de la generación, puesto que la naturaleza no intenta el fin de la corrupción separadamente del fin de la generación, sino uno y otro juntamente». Se daría, por tanto, un bien junto con un mal.

Así se explica, por ejemplo, que, en la evaporación del agua, se pierda el estado liquido para adquirir el de las nubes. «La naturaleza no pretende en absoluto que no haya agua, sino que haya aire; y, cuanto éste ya existe, no hay agua. Luego la naturaleza intenta en sí misma que haya aire; pero que el agua deje de ser no lo intenta sino en cuanto que va unido a que haya aire. Por consiguiente, la naturaleza no intenta aisladamente las privaciones, sino junto a otro; en cambio, las formas las intenta en sí mismas». La corrupción o alteración es una mutación natural, que es en realidad una privación, pero no es propiamente un mal, porque nunca se produce este cambio sin el de la generación o producción, que implica la adquisición de una nueva forma, y, por tanto, un bien. La naturaleza no intenta los males, las privaciones de la forma o corrupciones, en sí mismos.Sólo lo hace en cuanto guarda relación a un bien, porque la naturaleza no intenta el fin de la corrupción separadamente del fin de la generación, sino uno y otro juntamente. Se advierte claramente en el ejemplo de la evaporación. La naturaleza no intenta destruir el agua cuando la evapora. No la corrompe simplemente, sino que hace que haya vapor o nubes, que se generan a partir de ella, de manera que cuando existen estas ya no hay agua de mar. La naturaleza lo que intenta directamente es la formación de las nubes. La transformación del agua se da en cuanto va unida a la generación de la nube. Como consecuencia de esta argumentación: «se ve que lo malo aisladamente es de todo punto ajeno a la intención en las obras de la naturaleza, como lo son los partos monstruosos; pero lo que no es mal aisladamente, sino en otro, lo intenta la naturaleza de manera accidental»[15]. El mal en cuanto tal, o en sí mismo, nunca es causa final, como se sigue de la tesis sobre el mal, ni en las obras de los seres meramente naturales ni en las de los espirituales. Sin embargo, el mal de otro lo intenta la naturaleza, aunque de manera accidental. Igualmente, en las naturalezas espirituales, cuando se intenta el mal, no es el mal en sí mismo, sino el mal por accidente. 299. ––¿Por qué añade el Aquinate, al empezar el capítulo siguiente: «por estas razones se verá como ninguna esencia es de por sí mala»? ––De la tesis probada de la carencia de causa final del mal, se infiere que ninguna esencia de por sí es mala. La primera prueba parte de la definición de mal. Santo Tomás asume la definición de San Agustín del mal como privación de un bien que debería tenerse y del que se carece, al escribir: «Según se ha dicho (c. 6), el mal no es sino “la privación de lo que se debe tener por naturaleza”, pues este es el sentido con que todos usan la palabra “mal”. La privación no es una esencia, sino más bien “negación en la substancia”. Luego el mal no es ninguna esencia en la realidad». No toda carencia de bien, como se ha dicho, es un mal. La mera privación es una limitación en el bien, La carencia del bien, que implica el mal, no es sólo la privativa, la falta de algo, sino que también este algo es privativo del sujeto, porque debería tenerlo por naturaleza y no lo tiene. La privación del mal no es siempre del mismo género o categoría, porque la privación puede darse en una substancia o en un accidente, como su acción y, por ello, se habla de cosas malas y mal en todos los accidentes. Se da en todas las categorías, cuando carece de algún bien, que deberían tener necesariamente por su propia naturaleza. En cambio, si la carencia no es necesaria a la propia naturaleza, substancial o accidental, no se da en ella el mal. La privación, que es el mal, tiene el sentido de la carencia de aquello que un ser «podría» y «debería» tener. No basta la falta de algo, que se podría tener, y cuya carencia no repugna a la naturaleza humana, como lo es el cabello rubio, sino también que sea exigida por la naturaleza, como el sentido la vista.

El mal no es, por tanto, ni substancia, esencia que tienen un ser propio, ni accidente, esencia que tiene el ser de la substancia en la que está. Tampoco tiene ser propio, ser substancial. Sobre esta doble negación se basa este segundo argumento: «Cada cosa tiene ser según su esencia». Su ser es proporcionado a la esencia, que lo sustenta y limita o determina su grado de participación. Además: «En cuanto una cosa tiene ser tiene algún bien». El grado de participación en el ser es al mismo tiempo un grado de participación en el bien, porque: «si el bien es lo que todas las cosas apetecen, es preciso que se diga que el mismo ser sea bueno, pues todo apetece el ser», pues es el origen de todo bien y perfección. Como la esencia es lo que permite este grado de bien, puede decirse, por una parte, que: «una cosa es buena según que tiene esencia». Por otra: «como el bien y el mal se oponen», se sigue que: «nada es malo según que tenga esencia». Como consecuencia: «ninguna esencia es mala». 300. ––¿Qué se sigue de la bondad de todas las esencias? ––En este capítulo dedicado a comenzar a caracterizar el mal, Santo Tomás prueba cuatro consecuencias de la negación del mal en la esencia. La primera es que: «el mal no puede ser agente, pues todo lo que obra, obra en cuanto es existente en acto y perfecto». El mal no puede, por tanto, ser causa. De manera parecida: «tampoco puede ser hecho; pues toda generación termina en una forma y en un bien». El mal no puede ser un efecto. La segunda confirma que: «ningún ente en cuanto tal es malo». Se prueba, porque: «nada tiende a su contrario, ya que todos los entes apetecen lo que se les asemeja y les a sí semejante y conveniente; y como: «todo ente al obrar tiende a un bien», el ente que obra tendrá que ser bueno. La tercera consecuencia es que el mal no es natural o algo de una naturaleza. Hay que tener en cuenta que, por una parte: «Toda esencia es natural a alguna cosa. Si está incluida en el género de substancia es la misma naturaleza de la cosa. Si está en el de accidente, es necesario que sea causada por los principios de alguna substancia; y así será natural a dicha substancia aun cuando quizá no sea natural a otra, por ejemplo, el calor es natural al fuego y no lo es al agua». Por otra, que: «Lo que es malo de por sí no puede ser natural a nada, pues el mal es la privación de aquello que uno tiene y debe tener por naturaleza». Se concluye así que: «Lo natural de una cosa es su bien, y la privación de ello es su mal». A la naturaleza en sí misma no le pertenece el mal. La cuarta consecuencia es es, con palabras de Santo Tomás, que: «el mal no tienen esencia alguna». Explica seguidamente: «El ente se divide en acto y potencia. El acto, en cuanto tal, es bueno, porque en tanto un ente es perfecto en cuanto que está en acto. La potencia también tiene algo de bien, pues tiende al acto, como se evidencia, en todo movimiento; y es, no contraria, sino proporcionada al acto; y está situada en el mismo género; y la privación sólo la afecta accidentalmente». Debe así afirmarse que: «todo lo que es, sea lo que sea, siendo ente, es bueno» y también que: «el mal no tiene esencia». El mal no es ninguna esencia en la realidad. Es una privación, que no es una esencia, sino su negación. La última, Santo Tomás la anuncia así: «es imposible que haya un ente que, en cuanto es ente, sea malo». Se explica, porque, como «Dios es bien perfecto» y todo «procede de Dios», hay que afirmar que: «el mal no puede ser efecto del bien». Todo lo que proviene de Dios tienen que ser bueno. Añade para confirmarlo que: «se dice en el Génesis: “Vio todas las cosas que había hecho, y eran muy buenas” (1, 31). Y en el Eclesiastés: “Todas las cosas que hizo son buenas en su tiempo” (3, 11) Y en la primera carta a Timoteo: “Todo lo creado por Dios es bueno” (4, 4)»

Con esta quinta consecuencia: «se rechaza el error de los maniqueos, que afirmaban que algunas cosas eran malas por naturaleza»[16]. No hay cosas malas por naturaleza o esencia. Además, por no tener esencia, el mal no puede ser un ente, que sí tiene esencia. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 3. [2] Ibíd., III, c. 4. [3] Antonin-Dalmace Sertillanges, El problema del mal (Historia), Madrid, EPESA, 1951, p. 14. [4] Ibíd., p. 232. [5] Ibíd., p. 233. [6] Ibíd., pp. 233-234. [7] Ibíd., p, 251. [8] Ibíd., p. 260. [9] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 4. [10] Ibíd., III, c. 5. [11] Ibíd., c. 6. [12] Ibíd., III, c. 5. [13] Ibíd., III, c. 6. [14] Ibíd., III, c. 5. [15] Ibíd., III, c. 6. [16] Ibíd., III, c. 7.

XXIX. La inconsistencia del mal 301. ––Según el Aquinate, el mal no tiene esencia, ni, por ello, ninguna esencia puede ser mala. Sin embargo, indica que: «parece que se podría rebatir la doctrina anterior con algunas razones». A continuación presenta seis. La primera es la siguiente: «el mal es, en algunos géneros, la diferencia específica, a saber, en los hábitos y actos morales». El acto humano, el que se realiza por la voluntad libre y, por tanto responsablemente, se convierte en bueno o malo, por la diferencia específica de ajustarse o no a la recta razón, imagen de la razón de Dios. «Pues, así como la virtud es, según su especie, un hábito bueno, del mismo modo el vicio contrario es, según su especie un hábito malo. Lo mismo cabe decir de los actos de las virtudes y vicios. Luego el

mal específica algunas cosas», como son los actos humanos malos y los vicios. El mal pertenece entonces a su esencia. «Por lo tanto, el mal tiene esencia y es connatural a algunas cosas»[1]. ¿Cómo refuta el Aquinate esta bien argumentada objeción? ––Después de manifestar que «no es difícil» resolverla, nota que: «El bien y el mal, en lo moral, se ponen como diferencias específicas, según indica la primera razón, porque lo moral depende de la voluntad, y una cosa cae bajo el género de lo moral cuando es voluntaria». Sin embargo, deben hacerse dos precisiones sobre la diferencia específica en los actos morales. Por una parte: «el objeto de la voluntad son el fin y el bien; y por esto lo moral se específica por el fin, así como las acciones naturales se especifican por la forma del principio activo, por ejemplo, el calentar se específica por el calor. Y como bien y mal se dicen con relación al orden universal al fin, o a la privación de tal orden, es necesario que, en lo moral, el bien y el mal sean las primeras diferencias, puesto que en cada género ha de haber una primera medida». Por otra parte: «la medida de lo moral es la razón. Según esto, en moral algo se dirá bueno o malo con relación al fin de la razón, porque en moral lo que recibe la especie de un fin conforme a la razón se llama específicamente bueno; mas lo que se específica por un fin contrario al de la razón se dice específicamente malo». Una diferencia más próxima es la recta razón Cuando no se sigue la naturaleza humana racional: «este fin, aun cuando suplante al de la razón es, no obstante, algún bien, como lo es lo deleitable con respecto a los sentidos. De aquí que para algunos animales son bienes, y también para el hombre cuando son moderados según la razón. Y lo que puede ser bueno para los primeros, puede ser malo para los segundos», si no se sigue el dictamen de la razón, que se manifiesta en la propia conciencia, que se fundamenta en la ley eterna de Dios. Debe así concluirse que: « ni aun el mal, considerado como diferencia específica dentro de lo moral, implica algo malo esencialmente, sino algo que en sí es bueno, pero malo para el hombre, porque destruye el orden de la razón, que es el bien del hombre»[2]. 302. ––La segunda objeción es muy breve: «Dos cosas contrarias tienen una naturaleza común, porque, si nada hubiera entre ambas, una sería con respecto a la otra una privación o una pura negación. Se dice que el bien el mal son contrarios. Luego el mal es cierta naturaleza»[3]. No se puede negar que dos opuestos contrarios tienen ambos naturaleza y que es la misma en cuanto al género. Así, por ejemplo, el blanco y el negro tienen la misma naturaleza, que es el color. ¿Cómo resuelve el aquinate esta dificultad lógica? ––Para comprender adecuadamente la respuesta de Santo Tomás conviene recordar que la oposición entre dos entidades se da cuando una excluye de algún modo a la otra. Según el tipo de exclusión, como enseñó Aristóteles, se pueden dar cuatro modos de oposición. Es contradictoria, cuando la oposición es irreductible, como la que hay entre el ente y el no ente, o entre la afirmación y la negación, y, no hay, por tanto, un medio entre los opuestos contradictorios. Se de entre toda idea y su negación pura y siempre La contraria es la oposición que se da dentro de un género y, por consiguiente, en un ámbito limitado. A diferencia de la oposición contradictorias, tolera la existencia de algo medio. Por ejemplo, entre el blanco y el negro, extremos del géneros color, pero que entre ellos están los otros colores; o bien la alegría y la tristeza, sentimientos contrarios, que tienen distintos grados intermedios, que pueden considerarse otras especies de sentimientos. La oposición privativa resulta de la posesión de una perfección debida a su sujeto y de su falta, como la salud y la enfermedad. También permite el medio, tal como se patentiza en el ejemplo, en el que caben distintos grados.

Por último, la oposición correlativa, existente entre relaciones, y también entre los sujetos de las mismas, pero que guardan un orden entre sí. Como en la primera forma de oposición, no hay medio entre los opuestos relativos. Un ejemplo de ella es la paternidad y la filiación e igualmente entre padre e hijo[4]. Desde estas líneas de oposición, se advierte que el bien y el mal se oponen privativamente y, por tanto, no pertenecen al mismo género. En la objeción, se argumenta con la consideración del bien y el mal en el sujeto moral o en los actos morales, que son buenos o malos, y puede así concluirse que tales sujetos o actos son contrarios. De manera que: «el mal y el bien son contrarios si se toman en sentido moral», como algo que es bueno o que es malo. Sin embargo: «no lo son en sí mismos», como se pretende en esta segunda objeción, puesto que: «el mal, en cuanto mal, es la privación de bien»[5]. 303. ––La tercera objeción se basa en que: «Aristóteles dice que “el bien y el mal son géneros de contrarios” (Categorías. I, 11)». Además que: «todo género tiene esencia o naturaleza», pues si careciera de ella, sería nada, no-ente, ya que« el no-ente ni tiene especies ni diferencias, y así lo que no es no puede ser género». Por consiguiente, por ser un género, necesariamente «el mal tiene esencia o naturaleza»[6]. ¿El mal es algo? ––Nota Santo Tomás, en su réplica, que al afirmar Aristóteles que «el mal y el bien son “géneros de contrarios”, que es en lo que se funda esta tercera razón» se refiere a vicios o actos malos y a virtudes o actos buenos. Se advierte que esta es la interpretación adecuada, porque: «en las cosas morales contrarias, o una y otra son malas, como la prodigalidad y la avaricia, o una cosa es buena y la otra mala, como la generosidad y la avaricia». En los géneros de males, hay diferencias específicas entre ellos, de manera que hay diferencias malas, según su mala ordenación, y entre los géneros de los actos morales los hay buenos y malos según su ordenación a fines buenos o malos moralmente. Se puede así concluir que: «el mal moral es género y diferencia, no en cuanto, que es privación de un bien de razón, que es lo que llamamos mal», de un bien que no está presente en aquel sujeto, pero es de justicia o de razón que estuviera, y así sólo se expresa en el lenguaje como contenido de pensamiento. Las intenciones lógicas de género y diferencia en el mal moral se toman: «por la naturaleza de la acción o del hábito ordenados a un fin que es opuesto al debido fin de la razón», que no tiene que ser malo en sí mismo. De manera parecida a como: «por ejemplo (…) lo irracional es una diferencia del animal, no porque signifique privación de razón», que sería un mal si fuera debida, si debería tenerla por su misma naturaleza, «sino porque expresa una naturaleza que implica carencia de razón»[7] y de este modo no es un mal. 304. ––Con esta interpretación de la frase citada de Aristóteles en la cuarta objeción, el Aquinate responde adecuadamente a ella. Sin embargo, ¿porqué continúa la respuesta con otros dos párrafos? ––En el primero indica que podría darse otra respuesta, porque: «puede también decirse que Aristóteles llama géneros al bien y al mal no porque él lo sostenga, pues entre los diez primeros géneros, en cada uno de los cuales se encuentra alguna contrariedad, no los enumera; sino que lo hace según la opinión de Pitágoras». Explica a continuación que Pitágoras: «sostuvo que el bien y el mal son los primeros géneros y principios, añadiendo a cada uno diez primeros contrarios, a saber; bajo el bien colocó lo finito, lo par, el uno, lo derecho, lo masculino, lo quieto, lo recto, la luz, lo cuadrado, y, por último, el bien; y bajo el mal, los siguientes: lo infinito, lo impar, lo plural, lo izquierdo, lo femenino, lo movido, lo curvo, las tinieblas, lo largo y mal».

Aristóteles refiere esta tabla de oposiciones, al principio de su Metafísica, al escribir que los pitagóricos: «dicen que hay diez principios, que enumeran paralelamente: Finito e Infinito, Impar y Par, Uno y Pluralidad, Derecho e Izquierdo, Masculino y Femenino, Quieto y En movimiento, Recto y Curvo, Luz y Oscuridad, Bueno y Malo, Cuadrado y Oblongo»[8]. 305. ––¿Sería esta doctrina pitagórica de un dualismo cósmico, por la oposición absoluta entre los principios buenos y malos, un precedente del dualismo maniqueo posterior? ––Sobre el maniqueísmo[9], una de las sectas gnósticas –movimientos religiosos, que pretendían la salvación por el conocimiento[10]–, que apareció en el siglo III, afirma el tomista Francisco Canals, al estudiar las herejías gnósticas cristianas, que: «la mitología de la dialéctica de las tensiones y de la polaridad de los contrarios antitéticos, con la misma malicia que tiene en la modernidad, no sólo estuvo vigente en las gnosis, sino que a través de ellas remonta a las fuentes más antiguas del saber filosófico griego, en aquello que la filosofía griega recibió muy probablemente del esoterismo mágico y sacerdotal del Oriente». Explica Canals que: «algunos pitagóricos, según refiere Aristóteles, entendieron la realidad como estructurada y fundamentada no en un principio unitario, sino en una dualidad polar de coelementos antitéticos, que, a la vez, se exigen y se contraponen»[11]. Los pitagóricos pensaron los objetos matemáticos como integrados en la realidad, porque los tomaban como si fuesen cosas. Decía Aristóteles que: »Los pitagóricos conciben las cosas como números, porque conciben los números como cosas»[12]. Por ello, como indica Canals: «Si la esencia de todas las cosas es el número, según la característica doctrina pitagórica, se descubrió en los mismos números el enfrentamiento de los “pares y nones”. Algo así como una derecha y una izquierda en los números, ya que la divisibilidad de los pares los constituye en fuente de indeterminación. Y así los números, como esencia de la realidad, exigen también explicar ésta no sólo desde el principio de determinación y límite, sino también desde lo “indeterminado”, principio coelemental y antitético al que establece en la realidad la determinación de la figura y de la consistencia». Desde esta inferencia: «se sigue toda una cadena de tensiones. Después de lo determinado y lo indeterminado, de lo impar y no par siguen, con el mismo ritmo de polaridad antitético y coelemental: lo uno y lo múltiple, la derecha y la izquierda, lo masculino y lo femenino, lo estático y lo móvil, lo recto y lo curvo, la luz y las tinieblas, el bien y el mal, lo cuadrado y lo oblongo». Además: «si leemos como serie continua cada una de las “parcialidades” contrapuestas, hallamos en la línea de lo determinado, de lo uno, lo impar, la derecha, lo masculino, lo recto, lo estático, la luz, el bien y lo cuadrado; y en la serie de lo indeterminado y de lo múltiple, lo par, la izquierda, lo femenino, lo curvo, lo móvil, lo tenebroso, el mal y lo oblongo»[13]. 306. ––¿Por qué, en esta explicación de la tabla pitagórica, dice Canals que tenía la «malicia» que las oposiciones «antitéticas» propias de la «modernidad»? ––Advierte seguidamente Canals que: «Esta década de parejas, que atribuye Aristóteles a los pitagóricos del siglo IV (a. C.), hoy puede ser utilizada por nosotros para una reflexión, de actualidad sorprendente. El bien y el mal son ya en la tabla pitagórica principios de la realidad, como lo son para la vida humana lo masculino y lo femenino; es decir, el mal es interpretado como algo consistente y sustantivo, exigido por el ser mismo, y en tal caso leemos en la tabla el dualismo maniqueo o el de las religiones de tipo semejante al mazdeísmo»[14], a la religión dualista iraní fundada por Zoroastro en el siglo VI a. C. También, por otra parte: «si nos centramos en la polaridad bien-mal e interpretamos el mal, como es obvio, como mal, es decir, como advirtió san Agustín, no como algo que es; en este caso

leeremos en la tabla la tesis de que es malo y tenebroso lo femenino, lo en movimiento (“la donna è mobile”), lo indeterminado, lo múltiple, lo curvo y lo rectangular». En esta segunda posibilidad: «tal observación puede resultar desconcertante, pero no cabe duda de que malentendidos de este tipo han recogido en gran manera las escisiones y antítesis de los movimientos filosóficos o de las actitudes culturales o sociales. En la década de contrarios coelementales a que nos referimos encontramos expresado lo que llamaríamos un maniqueísmo de derecha monista y enemigo de la pluralidad, antifeminista, inmovilista, partidario de lo cuadrado y lo determinado (lo figurativo)». En este caso, las «polaridades» no expresarían una carencia, sino que: «se trata realmente de un maniqueísmo porque se ha dado consistencia al mal y porque a la vez se han puesto en la línea de lo malo elementos de la realidad que son integrantes y exigidos por el mismo ser y bien del Universo: como lo femenino, lo móvil, lo múltiple o lo rectangular». Se considera así a algo que es bueno, pero que puede se contrario correlativo con otro bien, como algo malo, como una privación. «Y en esto consiste el maniqueísmo. El mal adquiere consistencia y, a la vez, dimensiones positivas de la realidad pasan a ser interpretadas como malas»[15]. Por otra parte, si: «atravesaremos la línea divisoria de las parcialidades y pasaremos nuestra simpatía al otro lado de la tabla pitagórica. Consideraremos malo lo unitario y unificante (la autoridad, la monarquía, el papado), o tal vez, y sin cambiar el bien y el mal de sus lugares en la tabla, hablaremos gustosamente de “las flores del mal” o de “los malhechores del bien”; en todo caso, estaremos de parte de lo abstracto contra lo figurativo y de la multitud enfrentada al principio de unidad (el pueblo contra la monarquía, el Colegio frente al Papado); profesaremos una pedagogía de espontaneidad e intuición y tendremos como la más peyorativa calificación la de inmovilista; con Wagner, en su Tristán e Isolda, simpatizaremos con los valores morales indeterminados y nocturnos frente a la fijeza y conformismo de la ética diurna»[16]. 307. ––¿Cuál es la respuesta a esta visión del mal? ––No parece posible dar razón del maniqueísmo sin referirse «a un misterio de iniquidad que obra en la historia». Así, el maniqueísmo, que «venia operando secularmente», y que «a partir del Renacimiento y especialmente desde la Ilustración (…) se difunde sobre todas las dimensiones de la vida cultural y social»[17]. Incluso en la religiosa, cuyo precedente estaría la herejía marcionita, de la primera mitad del siglo II. Creada por Marción, en «su sistema gnóstico se dio el precedente más vigoroso del dualismo maniqueo como herejía cristiana. Marción afirmó la existencia de dos dioses: de una parte, el Dios de Israel, creador del mundo, poderoso, legislador, justiciero y “belicoso”; y, de otra, el Padre de Jesucristo, no autoritario ni legislador, ni poderoso, cuya obra no es crear y regir el mundo, Dios de bondad y amor cuya obra es la liberación del hombre frente a la esclavitud de la ley. Enfrentando al “Dios de los fariseos”, el Dios de los cristianos es, diríamos hoy, un dios de izquierda”»[18]. El dualismo antitético de los marcionitas, propio de todos los sistemas gnósticos, se manifestaba en la oposición radical entre lo cristiano y lo judío. Enseñaban los marcionitas que el auténtico cristianismo había venido a liberar del sometimiento de la ley, desde la bíblica a la natural. Su antinomismo absoluto les llevaba al desprecio y hostilidad de los bienes terrenos y del orden natural. Podría afirmarse que en esta tensión se encuentra también la modernidad. Por ello, confiesa Canals: «Me he preguntado muchas veces que ha ocurrido en el mundo de hoy para que la verdad quede convertida, en la perspectiva de su apariencia en el plano sociológico, en un “ismo” parcial; para que la ortodoxia íntegra se presente como una posición extremista; para que la

doctrina verdadera parezca la opción caprichosa de un grupo; y para que no haya manera de afirmar la verdad sin ser al punto acusado de enfrentamiento hostil a toda una serie de dimensiones de la realidad»[19]. Para orientarse en esta situación, considera Canals que hay que tener en cuenta dos observaciones respecto al mal. La primera es que se da el mal y se opone al bien, pero: «en la permisión divina, la misma contrariedad antitética de lo malo se subordina al bien del universo». El mal, por voluntad divina, no destruye el bien, sino que contribuye al mismo La segunda, que: «el mal es privación y desorden y no consistencia ni sustantividad; ni un elemento del mundo. Y ningún elemento ni dimensión de la realidad en cuanto tal es malo»[20]. Todo ente en sí mismo es bueno. Además, desde la «síntesis metafísica y teológica (…) regida por la fe» se pueden aportar tres aclaraciones. Una, que: «la diversidad, la complejidad, la multiplicidad queridas por el “pluralismo” divino, manifiestan la generosidad de Dios bueno y omnipotente»[21]. A este respecto, recuerda Canals que: «Dios es uno. “Oye, Israel, el Señor tu Dios es el Señor uno” (Dt 6, 4). Dios, que es uno, ha creado el mundo; “y vio Dios todas las cosas que había creado y eran muy buenas” (Gn 1, 31). Toda pluralidad y diversidad entitativa es efecto de la generosidad de Dios, del plan efusivo de su amor que comunica el bien. Por la bondad de Dios uno, existen miríadas de espíritus angélicos, de hombres y animales de toda especie y toda variedad de linajes de pueblos. Por la bondad de Dios –“no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18)– existe la mujer»[22]. Otra observación, que se puede obtener igualmente, de la doctrina de Santo Tomás, es que, por una parte: «No hay un Dios malo; el ángel creado bueno falta al orden debido al no someterse a Dios». Por otra parte: »la caída de los espíritus angélicos y la acción del tentador sobre la humanidad pone en marcha la lucha de las “dos ciudades”», según la conocida expresión de la teología de la historia de San Agustín. Por último, el profesor Canals, enuncia esta original tesis, que es una consecuencia de lo expuesto, pero que puede parecer sorprendente: «la ciudad del mal no tiene nada que aportar a la historia: todo lo que en ella es entidad y eficacia tiene su soporte en la obra creadora de Dios y en las potencias dadas por Dios al hombre y al mundo. El mal no obra sino por virtud del bien, como enseñaron san Agustín y Santo Tomás»[23]. 308. ––Si Aristóteles no sostenía que el bien y el mal fuesen «géneros de contrarios», tal como interpreta el Aquinate esta afirmación, que se encuentra en el libro de Las categorías, y que era propia exclusivamente de los pitagóricos ¿cómo se explica, sin embargo, que la cite? ––Santo Tomás completa su interpretación al indicar, en un segundo párrafo, que no es extraña esta cita de Aristóteles, porque:«así también en muchos lugares de sus libros sobre lógica se sirve de los ejemplos de algunos filósofos». Todavía añade que ponía estos ejemplo, porque en su época eran consideradas opiniones, pues para los filósofos: «eran, como cosas probables para aquellos tiempos». Respecto a la opinión de que el bien y del mal sean géneros contrarios, y que Aristóteles la ponga como ejemplo, no sólo porque la considerada probable, sino también, porque, aunque no la tome como cierta, observa Santo Tomás que: «no obstante, dicha afirmación tiene algo de verdad, pues es imposible que lo probable sea absolutamente falso».

Queda confirmado, en la consideración del bien y el mal como contrarios, porque que: «en las cosas contrarias, una se considera perfecta y la otra disminuida, como si estuviera mezclada con cierta privación; por ejemplo, lo blanco y lo cálido son perfectos, pero lo negro y lo frío son imperfectos como si significaran una privación». En relación a lo perfecto hay una carencia o privación, pero es debida a su naturaleza. No obstante: « como toda disminución y privación pertenecen a la razón de mal» aunque también con el carácter de debido, e «igual que toda perfección y complemento pertenecen a la razón de bien», se infiere entonces que «en los contrarios, uno parece estar comprendido bajo la razón de bien y otro bajo la razón de mal. Y, en este sentido, el bien y el mal parecen ser los géneros de todos los contrarios»[24]. 309. ––De la máxima: «el obrar sigue al ser» se infiere de modo inmediato que, como se afirma, por una parte, en la cuarta objeción: «todo lo que obra es alguna cosa». Por otra, que también puede decirse que: «El mal obra en cuanto mal, pues se opone al bien y lo corrompe». Se obtiene de ello la conclusión: «Luego el mal, en cuanto tal, es alguna cosa»[25], lo que va en contra de la tesis del Aquinate sobre la no entidad del mal. ¿Cómo la defiende de esta argumentada refutación? ––En primer lugar, en la correspondiente respuesta, queda explicitada está máxima sobre la acción, porque supone que el obrar es según la forma o naturaleza, que origina la acción y el fin al que se dirige. De manera que se obra «según las formas y fines, que tienen razón de bien, y son verdaderos principios de acción». Cuando se da: «privación en las formas y dirigido a fines contrarios, la acción que sigue de tal forma y de tal fin, se atribuye también a la privación y al mal aunque accidentalmente». Solo se asigna la acción al mal de este manera, en cuanto este mal está en el bien que queda, después de la privación que comporta todo mal. El que realmente actúa es este bien restante, «porque, la privación en cuanto tal no es principio de acción alguna». El mal en sí mismo no actúa «Lo confirma Dionisio que escribr: “El mal no lucha contra el bien, sino en virtud del mismo bien, pues de sí es impotente y débil” (Los nombres divinos, IV, 20), es decir, que no es principio alguno de acción». Sin embargo, observa Santo Tomás: «se dice que el mal corrompe al bien, no sólo obrando en virtud del bien, como se ha expuesto, sino también propia y formalmente, como se dice que la ceguera corrompe la vista». No obstante, en este último caso, se dice: «porque es la corrupción misma de la vista», que es un bien. «Igual que decimos que la blancura colorea la pared, porque es el color mismo de la pared»[26], y no el de una pintura que se le haya aplicado. 310. ––La argumentación de la quinta objeción es la siguiente: «en toda cosa se dan el más y el menos, y así hay cosas sujetas a un orden». En cambio: «las negaciones y privaciones no son susceptibles de más y menos». Sin embargo, entre los males se encuentra un orden, porque: «entre los males, uno es peor que otro». Puede así concluirse que: «Es preciso pues que el mal sea algo»[27]. Tanto las premisas como la conclusión parecen verdaderas. ¿Cómo lo rebate el Aquinate? ––No niega Santo Tomás la veracidad de las premisas, pero advierte que de ellas no se puede hacer la inferencia que invalida la inconsistencia del mal, porque la premisa mayor es ambigua. Debe completarse, porque: «se dice que algo es con respecto a otra cosa más o menos malo, según su apartamiento del bien», no con respecto al mal, como se supone en la objeción. En general: «todo lo que importa privación aumenta o disminuye, como lo desigual o lo desemejante, porque se llama más desigual a lo que está más lejos de la igualdad , y desemejante a lo que se aparta mas de lo semejante». Por este motivo: «se dice más malo a lo que tiene mayor privación de bien, por estar más distanciado del bien.».

Como consecuencia: «las privaciones aumentan, no porque tengan alguna esencia, como las cualidades y las formas, según objeta la quinta razón, sino porque aumenta su causa; por ejemplo, el aire se hace más tenebroso cuando se multiplican los obstáculos de la luz, porque entonces está más lejos de participar de la luz»[28]. En las privaciones, no aumenta o disminuye su entidad de la que carecen, sino su misma carencia. 311. ––La última objeción a la tesis del Aquinate sobre lo que es el mal, es la más breve, pero estrictamente metafísica. Según la doctrina de los trascendentales o modos generales del ente: «Cosa y ente se convierten». Al igual que los otros cinco – unidad, «aliquidad (incomunicabilidad o individualidad), verdad, bien y belleza–– son convertibles o equivalentes entre sí en las proposiciones, y, por ello, se pueden intercambian como sujeto y predicado. Además, «El mal está en el mundo» como también la «cosa», que es como se denomina al ente, en cuanto tiene esencia o naturaleza, «Luego (el mal) es cosa o naturaleza». ¿Qué le objeta el Aquinate a este claro razonamiento? ––La premisa mayor es totalmente verdadera porque los trascendentales se identifican entre sí, aunque no son nociones sinónimas, porque cada concepto trascendental o máximamente universal o general, explícita un matiz distinto, pero conserva implícitamente los otros seis restantes. En cambio, la premisa menor, para que sea verdadera, debe completarse. Es cierto que: «el mal está en el mundo», pero «no como si tuviera una esencia determinada o fuera alguna cosa, como indica esta sexta argumentación, sino por la misma razón que se dice que es mala una cosa por el mismo mal», que le hace existir como mala. Ocurre: «como la ceguera u otra privación se dice que existe, porque el animal es ciego por la ceguera». En este segundo caso, sólo se puede considerar como cosa o ente en un sentido no real. Explica Santo Tomás: «El ente, como dice Aristóteles en la Metafísica (IV, 7), se toma en dos sentidos: uno, según significa la esencia de la cosa, y así se divide en diez predicamentos; y así ninguna privación puede llamarse ente». Ente, en esta acepción, se corresponde a algo real, a una cosa. Es el ente que se divide en diez géneros supremos llamados predicamentos o categorías, Añade que: «Otro sentido de ente, es según significa la verdad de la composición (el juicio o la proposición); y así el mal y la privación se dice ente, en cuanto que por la privación se dice que algo está privado». Las privaciones y también las negaciones pueden ser términos en las enunciaciones o proposiciones, y cumplir la función de sujeto o predicado. Sin embargo, no se corresponden a cosa alguna de la realidad, si bien lo significado existe en ella, existe una carencia. El mal, como privación, por consiguiente, se pueda nombrar y formar parte de los juicios y razonamientos, pero su entidad es sólo lingüística o lógica, es un ente de razón, que se refiere a una presencia en la realidad, pero sin entidad real. 312. ––¿Cuál sería en síntesis la doctrina sobre el mal, que se encuentra en estos dos capítulos sobre el mal, dedicados a estas esta seis objeciones y a sus respuestas» ––Santo Tomás ha probado quepara el ente, el mal es un estado de inconveniencia, que implica y que produce la corrupción, el daño o el sufrimiento para su sujeto. El mal se encuentra en la substancia, aunque como un inconveniente, por ser una carencia para ella. Está también en los accidentes, porque puede estar en toda clase de entidades, pero siempre situado en algo al que no conviene, o al que nunca ha convenido. El mal no es ente, porque no sólo no tiene esencia, sino que tampoco tiene ser. Aunque el mal no tenga esencia, ni ser, ni, por ello, sea un ente, tiene existencia El mal existe, está presente en la realidad, en los entes substanciales y en los accidentales. Aunque el mal no tenga ser, que es la causa de la existencia, sin embargo, es posible que exista. El mal no tiene ser propio, pero existe por el ser de la substancia o del accidente, a los que está privando de bien.

Debe notarse que, aunqueel mal existe, pero no tiene ser propio, no se identifica, por ello, con los accidentes. El mal no es accidente, porque, aunque exista por otro y en otro, carece de toda esencia. No es una entidad natural, como los accidentes. Esta doctrina de las carencias entitativas del mal, confirma las dos tesis ya expuestas obre el mismo. Una, que si el mal no tiene esencia o naturaleza, a la inversa no hay naturaleza mala. La otra, que si todo ente considerado en sí mismo no es malo, es bueno. Cuando queda privado algo de su naturaleza es cuando aparece el mal. Eudaldo Forment.

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 8. [2] Ibíd., III, c. 9. [3]Ibíd., III, c. 8. [4] Cf. Aristóteles, Metafísica V, 10. [5]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 9. [6]Ibíd., III, c. 8. [7] Ibíd., III, c. 9. [8] Aristóteles, Metafísica, I, 5, 60 [9] Véase: H-Ch. PUECH, La religión de Mani, en Cristo y las religiones de la Tierra, Madrid, BAC, 1961, vol. II, pp. 467-525. [10] Véase: S. HUTIN, Los gnósticos, Buenos Aires, Eudeba, 1964. [11] Francisco Canals, Monismo y pluralismo en la vida social, en Miscelánea, Barcelona, Editorial Balmes, 1997, pp. 81-96, p. 85. [12] Aristóteles, Metafísica I, 5[13]Francisco Canals, Monismo y pluralismo en la vida social, o. p. cit., p. 85. [14]Ibíd., pp. 85-86. [15]Ibíd., p. 86. [16] Ibíd., pp. 86-87. [17] Ibíd., p. 87. [18] Ibíd., p. 84. [19] Ibíd., pp. 83-84. [20] Ibíd., pp. 87-88. [21] Ibíd., p. 88.

[22] Ibíd., p. 87. [23] Ibíd., p. 88. [24]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 9. [25]Ibíd., III, c. 8. [26]Ibíd., III, c. 9. [27] Ibíd., III, c. 8. [28] Ibíd. III, c. 9.

XXX. La causalidad del mal 313. ––Aunque el mal no tiene esencia o naturaleza, porque es una carencia o privación de lo que se debería tener y no se tiene, existe. Hay por consiguiente, una causa del mismo. ¿Cuál es la causa del mal? ––El mal, según la explicación de sus características, no puede ser causado por otro mal, por algo que, como mal, no tiene entidad. El mal, por tanto, sólo puede ser causado por el bien. Declara, por ello, Santo Tomás, en el capítulo décimo del tercer libro de la Suma contra los gentiles, que: «Una de las consecuencias de lo expuesto es que el mal sólo es causado por el bien», porque: «se ha probado (c. 9) que el mal no obra sino en virtud del bien, por tanto es preciso que el mismo bien sea la causa del mal». Además se puede probar que el bien es la causa del mal con otros tres argumentos. En el primero se parte de esta tesis evidente: «Lo que no es no es causa de nada», Se sigue de ello que: «toda causa ha de ser alguna entidad». Como ya se probó: «el mal no es entidad alguna (c. 7); síguese que no puede ser causa de mal». Por consiguiente: «si algo ha de causar el mal, tendrá que ser el mismo bien». El segundo se fundamenta en el siguiente corolario del principio de causalidad: «Todo lo que propiamente y de por sí es causa de algo tiende a producir su propio efecto». Desde el mismo se puede inferir que: «Si el mal fuese propiamente causa de algo tendería a producir su efecto, o sea, el mal». Lo que no es posible, porque: «según se ha probado (c. 3), todo agente intenta el bien». Por consiguiente: «el mal por sí no es causa de nada». Si del mal se siguen otros males, no es porque sea propiamente su causa. El mal causa «solo accidentalmente». Además, como, por una parte, el principio de lo accidental es lo esencial y así «toda causa accidental se reduce a la causa por sí»; y, por otra, «el bien puede ser causa por sí, pero el mal no», se concluye que: «el mal es causado por el bien». Por último, se llega a la misma conclusión desde las cuatro especies de causa: material, formal, eficiente y final. El mal no puede ser causa material ni causa formal, porque: «el mal no puede ser ni materia ni forma, ya que, como se ha demostrado (c. 7) que tanto el ente en acto como el ente en potencia es bien», de manera que la materia y la forma son bienes. El mal: «tampoco puede ser agente, puesto que todo agente obra en cuanto está en acto y tiene forma». Finalmente el mal: «tampoco puede ser fin, pues el mal es ajeno a la intención, como se probó (c. 4)», la intención siempre está dirigida hacia el bien.

El mal, por tanto, no ejerce causalidad en ninguna de las divisiones de la causa; y no solamente nunca es causa, sino que por lo mismo no tiene causa en el mal, porque: «no pudiendo ser causa de nada, es preciso que si el mal tiene causa sea el bien». 314. –– Según estas demostraciones el mal causado no puede a su vez causa de otro mal y si del mal se sigue algún otro mal, lo hace en virtud del bien, porque, como el mal no obra, es preciso que el mismo bien sea la causa primaria de todo mal. ¿El bien, por tanto, es causa eficiente del mal? ––El bien es causa eficiente del mal, pero sólo accidentalmente. Se prueba, porque: «como el mal y el bien son opuestos, y un opuesto no puede ser causa del otro, a no ser accidentalmente como «lo frío calienta», como se dice en la Física de Aristóteles (VIII, c. 1)». En la oposición privativa no hay causalidad propia entre los opuestos. Por ejemplo, la salud por sí no causa la enfermad, ni a la inversa. «Síguese que el bien no puede ser causa activa del mal sino accidentalmente». 315. ––¿En qué sentido el bien es causa accidental del mal? ––El mal, en los entes naturales, puede provenir accidentalmente por parte del agente o por parte del efecto. Explica Santo Tomás que: «En el mundo de la naturaleza este accidente puede provenir o de parte del agente o de parte del efecto». Se da el primer caso: «cuando el agente es deficiente en su poder, de lo que resulta que la acción es defectuosa y el efecto deficiente; por ejemplo, cuando el estómago es de constitución débil, resulta una digestión y un humor indigesto, que son ciertos males naturales». Cuando el poder activo del agente es deficiente, resulta una acción defectuosa y un efecto deficiente. «La deficiencia de poder que sufre es un accidente que le sobreviene al agente, en cuanto tal, pues no obra por lo que le falta de poder, sino al contrario, por lo que de poder tiene, ya que, si careciera en absoluto de ella, en modo alguno obraría». Esta deficiencia que sufre el agente es algo accidental en la acción, pues el agente no obra por ella, por lo que le falta de poder, sino al contrario, por la fuerza que le queda, ya que, si careciera totalmente de poder, no podría obrar de ningún modo. Así, en el ejemplo indicado, cuando el estomago está debilitado, resulta un mal, una mala digestión. Este mal es causado accidentalmente por el estomago, en cuanto tiene vigor, aunque menor, por ser defectuoso. De ello se desprende que: «el mal es causado por parte del agente accidentalmente, porque éste tiene poder defectuoso. Por tal motivo se dice que «el mal no tiene causa eficiente sino deficiente», pues proviene de una causa agente falta de poder, y que por eso ya no es eficiente». Si el poder activo no fuese imperfecto no se produciría el mal. Por este motivo, por la imperfección del poder del agente, no se dice que el mal tenga causa eficiente, sino deficiente, pues proviene de una causa agente falta de fuerza y que por eso ya no es suficientemente eficiente. Precisa Santo Tomás que: «tenemos el mismo resultado si el efecto y el defecto de la acción son producidos por el defecto del instrumento o de otra cosa cualquiera que se requiera para producir la acción del agente, como cuando la fuerza motriz produce la cojera a causa de la encorvadura de la pierna, pues ambas cosas hace el agente mediante su fuerza y el instrumento». 316. ––¿Cuándo el mal proviene accidentalmente por parte del efecto? En el otro caso, en el que el mal provenga accidentalmente por parte del efecto, debe distinguirse cuando la acción del agente recae en el mismo y el defecto se encuentra en la materia o bien en la forma. En la primera posibilidad: «si la materia no está dispuesta para recibir el influjo del agente, se producirá necesariamente un defecto en el efecto como se producen los partos monstruosos, por indisposición de la materia». Cuándo el defecto está en la materia, se producirá

necesariamente un defecto o un mal en el efecto, por no tener la materia la adecuada disposición para recibir el influjo del agente. Otro ejemplo es el de la lluvia, que puede producir una inundación, si el suelo sobre le que cae es poco poroso y no absorbe el agua. Por consiguiente, advierte Santo Tomás que, en este caso: «si el agente no cambia la materia al acto perfecto, no hay que atribuirlo a un defecto suyo, pues todo agente natural tiene un determinado poder según el modo de su naturaleza y no se considera defectuoso si no lo excede, sino sólo cuando no lo posee en la medida que corresponde naturalmente». En la segunda posibilidad, cuándo el defecto está en la forma, se producirá necesariamente un defecto o un mal en el efecto, porque a la forma se le junta necesariamente la privación de otra forma. «Por parte de la forma del efecto, sobreviene el mal accidentalmente cuando a una forma se le junta necesariamente la privación de otra forma; y por eso simultáneamente con la generación de una cosa se produce la corrupción de otra. Pero este mal no es propio del efecto intentado por el agente, como consta por lo dicho (c. 6), sino de otra cosa». Así, por ejemplo, la generación de determinadas plantas, puede producir la privación de ciertos minerales en la tierra donde están plantadas. También el mal es causado por el bien accidentalmente, en estos mismos casos, cuando el mal físico no es natural, sino causado por la acción del hombre. « lo mismo en las cosas artificiales, que en las naturales, «pues el arte imita con sus obras a la naturaleza» (Aristóteles, Física II, 2) y en ambas, por tanto, las deficiencias son semejantes». 317. ––¿Al igual que el mal en la naturaleza, o el llamado mal físico y el mal en lo fabricado por el hombre, también el mal moral es causado por el bien accidentalmente? ¿Lo es en los mismos casos, que el mal físico, natural o artificial? ––Sostiene Santo Tomás seguidamente que: «No sucede así en lo moral. Pues no parece seguirse el vicio moral por defecto de poder, puesto que la debilidad de poder o quita totalmente, o, por lo menos, disminuye el vicio moral; porque la debilidad no merece el castigo, debido a la culpa, sino más bien la misericordia y el perdón; pues el vicio moral debe ser voluntario y no necesario». El defecto, o la privación del poder o potencialidad para el bien, por no ser voluntario ni por ello resultado de una opción de la libertad, no lleva al mal en el sentido moral. Por ello, si es fruto del disminución del bien de la naturaleza humana, efecto del pecado original, es objeto de la misericordia y perdón de Dios. La situación es distinta, cuando el defecto o privación es singular, resultado de del acto voluntario deliberado. Entonces se ve que con respecto a la causalidad del mal en la naturaleza: «en parte es semejante y en parte no lo es». En cuanto a esto último: «No se parece si se advierte que el vicio moral consiste en la sola acción y no en el efecto producido, porque las virtudes morales son para obrar y no para producir por sí mismas». En cambio, las actividades técnicas o «artes tienden a la producción, y por eso se ha dicho que en ellas puede haber deficiencia como en la naturaleza». Por consiguiente: «el mal moral no se considera como un efecto de la materia o de la forma, sino como un resultado de la acción agente». En el mal moral, el mal no está en el efecto, ni en su materia ni en su forma, porque los actos morales no son para producir un efecto externo, sino para obrar el agente. La causa del mal en los actos humanos a diferencia del mal físico, está en sentido propio en los actos, porque el mal moral consiste en la sola acción y no en un efecto producido. Para buscar la causa deficiente en el acto hay que tener en cuenta que en las acciones morales hay cuatro principios activos ordenados. «Uno de los cuales es el poder de ejecución, o sea, la fuerza motriz, por la que se mueven los miembros para ejecutar lo mandado por la voluntad». Otro principio es, por tanto, la voluntad, «que mueve a esta fuerza». Como: «la voluntad se mueve por el juicio de la potencia aprehensiva, que juzga si tal cosa es un bien o un mal», el siguiente principio es el

entendimiento. Por último: «La potencia aprehensiva, a su vez, es movida por la cosa aprehendida». Los principios activos de los actos morales son así los cuatro siguientes: «el primer principio activo de las acciones morales es la cosa aprehendida; el segundo la facultad aprehensiva; el tercero la voluntad; y el cuarto, la fuerza motriz, que ejecuta lo mandado por la razón». La deficiencia en el acto moral malo no puede estar en el último principio, porque: «el acto de la fuerza ejecutora supone ya el bien o el mal moral, puesto que tales actos externos pertenecen a la moral en cuanto que son voluntarios». Tampoco se encuentra en el objeto, el primer principio, porque: «el acto con que una cosa mueve a la fuerza aprehensiva está inmune de vicio moral, pues lo visible mueve naturalmente a la vista, como cualquier objeto mueve a la potencia pasiva». Lo mismo se puede decir del segundo principio, porque: «considerando en sí el acto de la potencia aprehensiva, carece de vicio moral; pues, así como su defecto excusa o disminuye el vicio moral –como lo disminuye el defecto de la fuerza ejecutora–, así también la debilidad y la ignorancia excusan o disminuyen el pecado». Debe concluirse, por consiguiente: «el vicio moral se da primera y principalmente en el solo acto de la voluntad, y con razón, puesto que un acto se llama moral porque es voluntario. La raíz y el origen del defecto moral se ha de buscar en el acto de la voluntad». 318. ––El proceso de los principios del acto moral, como indica el mismo Aquinate: «parece originar una dificultad. Pues como el acto defectuoso nace de la deficiencia del principio activo, es menester presuponer en la voluntad la existencia de un defecto anterior al defecto moral. Y, en realidad, si dicho defecto es natural, siempre será inherente a la voluntad, resultando que ésta pecara siempre que obre», porque si es natural será necesario. «Lo cual es falso como lo demuestra el hecho de los actos virtuosos» ¿Cómo se resuelve este inconveniente? ––Nota Santo Tomás que el problema se agrava porque: «si el defecto es voluntario, ya es un defecto moral, cuya causa habrá de buscarse nuevamente, dando lugar a un proceso racional infinito». Ello sería absurdo, pero queda otra posibilidad: que el defecto tuviese una causa azarosa, pero tampoco puede admitirse, porque tal deficiencia: «tampoco es casual y fortuita, pues entonces no habría en nosotros defecto moral, ya que lo casual es impremeditado y extrarracional». Por consiguiente, la única posibilidad que queda es sostener que, por una parte: «el defecto preexistente en la voluntad no es natural, con objeto de evitar que la voluntad peque siempre que obra». Por otra, consecuentemente, afirmar que: «es voluntario, pero no defecto moral, y así evitamos un proceso infinito». Debe precisarse asimismo que el origen del mal de la voluntad no está en un defecto previo de la razón.La deficiencia de la razón, aunque sea previa, no es objeto de la moral, porque las consideraciones racionales no son morales. Son independientes del mal moral, porque no hay mal moral mientras la voluntad no tienda a un fin indebido. En el acto moral, el defecto de la razón, siempre que no sea por ignorancia invencible, remite a la voluntad. El defecto cognoscitivo en el acto moral es un acto voluntario, porque la voluntad puede hacer que la razón considere o deje de considerar un objeto ordenado al bien último y en su lugar lo haga con otro desordenado. 319. ––Según esta respuesta del Aquinate, la raíz y el origen del defecto moral está en el acto de la voluntad. En dondese da primera y principalmente el mal es en el acto de la voluntad. Esta deficiencia o defecto de la voluntad no se debe a su misma naturaleza. No es natural, porque

entonces la voluntad siempre haría el mal. Se convertiría así en necesario, y, por el contrario, la voluntad realiza también actos buenos. ¿Cuándo la voluntad realiza actos buenos? ––Explica seguidamente Santo Tomás que: «cuando la voluntad tiende al acto, movida por la aprehensión de la razón, que le ofrece su propio bien, tendremos una acción como es debido. Sin embargó, cuando actúa lanzándose a la prosecución de lo que le ofrece el apetito sensitivo o de otro bien que le presenta la razón, diverso del suyo propio, tendremos el defecto moral en la acción de la voluntad». La acción es mala cuando la voluntad actúa movida por un bien aparente, que le presenta la razón, movida por las pasiones. Por consiguiente: «en la voluntad, el defecto de ordenación a la razón y al propio fin precede al pecado de la acción». En cuanto a lo primero: «hay defecto de ordenación a la razón cuando por una súbita aprehensión sensible tiende la voluntad a un bien deleitable sensible». Respecto al defecto: «de ordenación al fin debido, cuando la razón llega razonando, a un bien que no es tal por una u otra circunstancia, y, sin embargo, la voluntad tiende a él como a su propio bien. Ese defecto de orden es voluntario, puesto que la voluntad puede querer o no». Por consiguiente, la verdadera causa del mal moral, la causa próxima e inmediata, está en el acto de elección, en la libertad de la voluntad. Sin realizar el acto de querer el bien o no hacerlo, la voluntad: «también puede hacer que la razón considere actualmente o deje de considerar esto o aquello. No obstante, este último defecto no es un mal moral, porque si la razón nada considera, o considera algún bien, no habrá pecado mientras la voluntad no tienda a un fin indebido, lo cual ya sería un acto voluntario»[1]. 320. ––Después de esta explicación del capítulo décimo, concluye el Aquinate: «Tanto en lo natural, como en lo moral, vemos que el mal sólo es causado por el bien accidentalmente»[2]. Añade, en el siguiente capítulo: «lo anterior nos sirve para demostrar que todo mal se funda en algún bien»[3]. ¿Cómo demuestra esta inferencia? ––En todos los grados de los entes, el bien es causa activa del mal accidentalmente. De esta tesis se sigue, en primer lugar,que todo mal se funda en un bien. Ello significa que el mal tiene que estar siempre en un sujeto, que, por no poder ser malo, tiene que ser bueno. Lo demuestra con este breve argumento: «El mal no puede tener existencia de por sí, puesto que no tiene esencia, según se ha demostrado (c. 7). Luego es preciso que esté en algún sujeto. Y todo sujeto, como es una substancia, es cierto bien, como consta por lo dicho (c. 7). Según esto, todo mal está en algún bien». El mal necesita necesariamente un sujeto que lo sustente, porque no posee un ser propio, ya que no tiene una esencia a la que su ser pudiera estar proporcionado. Sin ser, el mal para existir necesita de un ente, que le proporcione la existencia por su propio ser entitativo, proporcionado a su esencia propia Otro argumento más sencillo es el siguiente: «El mal sólo es causado por el bien y sólo accidentalmente. Pero todo lo que se da accidentalmente se reduce a lo que se da por sí. Luego con el mal causado, que es un efecto accidental del bien, siempre ha de darse algún bien que sea efecto directo del bien, sirviéndole de fundamento, porque lo accidental se funda sobre lo substancial». 321. ––A esta primera consecuencia se puede objetar lo siguiente: «como el bien y el mal son opuestos, y uno de los opuestos no puede ser sujeto del otro, porque lo rechaza a primera vista, no parece conveniente el decir que el bien es sujeto del mal». ¿Cómo se resuelve esta dificultad? ––Sostiene Santo Tomás que desaparece el inconveniente, si se profundiza en :la verdad de la afirmación de que el bien sustenta al mal, «pues el bien en toda su generalidad abarca lo mismo que el ente, puesto que todo ente, en cuanto tal, es bueno (c. 7). Y no hay inconveniente en

admitir que un no ente esté en un ente como en su sujeto, porque cualquier privación es un no ente y, sin embargo, tiene por sujeto a la substancia, que es un ente». En cambio: «El no ente no está como en un sujeto en el ente al que se opone. Por ejemplo, la ceguera no es un no ente universal, pero si un no ente particular, que consiste en la privación de la vista. No está, pues, en la vista, su opuesto, como en su sujeto, sino en el animal. De manera semejante, el mal no está en el bien, al que se opone, como en un sujeto, puesto que lo hace desaparecer; sino que está en algún otro bien»[4]. Al igual que la ceguera no está en la vista, porque, por ser la negación de la misma, cuando hay ceguera ya no hay vista, pero si que está en el sujeto de ambos –el animal que debe tener por naturaleza visión–, el mal no está en su bien opuesto, removido por él, sino en otro bien, que era su sujeto.. 322. ––De que siempre el bien, en todos los casos, sea causa accidental del mal ¿se sigue otra consecuencias?. ––La segunda consecuencia, que lo es también de la anterior, es que, en su efecto de privar del bien, el mal nunca destruye todo el bien en el que se sustenta. De manera que: «por mucho que se multiplique al mal, jamás podrá destruir todo el bien». Queda probado al advertirse que: «para que persita un mal es inevitable que persista también su sujeto, que es el bien. Luego el bien siempre persiste»[5]. 323. ––Declara el Aquinate que: «como sucede que el mal tiende al infinito, e intensificándose el mal, disminuye el bien, parece que el bien disminuirá al infinito a causa del mal», y, por mucho que disminuyera, no acabaría, por tanto, por desaparecer nunca el bien. ¿No podría ser este argumento otra prueba de esta segunda consecuencia? ––La argumentación no puede ser otra prueba, porque: «el bien que puede disminuir a causa del mal es preciso que sea finito, porque el bien infinito no es capaz de mal, según se demostró en el libro primero (c. 39) [6]. Sin embargo, parece que entonces, en un momento dado, desaparecerá todo el bien a causa del mal; porque, si a lo finito se le quita algo innumerables veces es preciso que alguna vez sea consumido por sustracción». 324. ––Podría todavía replicarse que: «la siguiente sustracción hecha en la misma proporción que la primera y repitiéndose indefinidamente, no pueda consumir el bien, como sucede con la división de lo continuo, como si a una línea de dos codos le quitamos la mitad y al resto le volvemos a quitar otra mitad y así indefinidamente, siempre quedará algo que se pueda dividir. En este proceso de división, el último residuo siempre será menor en cantidad; pues la mitad del todo, que se sustrajo antes es mayor según la cantidad absoluta que la mitad de la mitad, aunque permanezca la misma proporción». Se está ante un infinito relativo o indefinido, que a diferencia del infinito absoluto, que no tiene limite ni en potencia ni en acto, tiene limite en acto, pero no tiene limites en potencia. Se trata, por tanto, de un infinito matemático, como el número, que puede crecer o disminuir indefinidamente, pero en acto siempre es finito o limitado. ¿Cómo no puede aceptarse entonces que el argumento sea válido? ––En la contrarréplica correspondiente de Santo Tomás indica sobre lo argumentado que: «esto no tiene lugar en la disminución que hace el mal del bien». No se comporta como el número o la línea, como el infinito matemático: «porque cuanto más disminuido esté el bien por el mal, más débil será y, en consecuencia, podrá ser más disminuido por el mal siguiente. Por otra parte, sucede también que el mal siguiente es igual o mayor que el anterior; luego con el segundo mal no siempre se le quitará al bien una cantidad menor, guardando la misma proporción». El argumento de la réplica, aunque se acepta la tesis de la imposibilidad de la destrucción total del bien por el mal, no consigue, por tanto, probarla. En cambio, queda probada con la respuesta aportada.

325. ––¿El Aquinate da alguna otra argumentación alternativa para probar esta tesis? ––Santo Tomás termina este capítulo dedicado a la segunda consecuencia que se sigue de la causalidad accidental del bien en el mal, con la siguiente confirmación de la misma: «En el mundo de la naturaleza, esta disminución del bien por el mal no puede prolongarse al infinito. Tanto las formas como las fuerzas naturales tienen todas sus límites y llegan a un término que no pueden traspasar. Según esto ni una forma contraria cualquiera ni tampoco el poder de un agente contrario pueden aumentar al infinito, de modo que resulte que el bien disminuya al infinito a causa del mal». Sin embargo, hay una excepción, porque: «En lo moral cabe esta disminución al infinito, pues el entendimiento y la voluntad no tienen límites señalados a sus actos. El entendimiento, entendiendo puede proceder al infinito, por eso se dice que las especies matemáticas de números y figuras son infinitas». También ocurre lo mismo en la otra facultad espiritual, porque la voluntad puede progresar en su querer al infinito; por ejemplo, quien quiere cometer un hurto, puede querer cometerlo nuevamente e infinitas veces. Y cuanto más persigue la voluntad los fines indebidos, tanto más difícilmente vuelve al fin propio y debido, como se ve en quienes por la costumbre de pecar han contraído hábitos viciosos. Luego el bien de una aptitud natural puede disminuir al infinito por el mal moral»[7]. En la Suma teológica, precisará Santo Tomás que: «El mal acontezca las más veces es absolutamente falso. La cosas generables y corruptibles, únicas en que se da el mal de naturaleza, son una parte insignificante de todo el universo. Y, además, en cada especie acontece las menos veces darse el defecto de naturaleza». En cambio, no ocurre así con el defecto moral, porque: «Sólo en el hombre parece darse el caso de que lo defectuoso sea lo más frecuente; porque el bien del hombre, como hombre, no es el que se cifra en las sensaciones corporales, sino el que es conforme a la razón; sin embargo, son más los hombres que se guían por los sentidos que los que se guían por la razón»[8]. Parece, por todo ello, que se cumple lo afirmado en el segundo argumento, la infinitud del mal, para probar con ello que no puede desaparecer el bien sustentador del mal, Sin embargo, tampoco permite la demostración de esta última tesis, porque la aptitud natural al bien: «jamás desaparecerá completamente, pues le acompaña siempre la naturaleza, que permanece»[9]. En la Suma teológica, precisa que la inclinación natural al bien: «se funda en la naturaleza como en su raíz y tiende al bien de la virtud como a su término y fin» Como el fin en sí mismo es extrínseco a la naturaleza, su tendencia puede disminuir infinitamente. En cambio, no puede darse ninguna disminución respecto a su raíz, que está en la naturaleza del hombre. Por su arraigo en su misma naturaleza, la inclinación al bien es una propiedad esencial del hombre y tiene que permanecer siempre que conserve su naturaleza. «Es lo que sucede en un cuerpo diáfano; por su misma naturaleza tiene aptitud para recibir la luz, pero esta disposición se va amortiguando a medida que se forman nebulosidades que la obscurecen, aunque la raíz permanezca en el fondo de la naturaleza»[10]. 326. ––«El mal no tiene causa propia, pero según lo dicho: «es menester que todo mal tenga una causa accidental». ¿Cómo se demuestra? ––Para demostrarlo Santo Tomás, prueba primero que: «todo lo que está en algo como en un sujeto, es preciso que tenga alguna causa». La razón que da es: «porque o es causado por los principios del sujeto o lo es por una causa extrínseca. Pero el mal está en el bien como en un sujeto, según demostramos (c. 11). Luego ha de tener alguna causa».

Después, prueba que: «Lo que se halla en otro después de constituida la naturaleza de éste, le sobreviene por una causa extraña». Para ello, advierte que: «todo lo natural permanece en el sujeto de no impedirlo un extraño; por ejemplo, la piedra no se dirige hacia arriba si uno no la lanza, y el agua no calienta si otro no le aplica el calor». En cambio: «El mal siempre aparece al margen de la naturaleza de aquel en quien está, por ser privación de lo que uno tiene y debe tener». Por consiguiente: «todo mal tiene alguna causa, de lo que proviene accidentalmente»[11]. 327. ––El mal es causado accidentalmente, pero por su parte ¿el mal puede ser causa? ––El mal de por sí no puede ser causa, sin embargo, puedo serlo accidentalmente. «No puede ser causa de por sí, porque una cosa no es causa por lo que tiene de deficiente, sino por lo que tiene de entidad; pues sí falla totalmente, no podría ser causa de nada».El mal, que es la deficiencia en el bien, no puede ser causa de por sí de nada. Por consiguiente, si: «el mal es causa de algo», no lo es «de por sí, sino accidentalmente». Queda confirmado porque: «a través de todas las especies de causas, encontramos que el mal es causa accidental».En primer lugar: «en la especie de causa material, porque por indisposición de la materia se produce un defecto en el efecto». En segundo lugar: «En la especie de causa formal, porque siempre a la aparición de una forma va unida la privación de otra», lo que ocurre no por necesidad de la primera, y, por tanto, accidentalmente. En tercer lugar: «en la especie de causa eficiente, porque por el deficiente poder de la causa agente síguese un defecto en el efecto y en la acción». El mal es causa accidental, porque el que causa es el bien al que afecta y que produce otro bien. Sin embargo, como «un defecto de la causa se reproduce en el efecto», el mal o defecto en la causa hace que se dé en el efecto, por no haber actuado la causa con toda su bondad. En este sentido puede decirse que un mal ha causado accidentalmente otro mal. Por último: el mal es causa accidental, «en la especie de causa final, porque el mal va unido al fin indebido, puesto que por él se impide el debido fin»[12]. Es así accidental el fin indebido al que se tiende. 328. ––¿Qué se sigue de esta causalidad accidental del mal? ––La tesis de la causalidad accidental del mal, por una parte, permite advertir la diferencia entre la causalidad accidental del bien con la causalidad accidental del mal con respecto al mismo mal. La causalidad accidental del bien con respecto al mal es primaria y anterior, porque el mal causado accidentalmente está en un efecto causado por el mismo bien. Por otra parte, queda refutado el maniqueísmo, que frente a Dios, afirmaba otro primer principio absolutamente malo, que explicaría la naturaleza y la existencia del mal en el mundo. De la tesis de la causalidad accidental del mal: «resulta que no puede darse un sumo mal que sea el principio de todos los males». Con ello, además, queda rechazado: «el error de los maniqueos, que afirmaban la existencia de un mal sumo, primer principio de todos los males». No puede existir el sumo mal, porque este supuesto: «sumo mal debería darse separado absolutamente de todo bien, como el sumo bien es el que está separado totalmente de todo mal. Sin embargo, no puede haber un mal separado absolutamente del bien, pues se ha demostrado que el mal se funda en el bien»[13]. No hay sumo mal, pero existe el mal de manera misteriosa y es percibido y sufrido por el hombre. Como como Alberto Caturelli –en una de las mejores obras sobre el mal, que responde al relativismo y cinismo que invaden del mundo de hoy–, los meros estudios filosóficos no: «logran desalojar el sentimiento de que el mal es cierta «caída» por la cual se «padece»; cierta situación o, si se quiere, cierto estado que se sigue del caer, sea físico o moral; por eso podría decirse que, como a tientas, el hombre se descubre existiendo en estado lapsario; es decir, de «caído» como

el del caminante que ha resbalado y al caer no tiene más remedio que seguir «caído», sin poder incorporarse (…) necesita ser rescatado, salvado, liberado; el hombre «quiere ser siempre» (no morir) y ser liberado de la maraña inextricable de los males»[14]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 10. [2] Ibíd. Véase: Laurent Sentis, Saint Thomas d’Aquin et le mal, Paris, Beauchesne, 1992, p. 84 y ss. [3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 11. [4] Ibíd. «El mal escapa a todo intentó de sujetarlo, como una criatura de la tinieblas emboscada en medio de los seres de muestro mundo» (L.B. Geiger, La experiencia humana del mal, (Trad. Rafael Tomás Caldera), Caracas, Editorial Dimensiones, s.f., , p. 61). [5] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 12. [6] En este capítulo,se demuestra que «en Dios no puede haber mal». [7] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, II, c. 12. [8] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 49, a. 3, ad 5. [9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 12. [10] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 85, a. 2, in c. [11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 13. [12] Ibíd., c. 14. [13] Ibíd., c. 15. [14] Alberto Caturelli, El abismo del mal, Gladius, Buenos Aires, 2007, pp. 33-34.

XXXI. Vocación universal al Bien Infinito 329. ––Según el principio de finalidad, todo agente tiende y obra por un fin, y según el principio de conveniencia, todo agente tiende y obra por un bien. ¿Qué se sigue, en el obrar de los entes, del principio de finalidad y del principio de conveniencia? ––En el obrar de los entes, del principio de finalidad y del principio de conveniencia, se sigue que el fin de todos los entes es el bien. De manera que «si todo agente obra por un bien, según se ha probado (c. 3), resulta, además, que el fin de cualquier ente es el bien». Queda demostrado al tener en cuenta que: «el fin de una cosa es aquello en que termina su apetito. Y al apetito de una cosa cualquiera termina en el bien, pues los filósofos definen el bien

de esta manera «lo que todas las cosas apetecen» (Aristóteles, Ética. I, 1). Así, pues, el fin de una cosa cualquiera será algún bien». También Santo Tomás ofrece esta otra prueba, basada en la tendencia a la propia perfección: «Aquello a lo cual tiende una cosa cuando se encuentra fuera de ella, y en lo que descansa cuando lo posee, es su propio fin. Cada cosa, si carece de la propia perfección, tiende hacia ella en cuanto le es posible, y, cuando la alcanza, en ella descansa. Según esto, el fin de cada cosa es su propia perfección. Pero la perfección de todo ente es su propio bien. Luego todo se ordena al bien como a su propio fin». Una última argumentación parte de la universalidad del principio de finalidad. «De la misma manera están ordenados al fin los entes que lo conocen como los que no lo conocen; aunque los que lo conocen se mueven por sí mismos hacia él, mientras que los que no lo conocen tienden hacia él como dirigidos por otro, según se ve en el ejemplo del saetero y la saeta. Más los que conocen el fin se ordenan siempre al bien; tomado como fin; porque la voluntad, que es el apetito del fin preconocido, sólo tiende a lo que tiene razón de bien, el cual es su propio objeto. Así, pues, incluso las cosas que no conocen el fin se ordenan al bien como a su fin. Por lo tanto, el fin de todas las cosas es el bien»[1]. El principio de conveniencia tiene, por consiguiente, la misma universalidad que el del fin. 330. ––Cuando se tiende a una cosa como un fin, ésta es un bien.El fin es siempre un bien. ¿Igualmente el sumo bien es el sumo fin? ––Por el mismo motivo, lo que es sumo bien será también el sumo fin. «Si nada tiende a una cosa tomada como fin, sino en cuanto que es buena, es preciso, pues, que el bien, en cuanto tal, sea fin». Se infiere de ello que: «lo que es sumo bien será también el sumo fin. Pero el sumo bien es único, y es Dios, según se probó (I, c. 32). Luego todo está ordenado, como a su fin, a un bien sumo, que es Dios». El sumo bien o fin último es Dios, porque el constitutivo formal divino es el mismo ser, que conlleva la suprema bondad o máxima perfección. El sumo bien y fin es último, porque es la razón del atractivo que ejercen los otros fines próximos de los actos; de la misma manera que el sumo bien es la causa eficiente de los otros bienes, «como lo más calido, como es el fuego, es la causa del calor de los otros cuerpos». Además, el sumo y último bien y fines único, porque la multiplicidad implica la distinción, y ésta la diferencia de perfecciones; y al sumo bien no le puede faltar perfección alguna. A la idéntica conclusión –que hay un solo fin, al que se ordenan todas las cosas , que es Dios– se llega al advertir que: «Entre todas las causas obtiene la primacía el fin y a él deben las demás el ser causas en acto, porque el agente no obra si no es por el fin, como ya se demostró (c. 2). Puede afirmarse, por consiguiente: «el fin último es la primera causa de todo. Y, como el ser primera causa de todo ha de convenir necesariamente al ente primero, que es Dios, como ya se demostró (c. 1), síguese que Dios es el fin último, de todas las cosas». Lo confirma la Escritura: «porque se dice en ella: «Todo lo ha hecho Dios para sí mismo» (Pr 16, 4). Y también: «Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último» (Ap 22, 13)».[2] 331. ––En el capítulo siguiente, el Aquinate lo inicia con esta anotación: «Queda por averiguar de qué modo es Dios el fin de todo». ¿Porqué hay que precisar el sentido en que Dios es el fin último? ––Nota Santo Tomás que hay que precisar como Dios es el fin último de todos los entes, porque ser fin último tiene dos sentidos. En primer lugar, porque: «Hay un tipo de fin que, aunque sea el primero en el causar, en cuanto que es intencionado, es, sin embargo, el último en el existir. Y como éste son todos los fines que un agente realiza con su acción; por ejemplo, el médico con

su actuación lleva a efecto en el enfermo la salud, que es para él su fin». El fin de curar, que dirige la acción del médico, es lo primero en su intención, pero lo último en la ejecución de sus acciones médicas, si lo consigue finalmente. En estos casos, el fin es un final. En segundo lugar: «Hay también otro fin que precede tanto en el causar como en el ser; así, llamamos fin a lo que uno pretende alcanzar con su acción o movimiento; como alcanza el fuego el lugar superior y el rey alcanza la ciudad peleando. Dios es, pues, fin de las cosas como algo que cada una ha de alcanzar a su modo». En el caso del rey, que desea luchar para conquistar una ciudad determinada, ésta es su fin en su intencionalidad, pero es también real, ya que es existente previamente a la de su intención y de su acción. El fin entonces es principio y es final. Dios es fin último en este segundo sentido, porque: «Dios es el fin último de todo, siendo, no obstante, el primero de todas las cosas en el ser» y al mismo tiempo: «Dios es fin de las cosas como algo que cada una ha de alcanzar a su manera». No es un fin, que, al igual que otros fines, se realice con la acción; fines, que son lo primero en el causar –porque el fin es lo primero en la intención–, pero son lo último que se alcanza y, por tanto, un fin que es final. 332. ––¿Cómo procuran las cosas alcanzar su último fin? ––Para explicarlo, recuerda Santo Tomás, por una parte, que: «Todas las cosas creadas son ciertas imágenes del primer agente, es decir, Dios, pues todo agente hace semejante a sí». Por otra, precisa que: «La perfección de la imagen consiste en representar un ejemplar asemejándosele, pues esto es lo que la constituye como imagen». Debe así concluirse que: «Todas las cosas consiguen su último fin por la divina semejanza» Las cosas tienden alcanzar su último fin al tender a asemejarse a Dios. Queda confirmado de qué todas las cosas apetezcan como último fin asemejarse a Dios, porque todas apetecen ser. «Es evidente que las cosas «apetecen naturalmente ser» (Aristóteles, Ética, IX, 7). Por eso, las que pueden corromperse resisten naturalmente la corrupción y tienden al lugar favorable a su conservación, como el fuego hacia arriba y la tierra hacia abajo». También, como ya se ha demostrado al tratar sobre la constitución de las criaturas: «Las cosas tienen ser en cuanto que se asemejan a Dios, que es el mismo ser subsistente, pues ellas no son más que participaciones del ser»[3]. Por consiguiente: «todas apetecen como último fin el asemejarse a Dios», que es el mismo ser, la posesión plena –y no en parte, o de manera participada, como las criaturas–, del ser. Queda así explicado el que las cosas apetezcan como último fin asemejarse a Dios, porque apetecen naturalmente el ser. Por eso, se resisten de manera natural a perderlo y procuran conservarlo. Como consecuencia, todas apetecen como último fin asemejarse a Dios. 333. ––¿Qué relación tiene la apetencia del ser y del bien con la apetición de asemejarse a Dios? ––Las criaturas tienen ser, participan del ser, o lo tienen en parte, y su grado de bondad viene determinado por su grado de ser. En cambio, Dios es el mismo Ser subsistente, y, por ello, bondad esencial y absoluta. «Y, como lo que se considera propiamente como fin es bueno, siguese que las cosas tienden a asemejarse a Dios propiamente porque es bueno». Sin embargo: «las criaturas no consiguen la bondad tal cual se encuentra en Dios», como tampoco el ser divino, «aunque cada una de ellas copie a su manera la bondad divina». La razón de esta semejanza particular de la criatura es porque: «La bondad de Dios es simple, como resumida en la unidad; porque el ser divino tiene en sí la plenitud absoluta de la perfección, según se probó (I, c. 28). De donde, como cada cosa tiene tanto de bondad cuanto tiene de perfección, el ser divino es su propia perfecta bondad».

En las criaturas, como se ha dicho, la perfección del vivir es un grado de ser y la perfección de entender, propio de las substancias espirituales, es un grado o participación del vivir y del ser. En cambio, en Dios, de la misma manera que no hay participación del ser, sino que es ser, tampoco posee vida o inteligencia participadas, sino que es ser, vida y espíritu. Su ser es vida y su ser y su vida son espíritu intelectual. Por tanto: «para Dios, el ser, vivir, el ser sabio y feliz y todo cuanto vemos que pertenece a la perfección y a la bondad, son una misma cosa, por así decirlo toda la bondad divina se identifica con el ser divino. Además, como también se ha dicho: «el mismo ser divino es la substancia misma del Dios existente (I, c. 21, y ss.). Y esto no puede darse en las criaturas, porque ninguna substancia creada es su mismo ser (II, c. 15)». Por consiguiente: «si las cosas son buenas porque son y ninguna de ellas es su propio ser, ninguna de ellas es su misma bondad, sino que cada una es buena por participación de la bondad, como también cada una es ente por participación del ser». Al igual que no todas las criaturas tienen el mismo grado de participación del ser, y, por tanto, en la participación del vivir y del entender: «no todas las cosas han sido constituidas en el mismo grado de bondad». 334. ––¿Sólo por su ser limitado o imperfecto las criaturas tienden a asemejarse a Dios como su último fin? ––La imperfección de las criaturas en su bondad, se da únicamente por su limitación en el ser, pero: «La bondad de la criatura, comparada con la de Dios, es imperfecta también por otra causa. Pues Dios, se ha dicho, encierra en sí mismo la suma perfección, mientras que la criatura no posee su perfección con una sola cosa, sino con muchas: «porque lo que en el supremo es único, en los inferiores es múltiple» (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, c. 5, 7). Por eso, Dios se llama virtuoso, sabio y agente, por una sola razón, mientras que la criatura posee las perfecciones por varias razones. De manera que la perfecta bondad de una criatura requiere una multiplicidad, tanto mayor cuanto más alejada se encuentra la bondad primera». Debe también tenerse en cuenta que: «Aunque Dios tenga en la simplicidad de su propio ser su perfecta y total bondad, sin embargo, las criaturas no pueden acercarse a la perfección de su bondad por solo su propio ser, sino por medio de pluralidad», como por ejemplo, las virtudes. «Por eso, aunque cada una sea buena en su ser, no obstante, si carece de cuanto se requiere para su bondad, no podrá llamarse buena en absoluto (…) En ninguna criatura se identifican el ser y el ser buena, tomado esto en sentido absoluto, a pesar de que cada una es buena en cuanto es. En Dios, en cambio, absolutamente es lo mismo ser y ser bueno». Puede así concluirse: «Si cada cosa tiende como a su fin a la semejanza de la divina bondad y la reproduce en todo cuanto se refiere a su bondad propia, la cual consiste no sólo en su ser, sino también en cuanto ella requiere para alcanzar su propia perfección, se ve, pues, que las cosas están ordenadas a Dios como fin, no sólo en lo referente a su ser substancial, sino a todo cuanto les sobreviene como perteneciente a su perfección, e incluso en lo referente a sus propias operaciones, que son también requisitos de la perfección de la criatura»[4]. 335. ––Si todas las criaturas tienden asemejarse a Dios en su ser y perfecciones, puede decirse que lo hacen también en sus acciones? ––Observa Santo Tomás que: «Una conclusión clara de lo anterior es que las cosas pretenden semejarse a Dios incluso en el hecho ser causas de otras». Existe aa tendencia en la criatura a asemejarse en su ser y perfección a Dios y también en sus operaciones, o en el hecho de ser causa de otros seres.

Queda probado asimismo con el siguiente argumento: «Una cosa llega a su máxima perfección cuando es capaz de hacer otro semejante a sí; por ello, luce perfectamente lo que es capaz de iluminar otras cosas. Además, todo aquel que tiende a su perfección, tiende simultáneamente a semejarse a Dios. Luego lo que se dirige a ser causa de otros tiende a asemejarse a Dios»[5]. Claramente se advierte en la acción humana. Como ha notado Abelardo Lobato: «El hombre en verdad no puede crear, si por crear se entiende el paso de los entes de la nada al ser en acto. Eso es un privilegio exclusivo de Dios. Pero sí puede transformar una materia dada y ponerla a su servicio. En esto no hay otro límite sino lo que se vuelve enemigo de la misma naturaleza en la cual tiene que vivir. El hombre está llamado a tener un comportamiento inteligente en esta tarea de transformar la materia. El mundo entero está bajo su dominio. El ser humano mediante la mano y los instrumentos está capacitado a dar origen a esa esfera de la vida humana, que sin contradecir la misma naturaleza, la supera y la pone al servicio de las necesidades de los hombres. En este nivel de actividad transformadora de lo que ya existe la creatividad humana es ilimitada»[6]. 336. ––Por lo explicado, el fin, o perfección última de las criaturas, consiste en asemejarse a Dios, su principio y su fin. No lo hacen de la misma manera, sino según el modo determinado por su misma naturaleza, o grado de participación de la semejanza divina. De acuerdo con su naturaleza obran, y « lo último por lo que una cosa se ordena al fin es su propia operación, según la diversidad de operaciones». ¿Cuáles son estas operaciones ordenadas a los fines propios de cada cosa? ––A los fines propios, en el sentido de próximos, subordinados todos al fin último, que no tiene ya otro fin superior, se tiende de diversas maneras, según sus las naturaleza de acuerdo con las cuales realizan sus operaciones. Explica Santo Tomás que: «Hay operaciones que consisten en mover a otro, como el calentar y el cortar», y, por tanto: «tienden a asemejarse a Dios en lo de ser causas». Se dirigen a sus fines de una manera pasiva. Son meros ejecutores, ignorantes de los fines, pero que han recibido de un agente intelectual, Dios, en las operaciones naturales, o del hombre, en las cosas artificiales. Hay otras operaciones, que: «son una perfección de quien con su acción, no intenta provocar un cambio en otro», como son «entender, sentir y querer». En las acciones del conocimiento y de la apetición, sensible e intelectual: «tienden a asemejarse a Dios conservando su propia perfección»[7]. Por los sentidos, se conocen los fines propios, aunque se ignoran que lo son en sí mismos, pero pueden dirigirse hacia ellos por sus apeticiones naturales o instintos impresos en su naturaleza por Dios. En cambio, por el entendimiento y la voluntad, que posee el espíritu del hombre, se tiende a los propios fines de manera distinta, Con el entendimiento, se advierte la razón de la misma finalidad, y con la voluntad los elige libremente. Sobre la tendencia del hombre al fin, tal como la explica Santo Tomás, comenta Abelardo Lobato: «El apetito trasciende cualquier limitación a una sola clase. Es universal, y todo ente finito tiende más allá de sí mismo, porque no se basta. La gran distinción está entre el tender por sí mismo o tender porque es llevado por la misma naturaleza». Sin embargo, nota Lobato que: «En el hombre se dan las dos cosas. Por naturaleza tiende hacia todo aquello que es del hombre. Es movido por la inteligencia ordenadora». Su naturaleza en cuanto tal tiende a su fin, el bien en general, que lo conoce perfectamente, pero al que se dirige de una manera necesaria. Su voluntad, no en cuanto naturaleza, sino en cuanto tal como voluntad racional y libre, tiende al bien concreto elegido por sí misma, aunque también con el previo influjo de Dios. El hombre, por tanto: «se mueve a sí mismo en los actos que ejerce desde el poder de su libertad. Aún en estos el bien es siempre el motivo. Si no hay bien no hay atracción. El fin

mueve porque tiene ya una actualidad en el bien que suscita el apetito. El fin y el bien es lo perfecto, lo perficiente y por ello lo amado»[8]. La finalidad última de todas las acciones de las criaturas es siempre «alcanzar la divina semejanza», y, para ello obran para realizar su fin propio, determinado por su naturaleza. Quedan así fijados los siguientes fines: «Los elementos simples existen para las cosas compuestas; éstas, para los vivientes; y, entre éstos, las plantas para los animales, y éstos, para el hombre. En consecuencia, el hombre es el fin de toda la generación». En esta escala de fines propios de las cosas inertes, las plantas y los animales, todas son para el hombre y al cumplir con su ordenación se asemejan a Dios. El hombre es así el fin último relativo de la creación, porque es el final de una serie de fines, pero por encima del mismo está el fin último absoluto, al que se orienta todo y que es Dios. 337. ––El Aquinate advierte que: «Puesto que por la misma cosa es la generación de las criaturas y su conservación en el ser resulta que, según sea el orden establecido para la generación, así será el orden de la conservación». ¿Cuál es el orden de la conservación? ––Lo expone Santo Tomás seguidamente con la siguiente observación: «vemos que los cuerpos compuestos se mantienen por las convenientes cualidades de los elementos; las plantas se nutren de los cuerpos compuestos; los animales, de las plantas; y así, lo más perfecto y poderoso de algo más imperfecto y débil». Queda explicado así que: «el hombre se sirve de todo género de cosas para su utilidad. De unas, para comer; de otras, para vestir. Por eso nace desnudo como capacitado para procurarse el vestido con otras cosas; y tampoco encuentra ningún alimento dispuesto naturalmente para él, a no ser la leche, para que así trabaje en adquirirlo de las diversas cosas. Y de otras cosas se sirve como medios, pues en velocidad de movimientos y en resistencia para el trabajo es inferior a muchos animales, y ello le obliga a servirse de los mismos para ayudarse». El hombre, añade Santo Tomás: «Por último se vale de todas las cosas sensibles para perfeccionar su conocimiento intelectual. Por este motivo, en un salmo dirigido a Dios se dice del hombre: «todo lo pusiste a sus pies» (Sal 8, 8). Y Aristóteles en la Política(I, c. 5) dice también que el hombre tiene dominio natural sobre todos los animales»[9]. Sobre esta privilegiada situación del hombre en la creación, escribióel tomista Victorino Rodríguez que: «La persona humana se abre y se proyecta en una infinidad de posibilidades y realizaciones dignas de su condición óntica de naturaleza racional y libre. Por la inteligencia está siempre en camino de dominar el universo, y por el ejercicio libre de sus facultades, de incidencia en el bien amable y apeticible, a todo se acerca y de todo disfruta sin saciarse mientras no descanse en Dios, según expresión de San Agustín»[10]. Advertía el profesor dominico que: «Es en esta capacidad de dominio sobre todas las cosas donde se patentiza su capacidad de dominio sobre todas las cosas donde se patentiza su condición de imagen de Dios, conforme al texto sagrado: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra». Es en esas dos proyecciones, hacia el verum y hacia el bonum, por donde se desarrolla el humanismo cristiano. El error y el vicio no humanizan, sino más bien deshumanizan, degradan, envilecen»[11]. Como conclusión de este pasaje, Santo Tomás afirma que el hombre es «el último fin de cuanto cae dentro del mundo de la generación y del movimiento»[12]. Un desarrollo de esta conclusión, se encuentra en lo que predicó en Nápoles, poco tiempo antes de su muerte: «Dios lo hizo todo para el hombre. Se lee en la Escritura: «Sometiste todas las cosas bajo sus pies» (Sal 8, 8). Además, entre todas las criaturas el hombre es la más semejante a Dios después de los ángeles,

por lo que se lee en el Génesis:«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (1, 26). Esto Dios no lo dijo del cielo ni de las estrella, sino del hombre, pero no se refería a su cuerpo sino a su alma, que goza de voluntad libre y de la incorruptibilidad, en lo cual se asemeja más a Dios que las demás criaturas». Se desprende de ello, por una parte, que: «el hombre tiene una dignidad mayor que las otras criaturas, exceptuados los ángeles». También, por otra: «no rebajar nuestra propia dignidad jamás con los pecados y con el apetito desordenado de las cosas corporales, las cuales son inferiores a nosotros, y fueron creadas para nuestro servicio. Debemos ser tal como Dios nos hizo. Dios hizo al hombre para que dominase todas las cosas que hay en la tierra, y para que estuviese sometido a Él. Por consiguiente, debemos dominar y presidir las cosas, y someternos, obedecer y servir a Dios. Así llegaremos a gozar de Él; cosa que Él nos conceda»[13]. . 338. ––Según lo explicado todas las cosas: «por el hecho de tender a su perfección, tienden al bien, ya que cada cosa en tanto es buena en cuanto que es perfecta. Y tendiendo a ser buena, tiende a la semejanza divina, pues una cosa se asemeja a Dios en cuanto es buena». Por consiguiente, por un lado una cosa: « tiende al bien porque tiende a la semejanza divina», y, por otro: «este o aquel bien particular es apetecible en cuanto es una semejanza de la bondad divina»[14]. La ordenación a la semejanza divina es así universal. Todas las criaturas tienden a ella como a su último fin. ¿Hay diferencias en la tendencia universal al bien de todas las criaturas? ––Esta misma conclusión está expresada claramente en una de sus últimas obras de Santo Tomás. Después de probar que la semejanza a Dios justifica la multiplicidad y diferencias entre las cosas, para que así puedan representar de algún modo la bondad divina[15], añade: ««todo movimiento y operación de una cosa cualquiera parece que tiende a lo perfecto; y todo lo que es perfecto tiene la cualidad de bueno, porque la perfección de una cosa es su bondad. Luego todo movimiento y acción de una cosa cualquiera tiende al bien; y como todo bien, cualquiera que sea, es una semejanza del Bien Sumo, a la manera que todo ser es semejanza del Primer Ser, se debe afirmar que el movimiento y la acción de cualquier cosa tiende a asimilarse a la bondad divina»[16]. En esta parte de la Suma contra los gentiles, afirma Santo Tomás que: «es claro que los seres carentes de conocimiento pueden obrar por un fin y apetecer el bien con apetito natural, y también la divina semejanza, e incluso la propia perfección. Y no hay lugar a diferencias en todo esto». Explica que los «cuerpos naturales, aunque carezcan de conocimiento» se mueven y obran por un fin, porque: «tienden al fin como dirigidos por una substancia inteligente, tal cual la saeta tiende al blanco dirigida por el saetero. Porque, así como la saeta logra la inclinación a un fin determinado por el impulso del saetero, así también los cuerpos naturales logran inclinarse a sus propios fines por sus motores naturales, de los cuales reciben sus formas, poderes y movimientos». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «El bien perteneciente a una cosa puede tomarse en muchos sentidos. En uno, en cuanto que significa su propio bien individual. Y de este modo apetece el animal su bien cuando apetece la comida, por la que se conserva en el ser. En otro sentido, en cuanto que significa su bien por razón de la especie. Y así apetece el animal su propio bien al apetecer la generación de la prole y su nutrición, o todo cuanto haga por la conservación y defensa de los individuos de su especie. En tercer lugar, cuando lo es por razón del género. Y así apetece el agente equívoco su propio bien cuando causa»[17]. Los agentes pueden ser unívocos y equívocos. Ambos comunican su perfección, porque: «cuanto hay de perfección en el efecto ha de haberlo en su causa eficiente». El agente es unívoco cuando

causa la perfección «con la misma naturaleza». Por ejemplo: «cuando un hombre engendra a otro hombre». El agente es equívoco, cuando la causa «es mucho más elevada» que el efecto. Un ejemplo de ello sucede con el sol al comunicar su luz y calor. «Así en el sol está la semejanza de todo aquello que es producido por su energía»[18]. Por último: «Hay un cuarto sentido por razón de la semejanza analógica entre principiados y principio». Los agentes son naálogos cuando los efectos y su causa no pertenecen al mismo género, como en los anteriores. «Y así Dios, que no está comprendido en ningún género, da por su bien el ser de todas las cosas» Esto cuatro sentidos distintos de bien propio patentizan que: «cuando algo tiene un poder más perfecto y sobresale en más alto grado de bondad, tiene un apetito más universal del bien y lo busca y produce en cosas más distanciadas de él». Queda ello confirmado, porque: «los seres imperfectos sólo tienden al bien propio del individuo; los perfectos al bien de la especie; los más perfectos que éstos, al bien del género; y Dios, que es perfectísimo en bondad al bien de todo ser. Se dice y con razón, que: «el bien, en cuanto tal, es difusivo» (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, 4, 1), porque cuando mejor es una cosa, tanto hace llegar su bondad a cosas más lejanas. Y como: «lo que es perfectísimo en un género cualquiera es el ejemplar y la medida de todo cuanto está comprendido en él» (Aristóteles, Metafísica, I, 1), es preciso que Dios, que es perfectísimo en bondad y la difunde universalmente, sea, difundiéndola, el ejemplar de cuantos la difunden»[19]. 339 ––¿Dios es también ejemplar o modelo de las criaturas por su perfección difusiva? ––El tomista Jaime Bofill, en su obra La escala de los seres, subtitulada El dinamismo de la perfección, , al comentar los últimos pasajes citados de la Suma contra los gentiles, escribía: «Si las criaturas buscan la semejanza con Dios es, precisamente, para participar en lo posible en esta difusión de la divina Bondad»[20]. Precisaba también que: «Excepción hecha de los seres racionales, ningún otro podrá poseer a Dios en su misma Substancia; pero procurará unirse con El por semejanza, reproducir en su propia escala el modo de ser de Dios, este radiante, generoso modo de ser de Dios, todo efusión y amabilidad. Alcanzar esta semejanza, asegurar la presencia de Dios en sí mismos por el lazo misteriosísimo de la relación, «siendo perfectos como Dios es perfecto», tal va a ser –para el Universo entero, lo mismo que para el más insignificante de los seres– la razón que sostiene, en definitiva, todo el esfuerzo de su vida»[21]. Al considerar el modo cómo las criaturas tienen su fin en Dios, advertía que: «Dios, último Fin de toda criatura, no puede proponerse con respecto a ellas adquirir, sino dar. Es una exigencia de su infinita Perfección. Su proceder es absolutamente desinteresado, aunque sólo fuera porque las criaturas carecen de todo valor propio capaza de determinar la divina Acción. Pero entonces, el fin de toda criatura ha de ser, correlativamente, unirse a este Dios que lo es todo para ellas, que se comunica a ellas sin más reserva que la que impone a cada una su respectiva capacidad»[22]. Bofill mostraba que las perfecciones finitas de las cosas hacen: «remontarse en busca de un Ser Absoluto, necesariamente extramundano; de un Ser determinado por su infinitud, es decir, no por tener un fin, sino por ser él mismo Fin; en Quien toda perfección se realice plenamente. Este Ser es Dios. Todos los demás seres están pendientes de Dios, conformados a Él, ordenados a Él. Esta total religación es la forma más profunda de intencionalidad física que descubrimos en la Naturaleza»[23].

Se puede así sostener que «tan sólo por la perfección tiene la realidad sentido»[24]. Y concluir que: «El orden de la Naturaleza, con cada uno de los seres que la componen se explica (…) por la participación común de todos ellos en un movimiento ascensional, de convergencia hacia Dios, buscando la unión con él, como su Bien. Es el más profundo de aquellos deseos naturales que no pueden ser vanos»[25]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra gentiles, III, c. 16. [2] Ibíd., c. 17. [3] Ibíd., c. 19. [5] Ibíd., c. 21. [6] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, Salamanca–Madrid, San Esteban-Edibesa, 1997, pp. 149-150. [7] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22. [8] Abelardo Lobato, Dignidad y aventura humana, op. cit., p. 257. [9] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22. [10] Victorino Rodríguez, O.P., Estudios de antropología teológica, Madrid, Speiro, 1991, p. 262. [11] Ibíd., pp. 262-263. [12] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 22. [13] ÍDEM, Consideraciones sobre el Credo, art. 1, 886. [14] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 24. [15] Cf. ÍDEM, Compendio de Teología, c. 102, 196. [16] Ibíd., c. 103, 203. [17] ÍDEM, III, c. 24. [18] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 4, a. 2, in c. [19] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 24 [20] Jaime Bofill, La escala de los seres, El dinamismo de la perfección, Barcelona, Ariel, 1950, p. 63[21] Ibíd., p. 63. [22] Ibíd., pp. 65-66. [23] Ibíd., p. 62. Añade: «Por ella se asegura l revelación de Dios Infinito en los entes finitos, a los que comunica –uno por uno y todos en conjunto– su eficacia, su hermosura, su atractivo» (Ibíd.).

[24] Ibíd., p. 8. [25] Ibíd., p. 63.

XXXII. La contemplación 340. ––La ordenación a Dios es universal, porque todas las criaturas tienden a Dios como a su último fin. Cada una de ellas lo alcanza según la medida en que participa de la semejanza divina ¿Cuál es el modo en que las criaturas intelectuales alcanzan a Dios? ––Las criaturas espirituales, los ángeles y las almas humanas, alcanzan a Dios como fin último, con sus facultades espirituales de entendimiento y voluntad, al igual que las otras criaturas, por vía de semejanza. Sin embargo, esta semejanza es específica, porque es por vía del conocimiento. escribe Santo Tomás al comenzar el capítulo XXV de la tercera parte de la Suma contra los gentiles: «Todas las criaturas, incluso las que carecen de entendimiento, están ordenadas a Dios como a su último fin, y cada una de ellas lo alcanza en la medida en que participa de la semejanza divina, pero las criaturas intelectuales lo alcanzan de un modo especial, es decir, entendiendo con su propia operación a Dios».El fin de la criatura intelectual es entender a Dios. Con el conocimiento de Dios, se consigue una semejanza más perfecta, porque: «el fin último de todas las cosas es Dios, pues cada una intenta unirse a Dios, como último fin, todo cuanto puede. Una cosa se une más íntimamente a Dios si es capaz de alcanzar de alguna manera su substancia, lo que se realiza cuando uno puede conocer algo de la substancia divina, que consiguiendo una determinada semejanza de la misma», como una semejanza en el ser o en el vivir, pero no en el entender, grado supremo del vivir y del ser. Concluye, por ello, Santo Tomás que: «Así como las cosas que carecen de entendimiento tienden hacia Dios como fin por vía de semejanza, así las substancias intelectuales tienden hacia Él por vía de conocimiento». 341. ––Si las criaturas racionales, y sobre todo las humanas, no pueden conseguir un conocimiento completo y perfecto de Dios ¿Cómo es posible que un conocimiento imperfecto sea el último fin? ––Para el ser humano, no importa que el conocimiento de Dios no sea perfecto para que sea su fin último. Debe tenerse en cuenta que: «aunque las cosas que carecen de entendimiento tiendan a asemejarse a sus próximos agentes, no obstante su tendencia natural no descansa ahí, pues tiene por fin el asemejarse al sumo bien, aunque dicha semejanza al alcance de modo imperfectísimo, como ya se ha dicho (c. 19)». Por consiguiente, puede afirmarse que: «lo poco que el entendimiento humano pueda percibir del conocimiento divino, eso será pues su último fin, más bien que el conocimiento perfecto de los inteligibles inferiores». Toda criatura: «lo que principalmente apetece es su último fin», y queda confirmado que «el último fin del hombre es el entender de alguna manera a Dios», porque: «el entendimiento humano apetece y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto que tiene de las cosas inferiores»[1]. 342. ––La criatura racional apetece, ama y se deleita en el conocimiento de Dios, aunque sea mucho más escaso que el conocimiento más completo posible de una criatura perfecta que pueda tener de lo creado. ¿En el conocer a Dios está la bienaventuranza o felicidad última de los seres racionales?

––.Explica seguidamente Santo Tomás que: «El fin último del hombre y de toda substancia intelectual se llama felicidad o bienaventuranza, pues esto es lo que desea toda substancia intelectual, como fin último y lo desea sólo por si mismo». El fin último en cuanto relativo al hombre es la felicidad, a la que tiende el hombre de una manera natural y necesaria. La felicidad es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes»[2], tal como la definió Boecio. «En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad última de cualquier substancia intelectual es el conocer a Dios». La posesión intelectual, que proporciona el conocimiento del Bien perfecto, que es Dios, sacia el anhelo de felicidad de la criatura espiritual. Lo confirma lo que: «dice San Mateo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8) Y San Juan: “Esta es la vida eterna, que te conocen, a ti, verdadero Dios” (Jn 17, 3)». Nota también Santo Tomás que: «La opinión de Aristóteles está de acuerdo con esta sentencia, pues en el último libro de su Ética dice que la felicidad última del hombre es “especulativa, concretamente, la que tiene como objeto de contemplación lo óptimo” (X, c. 7)»[3]. Los seres racionales o espirituales poseen a Dios por la facultad espiritual del entendimiento, pero tal posesión satisface también a las facultades corpóreas del hombre.Satisface a las facultades sensitivas, pero no directamente como las espirituales –porque Dios no es un cuerpo, es un espíritu–, sino indirectamente, en cuanto pueden participar de la felicidad de las facultades superiores. 343. ––Si el último fin proporciona la felicidad se puede plantear la siguiente dificultad, que expone el Aquinate seguidamente: «Como la substancia intelectual alcanza con su operación a Dios, no sólo entendiéndole, sino también deseándole y amándole, y deleitándose en Él, mediante un acto de la voluntad, podría parecer a alguien que el último fin y la felicidad última del hombre no consisten en conocer a Dios, sino más bien en amarle o en posesionarse de Él mediante algún otro acto de la voluntad». ¿Es posible que la bienaventuranza o felicidad esté en un acto de la voluntad? ––Santo Tomás, después de aportar cinco razones que parecen apoyar que la felicidad se consigue con un acto de la voluntad, afirma que: «se demuestra claramente que esto es imposible». En la primera razón, que considera la principal, se argumenta: «el objeto de la voluntad es el bien, que implica razón de fin; mientras que lo verdadero, que es el objeto del entendimiento, sólo tiene razón de fin en cuanto es bueno. Por eso no parece que el hombre haya de alcanzar su último fin por un acto del entendimiento, sino más bien que por un acto de la voluntad». Por ser la verdad un bien del entendimiento, parece que, en lugar de la verdad, objeto del entendimiento sea el bien, objeto de la voluntad, el fin último. No es así, porque replica Santo Tomás: «el fin último de la substancia intelectual es Dios. Por lo tanto, aquella operación del hombre con que primero pueda llegar a Él será para el hombre substancialmente su bienaventuranza o felicidad. Y tal operación es el entender, porque no podemos querer lo que no entendemos. Luego la felicidad última del hombre consiste substancialmente en conocer a Dios por el entendimiento y no en un acto de la voluntad». Con respecto al objeto de la voluntad, el conocimiento es primero, porque no es posible querer el bien sino se conoce. El segundo argumento es el siguiente: «La perfección de la operación es la delectación, “que perfecciona a la operación como la hermosura a la juventud” (Aristóteles, Ética, X, 4). Si pues la perfección perfecta es el fin último, mejor parece que el fin último consista en una operación de la voluntad que en una del entendimiento». Si la delectación es perfeccionante de la voluntad, en esta facultad, habrá que buscar el fin último.

Tampoco esta objeción es valida, porque: «la delectación es una perfección de la operación, pero no en el sentido de que la operación se ordene específicamente a ella, puesto que se ordena a otros fines, tal como el comer se ordena específicamente a la conservación del individuo; sino que es una perfección parecida a la que se ordena a la formación de la especie; porque mediante la delectación insistimos con más atención y esmero en la operación con que nos deleitamos». La delectación o complacencia no completa a un acto perfecto para que pueda alcanzar su fin, sino que lo acompaña y le ayuda. En el tercer argumento, también basado en la delectación o goce, se dice: «La delectación se nos presenta como algo que se desea de por sí y no en orden a otra cosa; pues es necio preguntar a uno por qué quiere deleitarse. Tal es la condición del último fin, que se busque de por sí. Luego, al parecer, el último fin consiste más bien en una operación de la voluntad que en una operación del entendimiento» No se puede llegar, sin embargo, a esta conclusión, porque: «Que los hombres quieran la delectación por sí misma y no con otra finalidad, no es señal suficiente de que ella sea el último fin, como se deduce en esta tercera objeción. Pues la delectación, aunque no es el último fin, es, no obstante, algo concomitante, puesto que, al alcanzarlo, aparece la delectación». Igualmente, se insiste, en el cuarto argumento, en la delectación al argumentar: «Todas las cosas coinciden principalmente en apetecer el último fin, por ser algo natural. Es así que muchos buscan más la delectación que el conocimiento. Por lo tanto, parece que la delectación es más fin que el conocimiento». Reconoce Santo Tomás, en la correspondiente respuesta, que: «Es verdad que son pocos los que se afanan en conocer, y no muchos más los que buscan la delectación que nace del conocimiento mismo. También lo es que son muchos los que van tras de las delectaciones sensibles preferiéndolas al conocimiento intelectual y a su consiguiente delectación. Mas esto se explica porque las cosas exteriores son más conocidas para la mayoría, ya que el conocimiento humano comienzan por los sentidos». Por último, en la quinta objeción, se dice: «Parece que la voluntad es una potencia superior al entendimiento, porque ella mueve al entendimiento a realizar su acto; pues el entendimiento, cuando uno quiere considera en acto lo que posee de modo habitual. Luego la acción de la voluntad parece ser más noble que la del entendimiento. Según esto, el fin último, que es la bienaventuranza, parece consistir más bien en un acto de la voluntad que en un acto del entendimiento». Sobre esta objeción basada en que se puede querer entender o entender, advierte Santo Tomás: «el que la voluntad es superior al entendimiento, pues es como su motor, es falso manifiestamente. Pues el entendimiento, primeramente y de por sí, mueve a la voluntad; porque ésta, en cuanto tal, se mueve por su objeto, que es el bien aprehendido. La voluntad, no obstante, mueve al entendimiento de un modo como accidental, o sea, en cuanto que el entender mismo se aprehende como bien, y así es deseado por la voluntad; resultando de ello que el entendimiento pasa al acto de entender. Más el entendimiento precede incluso en esto a la voluntad, pues nunca desearía entender la voluntad si antes el entendimiento no aprehendiera el mismo entender como un bien». Cuando la voluntad mueve el entendimiento, por tanto, previamente se ha entendido que ello es un bien. Nota además sobre el modo que la voluntad actúa sobre el entendimiento que, por una parte: «la voluntad mueve a manera de agente al entendimiento para que ejecute el acto»; en cambio: «el entendimiento mueve a la voluntad a modo de fin, porque el bien entendido es el fin de la voluntad». Por otra que: «el agente en orden a mover es posterior al fin, pues el agente sólo mueve por el fin». Se concluye de ello que: «el entendimiento es en absoluto superior a la

voluntad; mientras que sólo accidentalmente y en un sentido restringido, la voluntad es superior al entendimiento». 344. ––Además de las argumentaciones con las que responde a las objeciones sobre la primacía del entendimiento en el fin último y felicidad suprema del hombre, ¿el Aquinate da una demostración de esta tesis, que podría denominarse intelectualista? ––Para demostrar que el fin último y bienaventuranza consiste en un acto del entendimiento, Santo Tomás argumenta: «Siendo la bienaventuranza el bien propio de la naturaleza intelectual, es preciso que le convenga en conformidad con lo que es propio de la misma. Y lo propio de la naturaleza intelectual no es el apetito, pues éste se halla en todos las cosas, aunque de diversa manera». Si la bienaventuranza o felicidad es el bien que requiere la naturaleza intelectual tiene que ser acorde con lo característico de la misma, que es el entendimiento y no la voluntad o apetición intelectiva. En cambio, la apetición se halla en todos los seres, aunque de manera distinta. «Tal diversidad nace de los diversos modos como se encuentran las cosas respecto al conocimiento». El modo de hallarse la apetición, en la escala de los entes, depende de su relación con el conocimiento, porque «los entes que carecen en absoluto de conocimiento sólo tienen apetito natural», que expresa la tendencia activa por parte de su misma naturaleza.Añade Santo Tomás que: «los que tienen conocimiento sensitivo tienen apetito sensitivo también, que comprende el irascible y el concupiscible», la tendencia al bien difícil o al mero bien. Los entes que tienen conocimiento sensitivo tienen apetito sensitivo, que es ya elícito o atraído, ya que se tiende a obrar porque se es actuado por una forma externa conocida, que atrae. En cambio, en el siguiente grado de la escala, en «los que tienen conocimiento intelectivo tienen un apetito proporcionado a él, o sea, la voluntad». En los entes, que tienen conocimiento intelectual, por seguir a este conocimiento, el apetito es intelectivo y se denomina voluntad. Por consiguiente: «la voluntad, según que es apetito no es lo característico de la naturaleza intelectual; lo es en cuanto que depende del entendimiento». En cambio: «el entendimiento en sí considerado, es lo propio de la naturaleza intelectual». Queda así demostrado que, la bienaventuranza o felicidad consiste substancial y principalmente más bien en un acto del entendimiento que en acto de la voluntad»[4], 345. –– ¿Cómo debe entenderse la precisión de la tesis del fin último de las criaturas espirituales como un acto «sustancial y principalmente» de la facultad espiritual del entendimiento mas que en un acto de la voluntad, la otra facultad espiritual? ––Para la adecuada comprensión de esta tesis debe tenerse en cuenta la explicación de Ramón Orlandis sobre el fin último del hombre en Santo Tomás. El tomista español notaba frente a una generalizada interpretación intelectualista, que un sistema que: «pusiera el bien supremo del hombre, su bienaventuranza esencial en la adquisición y posesión intelectual de la verdad (…) un sistema moral que apenas tuviera en cuenta sino las tendencias y aspiraciones intelectuales del hombre (…) sería éste evidentemente egocéntrico, que haría aspirar al hombre como a su suprema perfección y felicidad, a la adquisición, a la posesión y al goce consiguiente de un tesoro de la verdad»[5]. En este sentido: «la ética del Estagirita es egocéntrica y pagana». El pensamiento cristiano, en este aspecto, no podía aceptar la solución de Aristóteles por ser la de un «intelectualismo pagano, egocéntrico y glacial, carcoma mortífera que corroería en su raíz la vida espiritual»[6]. Aunque se identificara el fin último con el verdadero Dios: «el sistema, por ser parcial, por detenerse a la mitad del camino, sería insostenible, y no merecería menos los calificativos», con

que se le ha denostado, porque: «miraría a Dios solamente como bien del hombre, como mero objeto de su satisfacción intelectual. No dejaría, por tanto de ser egocéntrico». Su parcialidad se advierte respecto a Dios, porque: «no tendría en cuenta el mérito y el derecho de la divina Bondad a ser amada en sí misma con amor de benevolencia». También con respecto al hombre, porque: «no tendría en cuenta la tendencia innata en su corazón, a no encerrarse en sí, sino a salir de sí por la entrega misteriosa del amor; ni la persuasión universal en todo hombre normal de que la perfección y la nobleza del hombre exigen este salir de sí mismo»[7]. La necesidad del amor, del amor de benevolencia y del amor de caridad, revela la de la voluntad en la determinación del fin último, la perfección última y la plena y verdadera felicidad del hombre. 346. ––En el sistema intelectualista descrito en el que el fín último se pone en la contemplación intelectual de Dios, ¿el logro del mismo no implica el amor al mismo y el goce al conseguirlo? ––El conocimiento de Dios, y que proporciona deleite o fruición como algo que meramente acompaña o sigue al acto del entendimiento: «supone y entraña un amor; y que no es sino la expresión de un amor que ha alcanzado la posesión de su objeto»[8]. Sin embargo, advertía Orlandis, «este amor no es el de caridad, no es sino un afecto egocéntrico, un amor de la perfección propia y de sus complementos, un amor que ansiaba la adquisición de la verdad y que una vez adquirida, descansa en ella, como en su propiedad y riqueza»[9]. El amor de caridad es necesario para la bienaventuranza y el goce que le acompaña. Explícitamente afirma Santo Tomás su necesidad esencial, al responder a una impugnación a la siguiente tesis: «el hombre tiene la plenitud completa de su perfección en Dios», y, por ello: «no se requiere por necesidad la compañía de los amigos»[10], o con todos los que se mantiene amor de amistad o de caridad, desde los familiares a los que se denominan amigos en distintos grados. En la objeción se razona: «La caridad obtiene su perfección en la beatitud. Mas la caridad comprende al amor de Dios y del prójimo. Luego, requiere la compañía de amigos»[11]. A ella, responde Santo Tomás: «La perfección de la caridad es esencial a la bienaventuranza en lo que concierne al amor de Dios». En cambio: «no lo es por lo que toca al amor al prójimo». De tal manera, añade, que: «si sólo hubiera un alma que gozase de Dios, sería bienaventurada, aunque no tuviese prójimo a quien amar». Precisa que: «no obstante, la compañía de los amigos contribuye al bien ser de la bienaventuranza»[12]. Cita a acontinuación estas palabras de San Agusrín: «La criatura espiritual, para ser feliz, solamente necesita de la ayuda intrínseca de la eternidad, verdad y caridad del Creador. Exteriormente, si cabe decir que es ayudada, esta ayuda quizá sólo consista en que los bienaventurados se ven unos a otros y se gozan de su mutua compañía»[13]. Más adelante, después de recordar el principio «la gloria no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona»[14], concluirá que, en ella: «en el ánimo del bienaventurado perseverán las causas de todo honesto amor»[15]. Se continuará amando a los allegados y a los amigos y se conservará el mismo oren del amor. En el intelectualismo exclusivo, indica Orlandis se olvida el amor de caridad. El amor que implica es de posesión al que sigue un goce intelectual, por ser: «una mera secuela del perfeccionamiento intelectual, un descanso en el hallazgo y visión de la verdad; y, aunque inmensamente superior, análogo al placer que tiene el investigador al descubrir alguna verdad». Hay que recordar que: «esencialmente egocéntrica es la tendencia del entendimiento; ya que éste esencialmente tiende a asimilarse lo inteligible, traérselo a sí, a enriquecerse con la posesión de la verdad conocida y asimilada».

La bienaventuranza o plena felicidad no puede estar en este egocentrismo, que es antihumano. La teoría intelectualista que lo mantuviera: «desconocería u olvidaría las tendencias más íntimas e insuperables del corazón humano y los juicios de valor más universales e indiscutidos sobre la honestidad, la nobleza, la perfección de los afectos y de las acciones del hombre». Se pregunta Orlandis: «¿Quién habrá que pueda sentirse en el colmo de la felicidad sólo por conocer la verdad, sin tener satisfecha la necesidad de amar y de ser amado? Y si se hallara un hombre que con esto se satisficiera, ¿sería acaso tenido por las personas sensatas por el ideal del hombre? ¿No sería más bien verdad que el tal hombre no era hombre?»[16]. 347. ––¿Cómo interviene esencialmente el amor de caridad en la contemplación intelectiva de Dios? ––Explica Orlandis, en su estudio sobre el fin último en Santo Tomás, que: «La contemplación beatificante, como tal, mira y considera a Dios no tan sólo como Verdad suprema, como bien supremo de la inteligencia, sino también como en sí mismo y por sí mismo amable, como en sí mismo y por sí mismo bueno, como en sí mismo y por sí mismo acreedor al amor de benevolencia». Si solamente se considerará a Dios como suprema Verdad, como bien de la inteligencia: «la contemplación beatificante como tal sería puramente especulativa y no tendría virtualidad para mover al amor de benevolencia, y, por tanto, menos al de caridad»[17]. Se descubre la naturaleza de la auténtica contemplación, si se examina su objeto, Dios como primera causa. «A primera vista, esta visión no pasará de ser intelectual, no mirará su objeto de tal manera que pueda satisfacer las demás tendencias y aspiraciones del hombre». Será un objeto que podrá mover al amor de benevolencia hacia Dios, a satisfacer el deseo natural de amar a Dios más que a sí mismo. Esta visión: «no pasa de ser una concepción limitada incomprensiva de la primera causa. Dios no es primera causa solamente por su omnipotencia, lo es por su infinita perfección y ejemplaridad, lo es por su arte divino, lo es por su bondad infinita, y por su amor comunicativo; luego, conocer perfectamente la esencia de la primera causa es conocer su infinita perfección e inmutabilidad, es conocerlo como arquetípo y ejemplar de lo creado y de lo creable, es conocerlo como causa final de todo lo reproducible y como centro a donde han de converger todos los seres con todas sus tendencias, aspiraciones y actividades»[18]. Dios entonces atrae el afecto del hombre. Por ello: «La contemplación beatificante, según santo Tomás, es Dios, no solamente en cuanto es verdad o belleza o bondad absoluta, sino también en cuanto se nos revela ofreciéndonos su divina amistad y pidiéndonos la nuestra»[19]. La caridad, o el amor que da Dios y que merece correspondencia, es amor de amistad, que: «es el amor mutuo de benevolencia entre dos personas, fundado en la posesión o aprecio común de un mismo bien (…) y completado y fomentado por la convivencia y el trato». El amor de amistad entre Dios y el hombre se basa en: «La comunicación que Dios hace o promete hacer al hombre de su propia bienaventuranza divina, para que el hombre, en cuanto es posible, sea copartícipe de ella, para que el hombre la posea junto con Dios; y al entregarle o prometerle su bienaventuranza le entrega o le promete toda su perfección infinita, su verdad, su belleza, su bondad amabilísima su amor infinito»[20]. El amor de caridad del hombre es el amor de correspondencia al amor de Dios, y su fundamento es: «no tan sólo la bondad de Dios en sí misma considerada, sino el amor mismo de Dios, por el cual nos promete y nos entrega su propia bienaventuranza perfecta»[21].

Concluye, por ello, Orlandis que: «según Santo Tomás, el objeto de la contemplación beatificante es el mismo del amor de caridad; es así que el objeto del amor de caridad es el amor mismo de Dios al modo dicho. Luego el objeto de la contemplación beatificante es el amor de caridad de Dios al hombre»[22]. 348. ––En el logro del fin último, además del entendimiento, interviene la voluntad,porque no sólo se conoce sino que también se ama con amor de caridad, ¿Cómo interviene el amor en el acto intelectual del fin último? ––No es extraño que en un acto intelectual, en el que consiste «substancial y principalmente»[23]la contemplación, porque, como puso de relieve Jaime Bofill, discípulo de Orlandis, enseña Santo Tomás que es un proceso de cuatro fases. En esta compleja sucesión unitiva, el comienzo se da cuando, en una primera fase: «una facultad de conocimiento introduce en nuestra conciencia, para empezar, la “forma” de un objeto externo». De manera que el conocimiento intelectivo capta la esencia abstracta y universal de todo objeto, e igual ocurre cuando es otro ser intelectual. En la segunda, también la inteligencia valora la bondad o participación en el ser del objeto entendido, porque: «a este primer momento se seguirá una actitud activa, de naturaleza todavía intelectual en sentido estricto, consistente en la valoración de ese objeto según la plenitud de ser que posea en sí, Valorar a un objeto-cosa según la plenitud de ser no es, en definitiva, sino juzgar sobre su perfección o bondad»[24]. En la tercera fase: «Un nuevo mecanismo se dispara en el alma, a saber, una determinada reacción afectiva o volitiva, por la cual el sujeto tomará posición con respecto al objeto, no ya solamente en un orden intencional interno, sino realmente, ónticamente, en el orden mismo de la realidad al que uno y otro pertenecen»[25]. La voluntad quiere al objeto entendido si es bueno o lo rechaza si es malo. Ello implica que el sujeto toma posición ante el objeto, no sólo en el orden cognoscitivo, sino en el real. En este momento: «el sujeto se habrá definido personalmente con respecto al objeto – cosa o persona– que ha atraído su atención». Se define él mismo ante el objeto. En esta fase, se da también una unión entre el sujeto y el objeto de la facultad de manera parecida como se dio en el entendimiento. Por medio del conocimiento intelectual hay una unión a lo esencial del ente, y ahora, con la voluntad, hay una unión a lo singular y existencial del objeto, pero es una unión afectuosa con lo amado. Sin embargo, hay una diferencia entre la unión por el conocimiento intelectual y la unión afectuosa, o por la voluntad, además de su distinto objeto, lo universal la primera y lo singular la segunda, porque en la unión intelectual el objeto entendido está en el entendimiento como una semejanza del mismo producida por el mismo entendimiento; en cambio, el objeto querido está en la voluntad como inclinación o tendencia de la misma voluntad hacia el objeto querido. 349. ––Si el objeto entendido ha sido juzgado como bueno y, por ello, ha hecho que la voluntad lo ame, ¿No queda ya terminado el proceso de unión o posesión? –– A la cuestión, responde Bofill negativamente, porque añade: «Hará falta que un nuevo tipo de facultades, las de traslación o de “ejecución”, me permiten llegar a la presencia del bien amado y apoderarme de él. Pies, manos, dientes, cualesquiera de estos instrumentos materiales de que me ha dotado la naturaleza, podrán servirme para llegara a la posesión de este objeto real, cuando él, a su vez, es material y sensible». Cuando el objeto conocido, valorado y querido, es material y sensible, se necesitarán las facultades locomotrices para conseguir una tercera unión. Tales facultades permitirán conseguir la unión real, fin y efecto de todo amor.

Advierte seguidamente Bofill que: «Si se trata, en cambio, de un ser espiritual, si este ser es, en sentido propio de la palabra, un inteligible, la facultad aprehensiva será entonces de nuevo la inteligencia; de arte que ella (en quien se había iniciado e movimiento del sujeto hacia el objeto: uno y otro, necesariamente personas) estará encargada de dar cumplimiento final a este movimiento, asegurando a la voluntad la presencia de su bien. El acto intelectual será aquel por el cual el sujeto primo apprehendit finem».. Las facultades locomotrices, cuando el objeto es espiritual, no sirven para conseguir la unión efectiva, que completará la unión afectiva. La facultad que permite, en este caso, la unión volverá a ser la inteligencia. Será ella la que proporcionará a la voluntad la presencia real de su bien querido. Lo espiritual no deja poseerse sino por el entendimiento. Concluye Bofill que: «Este conocimiento “terminativo”, beatificante, si es especulativo en el sentido de no estar ordenado a hacer alguno ulterior, ya se ve que deberá reunir caracteres muy particulares, la filosofía cristiana le ha reservado por esto un nombre propio, y este nombre es la contemplación»[26]. Este tercer acto unitivo, que es del entendimiento y que realiza la unión efectiva, no es del mismo tipo que la primera unión intelectiva y, por ello, se le denomina ahora contemplación. El conocimiento intelectual, que se da en la primera fase, implica una posesión real de lo conocido, pero sólo en la esencia abstracta y universal de la realidad, que se está conociendo. Después la voluntad, posibilitada por este acto intelectivo, se refiere a lo individualy concreto de lo conocido en su propio ser, en el ser que está en la realidad. La unión que consigue es meramente afectiva. Para unirse al objeto conocido y querido de una manera real, ya se no puede utilizar ni el primer acto de la inteligencia ni la facultad volitiva. Necesita de un nuevo acto intelectual, un acto contemplativo, que cierra el círculo de toda la contemplación. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 25. [2]BOECIO, La Consolación de la Filosofía , III, prosa. 2. [3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 25. [4] Ibíd., III, c. 26. [5] RAMÓN ORLANDIS, «El último fin del hombre en Santo Tomás», en Manresa(Madrid); I 14 (1942), pp. 7-25; 15 (1942), pp. 107-117; y 19 (1943), pp. 34-53; I, pp. 10-11. [6] Ibíd., I, p. 10. [7] Ibíd., I, p. 11. [8] Ibíd., III, pp. 34-35. [9] Ibíd., III, p. 35. [10] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 4, a. 8, in c. [11] Ibíd., I-II, q. 4, a. 8, ob. 3.

[12] Ibíd., I-II, q. 4, a. 8, ad 3. [13] San Agustín, Del Génesis a la letra, VIII, c. 25, n. 47 [14] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 26, a. 13, sed c. [15] Ibíd., II-II, q. 26, a. 13, in c. [16] RAMÓN ORLANDIS, «El último fin del hombre en Santo Tomás», op. cit., III, p. 36. [17] Ibíd., III, p. 43. [18] Ibíd., III, p. 48. [19] Ibíd., III, pp. 48-49. [20] Ibíd., III, p. 51. [21] Ibíd., III, pp. 51-52. [22] Ibíd., III, p. 52. [23] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 26. [24] JAIME BOFILL, «Contemplación y caridad», en ÍDEM, Obra filosófica, Barcelona, Ediciones Ariel, 1967, pp. 89-97, p. 94. [25] Ibíd., pp. 94-95. [26] Ibíd., p. 95.

XXXIII. El problema de la vida 350. ––La felicidad suprema o bienaventuranza consiste en la contemplación amorosa. No, en la mera contemplación intelectual, con el deleite, que le acompaña como acto intelectivo, tal como se sostiene en el sistema intelectualista.La contemplación amorosa que da la felicidad supone el amor de amistad, porque la bienaventuranza como contemplación amorosa, descansa en el amor, que da Dios y que pide correspondencia; y, por tanto, en el amor mutuo de benevolencia entre dos personas, o amor de amistad, que en el orden sobrenatural se denomina caridad, entre Dios y el hombre. Sin embargo, ¿Es posible que la felicidad humana consista en placeres sensibles, como el de la comida y el marital? ––No es posible, aunque los placeres sensibles parezcan proporcionar la felicidad última. Es imposible que en el placer sensible esté en la felicidad última y suprema. Afirma Santo Tomás: «Lo dicho (en los capítulos anteriores) manifiesta la imposibilidad de que la felicidad humana consista en los deleites carnales, de los cuales son los principales la comida y el placer marital». Da varias razones. La primera es que son medios que facilitan las acciones biológicas dirigidas al bien del propio individuo y de su especie. De manera que: «Las operaciones a que siguen dichas delectaciones no son el ultimo fin, porque están ordenadas a otros fines manifiestos; por ejemplo, la comida a la conservación del individuo, y el acto marital a la generación de la prole. Luego dichas delectaciones no pueden ser el último fin ni algo concomitante. Por lo tanto, no se ha de poner en ellas la felicidad». Los placeres sensibles siguen a unas operaciones, como la acción de comer y el acto marital, que no son el último fin, ya que están ordenadas a otros fines manifiestos, como.la conservación propia y la generación de otros.

La segunda razón es porque: «La felicidad es cierto bien propio del hombre; porque a los brutos no podemos llamarlos felices con propiedad, sino abusivamente. Si dichas delectaciones son comunes a los hombres y a los animales, no habrá de ponerse en ellos la felicidad»[1]. La felicidad, como escribirá Santo Tomás en la Suma teológica: «indica el bien perfecto de la naturaleza intelectual»[2]. Una tercera razón, basada también en la constitutivo animal del hombre se encuentra en el siguiente argumento: «El último fin es lo más excelente de cuanto pertenece a una cosa, porque tiene razón de óptimo. Pero estas delectaciones no le convienen al hombre en atención a lo que hay de más noble en él, que es el entendimiento, sino en atención al sentido. Luego no puede ponerse en tales delectaciones la felicidad». La plena felicidad no puede encontrarse en algún bien, que pertenezca a su animalidad, parte inferior del compuesto humano. 351. ––Además de estos tres argumentos, basados en que los placeres sensuales son propios del cuerpo animal, ¿da el Aquinate otras razones para mostrar que no es posible poner como fin último el placer sensual? ––En este mismo capítulo dedicado a examinar si la suprema felicidad del hombre está en los bienes sensuales, expone el siguiente argumento para mostrar su imposibilidad: «Lo que sólo es bueno cuando está moderado, no es bueno de por sí, puesto que recibe la bondad de quien lo modera. El uso de tales delectaciones sólo es bueno para el hombre cuando está moderado, de no ser así, unas a otras se estorbarían. No son, pues, de por sí un bien para el hombre». La moderación por la razón es lo que hace buenos para el hombre estos bienes corporales internos. Sobre este aspecto de no ser por sí, Santo Tomás también argumenta: «En todos los que se dicen por sí, a lo más sigue lo más, si a lo simple sigue lo simple; por ejemplo, si lo cálido calienta, lo más calido calienta más, y lo sumamente cálido calentará en sumo grado. Si, pues, dichas delectaciones fueran buenas de por sí, sería preciso que el mayor uso de las mismas fuera lo mejor. Y esto es evidentemente falso, pues el uso excesivo de ellas se considera como vicio, y es incluso nocivo al cuerpo, y amortigua su propio deleite. Por lo tanto, no son de por sí un bien del hombre. Luego en ellas no consiste la felicidad». Sobre la insuficiencia de los bienes sensuales Santo Tomás también presenta esta otra razón: «El fin último de todas las cosas es Dios, según consta por lo dicho. Así, pues, el último fin del hombre deberá establecerse en lo que más le aproxime a Dios. Estas delectaciones impiden al hombre su máxima aproximación a Dios, que se logra por la contemplación, que ellas estorban grandemente, puesto que principalmente sumergen al hombre en las cosas sensibles y, en consecuencia, le apartan de las inteligibles. Por lo tanto, la felicidad humana no puede establecerse en las delectaciones corporales»[3]. 352. ––¿En otras obras, da el Aquinate más argumentos? ––En el artículo de la cuestión sobre en lo que consiste la bienaventuranza o felicidad suprema del hombre, de la Suma teológica, Santo Tomás comienza con la pregunta de si la bienaventuranza del hombre consiste el placer. Presenta tres objeciones, porque: «parece que la beatitud del hombre consiste en el placer»[4]. Sin embargo, indica que: «Por el contrario, dice Boecio: «Tristes resultados tienen los placeres, y cualquiera que recuerde sus propias liviandades lo entenderá. Si los deleites pudiesen hacer felices, no habría motivo para negar la beatitud a las bestias (La consolación de la filosofía, III, prosa 7).»[5]. ––La correspondiente respuesta la comienza con esta cita: «Las delectaciones corporales, por ser las que conoce más gente, acaparan el nombre de placeres» (Aristóteles, Ética, VII, 13, 6)». Precisa seguidamente Santo Tomás: «aunque hay delectaciones mejores». Advierte a continuación: «pero tampoco en éstas consiste propiamente la bienaventuranza, porque, en todo

ente, una cosa es lo que constituye su esencia y otra lo que es su accidente propio; así en el hombre el que sea animal racional es cosa distinta de que sea capaz de reír. Y, según esto, hay que tener presente que toda delectación es un accidente propio, consiguiente a la bienaventuranza o a alguna parte de ella. Por ello, se siente deleitación cuando se tiene un bien que es conveniente, ya sea en la realidad o en esperanza, o por lo menos en la memoria». A la esencia de la bienaventuranza o felicidad le acompaña el accidente propio o propiedad del placer, y como toda propiedad, no es algo esencial, pero si necesario por derivarse de la misma esencia. La delectación o placer es siempre una propiedad de toda la bienaventuranza o felicidad, porque: «el bien conveniente, si es perfecto, constituye la misma bienaventuranza del hombre; si, en cambio, no es perfecto, constituye una bienaventuranza particpada, próxima o remota o por lo menos aparente, de la bienaventuranza. Es así manifiesto que ni la delectación, que sigue al bien perfecto, es la misma esencia de la bienaventuranza, sino una consecuencia de la misma o su accidente propio». 353. ––¿El placer sensual, aunque no constituya su esencia, es una consecuencia y, por tanto, una propiedad de la bienaventuranza o felicidad perfecta? ––Advierte Santo Tomás, a continuación, que: «el placer corporal no puede ser consecuencia, ni siquiera así, del bien perfecto, porque es resultado del bien que perciben los sentidos, que son potencias del alma que se sirve del cuerpo; pero el bien que pertenece al cuerpo y es percibido por los sentidos no puede ser un bien perfecto del hombre; pues como el alma racional excede los límites de la materia corporal, la porción de alma desligada de los órganos corporales posee cierta infinitud respecto del cuerpo y de las partes del alma vinculadas al cuerpo». Sobre la infinitud de la parte del alma que supera al cuerpo, explica que: «lo mismo que los seres inmateriales son de algún modo infinitos respecto a los seres materiales, porque en éstos la forma queda contraída y limitada de algún modo por la materia, la forma desligada de la materia, en estos últimos, es en cierto modo ilimitada». Así se explica que: «Los sentidos, que son fuerzas corporales, conozcan lo singular, que está determinado por la materia; mientras que el entendimiento, que es una fuerza desligada de la materia, conozca lo universal, lo que está abstraído de la materia y se extiende sobre infinitos singulares». Debe admitirse, por consiguiente, que: «el bien conveniente al cuerpo, que causa una delectación corporal al ser percibido por los sentidos, no es el bien perfecto del hombre, sino un bien mínimo, comparado con el del alma». Además, puede así concluirse que: «el placer corporal ni se identifica con la bienaventuranza misma ni es un accidente propiamente de ella»[6]. 354. ––Se podría objetar, contra esta conclusión, tal como se hace en la tercera objeción, que presenta el Aquinate en este artículo, que: «Todos desean la delectación tanto los sabios como los necios, incluso los que carecen de razón»[7]. Esta universalidad revela que el placer es «aquello que todos desean» y que coincide con el bien, que se define con lo que todos apetecen. ¿El deseo del placer o de bien no prueba, por tanto, que es la felicidad del hombre? ––En la respuesta a la objeción reconoce Santo Tomás que: «Todos desean la delectación del mismo modo que desean el bien». Sin embargo, advierte que: «desean la delectación en razón del bien, y no al contrario»[8]. Ya había indicado, en la respuesta a una objeción anterior, que «la delectación es apetecible (…) por el bien, que es su objeto y en consecuencia su principio y quien le da forma, pues se apetece la delectación precisamente por ser el descanso en un bien deseado»[9].

Por consiguiente: «no es cierto que la delectación sea un máximo bien y por sí, sino que cada delectación nace de algún bien, y que el sumo bien, o bien por sí mismo, tendrá la suya propia y máxima delectación»[10]. También la universalidad del deseo del placer podría dar lugar a esta otra objeción sobre que no sea el fin último, porque: «Parece que lo que más mueve al deseo tiene razón de fin último. Esto ocurre con el placer, y la prueba está en que la delectación absorbe de tal modo la voluntad y la razón del hombre, que le hacen despreciar los otros bienes»[11]. . Esta nueva objeción no representa ninguna dificultad. Nota Santo Tomás que: «La vehemencia de la delectación sensible se debe a que las operaciones de los sentidos, por ser principios de nuestro conocimiento, son los más perceptibles. Por eso también son muchos más los que apetecen estos deleites sensibles»[12]. 355. ––¿Podría inferirse que el placer, en definitiva, es un mal para el hombre? ––El placer en sí mismo, creado y querido por Dios, es bueno. Una convincente aclaración de esta afirmación puede encontrarse en el conocido compendio de Teología, de Adolphe Tanquerey, escrito en el primer tercio del siglo XX y que conserva su actualidad. Explica el sacerdote francés que: «El placer no es malo de suyo; Dios permite el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto; junta el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles, y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en último término, es el mismo Dios». También el placer puede ser malo, porque, añade Tanquerey: «desear el placer independientemente del fin que le hace lícito; quererle, por lo tanto, como un fin en el cual descansa la voluntad, es un desorden, porque es ir contra el orden sapientísimo puesto por Dios. Y ese desorden trae otro consigo; porque, al obrar por solo el placer corremos peligro de amarle con exceso, ya que entonces no nos guía el fin que pone limites al deseo inmoderado del placer que existe en cada uno de nosotros«[13]. Añade el teólogo francés que, no obstante, se justifica la existencia del placer, porque: «quiso Dios en su sabiduría poner un gusto en los mantenimientos para que nos estimulara a reparar las fuerzas del cuerpo»[14]. Cita seguidamente a Bossuet, y más concretamente su Tratado de la concupiscencia. En esta obra, el destacado filósofo y teólogo del siglo XVII, había escrito: «Los hombres ingratos y carnales toman ocasión de este placer para atender al propio cuerpo más que a Dios, que lo ha hecho. El placer del alimento les cautiva; en lugar de comer para vivir, «parecen», como decía un autor antiguo y después San Agustín, «no vivir sino para comer»- Aún los mismos que saben regular sus deseos y son llevados a la comida por necesidad de la naturaleza, engañados por el placer e impulsados más de lo propio por sus atractivos, son llevados más allá de los justos límites; se dejan insensiblemente ganar por su apetito, y no creen nunca haber satisfecho enteramente la necesidad, mientras el beber y el comer halagan su gusto. Así, dice San Agustín, el deseo desordenado ignora donde termina la necesidad (Confesiones, X, 31)». Estamos ante: «una enfermedad que el contagio de la carne produce en el espíritu: una enfermedad contra la cual no se debe en absoluto dejar de combatir, ni de buscar remedios por la sobriedad y la templanza, por la abstinencia y por el ayuno»[15]. 356. ––Además de los actos propios del vicio de la gula, que Bossuet incluye en la concupiscencia, en el amor o deseo del placer sensible, ¿Hay otros vicios que sean propios de la concupiscencia de los bienes del cuerpo o de la carne?

––Después de los pecados de gula, Bossuet se refiere seguidamente a los de lujuria. Pregunta: «¿Pero quien se atrevería a pensar en otros excesos que se declaran de una manera mucho más peligrosa en otro placer de los sentidos? ¿Quién, digo, se atrevería hablar de eso, o se atrevería a pensar en eso, puesto que no se habla de eso sin pudor, ni que se piensa en eso sin peligro, hasta para reprobarlo? Oh Dios, todavía más,¿Quién osaría hablar de este profundo y hondo placer de la naturaleza, de esta concupiscencia que liga el alma al cuerpo por ataduras, tiernas pero violentas, que tanto cuesta descolgarse de ellas, y que causa también en el género humano espantosos desórdenes?»[16] . Al comentar el capítulo siguiente de este tratado de Bossuet, observa Tanqueray que: «Esta clase de placer sensual es tanto más peligroso cuanto que está repartido por todo el cuerpo. Tocado de él está el sentido de la vista, porque por los ojos comienza a entrar en el alma la ponzoña del amor sensual. Tocado el del oído, cuando con peligrosas pláticas y cánticos llenos de molicie, se enciende o mantiene la llama del amor impuro y aquella secreta propensión que sentimos hacia los goces sensuales»[17]. Exclama finalmente Bossuet:«¡Ay de la tierra! ¡Ay de la tierra!, todavía más, ¡Ay la tierra!, de donde sale continuamente humo tan espeso, unos vapores negros que se elevan de estas pasiones tenebrosas, y que nos esconden el cielo y la luz; ¡a donde van también relámpagos y rayos de la justicia divina contra la corrupción del género humano!»[18]. 357. ––¿Hay otros males que se sigan de la concupiscencia de la carne? –– El tomista Torras y Bages indicaba que, en la vida humana, sin la posesión de la verdad, la sensualidad se apodera fácilmente de los hombres y le engañan «llevándonos por caminos falsos». Como consecuencia: «la sensualidad ahoga el espíritu». Sus actos: «relajan al hombre. Le aflojan, le dejan menos hombre, menos apto para las grandes empresas»[19]. La sabiduría humana no puede hacer frente a la procacidad mundana, porque: «la fermentación de las pasiones desenfrenadas, la fuerza brutal de los vicios, la efervescencia de la imaginación encendida por todas las concupiscencias, no sólo seducen a los hombres, sino que se les imponen, y su inteligencia queda disminuida y su voluntad flaca». Mas grave todavía es la postración del hombre ante ellas. «Lo mismo el mundo antiguo que el mundo moderno se arrodilla delante de sus pasiones, transformadas en simbólicos ídolos, rindiéndolos el tributo de toda su vida, ofreciéndoles el incienso de sus sentimientos, de sus simpatías, de su corazón». El motivo de esta sumisión y reconocimiento es porque: «la pasión, el vicio, la concupiscencia, tanto de la carne como del espíritu, es más fuerte que el hombre y le vence; por esto el hombre se arrodilla a sus pies y la proclama su Dios». En la Escritura, se describe la idolatría y se explica su génesis, pero: «como en el mundo no hay nada nuevo y la humanidad en el curso de los siglos va repitiéndose a sí misma, aquella germinación espontánea de la idolatría la vemos hoy reproducida en poetas, en artistas, en filósofos y hasta en la práctica de la vida social». Al igual que en la antigüedad: «los imponentes espectáculos de la naturaleza, el gran estrépito interno de las grandes pasiones, la fuerza volcánica de las concupiscencias, las parciales revelaciones de la Belleza, la luz relampagueante entre tinieblas del entendimiento del hombre pervertido, ahora vemos también como engendran, disminuida la fe en nuestro gran Legislador Jesús, una literatura, un arte, una vida práctica, rigiéndose no según la eterna Ley divina, sino por la ley del pecado, que ha llegado a ser la ley de una gran parte de los hombres»[20].

358. ––Si el placer desordenado se ha convertido en un ídolo, en una religión del placer, ¿ello no constituye un muy grave problema para el hombre? ––Afirma Torras y Bages que toda la cuestión humana estriba en el «problema de la vida», que consiste: «en determinar el sistema de vida que los hombres han de seguir aquí en la tierra. Quién es el loco y quien es el sabio; si el hombre que pone su corazón en el mundo y en su substancia material y en el placer de la satisfacción de las pasiones del cuerpo y del alma, o el que lo pone en la contemplación de la Verdad, fuente de vida y de salvación». Tiene más éxito la primera opción, porque: «lo presente, lo temporal, lo que halaga los sentidos y divierte a la imaginación, es lo que seduce a la mayor parte de los hombres, sin preocuparse de la verdad o de la mentira de tales cosas. La gente actual se preocupa poco de la verdad; su ídolo es el gozo; es escéptica, y como Pilatos, al hablarle Jesús de la verdad, pregunta a hilo de mofa: ¿Y qué es la verdad?». Sin embargo, el problema no queda resuelto, sino empeorado. «Para el hombre reflexivo y hasta para el ligero, cuando la contrariedad de la vida lo hace entrar en reflexión, lo mudable y transitorio, lo sensible, lo que entretiene la imaginación, no tiene bastante substancia para su consuelo, conoce su variabilidad, inconsistencia y falta de substancia; conoce que es cosa del momento, alegría que pasa, y busca lo que no pasa, lo permanente e indestructible, que dura más que la vida; aquello consuela solamente en ciertas circunstancias, a unos consuela y a otras no consuela, es relativo, y el hombre busca lo absoluto y sempiterno, lo que no está expuesto a contingencias, lo que sirve para todos, para todas las épocas, para todas las condiciones y clases sociales, para todas las civilizaciones, para todos los tiempos, y para toda la eternidad»[21]. Los placeres sensibles por su caducidad, por terminar con la muerte del cuerpo y por no excluir males –sino que, por el contrario, muchas veces los causan–, no pueden satisfacer el ansia de felicidad humana. 359. ––¿Cuál sería la solución al llamado «problema de la vida»? ––Torras y Bages no se limita a esta exposición de carácter negativo, pero muy realista, porque propone que: «en esta situación tenemos que poner nuestra alma, elevarla sobre lo contingente y variable, para que no sea variable, ponerla sobre todo lo temporal y creado, hacerla señora del mundo». Es preciso, añade: «hacer al hombre soberano, poseedor de derechos absolutos e imprescindibles. La virtud es signo infalible de soberanía; virtud y servilismo son dos conceptos contradictorios; el virtuoso es señor, el vicioso es esclavo; el virtuoso se impone, domina, gobierna, es un conquistador que hace suyas las cosas a título de victoria; por si mismo se gana la soberanía, por esto la tiene completa; y el antiguo Profeta, viendo esta noble situación de los hombres, les dijo: «Vosotros sois dioses» (Sal 81, 6)». Estas palabras las dice el salmista: «porque la soberanía de la virtud es una soberanía que viene de Dios; en aquellas invisibles batallas con que se gana, nosotros solos y aislados somos impotentes, necesitamos un refuerzo, un auxilio para dominar desde los internos conflictos de las pasiones, hasta los conflictos externos y mundanos» Sobre estos últimos, advierte que: «el hombre vence al mundo cuando de veras se ha vencido a sí mismo, y cuando un hombre queda vencido en las luchas y conflictos mundanos, cuando cae vencido moralmente en las luchas externas, es porque antes había sido vencido en el campo de batalla de los espíritus»[22]. Además concluye que: «Un espíritu invencible hace un hombre invencible». Confiesa, por ello, que: «Por eso todo mi objetivo (…) es fortificar el espíritu (de los hombres) (…) y es en esto un

eco humilde y torpe de Nuestro Señor Jesucristo, que en toda su vida, pasión y muerte, se propuso elevar el espíritu de los hombres por medio de la predicación y de la práctica de la Cruz, el fruto de lo cual dijo Él que era elevar a los hombres. En efecto, aquellas sus sacratísimas palabras: «Cuando habré sido alzado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí» (Jn 12), son la ley de la historia de los espíritus, son la regla de la vida humana, son el precepto de la dignidad humana, la enseñanza del sacrificio por Jesucristo, semillas de toda la virtud, santidad y moral fecundidad de nuestra divina religión»[23]. 360. ––¿Se pretende así que el sufrimiento es la solución al problema de la vida? ––Declara Torras y Bages que el problema de la vida queda resuelto con la Cruz, porque: «La virtud de saberse sacrificar a sí mismo en beneficio de otros hombres es hija legítima de Jesucristo, que Él enseñó con su palabra celestial y práctica, y nos dio ejemplo a todos, cuando voluntariamente quiso morir clavado en la Cruz por amor nuestro. Allí en el calvario, desde arriba de la Cruz, abrió cátedra para enseñar el sacrificio, y desde entonces, constantemente, hasta en las épocas de más perdición, el mundo ha proporcionado a Jesucristo discípulos admirables en la práctica del sacrificio»[24]. La Cruz, en este sentido, desde entonces, se convirtió en la «ciencia del sacrificio». No sólo en el lenguaje religioso, sino que también en el corriente: «la «cruz de la vida» significa el sacrificio, la mortificación necesaria, el soportar la tribulación que forma como un patrimonio de sufrimientos útiles»[25]. 361. ––La Cruz es la solución, según Torras y Bages, porque considera que: «la Cruz es el todo de la religión cristiana, sin ella no hay redención ni virtud, ni paz del corazón, ni fe, ni esperanza, ni caridad. La luz cristiana se apaga sin la Cruz»[26]. Sin embargo, ¿es posible que sea aceptada en el mundo moderno? ––Observa Torras y Bages que, por una parte: «Los hombres reflexivos consideran la Cruz como una necesidad dolorosa, pero conveniente». Por otra, en cambio: «los mundanos son enemigos de la Cruz de Cristo, no la pueden ver; enervados, con gran desfallecimiento de voluntad, oprimidos por las propias concupiscencias, la elevación de la Cruz les desespera, no pueden llegar a ella y por eso la soberbia les subleva y les ciega»[27]. Sin embargo, los adversarios de la Cruz: «Sienten la necesidad de la redención y rechazan la Cruz redentora; se encuentran esclavos y aborrecen a lo único que les puede romper las cadenas. La concupiscencia saca fuera de sí al hombre; cuando se apodera de él le deja alienado, no es de sí mismo, no está en posesión de sí mismo, es de la soberbia, es de la lujuria, es de la avaricia…se trastornan sus facultades mentales, todos sus dioses son los placeres, las grandezas, las riquezas; fuera de la satisfacción de sus pasiones, para él no hay nada más en el mundo. La Verdad ya no es la reina de aquel espíritu, escarnece a la Verdad, la trata de estúpida»[28]. Desde esta mentalidad: «el mundo es un teatro en el cual el drama de la vida no tiene otro objeto que obtener el predominio sobre los demás y la satisfacción de los otros apetitos». Sin embargo: «es cierto que de esto no tiene bastante, que su corazón tiene aspiraciones que no quedan satisfechas en el mundo». Para solucionar este problema vital, que le surge inevitablemente: «se hace un cielo a su manera, se crea una religión, un olimpo en alturas brumosas, una religión en la cual él mismo no cree porque se la hecho él, pero que le sirve de entretenimiento, de cataplasma para calmar el prurito insaciable del espíritu humano que busca al infinito, a Dios».

Se ha desembocado con ello en una situación extraña, porque como comenta Torras y Bages: «He aquí al mundano enteramente fuera de la realidad. Fuera de la realidad dando un valor absoluto a lo presente y visible, a la satisfacción de las pasiones, de los sentidos, de los apetitos que nunca podrán llegar a satisfacerle, a darle la paz del corazón y el consuelo del alma». Igualmente está: «fuera de la realidad, en la región idolátrica donde se refugia cuando el mundo de los sentidos se le rebela, en la vida cultural, en el arte, en la literatura, en la ciencia, en la filosofía, que han expulsado de si al Dios vivo. Y quedan como simulacros sin alma, en aquella situación en que pintaba el salmista (Sal 113b 7) a los antiguos pueblos de su tiempo, que adoraban dioses fabricados por sus manos, que tienen ojos y no ven, orejas y no oyen, pies y no caminan, manos y no palpan. Y quedaban, como consecuencia, inútiles las plegarias que les dirigían, los himnos que les cantaban, todo el culto que les dedicaban. Culto reproducido en el mundo moderno, que tiene la pretensión que su forma de vida civilizada es la flor de la civilización, la quintaesencia de la vida humana y su suma dignidad». Si se es consciente de esta dirección es la que ha emprendido el moderno espíritu mundano se advertirá que lo dicho, no es una fantasía, sino algo muy real, que: «el culto del espíritu, el tributo del corazón, del entendimiento y de los sentimientos humanos no se dirige a Dios, sino hacia una región ideal que no tiene substancia, ni realidad, porque no existe fuera del Ser adorable de quien derivan todas las cosas, Padre de nuestro divino Redentor Jesús»[29]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 27. [2] IDEM, Suma teológica, I, q. 26, a. 2, in c. [3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 27. [4] IDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 6. [5] Ibíd, I-II, q. 2, a. 6, sed c. [6] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 6, in c. [7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ob. 3. [8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 3. [9] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 1. [10] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 3. [11] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ob. 2. [12] Ibíd., I-II, q. 2, a. 6, ad 2. [13] Adolphe Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, Madrid, Ediciones Palabra, 2000, p. 117, n. 193. [14] Ibíd, p. 117, n. 194.

[15] Jacques-Benigne Bossuet, Traité de la concupiscense, enIDEM,Oeuvres complètes de Bossuet, Paris, Librairie de Louis Vivès Editeur, 1862, vol. VII, Traité de la concupiscense, pp. 412-484, c. IV, p. 418. [16] Ibíd., c. VII, p. 419. [17] Adolphe Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, op. cit., pp. 117-18, n. 195. [18] Jacques-Benigne Bossuet, Traité de la concupiscense, op. cit., c. VII, p. 419. [19] JOSEP TORRAS I BAGES, La potencia de la creu, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. I, pp. 183204, p. 186. [20] Ibíd., p. 188. [21] JOSEP TORRAS I BAGES, Influencia de la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús en los tiempos modernos, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. I, pp. 183-204, p. 189. [22] Ibíd., p. 190. [23] Ibíd., p. 190-191. [24] Ibíd., p. 191. Enseñanza que queda expuesta, por ejemplo, en la siguiente oración final de uno de sus discípulos, la princesa Elisabeth de Francia, hermana de Luis XVI, que rezó, en la Prisión del Temple, antes de ser guillotinada, recién cumplidos los treinta años, el 10 de mayo de 1794: «¿Qué me ha de ocurrir hoy? ¡Oh, Dios mio! Lo ignoro. Todo lo que sé es que no me ocurrirá nada que no hayáis previsto desde toda la eternidad. Esto me basta, Señor, para estar en paz. Adoro vuestras decisiones eternas. Me someto a ellas de todo corazón. Lo quiero todo. Lo acepto todo. Ofrezco en sacrificio todo ello y uno ese sacrificio al de vuestro querido Hijo, mi Salvador. Os pido, por su Sagrado Corazón y sus méritos infinitos, la paciencia en mis sufrimientos, y el perfecto sometimiento, que os debo para todo lo que queráis y permitáis». [25] Ibíd., p. 191. [26] Ibíd., p. 193. Por esto, añade: «los pueblos han puesto el signo de la Cruz arriba de las más altas montañas, para que se viera de lejos como una luz que sirviera de guía a los que navegan por el mar tempestuoso de este mundo; y por eso también el mundo, enemigo de Jesucristo, trabaja para abatir la Cruz y hasta querría abolirla» (Ibíd.). [27] Ibíd., p. 191. [28] Ibíd., p. 191-192. [29] Ibíd., p. 192.

XXXIV. La felicidad de la fama 362. ––Si la felicidad o sumo bien que puede disfrutar el hombre no consiste en los placeres sensibles, como el de la comida y el marital, ¿no podría estar en los honores y la fama? ––Después de mostrar, en el capítulo 27 de la tercera parte de la Suma contra los gentile, que la felicidad no consiste en el placer, en los dos siguientes, prueba que no se encuentra en el honor

ni en la fama, porque «en los honores tampoco está el sumo bien del hombre, que es la felicidad»[1]. Explica Santo Tomás, en la Suma teológica: «El honor no es más que un testimonio de la excelencia de la bondad de alguna persona»[2]. No está el honor en la mera la grandeza de una buena cualidad, que posee su sujeto, sino en el reconocimiento de la misma por los demás. Si «el honor importa el testimonio de la excelencia de alguien (…) aquellos que quieren ser honrados buscan este testimonio». Para que tal testimonio se pueda ofrecer a la persona honrada, debe tenerse en cuenta que: «nadie puede dar testimonio si no es mediante algún signo exterior; sea mediante las palabras, como cuando uno pondera la excelencias de otro; o mediante los hechos, como inclinaciones, saludos y otros parecidos; o mediante las mismas cosas exteriores, por ejemplo, el ofrecer obsequios y regalos, dedicar imágenes, y otros». Puede, por consiguiente, afirmarse también que: «el honor consiste en signos exteriores y corporales»[3]. Asimismo que la alabanza es un tipo de testimonio de la grandeza de una cualidad de alguien. Sin embargo: «La alabanza se distingue del honor de dos maneras. Primera, porque la alabanza consiste solamente en los signos de las palabras, en cambio el honor en cualesquiera signos exteriores. En este sentido la alabanza va incluida en el honor». El honor no sólo es más amplio que la alabanza, en cuanto a los testimonios que implican, sino también respecto a la amplitud del bien reconocido, porque según la segunda diferencia: «por el honor damos testimonio de la excelencia de alguno, de una manera absoluta, mientras que por la alabanza testimoniamos la bondad de alguien en orden al fin. Así, alabamos al que obra bien por el fin; honramos, en cambio, también a los mejores, a los que ya no se ordenan al fin, porque ya lo han conseguido»[4]. Insiste Santo Tomás en que: «el honor se debe siempre a alguien por razón de alguna excelencia o superioridad», y advierte: «no es necesario que la persona honrada sea superior a quien la honra; basta que sea superior a otros, o quizá al mismo que la honra en un aspecto particular»[5]. En esta misma obra, afirma Santo Tomás: «la excelencia del hombre se aprecia sobre todo por la bienaventuranza, que es su bien perfecto, y por sus elementos, es decir, aquellos bienes en que se participa algo de la suprema felicidad. Tenemos, pues que el honor puede ser consecuencia de la beatitud; pero ésta no puede consistir principalmente en el honor»[6]. Además para probar que es imposible que la felicidad suprema o bienaventuranza se encuentre en el honor, añade: «la bienaventuranza está en el bienaventurado, mientras que el honor no está en quien es honrado, sino «más bien en el que honra», como dice Aristóteles (Ética, I, c. 5, 4), y exhibe muestras de respeto. No está, pues, la beatitud en el honor»[7]. 363. ––¿Cuáles son los argumentos que da, en la «Suma contra gentiles, para probar que los honores no dan la suma felicidad? ––Para probar que felicidad no consiste en los honores Santo Tomás aporta cinco argumentos. En el primero, que es una exposición más desarrollada del último citado,se argumenta: «El fin último del hombre y su felicidad consisten en una perfectísima operación propia, como consta por lo dicho (III, c. 25). Mas el honor del hombre no consiste en una operación propia, sino en la de aquel que se lo tributa. Luego la felicidad humana no debe ponerse en los honores». En el segundo, que es también semejante al que se da el artículo de la Suma teológica, se dice: «Lo que es bueno y deseable en atención a otro no es el último fin. Y tal es el honor, pues nadie recibe honor como es debido si no es en atención a algún bien que posee. Porque los hombres buscan recibir honores como si quisieran tener un testimonio de algún bien que en ellos existe;

de ahí que su mayor gozo sea el recibir honor de los grandes y de los sabios. Luego la felicidad del hombre no debe ponerse en los honores». El tercer argumento se apoya en la falta de independencia del honor recibido de la propia voluntad. Se argumenta: «A la felicidad se llega por medio de la virtud. Pero las operaciones virtuosas son voluntarias, pues de lo contrario no serían laudables. Según esto, la felicidad debe ser algún bien al que el hombre llegue voluntariamente. Sin embargo, el tributo del honor está más bien en poder de quien honra y no en poder de quien es honrado. No debe, pues, establecerse la felicidad humana en los honores». El cuarto parte de un hecho de experiencia: reciben también honores los que no poseen de modo excelente el bien por el que se les honra e incluso con la carencia de tal bien. Se recuerda que, según la definición del honor: «Solamente los buenos son dignos de honor. Sin embargo, los malos pueden recibirlo también. Luego es mejor hacerse digno de él que recibirlo. Por lo tanto, el honor no es el sumo bien del hombre». Por último, el quinto, tiene el mismo punto de partida que el anterior, porque se advierte que si la felicidad fuese el honor la poseería quien hace el mal. En cambio: «El sumo bien es un bien perfecto y el bien perfecto no soporta mal alguno. Pero quien en sí no tiene mal alguno es imposible que sea malo. No es posible, pues, que sea malo quien tiene el sumo bien. Sin embargo, un hombre malo puede recibir honor. Luego el honor no puede ser el sumo bien del hombre»[8]. 364. ––¿Es posible que la felicidad humana consista en otro bien exterior como la gloria o la fama? ––Tampoco es posible, aunque parezca que la gloria o la fama, que alguien alcanza por la grandeza de un bien que posee, pueda proporcionar la felicidad última. Explica Santo Tomás, en la Suma teológica: «La gloria es efecto del honor y la alabanza. Pues, por el hecho de dar testimonio de la bondad de alguno, esta bondad se esclarece en el conocimiento de muchos. Y esto es lo que significa la palabra «gloria» como equivalente a «claria» o claridad». En la gloria o en la fama quedaría iluminada y, por tanto, conocida por los demás la bondad propia. «Por eso dice cierta glosa que gloria es «conocimiento claro con alabanza»[9]. Puede decirse también que la gloria o la fama es el fin del honor y la alabanza. «La alabanza y el honor se relacionan con la gloria, como causas que la producen. Por tanto, la gloria se relaciona con la alabanza y el honor como fin; efectivamente, uno desea ser honrado y alabado, porque piensa que va a ser famoso en el conocimiento de los demás»[10]. Debe advertirse, por último, que si: «la palabra gloria significa propiamente que el bien de uno llega al conocimiento y encuentra la aprobación de muchos», en sí misma no es mala. «El conocer y aprobar el bien propio no es pecado. Como dice san Pablo: «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1 Cor 2,12). De igual modo, no es pecado el querer que otros aprueben nuestras buenas obras, puesto que Cristo nos dice: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres» (Mt 5, 16). De ahí que el deseo de la gloria no es en sí mismo vicioso»[11]. Es una consecuencia de los «dones» dados por Dios, que han permitido que hicieramos buenas obras, y todos le podamos dar gracias. En cambio, es malo el apetito desordenado o el ansia de gloria, que se convierte en vanagloria, una gloria hueca o irreal y, por ello, inútil. En esta misma obra declara que: «es imposible que la bienaventuranza del hombre se cifre en la fama o en la gloria humanas. La gloria se define, según la glosa: «noticia esclarecida con alabanza» (San Agustín, Réplica a Maximino, obispo arriano, II, c. 13, 2)».

Lo prueba con el siguiente argumento: «El conocimiento de una cosa es distinto respecto de Dios que respecto del hombre, pues el conocimiento humano es causado por las cosas, mientras que el conocimiento divino es causa de ellas». Si se tiene en cuenta, se sigue que: «el bien perfecto del hombre, que llamamos beatitud, no puede ser causado por algún conocimiento humano, sino que este conocimiento más bien procede de ella y en cierto modo es causado por la misma beatitud humana, bien sea incoada, bien perfecta. He aquí por qué no puede consistir la beatitud del hombre en la fama o gloria. Al contrario, todo bien del hombre depende, como de su causa, del conocimiento divino; por esto la gloria que está en Dios es causa de la beatitud humana, según se dice el Salmo: «Le libraré y le glorificaré; le saciaré de días y le daré a ver mi salvación» (Sal 90, 15-16)». Además: «Se ha de considerar también que el humano conocimiento se engaña y más en los singulares contingentes, sobre los cuales recaen los actos humanos; y por esto la gloria humana es con frecuencia engañosa. En cambio, como Dios no puede engañarse, su gloria siempre es verdadera; por lo cual dice San Pablo: «Es aprobado aquel a quien Dios alaba» (2 Cor 10, 18)»[12]. Podría objetarse, no obstante, que: «el bien del hombre llega al conocimiento de los demás mediante la gloria» y, como «el bien es difusivo de sí mismo, como dice Dionisio (PseudoDionisio, Los nombre divinos, 1)»[13], parece que la felicidad estaría al final en la máxima difusión del bien. Con ello, sin embargo, no se prueba que la felicidad esté en la fama o en la gloria, porque: «cuando la bondad de un hombre por la fama o la gloria llegó a conocimiento de muchos, si tal conocimiento es verdadero, por fuerza presupone esa bondad preexistente y, por lo tanto, una felicidad, bien sea perfecta, bien incoada». La felicidad, que da el bien, es previa a la difusión, que implica la gloria Podía ocurrir que la fama no estuviera fundada en la difusión del bien. Entonces, «si el conocimiento es falso y no está de acuerdo con la realidad», como «no existe el bien en dicho hombre hecho celebre por la fama», no podrá tener la felicidad que da el bien. En los dos casos: «por consiguiente, es manifiesto que la fama de ningún modo puede hacer al hombre feliz»[14]. Todavía podría objetarse: «la beatitud es el bien más firme del hombre. Parece que sea la fama o gloria, porque por ella los hombres alcanzan de algún modo la eternidad»[15]. No es así, porque: «La fama no tiene estabilidad; es más, se pierde fácilmente por algún falso rumor; y, si, por algún tiempo goza de estabilidad, será por accidente. Pero la suprema felicidad tiene estabilidad por sí misma y para siempre»[16]. 365. ––¿Cómo el Aquinate prueba en la «Suma contra los gentiles» que la felicidad suprema no está en la fama o reputación? ––Santo Tomás le dedica un capítulo para probar que: «el sumo bien del hombre no consiste en la reputación que se tiene por la celebridad de la fama». Lo hace con seis argumentos. En el primero, se apoya en el capítulo anterior dedicado al honor, se arguye: «La buena reputación es, según Cicerón, «una laudable fama habitual» (De inventione, II, c. 55, 166); y según San Ambrosio, «un conocimiento cierto y laudatorio» (Cf. San Agustín, Réplica a Maximino, arriano, II, 13, 2). El objeto que los hombres persiguen al darse a conocer con cierta alabanza y notoriedad es recibir honor de quienes los conocen. Luego la fama se busca por el honor. En consecuencia, si el honor no es el sumo bien, menos lo será la reputación». El segundo, que está basado también en lo explicado sobre el honor, es el siguiente: «Son bienes laudables los que manifiestan que alguien está ordenado al fin. Pero quien se ordena al fin,

todavía no ha alcanzado el fin último. Según esto, a quien consiguió el último fin no se le tributa alabanza, sino más bien honor, como dice Aristóteles en la Ética (I, c. 12). Por lo tanto, como la gloria consiste principalmente en la alabanza, no puede ser el sumo bien», que se alcanza al final y que ya no se alaba por ser un bien absoluto, sino que se honra. El tercer argumento es una consecuencia de la superioridad del conocimiento, y especialmente el intelectual, sobre la mera cognoscibilidad, propia de todas las cosas. Se afirma, por ello, en el mismo, que: «Es más noble conocer que ser conocido, pues el conocer es privativo de las criaturas superiores, mientras que el ser conocidas compete a las inferiores, Así, pues, el sumo bien del hombre no puede ser la gloria, que consiste en que alguien sea conocido». En el siguiente argumento, el cuarto, se prueba por la misma naturaleza de la fama, que implica no sólo el conocimiento de los demás sino igualmente el bien que posee el sujeto, que merece ser conocido. De una manera parecida a la demostración del artículo paralelo de la Suma teológica, se razona: «Todo hombre desea ser conocido en sus buenas obras y busca pasar inadvertido en las malas. Luego ser conocido es bueno y deseable por los bienes que en uno se conocen. Por lo tanto, los bienes son mejores que el ser conocido. Por consiguiente, la gloria, que consiste en que uno sea conocido, no puede ser el sumo bien del hombre». También al Igual que en la Suma teológica aporta otra demostración, basada en la poca fiabilidad del elemento de la alabanza de la fama. Esta quinta prueba la formula así: «El bien sumo debe ser perfecto, puesto que aquieta el apetito. Más la publicidad de la fama, en que consiste la reputación humana, es imperfecta, porque encierra mucho de incertidumbre y de error. Luego tal reputación no puede ser el sumo bien del hombre». Por último, el sexto argumento, patentiza su tesis negativa sobre la fama como fin último o suma felicidad del hombre, con un hecho de experiencia, indicado de manera parecida en la Suma teológica. Nota Santo Tomás que: «la reputación que se tiene por la fama es sumamente variable, porque nada cambia tanto como la opinión y la alabanza humana». En cambio: »Lo que se considera como sumo bien del hombre ha de gozar de la máxima estabilidad entre las cosas humanas, puesto que naturalmente deseamos una prolongada permanencia en el bien». Por consiguiente: «la fama no puede ser el sumo bien del hombre»[17]. 366. ––¿Por qué se afirma que es malo el apetito desordenado del ansia de fama o gloria? ¿Por que se convierte en vanagloria o una fama vacía y sin ninguna utilidad? ––Al deseo desordenado de alabanza y, por tanto, de gloria y fama se le denomina vanagloria. Con este vicio se desea el honor, la alabanza y la gloria, pero sin méritos o poseyéndolos sin ordenarlos a su verdadero fin, que es el bien del prójimo y la gloria de Dios. Declara explícitamente Santo Tomás que: «El que se conozca y apruebe el bien propio no es pecado, pues dice San Pablo: «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1 Cor 2, 12). De igual modo, no es pecado el querer que otros aprueben nuestras buenas obras, pues se dice en el Evangelio: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres» (Mt 5, 16). Por tanto, el deseo de la gloria de suyo no es pecado». . Por el contrario: «El deseo de una gloria vana lleva consigo pecado, porque todo deseo de algo vano es vicioso, como se dice en el Salmo: «¿Por qué amáis la vanidad y seguís la mentira» (Sl 4, 3)». El deseo de gloria se desordena y se convierte en vanagloria por tres razones. «En primer lugar, puede ser vana la gloria, por parte del objeto en el cual se pone, si se la busca, por ejemplo, en cosas que no existen, o en lo que no es digno de gloria por ser frágil y caduco»[18].

El tomista Torras y Bages afirmaba que: «siempre la pasión, una vez ha quitado el freno de la razón, resulta irracional». Le contaron al respecto que una persona, «amiga de la vida de salones» se mostró un día más arrogante que de costumbre, porque: «llevaba unos pantalones nuevos». Le comentaron: «Estas cosas humillantes tiene el animal hombre; como el animal caballo va con la cabeza más alta y más contento el día que le ponen adornos nuevos y laceados»[19]. La vanagloria es vana o hueca: «en segundo lugar, por parte de aquel de quien se pretende conseguir, por ejemplo del hombre, cuyo juicio es falible». Es pecado la vanagloria por apetecer ser honrado por otros hombres, cuyas valoraciones están sujetas a equivocaciones. «Es propio de la vanagloria el gloriarse de cosas que no existen (…) o de cosas terrenas o caducas (…) o del testimonio de los hombres, cuyo juicio es falible»[20]. Además, a veces el querer ser honrado es por una excelencia que no se tiene, sino que sólo se aparenta, o por algo que no es verdaderamente una excelencia y no merece la gloria. En cualquier caso, es imprudente «gloriarse por el testimonio de la alabanza humana, como si fuera ésta algo de gran precio»[21]. El motivo del desorden de la vanagloria es, por último: «en tercer lugar, por el sujeto que la apetece, porque no ordena el deseo de la gloria al fin debido, como es el honor de Dios y la salvación del prójimo»[22]. El recibir la gloria de Dios o el buscar esta gloria, por consiguiente, no es malo. Lo es la búsqueda de la gloria únicamente entre los hombres. En este caso se cae en el pecado de la vanagloria, porque sólo interesa el ser alabado por los demás. «La gloria que recibimos de Dios no es vana, sino verdadera, y se promete como premio a las buenas obras. De ella dice san Pablo: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor. Porque el que se alaba a sí mismo ese no está aprobado, sino aquel a quien el Señor alaba» (2 Cor 10, 17-18)»[23]. Gloriarse en el Señor es atribuirle sinceramente a su gracia cuanto bueno se tiene y se hace. Es reconocerle así como primer principio y fin último, y, de este modo darle toda la gloria. Gloriarse en el Señor, en definitiva, es gozarse humildemente en los bienes recibidos. En cambio, no es gloriarse en el Señor apreciarse a sí mismo y alabarse por los dones recibidos de Dios como si fueran propios o merecidos. Tampoco a los que: «se animan a practicar obras virtuosas por el deseo de gloria humana, o por el deseo de otros bienes terrenos»[24]. 367. ––¿Por qué la vanagloria es pecado? –– La finalidad adecuada de la gloria es triple: la gloria de Dios, la utilidad de los demás y la utilidad propia. Explica Santo Tomás: .«Pertenece a la perfección del hombre el conocerse a sí mismo, pero no el ser conocido por los demás, lo cual, en consecuencia, no debe desearse en sí mismo. Puede, no obstante, desearse en cuanto útil para algo: para que Dios sea glorificado por los hombres, para que éstos saquen provecho del bien que ven en otro o para que el mismo hombre, conociendo por las alabanzas de los demás, los bienes que posee, se esfuerce por perseverar en ellos y crecer en ellos. Así considerado, es digno de alabanza el «procurar la buena reputación» y «hacer el bien ante los hombres», pero no el deleitarse vanamente en la alabanza que éstos le tributan»[25]. Por ello, es pecado la vanagloria, ya que se pone la gloria propia como único fin. Respecto a la gloria de Dios, primera finalidad de la gloria no desordenada, matiza Santo Tomás, en primer lugar, que: «Dios no busca la gloria para Él, sino para nosotros. De igual manera puede el hombre obrar bien al desear su gloria para utilidad de los demás, conforme al consejo del Señor: «Para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16)»[26].

Igualmente nota Santo Tomás que como «el pecado mortal es el que se opone a la caridad», la vanagloria, en sí misma, no parece que se opone a la caridad debida a Dios y al prójimo, podría concluirse que la vanagloria no es pecado. Sin embargo, aunque «la vanagloria no parece oponerse a la caridad en cuanto amor al prójimo, si en cambio: «en cuanto al amor de Dios, puede oponérsele de dos modos». El primero: «por razón de la que uno se gloría, como es, por ejemplo, el gloriarse de algo falso, que se opone a la reverencia divina, según lo que se escribe en Ezequiel: «Se ensoberbeció tu corazón y dijiste «Soy un dios» (Ez 28, 2); y San Pablo escribe: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorias, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4, 7)». Igualmente en este primer modo de oposición al amor de Dios, por el objeto o materia, que es la causa de la vanagloria: «puede también darse cuando se antepone a Dios un bien temporal por el cual se recibe gloria; lo que se prohíbe en Jeremías: «Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el fuerte en su fortaleza, ni el rico en su riqueza. El que se gloríe, gloríese en esto; en conocerme a mí (Jer 9, 23-24)». También se da este modo de oposición al amor de Dios: «cuando se prefiere el testimonio de los hombres al de Dios, así, en el Evangelio de San Juan, se dice de algunos: «que amaban más la gloria de los hombres que la de Dios» (Jn 12, 43)». La vanagloria, en estos casos, es pecado mortal por parte del objeto de la misma. El segundo modo de oponerse la vanagloria a la caridad de Dios es por parte del sujeto. La vanagloria: «Puede oponerse a la caridad en razón del sujeto que se gloría, al proponerse éste la gloria como un fin último, al cual orienta todas las obras de virtud, y por cuya consecución no repara en hacer incluso lo que es contra Dios»[27]. La vanagloria por faltar a la caridad es un alejamiento de Dios como fin último, un pecado grave o mortal, un desorden que lleva al castigo eterno del infierno. Explica Santo Tomás: «es justo, según San Gregorio que el que en su propia eternidad pecó contra Dios, sea castigado en la eternidad de Dios. Y se dice que uno peca en propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto que perdura en la vida entera del hombre, sino porque, por haber puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar eternamente. Por lo cual dice San Gregorio: «los inicuos querrían vivir sin fin, para poder permanecer sin fin en su iniquidad» (Moralium libri, c. 19)»[28]. Por último, precisa Santo Tomás que la vanagloria «sin embargo, puede también ser pecado venial. «Si, en cambio, el amor de la gloria de los hombres, aunque sea vana, no se opone a la caridad en la materia ni en la intención del que la busca, no es pecado mortal, sino venial»[29]. 368. ––¿Por qué el Aquinate considera que la vanagloria es un pecado capital? ––De la vanagloria se originan muchos pecados, y debe así considerarse como un pecado capital. Se explica, porque: «Entre los bienes por los cuales consigue el hombre la excelencia, parece ser el principal la gloria, que implica la manifestación de alguna bondad, ya que el bien es naturalmente amado por todos. Por lo cual, así como por la «gloria ante Dios» consigue el hombre la excelencia en el orden sobrenatural, por la «gloria de los hombres» la consigue en el orden humano». La vanagloria, o el aparecer ante los demás, que es una exhibición desordenada, se ve como un medio para lograr el fin de la excelencia, que es lo que desea por naturaleza todo hombre. La gloria, añade santo Tomás: «Por consiguiente, dada su proximidad a la excelencia, que los hombres desean más que ninguna otra cosa, siguese que es muy apetecible, y que de su deseo desordenado nacen muchos pecados. De ahí que la vanagloria constituya un pecado capital»[30], o como la cabeza de otros vicios o pecados.

En la enumeración de los siete pecados capitales, Santo Tomás coloca la vanagloria, en lugar de la soberbia, «deseo desordenado de excelencia». Explica que: «la soberbia es principio de todo pecado, como fin», Su maxima universalidad entre los pecados obedece a que es el fin de todos ellos y, por ello, es más que pecado capital. «Por eso, la soberbia, vicio universal, no se enumera, sino que más bien pasa como reina de todos los vicios»[31], y, en cambio, «la vanagloria, que nace inmediatamente de ella» debe colocarse entre los pecados capitales. Entre los vicios o pecados, que proceden de la vanagloria, Santo Tomás enumera siete, a las que denomina «hijas». Los principales vicios derivados, que «de suyo están ordenados al fin de la vanagloria», serían: la jactancia, el afán de novedades, la hipocresía, la pertinacia, la discordia, la contienda y la desobediencia. Los pecados de la vanagloria, o las hijas de la misma, buscan el fin de este pecado capital, que es «la manifestación de la propia excelencia». Se puede tender a este fin, propio de la vanagloria directa o indirectamente. «Del primer modo directo, si es por medio de palabras, tenemos la «jactancia». Si por medio de hechos, da lugar, si son verdaderos y dignos de alguna admiración, al «afán de novedades», que los hombres suelen admirar particularmente; y si son ficticios, la «hipocresía». La jactancia es alardear o alabarse por alguna cualidad. En el afán de novedades, se desea la singularización con la presunción de algún hecho. Cuando no se tiene o no merece la cualidad, el enorgullecimiento se convierte en «hipocresía» porque es un fingimiento. El temor al ridículo podría considerarse como una modalidad de esta última forma de vanagloria. Por no tolerar la burla de los demás, se fingen cualidades y actuaciones. Siempre se intenta evitar «quedar en ridículo» o «hacer el ridículo». La preocupación por «el qué dirán», lamentablemente muchas veces se convierte en la norma de conducta. Además de estos tres vicios, hay otros cuatro que llevan al fin de la vanagloria, la notoriedad de la excelencia o de las máximas cualidades, aunque ahora indirectamente. Añade Santo Tomás: «En segundo lugar, uno puede tratar de dar a conocer la propia excelencia de modo indirecto, dando a entender que en nada es inferior a otro. Esto puede darse cuatro formas. Si es en cuanto al entendimiento, tenemos la «pertinacia», que hace al hombre aferrarse en exceso a su opinión. Si en dar crédito a otro mejor; en cuanto a la voluntad, y surge la «discordia», por la cual no se quiere abandonar la propia voluntad para conformarse a la de los demás. Si en las palabras, aparece la «contienda», cuando se disputa con otro a gritos, o en los hechos. y es la «desobediencia», que hace que el hombre no quiera cumplir los mandatos del superior»[32]. 369. ––¿Cómo se puede evitar caer en vicio de la vanagloria? ––Un eficaz remedio para vencer la vanidad, recordado por Torras y Bagues, es pedir y vivir la virtud cristiana fundamental de la humildad. «La apología más eficaz de la humildad la hizo Nuestro Señor Jesucristo al explicar la constitución de su reino que debía formarse con el rechazo del mundo, así como, El, Jesucristo, rechaza lo que el mundo tiene en gran estima. Los pequeños del mundo, dice el divino Maestro, los que aquí son los últimos, allá en el reino eterno serán los primeros»[33]. La humildad afirma, también por seguir fielmente a Santo Tomás, es: «la convicción de que lo que se posee no es propio, sino dejado y, por consiguiente, el poseer no es de más excelencia que el no poseer, sino mayor deber y más grande obligación hacia Aquel de quien proceden todos los dones y las excelencias humanas». Puede así concluir que: «Por eso es tan difícil la virtud de la humildad y por esto fuera de la religión cristiana se encuentran otras virtudes, la justicia y la equidad con el prójimo, la paciencia, la templanza en el comer, la castidad en algunos que llevaron vida filosófica; pero la humildad es toda nuestra y fuera de la religión cristiana es imposible encontrarla, porque, por ser natural en los hombres el deseo de la propia excelencia,

cuando no llegan al conocimiento de la superior esfera de la excelencia divina, de la perfección eterna, a ser ciudadanos del reino de la verdad, entonces han de satisfacer el apetito en lo que encuentran, en lo que tienen a mano, en las fantasmagorías y apariencias mundanas, por lo cual la humildad resulta difícil, ardua y hasta parece imposible a la flaca naturaleza»[34]. Eudaldo Forment

[1] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 28. [2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 103, a. 2, in c. [3] Ibíd., II-II, q. 102, a. 1, in c. [4] Ibíd., II-II, q. 102, a. 1, ad 3. [5] Ibíd., II-II, q. 102, a. 2. in c. [6] Ibíd., I-II, q. 2, a. 2, in c. [7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 2, sed c. [8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 28. [9] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 103, a. 1, ad 3. [10] Ibíd., II-II, q. 132, a. 4, ade 2. [11] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, in c. [12] Íbid., I-II, q. 2, a. 3, in c. [13] Íbid., I-II, q. 2, a. 3, ob. 2 [14] Íbíd., I-II, q. 2, a. 3, ad 2. [15] Ibíd., I-II, q. 2, a. 2, ob. 3. [16] Ibíd. I-II., q. 2, a. 3, ad 3. [17] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 29. [18] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 132, a. 1, in c. [19] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, , Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 400. [20] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 132, a.2 ob. 1 [21] Ibíd., II-II, q. 132, a.2, ad 1 [22] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, in c. [23] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, ad 2.

[24] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, ad 2. [25] Ibíd.,II-II, q. 132, a.1 ad 3. [26] Ibíd., II-II, q. 132, a.1 ad 1. [27] Íbid., II-II, q. 132, a. 3 [28] Ibíd., I-II, q. 87, a. 3, ad 1. [29] Ibíd., II-II, q. 132, a. 3, in c. [30] Ibíd., II-II, q. 132, a. 4, in c. [31] Ibíd., I-II, q, 84, a. 4, ad 4. [32] Ibíd., II-II, q. 132, a. 5, ad 3. [33] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., pp. 403-404. [34] Ibíd., p. 403.

XXXV. El amor a las riquezas 370. ––Después de probar que el fin último, o felicidad suprema, no consiste en los bienes del cuerpo, como el placer sensible, ni en los bienes exteriores, como los honores y la fama, el Aquinate comienza el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles con esta indicación: «De esto se desprende que tampoco las riquezas son el sumo bien del hombre». ¿Por qué las riquezas no pueden dar la suprema felicidad al hombre? ––Seguidamente Santo Tomás da la siguiente razón: «Si apetecemos las riquezas es en atención a otra cosa, pues por sí mismas no producen bien alguno, sino sólo cuando nos servimos de ellas para la sustentación del cuerpo o para cosas semejantes. Sin embargo, lo que es sumo bien se desea por sí mismo y no en atención a otro. Así, pues, las riquezas no son el sumo bien del hombre»[1]. En la Suma teológica amplía argumento del siguiente modo: «Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en las riquezas. Hay dos clases de riquezas, como señala Aristóteles, las naturales y las artificiales (Pol. I, 5, 14). Las riquezas naturales sirven para subsanar las debilidades de la naturaleza; así el alimento, la bebida, el vestido, los vehículos, el alojamiento, y otras cosas similares. Por su parte, las riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles». Desde esta distinción se puede inferir, por una parte, que: «Es claro que la bienaventuranza del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa; para sustentar la naturaleza del hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin». Así se explica que: «en el orden de la naturaleza, todas las cosas están subordinadas al hombre y han sido hechas para el hombre, como dice el salmo 8,8: “Todas las cosas pusiste bajo sus pies” (Sal 8, 8)».

Por otra parte, se sigue que: «Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para la vida. Por eso tienen mucha menos razón de último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre, esté en las riquezas»[2].

371. ––Podría objetarse a esta conclusión que la felicidad para el hombre: «está en lo que domina totalmente su afecto. Y así son las riquezas, pues se dice en la Escritura: “Al dinero obedecen todas las cosas”(Ecle 10, 19)»[3] ¿Qué responde el Aquinate a esta dificultad, que presenta en este mismo lugar? ––Reconoce Santo Tomás que: «todas las cosas corporales obedecen al dinero», pero advierte que es creíble sólo: «por lo que se refiere a la multitud de los necios, que sólo reconocen bienes corporales, que pueden adquirirse con dinero». Es innegable, en cambio, que: «no son los necios, sino los sabios, quienes deben facilitarnos el criterio acerca de los bienes humanos, del mismo modo que el criterio acerca de los sabores debemos tomarlo de quienes tienen el gusto bien dispuesto»[4]. Se podría todavía objetar que, tal como dice Boecio: «la felicidad es “un estado perfecto con la unión de todos los bienes”(Consolación, III, 1), pero parece que todo se posee con el dinero, porque, como dice Aristóteles, “el dinero se inventó paraser como la fianza de cuanto desee elhombre” (Ética, V, c. 4, 11).Luego la bienaventuranza consisteen las riquezas»[5]. Ciertamente parece que el dinero garantiza la posesión de todo, sin embargo, precisa Santo Tomás que: «el dinero puede adquirir todas las cosas vendibles, pero no las espirituales, que no pueden venderse. Por eso dice la Escritura: “¿De qué sirve al necio tener riquezas, si no puede comprar con ellas la sabiduría” (Pr 17,16)»[6] Aún se podría defender que la felicidad consiste en las riquezas con el siguiente argumento: «el deseo del bien sumo parece que es infinito, pues nunca se extingue. Pero esto ocurre sobre todo con la riqueza, porque “el avaro nunca se llenará de dinero” (Ecle 5,9)»[7]. Esta razón, replica San Tomás, no es probativa, porque: «El deseo de riquezas naturales no es infinito, puesto que las necesidades de la naturaleza tienen un límite. Pero sí es infinito el deseo de riquezas artificiales, porque está al servicio de una concupiscencia desordenada, que nunca se sacia, como nota Aristóteles (Pol. I, c. 3, 19). Sin embargo, el deseo de riquezas y el deseo del bien supremo son distintos, porque cuanto más perfectamente se posee el bien sumo, tanto más se le ama y se desprecian las demás cosas. Por eso dice: “Los que me comen quedan aún con hambre de mí” (Eclo 24,29) . Pero con el deseo de riquezas o de cualquier otro bien temporal ocurre lo contrario: cuando ya se tienen, se desprecian y se desean otras cosas, como lo manifiesta el Señor cuando dice: “Quien bebe de esta agua”,refiriéndose a los bienes temporales, “volverá a tener sed”(Jn 4,13). Y precisamente porque su insuficiencia se advierte mejor cuando se poseen. Por lo tanto, esto mismo muestra su imperfección y que el bien sumo no consiste en ellos»[8]. 372. ––Para probar que la felicidad del hombre no está en la riquezas, ¿se dan más argumentos en la Suma contra los gentiles? ––En el capítulo dedicado a la felicidad y las riquezas, Santo Tomás proporciona otras cinco pruebas. En la primera, basada en una observación sobre el valor del dinero, se argumenta: «El sumo bien del hombre no puede consistir en la posesión o conservación de aquellas cosas que le dan mayor provecho cuando se desprende de ellas. Las riquezas rinden el mayor provecho

cuando se las gasta, pues para eso sirven. Según esto, la posesión de las riquezas no puede ser el sumo bien del hombre». En la siguiente, de orden ético, se dice: «El acto virtuoso es laudable en el grado en que nos aproxima a la felicidad. Pero más laudable es el acto de liberalidad y de magnificencia– virtudes que se refieren a las riquezas– por el que nos desprendemos de ellas, que el acto de conservarlas; de esto reciben el nombre dichas virtudes. Luego la felicidad humana no puede consistir en la posesión de las riquezas». La tercera prueba es de tipo antropológico, porque queda formulada así: «Aquello en cuya consecución está el sumo bien del hombre ha de ser lo mejor para él.. Pero el hombre es mejor que las riquezas, pues éstas son ciertas cosas ordenadas a su servicio. El sumo bien del hombre no está pues, en las riquezas»[9]. El argumento siguiente no es más que la consecuencia de algo de experiencia común. Santo Tomás lo presenta del modo siguiente: «El sumo bien del hombre no puede estar sometido al azar, porque lo fortuito acontece sin que la razón lo averígüe, y es preciso que el hombre alcance su último fin racionalmente. Ahora bien, en la consecución de las riquezas ocupa un lugar preeminente el azar. Luego la felicidad humana no consiste en las riquezas». Por último, en la quinta razón se enumeran también varios hechos de experiencia como: «que las riquezas se pierden involuntariamente, que pueden ir a poder de los malos –quienes necesariamente han de carecer del sumo bien–, y que son inestables, y otras cosas parecidas, que fácilmente pueden deducirse de las razones expuestas»[10]. Sucesos, que muestran que es imposible que las riquezas proporcionen la felicidad suprema y última. 373. ––¿El considerar el último fin o bienaventuranza del hombre en las riquezas no supone caer en el vicio de la avaricia? ––La avaricia la define Santo Tomás como el amor excesivo al dinero. Viene del latín «avaritia», que a su vez proviene de «avere», que significa desear y especialmente con ansia. Explica, por ello, que: «Etimológicamente avaricia viene a ser como “avidez de metal” o ansia del dinero, en el que están representados todos los bienes exteriores»[11]. La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el dinero. La avaricia es un vicio de ansia desmedida de lograr y atesorar bienes materiales y que lleva , por ello, a ser parco en el gastar y en el dar. Es un hábito malo, porque: «como la bondad de todas las cosas está en el justo medio, necesariamente el exceso o el defecto de tal medida justa originará el mal» y convertirse en un hábito malo o vicio. «Es preciso que el deseo o apetito de dinero sea bueno cuando guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición social». El mal se da «en el exceso de esta medida, cuando uno quiere adquirir y retener riquezas sobrepasando la proporción debida» [12]. Este mal es el de la avaricia , que se puede así definir como la desmedida o la inmoderación en el deseo de poseer. Los bienes materiales no son malos. Tampoco lo son los deseos que provocan. El ser humano los desea porque le son necesarios. El hombre busca «la ayuda de las cosas exteriores, como todo necesitado busca su remedio»[13]. Estas cosas, además, están, por su misma naturaleza, ordenadas a él. «El apetito de las cosas exteriores es natural en el hombre, porque le sirven de medio para conseguir su fin. Y por esto, cuanto más necesarias sean para el fin, menos vicioso es su apetito. La avaricia, en cambio, no tiene en cuenta esta regla»[14], y es por ello un vicio, un pecado. Con el vicio de la avaricia no se tiene en cuenta que «las inclinaciones naturales deben ser dirigidas por la razón, que es la parte principal y rectora de la naturaleza humana»[15].

Explicaba el obispo tomista José Torras y Bages, al comentar estos textos de Santo Tomás, que «Las ciencias y las bellas artes, la industria y el comercio, todos los medios de actividad que el hombre usa son necesarios; Dios los puso en la naturaleza como elementos de vida para a dirigirse al ultimo y principal fin; y, por lo tanto, teniendo estos medios de Dios para satisfacer las necesidades, el hombre, en este sentido precisamente (..) necesita (…) estímulos o instintos materiales; y sino fueran convenientes y necesarios Dios no los habría puesto en nuestra naturaleza, porque nada hace inútil»[16]. Entre estos estímulos: «el instinto o apetito de poseer la substancia material (…) ha de tener una fuerza extraordinaria no sólo por el objeto con que Dios lo ha puesto en el hombre, sino también por el principio que tiene dentro del mismo hombre, pues deriva de su propia naturaleza. Porque el hombre, desde que es niño, ya manifiesta estas ganas de tener. El instinto de la posesión se le descubre desde pequeño, cuando todavía es una criatura que en brazos de su madre se apodera de lo que necesita para su vida y se apropia instintivamente lo que cree conveniente, como después cuando ya es mayor se pelea con su hermano para poseer lo que cree un bien, lo que ama para hacerse su propietario»[17]. Se advierte claramente que el deseo de poseer es natural en el hombre, porque: «este instinto que vemos lleva a pelearse a dos criaturas para la posesión de un objeto; es el mismo instinto que lleva al hombre a disputar con otro hombre, y entre pueblos diferentes los lanza a la guerra, que a veces hasta mueve una raza contra otra raza». Ya sin considerar el origen de estos graves desordenes, se patentiza que: «el instinto de poseer es una consecuencia del instinto de conservación; que las ganas de tener, que el instinto de poseer es una nueva forma del instinto de conservación; y por eso, como este instinto tiene por objeto la conservación de la vida humana, las ganas de apoderarse de la riqueza que el hombre necesita sobre la tierra, naturalmente ha de tener una fuerza avasalladora, sintiendo fuertemente el estímulo de adquirirla»[18]. El desorden de la avaricia afecta gravemente al espíritu del hombre. De manera que si: «se deja dominar por la pasión de la avaricia se constituye en verdadero esclavo de ella. Ya San Pablo hablaba de la idolatría del avaro, y decía que la avaricia es una verdadera subyugación, una verdadera esclavitud del dinero, y una verdadera idolatría; el hombre tiene una debilidad extraordinaria, y se deja dominar por aquello mismo que ama, y está supeditado de tal manera que se olvida de todo lo demás, hasta de Dios, que deja de ser principio fundamental de su existencia; aquello se adueña de su espíritu en absoluto. Tal es un hombre esclavizado por la avaricia»[19]. 374.

––¿Cómo es posible que se llegue a la a idolatría del dinero?

––El dinero se piensa como un bien infinito porque parece que sea un medio con el que se pueden conseguir todos los bienes. Sin embargo, este carácter infinito de las riquezas —que es aparente porque no todo se puede adquirir con ellas— difiere del auténtico bien infinito. No obstante, se le diviniza, se le adora y se le sirve Este atractivo, que ejerce la posesión del dinero, se explica, porque: «El fin más apetecible es la bienaventuranza o felicidad, fin último de la vida humana. Por consiguiente, cuando un objeto realiza más las condiciones de la felicidad, tanto es más apetecible. Una de estas condiciones es que sea suficiente por sí mismo; si no se diese ésta, no aquietaría el apetito como fin último. Y las riquezas prometen esta plena y perfecta suficiencia»[20]. La seducción de las riquezas es engañosa. Atraen por algo falso, porque en las riquezas, no puede encontrar el hombre la felicidad., tal como se ha argumentado al probar que su posesión no puede ser el fin último del hombre Sin embargo, aunque desde la razón se prueba que la

felicidad humana no puede consistir en las riquezas en sí mismas, no es fácil resistirse a su atractivo. Aunque se sea consciente de que: «El dinero no es fin, sino que está subordinado a otro como a su fin. Sin embargo, en cuanto sirve de medio para obtener todos los bienes sensibles, comprende de alguna manera el poder de todos ellos y proporciona por lo mismo cierta semejanza de felicidad»[21].

375. ––Si: «todo pecado ha de ser contra Dios, contra el prójimo o contra uno mismo»[22], ¿la avaricia, según lo dicho, es sólo contra Dios? ––La avaricia es también pecado contra el prójimo y contra uno mismo. Se explica, porque la falta de dirección racional adecuada respecto a las riquezas lleva a dos exageraciones o inmoderaciones. «La primera, en cuanto a adquirir y retener los bienes exteriores más de lo debido. En este sentido, la avaricia es un pecado directamente contra el prójimo. Porque, si uno goza de abundancia de bienes, es con la consiguiente penuria de otro, pues los mismos bienes exteriores no pueden ser poseídos a la vez por muchos»[23]. Con frecuencia, por ello, la avaricia se opone a la justicia. «Cuando se substrae la riqueza o se retiene atentando contra el derecho ajeno, entonces la avaricia es contraria a la justicia»[24]. La segunda inmoderación se da: «en el apetito interior de las riquezas, cuando se las ama, desea o se goza en ellas inmoderadamente. Entonces el avaro peca contra sí mismo, por lo que importa de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos». Por último: «Por redundancia es pecado contra Dios, como todo pecado mortal, en cuanto se desprecia de bien eterno a cambio del temporal»[25]. La avaricia es, por tanto, un pecado, «aun sin intención de dañar al bien ajeno». Santo Tomás lo considera además un pecado especial, porque su objeto es muy peculiar. «Los pecados se especifican por sus objetos. Objeto de un pecado es aquel bien que desea el apetito desordenado. Según esto, a cada bien determinado apetecido desordenadamente corresponde también un pecado especial. Pero existe una doble clase de bienes: útiles y deleitables. Las riquezas son un bien útil, en cuanto sirven para uso del hombre. Por lo tanto, la avaricia es un pecado especial porque importa un amor inmoderado de poseer riquezas, designadas con el nombre común de dinero»[26]. Sobre lo que es un pecado especial explica Santo Tomás: «San Pablo enumera la avaricia entre otros pecados especiales, es decir “llenos de toda iniquidad, maldad, fornicación, avaricia, etc.” (Rm 1, 29)»[27]. Son pecados que implican «un sentido depravado para hacer lo indebido»[28], que son «las cosas que no concuerdan con la recta razón»[29]. El avaro experimenta placer en un bien, la riqueza, que en sí mismo no es deleitable, únicamente útil, pero además el goce lo tiene únicamente en poseerla. El vicio especial de la avaricia es un pecado grave o mortal —que implica la aversión o alejamiento de Dios—, en el sentido explicado, cuando es contraria a la justicia. El motivo es porque: «tal avaricia no es sino usurpar o retener injustamente el bien ajeno, lo cual se incluye en el robo o rapiña, que es pecado mortal». Si la avaricia sólo es inmoderación en cuanto «amor desordenado del dinero», hay que distinguir dos casos. En uno: «Si este afecto al dinero llega a preferirse a la caridad, de tal modo que por él no se tenga reparo en obrar contra la caridad de Dios y del prójimo, tal avaricia es pecado mortal».

En cambio, otro se da cuando es una pequeña falta, que no supone aversión a Dios, sino una desviación en materia leve. «Si este afecto desordenado no llega a preferir el dinero al amor de Dios, aunque todavía se le siga amando superfluamente, pero no tanto que por él se ofenda a Dios o al prójimo, dicha avaricia es pecado venial»[30]. No se considera, en este caso, a las riquezas como fin último ni, por tanto, se anteponen al amor de Dios y a sus mandamientos. 376.

––¿La avaricia, pecado mortal, es el pecado más grave?

––Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos los bienes, la avaricia en un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca –como lo ha manifestado la literatura– se ha justificado su maldad y fealdad. Sin embargo, no es el pecado más grave. «Todo pecado, por ser en sí mismo un mal, implica una cierta corrupción o privación de un bien cualquiera. Por otra parte, por ser acto voluntario, implica el deseo de un bien. Según esto, la jerarquía entre los pecados puede establecerse de dos maneras. Primera, teniendo en cuenta el bien que el pecado desprecia o destruye, y que hace que el pecado sea tanto más grave cuanto mayor sea él. Desde este punto de vista, los grados en gravedad descendente de los pecados se establecen así: los pecados contra Dios son los más grandes; después están los pecados contra la persona humana, en tercer lugar, el pecado contra las cosas exteriores destinadas al servicio del hombre, entre los cuales se encuentra la avaricia». No es el pecado más grave, pero la avaricia es el más antipático y repulsivo en el sentido moral. Añade Santo Tomás, en su explicación, que: «Una segunda manera para establecer la gravedad de los pecados es considerando el bien por el que se deja la voluntad dominar, y que hace al pecado tanto más vergonzoso cuanto él es de menor valor, porque supone mayor afrenta servir a un bien menor que a otro mayor. Las cosas exteriores ocupan el ínfimo lugar entre los bienes humanos, pues son inferiores al bien del cuerpo, sobre el cual está el bien del alma, y sobre éste, a su vez, el bien divino. Por lo cual, el pecado de avaricia, que hace a la voluntad esclava de las cosas materiales, importa en cierto modo una mayor fealdad moral». Para concluir sobre la magnitud del pecado de avaricia, debe advertirse que lo propio o «formal en el pecado es la corrupción o privación del bien», que lo convierte en un mal: y, que «la conversión a los bienes conmutables es el elemento material» u objeto material. Por ello: «lo primero decide la gravedad del pecado más que lo segundo». Por consiguiente: «resulta que la avaricia no es en absoluto el mayor de los pecados»[31]. No obstante, advierte Santo Tomás que, aunque el objeto del deseo del avaro sea algo material, las riquezas o el dinero, su pecado es espiritual, porque su goce se consuma en el alma. «La avaricia, aunque tiene por objeto lo corporal, no busca un deleite corporal, sino únicamente anímico, es decir el placer de tener muchas riquezas. Y, por lo tanto, no es pecado carnal. Sin embargo, este objeto le coloca en un término medio entre los pecados puramente espirituales, que buscan un placer espiritual causado por un objeto espiritual —como la soberbia, que se deleita en su sentimiento de superioridad— y los pecados puramente carnales, que sólo buscan el placer carnal sobre un objeto igualmente carnal»[32]. 377.

––¿La avaricia, por tanto, no es un pecado importante?

––La avaricia es un pecado capital y, por tanto, origen de otros muchos pecados. En cuanto proporciona el fin a otros vicios es «capital», o cabeza de todos ellos, porque: «pecado capital es aquel que es principio del cual otros brotan a través del fin, porque el fin de ellos es tan apetecible, que por conseguirlo el hombre determina emplear toda clase de medios, buenos o malos»[33]. En este mismo lugar, Santo Tomás nombra siete pecados derivados de la avaricia: el endurecimiento, la inquietud, la violencia, la falacia, el perjurio, el fraude y la traición. Lo justifica

del siguiente modo: «La avaricia, por ser un amor excesivo de poseer riquezas, peca por un doble exceso. Primero, reteniendo las riquezas. Así causa la dureza de corazón, en cuanto cierra su corazón a la compasión y no socorre a los necesitados con sus dineros». El apego excesivo a las riquezas impide ser justo y misericordioso. El exceso se da no sólo en la conservación de las riquezas, sino también en su obtención. Por ello: «En segundo lugar, la avaricia peca por exceso adquiriendo sus riquezas. Desde este punto de vista, se puede considerar primeramente, en la avaricia, el afecto interior. Bajo este aspecto, ella engendra la inquietud, es decir, la demasiada solicitud y cuidados vanos». Para descubrir los otros pecados, –que se derivan de la avaricia y que, como los dos anteriores se denominan «hijas»–, debe: «considerarse el efecto exterior. Entonces el avaro se vale muchas veces de la violencia y del engaño para apropiarse de los bienes ajenos. Si dicho engaño lo realiza con palabras, tenemos la mentira; y si lo apoya en un juramento, el perjurio. Si, en cambio, el engaño va en las obras, resulta el fraude en la acción y la traición contra la persona, como Judas, que entregó a Cristo por avaricia»[34]. La avaricia de Judas, notaba Torras y Bages, confirma respecto a la riqueza: «la fuerza inmensa que tiene en el corazón del hombre». Para advertir el gran poder que tiene la pasión por el dinero, basta tener en cuenta que: «Judas estaba en compañía de Jesús; Jesús le había llamado, y, por lo tanto, Judas tenía una verdadera vocación. Estaba en la compañía de Jesús y oyó las predicaciones de Jesús por espacio de largo tiempo, y estas predicaciones de Jesús eran siempre y constantemente a favor de la pobreza». Además, por otra parte: «Judas disfrutaba de las ventajas materiales de la compañía de Jesús, y dentro de las exigencias de su naturaleza, parecía que debía sentirse satisfecho en el sentido de cubrir las necesidades materiales de la vida de un lado, y de otro, disfrutando de la íntima amistad de la conversación, de la comunidad de vida con Jesucristo, el trato del cual tenía una tal atracción que hacía la delicia de todos sus seguidores. ¿Cómo, pues, incurrió en la traición contra su adorable Maestro?. La poderosa avaricia le removió el espíritu»[35]. 378.

––¿El poder de la avaricia sólo se manifiesta en estas siete «hijas» o pecados derivados?

––La avaricia es la causa de las denominadas «hijas» del pecado capital, porque: «se llaman hijas de la avaricia aquellos vicios que se derivan de ella a través del deseo de realizar el fin que ella persigue»[36], el deseo inmoderado del dinero. Además, no sólo derivan de ella como causa final, como los siete vicios anteriores, sino que también produce otros como causa eficiente instrumental. El pecado de la avaricia tiene, por tanto, una causalidad más amplia que la final. Santo Tomás cita las siguientes palabras de san Pablo: «La avaricia es raíz de todos los males»[37]; y comenta: «La avaricia como pecado especial, se llama raíz de todos los pecados por semejanza con la raíz del árbol, que suministra alimento a todo el conjunto. Lo prueba la experiencia. Por las riquezas está uno dispuesto a cometer cualquier mal, a satisfacer cualquier deseo de mal, ya que mediante las riquezas se sirve uno para poseer todos los bienes temporales. Lo dijo el Eclesiástico: “Todas las cosas obedecen a las riquezas” (Ecle 10,19). Es claro, pues que en este sentido la avaricia es la raíz de todos los pecados»[38]. Las riquezas ayudan al hombre a ejecutar cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un árbol. Sin embargo: «El apetito de riquezas no se llama raíz de todos los pecados porque se busquen éstas como fin último, sino porque se buscan muchas veces como medios para alcanzar todo fin temporal»[39].

No hay que olvidar tampoco el carácter de infinitud con el que aparecen las riquezas. Como indica Santo Tomás en su Comentario a la Primera Epístola a Timoteo: «Por las riquezas piensan los hombres que lo tienen todo. En este aspecto la avaricia es la raíz de todos los males»[40]. Después de afirmar San Pablo que la raíz de todos los males es la avaricia, añade: «por la cual algunos dejándose arrastrar, se desviaron de la fe y se enredaron en muchas penas»[41]. Comenta Santo Tomás, en este mismo lugar: «Al decir “por la cual algunos”, muestra lo mismo por la experiencia y dice “dejándose arrastrar”; porque cuanto más riquezas se tienen tanto más se desean. Se lee en la Escritura: “El avariento jamás se saciará de dinero” /(Ecle, 5, 9). Y caen primero en daños espirituales; por esto se dice en el versículo citado de San Pablo: “se desviaron de la fe”; porque los muchos ilícitos lucros, que no quieren dejar, los prohíbe la sana doctrina de la fe, y entonces se buscan otra doctrina que más le sonría y les dé esperanza de salvación». También caen en otros daños, porque, como se dice en este mismo pasaje paulino «se enredaron en muchas penas», y explica Santo Tomás: «aun en el presente, porque hay solicitud en adquirir; temor en poseer, dolor en perder. Se dice también en la Escritura: “Luego que se hubiere hartado de riquezas, sentirá congojas, se abrasará y se verá acometido de toda suerte de dolores” (Job 20, 22). Y mucho más se dolerán en lo futuro»[42]. 379.

––¿Qué actitud es aconsejable ante el peligro de la codicia y de la avaricia?

––La actitud cristiana ante la ambición, la codicia y avaricia por las riquezas, la expresó muy bien hace casi un milenio y medio, San Gregorio Magno, autor muy apreciado por Santo Tomás, en el siguiente pasaje de su Homilías sobre los Evangelios: «La Santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros. En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse». Consecuentemente: «cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar». Observa seguidamente que: «Esta ambición ciertamente se reprime bien si se examina con cuidado la misma situación del ambicioso. Porque ¿a que conduce el afán de acumular cuando no puede perdurar el mismo que acumula? Tenga en cuenta cada uno lo efímero de su vida y caerá en la cuenta de que puede bastarle lo poco que tiene». A pesar de ello, alguien podría mantener la avaricia, y justificarse, porque: «tal vez teme que le falte con qué sostenerse en el viaje de esta vida». Sin embargo: «la brevedad de la vida está reprendiendo nuestros largos deseos, pues inútilmente llevamos muchas cosas cuando tan cercano se halla el término adonde se va»[43]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 30. [2] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 1, in c.

[3] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 1. [4] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad. 1. [5] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 2. [6] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 2. [7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 3. [8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 3.

[9] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30. Véase: José Antonio García-Durán de Lara, Tomás de Aquino, economista, Barcelona, Editorial Claret, 2018, p. 16 y ss. [10] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30. [11] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q.118, a.1. ob. 1. [12] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, in c. [13] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 3. [14] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 1. [15] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 3. [16] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 19131915, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 407. [17] Ibíd., pp. 407-408. [18] Ibíd., p. 408. [19] Ibíd., p. 410. [20] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q.118, a.7, in c. [21] Ibíd., II-II, q. 118, a.7, ad 2. [22] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 1. [23] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2. [24] Ibíd., II-II, q. 118, a.3, in c. [25] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2. [26] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, in c. [27] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, sed c. [28] Rm 1, 28. [29] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 1, lec. VIII. [30] ÍDEM, Suma teológica,, II-II, q. 118, a. 4, in c. [31] Ibíd.,II-II, q. 118, a. 5, in c.

[32] Ibíd., II-II, q. 118, a. 6, ad l. [33] Ibíd., II-II, q. 118, a. 7, in c. [34] Ibíd., II-II, q. 118, a. 8, in c. [35] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, p. 408. [36] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 118, a. 8, in c. [37] 1 Tim 6, 10. [38] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 84, a. 2, in c. [39] Ibíd., I-II, q. 84, a. 1. ad 2. [40] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. 2. [41] 1 Tim 6, 10. [42] Santo Tomás, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. II. [43] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en Obras de San Gregorio Magno, Madrid, BAC, 2009, pp. 533-780, II, p. 700.

XXXVI. El afán de poder 380. ––El Aquinate dedica un capítulo de la tercera parte de la Suma contra los gentiles para probar que «la felicidad no consiste en el poder mundano»[1]. ¿Las razones son las mismas que las aducidas para demostrar que las riquezas no pueden ser el fin último? ––En la encíclica Solicitudo rei socialis, del papa Juan Pablo II, se indica que en el mundo existen «estructuras de pecado», que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres»[2]. Se precisa también que: «entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad». El ansia de riquezas y de poder se toman, por ello, como la felicidad suprema o fin último. Se explica así que a estas aspiraciones: «podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”». Además: «ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra»[3]. Por esta unidad del deseo de estas dos clases de bienes exteriores al hombre, es lógico que las razones para mostrar que no son sus bienes supremos sean las mismas, aunque por tener objetos distintos, no todas coinciden. Santo Tomás, en este nuevo capítulo dedicado al poder, presenta cinco argumentos, tres de los cuales son semejantes a los utilizados en el capítulo anterior dedicado a la riquezas.

381. ––¿Cuáles son los tres argumentos similares a los que demostraban que la obtención y posesión del dinero y de las riquezas no son la finalidad última del hombre? ––El primero incluye las razones dadas en los dos últimos, que acababa de presentar, en el capitulo anterior, para probar que las riquezas no son el sumo bien. Afirma que: «Es asimismo imposible que el sumo bien del hombre esté en el poder mundano, ya que en su obtención interviene en gran manera el azar; además, es mudable y no depende de la voluntad humana, y con frecuencia está en manos de los malos. Todo lo cual, como consta por lo dicho, se opone al concepto de sumo bien». En el segundo, prueba su tesis de manera parecida al cuarto referido en el capítulo sobre las riquezas. Argumenta: «Lamamos principalmente bueno al hombre que ha alcanzado el sumo bien. Mas por el hecho de ser poderoso no se le considera ni bueno ni malo, ya que ni es bueno quien puede hacer el bien ni malo quien puede hacer el mal. Luego el sumo bien del hombre no consiste en ser poderoso». El otro argumento, que ofrece en cuarto lugar, también se basa en el bien y el mal moral. Su exposición es la siguiente: «No puede ser el sumo bien algo de que podemos usar bien y mal, pues es mejor lo que no podemos usar para mal. Sin embargo, del poder podemos usar bien y mal, puesto que ”la razón puede actuar para fines opuestos”. Luego el poder humano no es el sumo bien del hombre»[4]. Esta prueba la utilizó después Santo Tomás en el tratado de la bienaventuranza de la Suma teológica,. En el artículo sobre el poder, escribe: «Es imposible que la bienaventuranza consista en el poder (…) porque el poder vale indistintamente para el bien y para el mal; en cambio, la bienaventuranza es el bien propio y perfecto del hombre»[5]. 382. ––¿Cuáles son los otros dos argumentos restantes sobre la imposibilidad que en el poder esté la suma felicidad? ––El primer argumento se basa en que el poder requiere de otros sobre los que se ejerce. De manera que, como se dice en el mismo: «Todo poder dice relación a otra cosa. Pero el sumo bien no importa relación alguna. Por lo tanto, el poder no es el sumo bien del hombre». En el segundo, se parte del examen del poder en sí mismo. La demostración es la siguiente: «Si algún poder fuera el sumo bien, debería ser perfectísimo. Sin embargo, el poder humano es imperfectísimo, puesto que se funda en la voluntad y opinión de los hombres, que son sumamente inconstantes. Además, cuanto mayor se considera un poder, tanto de más cosas depende; y esto es un signo de su propia flaqueza, porque lo que depende de muchos puede deshacerse de muchas maneras. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en el poder mundano»[6]. A este argumento, se le podría replicar con esta objeción, que se encuentra en el artículo paralelo de la Suma teológica: «La bienaventuranza es un bien perfecto. Pero lo más perfecto es que el hombre pueda gobernar también a los demás, y esto es propio de los que están investidos de poder. Luego la bienaventuranza consiste en el poder»[7]. Santo Tomas responde así a la misma: «Del mismo modo que lo mejor es que alguien desempeñe bien el poder en el gobierno de muchos, lo peor es que lo desempeñe mal. Es que el poder vale lo mismo para el bien que para el mal»[8]. También, en este artículo de la Suma teológica, presenta este segundo argumento de la Suma contra los gentiles de este modo: «La bienaventuranza es un bien perfecto. Pero el poder es muy imperfecto, porque, como dice Boecio: “El poder humano no es capaz de impedir el peso de las preocupaciones, ni de esquivar el aguijón de la inquietud”. Y añade: “¿Llamarás poderoso a quien

se rodea de una escolta y teme más a la misma que es temido?” (La consolación de la filosofía, III, 17). Por tanto, la bienaventuranza no consiste en el poder»[9]. En el cuerpo del artículo, además, ofrece otro argumento, igualmente basado en la naturaleza del poder. Lo formula de este manera tan breve: «es imposible que la suprema felicidad consista en el poder, porque este tiene condición de principio, como dice Aristóteles (Metafísica IV, 12, 1) y la beatitud tiene carácter de fin último»[10]. Con todos estos argumentos el Aquinate puede concluir: «Así, pues, la felicidad humana no consiste en ningún bien exterior, porque los bienes exteriores, que se llaman “bienes de fortuna”, están contenidos bajo los bienes mencionados»[11]. 383. ––¿Hay también semejanzas entre todos los argumentos expuestos en este y los anteriores capítulos, dedicados a mostrar que la felicidad suprema no puede estar en los bienes externos, como los honores, la fama, las riquezas y el poder? ––Después de ofrecer los dos argumentos sobre el poder y la felicidad, en el texto de la Suma teológica, indica Santo Tomás las semejanzas entre todas las pruebas, al añadir: «Pueden aducirse, finalmente, cuatro razones generales para probar que la bienaventuranza no puede consistir en ninguno de los bienes externos de los que venimos hablando». Tres de ellas son una consecuencia de lo que es la felicidad y la otra de la tendencia del hombre a ella. La primera razón general, que indica Santo Tomás es que: «por ser la bienaventuranza el bien sumo del hombre, no es compatible con algún mal; y todos esos bienes los encontramos tanto en los buenos como en los malos». La segunda también se refiere a la naturaleza de la suma felicidad. Su contenido es el siguiente: «por ser propio de la bienaventuranza el ser suficiente por sí misma, como demuestra Aristóteles (Ética, I, 7, 6) es de rigor que, una vez alcanzada, no le falte al hombre ningún bien necesario. Pero, después de lograr cada uno de esos bienes, pueden faltarle al hombre otros muchos necesarios, como la sabiduría, la salud del cuerpo, etc.». Lo que da la felicidad suprema no sólo no comporta ningún mal, sino que tampoco puede hacer mal alguno. Por ello: «la tercera es que la bienaventuranza no puede ocasionar a nadie ningún mal, porque es un bien perfecto; pero esto no sucede con los bienes citados, pues como se dice en la Escritura a veces las riquezas se guardan “para el mal de su dueño” (Ecle 5,12, y lo mismo ocurre con los otros tres», los honores, la gloria o la fama y el poder. Por último: «La cuarta es que el hombre se ordena a la bienaventuranza por principios internos, pues se ordena a ella por naturaleza; pero esos cuatro proceden de causas externas y, con frecuencia, de la fortuna, de ahí que se les llame también bienes de fortuna. Por tanto, de ningún modo puede consistir la bienaventuranza en ellos»[12]. 384, ––Todos los argumentos sobre el poder y la felicidad última, prueban que no se pueden identificar ambas. Si la felicidad es un bien, ¿el poder, por consiguiente, es un mal? ––Después de presentar los dos argumentos en el artículo citado de la Suma teológica, añade Santo Tomás: «En consecuencia, puede haber algo de bienaventuranza en el ejercicio del poder, más propiamente que en el poder mismo, si se desempeña virtuosamente»[13]. Podría incluso decirse que «los hombres constituidos en poder se parecen más a Dios por la semejanza del poder»[14]. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «El poder divino seidentifica con su bondad y, por eso, no puede ejercerse mal. Pero esto no ocurre en los hombres», que, como se ha dicho pueden emplearlo para mal. «De ahí que no baste para la bienaventuranza del hombre el asemejarse a Dios en el poder si no se asemeja también en la bondad»[15].

385. [H1] ––¿Cómo se explica que el hombre ejerza el poder viciosamente? ––El tomista José Torras y Bages al explicar y comentar la doctrina de las virtudes y de los vicios, considera que el afán de poder tiene su origen en la vanidad o afán desordenado de alabanza de la propia excelencia, manifestación de la soberbia o amor también desordenado a la excelencia propia. Escribe que: «La vanidad se reviste de variadísimas formas, todas cuantas son las apariencias que la cortedad del hombre admira y en la que su concupiscencia se complace. La frivolidad humana en nada más se manifiesta que en la vanidad, degeneración de la soberbia, que suele ponerse principalmente en las almas pequeñas, en los caracteres poco capaces». En cambio: «los espíritus enérgicos, hasta cuando están extraviados, suelen ir mas a lo profundo de las cosas; sus desenfrenadas concupiscencias tiran más a lo fundamental, a lo substancial, de las realidades mundanas más que a las apariencias de estas mismas cosas». En estos últimos se da principalmente la ambición de poder. «La ambición supone una fuerte base natural, facultades más poderosas, aspiración a lo grande, según el mundo; es una pasión más personal, más impetuosa porque es más íntima, más avasalladora y tiene por fin y objeto el dominio, la subyugación de los otros, es el desenfreno del yo, que quiere tener bajo si a los demás; el vanidoso quiere vivir en el espíritu de los otros; la ambición quiere que los otros vivan en su espíritu, bajo su dirección, siendo el caudillo de los demás»[16]. A esta manera de dominio o posesión de los demás, medio siglo más tarde, el escritor inglés Clive Staples Lewis le denominaba «canibalismo espiritual»[17]. Explicaba que el intento de dominio es el de «casi de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno mismo, por medio del prójimo. Por supuesto que sus pequeñas pasiones deben ser suprimidas para hacer sitio a las propias, y si el prójimo se resiste a esta supresión está comportándose de forma muy egoísta»[18]. Desde este afán de dominio, el otro es «ante todo, un alimento» y el fin es «absorber su voluntad» en la propia y así conseguir «el aumento a su expensa» de la «propia área de personalidad»[19].La acción del dominador supone una concepción metafísica que: « descansa en la admisión del axioma de que una cosa no es otra cosa y, en especial, de que un ser no es otro ser. Mi bien es mi bien, y tu bien es el tuyo. Lo que gana uno, otro lo pierde. Hasta un objeto inanimado es lo que es excluyendo a todos los demás objetos del espacio que ocupa; si se expande, lo hace apartando a otros objetos, o absorbiéndolos. Un ser hace lo mismo. Con los animales, la absorción adopta la forma de comer; para nosotros (los racionales), representa la succión de la voluntad y la libertad de un ser más débil por uno más fuerte. «Ser» significa «ser compitiendo»[20]. Esta filosofía no sólo es egocéntrica y agresiva, sino también falsa, porque las cosas son «partes» que «se ven obligadas a cooperar». y la espirituales pueden participar en el bien, sin quitar nada de la parte o totalidad que tienen los otros. Existe el amor que hace posible el reconocimiento que: «las cosas han de ser muchas, pero también de algún modo sólo una»[21]. El amor, que no es posesivo, hace posible, la unión sin la eliminación de las diferencias y con el respeto siempre de la libertad. Sin embargo, nota Lewis que por esta actitud, hay un sector de la sociedad: «sostenida enteramente por el miedo y la avaricia. En la superficie, los modales de sus habitantes son normalmente amables; la grosería para con los superiores de uno sería, evidentemente, suicida, y la grosería para con los iguales podría ponerles en guardia antes de que uno estuviese preparado para adelantárseles. Y es que, por supuesto, el principio rector de toda la organización es que “el perro se come al perro”. Todos desean el descrédito, la degradación y la ruina de los demás; todos son expertos en el arte del informe confidencial, la alianza fingida, la puñalada a

traición. Por encima de todo eso, sus buenos modales, sus expresiones de grave respeto, sus “homenajes” a los invaluables servicios prestados por los demás constituyen una tenue certeza que de vez en cuando se agrieta, y hace erupción la lava ardiente de su odio mutuo»[22]. 386. ––¿Cómo debe ser el ejercicio del poder para que sea virtuoso? ––El filósofo tomista Jaime Bofill, discípulo de Ramón Orlandis, expuso la explicación de Santo Tomás del buen uso del poder desde el concepto de autoridad. Notaba respecto a su significado usual que: «La palabra “autoridad” se usa en varios sentidos; así decimos de una persona que es una autoridad en una ciencia; otras veces usamos la palabra autoridad como el poder de obligar a la voluntad libre, o también par designar a la persona dotada de este poder (el padre, el gobernante)». La autoridad queda relacionada con poder En cuanto a su definición etimológica: «La palabra “autoridad” (auctoritas) está en relación con la palabra “autor” (auctor); hay, en efecto, al fondo de las lenguas una filosofía simple y poderosa: el que es autor tiene autoridad»[23]. La palabra autoridad sugiere, por tanto, la de ser causa o principio, aquello del que se recibe una perfección. Algo puede ser principio en uno de dos sentidos, en cuanto hay dos modalidades de perfección: «o en cuanto le comunica el ser y las cualidades adecuadas a su naturaleza; o en cuanto le conduce a su fin». La autoridad es principio: «en este segundo sentido, es decir, in gubernando, aunque a veces incluya el primero, llamado in essendo en cuanto fundamento de aquel» Al que tiene autoridad, por tanto, le: «compete la obligación de conducir a sus súbditos a un fin»[24]. Como esta conducción o gobierno a un fin o bien requiere cierta excelencia y poder sobre los que guía, «la noción de autoridad implica en sí, en primer lugar, la idea de excelencia, en segundo lugar, la idea de virtus, de poder». Por otra parte, debe tenerse en cuenta que: «De dos maneras el bien puede ser fin para un agente: en cuanto tiende a adquirirlo y en este sentido dice Aristóteles, al principio de su Ética, que “bien es lo que todas las cosas apetecen” ( Ética, I, c. 1.); y en cuanto tiende a comunicarlo, y éste es el sentido de la expresión de Dionisio que “el bien es lo difusivo de sí” (Los nombres divinos, IV, 1). En el primer aspecto, todo ser busca, apetece, el bien que está privado, el bien que su naturaleza postula; en el segundo, todo ser, en tanto que es perfecto, tiende a comunicar a otros su propia perfección». En la autoridad, puede darse, por consiguiente, una doble manera de sometimiento. Hay una «subordinación por dominio», en la que el superior «busca su bien propio»; y una «subordinación por autoridad», en la que «busca el bien del súbdito». Se descubre así el: «carácter distintivo de la verdadera autoridad: el buscar el bien de los subordinados»[25]. 387. ––¿Qué consecuencias tiene el no buscar el bien de los subordinados? ––Si con el gobierno de quien posee la autoridad no se busca el bien común, sino su propio bien particular, afirma Santo Tomás que se cae en la tiranía. Este régimen es injusto, porque «despreciando el bien de la sociedad, tiene al bien privado del dirigente»[26]. Entre los regímenes injustos «el peor es la tiranía»[27], porque: «la fuerza de quien preside injustamente tiende hacia el mal de la multitud, cuando convierte el bien común de la sociedad solamente en beneficio del mismo»[28]. De la tiranía se derivan muchos males, porque: «cuando el tirano despreciando el bien común busca el suyo, es lógico que oprima a sus súbditos de mil maneras, pues se deja llevar por muchas pasiones para adquirir algunos bienes»[29]. Además, de las acciones de los tiranos: «resulta que, como mientras gobiernan, quienes deberían inducir a sus súbditos a la virtud, miran

con malos ojos la virtud de sus súbditos y la entorpecen cuando pueden, en su régimen se encuentran pocas personas virtuosas». Respecto a las crueldades de los tiranos, advierte Santo Tomás que: «esto no debe extrañar, porque el hombre que gobierna según su capricho, al margen de la razón, no se diferencia de la bestia en nada (…) y no sólo los hombres se esconden tanto de los tiranos como de los animales salvajes, sino que estar sujeto a un tirano equivale a ser presa de una bestia voraz»[30]. 388. ––Según la explicación tomista del concepto de autoridad: «las personas constituidas en dignidad tienen de una parte, un estado de mayor excelencia; de otra, el poder de gobernar a los súbditos»[31]. ¿Cuál es la naturaleza de este poder? ––Para explicar lo que es el poder, que incluye la autoridad, nota Bofill que: «La autoridad es un poder; pero no todo poder es autoridad; la autoridad es un poder moral, y puesto que es un poder de gobernar, es decir, de conducir a un ser a su fin, su sujeto, su depositario, ha de ser inteligente; ha de conocer, en efecto, la razón de fin, la conducencia de los medios a él, ha de ser capaz de establecer las necesarias relaciones de dependencia de éstos con respecto a aquél; ha de ser capaz, en una palabra, de “legislar”»[32]. Por consiguiente, por una parte: «no se puede decir (…) de un agente natural que tiene autoridad». En cambio: «puede decirse que tiene poder». Por otra, si la autoridad supone el entender la relación entre los medios y el fin o bien, su sujeto debe ser racional. Asimismo, advierte Bofill que: «si la relación de autoridad tiene por sujeto a una persona, tiene también a una persona como término. Así, sobre una cosa no se tienen autoridad, sino dominio; propiamente, no puede decirse que se tenga autoridad sobre un esclavo. Y la razón de esto es que la autoridad mira al bien, al fin del súbdito, y ninguna cosa, ni un esclavo, como tal, tiene un fin propio, tiene un fin en sí mismo, sino que son para una persona. Sólo una persona puede tener un fin propio y por lo tanto, sólo una persona puede ser mandada por autoridad» La autoridad poseída por una persona y dirigida a otras personas subordinadas es un poder moral y «este poder incluye, al mismo tiempo, un poder jurídico; incluye la capacidad de hacerse obedecer por coacción. Cuando la autoridad está acompañada de poder coactivo entonces alcanza su sentido plenario». La autoridad posee el poder moral y el poder de gobierno. Sin embargo, al igual que: «no todo poder es autoridad», tal como ocurre en los agentes naturales, observa Bofill que «tampoco toda autoridad es un poder», en el sentido segundo de poder, el de gobierno. «Hay una autoridad puramente moral, que no incluye en sí ningún derecho a la obediencia; es la autoridad científica, por ejemplo, es la autoridad de un maestro». A la autoridad moral por «la excelencia de su estado (…) le debemos honor». A la autoridad en sentido pleno , además del honor «le debemos obediencia»[33]. Sobre ésta última, precisa Bofill que: «A esta obligación de obedecer es correlativo, en el súbdito mismo, el derecho de ser gobernado, es decir, conducido a su bien; bien más o menos íntimo, más o menos personal o común (trascendente, en sus relaciones con Dios y con la Iglesia; social, en sus relaciones con la autoridad política, intermedio en la sociedad familiar)»[34]. 389. ––Jaime Bofill indica que: «se ha definido a la persona diciendo que es “un ente capaz de ser un fin en sí mismo”»[35]. Por ser «lo más perfecto que hay en toda la naturaleza»[36], la persona en su misma individualidad nunca puede ser un medio para otras. ¿Cómo, sin perder esta máxima dignidad, la persona puede estar sometido a una autoridad?

––Aunque se afirma que la persona sea un fin y que, por ello, todo está al servicio de la persona, matiza Bofill que: «esto no quiere decir que sea un fin absoluto, o último»[37]. Esta puntualización permite descubrir tres características esenciales de la persona relacionadas con la subordinación. La primera es que la persona: «está subordinada a la autoridad de su Autor, que es el único que puede inmutar su voluntad, inclinándola “ desde su interior” a su fin». La segunda es su autonomía frente a las criaturas. La subordinación a Dios: «no es destrucción, sino cimiento de su independencia, ya que es persona precisamente porque es semejante con él. Esta independencia respecto a todo otro ser significa que el fin de una persona no está subordinado a ninguna otra criatura». Por último otro carácter, relacionado con la independencia: «es la intimidad de la persona; ningún otro ser, fuera de Dios, puede mover su voluntad ni conocer los secretos de su corazón». Esta última característica personal manifiesta que: «la personalidad sigue necesariamente a la racionalidad; que el ser persona se manifiesta en forma de conocimiento intelectual y de voluntad libre». También, junto con la característica anterior, que la persona «es un sujeto capaz de derechos y obligaciones». Esta suprema dignidad de la persona no es incompatible con cierta subordinación, porque hay varios modos de subordinación. «En primer lugar, la subordinación por violencia. Esta subordinación recoge todos aquellos casos en que, por un medio coactivo cualquiera, una persona constituye a otra en medio para sí. Es el caso de la tiranía en el orden político, o de la esclavitud en el orden social»[38]. De la subordinación por violencia, puede decirse que «los hombres sienten una aversión natural hacia ella»[39]. Es una subordinación que: «repugna, en efecto, intrínsecamente, a la dignidad personal. Tanto es así, que el estado de esclavitud, status servitutis, implica, de sí, la privación de todo derecho: el esclavo no es persona, es “cosa”»[40]. La segunda subordinación es libre. «Hay subordinación voluntaria, libre, por iniciativa propia, que tiene lugar en el contrato. Es la cesión de derechos o bienes de una persona a otra, ordenadamente, en cuanto esto reporta al cedente un bien superior». Esta condición es esencial, porque: «por la fuerza de un contrato, puedo exigir la subordinación de otra persona a mi propio bien, Pero es que en este caso, para el otro contratante, constituirse parcialmente en medio para mí es, al mismo tiempo, un bien para él». 390. ––¿Qué bienes, en la relación interpersonal, pueden ser objeto de contrato? ––Explica asimismo Bofill, que: «Puesto que el hombre, aun siendo un fin para sí, no es, sin embargo, su último fin, ni el último fin, ni nada que directamente a él se refiera, puede ser sometido al fin de otra criatura». De estos fines o bienes enumera los siguientes: «Puede ser objeto de contrato el propio cuerpo, en orden a la reproducción de la especie, en el contrato matrimonial. Puede serlo la libertad, dando a la palabra contrato un sentido un poco inexacto, en el voto de obediencia. Pueden serlo nuestras actividades intelectuales o corporales, en el contrato de prestación de servicios. Pueden serlo nuestros bienes. Etc.». 391. ––¿Se da otro tipo de subordinación? ––Hay la subordinación por autoridad, que permite que la persona pueda someterse a la autoridad y a su poder, porque: «No es una subordinación por violencia, como no lo es por libre iniciativa propia: es una subordinación por naturaleza. Se distingue de las dos anteriores en que no mira

el bien de la persona superior, sino el de la inferior. Se asemeja al contrato en que es una subordinación por obligación: se asemeja a la primera en que está dotada de poder coactivo»[41]. Sobre la subordinación por autoridad, hace tres importantes observaciones. Una, que:: «es posible una subordinación para el bien del subordinado: o bien buscando su bien particular o buscando el bien común de la sociedad de que forma parte». Otra, que: «fácilmente, se puede mostrar que no sólo toda subordinación sino el simple hecho de poseer implica una indigencia. Lo implica incluso, en cierto sentido, la posesión de sí mismo»[42]. Finalmente, que: «Por esto, la última perfección de la criatura racional, y con ella la de todo el universo, consiste, en definitiva, en su entrega absoluta a Dios: en no pertenecerse. Por esto, Dios no quiere, no puede querer nada en beneficio propio, y no busca, en sus obras, otra cosa que comunicarse, que entregarse. Dios es, según frase de Santo Tomás “máximamente generoso”»[43]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 31. [2] Juan Pablo II, Carta encíclica Solicitudo rei socialis (1987), V, 36. [3] Ibíd., V, 37. [4] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 31. [5] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, in c. [6] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 31. [7] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, ob. 2. [8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ad. 2. [9] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, sed c. [10] Ibíd., I-II, . q. 2, a. 4, in c. [11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 31. [12] Ibíd., ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, in c. [13] Ibíd., «El premio de la virtud se halla impreso en la mente de todos los racionales y consiste en la felicidad» (ÍDEM, Sobre el gobierno de los príncipes, I, c. 8). [14] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ob. 1. [15] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ad 1. [16] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, , Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 401.

[17] C.S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino (Trad. Miguel Marías), Madrid, Rialp. 1988, 7ª ed., Pref., p. 18. [18] Ibíd., Pref., p. 16. [19] Ibíd., VIII, p. 49. [20] Ibíd., XVIII, pp. 85-86. [21] Ibíd., XVIII, p. 86. [22] Ibíd., Pref.., pp. 15-16. [23] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, en ÍDEM, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 11-23, p. 11. [24] Ibíd., p. 12. [25] Ibíd., p. 13. [26] Santo Tomás, Sobre el gobierno de los príncipes, I, c. 4, n. 755. [27] Ibíd., I, c. 4, n. 757. [28] Íbid., I, c. 4, n. 755. [29] Ibíd., I, c. 4, n. 758. [30] Íbid., I, c. 4, n. 760. [31] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, op. cit., p.13. [32] Ibíd., pp. 13-14. [33] Íbid., p. 14. [34] Ibíd., p. 15. [35] Ibíd., p. 18. [36] Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 29, a. 3, in c. [37] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, op. cit., p. 18 [38] Ibíd., pp. 18-19. [39] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, ad 3. [40] Ibíd., pp. 19-20. [41] Ibíd., p. 20. [42] Ibíd., pp. 20-21. [43] Ibíd., p. 21.

XXXVII. La felicidad de la prudencia 392. ––Se ha probado que la felicidad no está en los cuatro bienes exteriores: honor, fama, riquezas y poder. ¿Es posible encontrar la felicidad en alguno de los bienes del cuerpo? ––A esta interrogación responde Santo Tomás: «La felicidad no está en los bienes del cuerpo, tales como la salud, la hermosura y la fortaleza. Pues todas estas cosas son comunes a los buenos y a los malos; además, son inestables y no caen bajo el imperio de la voluntad». Además de estas tres razones, da otros tres argumentos parta probar que los bienes del cuerpo no dan la felicidad. En el primero se arguye: «El alma es mejor que el cuerpo, porque éste no vive ni goza de dichos bienes si no es por el alma. Por lo tanto, los bienes del alma, como el entender y otros semejantes, son mejores que los del cuerpo. En consecuencia, los bienes del cuerpo no constituyen el sumo bien del hombre». El segundo también se basa en el alma espiritual, constitutivo exclusivo del hombre, y que con el cuerpo le constituye. Se argumenta: «Los bienes del cuerpo son comunes a hombres y animales. Más la felicidad humana es un bien propio del hombre. Luego la felicidad humana no puede consistir en dichos bienes». Por último, también desde la comparación del hombre con el animal, argumenta: «Hay animales que están mejor dotados que el hombre en bienes corporales, pues unos son más veloces que el hombre, otros más robustos, etc. Por lo tanto, si el sumo bien del hombre consistiera en estas cualidades, el hombre no sería el animal mejor, lo cual es falso. Luego la felicidad humana no consiste en los bienes corporales»[1].

393.

––¿Podría estar la suprema felicidad en los bienes del alma humana?

––La felicidad, indica también Santo Tomás, no puede estar en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, ni tampoco de la intelectiva. La felicidad no está en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, porque: «estos bienes son comunes a hombres y animales»[2]. La felicidad, tal como la definía Boecio es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes». También, como notaba el filósofo romano cristiano, generalmente el hombre la concibe como constituida por cinco bienes: «el deleite, las riquezas, la potestad, la dignidad y la fama» [3]. Esta felicidad natural no pueden disfrutarla los animales. No obstante, reconoce Santo Tomás que: «Apreciamos los sentidos por la utilidad y conocimiento que reportan. Su utilidad está ordenada a bienes corporales», y ello es común al animal y al hombre. Sin embargo, en este último, además: «el conocimiento sensitivo se ordena a la parte intelectiva». Así se explica que: «los animales privados de entendimiento no se deleitan al sentir sino en lo que mira a la utilidad propia del cuerpo, ya que por los sentidos conocen la comida y el placer venéreo«. Por consiguiente, «el sumo bien del hombre, que es la felicidad», no puede estar en su parte sensitiva»[4].

394. ––¿Por qué la felicidad tampoco está en los bienes de la parte intelectiva del alma humana? ––La felicidad no puede estar en los bienes de la parte intelectiva o espiritual del alma humana, porque tales bienes son las virtudes morales, y «la suprema felicidad del hombre no consiste en el ejercicio de las virtudes morales». Santo Tomás lo prueba con cinco demostraciones.

Una primera es porque: «La felicidad humana, si es última, no puede ordenarse a un fin ulterior». En cambio: «el ejercicio de las virtudes morales se ordena a algo ulterior, como se ve en las principales de estas virtudes; por ejemplo, el ejercicio de la fortaleza en asuntos bélicos se ordena a la victoria y a la paz, pues sería necio luchar por luchar; igualmente los actos de la justicia se ordenan a conservar la paz entre los hombres, por el hecho de que cada hombre posee lo suyo tranquilamente, y lo propio ocurre con las demás virtudes». Se obtiene otra prueba, si se atiende la principal propiedad de la virtud –hábito operativo bueno– , el estar en medio del exceso y del defecto, tal como sitúa la recta razón. De manera que: «Las virtudes morales tienen por finalidad la conservación de la justa medida en el funcionamiento de las pasiones internas y en el uso de las cosas externas». Así por ejemplo, la fortaleza ocupa el término medio entre el vicio de la cobardía y el de la temeridad, y la justicia es el medio de las cosas, en el sentido de dar exactamente lo que le corresponde a cada uno según lo debido estrictamente ni más ni menos. En las virtudes morales, no puede afirmarse que esté la felicidad suprema, porque: «no es posible que el fin último de la vida humana sea la modificación de las pasiones o de las cosas externas, puesto que tanto las pasiones o de las cosas externas, dicen orden a otra cosa. Luego no es posible que la felicidad última del hombre esté en los actos de las virtudes morales». Una tercera demostración, basada en la razón, que es la guía de las virtudes, es la siguiente: «Como el hombre es hombre por el hecho de tener razón, es preciso que su propio bien, que es la felicidad, esté en conformidad con lo que es propio de la razón. Lo más propio de la razón no es lo que ella hace con otro, sino lo que tiene en sí. Luego, como el bien de la virtud moral es algo que la razón ha establecido en las otras cosas, no podrá ser lo mejor del hombre, o sea, la felicidad; lo será, si, un bien que esté establecido en la misma razón». En la siguiente prueba, que es una consecuencia de la tesis ya establecida de la tendencia de todas la criaturas a asemejarse a su creador, se dice: «Se demostró (III, c. 19) que el fin último de todas las cosas es asemejarse a Dios. Luego aquello según lo cual más se asemeja el hombre a Dios será su felicidad. Y no se asemeja por los actos morales, puesto que unirse a Dios como no sea metafóricamente, ya que a Dios no le conviene tener pasiones o cosas parecidas, sobre las que versan los actos morales. Así, pues, la felicidad última del hombre, que es su último fin, no puede consistir en los actos morales». El último argumento utiliza como medio demostrativo la total exclusividad de la razón en el hombre, que le distingue absolutamente de los animales. Esta quinta razón se presenta de este modo: «La felicidad es el bien propio del hombre. Luego la felicidad última del hombre deberá buscarse en aquel bien, que entre todos los bienes humanos y con respecto a los demás animales, sea el más propio del hombre. Y éste no puede ser el acto de las virtudes morales, pues hay animales que participan algo de la liberalidad o de la fortaleza. Sin embargo, ningún animal participa de la acción intelectual. Luego, la felicidad última del hombre no está en los actos morales»[5].

395. ––¿Podría estar la felicidad, no obstante, en la virtud de la prudencia, por controlar a todas las demás virtudes? ––En la importante virtud de la prudencia, no puede encontrarse la felicidad suprema, porque la virtud de la prudencia gobierna rectamente las acciones particulares y concretas para ordenarlas al último fin. Recuerda, Santo Tomás que: «El acto de la prudencia versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales». También, que, como ha probado en el capítulo anterior, la suma felicidad no está en los actos morales. Concluye de ello: «si en el ejercicio de las virtudes

morales no consiste la suprema felicidad humana, tampoco consistirá en el ejercicio de la prudencia». Se puede asimismo probar, si se tiene en cuenta, como igualmente se ha dicho ya, que: «la suprema felicidad del hombre está en su mejor operación», en los actos de la razón, que tienen por objeto lo necesario y universal. «El ejercicio de la prudencia no versa sobre los perfectísimos objetos del entendimiento o de la razón, pues no versa sobre cosas necesarias, sino sobre lo contingente de la acción. Luego no está en su ejercicio de la suprema felicidad humana». La prudencia es siempre un medio, no un fin. Se puede así presentar este nuevo argumento: «El ejercicio de la prudencia se ordena a otro como a un fin» y en un doble sentido. Por una parte: «porque todo conocimiento práctico, bajo el cual está la prudencia, se ordena a la operación». Por otra, porque: «la prudencia, como dice Aristóteles (Ética, VI, c. 13), hace que el hombre obre ordenadamente en la elección de medios, para el fin». Puede así inferirse: «la suprema felicidad humana no está en el ejercicio de la prudencia». Por último, puede darse un cuarto argumento. Si, como se dijo en el último del capítulo anterior, el animal no tiene, en ningún grado, la felicidad propia del hombre, la de un espíritu que, por informar a un cuerpo, tiene vida animal. De manera que: «los animales irracionales no participan en absoluto de la felicidad, como lo prueba Aristóteles (Ética, I, c. 10)». En cambio, hay que afirmar que: «algunos de ellos participan en alguna medida de la prudencia». Puede así decirse que el acto de la prudencia no puede ser, por consiguiente, el fin último, ni que, por ello, la suprema felicidad consista en el ejercicio de la prudencia[6].

396. ––¿Por qué se dice en el primer argumento, par probar que no se encuentra la felicidad suprema en los actos de la prudencia, que ésta: «versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales»? ––En la Suma teológica, explica Santo Tomás que: «Según Aristóteles, la prudencia es “la recta razón en el obrar” (Ética, VI, c. 5, 6), lo cual es propio de la razón práctica»[7]. La prudencia indica lo que se debe hacer en cada acción particular. Por ello, observa que: «Es propio de la prudencia no sólo la consideración racional, sino la aplicación a la obra, que es el fin de la razón práctica»[8]. De manera que: «el mérito de la prudencia no consiste solamente en la consideración, sino en la aplicación a la obra»[9]. Ciertamente: «no puede aplicarse una cosa a otra sin conocerse ambas, esto es, lo que se aplica y aquello a lo cual se aplica». Se aplican así las leyes generales o universales abstractas a las acciones concretas, que son siempre singulares. «Por lo tanto, el prudente necesita conocer los principios universales de la razón y los objetos singulares, en los cuales se da la acción»[10]. Sin embargo: «los singulares son infinitos y lo infinito no puede se comprendido por la razón»[11]. No representa una dificultad para la aplicación del universal al singular, que deba conocerse a los dos, ya que: «la experiencia reduce los infinitos singulares a algún número finito de casos que se repiten con mayor frecuencia, y cuyo conocimiento es suficiente para constituir prudencia humana»[12]. Se comprende así que se diga en la Escritura: “son inseguros los pensamientos de los hombres” (Sb, 9, 14)»[13]. La prudencia conoce así de algún modo lo singular, que, en cuanto tal, es sólo percibido por los sentidos. Como enseña la metafísica del conocimiento, sólo es entendido el concepto universal, abstracto y necesario, y, en cambio, el singular se conoce sensiblemente, porque el singular es percibido por los sentidos, cuyo objeto es concreto y contingente. Aunque debe precisarse que: «Como afirma Aristóteles (Ética, VI, 8, 9), la prudencia no radica en los sentidos exteriores con

los que conocemos los sensibles propios, sino en los sentido interiores, que se perfeccionan con la memoria y la experiencia para juzgar con prontitud sobre los objetos particulares, objetos de esa experiencia». Sin embargo: «esto no implica que la prudencia esté en los sentidos interiores como sujeto principal; sino que radica principalmente en el entendimiento, y por cierta aplicación se extiende al sentido»[14].

397. ––En la prudencia. participan el entendimiento y las facultades sensibles. ¿Interviene también la otra facultad de la voluntad? ––Observa también Santo Tomás que. en el acto de la prudencia, interviene la voluntad, porque: «la prudencia atañe la aplicación de la recta razón a obrar, cosa que no se hace sin la rectificación de la voluntad. De ahí que la prudencia tiene no solamente la esencia de la virtud, como las demás virtudes intelectuales, sino también la noción de virtud propia de las virtudes morales, entre las cuales se enumera»[15]. La esencia de las virtudes intelectuales consiste en perfeccionar al entendimiento en sus propias operaciones, tanto las del entendimiento especulativo ––virtud del entendimiento o hábito de los primeros principios; virtud de la ciencia o hábito de las conclusiones; y virtud de la sabiduría o hábito del conocimiento de las últimas causas––, como del entendimiento práctico ––la virtud de la prudencia o el hábito de la recta razón en lo agible, o en lo obrado; y el arte, o hábito de la recta razón en lo factible, o en lo fabricado, en las cosas exteriores realizadas, y que perfecciona a las bellas artes y a las artes mecánicas o técnicas––. Lo esencial de las virtudes morales, cuyo sujeto es la voluntad, es ordenar a todos los actos humanos al bien honesto. Desde el orden moral, la esencia de la virtud consiste en la honestidad, que no está en las virtudes intelectuales, que atienden sólo a la perfección de su objeto, y no regulan la moralidad de su sujeto. Sólo hay una excepción en la virtud del entendimiento práctico de la prudencia, porque su objeto es también moral. Nota Santo Tomás que, como: «La prudencia radica en el entendimiento se distingue de las demás virtudes intelectuales en función de la diversidad material de los objetos. En efecto, la sabiduría, la ciencia y la inteligencia versan sobre objetos necesarios; la prudencia y el arte, en cambio, sobre cosas contingentes. Pero el arte trata sobre lo factible, es decir, lo que se realiza en alguna materia exterior, por ejemplo, una casa, un cuchillo y cosas semejantes; la prudencia, empero, trata sobre lo agible, o sea, sobre la actividad misma del sujeto que actúa, La prudencia se distingue, a su vez, de las virtudes morales por la distinta modalidad de objeto que especifica las potencias, ya que radica en el entendimiento, y las virtudes morales en la voluntad». Debe concluirse, por ello, que: «es evidente, que la prudencia es virtud especial distinta de todas las demás»[16]. También que: «la prudencia ayuda a todas las virtudes y actúa en todas (…) igual que el sol influye de alguna manera en todos los cuerpos»[17].

398. ––¿En que consiste la «ayuda» e «influencia» de la virtud de la prudencia a todas las otras virtudes? ––Podría decirse, como afirmó Platón, que la prudencia tiene una función directiva y regulativa de todas las otras virtudes, que ordenan toda la vida práctica del hombre. Es como la «auriga»[18] de todas. Este control de la prudencia no es sobre los fines de cada virtud. Precisa Santo Tomás que, por otra parte: «Enseña de Aristóteles que: “La virtud moral rectifica la intención del fin; la prudencia, en cambio, la de los medios” (Ética, VI, 12, 6).En consecuencia,no

incumbe a la prudencia señalar el fin a las virtudes morales, sino únicamente disponer de los medios»[19]. Debe tenerse en cuenta, por un lado, que: «el fin de las virtudes morales es el bien humano. Pero el bien del alma humana consiste en estar regulada por la razón», y, por tanto, por sus principios. De estos últimos: «se ocupa la prudencia que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso no incumbe a la prudencia imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios»[20]. Por otro lado, debe advertirse que: «a las virtudes morales corresponde el fin, no porque lo impongan ellas, sino por tender al fin señalado por la razón natural. La prudencia les presta en ello su colaboración preparándoles el camino y disponiendo de los medios. De eso resulta que la prudencia es más noble que las virtudes morales y las mueve. La sindéresis, por su parte, mueve a la prudencia como los principios especulativos mueven a la ciencia»[21]. La función de la prudencia para «preparar» la marcha hacia el fin y «disponer» de los medios consiste en «hallar el justo medio en las virtudes morales», porque: «conformarse con la recta razón es el fin propio de cualquier virtud moral. Y así, la templanza va encaminada a que el hombre no se desvíe de la razón por la concupiscencia (o deseo); igualmente, la fortaleza procura que no se aparte del juicio recto de la razón por el temor o la audacia. Ese fin se lo señaló al hombre la razón natural, que dicta a cada uno obrar conforme a la razón. Ahora bien, incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es alcanzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios»[22].

399.

––¿Cómo la denominada sindéresis mueve a la prudencia?

––El término «sindéresis» corrientemente significa la aptitud de pensar con acierto o con prudencia. De manera más concreta, en la filosofía medieval, se designaba al conocimiento de los primeros principios de la moral. Santo Tomás la define como un hábito natural de los primeros principios morales. La sindéresis no se adquiere por la repetición de actos y, en este sentido, es natural, aunque no sea innata. Al igual que el hábito de los primeros principios se constituye necesariamente a partir de los primeros conceptos. El hábito de la sindéresis se forma inmediatamente del concepto trascendental de bien. Los principios prácticos regulan toda la vida moral, y al igual que los principios especulativos, que lo hacen a toda la actividad intelectiva, son infalibles y proporcionan una total certeza. Estos últimos están referidos sólo al entendimiento y al orden de la verdad; en cambio, los principios prácticos, por implicar obligación, afectan también a la voluntad y además se extienden a la misma realidad. Así se manifiesta en el primer principio conocido por sindéresis «hay que hacer el bien y evitar el mal», que se presenta como precepto. Se constituye, porque ante los conceptos de bien y de su privación el no-bien o mal, el entendimiento advierte la necesidad de realizar el bien, que es apetecible, y de rechazar el mal. En cambio, los otros principios éticos no se deducen del primero, sino que se obtienen con su aplicación a cada bien humano, aquello que constituye la perfección del hombre, y a lo que también se siente inclinado de un modo natural. Los preceptos, que son conclusiones próximas del primer principio, en el sentido que se descubren desde su luz en los distintos bienes humanos, pueden considerarse derivados del mismo. El primer precepto derivado manda todo aquello relacionado con la conservación del propio ser substancial, «a lo que contribuye a conservar la vida del hombre y a evitar sus obstáculos». El

segundo, ordena todo lo referente a la conservación de la especie y que: «tiene en común con los demás animales, “las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales” (Digesto, I, tit. 1, leg. 1) tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes». El tercero, finalmente, manda lo referente a lo que es propiamente suyo, su naturaleza racional, y, por tanto, a: «conocer las verdades divinas y a vivir en sociedad»[23]. Se preceptúa así la convivencia social, y, por ello, también la sabiduría y el amor, que la posibilitan. Esta explicación de Santo Tomás revela que entre lo conocido por la sindéresis y las inclinaciones del ser humano hay un perfecto acuerdo. Se infiere así que: «todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende como mal y como vitando»[24]. Aquello a que obliga su contenido, la denominada ley natural, es a la vez deseado por el hombre, desde lo más profundo. Eldeber coincide con el deseo. Queda respondida de este modo la futura acusación de Kant a la moral del fin o del bien de heterónoma, por imponérsele, con ella, al hombre una ley ajena, porque la naturalidad de los contenidos de la ley impide que quiten ninguna autonomía al sujeto moral. No violentan su libre albedrío, como pretende Kant. La regulación de la vida moral humana no se hace de manera violenta, como una coacción exterior. Lo ordenado surge de un hábito natural que coincide completamente con los deseos naturales. Para Santo Tomás, aquello, a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza, es lo que conoce como bueno. Esto conocido como su bien, como bien humano, es a lo que se siente imperado, a lo que se siente obligado por la sindéresis. Los principios morales además de los principios derivados –como son los preceptos del decálogo–, que pueden denominarse así porque derivan del primer principio –hay que hacer el bien y evitar el mal–, son también los principios secundarios. Tales principios proceden de los primersos principios, pero ya no se conocen por sindéresis o de una manera habitual como ellos, sino por raciocinio y por experiencia individual o adquirida. A diferencia de los primeros principios, que no se pueden borrar nunca, los secundarios son principios remotos –como lo es, por ejemplo, el principio de la la indisolubilidad del matrimonio– no son conocidos universalmente, por ignorancia inculpable temporal o permanente. Los principios primeros siempre están presentes, aunque a veces se aplican mal o incluso no se tienen en cuenta por causa de los deseos desordenados y las pasiones. Por el contrario, los secundarios pueden no aparecer y hasta desaparecer completamente, por múltiples motivos, como por convencimientos equivocado, hábitos malos, o por costumbres corrompidas o viciosas.

400.

––¿La sindéresis es lo mismo que la conciencia moral?

––A veces se ha confundido la sindéresis con la conciencia. Rousseau, por ejemplo, la denomina conciencia. Al describirla. escribe: «¡Conciencia, conciencia!, instinto divino, inmortal y celestial voz, guía segura de un ser ignorante y limitado, inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios, eres tú la que constituyes la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus actos»[25]. No es así, porque la conciencia no se encuentra en la región de los primeros principios, no es la aprehensión de los mismos, como la sindéresis. La conciencia es un acto de la inteligencia, un juicio o dictamen de la razón práctica, en el que se han aplicado los principios, entendidos por la sindéresis —que es la que da el verdadero sentido moral, al que se refiere Rousseau—a un hecho particular y concreto, que se ha ya realizado o se va a realizar. La sindéresis es un hábito del conocimiento de los primeros principios

morales prácticos, que son así universales y obligan en general. La conciencia es un acto que preceptúa lo que debe hacerse o debería haberse hecho en un caso particular y concreto. Puede decirse de modo más concreto que la conciencia es la conclusión de un razonamiento. La premisa mayor implica el conocimiento de los primeros principios, conocidos por sindéresis. La conciencia, por ello, no juzga de ninguna manera estos principios, como a veces se cree. La premisa menor aplica las reglas del saber moral –que incluye desde las conclusiones necesarias. que la razón obtiene de los primeros principios, hasta las más remotas–, al acto singular con sus diversas circunstancias, para ajustarlo a aquellos principios, y en ello intervine el hábito de la prudencia. En la conclusión de la conciencia se realiza su función propia y primaria de juzgar el acto que se va a realizar aquí y ahora. También, la segunda función, secundaria, que es la de testificar y juzgar sobre el acto ya realizado. Otra importante diferencia es que no hay error en la sindéresis, en cambio, la conciencia puede errar. «Del mismo modo que el intelecto no se equivoca acerca de los principios considerados en sí mismos, pero se equivoca acerca de ellos en cuanto que se encuentran virtualmente en las conclusiones, debido a un mal razonamiento; así también la luz de la sindéresis en sí misma nunca se extingue». En cambio: «puede haber un defecto cuando, al deliberar, se llega a una conclusión de lo operable, en cuanto que una conclusión se deduce de los principios no con rectitud, debido al ímpetu del placer o de alguna pasión, o incluso debido a los errores de una falsa inducción. Por eso no se dice que falla la sindéresis, sino que falla la conciencia, que es la conclusión en la que está la virtud de la sindéresis, como la virtud de los principios está en la conclusión»[26].

401.

––¿Cómo intervienen las pasiones en las equivocaciones de la conciencia?

––Antes del acto de la conciencia, interviene en el razonamiento de la razón práctica un juicio concreto, que precede inmediatamente a la elección de la voluntad. Es el juicio de elección, que, como el de la conciencia, se refiere a algo concreto, aquí y ahora; juzga como ella, pero, a diferencia de la misma, se relaciona con las pasiones o la afectividad. Además, se implica directamente en la acción, porque provoca la decisión última. No siempre coincide el juicio de la conciencia con el juicio de elección. En el primero, el razonamiento se basa en la premisa mayor racional implícita, que proporciona la sindéresis: el bien debe hacerse y ningún mal moral debe cometerse. En cambio, para concluir en este mal, se toma otra premisa aparentemente racional, porque es movida por la pasión, y que es considerada más universal que la de la sindéresis, como, por ejemplo: «todo lo placentero debe hacerse». Esta cuarta premisa no sólo no es propiamente universal, sino que tampoco es evidente como los primeros principios de la sindéresis. El que elige así: «aunque conozca de modo universal, con todo no conoce de modo universal; pues no lo asume la razón, sino según la concupiscencia»[27]. Si se acepta la «proposición» es únicamente por el deseo desordenado.

402.

––¿En qué se diferencia la sindéresis de la virtud de la prudencia?

––La prudencia y la sindéresis son ambas hábitos. Sin embargo, la virtud de la prudencia no es natural como el hábito de la sindéresis. La prudencia es una virtud adquirida y sostenida por las otras virtudes, para el recto gobierno racional de las acciones humanas. La prudencia, y también la ciencia moral, explicitan y complementan a la sindéresis.

La prudencia representa una ayuda a la conciencia. Los contenidos objetivos y generales de la sindéresis son aplicados o ajustados por la conciencia a un acto singular, y, en este sentido, puede decirse que se emplean subjetivamente, pero con la actuación de la virtud de la prudencia adquieren una mayor objetividad. San Jerónimo, indica Santo Tomás, comparaba la sindéresis a una «pequeña chispa» que esté en nuestro interior, puesto que: «así como una chispa es una pequeña porción que sale del fuego», la sindéresis es «una pequeña participación de la intelectualidad»[28], que, no obstante, luce y arde, porque ilumina con los principios morales e impulsa al bien. Mientras el hombre tenga la luz del entendimiento nunca se extingue. El remordimiento de la conciencia se explica por esta chispa y que está incluso en los condenados, porque permanece su sindéresis.

Eudaldo Forment

[1] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 32. [2] Ibíd., III, c. 33. [3] BOECIO, La consolación de la fil. III, prosa 2.

[4] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 33.

[5] Ibíd., III, c. 34. [6] Ibíd., III, c. 35. [7] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 2, sed c. [8] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c. [9] Ibíd., II-II, q. 47, a. 1, ad 3. [10] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c [11] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, ob. 2. [12] II-II, q. 47, a. 3, ad 2.

[13] Sab 9, 14. [14] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 3, ad 3. [15] Ibíd., II-II, q. 47, a. 4, in c. [16] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, in c. [17] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, ad 2. [18] Platón, Fedro 246ab ss. [19] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 6, sed c. [20] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, in c. [21] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, ad 3. [22] Ibíd., II-II, q. 47, a. 7, in c. [23] Ibíd., I-II, q. 94, a. 2, in c. y, por ello, que la posibilitan. mejantesatodos los animalestar sus obst [24] Ibíd. Lo deseado por inclinación natural es un bien humano y es lo que manda la ley que debe hacerse. Deseo, bien y deber quedan identificados. [25] J.J. Rousseau, Émilio, IV. [26] Santo Tomás, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1. [27] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 3, a. 9, ad 7. [28] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1..

XXXVIII. La desventura de la imprudencia 403. ––La felicidad suprema no se encuentra en la virtud de la prudencia, tal como se ha descrito que se ejercita en el campo ético. Sin embargo ¿no podría darse esta felicidad en otros ámbitos de la prudencia? ––Además de la prudencia, que se refiere a la honestidad, hay otros ejercicios de la razón práctica que se parecen a la prudencia sin pertenecer a esta virtud. Santo Tomás, en la Suma teológica, estudia: «los vicios opuestos a la prudencia que presentan alguna semejanza con ella». Los vicios son los seis siguientes: la «prudencia de la carne», la «astucia», el «engaño», «el fraude», «la solicitud por las cosas temporales» y la «preocupación por el futuro»[1]. 404.

––¿En qué consiste la llamada prudencia de la carne?

––Se llama «prudencia de la carne» a una falsa prudencia, por ser inmoral. Lo es, porque consiste en la habilidad para encontrar los medios provechosos para satisfacer los apetitos desordenados de los bienes del cuerpo, que son considerados como la felicidad suprema del hombre. Escribe Santo Tomás en la cuestión, que le dedica: «La prudencia —según hemos expuesto (II-II, q.47 a.13)— se ocupa de los medios ordenados al fin de toda la vida. De ahí que por imprudencia de la carne se entiende el proponer los bienes carnales como el fin último de la

vida. Esto, manifiestamente, es pecado, ya que introduce en el hombre el desorden respecto al fin último, que no consiste en los bienes del cuerpo, como ya hemos expuesto (I-II, q.2 a.5). La prudencia, pues, de la carne es pecado»[2]. La prudencia de la carne en lugar de ser una virtud como la prudencia es un pecado, que puede ser venial y mortal. Explica Santo Tomás que: «Como queda expuesto (II-II, q.47 a.2 ad 1; a.13), hay dos maneras de decir de uno que es prudente: la primera, absolutamente, o sea, en orden al fin total de la vida; la segunda, en parte, es decir, en orden a algún fin particular, como decimos que uno es prudente en los negocios o en otra materia especial. Pues bien, si se toma la prudencia de la carne bajo la razón total de prudencia, es decir, significando que se pone en el cuidado de la carne el último fin de toda la vida, es pecado mortal por suponer el apartamiento de Dios, ya que, según hemos visto (I-2 q.1 a.5), no pueden darse varios fines últimos». Sin embargo, como precisa seguidamente, sobre la prudencia de la carne: «si la tomamos en sentido de la prudencia particular, es pecado venial. Sucede, en efecto, que el hombre es atraído a veces por un bien deleitable carnal sin apartarse de Dios por el pecado mortal, y por eso no pone como fin de toda la vida en esa complacencia de la carne. De ahí que dedicarse a la consecución de ese placer es pecado venial y propio de la prudencia de la carne». Todavía hace Santo Tomás esta última precisión: «En el caso de que la prudencia de la carne se ordene a un fin honesto, como es comer para sustentar el cuerpo, no es prudencia de la carne, porque el hombre practica el cuidado de la carne conforme al fin honesto»[3]. No es pecado, por tanto, la prudencia de la carne en el sentido de la habilidad para procurarse los bienes del cuerpo siguiendo la ley de Dios, que permite mantenerse en la honestidad. 405. ––La astucia supone una habilidad, que puede aplicarse a encontrar medios para conseguir un fin bueno. ¿Por qué el Aquinate la considera falsa prudencia? ––La razón que da Santo Tomás por colocar la astucia en los vicios de imprudencia parecidos a la prudencia es la siguiente: «La prudencia es la recta razón en el obrar, como la ciencia lo es en el conocer. En el orden especulativo se puede pecar contra la rectitud de la ciencia de dos modos. El primero, cuando la razón es llevada a una conclusión falsa, que parece verdadera; el segundo, cuando parte de premisas falsas que parecen verdaderas, sea verdadera o falsa la conclusión a la que llega. De la misma manera, contra la prudencia puede haber pecados que tengan semejanza con ella de dos modos: porque la razón se esfuerza por ordenar la acción a un fin que no es bueno sino en apariencia, y esto es lo propio de la prudencia de la carne». En este modo, la finalidad es mala de manera semejante a la conclusión falsa, y ambas parecen verdaderas. El segundo modo se da: «porque para conseguir algún fin, bueno o malo, se utilizan medios que no son realmente buenos, sino fingidos y aparentes, y esto es lo propio de la astucia». La vía es falsa, al igual que la de la razón especulativa que concluye de premisas falsas. «Por eso la astucia es un pecado opuesto a la prudencia y distinto de la prudencia de la carne»[4]. De la misma manera que la deducción no es verdadera, aunque por premisas falsas llegue a una conclusión verdadera, la astucia es siempre mala aunque el fin sea bueno, por utilizar medios malos. Ciertamente: «La astucia puede aconsejar respecto de un fin bueno o malo. Más no debe conseguirse un fin bueno usando de medios simulados y falsos, sino verdaderos. De ahí que la misma astucia, ordenada a conseguir un fin bueno, es pecado también»[5]. El fin nunca justifica los medios, el buen fin debe lograrse por medios buenos. Se ha dicho, por ello, que: «La astucia es la más típica forma de falsa prudencia. El término alude a esta especie de sentido simulador e interesado al que no atrae más valor que el “táctico” de las cosas y que es distintivo del intrigante, hombre incapaz de mirar ni de obrar rectamente»[6].

406.

––¿Por qué el engaño, que parece implicar la prudencia, no es una parte de esta virtud?

––El engaño no es un tipo de prudencia, sino de astucia, y, por tanto, es también una falsa prudencia, aunque parezca que no lo sea. Explica Santo Tomás que: «Como ya hemos expuesto (a.3), lo propio de la astucia es elegir medios no verdaderos, sino fingidos y aparentes, para lograr un fin, sea bueno sea malo. Pero esta elección de medios se puede considerar de dos modos. El primero, el reflexionar sobre los medios, y esto incumbe a la astucia, como incumbe a la prudencia la elección de los medios adecuados para llegar a un fin. El segundo, la elección de tales medios encaminados a la realización de la obra; esta función es propia del engaño. De ahí que el engaño incluya cierta ejecución de la astucia, y en este sentido pertenece a ella»[7]. Nota Santo Tomás, en primer lugar, que el engaño, con la utilización de la astucia, «se afirma principalmente por la palabra, el signo más apto con el que el hombre manifiesta algo a los demás», aunque, a veces «se da engaño en los hechos»[8]. Generalmente se llama dolo cuando el engaño se da en un contrato. En segundo lugar, que: «Quienes piensan hacer algo mal se ven obligados a elegir los medios para llevar a cabo su propósito, y lo más frecuente es elegir medios engañosos, con los que lo consiguen con más facilidad. Hay, no obstante, quienes obran mal no con astucia y engaño, sino a las claras y con violencia. Pero esto, como más difícil, es también menos frecuente»[9].

407.

––¿A que se refiere el Aquinate con el vicio del fraude?

––El fraude sería una especie del engaño, porque: «El engaño, como el fraude, consiste en la ejecución de la astucia. El engaño pertenece a la ejecución de la astucia de un modo universal, sea de palabra, sea de hechos; el fraude, en cambio, pertenece a la ejecución de la astucia por los hechos»[10]. Con el fraude, alguien perjudica a otro y se beneficia a sí mismo, pero, advierte Santo Tomás que: «Quienes perpetran el fraude no intentan maquinar el mal contra sí mismos o contra sus almas; pero por justo juicio de Dios se vuelve contra ellos lo que traman contra otros, a tenor de las palabras: “Caerá en la hoya que él mismo se hizo” (Sal 7, 16)»[11]. 408. ––¿Por qué «la solicitud excesiva por las cosas temporales» tiene cierta semejanza con la prudencia? ––Con esta expresión, Santo Tomás se refiere a la excesiva estimación y cuidado por las cosas terrenas y, por tanto, imprudente, porque: «La solicitud implica una especie de pasión puesta en práctica para conseguir algo. Pero es evidente que se pone mayor empeño cuando hay temor de perderlo, y por eso disminuye la solicitud cuando hay esperanza de conseguirlo». La desmesurada atención puede ser ilícita por tres motivos: «El primero, por parte del objeto de nuestra solicitud, hasta el punto de buscar lo temporal como fin (…). En segundo lugar, puede ser ilícita la solicitud por las cosas temporales a causa del excesivo empeño en buscar lo temporal que lleve al hombre a apartarse de lo espiritual, a lo cual debe dar preferencia. (…) Finalmente, puede ser ilícita a causa de un temor exagerado. Es el caso de quien teme que, haciendo lo que debe, le falte lo necesario». Esta falta de confianza: «lo reprende el Señor de tres modos. El primero: por los beneficios mayores que concede Dios al hombre sin intervención de sus cuidados, como son el cuerpo y el alma. Segundo: por la protección de Dios sobre los animales y las plantas sin el trabajo del

hombre, en proporción con su naturaleza. Por último, por la divina providencia, por cuya ignorancia los gentiles se preocupaban, ante todo de buscar sus bienes temporales»[12]. No debe concluirse, sin embargo, que no le sea ilícito «al hombre obrar por fines temporales para sustentar su vida»[13], porque: «la solicitud de quien gana el pan con el trabajo corporal no es excesiva, sino moderada. Por eso escribe San Jerónimo (Com. al Evang. Mat., I, 6, 25): Debemos realizar el trabajo y abandonar la solicitud,(es decir, la innecesaria, que inquieta al alma»[14]. Todo ello revela que: «nuestra solicitud mayor debe ser la de los bienes espirituales, con la esperanza de que también tendremos los temporales, conforme a nuestra necesidad, si hacemos lo que es nuestro deber»[15]. 409.

––¿No es tampoco prudencia la solicitud por las cosas futuras?

––Es cierto que: «es propia de la prudencia la debida previsión del futuro»[16] , pero no de una excesiva preocupación por el mañana o futuro. Escribe Santo Tomás:«Ninguna obra puede ser virtuosa si no va acompañada de las debidas circunstancias, una de las cuales es el tiempo adecuado, según estas palabras: “Cada cosa tiene su tiempo y su momento oportuno”(Ecl 8,6); y esto tiene aplicación no sólo a las obras externas, sino también a la solicitud interior. En efecto, todo tiempo tiene su propia solicitud; y así al verano corresponde la solicitud de la siega, y al otoño la de la vendimia. En consecuencia, quien en tiempo de siega se preocupara ya de la vendimia, sería vana solicitud por el futuro. Este tipo de solicitud lo reprueba el Señor diciendo: “No os inquietéis, pues, por el mañana”(Mt 6,34). Y por eso añade: “Porque el día de mañana ya se inquietará de sí mismo” (Mt 6,34), es decir, traerá su propia preocupación suficiente para afligir nuestra alma, y termina diciendo: “Bástale a cada día su afán” (Mt 6,34), es decir, su penosa inquietud»[17]. 410.

––¿Hay otros vicios que, en cambio, se revelen claramente opuestos a la prudencia?

––Considera Santo Tomás que hay: «vicios manifiestamente opuestos a la prudencia, que proceden de la falta de prudencia o de otros elementos que para la misma se requieren»[18]. Sostiene que son la imprudencia y la negligencia. Sobre el primero indica que: «La imprudencia puede tomarse en doble sentido: como privación y como contrariedad». No hay otro, porque: «no de da imprudencia propiamente tal como negación, la cual implicaría el simple carecer de prudencia, que puede darse sin pecado». Se daría así una falta de prudencia de la que no se sería culpable, En cambio: «Como privación, la imprudencia indica carecer de prudencia quien podría y debería tenerla. En este aspecto es pecado la imprudencia, por la negligencia en preocuparse por adquirir la prudencia»[19] La imprudencia, en este sentido, se opone a la misma prudencia, pero también puede afectar a alguno de los tres actos, que la constituyen: el consejo, el juicio y el imperio o mandato. Al primero se opone la precipitación; al segundo, la inconsideración, y al último, la inconstancia. 411.

––¿En que consiste la precipitación?

––Explica Santo Tomás que: «en los actos del alma hay que entender la precipitación en sentido metafórico, por semejanza con el movimiento corporal. En éste decimos que una cosa se precipita cuando desciende de lo más alto a lo más bajo por el impulso del propio cuerpo o de algo que le impele sin pasar por los grados intermedios». Se puede también decir que en el hombre se da la precipitación, porque: «lo más elevado del alma es la razón, y lo más bajo, la operación ejercida por medio del cuerpo. Los grados

intermedios por los cuales hay que descender son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para asentir a la opinión de los mayores. A través de estos pasos desciende ordenadamente el juicioso. Pero quien es llevado a obrar por el impulso de la voluntad o de la pasión, saltando todos esos grados, incurre en precipitación»[20]. Es así una imprudencia por omitirse partes integrales de la prudencia. . 412.

––¿En qué consiste la inconsideración y la inconstancia?

––Si se tiene en cuenta que: «la consideración implica un acto del entendimiento (…), el del juicio», puede decirse que existe en el juicio recto de la prudencia. De manera que: «la falta de juicio recto es propia del vicio de inconsideración», vicio contenido en la imprudencia. Se da: «cuando alguién falta en el juicio recto por desprecio o por descuido en prestar atención aquellas circunstancias de las cuales procede el juicio recto»[21]. Respecto a la inconstancia nota Santo Tomás, que: «entraña cierto abandono de un buen propósito definido». Añade para explicarlo que: «El principio de ese abandono radica en la voluntad, pues nadie abandona una resolución buena que ha tomado, sino porque sobreviene algo que seduce desordenadamente. Mas ese abandono no se hace definitivo sino por defecto de la razón, que incurre en engaño repudiando antes lo que había aceptado rectamente, y si no resiste a los embates de la pasión pudiendo hacerlo, hay que imputarlo a su debilidad, que no se mantiene firme en el bien emprendido. Por eso la inconstancia, en cuanto a su consumación, nace de un defecto de la razón». Además: «como toda rectitud de la razón práctica pertenece, de algún modo, a la prudencia, así todo defecto de la misma pertenece a la imprudencia. Por eso, igual que la precipitación proviene de un defecto en el acto de consejo, y la inconsideración en el acto de juicio, la inconstancia se produce por defecto en el acto de imperio; por eso decimos que es inconstante aquel cuya razón no impera los actos deliberados y juzgados»[22]. 413. ––¿En que consiste la negligencia, el segundo vicio contrario de modo manifiesto a la prudencia? ––Sostiene Santo Tomás que: «La negligencia entraña falta de la solicitud debida»[23]. Es una omisión de diligencia o «de cierta habilidad de ánimo, por la que se emprende rápidamente lo que se debe obrar»[24]. Esta obra debe ser buena, porque: «La materia de la negligencia, propiamente hablando, son las obras buenas que deben hacerse, mas no por el hecho de ser buenas cuando se hacen con negligencia, sino porque la negligencia es causa de la falta de bondad en ellas, sea porque por defecto de solicitud se omite del todo el acto debido, sea también por omisión de alguna circunstancia necesaria del acto»[25]. Como: «la negligencia se opone directamente a la solicitud» o diligencia., es también opuesta a la prudencia. Se advierte, porque la solicitud, «pertenece a la razón y su rectitud deriva de la prudencia»[26].y, por ello: «la diligencia es propia de la prudencia». Ciertamente la prudencia no exige una total rapidez, sino en «el imperio para la acción, su acto principal, pero sobre lo que previamente ha sido objeto de consejo y de juicio» [27], sus otros dos actos anteriores. Sin embargo, podría parecer que: «como el mover corresponde máximamente a la voluntad, luego también a la solicitud y , por otra parte, la prudencia no reside en la voluntad, sino en la razón, la solicitud no es propia de la prudencia»[28]. Sin embargo, la solicitud o diligencia,

aunque implique movimiento, que «es propio de la voluntad, como principio motor», lo hace «bajo el mandato del entendimiento, en lo cual consiste la diligencia»[29]. 414.

––¿Todavía, por último, podría decirse que la felicidad está en el arte?

––No es posible que la felicidad esté en «el ejercicio del arte». Primeramente, porque: «el conocimiento artístico es práctico», y, con ello, «se ordena al fin, y, en consecuencia, no puede ser el fin último».. Además, «el fin de la actividad artística son las obras artísticas, las cuales no pueden ser el fin último de la vida humana, ya que somos más bien nosotros el fin de ellas, puesto que todo ello se hace para servicio del hombre». Todas las obras artísticas son medios, existen para servir al hombre, para su perfección y felicidad. «Luego la felicidad suprema no puede estar en el ejercicio del arte»[30]. 415. ––Concluye el Aquinate que, según lo probado en los anteriores capítulos: «La felicidad suprema del hombre no está en los bienes exteriores, llamados de fortuna, ni en los bienes del cuerpo, ni en los del alma tocante a la parte sensitiva, ni tampoco en los de la parte intelectiva tocante a los actos de las virtudes morales, ni de las intelectuales que se refieren a la acción, como son el arte y la prudencia, resultará que la suprema felicidad del hombre consistirá en la contemplación de la verdad». ¿Por qué, de la exclusión de los bienes creados, debe afirmarse que sólo en la contemplación de la verdad se encuentra la suprema felicidad del hombre? ––De estas imposibilidades de los bienes externos e internos resulta que la suprema felicidad del hombre consistirá en la contemplación de la verdad. Se confirma porque se cumplen en ella las razones que no se daban en tales bienes y que les imposibilitaban para que sean el fin último humano. Las condiciones que cumple son las cinco siguientes: la operación, que requiere, es «propia exclusivamente del hombre, no hablando otro animal que en modo alguno la posea»; «tampoco se ordena a cosa alguna como fin, puesto que la contemplación de la verdad se busca por ella misma»; «por esta operación se une el hombre a los seres superiores, asemejándoseles, porque ésta es, entre las operaciones humanas, la única que se encuentra en Dios y en las substancias separadas»; «incluso con esta operación se aproxima a los seres superiores al conocimiento de algún modo»; «el hombre se basta a sí mismo para esta operación, ya que para realizarla apenas precisa la ayuda de las cosas externas». Además, realiza esta sexta razón, que es la más importante: «Todas las otras operaciones parecen estar ordenadas a ésta como a su fin. Pues para una perfecta contemplación se requiere la integridad corporal, que es fin de todos los utensilios necesarios para la vida. Requiérase también el sosiego de las perturbaciones pasionales, que se alcanza mediante las virtudes morales y la prudencia; y también el de las perturbaciones externas, que está encomendado a todo el régimen ciudadano. De modo que, bien consideradas las cosas, todos los oficios humanos parecen ordenarse a favor de quienes contemplan la verdad». 416. ––¿Cuál es la verdad que debe contemplar el hombre para conseguir la felicidad suprema? ––Seguidamente precisa Santo Tomás, en primer lugar, que la contemplación, en la que consiste la felicidad, no es la de la verdad de los primeros principios, porque: «no es posible que la suprema felicidad humana consista en la contemplación peculiar de los primeros principios del saber, pues es imperfectísima en razón de su extrema vaguedad y de proporcionarnos un conocimiento nuevamente potencial de las cosas», ya que contiene implícita o virtualmente los

saberes, que se obtienen por deducción, como son los de las matemáticas y la metafísica ciencias deductivas o esenciales, cuyos objetos son necesarios. Tampoco puede ser el fin último la contemplación de la verdad de los primeros principios, porque son «el punto de partida del esfuerzo cognoscitivo humano», y ello tanto para llegar a la conclusiones de las ciencias esenciales o inclusivas, como para las de las otras ciencias, que pueden denominarse ciencias conexivas, porque utilizan también datos, que no están implícitos en los primeros principios, como son las ciencias físicas y las morales[31]. Tampoco son, por tanto, nunca un fin. Por último, porque el conocimiento de la verdad de los primeros principios es un: «don de la naturaleza, no resultado de nuestro esfuerzo hacia la verdad». No puede ser, por tanto, fin último. En segundo lugar, la contemplación de la verdad como fin último o felicidad suprema: «Tampoco lo es la contemplación perteneciente a las ciencias cuyos objetos son las cosas inferiores», como son las cosas creadas, «ya que la felicidad se ha de dar en la operación del entendimiento, que versa sobre las cosas más nobles». En tercer lugar: debe concluirse que la suprema felicidad humana consiste en la contemplación sapiencial de las cosas divinas». Como, al tratar de la cuestión del fin último, ya se había probado que la suprema felicidad humana consiste en la contemplación de Dios (III, c. 25), nota Santo Tomás, que: «vemos, por vía de inducción, lo que anteriormente probamos por deducción, o sea, que la suprema felicidad humana sólo consiste en la contemplación de Dios»[32].

417. –– Queda así probado por inducción lo que más arriba se estableció por deducción, que el último fin y el sumo bien es la contemplación de Dios. Todavía, sin embargo, se puede preguntar: ¿qué clase de conocimiento de Dios constituye la suprema felicidad del hombre? ––Recuerda Santo Tomás lo ya expuesto al principio de la obra, que: «se da un conocimiento de Dios vulgar y confuso, que tienen la mayoría de los hombres (…) porque el hombre, mediante el raciocinio natural, puede llegar con facilidad a un cierto conocimiento de Dios». Indica seguidamente que en el saber natural y espontáneo de Dios se razona de manera parecida a la quinta vía filosófica de la demostración de la existencia de Dios. «Viendo los hombres que las cosas naturales sujetas a cierto orden, y no habiendo orden sin ordenador, caen en la cuenta con frecuencia de que ha de haber un ordenador de las cosas visibles». Sin embargo, tal conocimiento corriente de la existencia de Dios tiene poco contenido. Es una «consideración general» muy pobre, porque: «no permite detallar sin más quién, cómo y si es sólo uno, ese tal ordenador; igual que, cuando vemos al hombre moviendose y obrando, percibimos que en él hay alguna causa que no se encuentra en las otras cosas y que es causa de dichas operaciones, y la llamamos alma, pero aún no sabemos qué es el alma, si es un cuerpo, o como realiza las operaciones indicadas». El primer grado de conocimiento intelectual, y como tal de algún modo contemplativo, aunque sea de Dios, no es suficiente para la felicidad. La razón es porque: «La operación del hombre feliz no ha de tener defecto alguno». Todas las operaciones del hombre feliz tienen que ser perfectas y el conocimiento corriente es imperfecto, como lo evidencia que puede estar mezclado con muchos errores.

Como ejemplo, cita Santo Tomás los siguiente errores históricos de la antigüedad: «algunos pensaron que el único ordenador de las cosas visibles eran los cuerpos celestes y, en consecuencia, los llamaron dioses. Otros, más extremados, deificaron a los elementos y a las cosas engendradas por ellos, pensando que el movimiento y las operaciones naturales que poseen no lo han recibido de otro ordenador, sino que todo está ordenado por ellos. Y otros, creyendo que los actos humanos sólo están sujetos a lo ordenado por el hombre, llamaron dioses a los hombres que gobiernan a los demás». Hay otro motivo que permite advertir que en este conocimiento corriente de Dios no está la felicidad.. Su exposición parte de lo siguiente: «A nadie se vitupera por carecer de la felicidad; antes bien, son alabados quienes careciendo de ella, procuran conseguirla». En cambio: «quien carece de dicho conocimiento de Dos es evidentemente vituraple en sumo grado», dada la certeza de la existencia de Dios, que proporciona el mundo creado. Llega afirmar Santo Tomás a continuación que: «la máxima estupidez del hombre está en no percibir unas señales tan manifiestas de la divinidad». Esta «necedad», que se da en el ateísmo, es extensiva a la negación de la existencia del alma espiritual que se descubre por las facultades del entendimiento y la voluntad. De manera que: «tomaríamos por un estúpido a quien, viendo un hombre, no comprendiera que tiene alma. Por esto se dice en el Salmo: “Dijo el insensato en su corazón: No hay Dios” (Sal 13, 1)». Queda, con toda esta argumentación, probado que el conocimiento natural y espontáneo de la existencia de Dios, con el que se inicia la contemplación de Dios, como concluye Santo Tomás: «no basta para nuestra felicidad»[33].

418. ––El conocimiento de Dios adquirido por demostración es más perfecto que el corriente. Mediante este conocimiento filosófico se llega a un grado contemplación más apropiado de la existencia Dios. ¿En el conocimiento que proporciona esta demostración racional está la felicidad suprema del hombre? ––También indica Santo Tomás que: «otro conocimiento de Dios más perfecto que el indicado, es el adquirido por demostración, mediante el cual se llega a un conocimiento más apropiado de Él, puesto que por la demostración no le aplicamos muchas cosas, cuya supresión nos favorece para entenderlo separado de lo demás. Porque la demostración nos manifiesta que Dios es inmóvil, eterno, incorpóreo, absolutamente simple, único y otras cosas parecidas ya expuestas en el libro primero». Al conocer la existencia de Dios se revelan también algunos de sus atributos, aunque por vía negativa, porque se ha partido del conocimiento de las criaturas, llenas de imperfecciones, que deben removerse de Dios. Vía que proporciona un saber de la esencia divina igualmente pobre, porque:. «al conocer una cosa por vía de afirmación, se sabe qué es y en qué se distingue de las otras; mas, al conocerla por vía de negación, se sabe en qué se diferencia de las otras, pero se desconoce qué es». Se puede así concluir que la contemplación filosófica de Dios: «tampoco es suficiente para la suprema felicidad del hombre». La historia confirma la imperfección del conocimiento de Dios, que proporciona la filosofía, porque: «el conocimiento de Dios adquirido por vía de demostración está todavía en potencia para conocer algo más de Él, o, al menos, de un modo más perfecto, como lo demuestra el hecho de quienes intentaron posteriormente añadir algo al conocimiento de Dios tenido por sus antecesores».

Igualmente prueba que no consiste en la suprema felicidad humana, otro argumento histórico. En la primera parte del mismo se argumenta: «La felicidad excluye toda suerte de desgracias: nadie es, en efecto, feliz y desgraciado simultáneamente. Y una gran desgracia es equivocarse y errar, por lo que todos espontáneamente lo huyen. Pero el conocimiento mencionado de Dios puede sufrir muchos errores, como se ve en quienes, conociendo algo verdadero de Dios por vía de demostración, al seguir sus propias opiniones y faltarles la demostración, cayeron en diversos errores». En la segunda parte, seguramente se refiere a Platón y sobre todo Aristóteles, porque añade, como precisión de la argumentación anterior: «si existieron algunos que por vía de demostración consiguieron la verdad de lo divino, de tal manera que no había falsedad en sus apreciaciones, éstos fueron tan contados, que su caso no hace la felicidad, que es el fin común de todos». En cualquier caso, la contemplación de Dios de la filosofía no es un saber perfecto, porque: «para el conocimiento perfecto se requiere la certeza; por eso decimos que sabemos, cuando conocemos, que una cosa no puede ser de otra manera, como consta en el libro de Aristóteles Analíticos posteriores (I, c, 2). Sin embargo, el conocimiento mencionado tiene mucho de incertidumbre, como demuestra la diversidad de opiniones que tienen sobre las cosas divinas quienes intentaron conocerlas por vía de demostración». Por consiguiente, debe reconocerse que: «la suprema felicidad no está en tal conocimiento»[34]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 55, intr. [2] II-II, q. 55, a. 1, in c. [3] II-II, q. 55, a. 2, in c. [4] II-II, q. 55. a. 3, in c. [5] II-II, q. 55, a. 3, ad 2. [6] JOSEPH Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1980, p. 54. [7] II-II, q. 55, a. 4, in c. [8] II-II, q. 55, a. 4, ad 2. [9] II-II, q. 55, a. 4, ad 3. [10] II-II, q. 55, a. 5, in c. [11] II-II, q. 55, a. 5, ad 3. En el versículo completo del salmo citado se dice: «Hizo una hoya y la profundizó y cayó en la hoya que hizo». Al comentarlo, San Agustín explica que: «Se abre esta fosa cuando se consiente en la mala sugestión de los deseos terrenos; se profundiza cuando después del consentimiento se insiste en la ejecución del fraude. Con todo, no puede acontecer que la iniquidad dañe antes al justo a quien se dirige que al corazón injusto de donde procede. El

defraudador de dinero, por ejemplo, al desear infligir un perjuicio a otro, él mismo se perjudica con la herida de la avaricia» (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 7, 17 (v. 16). En el versículo siguiente se lee: «Su maldad se volverá contra su cabeza» (Sal 7, 17). [12] II-II, q. 55, a. 6, in c. [13] II-II, q. 55, a. 6, ob. 2. [14] II-II, q. 55, a. 6, ad 2. [15] II-II, q. 55, a. 6, in c. [16] II-II, q. 55, a. 7, ad 2. [17] II-II, q. 55, a. 7, inc. [18] II-II, q. 53, introd. [19] II-II, q. 53, a. 1, in c. [20] II-II, q. 53, a. 3, in c. [21] II-II, q. 53, a. 4, in c. [22] II-II, q. 53, a, 5, in c. [23] II-II, q. 54, a. 1, in c. [24] II-II, q. 47, a. 9, in c. [25] II-II, q. 54, a. 1, ad. 3. [26] II-II, q, 54, a. 2, in c, [27] II-II, q. 47, a.9, in c. [28] II-II, q. 47, a. 9, ob 1. [29] II-II. q. 47, a. 9, ad 1. [30] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 36. [31] Francisco Marín Sola, La evolución homogénea del dogma, Madrid, BAC, 1952, pp. 211-255. [32] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 37. [33] Ibíd., III, c. 38. [34] Íbid., III, c. 39.

XXXIX. La vía a lo espiritual 419. ––Además del conocimiento natural de Dios, en sus distintos grados, indica el Aquinate que hay: «otro conocimiento de Dios, en cierto modo superior al indicado. Mediante él los hombres conocen a Dios por fe. Supera al conocimiento que tenemos de Dios por demostración en que por fe conocemos de Dios ciertas cosas que, dada su eminencia, no puede alcanzarlas la razón por medio de demostración». Dado que, como se ha probado, en la contemplación racional

natural de Dios no está la felicidad suprema del hombre ¿podría pensarse que la felicidad está en otro conocimiento intelectual de Dios, todavía superior, como el que proporciona la fe? ––Declara Santo Tomás que: «tampoco es posible que la suprema felicidad del hombre consista en esta clase de conocimiento». La fe, aunque sea un conocimiento racional superior al conocimiento corriente y al filosófico, no es el bien supremo del hombre. Una razón es la siguiente: «La felicidad es una perfecta operación del entendimiento(III, c. 25)», tal como se ha demostrado. Sin embargo: «En el conocimiento habido por fe es imperfectísima la operación intelectual por parte del mismo entendimiento, aunque sea perfectísima, por parte del objeto, pues el entendimiento no comprende aquello a que asiente creyendo»[1]. Por consiguiente, no puede estar la suprema felicidad humana en el conocimiento que proporciona la fe En la Suma teológica dirá Santo Tomás que: «Creer es un acto del entendimiento, que asiente a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por Dios»[2]. Por su contenido la fe es sobrenatural. También se descubre su sobrenaturalidad en el acto interior de creer, porque es la voluntad la que hace que el entendimiento acepte un contenido, que no es evidente, ni de modo inmediato ni mediato, pero movida por la gracia de Dios. Para complementar esta primera razón, añade, por ello: «en el conocimiento habido por fe tiene preferencia la voluntad; pues el entendimiento asiente por fe a lo que se le propone porque quiere y no forzado por la evidencia misma de la verdad». Si se tiene en cuenta que: «como se demostró (III, c. 26), la suprema felicidad humana no consiste principalmente en el acto de la voluntad», queda confirmado que en el conocimiento proporcionado por la fe no está la bienaventuranza humana.

420. ––¿Se puede también probar que la felicidad suprema no está en el conocimiento tenido por la fe con otros argumentos? ––En este mismo lugar, Santo Tomás da otros tres argumentos. En el primero se recuerda que: «Quien cree presta su asentimiento a lo que no ve, pero que otro le propone; por eso la fe se parece más al conocimiento auditivo que el visual. Más nadie creería lo que no ve y otro le propone si no juzgara que tiene un conocimiento más perfecto de las cosas propuestas que el que tiene quien no las ve. Porque o la apreciación del creyente sería falsa o será preciso que quien propone tenga un conocimiento más perfecto del propuesto. Y no se diga que quien propone conoce también de oídas, pues en esto no cabe un proceso indefinido». Seguidamente nota que: «El hombre tiene en perspectiva un conocimiento de Dios superior al de fe, ya sea el del hombre que propone la fe viendo inmediatamente la verdad, como el de Cristo, a quien creemos, o el de quien lo recibe del vidente inmediato, como los apóstoles y profetas, a quienes creemos. Por lo tanto, como la felicidad del hombre consiste en el supremo conocimiento de Dios, es imposible que consista en el conocimiento habido por fe» En el segundo argumento, se prueba que «la suprema felicidad humana no está en el conocimiento de fe», porque: «la fe no satisface el deseo natural de Dios. «El deseo natural se aquieta por la felicidad, puesto que ésta es el fin último, Pero el conocimiento de fe no aquieta dicho deseo, sino que lo excita más, ya que cada cual desea ver lo que cree». Por último, se prueba con el siguiente razonamiento: «El conocimiento de Dios se llama fin, en cuanto que nos une al fin último de las cosas, que es Él. Más por el conocimiento de fe la cosa que creemos no está presente al entendimiento de un modo perfecto, porque la fe es de cosas ausentes, y no de presentes; de donde dice San Pablo: “Mientras caminamos por la fe, estamos ausentes del Señor” (II Cor, 5, 6-7); aunque, por otra parte, Dios se hace presente al afecto por

la fe, ya que aquel que cree voluntariamente presta su asentimiento a Dios, según lo que también dice: “Que habite Cristo por la fe en nuestros corazones” (Ef 3, 17)»[3].

421. ––Puesto que: «algunos dijeron que en esta vida se da la suprema felicidad humana por el hecho de conocer las sustancias separadas», tal como indica seguidamente el Aquinate, ¿podría afirmarse que la bienaventuranza está en el conocimiento de los ángeles? ––No es posible, porque: «en esta vida, nuestro entendimiento nada entiende sin imagen, la cual es respecto al entendimiento posible, por el cual entendemos, lo que son los colores respecto a la vista, como ya se vio (II, c. 59, 74)». No obstante algunos filósofos, como Alejandro de Afrodisias, Avempace y Averroes, sostuvieron que: «mediante el conocimiento intelectivo que se obtiene de las imágenes puede llegar alguno de nosotros a entender las substancias separadas en esta vida», aunque cada uno de ellos lo explicaron de «diversa manera». Como consecuencia, el hombre privilegiado de conocer a estos espíritus poseerá también un nuevo tipo de conocimiento natural de Dios, porque: «viendo las substancias separadas, participará del modo de conocer que la substancia separada tiene de Dios al conocerse a sí misma». Sin embargo, como el hombre con: «el conocimiento habido de las imágenes no puede llegar en modo alguno a conocer las substancias separadas, será imposible que el hombre alcance en esta vida dicho modo de conocer a Dios».

422. ––¿Cómo intentaban probar tales autores la posibilidad para el hombre de conocer las substancias separadas espirituales o ángeles? ––Avempace, el filósofo musulmán zaragozano de principios del siglo XII, explica Santo Tomás: «sostuvo que podemos llegar a entender las substancias separadas por el estudio de las ciencias especulativas, cuando entendemos lo que conocemos por las imágenes, pues por la acción del entendimiento podemos abstraer la esencia de una cosa, siempre que ésta y su esencia no se identifiquen», tal como, en cambio, ocurre en los ángeles. La razón es: «porque el entendimiento está ordenado por naturaleza al conocimiento de la esencia en cuanto tal, ya que su propio objeto es lo que las cosas son. Y si lo primero que entiende el entendimiento posible es algo que tiene esencia, podremos abstraer mediante el entendimiento la esencia de tal ente; y si la esencia abstraída tiene también otra esencia, será posible abstraerla nuevamente, pero, como no cabe en esto un proceso indefinido, será preciso llegar a un término. Por tanto nuestro entendimiento puede llegar por vía de resolución a conocer una esencia identificada con el propio sujeto. Tal es la de las substancias separadas». Por consiguiente, desde la abstracción de la esencia de las imágenes sensibles se puede llegar a conocer las esencias de los entes de los que no se tiene imagen. El argumento de estas sucesivas abstracciones seriadas, no es válido, porque, como nota Santo Tomás: «Hay mayor distancia entre una substancia separada y lo sensible que entre dos cosas sensibles. Pero el entender la esencia de una cosa sensible no es en sí suficiente para que entendamos la esencia de otras; por ejemplo, un ciego de nacimiento, aunque entienda la esencia del sonido, nunca llegará a entender la esencia del color. Luego, mucho menos entenderá la esencia de la substancia separada quien entienda la esencia de una substancia sensible.

Es cierto que con abstracciones: «mediante las esencias sensibles (…) podemos entender el género remoto de las substancias separadas». Sin embargo: «conocido el género, no se sigue que conozcamos la especie, a no ser potencialmente. Por lo tanto, por el mero hecho de conocer la esencia de lo sensible concreto no da posibilidad de entender la substancia separada»[4].

423.

––¿Cuál era la argumentación de Alejandro de Afrodisias?

––También el filósofo aristotélico Alejandro de Afrodisias, del siglo II, indica Santo Tomás: «afirmó que nosotros podemos conocer las substancias separadas en esta vida que vivimos». Desde su peculiar doctrina del conocimiento, afirmaba que el entendimiento humano: «cada vez que adquiere nuevas especies inteligibles se acerca al término de su generación; y, así, es necesario que alguna vez de no haber impedimento, llegue su generación a término, porque ninguna generación tiende al infinito. Luego cuando convierta en acto todos los inteligibles en potencia (…) cuando entienda todas las cosas inteligibles, separadas o no separadas». Igualmente declara Santo Tomás que: «la razón que daba Alejandro es totalmente vana. En primer lugar, porque, cuando termina la generación de algún género, es menester que termine a la vez su operación, aunque en conformidad con el modo de ser de su propio género y no del otro superior». Cuando el entendimiento del hombre se perfecciona y se engendra otro: «termina también su operación, que es el entender, y a su manera, y no a la manera como entienden las substancias separadas, es decir, para que pueda entenderlas». De esta generación del entendimiento, según la explicación de Alejandro: «no puede deducirse que el hombre entienda alguna vez las substancias separadas». Además: «nadie ha manifestado haber conseguido esta perfección»[5].

424. ––Igualmente según el Aquinate: «Averroes estimó que él había encontrado un camino más expedito, para demostrar que alguna vez entendemos las substancias separadas al afirmar que el entendimiento posible es incorruptible y está separado de nosotros en cuanto al ser, igual que el entendimiento agente» ¿Cuál es la demostración de Averroes? ––Explica Santo Tomás que, según Averroes, el filósofo cordobés del siglo XII: «cuantos más inteligibles en acto haya en nosotros más perfectamente se nos unirá el entendimiento agente», que es eterno, inmortal, inmaterial y separado. «Y este proceso y movimiento hacia la unión se hace mediante el estudio en las ciencias especulativas, por las cuales adquirimos los verdaderos inteligibles y excluimos las falsas opiniones, que están al margen del orden de este movimiento, tal como los seres monstruos están fuera del orden de la operación natural». En esta unión consiste la perfección del hombre. «Por eso los hombres se ayudan mutuamente para este adelanto como se ayudan en las ciencias especulativas». El proceso unitivo hacia la felicidad es por el conocimiento. «Cuando todos los inteligibles en potencia se conviertan en nosotros en inteligibles en acto, entonces el entendimiento agente se nos unirá perfectamente como forma, y por él entenderemos perfectamente como ahora entendemos por el entendimiento», por un entendimiento casi potencial, temporal y perecedero. «Siguiéndose de aquí que, como al entendimiento agente le corresponde entender las substancias separadas, entonces entenderemos las substancias separadas, como ahora entendemos los inteligibles especulativos. Y en esto consistirá la suprema felicidad del hombre, en la cual será como “una especie de Dios”», pero en esta vida, ya que sin entendimiento activo propio no cabe la inmortalidad personal.

La doctrina queda refutada, porque: «En primer lugar, como ya se ha demostrado anteriormente (II, c. 59), el entendimiento posible no es una substancia separada de nosotros según el ser». El entendimiento posible es propio, como facultad de nuestra alma espiritual. En segundo lugar: «El entendimiento agente no es una substancia separada, sino que es una parte del alma, a la cual atribuye Aristóteles la operación de “pasar los inteligibles al acto» (De anima, III, 5), cosa que depende de nosotros». El propio entendimiento agente actualiza lo inteligible en potencia de las imágenes conocidas por nosotros. «Por eso no será preciso que el entender por el entendimiento agente sea para nosotros causa de que podamos entender las substancias separadas; de ser así, siempre las entenderíamos»[6]. Por último, advierte Santo Tomás que «no es posible hacer consistir la felicidad humana en el conocimiento de las substancias separadas», tal como afirmaron Alejandro de Afrodisias, Avempace y Averroes, pero: «aun en el supuesto de que dicha unión del hombre con el entendimiento agente fuera posible tal cual ellos la describen, es innegable que tal perfección sólo alcanzaría a contadísimas hombres; tan pocos que ni ellos mismos ni otros, por muy versados y componentes que sean en ciencias especulativas, se han atrevido a confesar que poseían tal perfección»[7].

425. ––Todavía nota el Aquinate que: «puesto que, según los modos indicados, no podemos conocer en esta vida las substancias separadas, quédanos por averiguar si se da algún otro modo posible de conocerlas». ¿Indica otra manera de que sea posible entender las substancias separadas? ––Explica Santo Tomás que Temistio, el filósofo oriental del siglo IV d. C., comentador de Platón y Aristóteles, intentó probar que era posible argumentando: «las substancias separadas son más inteligibles que las materiales; y éstas son inteligibles cuando el entendimiento agente las convierte en inteligibles en acto, mientas que aquéllas no son por sí mismas. Luego, si nuestro entendimiento puede entender las materiales, mucho más podrá entender naturalmente dichas substancias separadas». Sin embargo, no puede aceptarse, porque, el entendimiento que conoce o entendimiento posible, que es «una potencia en cierto sentido pasiva, tiene su propio agente correspondiente, que es con relación a él lo que la luz para la vista. Según esto, el entendimiento posible sólo está en potencia respecto a los inteligibles hechos tales por el entendimiento agente». Recuerda además que: «Aristóteles describiendo ambos entendimientos, dice que al entendimiento posible le corresponde “hacerse todas las cosas” y el agente “hacerlas todas” (Sobre el alma, III, c. 5), para que se entienda que se refiere a la potencia de ambos, o sea, pasiva a la potencia la de aquél y activa la de este último». La actividad del entendimiento agente consiste es actualizar lo inteligible en potencia en las imágenes sensibles, y así las «hace» inteligibles en acto. Al ser recibido por el entendimiento posible lo inteligible actualizado o desvelado, se actualiza el entendimiento, y de este modo «se hace la cosa», porque conoce o genera el concepto, que manifiesta lo que es la cosa que está en la realidad y de la que se ha partido. Este proceso de conocimiento se realiza sólo con las imágenes sensibles, que se obtienen por el conocimiento sensible de las cosas materiales. Por ello: «como el entendimiento agente no hace inteligibles en acto a las substancias separadas, sino sólo a las cosas materiales, el entendimiento posible se extenderá exclusivamente a lo material». Por consiguiente, la existencia del entendimiento agente, revela que: «no es posible que por él podamos entender las substancias separadas», que, como tales, son inmateriales.

No obstante, debe tenerse en cuenta que: «el entendimiento posible, aunque unido al cuerpo, es, sin embargo, incorruptible y no depende esencialmente de la materia, como ya se demostró (II, c.79)» y, además que: «la propensión a entender las cosas materiales le sobreviene de su unión con el cuerpo». Por consiguiente: «cuando el alma se separe del cuerpo, el entendimiento posible podrá entender lo que es de por sí inteligible, o sea, las substancias separadas, por la luz del entendimiento agente, que en nuestra alma es como una semejanza de la luz intelectual que tienen las substancias separadas». Esta posibilidad viene confirmada por la creencia cristiana, porque: «esto es lo que dicta nuestra fe sobre nuestro entender las substancias separadas, no en esta vida, sino después de la muerte»[8].

426. ––En el capítulo siguiente, escribe el Aquinate: «Parece surgir cierta dificultad contra lo dicho de ciertas palabras de San Agustín, que han de examinarse con atención, pues dice: “Así como la mente adquiere el conocimiento de las cosas corpóreas por los sentidos corporales, igualmente adquiere por sí misma el de las incorpóreas. Luego se conoce a sí misma por sí misma, pues es incorpórea” (Sobre la Trinidad, IX c. 3)». Comenta seguidamente que: «Por estas palabras parece que nuestra mente se entiende por o mediante sí misma, y, mediante su intelección, entiende también las substancias separadas; lo cual es contra lo que antes demostramos. Es, pues, necesario averiguar como se entiende nuestra alma a sí misma por sí misma», para comprobar si hay esta nueva vía para acceder al conocimiento de las substancias espirituales separadas. ¿Cómo es posible el autoconocimiento del alma espiritual humana? ––Para explicar el conocimiento del alma del hombre por sí misma, establece Santo Tomás, en primer lugar, que: «Es imposible afirmar que entienda por sí misma su esencia». Por ello, siempre ha sido necesario demostrar la naturaleza del alma. La imposibilidad del autoconocimiento esencial del alma humana, se explica: «Porque una potencia cognoscitiva pasa a ser cognoscente en acto cuando está en ella aquello por lo que se conoce. Y si esto está en ella en potencia, conocerá en potencia; si está en acto, conocerá en acto; si está en una situación media, tal conocimiento será habitual. Pero el alma con respecto a sí misma está siempre en acto y nunca en potencia o en estado habitual. Luego, si el alma conoce por sí misma su esencia, siempre la conocerá en acto. Lo cual es falso evidentemente»[9]. Añade Santo Tomás que: «Además, si el alma conoce por sí misma su propia esencia como todo hombre tiene alma, resultará que todo hombre conocerá la esencia del alma. Lo cual es evidentemente falso». San Agustín notaba que lo manifiesta que unos creyeron, por ejemplo, que su mente era aire. Sin embargo: «no todas las mentes creyeron ser aire, pues unas se tenían por fuego, otras por cerebro, otras por otros cuerpos y algunas por otra cosa»[10].

427. ––¿El Aquinate aporta más pruebas sobre la imposibilidad del autoconocimiento del espíritu humano? ––Seguidamente Santo Tomás ofrece otras dos pruebas. Una esta basada en la afirmación aristotélica, que, «en todos los órdenes»[11], es aplicable: «lo que es de por sí es anterior a lo que es por otro, y además es su principio»[12]. De ella, colige: «Luego, lo que es por sí conocido es conocido con anterioridad a todo lo que se conoce por otro, y es, a la vez, principio de conocerlo: como las primeras proposiciones con respecto a las conclusiones».

De manera que: lo que se conoce por sí mismo no sólo es anterior de lo que, para ser conocido, requiere otra causa, sino que también es necesario para que se dé este conocimiento indirecto. «Según esto, si el alma conoce por sí misma su propia esencia esto será lo primeramente conocido y el principio de todo otro conocimiento». Se infiere de ello que: «esto es claramente falso, pues en la ciencia no se supone como conocido lo que el alma es, sino que se propone para averiguarlo mediante otras cosas». Sintetiza estas averiguaciones en otra obra, escrita al mismo tiempo que la Suma contra los gentiles, del modo siguiente: «Los filósofos han investigado la naturaleza del alma. Pues del hecho de que el alma humana conoce las naturalezas universales de las cosas, ellos percibieron que la especie, por la que entendemos, es inmaterial, ya que de lo contrario estaría individuada y así no conduciría al conocimiento de lo universal. Y del hecho de que la especie inteligible es inmaterial dedujeron los filósofos que el entendimiento es cierta cosa independiente de la materia, y de aquí procedieron a conocer las otras propiedades de la potencia intelectiva»[13]. Con sus investigaciones racionales, estos filósofos han descubierto la esencia del alma desde el punto de partida de la naturaleza de los objetos que entiende y a partir de ellos la de las facultades, y desde ellas la substancia del alma. Este conocimiento de la esencia del alma no sólo es indirecto, sino que además únicamente analógico Puede así concluirse que: «el alma no conoce por sí misma su propia esencia»

428. ––¿Cuál es la otra prueba sobre la carencia del alma espiritual del conocimiento de su propia esencia de una manera inmediato y directa? ––En este otro argumento se comienza con indicar que no puede admitirse la autoconciencia esencial del alma humana, aunque parezca desprenderse de las palabras citadas de San Agustín –«se conoce a sí misma por sí misma, pues es incorpórea–, porque tal conocimiento sería natural, ya que: «el conocimiento que adquirimos por o mediante algo que está insertado naturalmente en nosotros es natural, tal como los principios indemostrables, que conocemos por la luz del entendimiento agente»[14]. Los primeros principios son hábitos, o disposiciones innatas intelectuales, que están, por ello, presentes en el entendimiento, y que al entender se actualiza su contenido. Ya entendidos son utilizados por el mismo entendimiento para enjuiciar y razonar. Tal como se desprende del texto citado, se pueden entender o actualizar por la acción iluminativa del entendimiento agente. Tal como explicó Santo Tomás en otra obra posterior: «el intelecto agente es cierta virtualidad de la que participan nuestras almas, algo así como cierta luz»[15]. Y precisó también que, por una parte, de lo que: «participa esta luz decimos que es Dios, quien nos instruye interiormente infundiendo a nuestra alma una luz de este tipo». Coincidía así con la doctrina del iluminismo agustino, Por otra, que el entendimiento agente «por su substancia esta en acto», y, por ello, el entendimiento no es pura potencia. Por ser acto en sí mismo, el entendimiento agente «difiere del intelecto posible, que por su substancia está en potencia y que sólo está en acto cuando recibe la especie»[16], la especie inteligible abstraída por el entendimiento agente. Asimismo advierte Santo Tomás, en otra de esta época, que los dos entendimientos no son dos facultades. «No es difícil darse cuenta de cómo, en la sola y misma substancia del alma, uno y otro, a saber, el intelecto posible, que está en potencia respecto de todos los inteligibles, y el intelecto agente, que los hace inteligibles, pueden coincidir. No es imposible que una cosa esté, bajos aspectos diferentes, en potencia y en acto con la relación a la misma cosa».

El entendimiento realiza una función pasiva y otra activa, funciones distintas respecto a su objeto. «Es necesario que haya en el alma una potencialidad respecto a las especies abstraídas de las imágenes. (…) Además es menester que haya en el alma un poder activo inmaterial, que abstraiga las mismas imágenes de sus condiciones materiales, lo cual pertenece al intelecto agente, de suerte que éste es como un poder participado de una substancia superior, a saber, Dios». Así se explica que: «por ello, afirmara Aristóteles que: el intelecto agente es como un habito y una luz (De anima, III, 5). También que en los Salmos se dice: “Señor, sobre nosotros, esta sellada la luz de vuestro rostro” (4, 7). Y algo semejante sucede en los animales, que ven de noche; sus pupilas están en potencia para todos los colores, sin tener en acto ningún color determinado. Pero en virtud de una especie de luz inmanente a ellos, de alguna manera hacen los colores visibles en acto»[17]. El conocimiento de los primeros principios por ser inmediato, por consiguiente, es natural y común a todos los hombres. De la misma manera: «si nosotros sabemos qué es el alma por ella misma, esto será naturalmente conocido». Sería un conocimiento natural y, por ello, común. Sin embargo, debe advertirse que: «en lo que es naturalmente conocido nadie puede errar; por ejemplo, nadie se equivoca en el conocimiento de los principios indemostrables. Por lo tanto, nadie erraría acerca de la esencia del alma si se pudiera conocer mediante ella misma. Y esto es indudablemente falso, pues ha habido muchos que opinaron que el alma era tal o cual clase de cuerpo, y otros, un número o la armonía. Luego el alma no conoce por sí misma su propia esencia»[18]. El autoconocimiento inmediato no lo posee el alma por naturaleza.

429. ––¿Por qué, en cambio, San Agustín, en el texto citado por Santo Tomás, dice que el alma «se conoce a sí misma por sí misma»? ––De las palabras de San Agustín no se sigue que el alma conozca lo que es, su propia esencia, cuya imposibilidad se ha probado con los tres argumentos anteriores. «Ni el mismo San Agustín quiso decir esto. Porque dice: “el alma, cuando busca conocerse, no mira de considerarse como ausente, sino que cuida de enjuiciarse como presente, y no para conocerse, como si se ignorará, sino para distinguirse de lo demás que conoce” (Trinidad, X)». Al afirmar San Agustín que el alma busca conocerse para «distinguirse» de las otras cosas ya conocidas por ella, pero no como si no se conociera, ya que está «presente» a sí misma: «da a entender que el alma se conoce a sí misma como presente, no como distinta de lo demás. Por eso dice que algunos erraron en esto al no distinguir entre el alma y las otras cosas que son distintas de ella. Ahora bien, cuando sabemos de una cosa que es, la conocemos como distinta de lo demás; por lo cual la definición, que significa que es la cosa, distingue lo definido de todo lo demás. Luego San Agustín no quiso decir que el alma conozca por sí misma su propia esencia», porque sabría su definición y su distinción de las otras cosas.

430.

––¿Qué conoce el alma de sí misma?

––No conoce su esencia, pero sí conoce su existencia. Asegura Santo Tomás que el alma conoce de manera inmediata que existe. «Según San Agustín, nuestra mente se conoce a sí misma por sí misma en cuanto que conoce que es», que existe. La razón que da es porque: «por el hecho de percatarse de que obra, percibe que es. Ahora bien, obra por sí misma; luego por sí misma conoce de ella lo que es»[19].

Según este argumento, en primer lugar, conoce inmediatamente que existe. Si además el alma puede conocer su esencia indirectamente por un proceso demostrativo debe decirse que tiene un «doble conocimiento», tal como afirma en el siguiente pasaje de una obra ya citada: ««Del alma pueden tenerse dos conocimientos, como dice San Agustín, (Sobre la Trinidad, IX, 6 ), uno por el que se conoce solo el alma de cada uno en cuanto a lo que le es propio; otro por el que el alma es conocida en cuanto a lo que es común a todas las almas. El conocimiento que se tiene del alma en cuanto de lo que es común a todas las almas es un conocimiento de la naturaleza del alma; el que tiene de su alma cada uno en cuanto a lo que le es propio, es el conocimiento que cada uno tiene de su alma, según que tiene ser en sí mismo como tal individuo. Y así por este conocimiento se conoce si existe el alma, como cuanto alguien percibe que tiene alma; en cambio, por otro conocimiento se sabe que es el alma y cuales son sus propiedades»[20]. El conocimiento de la existencia del alma es inmediata, porque se «percibe» intelectualmente la existencia del propia yo. Esta percepción intelectual no es una intelección objetiva, tampoco es una intuición intelectual por la que se conozca directamente le esencia o naturaleza, sino que es una experiencia o percepción inmediata de la mente misma. Se trata de un conocimiento que, en cuanto a su contenido, es inteligible y singular, y en cuanto a su modo, perceptivo e inmediato. Por ello, en el juicio afirmativo de la propia existencia, no se da una evidencia objetiva, de manera que de su negación resulte algo incompatible con el principio de no contradicción,. No obstante, su evidencia es privilegiada, porque constituye a la propia conciencia del yo en acto. Por ello, esta percepción de la existencia del propio yo acompaña a todo pensamiento en acto. En segundo lugar, el alma percibe que existe al «percatarse que obra» y, por tanto, que piensa. Explica también en esta misma obra: «Nuestro entendimiento no puede conocer nada en acto con anterioridad a la abstracción de las imágenes ni puede tampoco poseer un conocimiento habitual de las cosas distintas de sí misma, pero su esencia le es presente e innata, de modo que no necesita recibirla de las imágenes. Así la mente, antes de que abstraiga de las imágenes tiene conocimiento habitual de sí misma, por el que puede percibir que existe»[21]. El alma humana, con anterioridad a la abstracción de la imágenes sensibles, y al consiguiente acto de intelección, tiene una disposición permanente para conocerse a sí misma conscientemente, que es como un habito intelectual existencial. Explícitamente afirma Santo Tomas de este conocimiento que: «Nadie puede pensar que el no existe, asintiendo a este juicio, pues en el acto mismo de pensar algo, percibe que existe»[22]. El alma humana no tiene siempre conciencia actual de su existencia, sino solamente en cuanto esta pensando. No se experimenta siempre en su existir, porque tampoco existe siempre en acto de entender. Esta autopresencia del alma, por el que cada uno percibe que existe al pensar algo, revela que el entender en el hombre no esta rebajado hasta la pura potencia, sino que tiene una cierta actualidad,. Igualmente la manifiesta el entendimiento agente, que Santo Tomás, en la Suma contra gentiles, conexiona con el acto de ser de cada hombre, al afirmar que: «el entendimiento agente será uno según el ser del hombre»[23].

431. ––Según esta doctrina se puede entender el alma por si misma de modo existencial. ¿Desde este conocimiento se puede acceder al conocimiento de las substancias separadas? ––Como conclusión de su explicación del conocimiento del alma por sí misma, precisa Santo Tomás: «si sabemos que algunas de las substancias separadas son intelectuales, bien sea por demostración o bien por fe, de ninguna de las dos maneras lo conoceríamos si nuestra alma no pudiera conocer por sí misma lo que es el ser intelectual», que conoce por su misma alma intelectual. Sabe que es una substancia inmaterial inteligible por sí misma, aunque en el hombre

sólo lo es en cuanto a su existencia, e intelectual o capaz de entender las esencias de las cosas. En este sentido, si que: «es preciso servirse de la ciencia del entendimiento del alma como de un principio para conocer cuanto conocemos de las substancias separadas». Sin embargo, si, desde este principio y por medio de: «las ciencias especulativas podamos llegar a conocer la esencia del alma, no se sigue que lleguemos también por ellas al conocimiento de la esencia de las substancias separadas; pues nuestro entender, por el cual llegamos a conocer la esencia de nuestra alma, está muy lejos de entender la de las substancias separadas». Entendemos algo de ellas, porque: «como sabemos qué es nuestra alma, podemos llegar a conocer algún género remoto de las substancias separadas; lo cual no equivale a entender dichas substancias»[24]. Ni, por ello, considerar que tal conocimiento limitado, indirecto y analógico, sea el fin último del hombre.

Eudaldo Forment

[1] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III. c. 40. [2] ÍDEM, Suma Teológica, II-II, q. 2, a. 9, in c. [3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 40. [4] Ibíd., III, c. 41. [5] Ibíd., III, c. 42. [6] Ibíd., c. 43. [7] Ibíd., c. 44. [8] Ibíd., c. 45. [9] Ibíd., III, c. 46. [10] San Agustín, Sobre la Trinidad, X, 10, 13. [11] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, c. 46. [12] Aristóteles, Física, VIII, 5. [13] Santo Tomás, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 10, a. 8, in c.

[14] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 46. [15] ÍDEM, Cuestión disputada sobre el alma, q. un, a. 5, ad 6. [16] ÍDEM, Comentario al “Libro del alma” de Aristóteles, Lect. X, n. 732. [17] ÍDEM, Cuestión disputada sobre el alma, q. un, a. 5, in c. [18] ÍDEM, Suma contra los gentiles, c. 46. [19] Ibíd., c. 46. [20] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 10, a. 8, in c. [21] Ibíd., q. 10, a, 8, ad 1.yo [22] Ibíd., q. 10, a. 12, ad 7. Si se comparara esta última afirmación sobre la propia existencia, de la que se tiene una certeza privilegiada y no sujeta al principio de no contradicción, con el principio «pienso, luego existo» de Descartes, se advierte que es más completa por precisar, por una parte, que el pensamiento es activo y que siempre lo es de un objeto, por otra, que el conocimiento intelectivo, que le acompaña, es especial, porque es una percepción intelectual y de algo individual como la propia existencia. Precisiones necesarias, que evitan las confusiones de Descartes. (Véase: Jaime Balmes, Filosofía fundamental, I, cc. XVII-XX). [23] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 42. [24] Ibíd., III, c. 46.

XL. Las verdades eternas 432. ––En relación al fin último del hombre, ¿qué se sigue de la imposibilidad de acceder al conocimiento de las substancias separadas? ––La falta del conocimiento de las esencias de los ángeles de una manera directa, completa y precisa, impide que, desde el que conseguimos poseer, indirecto, limitado e impropio, podamos acceder a la visión de la esencia Dios, porque: «si no podemos entender en esta vida las otras substancias separadas, porque nuestro entendimiento está connaturalizado con las imágenes sensibles, mucho menos podremos ver en ella la esencia divina, que está por encima de todas las substancias separadas». Lo confirma «el hecho de que cuanto más se eleva nuestra mente para contemplar lo espiritual, tanto más se abstraer de lo sensible». Como: «el último término que puede alcanzar la contemplación es la substancia divina, es menester que la mente que ve la substancia divina esté desligada totalmente de los sentidos corporales, o por la muerte o por una especie de rapto», un éxtasis en el que el espíritu queda separado totalmente de los sentidos del cuerpo internos y externos. «Por lo cual se dice en nombre de Dios en la Escritura: “No puede verme el hombre y vivir” (Ex 33, 20)». Seguidamente advierte también Santo Tomás: «Lo que se dice en la Sagrada Escritura que algunos vieron a Dios, se ha de entender que fue, o por visión con imágenes, o incluso por visión corporal, es decir, en cuanto que se demostraba la presencia del poder divino por algunas especies corpóreas presentes al exterior o formadas interiormente en la imaginación; o también que algunos percibieron cierto conocimiento intelectual de Dios por sus efectos espirituales»[1].

No obstante, en la Suma teológica[2], e citan las siguientes palabras de San Agustín:«La misma esencia de Dios pudo ser vista, durante la vida presente, por algunos como Moisés y san Pablo, el cual arrebatado, oyó palabras inefables que no es dado al hombre decir»[3]. A continuación sobre este último comenta Santo Tomás : «Algunos han sostenido que en su rapto San Pablo no vio la esencia de Dios, sino cierta refulgencia claridad. Pero san Agustín defiende claramente lo contrario»[4]. Cuando San Pablo habla del rapto «al paraíso»[5], declara Santo Tomás: «Esto parece referirse a algo tocante a la visión beatífica, que supera la condición de la vida presente, según las palabras de Isaías: “Oh Dios, jamás vio el ojo, sin tu ayuda, lo que has preparado para los que te aman” (Is 64,4). Por tanto parece conveniente decir que san Pablo vio a Dios en su esencia»[6]. También en la Suma teológica se define el rapto como un arrobamiento «en cuanto uno es elevado por el espíritu divino a las cosas sobrenaturales con abstracción de los sentidos»[7]. Nota además que: «el rapto añade algo sobre el éxtasis, pues el éxtasis implica sólo un “exceso” de sí mismo, en virtud del cual se pone uno fuera de su orden, pero el rapto añade a esto cierta violencia»[8]. En este grado superior de rapto, San Pablo contempló, al igual que Moisés, la «verdad divina (…) en su esencia (…) y es esto muy razonable, pues como Moisés fue el primer doctor del pueblo judío, así San Pablo lo fe de los gentiles»[9]. No obstante, advierte Santo Tomás que: «La esencia de Dios no puede ser vista por el entendimiento creado sin la luz de la gloria, de la cual se dice en la Escritura: “En tu luz veremos la luz”(Sal 35, 10).Esta participación admite un doble modo. En primer lugar, de forma inmanente, como sucede con los bienaventurados en el cielo. En segundo lugar, a modo de pasión transeúnte (…) y ésta fue la luz de San Pablo cuando fue arrebatado. Por ello, tal visión no hizo que fuera bienaventurado plenamente, de modo que la gloria redundara en su cuerpo, sino sólo en parte»[10].

433. ––Advierte el Aquinate, en este mismo lugar de la Suma contra los gentiles, que, sin embargo: «Hay unas palabras de San Agustín que ofrecen cierta dificultad, porque parecen demostrar que podemos entender al mismo Dios en esta vida»[11]. ¿Cuáles son estas afirmaciones de San Agustín? ––Santo Tomás cita el siguiente fragmento del tratado Sobre la Santísima Trinidad de San Agustín: «Con la mirada del alma vemos en esta eterna Verdad, por la que han sido creadas todas las cosas temporales, la forma que es modelo de nuestra existencia y de cuanto en nosotros o en los cuerpos obramos, al actuar según la verdadera y recta razón: por ella concebimos una noticia verdadera de las cosas»[12]. No es posible admitir que la acción creadora de Dios hubiera sido irracional y , por ello, San Agustín afirmaba la existencia de la «forma» o idea eterna, de cada cosa y cada acción existentes en el mundo. Todo lo creado según las ideas es así su pálido reflejo. Las ideas son los modelos o ejemplares de las cosas creadas, tanto de las específicas como de las individuales. San Agustín no podía admitir la existencia de un mundo de ideas subsistente en sí mismo, tal como enseñó Platón, ni existente en una mente universal, como había asegurado Plotino. Ello supondría considerar que la creación se habría realizado según un modelo independiente de Dios, al que, por tanto, estaría supeditado. Las ideas ejemplares platónicas, afirma San Agustín,

existen en Dios y, por ello, en Él preexisten todas las cosas, igual que en la mente de un artista están, con anterioridad de su realización, las obras de arte. Las ideas ejemplares son las ideas de la inteligencia eterna de Dios. San Agustín transforma así las ideas ejemplares del platonismo en ideas divinas.Además, realiza una inversión de la perspectiva platónica, porque fundamentaba su eternidad en la única y verdadera eternidad de Dios.

434. ––El texto citado de San Agustín también parece sostener que en la «eterna Verdad» divina se conocen las ideas eternas y tal conocimiento permite conocer las cosas. ¿No implica un ontologismo, o un conocimiento inmediato de Dios, porque lo conocido lo es en Dios? ––Además de aludir a su doctrina del ejemplarismo, San Agustín también lo hace con la de la iluminación. Esta segunda doctrina sobre el conocimiento, y que se fundamenta en la primera, ha sido siempre de difícil interpretación, porque esta situada en contextos no meramente filosóficos. Así, por ejemplo, en el denominado «sermón del pueblo», que está en sus Comentarios a los salmos, aparece esta explicación: «habla la Escritura: “Porque en ti está la fuente de la vida”. Sí, él es la fuente, él es la luz; porque “tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35, 10). Si es la fuente y es la luz, con toda razón es también la sabiduría, puesto que sacia el alma ávida de saber; y todo aquel que entiende, es iluminado por una cierta luz no material, no corporal, no exterior, sino interior. Porque existe, hermanos, una luz interior que no la tienen los que no comprenden»[13]. Santo Tomás, en la Suma teológica, recuerda que: «San Agustín admitió, en lugar de las ideas de Platón, la existencia en la mente divina de las razones de todas las cosas, según las cuales han sido hechas todas las cosas y según las cuales el alma humana las conoce». Además, para explicar en que sentido «el alma humana conoce todas las cosas en las razones eternas», precisa que: «una cosa se conoce en otra de dos maneras. Una, como en objeto conocido, al modo como se ven en el espejo las cosas cuyas imágenes refleja. De esta manera el alma no puede en el presente estado de vida ver todas las cosas en las razones eternas; en cambio, así es como conocen los bienaventurados, los cuales ven a Dios y todas las cosas en Dios». El entendimiento humano, en su estado actual, no adquiere su conocimiento de las esencias corporales viéndolas en la mente Dios, como en un espejo, en un objeto conocido, como sería la esencia de Dios. Hay una segunda manera de conocer una cosa en otra, porque: «puede también una cosa ser conocida en otra como en su principio de conocimiento. Como si dijéramos que vemos “en” el sol lo que vemos “por” su luz. En este sentido es necesario decir que el alma humana conoce las cosas en las razones eternas, por cuya participación lo conocemos todo». Conoce no «en» la razones eternas, en la mente de Dios, que coincide con su esencia, sino «por» ellas. «Pues la misma luz intelectual que hay en nosotros no es más que una cierta semejanza participada de la luz increada en la que están contenidas las razones eternas». Se conocen con la luz creada, que posee por naturaleza, el entendimiento, y que es una participación, o una posesión limitada, de la luz increada, que de manera total está en la mente divina. Santo Tomás interpreta en este segundo sentido la doctrina de la iluminación agustiniana y declara, por ello, finalmente: «San Agustín no entendió que todas las cosas nos son conocidas “en las razones eternas o en la verdad inmutable”, en el sentido de que viésemos las mismas razones eternas. Está claro por lo que en otra parte dice: “no toda ni cualquier alma racional es considerada apta para esta visión” IV, c. 16 –es decir, las de las razones eterna–, “sino la que fuere santa y pura” (Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 46, n. 2), como son las almas de los

bienaventurados»[14]. No cree, por tanto, que suponga ningún ontologismo, tal como se interpretó a veces en la modernidad.

435. ––¿Cuáles son las otras afirmaciones de San Agustín, sobre el conocimiento por las razones o verdades eternas, citadas por el Aquinate? ––Santo Tomás cita, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, dos textos agustinianos paralelos. En el primero, en el que se afirma la trascendencia de la verdad, se dice:«Si los dos vemos que es verdad lo que tú dices, y asimismo vemos los dos que es verdad lo que yo digo, ¿en dónde, pregunto, lo vemos? No ciertamente tú en mí ni yo en ti, sino ambos en la misma inmutable Verdad, que está sobre nuestras mentes»[15]. El segundo, que puede servir para invalidar una interpretación ontologista, en la que Dios es el “primer conocido”, es el siguiente diálogo: «Razón.-¿Dices que quieres conocer a Dios y al alma? Agustín.-Tal es mi único anhelo. R.-¿Nada más deseas? A.-Nada absolutamente. R.-¿Y no quieres comprender la verdad? A.- ¡Como si pudiera conocer estas cosas sino por ella! R.Luego primero es conocer a la que nos guía al conocimiento de lo demás»[16]. Después de citar este fragmento, añade Santo Tomás: «afirmación que al parecer, se ha de entender de la verdad divina». Según éste último texto de San Agustín y de los dos anteriores, concluye: «según sus palabras, parece que veamos al mismo Dios, que es para sí mismo su propia verdad, y que por Él, y que por Él conocemos lo demás». Por último, reproduce otro fragmento, que «parece que se refiere a esto»[17], porque se lee en el mismo: «Propio es de la razón superior juzgar de las cosas materiales según las razones incorpóreas y eternas; razones que no serían inconmutables de no estar por encima de la mente humana; pero, si no añadimos algo muy nuestro, no podríamos juzgar, al tenor de su dictamen, de las cosas corpóreas. Juzgamos, pues, de lo corpóreo, a causa de sus dimensiones y contornos, según una razón que nuestra mente reconoce como inmutable»[18]. Comenta seguidamente Santo Tomás: «Más las razones inconmutables y sempiternas sólo pueden estar en Dios, puesto que sólo Él, según nos dice la fe, es sempiterno. Luego parece seguirse que podemos ver a Dios en esta vida; y porque le vemos, y en Él venos las razones de las cosas, juzgamos de lo demás». Por último, advierte que, sin embargo: «no se ha de creer que San Agustín quisiera expresar con dichas palabras que en esta vida podemos ver a Dios por esencia». Para que quede justificada su interpretación, considera que «hay que averiguar como podemos ver en esta vida aquella “inconmutable verdad” o esas “razones eternas” y según ella juzgar de lo demás».

436. ––¿Cómo explica el Aquinate en este capítulo de la “Suma contra los gentiles” el sentido de los textos que ha citado de San Agustín? ––Comienza Santo Tomás por reconocer que: «San Agustín confiesa ciertamente en el libro de los Soliloquios que la verdad está en el alma; por eso prueba la inmortalidad del alma partiendo de la eternidad de la verdad»[19]. La demostración de la inmortalidad del alma por la existencia de la verdad eterna se expone en el siguiente pasaje de la obra citada: «Ora las figuras geométricas estén en la verdad, ora la verdad en ellas, nadie duda de que se contienen en nuestra alma o en nuestra inteligencia, y, por tanto, se concluye necesariamente que en ella está la verdad». Las verdades matemáticas, por

ejemplo, están presentes por el conocimiento en el alma, con sus características de inmutabilidad, necesidad y eternidad. Se sigue de ello que: «por una parte toda disciplina está en nuestro ánimo adherida inseparablemente a él y por otra no puede morir la verdad». Puede así preguntarse: «¿por qué dudamos de la vida imperecedera del alma sin duda influidos por no sé qué familiaridad con la muerte? (…) ¿Y acaso puede, pereciendo un sujeto, permanecer lo que se halla con él? (…) ¿debe fenecer la verdad? (…) Pues entonces es inmortal el alma; ríndete ya a tus razones, cree a la verdad, porque ella clama que habita en ti y es inmortal, y no puede derrocársele de su sede con la muerte del cuerpo. Aléjate ya de tu propia sombra, entra dentro de ti mismo; no debes temer ninguna muerte en ti, sino el olvido de que eres inmortal»[20]. .La existencia de la verdad en el alma del hombre sirve también para probar la existencia de Dios. Lo hace San Agustín en su argumento más conocido de la existencia de Dios, basado en las verdades eternas. Esta vía hacia Dios sigue estas etapas:« de las cosas externas a las internas, de las inferiores a las superiores»[21]. Su punto de partida es la existencia en mi alma de verdades, que están en mi mente y también sobre ella, como se patentiza en las verdades matemáticas. Por ejemplo: «sé con certeza que siete y tres son diez, y no sólo ahora, sino siempre, y sé que nunca siete y tres han dejado de ser diez, y que jamás dejarán de serlo. Esta verdad incorruptible de los números es la que dije que era común a mí y a cualquier ser racional»[22]. También hay verdades morales, como «el que todos los hombres desean ser felices (…) ¿Podemos, además, negar que esta verdad es única y común, a la vista de todos los que la conocen, no obstante que cada cual la ve, no con mi mente, ni con la tuya, ni con la de ningún otro, sino con la suya propia, puesto que el objeto que se ve está igualmente a la vista de todos los que la miran?»[23]. Estas verdades son distintas de nuestra mente. «Si esta verdad fuera igual a nuestras inteligencias, sería también mudable, como ellas. Nuestros entendimientos a veces la ven más, a veces menos, y en eso dan a entender que son mudables; pero ella, permaneciendo siempre la misma en sí, ni aumenta cuando es mejor vista por nosotros ni disminuye cuando lo es menos, sino que, siendo íntegra e inalterable, alegra con su luz a los que se vuelven hacia ella y castiga con la ceguera a los que de ella se aparta»[24]. La verdad es inmutable y superior a nuestra mente. Si hay algo superior a nuestras inteligencias, tiene que existir Dios, porque: «si hay algo más excelente, este algo más excelente es precisamente Dios», razón de las mismas; «y si no lo hay, la misma verdad será Dios», pues por tener las características de inmutabilidad y eterna tiene las de Dios. «Que haya, pues, o no algo más excelenteno podrás negar, sin embargo, que Dios existe». Por consiguiente: «Existe Dios, realidad verdadera y suma, verdad que ya no solamente tenemos, a mi juicio, como indubitable por la fe, sino que también la vemos ya por la razón como verdad cierta, aunque esta visión es muy débil, pero sí lo suficientemente clara»[25], y, por tanto, con certeza. Para San Agustín, la cuestión de la verdad, tal como advierte Santo Tomás, no pertenece solamente al problema del conocimiento, sino principalmente a la metafísica y a la teología. El llamado «interiorismo» agustiniano, que se revela en su confesión «quiero conocer a Dios y al alma»[26], se sitúa en el ámbito de la verdad. Por ello, de su primer objetivo, Dios, dice: «A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas»[27]. Del Alma, el segundo: «No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el interior del hombre habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable,

trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende»[28].

437. ––El texto de la Suma contra los gentilesrevela que el Aquinate reparó en la importancia de la metafísica de la verdad de San Agustín. ¿Podría ser considerada la verdad como núcleo de toda su filosofía?. ––La primera carta, que escribió San Agustín, recién convertido, comienza con esta indicación: «En nuestros días, ya no vemos filósofos, a no ser quizá en el atuendo corporal, y a ésos no los considero dignos de tan venerable nombre. Hoy tenemos que infundir a los hombres, a quienes la teoría de los académicos, con su ingenioso modo de hablar apartó de la comprensión de la verdad, la esperanza de encontrarla»[29]. Sobre esta pérdida esperanza de encontrar la verdad, por el relativismo y el escepticismo, que imperaban en su época, afirmó Juan Pablo II, en un escrito sobre San Agustín, que: «este hombre extraordinario (…) a los hombres de hoy» tiene «realmente mucho que decir», porque: «a quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta que escribió después de su conversión[30]. Respecto a su obra literaria, indica el autor de este documento publicado en el XVI aniversario de su conversación: «Donde el genio de Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el estudio de la presencia de Dios en el hombre, presencia que es al mismo tiempo profunda y misteriosa. Encuentra a Dios, “el interno-eterno” (Confesiones, 9, 4, 10) remotísimo y presentísimo (Confesiones., 1, 4, 4): porque remoto, el hombre lo busca; porque presente, lo conoce y lo encuentra. Dios está presente como “substancia creadora del mundo" (Carta 187, 4, 14), iluminadora (Cf. Sobre el maestro, 11, 38-14, 46), como amor que atrae (Cf. Confesiones, 13, 9, 10) más íntimo que lo más íntimo que hay en el hombre y más alto que lo más alto que hay en él»[31]. Notó después Benedicto XVI que: «San Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es “un gran enigma” (magna quaestio) y “un gran abismo” (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad»[32]. También Juan Pablo IIhabíadestacado esta estrecha relación entre el conocimiento del hombre y el de Dios, al explicar que: «Refiriéndose al período anterior a la conversión, Agustín dice a Dios: “¿Dónde estabas entonces y cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti… y tú, por el contrario, estabas más dentro de mí que la parte más profunda de mí mismo y más alto que la parte más alta de mí mismo" (Confesiones, 3, 6, 11); “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo" (Confesiones., 10, 27, 38). Y una vez más: “Estabas delante de mí, pero yo me había alejado de mí mismo y no sabía encontrarme. Con mayor razón no sabía encontrarte a Ti" (Confes., 5, 2, 2). Quien no se encuentra a sí mismo, no encuentra a Dios, porque Dios está en lo profundo de cada uno de nosotros»[33]. Enseñó siempre San Agustín que no se entiende la verdad del hombre, si no es en relación a la verdad de Dios. «Él ve al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres estas palabras suyas: “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti" (Confesiones,

I, 1, 1) Lo ve como capacidad de ser elevado hasta la visión inmediata de Dios: el ser finito que alcanza al Infinito. El hombre, escribe él en su obra sobre La Trinidad, es “imagen de Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede ser partícipe de Él" (Sobre la Trinidad, XIV, 8, 11)»[34].

438. ––Por ser capaz de Dios (capax Dei), el hombre es imagen de Dios (imago Dei) ¿Podría decirse también que por ser imagen de Dios el hombre es capaz de Dios? ––Además de la trinidad de las facultades superiores del alma humana –memoria, entendimiento y voluntad–, que le permiten conocer y amar a Dios, y el hombre «con ellas es capaz y puede ser participe de una gran naturaleza»[35], se encuentra en su interior una trinidad más profunda. El hombre es imagen de Dios, porque, como en este mismo lugar descubre San Agustín, tiene una profunda «trinidad», constitutiva de la misma alma humana, porque: «el alma se recuerda, se comprende y se ama»[36]. Esta triple conciencia se explica por tres dimensiones constituyentes del alma espiritual en una misteriosa unidad, que denomina mente, noticia y amor[37]. Como permiten que esté presente a sí misma, se conozca y se ame, son así una profunda semejanza trinitaria con Dios. Por ello, de la mente o memoria nace la inteligencia y emana también de la misma, por medio de la inteligencia, la voluntad. El hombre está ordenado radicalmente a Dios por su inteligencia y por su voluntad. Por ello: «en el hombre interior existe, junto con la verdad, también la misteriosa capacidad de amar, que, como un peso —ésta es la célebre metáfora agustiniana (“Mi peso es mi amor”, Confesiones, 13, 9, 10)— lo lleva fuera de sí mismo hacia los otros, y sobre todo hacia el Otro por excelencia, es decir, Dios. El peso del amor le hace constitucionalmente social (Cf. La bondad del matrimonio, 1, 1) hasta el punto de que “nadie", como escribe Agustín, “es más social por naturaleza que el hombre” (La ciudad de Dios 12, 27»[38]. Por ello, aclara Juan Pablo II, que: «Esta capacidad “impresa inmortalmente en la naturaleza inmortal del alma racional” es la señal de su grandeza suprema: “en cuanto es capaz y puede ser partícipe de la naturaleza suprema, el hombre es una gran naturaleza" (Sobre la Trinidad, XIV, 4, 6)»[39]. Añade que, además San Agustín, al hombre: «lo ve también como un ser indigente de Dios, en cuanto necesitado de la felicidad, que no puede encontrar sino en Dios. “La naturaleza humana fue creada en grandeza tan excelsa, que, dado que es mudable, sólo adhiriéndose al bien mudable, que es el Sumo Dios, puede conseguir la felicidad, y no puede colmar su indigencia sin ser feliz, pero para colmarla no basta nada que no sea Dios" (La ciudad de Dios, XII, 1, 3) [40].

439. ––Después de indicar que la verdad esta en el alma y la importancia que ello tiene para San Agustín, ¿cómo explica el Aquinate el modo de estar la verdad en las cosas? ––En este mismo lugar de la Suma contra los gentiles, precisa seguidamente Santo Tomás que: «la verdad no está en el alma tan sólo a la manera como se dice que Dios está por esencia en todas las cosas, ni como está en todas ellas por su semejanza, ya que cada cosa en tanto se dice ser verdadera en cuanto que participa de la semejanza divina; pues así el alma no aventajaría en nada a todo lo demás»[41]. Hay una presencia de la verdad en el alma, en cuanto que todas las cosas son verdaderas. Como explica Santo Tomás en otras obras, en San Agustín el término verdadero tiene tres sentidos[42].

La verdad se toma en un sentido fundamental, lo que precede y funda la verdad en los otros dos sentidos. «Lo verdadero es lo que es»[43], es la entidad, la realidad de las cosas. Un segundo sentido es el de la verdad que está en el entendimiento. Declaraba San Agustín: «la verdad es aquello por lo que se hace ostensible lo que es»[44]. La verdad en este sentido es lo que expresa el entendimiento de la realidad, y, por tanto, lo que está en el entendimiento judicativo[45]. Finalmente verdadero significa la verdad que está en las cosas, su propiedad de ser inteligibles, de poder ser captadas por el entendimiento, lo que después se llamó verdad trascendental, por su máxima universalidad. Afirma en el mismo lugar:. «la verdad es la semejanza suma con el principio, sin alguna desemejanza»[46] . A este último sentido se refiere Santo Tomás, en la exposición de la Suma contra los gentiles[47], porque según la definición de San Agustín la correspondencia del ente al entendimiento lo es previamente al divino, en cuanto que está en él la verdad ejemplar de todas las cosas. La participación del entendimiento humano de esta verdad permite al hombre juzgar según esencialidad o necesidad. Por ello, «la verdad es aquello que según lo cual juzgamos de las cosas inferiores»[48]. La verdad, en el segundo sentido, la que está en el alma, explica Santo Tomás que lo está de: «un modo especial: en cuanto que conoce la verdad. Por lo tanto, así como el alma y las demás cosas se dicen ciertamente verdaderas en sus naturalezas porque tienen la semejanza de aquella suma naturaleza, que es la Verdad misma, porque su entender es su propio ser, así lo que el alma conoce es verdadero, en cuanto que tiene en sí la semejanza de aquella divina verdad que Dios conoce».

440. ––¿Qué eternas

infiere

el

Aquinate

de

la

doctrina

agustiniana

de

las

verdades

? ––Antes de ofrecer su conclusión, Santo Tomás explica el modo como se consigue esta verdad. Para ello, nota que: «en la Glosa, sobre el dicho del Salmo: “disminuyeron las verdades entre los hombres” (Sal 11, 2), se dice que “así como de una sola cara resultan muchas en el espejo, así de una primera Verdad resultan muchas verdades en las mentes humanas”». Comenta, seguidamente: «Aunque las cosas diversas son conocidas y creídas de diversa manera por los diversos hombres, sin embargo, hay algunas cosas verdaderas en las que todos concuerdan, como son los primeros principios del entendimiento, tanto especulativo como práctico, de modo que en la mente de todos se produce universalmente como una especie de imagen de la divina Verdad. Luego, en cuanto una mente ve en dichos principios lo que conoce con certeza –y según ellos lo enjuicia todo mediante un procedimiento resolutivo en ellos mismos– , dícese que lo ve todo en la divina Verdad o en las razones eternas, y según ellas juzga de todo lo demás». Para confirmar su interpretación de la doctrina agustiniana de la iluminación y de las verdades divinas, añade Santo Tomás: «confirman este sentido las palabras mismas de San Agustín en el libro de los Soliloquios, quien dice: “los teoremas de las ciencias se ven en la Verdad divina, como estas cosas visibles en la luz del Sol” (Véase Soliloquios, I. 8, 15). Las cuales, como nos consta, no vemos en el cuerpo mismo del sol, sino por la luz, que es una semejanza de la claridad solar impresa en el aire y en cuerpos parecidos». Interpretación que mantendrá en la Suma teológica, tal como se ha indicado más arriba.

De todo ello, se puede inferir, concluye Santo Tomás, que:«de las palabras de San Agustín no se deduce que veamos a Dios por su esencia en esta vida, sino sólo como en un espejo. Esto mismo confiesa el Apóstol sobre el conocimiento en esta vida, al decir. “Ahora vemos por un espejo y oscuramente” (1 Cor 13, 12)». Por ultimo, para explicar el sentido de esta conclusión, añade: «Aunque este espejo, que es la mente humana, represente de más cerca de Dios que las criaturas inferiores, no obstante, el conocimiento de Dios que puede suministrar la mente humana no supera el género de conocimiento que parte de las cosas sensibles; pues incluso el alma conoce su propia esencia partiendo del conocimiento de las naturalezas sensibles, según se dijo. Luego por este camino no puede conocer a Dios de una manera más elevada que la de conocer la causa por el efecto»[49].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c.47. [2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, sed c. [3] San Agustín, Carta. CXL,VII, 13.; [4] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, in c. [5] 2 Cor 12, 2-4. [6] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, in c. [7] Ibíd., II-II, q. 175, a. 1, in c. [8] Ibíd., II-II, q. 175.a. 2, ad 1. [9] Ibíd., II-II, q. 175, a. 3, ad 1. [10] Ibíd., II-II, q. 175, a. 3, ad 2. [11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 47. [12] San Agustín, Sobre la Trinidad, IX, 7, 12. [13] Ídem, Comentarios a los Salmos, Sal 41, 2. [14] Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 84, a. 5, in c. [15] San Agustín, Confesiones XII, c. 25. 35. [16] ÍDEM, Soliloquios, I, c. 15, n. 27. [17] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 47.

[18] San Agustín, Sobre la Trinidad , XII, 2, 2. [19] SanTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 47. [20] SAN AGUSTÍN, Soliloquios, II, q. 19, 33. [21] ÍDEM, Comentarios a los Salmos, 145, 5. [22] ÍDEM, El libre albedrío, II, 8, 21 [23] Ibíd., II, 10, 28,. [24] Ibíd., II, 12, 34. [25] Ibíd., II, 15, 39. [26] ÍDEM, Soliloquios, I, 2, 7. [27] Ibíd., I, 1, 3. [28] Ídem, Sobre la verdadera religión, XXXIX, 72. [29] ÍDEM, Carta I, 1. [30] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, IV [31] Ibíd., II, 2. [32] Benedicto XVI, Audiencia general, San Agustín (3), 30 enero 2008. [33] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, II, 2. [34] Ibíd., Benedicto XVI, después de citar la conclusión de Augustinus Hipponensis, escribe que a «la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero», San Agustín dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): “Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz". (Benedicto XVI, Audiencia general, San Agustín (3), 30 enero 2008). [35] San Agustín, Sobre la Trinidad, XIV, 4, 6. [36] Ibíd., XIV, 8, 11. [37] Cf. Ibid., IX, 4, 5. [38] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, II, 2. [39] Ibíd. Al explicar lo que es la naturaleza humana, escribía el tomista Jaime Bofill: «Más sea lo que sea aquello que el hombre quiere hacer de sí mismo, y lo que el hombre piense de sí mismo, en el fondo más íntimo de su ser, su naturaleza es una réplica y un deseo de Dios. En el fondo de todas sus veleidades y de todos sus deseos hay en el hombre una apetencia fundamental una ordenación radical que debe cumplir, sino quiere frustrar su destino: en el fondo de toda su sed de bienes hay una sed del Bien. La imagen de Dios que hay en él indica que está destinado a Dios» (Jaime Bofill, El hombre y su destino, en Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 75-87, p. 82).

[40] Ibíd. Afirmaba también Bofill que: «Todo este movimiento hacia Dios de nuestras potencias superiores penetra y arrastra así mismo nuestro psiquismo inferior (…) Es el hombre entero, el que tiende hacia Dios y está destinado a Dios; y si tan sólo por lo que en él hay de espíritu puede alcanzar directamente su fin, sin embargo, el resto de sus facultades interviene siempre; ya con una actividad preparatoria en este mundo, ya participando, en el otro, por redundancia, del bien que nuestra parte más noble disfruta» (Jaime Bofill, El hombre y su destino, op. cit., p. 86). [41] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 47. . [42] Santo Tomás, Sobre la verdad, q.1, a. 1, in c.; e ÍDEM, Suma teológica, I, q. 16, a. 1, in c. [43] SAN Agustín, Soliloquios, II, 5, 7. A este sentido se refieren las siguientes palabras iniciales del capítulo primero de El criterio, de Jaime Balmes: «El pensar bien consiste o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas» (Jaime Balmes, El criterio, en Obras completas, Madrid, BAC, 1948, 8 vv., vol. III, pp. 551-755,: v, III, 1, p. 553). [44] Ídem, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66. [45]Balmes dirá que: «La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tales como son» (Jaime Balmes, El criterio, op. cit., 60, p. 754, [46] SAN AGUSTÍN, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66. [47] SANTO TOMÁS, Suma contrs los gentiles, III, c. 47. [48] SAN AGUSTÍN, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66. [49] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, 47

XLI. La vida en la gloria 441. ––En varios capítulos, a partir del treinta y ocho, de la tercera parte de la Suma contra gentiles, se ha demostrado –indica el Aquinate– que: «la felicidad última del hombre no consiste en el conocimiento de Dios con que generalmente le conocen todos o muchos según cierta estimación confusa, ni tampoco en el conocimiento de Dios que se adquiere por vía de demostración en las ciencias especulativas; ni en el conocimiento de Dios que se conoce por fe». También que se ha probado, en los mismos, que: «no es posible llegar en esta vida a otro conocimiento de Dios más alto con qué conocer su esencia, o, al menos entender las otras substancias separadas para que por ellas pudiéramos conocer a Dios de más cerca». Sin embargo, por otra parte, como igualmente se evidenció en el capítulo anterior: «es preciso poner la felicidad última en algún conocimiento de Dios». Por consiguiente, se impone la siguiente pregunta: ¿la felicidad última del hombre está en esta vida? ––Declara Santo Tomás que no sólo no se da, sino que además: «es imposible que esté en esta vida la felicidad última del hombre». Da muchos argumentos para probarlo. El primero se basa en que: «El último fin del hombre pone término a su apetito natural, de tal manera que, conseguido, ya no se busca nada; pues si se mueve hacia algo, todavía no tiene el fin en que descansar». Esta situación no se da en esta vida, porque: «cuanto más entiende uno tanto más aumenta su deseo de entender, lo cual es cosa natural al hombre; a no ser que casualmente hubiera quien todo lo entendiese, cosa que no se da en esta vida en quien sea solamente hombre, ni es posible

que se dé, puesto que en esta vida no podemos conocer las substancias separadas, que son lo más inteligible, según se dijo (III, c. 45)». En el segundo argumento, para probar que «no es posible que en esta vida esté la felicidad última del hombre», se parte de este principio: «Todo lo que se mueve hacia el fin desea naturalmente establecerse y descansar en él». Por ello, la felicidad, que desea por naturaleza como fin último, en su aspecto subjetivo, requiere una «estabilidad inmutable». En cambio: «en la vida presente no hay una estabilidad segura: pues a cualquiera, por más que se le llame feliz, pueden sobrevenirles enfermedades e infortunios, por los cuales se ve impedido de aquella operación cualquiera que sea, en que se pone la felicidad». Esta felicidad no puede ser la suprema o la última, porque siempre es insegura por las amenazas externas y por su limitación en el tiempo. Un tercera prueba es parecida a la anterior, porque se atiende a la amenaza del mal. Si se tiene en cuenta que «la felicidad es un bien perfecto» y, que «bien perfecto es el que carece totalmente de mezcla de mal», puede decirse que: «no es posible que el hombre en su estado actual esté inmune de todo mal, no sólo corporal, como el hambre, la sed, el calor y el frío, etc., sino también de mal espiritual» Sobre estos males espirituales nota que: «nadie hay que alguna vez no se inquiete por las pasiones desordenadas y que en ocasiones no abandone el medio en que consiste la virtud, por defecto o por exceso, incluso quien no se engañe en algunas cosas o ignore lo que desea saber, o se forme una débil opinión de aquello de que quisiera estar cierto»[1]. La conclusión de este argumento es muy concisa: «nadie es feliz en esta vida», Esta afirmación de Santo Tomás, que puede ser sorprendente para algunos, sin negarla, se precisa con estas palabras del tomista Torras y Bages: «El padecer enseña: y quien no lo conociera no conocería la vida en toda su realidad, porque el sufrimiento es parte imprescindible de ella. Así como no hay en la tierra luz sin sombra, tampoco hay vida sin sufrimiento. Querer ignorarlo, taparlo con aparentes placeres, hacerse la ilusión de que la vida solamente nos ha de proporcionara satisfacciones, es un engaño, es un atentado a la verdad, inventado por la cobardía; y el hombre ha de armarse por la lucha escuchando el oráculo de la antigua revelación que le dice: “la vida del hombre sobre la tierra es un combate” (Job, 7, 1)»[2]. Incluso el sufrimiento en la vida práctica del hombre se puede ver como necesario, porque: «el sufrimiento o la contrariedad son un ingrediente tan íntimo en la vida terrenal, que sin él se vuelve asquerosa y hasta insoportable. No habría nada peor, si esto fuera posible que un hombre que no tuviera ningún dolor de cabeza, ninguna contrariedad, que todo fuera a su gusto, que nadie le contradijera, que todo el mundo le diera la razón, que todo el mundo le obsequiara, que al momento tener una apetencia enseguida experimentara su satisfacción; quien viviera en esta atmósfera se ahogaría»[3]. No podría soportar la monotonía de las satisfacciones, que hace que se conviertan en hastíos.

442. ––¿Cuáles son los otros argumentos del Aquinate que prueban la felicidad perfecta y última no existe para nadie en la vida terrenal? ––El examen del problema de la vejez y del primordial de la muerte le sirven a Santo Tomás para aportar otros tres argumentos sobre la felicidad en esta vida. El primero se refiere a la postrera edad de la vida humana. Se argumenta: «Si la felicidad consiste en una operación perfecta según un perfecto poder intelectual o moral, es imposible que el hombre llegue a ella si no es después de largo tiempo. Y esto se ve principalmente en el orden especulativo, en el cual se pone la felicidad última del hombre, como se ha dicho (III, c. 37), pues apenas en su edad última puede llegar el hombre a lo perfecto en la especulación científica; y entonces para la mayoría, poco queda de vida. No es pues posible que en esta vida la felicidad última del hombre».

En el siguiente, muy breve pero de gran contundencia, se dice: «El hombre rehuye naturalmente la muerte y se entristece por ella, no sólo en el momento de sentirla, sino incluso cuando piensa en ella. Pero en esta vida no puede conseguir no morir» y, por tanto, no puede ser completamente feliz. La tristeza que le acompaña siempre por la espera desolada y hasta angustiosa de lo inevitable, y que no tienen los animales, es otro impedimento para la felicidad perfecta del hombre. Por último, la tercera prueba utiliza como medio demostrativo el sufrimiento y la muerte. Se argumenta: «Cuanto más deseamos y amamos una cosa, mayor dolor y tristeza nos produce su pérdida. Lo que más se desea y se ama es la felicidad. Luego su pérdida produce la mayor tristeza. De darse la felicidad en esta vida es cierto que se perdería, al menos por la muerte». La felicidad terrena iría acompañada por la tristeza de su inevitable final y no podría ser una felicidad verdadera. Además estafelicidad, por otra parte: «tampoco dudaría todo el tiempo hasta la muerte, pues a cualquier hombre le pueden sobrevenir en esta vida enfermedades que le impidan totalmente obrar la virtud, como son el frenesí y otras que quitan el uso de la razón». Es innegable que, por los sufrimientos y por la certeza del final terrenal: «tal felicidad siempre estaría naturalmente acompañada por la tristeza, Por lo tanto no sería la felicidad perfecta»[4]. Escribía el filósofo agustiniano Agustín Fernández del Valle: «Los animales –válgame la redundancia- mueren su propia muerte, de una manera ciega, apacible, siempre igual. Se acuestan resignadamente a la espera de la muerte. Parecen tener un presentimiento –instintivo, sensible– de su inminente morir. Perciben el acaecer sin inquirir sus causas. Sienten los procesos fisiológicos graduales que paralizan y descomponen los órganos de su cuerpo, pero estas sensaciones no son rigurosamente, un saber»[5]. Además: «la muerte de los animales tiene un carácter unívoco», en todos se da la misma modalidad. «En los hombres, en cambio, la muerte no tiene un sentido unívoco, sino análogo. Hay miles de modos diversos de morir. Y sin embargo, todos ellos conservan una unidad o conexión fundamental: son modos de morir humanos»[6]. En consecuencia: «Mientras que para los animales la muerte es un puro acaecer natural, para los hombres la muerte es un problema, un drama extraño y difícil. Todo animal está preparado, por su propia naturaleza, para morir perfectamente en cualquier momento. Sólo los hombres se preparan para su muerte, toman las medidas que juzgan adecuadas. En los más egregios ejemplares de la especie humana, la muerte ha sido esperada, presentida, madurada (…) Ciertos enfermos, y los ancianos, sobre todo, presienten la proximidad de la muerte (…). Callamos para ser, por lo menos en parte, tierra. Es triste decir adiós. No quisiéramos abandonar nada de nuestro existir»[7]. El sufrimiento y la muerte, ingredientes inexorables de la vida humana, acompañan siempre toda felicidad, que pueda darse en la misma, y, por ello, queda así empañada por la tristeza.No obstante, como notaba Torras y Bages: «El sufrir pone en evidencia muchas cosas, aclara la vista del entendimiento; y todos los hombres hemos de dar gracias a Dios porque en los caminos de la vida hayamos encontrado sufrimientos y humillaciones, que nos han conducido al reino de la verdad. El sufrimiento ha hecho más sabios que la filosofía»[8]. Para confirmarlo, cita el siguiente pasaje de la Escritura: «Más vale ir a la casa de luto que a la casa de convite, porque en aquella se recuerda el fin de todos los hombres y el que vive piensa cual será el futuro»[9]. Comenta seguidamenteTorras y Bages: «El hombre pone la sensatez en la casa del dolor y la pierde en las casas de jolgorio»[10].

443. ––Respecto a la felicidad última del hombre, tal como refiere el Aquinate a continuación, «parece que la posición de Aristóteles» fue la siguiente: «los hombres no pueden tener la felicidad, tomada en su sentido genuino, y sólo participan algo de ella (…) y por eso en la Ética (I, c. 11), al preguntar si los infortunios quitan la felicidad, después de haber demostrado que consiste en las obras virtuosas, que parecen ser lo más permanente que hay en esta vida, termina diciendo que aquellos que tienen en la vida dicha perfección son felices “como hombres”, o sea, que no alcanzan en todo su integridad, sino de un modo humano». El hombre, por consiguiente, alcanzaría en esta vida la felicidad según el modo que le corresponde como hombre ¿No representa ello una objeción a la conclusión de la imposibilidad de que el hombre alcance la felicidad última en su vida? ––A esta conclusión, llegó Aristóteles, como indica Santo Tomás, desde las dos mismas premisas que han permitido sostener que en esta vida no encuentra la felicidad total. En la primera se afirma: «la felicidad es un bien de la naturaleza intelectual, la felicidad perfecta y verdadera es propia de aquellos seres que tienen una naturaleza intelectual perfecta, a saber, las substancias separadas». En la segunda, que la felicidad: «en los hombres es imperfecta, a manera de cierta participación, pues no pueden llegar a entender plenamente la verdad sino mediante un movimiento inquisitivo; y con respecto a lo que es por naturaleza lo más inteligible, fallan totalmente, como ya se ha dicho (III, c. 45)». Sin embargo, la solución de Aristóteles no «desvirtúa» los argumentos probativos anteriores. Para su explicación nota Santo Tomás que: «el hombre, aunque por orden natural es inferior a las substancias separadas, es, no obstante, superior a las criaturas irracionales. Luego consigue su fin de un modo más perfecto que ellas. Las irracionales lo alcanzan de tal modo que nada más desean; por ejemplo (…) los animales, cuando gozan de los deleites sensibles, aquietan también su natural deseo. Luego, con mayor razón será preciso que, cuando el hombre llegue a su fin, se aquiete su natural deseo». Ello es un problema para el hombre, porque: «esto no puede darse en esta vida. Luego, el hombre no consigue la felicidad, que se identifica con su propio fin, en esta vida, como se ha demostrado». Sin embargo, a diferencia de Aristóteles, infiere seguidamente Santo Tomás que: «luego, tendrá que alcanzarla después». Indica que se llega a esta conclusión, porque: «Es imposible que un deseo natural sea inútil, “pues la naturaleza nada hace en vano”. Si nunca se pudiera conseguir, sería un deseo inútil. Luego, es posible llenar el deseo natural del hombre. No en esta vida, como se ve. Luego, después de ella. Por lo tanto, la felicidad última del hombre será después de esta vida». Sin tener clara la inmortalidad del alma y: «al ver Aristóteles que el hombre en esta vida no tiene otro conocimiento que el de las ciencias especulativas, opinó que no consigue la felicidad perfecta, sino sólo a su manera». Aunque queda así superada la opinión de Aristóteles, sin embargo, Santo Tomás comenta: «Esto basta para ver que ansiedades no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios; ansiedades de las que nos libramos nosotros afirmando, sobre la base de las pruebas expuestas, que el hombre puede llegar a la verdadera felicidad después de esta vida, siendo su alma inmortal, en cuyo estado el alma entenderá como entienden las substancias separadas, según se demostró (II, c. 81)».

444. ––Deber concluirse, por último, que el hombre sólo puede llegar a la verdadera felicidad después de esta vida?

––Concluye finalmente Santo Tomás que, por tener un alma inmortal, el hombre podrá llegar a la verdadera felicidad después de esta vida. Además que: «la felicidad última del hombre estará en el conocimiento de Dios que tiene la mente humana después de esta vida a la manera como entienden las substancias separadas. Por esto, el Señor nos promete “la recompensa en el cielo” (Mt 5, 12); y dice asimismo que los santos “serán como los ángeles, que siempre ven a Dios en los cielos” (Mt 18, 10)»[11].

445. ––Para completar esta última conclusión, escribe el Aquinate: «Es preciso indagar si el mismo conocimiento con que las substancias separadas, y el alma después de la muerte, conocen a Dios por sus propias esencias, basta para la última felicidad de las mismas». Todas las substancias espirituales son intelectuales e inteligibles a sí mismas, aunque de distinta manera las separadas, como son los espíritus angélicos, y las que informan a la materia, como las almas humanas ¿Las substancias separada, por el conocimiento de su propia esencia, pueden ver la esencia de Dios? ––Las substancias separadas aunque tengan un conocimiento directo e inmediato de su propia esencia, substancia espiritual simple, no pueden por ello conocer la esencia de Dios, porque «con tal modo de conocer no puede conocerse la esencia divina». Para probar esta tesis, hay que tener en cuenta que desde el efecto se puede conocer su causa de tres modos. Primero: «cuando el efecto se toma como medio para conocer la esencia de la causa y que es tal, como sucede en las ciencias, que demuestran la causa por el efecto». Se llega por un razonamiento, en que «hay dos conocimientos, el del efecto y el de la causa, y uno de ellos es causa del otro, ya que el conocimiento del efecto es causa del conocimiento de su causa». Segundo: «Cuando en el mismo efecto se ve la causa porque su semejanza se refleja en él, como el hombre se ve en el espejo por su imagen». En este caso: a diferencia del anterior: «hay una sola visión de ambos, pues a la vez que se ve el efecto se ve también su causa en él». No hay un proceso discursivo, sino un solo conocimiento, y al conocer un efecto de Dios se conoce al mismo tiempo la causa, cuya semejanza refleja. Tercero: «cuando la semejanza misma de la causa en el efecto es la forma por la que el efecto conoce su causa; como si un arca tuviera entendimiento y por su propia forma conociese el arte del cual procedió tal forma como semejanza suya». Tal ocurre en los ángeles, porque, al conocerse inteligiblemente a sí mismos, conocen la causa de la que son semejantes. Aunque se conozca a Dios, sin embargo: «de ninguna de estas maneras puede conocerse por el efecto la esencia de la causa, a no ser que hubiera adecuación entre el efecto y la causa, volcándose en el efecto todo el poder de la causa». No hay así efecto creado que tenga una semejanza plena y total con su causa, que permita conocer su esencia. Sin embargo, puede decirse que: «las substancias separadas conocen a Dios por su substancia, como la causa se conoce por el efecto; pero no de la primera manera, porque su conocimiento sería discursivo, sino de la segunda, en cuanto que una ve a Dios en la otra; y de la tercera, en cuanto que cada una de ellas ve a Dios en si misma». Con esta afirmación, debe precisarse que: «como ninguna de ellas es un efecto adecuado al poder divino, como se demostró (II, c. 22 y ss.), no es posible, en consecuencia, que vean por este modo de conocer la esencia divina». Les es imposible ver a Dios por esencia, conocer su substancia o su ser, que es lo mismo, porque: «la naturaleza propia de la substancia separada no es de la misma especie que la naturaleza

divina, ni siquiera de su género, según ya se demostró (I, c. 25). No es, pues, posible que la substancia separada entienda la substancia divina por su propia naturaleza». Ninguna criatura y su creador están en el mismo plano entitativo. El creador trasciende a todo lo creado. Ello no supone que desconozcan a Dios, porque: «la substancia separada conoce por su substancia de Dios que es y que es causa universal, y superior a todos los seres y separado de ellos no solo de los que son, sino incluso de los que la mente pueda concebir». Se conoce la existencia de Dios y se tiene cierto conocimiento de la esencia divina en cuanto causa de los entes, infinitamente superior a todo, trascendente, y con atributos derivados de estas propiedades divinas; lo que no es conocer lo que es Dios en sí mismo o su esencia plenamente. Además, advierte Santo Tomás que: «a este conocimiento de Dios podemos llegar incluso nosotros de algún modo, pues por los efectos conocemos que Dios existe, y que es causa de otros, superior a ellos y separado de todos. Y esto es lo último y más perfecto de nuestro conocimiento en esta vida, como dice Dionisio: “Nos unimos a Dios como un desconocido” (Sobre la teología mística, 1, 3), porque sabiendo de Él lo que no es, ignoramos, sin embargo lo que es totalmente. Por eso, para demostrar la ignorancia de este altísimo conocimiento se dice que Moisés “se acercó a la tiniebla en que estaba Dios” (Ex 20, 21)».

446. ––¿El conocimiento natural de Dios como causa, que tienen los ángele, y que también alcanzan los hombres con su razón discursiva, son idénticos? ––Declara Santo Tomás que no sólo son diferentes los conocimientos naturales de Dios como causa, en los ángeles y en los hombres, sino que además: «es preciso que este mismo conocimiento sea más elevado en las substancias separadas que en nosotros». La razón es porque: «la naturaleza inferior sólo llega con su parte más alta a lo ínfimo de la superior»[12]. Según este principio de la escala de los entes, con su entendimiento, lo superior del hombre, que se encuentra situado en un nivel más bajo que el de los ángeles, únicamente coincide con el entendimiento de estos últimos en parte y la más baja. Acude así Santo Tomás una vez más a esta tesis del Pseudo-Dionisio: «la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores»[13]. Se confirma que los ángeles conocen por naturaleza más de Dios que los hombres, porque: «cuanto más cerca y claramente se conoce el efecto de una causa, tanto más claramente aparece de la misma lo que es. Pero las substancias separadas, que por sí mismas conocen a Dios, son efectos más próximos y llevan más expresamente su semejanza que los efectos por los que nosotros conocemos a Dios. Luego ellas saben más cierta y claramente que nosotros lo que Dios es». También se puede llegar a esta misma conclusión, si se tiene en cuenta, por una parte, que: «por las negaciones se llega de algún modo al conocimiento de la cosa, como ya se dijo (III, c. 39). Cuantas más cosas y más próximas conociere alguno que no pertenecen a una cosa, tanto más se acercará a su propio conocimiento». Así, por ejemplo: «como más se aproxima a conocer con propiedad al hombre quien sabe que él no es inanimado ni insensible que quien sólo sabe que no es inanimado, aunque ninguno de los dos sepa qué es el hombre». Por otra, que: «Las substancias separadas conocen más cosas que nosotros y cosas que están más cerca de Dios y, por consiguiente, con su entendimiento separan de Dios muchas más cosas y más cercanas a Dios que nosotros. Luego más se acercan a su propio conocimiento que nosotros, aunque ni ellas mismas, por el hecho de entenderse, vean la substancia divina».

Asimismo queda revalidada la conclusión con la siguiente argumentación: «tanto más conoce uno la excelencia de alguien cuanto sabe que él es el superior jerárquico de otros más altos; por ejemplo, aunque un inculto sepa que el rey es el primero en el reino, sin embargo, como sólo conoce ciertos oficios inferiores del reino, no aprecia la eminencia del rey como otro que conoce todas las principales dignidades del reino y sabe que el rey está sobre ellas, aunque ninguno de los dos conozca el nivel de la dignidad real». Como los hombres: «sólo conocemos algunos entes ínfimos» y además aunque «sepamos que Dios está por encima de todos los entes», sin embargo, no conocemos la eminencia divina como la conocen las substancias separadas». En cambio, los ángeles: »conocen los órdenes altísimos de las cosas y saben que Dios es superior a todos ellos». Por último, Santo Tomás aporta una prueba más simple y breve. «Es evidente que la causalidad de una causa y su poder tanto más se conoce cuanto másy mayores se nos presentan sus efectos. Por esto vemos que las substancias separadas conocenmejor que nosotros la causalidad divina y su poder, aunque nosotros sepamos que Él es la causa de todas las cosas».

447. ––¿A los ángeles les basta el conocimiento superior al de los hombres de Dios Creador, obtenido por el entendimiento, para aquietar su deseo natural de Dios? ––La respuesta de Santo Tomás a esta cuestión es negativa, porque escribe: «No es posible que con tal conocimiento de Dios se sosiegue el deseo natural de las substancias separadas». Lo prueba con varias razones. La primera es la siguiente: «El conocimiento mencionado que tienen las substancias separadas de Dios es una especie de conocimiento imperfecto, puesto que no conocen la substancia divina. Porque nosotros no consideramos que conocemos algo cuando desconocemos su propia substancia; por eso lo principal en el conocimiento de una cosa es saber cuál es su esencia. Luego el deseo natural de las substancias separadas no puede apaciguarse con este conocimiento que tienen de Dios, sino más bien las incita a ver la substancia divina». A idéntica conclusión, se llega con esta segunda razón: «Por el conocimiento de los efectos se despierta el deseo de conocer la causa; por eso los hombres comenzaron a filosofar al indagar las causas de las cosas. Luego el deseo de saber, que está insertado naturalmente en todas las substancias intelectuales, no descansa si, conocidos los efectos, no conocen también la substancia de su causa. Según esto, por el hecho de que las substancias separadas conozcan que Dios es la causa de todas las cosas cuyas substancias ven, no se aquieta en ellas el deseo natural si no ven también la substancia del mismo Dios». Ambas razones revelan que: «nada finito puede apaciguar el deseo del entendimiento» y que por este «deseo natural tiende a entender la substancia divina». En el ángel esta incitación es mayor, porque: «Cuanto más cerca del fin está una cosa, tanto más lo desea; por eso vemos que el movimiento natural de los cuerpos se intensifica al llegar al fin. Pero los entendimientos de las substancias separadas están más cerca del entendimiento divino que el nuestro. Luego desean el conocimiento de Dios con mayor intensidad que nosotros». Es un hecho de experiencia que: «nosotros, por más que sepamos que Dios es y las otras cosas que ya se han dicho es (I, 43), no descansamos en el deseo, sino que deseamos ulteriormente conocerle por esencia. Luego con mayor razón lo desearán las substancias separadas. Por tanto, con el conocimiento mencionado no se aquieta su deseo». Por último, infiere Santo Tomás: «De todo lo cual resulta que la felicidad última de las substancias separadas no se halla en el conocimiento de Dios por el que le conocen en sus propias

substancias, puesto que su deseo todavía las impulsa hacia la substancia divina». El ángel, al igual que el hombre, no se conforma con el conocimiento de Dios, que obtiene desde su entendimiento, quiere conocer a Dios en sí mismo, en su esencia, aunque en el orden natural no le es posible. Todavía añade otra consecuencia derivada de la anterior. «Esto demuestra también suficientemente que la felicidad última no se ha de buscar en otra cosa que en la operación del entendimiento, puesto que ningún deseo eleva tanto como el de entender la verdad. Porque todos nuestros deseos de placer o de otra cosa que el hombre pueda desear pueden aquietarse con algo; pero el deseo mencionado no se aquieta si no llega al vértice supremo y creador de todo, que es Dios. Por esto dice a propósito la Escritura: “Yo habité en las alturas y mi trono fue columna de nube” (Ecclo 24, 7). Y también se dice que: “la sabiduría mandó sus doncellas a invitar desde lo más alto de la ciudad” (Pro 9, 3)». Finalmente Santo Tomás hace esta advertencia práctica para nosotros: «Avergüéncense, pues, quienes, estando tan alta la felicidad humana, la buscan en las cosas más bajas»[14].

448. ––Las naturalezas intelectuales tienen el deseo de ver la esencia divina y no lo pueden satisfacer por sí mismas. Sin embargo, ¿es posible que de otra manera pudieran tener un conocimiento de Dios en sí mismo y no sólo como causa? ––A esta pregunta, la respuesta de Santo Tomás es ahora afirmativa, porque, escribe: «Como es imposible que un deseo natural sea vano, y lo sería si no fuera posible llegar a entender la substancia divina, que es lo que todas las mentes naturalmente desean, es necesario decir que es posible tanto a las substancias separadas como a nosotros el ver la substancia de Dios mediante el entendimiento»[15]. El tener un deseo natural u originado por la naturaleza propia y, por tanto, necesario, no quiere decir que se satisfaga necesariamente, pero si que es posible por parte de su sujeto que se sacie. Como dijo Clive Staples Lewis, en 1941, en la Iglesia de la Universidad de Oxford: «”El hambre no prueba que vayamos a tener pan” (…) El hambre física de un hombre no garantiza que sea capaz de conseguir pan. Un hambriento puede morir de inanición en una balsa a la deriva sobre el Atlántico. Sin embargo, el hambre humana demuestra de modo inequívoco la pertenencia del hombre a una raza que necesita comer para reponer fuerzas físicas, su condición de habitante de un mundo en el que existen substancias comestibles»[16].

449.

––¿Cómo debería ser esta posible visión de Dios?

––Esta pregunta que se hace Santo Tomás, después de afirmar que según la naturaleza intelectual de los ángeles y de los hombres podrían tener tal como la desean inevitablemente, la responde con la indicación del modo del viable conocimiento de la esencia de Dios. De acuerdo con lo explicado: «la substancia divina no puede ser vista por el entendimiento mediante una especie creada. Por eso, es preciso que el entendimiento la vea a través de la misma esencia de Dios, de modo que en tal visión sea la esencia divina lo que se ve y también el medio de verla». Por Dios se ve a Dios.

450. ––Sin embargo, como dice el Aquinate, dado que: «el entendimiento no puede entender substancia alguna sin pasar previamente al acto por la información de una especie que sea la semejanza de la cosa entendida» –en el ángel por especies o formas inteligibles innatas y, en el

hombre por especies abstraídas o formas de imágenes sensibles–, pudiera parecer que no sea posible ver la substancia misma de Dios, ya que «la esencia divina es algo subsistente por sí mismo; y ya se ha demostrado que Dios no puede ser forma de nada (III, c. 26 y ss.)». Dios no puede ser forma de un entendimiento creado. ¿Cómo se resuelve esta dificultad? ––Nota Santo Tomás que: «la esencia divina puede compararse con el entendimiento creado como una especie inteligible por la que éste entiende; cosa que no puede suceder con ninguna esencia de cualquier otra substancia separada». De manera que, para entender la esencia de estos entes espirituales, como son los ángeles, tendría que obtenerse una especie inteligible de la misma, que informaría o sería forma del entendimiento que la conocería. Por consiguiente, la esencia angélica no es ni puede comparase como una especie del entendimiento humano. En cambio, no ocurre así en la esencia divina. Por un lado, ciertamente: «no puede ser forma de una cosa en cuanto al ser natural, pues se seguiría que, al juntarse con otro, constituiría una sola naturaleza, lo cual no puede ser, ya que la esencia divina es perfecta en sí por razón de su naturaleza». Por el contrario, substancias separadas como el alma humana, pueden informar al cuerpo o unirse a él como forma, porque por compartir el mismo ser substancial constituyen una sola naturaleza, sujeto del mismo, que es la naturaleza hombre, como ya ha sido explicado (nn. 223-225) Por otro lado, toda: «especie inteligible unida al entendimiento no constituye una naturaleza, sino que le perfecciona para entender». Esta función perfeccionante de todo inteligible al entendimiento que lo conoce, «no repugna a la perfección de la esencia divina», aunque no sea una forma del entendimiento como las demás.

451 ––Según lo explicado, en la contemplación del entendimiento creado de la esencia divina, ella se le une en el orden intelectivo no como un inteligible que le actuara como forma, sino con su misma presencia, que se le manifiesta. ¿Por qué se le llama visión beatífica? ––La intuición o visión intelectual de la esencia de Dios por el mismo Dios, por la que se le ve facialmente, es un conocimiento inmediato y con la presencia de lo conocido, con una analogía con la visual de los ojos. «Esta visión inmediata de Dios se nos promete en la Sagrada Escritura: “Vemos ahora como en espejo y oscuramente, pero entonces cara a cara” (1 Cor 13, 12)». Precisa seguidamente Santo Tomás: «Y es absurdo entenderlo corporalmente, como imaginando que Dios tenga cara corporal; pues se ha demostrado que Dios es incorpóreo; y tampoco es posible que con nuestra cara corporal veamos a Dios, porque la vista corporal que está en nuestra cara sólo puede ver cosas corporales. Así, pues, veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre». Esta intuición clara y simple de Dios es beatifica, proporciona la felicidad suprema o bienaventuranza, porque: «por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos participantes de su bienaventuranza; pues Dios entiende por su esencia su propia substancia, y ésta es su felicidad. Por eso, en la Escritura se dice: “Y, cuando apareciere, seremos semejantes a Él y le veremos tal como es” (1 Jn 3, 2)». Además: «el Señor dice: “Y yo os preparo un banquete, como me lo preparó mi Padre, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino” (Lc 22, 29, 30). Y esto no se ha de referir a la comida y bebida corporales, sino a la que se toma en la mesa de la Sabiduría, sobre lo cual dice la Sabiduría en la Escritura: “Comed mis panes y bebed el vino que he mezclado para vosotros” (Prov 9, 5). Luego en la mesa de Dios comen y beben quienes gozan de la misma felicidad con que Él es feliz, viéndole como El se ve a sí mismo»[17].

La vida eterna es, por tanto: «la unión con Dios. Dios mismo es el premio y fin de todos nuestros trabajos (…) a su vez, esta unión consiste en visión perfecta (…) Consiste también en excelsa alabanza, como dice San Agustín: “Veremos, amaremos, y alabaremos” (La ciudad de Dios, XII, c.30, 1)»[18].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, III, c. 48. [2] José Torras y Bages, La ciència del patir, en Obras completas, Barcelona, Foment de Pietat Catalana, 1925, 10 vv., v, 9, pp. 205-230, p. 211. [3] Ibíd., pp. 211.212. [4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, III, c. 48. [5] Agustín Basave Fernández del Valle, Metafísica de la muerte, México, Editorial Limusa, 1983, pp. 59. [6] Ibíd., pp. 59-60 [7].Ibíd., p. 60. Notaba asimismo el profesor Basave que: «Propiamente no tenemos la experiencia de la muerte de otro. Asistimos a su agonía, pero no a su muerte. Ni siquiera la desaparición la podemos experimentar claramente, porque el muerto no desaparece verdaderamente para sus prójimos –el cadáver no es una cosa– y la existencia en común con su persona no queda rota sin más» (Ibíd., p. 62). [8] José Torras y Bages, La ciència del patir , op. cit., p. 214. [9] Ecle 7, 3. [10] José Torras y Bages, La ciència del patir, op. cit., p. 216. [11] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 48. [12] Ibíd., III, c. 49.

[13] Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, VII, 3.

[14] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 50. [15] Ibíd., III, c. 51.

[16] C.S, Lewis, El diablo propone un brindis, en ÍDEM, El diablo propone un brindis y otros ensayos Madrid, Ediciones Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 115-130, p. 120. Añade seguidamente: «De igual modo, aun cuando no creo que mi deseo de alcanzar el Paraíso pruebe que habré de gozar de él (aunque sí desearía hacerlo), considero ese anhelo una indicación bastante buena de su existencia y la esperanza de algunos seres humanos de merecerlo» (Ibíd., p. 120). [17] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 51. [18] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 12

XLII. La luz de la gloria 452. ––¿En la otra vida, el alma humana podrá alcanzar la visión divina por su naturaleza o por sí misma ? ––Declara Santo Tomás que: «No es posible que una substancia creada pueda alcanzar por su propia virtud aquel modo de visión divina». La razón que da parte del siguiente principio: «Lo que es propio de una naturaleza superior no puede ser alcanzado por la inferior sin la acción de la naturaleza superior a la cual pertenece; como el agua no puede llegar a calentarse sin la acción del fuego». Si se aplica a Dios y a las criaturas, se advierte que: «el ver a Dios por la misma esencia divina es propio de la naturaleza divina, pues es propio de quien obra que obre por su propia forma». Por consiguiente: «ninguna substancia intelectual puede ver a Dios por la misma esencia divina si Él no lo hace», si no hace que le pueda ver de manera semejante a como Él se ve a sí mismo. Por sí misma, por tanto, ni en esta vida ni en la gloria, puede ver la esencia de Dios. De manera que: «Es imposible que una substancia creada llegue a dicha visión sin contar con la acción de Dios». Para ello: «es preciso que la misma esencia de Dios se una al entendimiento». Esta última afirmación confirma la tesis de la necesidad de la acción divina para verle, porque, por una parte, como se ha probado (I, c. 45): «lo que es por sí es causa de lo que es por otro (Aristóteles, Física VIII, 5). El entendimiento divino ve por sí mismo la substancia divina, pues él es la misma esencia divina, por la cual se ve la substancia de Dios», como también ya se probó. Por otra: «el entendimiento creado ve la substancia divina por la esencia misma de Dios, como por algo distinto de sí». Por consiguiente: «tal visión no puede sobrevenir al entendimiento creado sin la acción de Dios». También lo prueba Santo Tomás por la trascendencia absoluta de Dios, y también de todo lo sobrenatural sobre lo natural. Afirma que: «Nada de cuanto rebasa los límites de una naturaleza puede sobrevenirle a ella sin la acción de otro, como el agua no tiende hacia arriba si otro no la mueve. El ver la substancia de Dios trasciende los límites de toda naturaleza creada; pues lo propio de toda naturaleza intelectual creada es que entienda en conformidad con su modo de ser substancial, y así no puede entender la substancia divina, como ya se demostró (III, c. 49). Luego es imposible que entendimiento creado alguno llegue a la visión de la substancia divina sin la acción de Dios, el cual trasciende a toda criatura»[1].

453. ––¿Estas conclusiones del Aquinate son puramente filosóficas y teológicas? ––La conclusión de todos los argumentos la confirma Santo Tomás por la Escritura, porque se dice en ella que «la gracia de Dios es vida eterna»[2]. Explica después de citar este versículo:

«Se ha demostrado ya que en esa visión divina consiste la felicidad del hombre, que se llama vida eterna; a la cual decimos que únicamente llegamos por la gracia de Dios, porque tal visión excede todo el poder de la criatura y no es posible llegar a ella sin un don divino; y todo cuanto le viene a la criatura de este modo se considera como gracia de Dios. Pues dice la Escritura: “Me manifestaré yo mismo a él” (Jn 14, 21)»[3].

También en su comentario a este versículo sobre la vida eterna, se lee: «Habiendo dicho que los justos tendrán vida eterna, la cual ciertamente no se puede obtener sino por la gracia, por eso el hecho mismo de que obremos el bien y de que nuestras obras merezcan la vida eterna, es por la gracia de Dios. Por eso también se dice en el salmo: “la gracia y la gloria dará el Señor” (Sal 83, 12)»[4]. Al comentar estas últimas palabras, se preguntaba San Agustín: «¿Qué gracia? Aquella de la que él mismo (San Pablo) dijo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor 15, 10). ¿Qué gloria? Aquella de la cual él mismo escribió: “Me está reservada la corona de justicia” (2 Tim 4, 8)»[5]. Concluye en este lugar Santo Tomás: «Y así, nuestras obras si se consideran en su naturaleza y en cuanto que proceden del libre albedrío del hombre, no merecen de condigno (o por justicia) la vida eterna, sino tan sólo en cuanto que proceden de la gracia del Espíritu Santo. De aquí se dice que el agua que Él da “se hace fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14)»[6].

454. ––¿Cómo logra el alma humana, en la otra vida, con la acción divina contemplar a Dios ––Para contemplar a Dios: «Es preciso que el entendimiento creado sea elevado por alguna influencia de la bondad divina a tan excelsa visión». Sobre este influjo en el entendimiento, se concreta que debe hacer que este último tenga una especial semejanza o participación con el entendimiento divino, porque: «es imposible que lo que es forma propia de una cosa se haga forma de otra, a no ser que ésta participe alguna semejanza de aquella a la que pertenece; pues la luz no se hace acto de un cuerpo, si éste no participa de alguna diafanidad. Más la esencia divina es la forma propia inteligible del entendimiento divino y está proporcionada a él; pues en Dios son una sola las tres cosas siguientes: el entendimiento, el medio de entender y lo entendido». Se debe concluir, por consiguiente, que: «es imposible que la misma esencia divina se haga forma inteligible de un entendimiento creado, como no sea que el entendimiento creado participe alguna semejanza divina. Luego esta participación de la semejanza divina es necesaria para ver la substancia de Dios».

455. ––¿En qué consiste tal participación o semejanza del entendimiento divino, que recibe el entendimiento creado? –– Como la «esencia divina es una forma más elevada que todo entendimiento creado (…) para que la esencia divina se haga especie inteligible» de la misma, que es la condición necesaria para su visión, es preciso que: «el entendimiento creado sea elevado con alguna disposición superior». Esta disposición implicará un cambio en el entendimiento humano, porque: «si suponemos que un entendimiento creado empieza en un instante dado a ver la substancia de Dios, es preciso, según lo indicado, que se le una en tal instante la esencia divina como especie inteligible. Pero es imposible que la esencia divina se cambie, como se demostró (I, c. 13). Será, pues, necesario, que tal unión comience a ser por un cambio del entendimiento creado; mutación que sólo puede consistir en que el entendimiento creado reciba en ese instante alguna disposición». La necesidad de esta disposición o nueva capacidad, se advierte también si se supone que: «un entendimiento creado gozaba desde el principio de su creación de tal visión. Pues si dicha visión excede el poder de la naturaleza creada, según se probó (III, c. 52), se podrá comprender que cualquier entendimiento creado estará constituido en su propia especie natural sin capacidad para ver la substancia de Dios. Por eso, si en un principio o después comienza a ver a Dios es preciso añadir algo a su naturaleza». Este «algo», que le dará el nuevo poder de ver a Dios, en un requisito imprescindible, porque: «no basta el aumento por intensificación de su poder natural, porque tal visión no es de la misma naturaleza que la visión natural del entendimiento creado, como consta por la distancia de lo visto. Por lo tanto, es menester que se haga un aumento del poder intelectivo por la recepción de una nueva disposición».

456. ––¿Cuál es la naturaleza de esta disposición, que hace que el entendimiento de la criatura espiritual participe de alguna semejanza divina, que como refuerzo y elevación sobrenaturales, permita la visión beatífica? ––En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, que prueba la necesidad de tal disposición para ver la esencia de Dios, se indica que: «la disposición con que el entendimiento creado es elevado a la visión de la substancia divina se llama convenientemente “luz de la gloria”»[7]. En la Suma teológica, también sostiene Santo Tomás que: «para que una cosa sea elevada a algún acto está fuera del alcance de su naturaleza, es indispensable que previamente se le prepare dándole una disposición superior a ella misma». Por ello: «cuando un entendimiento creado ve la esencia de Dios, es la misma esencia divina la que se hace forma inteligible a tal entendimiento; por lo cual necesita éste que se le añadaalguna disposiciónsobrenatural que lo eleve a tanta grandeza». Precisa seguidamente, que: «como el poder natural del entendimiento creado no es suficiente para ver la esencia de Dios, como se ha demostrado (a. 4), es indispensable que, en virtud de la gracia, se le acreciente su poder intelectual, y este acrecentamiento de poder es lo que llamamos iluminación del entendimiento, así como llamamos luz al objeto inteligible»[8]. De ahí que: «se dice en un salmo: “En tu luz veremos la luz” (Sal 35, 10)»[9]; y nota Santo Tomás que: «Esta es también la luz de que se habla en el Apocalipsis, cuando dice, refiriéndose a la sociedad de los bienaventurados que ven a Dios, que “la claridad de Dios la ilumina” (Ap 21, 23)

y merced a esta luz se hacen deiformes, esto es, semejantes a Dios, como se dice en el Evangelio: “Cuando aparezca, seremos semejantes a Él y le veremos tal cual es”(Jn 3, 2)»[10]. La luz de la gloria no es el mismo Dios, que ciertamente es «luz inteligible», sino una «luz creada»[11], porque: «si para ver la esencia divina se necesita de una luz creada, no es con objeto de hacer inteligible con ella la esencia de Dios, que ya es inteligible por sí, sino para que el entendimiento adquiera poder suficiente para entender, al modo como el hábito hace más potente las facultades para la acción, y también a la manera como es precisa la luz corporal para ver los objetos, por cuanto hace que el medio sea de hecho transparente, para que el color llegue a los ojos»[12]. La creada e infusa luz de la gloria «hace deiforme a la criatura»[13]. Por ello, hace al entendimiento capaz de realizar el acto de ver a Dios, porque: «para ver la esencia divina no se requiere esta luz en calidad de imagen representativa de Dios, sino como perfección que robustece el entendimiento para que le vea. Por tanto, puede decirse que no es medio “en el que” se vea a Dios, sino “por el que se le ve”, cosa que no impide la visión directa»[14].

457. ––¿Por qué dice el Aquinate. en el pasaje citado de la “Suma contra gentiles”, que esta disposición intelectual operativa se le denomina «convenientemente» luz de la gloria». ––Explica Santo Tomás que: «Como nosotros llegamos al conocimiento de lo inteligible partiendo de lo sensible, por eso trasladamos incluso los nombres del conocimiento sensible al inteligible, y principalmente a los que pertenecen a la vista, porque es el más alto y espiritual entre los demás sentidos y, en consecuencia, el más afín al entendimiento; ésta es la causa de que se llame “visión” al mismo conocimiento intelectual»[15]. Este «traslado» de nombres, que es posible por la denominada analogía de proporcionalidad, utilizada en la metafísica de Santo Tomás, se comprende claramente desde el concepto de «transposición», utilizado por Clive Staples Lewis y que probablemente toma del sentido gramatical de alterar el régimen en la aplicación de dos partes de la oración, que se utiliza como figura retórica, llamada también hipérbaton. Lo define por la «adaptación de un medio más rico a otro más pobre»[16]. Lo explícita con estos ejemplos: «Si escribimos una lengua con veintidós sonidos vocálicos en un alfabeto con cinco caracteres vocálicos exclusivamente, será preciso dar más de un valor a cada uno de ellos. Si hacemos una versión para piano de una pieza compuesta originalmente para orquesta, las notas de piano que representan las flautas en un pasaje deberán simbolizar los violines en otro»[17]. Otro ejemplo todavía más claro es el del dibujo: «El problema del dibujo consiste en representar un mundo tridimensional en una hoja de papel plana. La solución es la perspectiva. Perspectiva significa dar más de un valor a una figura bidimensional». Precisa, el medievalista inglés, sobre estos ejemplos, que hay que tener en cuenta, en primer lugar, que: «En los dos casos hace falta obviamente conocer el medio superior para entender lo que ocurre en el inferior». Así: «entendemos la pintura única y exclusivamente porque conocemos y habitamos el mundo tridimensional»[18]. Si hubiera alguien que sólo pudiera captar dos dimensiones, no aceptaría, por ejemplo, al ver lo que en la pintura es como un triángulo fuese al mismo tiempo una carretera en el mundo tridimensional. Pensaría probablemente que los demás: «se niegan a hablarme de ese otro mundo y su figuras inimaginables llamadas sólidos. ¿No es extremadamente sospechoso que las figuras que me presentan como imágenes o reflejos de los sólidos se conviertan, al inspeccionarlas detenidamente, en las viejas figuras bidimensionales de mi propio mundo tal

como lo he conocido siempre? ¿no es evidente que su tan cacareado mundo, lejos de ser el arquetipo, es un sueño cuyos elementos le han sido prestados por este otro?». En segundo lugar, nota Lewis que: «el término simbolismo no es adecuado en todos los casos para expresar la relación entre el medio más elevado y su transposición en el más bajo». Así, por ejemplo, ocurre en el lenguaje, porque: «la relación entre el habla y la escritura es simbólica. Los caracteres escritos existen exclusivamente para el ojo, las palabras habladas para el oído». Por tanto: «entre ambos existe discontinuidad completa. Ninguno de ellos se parece al otro ni es causa suya. El uno es simplemente un signo del otro y significado convencional suyo»[19]. Esta discontinuidad no se da en otros tipos de símbolos en los que «el superior se reproduce en el inferior»[20]. Por ejemplo: «Los cuadros son en sí mismo partes del mundo sensible y lo representan precisamente por ser parte suya. Su visibilidad tiene el mismo origen»[21]. Cualquier objeto pintado: «es signo por ser también más que signo, por estar realmente presente de algún modo en la cosa significada». Se da una relación símbolica más plena, porque «el superior se reproduce en el inferior»[22]. Este último hay que concebirloi como una transposición o adaptación en su propio medio de la mayor riquea del superior En su exposición, añade Santo Tomás: «Y como la visión corporal sólo se realiza mediante la luz, todo cuanto perfecciona al conocimiento intelectual recibe también el nombre de “luz”, por esto Aristóteles (Sobre el alma, III, c. 5) compara el entendimiento agente a la luz, porque el entendimiento agente pasa al acto los inteligibles, igual que la luz en cierto sentido convierte a los objetos en actualmente visibles». Concluye que, por ello: «la disposición con que el entendimiento creado es elevado a la visión de la substancia divina se llame convenientemente “luz de la gloria”». Precisa, no obstante, que se denomina luz: «no porque pase al acto lo inteligible, como lo hace la luz del entendimiento agente, sino porque le da poder al entendimiento para que entienda en acto»[23].

458. ––¿Se puede aplicar la «transposición, además de a la «luz», a la «gloria»? ––Indicaba también Lewis: «cualquier noción madura y filosóficamente respetable del cielo se ve obligada a eliminar de él la mayoría de las cosas deseadas por nuestra naturaleza». Esta noción de cielo va acompaña de negaciones: «ni alimento, ni bebida o sexo, ni movimiento y regocijo, ni acontecimientos temporales o arte». Sin embargo, esta idea negativa se acompaña de otra positiva: «la visión y goce de Dios. Como todo eso es un bien infinito, juzgamos (acertadamente) que vale más que todas demás cosas. La realidad de la Visión Beatífica tendrá un valor infinitamente más grande que la de las negaciones»[24]. Desde esta concepción común: «La exclusión de los bienes inferiores comienza a parecer la característica esencial de los superiores. Sentimos, aunque no lo digamos, que la visión de Dios no culminará nuestra naturaleza, sino que la destruirá. Esta perspectiva nada prometedora sirve frecuentemente de base al uso que hacemos de palabra como “santo”, “puro” o “espiritual”». Hay que reemplazar esta concepción, aunque sea difícil pensar que: «la negación es exclusivamente el reverso de la consumación, entendiendo por tal cosa precisamente el acabamiento de nuestra humanidad, no nuestra transformación en ángeles o la disolución de nuestro ser en la deidad»[25]. Como en la Escritura se dice que los hombres en la resurrección «serán como ángeles en el cielo»[26], explica Lewis que: «lo seremos (…) “con la semejanza adecuada al hombre”, como los diferentes instrumentos, que tocan cada uno a su modo el mismo son. Desconocemos en qué medida será sensible la vida del hombre resucitado. En cualquier caso diferirá (…) de la vida

sensible conocida en la tierra. Pero no como lo vacío se distingue de lo lleno o el agua del vino, sino como la flor se diferencia del bulbo o la catedral del diseño del arquitecto»[27]. Por último, completa Lewis la doctrina de la transposición con una fábula, que compone y que podría llamarse de la madre y el hijo en la caverna. Invita a imaginar una madre encerrada en una especie de calabozo con su hijo desde que éste nació, al que debe criar y educar allí. Para que conozca el mundo exterior, dibuja lo que hay en él en láminas de dibujo. A veces el niño tiene dudas sobre la existencia de este mundo, que desconoce. Un día la madre cae en la cuenta de que su hijo tiene una concepción equivocada del mundo y le pregunta: «”¿no crearías (…) que el mundo real está formado por líneas pintadas a lápiz?”. “¿Qué?, dice el muchacho. “¿No hay trazos de lápiz?”. Su entera noción del mundo exterior se torna súbitamente un inmenso vacío. Las líneas, único medio que le permitía imaginarlo, han sido suprimidas de él». Como observa Lewis: «A partir de ahora, el muchacho tiene la idea de que el mundo real es en cierto modo menos visible que los cuadros de su madre, Pero en realidad carece de líneas porque es incomparablemente más visible»[28]. Como todas las fábulas finaliza con una «moraleja» o enseñanza, en este caso es la siguiente: «”No sabemos lo que seremos”. Más tenemos completa seguridad que seremos más, no menos, de lo que somos sobre la tierra. Las experiencias cotidianas (sensibles, imaginativas, emotivas) se parecen al dibujo, a las líneas trazadas con el lápiz sobre la superficie del papel. Si desaparecen en la vida glorificada, lo harán de modo semejante a como se borran los trazos del lápiz del paisaje real, es decir, no como se extingue la llama de la vela al ser apagada, sino como se torna invisible la claridad cuando alguien rompe la celosía, abre la ventana y deja entrar el resplandor situado en lo alto». Puede así concluirse que: «La vida presente supone disminución, tiene carácter de símbolo. Es, por así decir, el sustituto “vegetariano”. Si la carne y la sangre no pueden heredar el reino, no es porque sean demasiado sólidas, espesas, distintas y estén en posesión de un “ser ilustre”. En realidad son extraordinariamente endebles, transitorias y fantasmales»[29].

459. ––¿Esta interpretación de la «luz de la gloria» queda también corroborada por la Sagrada Escritura? ––Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra gentiles, recuerda finalmente: «Esta es la luz de la que se dice en la Escritura: “Con tu luz veremos la luz” (Sal 35, 10), es decir, la substancia divina; “La ciudad –es decir, la de los bienaventurados– no precisa ni del sol ni de la luna, porque la iluminará la claridad de Dios” (Ap 22, 5); “Ya no te iluminará más el sol por el día, ni tampoco el resplandor de la luna; pues el Señor será para ti luz sempiterna y tu Dios tu propia gloria” (Si 60, 19)». A Dios igualmente, en la Escritura, se le denomina «luz», porque: «como para Dios es lo mismo el ser y el entender, y es la causa de que todos entiendan, por eso se le llama luz: “Era la verdadera luz, que ilumina a todo hombre venido a este mundo” (Jn 1, 19); “Dios es luz” (1 Jn 1, 5); “Ceñido por la luz como vestidura” (Sal 103, 2). Y ésta es también la explicación de que en la Sagrada Escritura se describa a Dios y a los ángeles por medio de figuras de fuego por la claridad que éste tiene»[30]. Igualmente, en otro discurso en la Universidad de Oxford, en 1941, revalida Lewis su interpretación. Comienza con un recuerdo de lo que ocurre en antiguos cuentos de la infancia, en los que: «los hechizos se usaban para embrujar y para deshacer encantamientos». En nuestra época, nosotros: «hemos necesitado el mayor conjuro imaginable para despertarnos del terrible

sortilegio de mundaneidad imperante desde hace aproximadamente cien años. Buena parte de la educación recibida ha sido dirigida a silenciar esta tímida y persistente voz interior»[31]. Sobre el origen de esta voz había dicho: «si estamos hechos para el cielo, el anhelo de alcanzar el lugar adecuado a nuestro ser debe estar ya en nosotros, aun cuando no corresponda todavía al objeto apropiado. Aparecerá, incluso, como rival suyo». Sin embargo, tales objetos no idóneos no son competidores del verdaderamente anhelado, porque: «si nuestro verdadero destino es un bien transtemporal y transfinito, cualquier otro modo que pueda elegir el deseo debe ser falaz de algún modo, debe tener en el mejor de los casos una relación simbólica con lo que verdaderamente lo satisface»[32]. Además de esta negativa labor educativa: «la mayoría de las corrientes filosóficas modernas han sido urdidas para convencernos de que el bien del hombre se halla en esta tierra». Sin embargo,: «Es sorprendente que doctrinas filosóficas como la del progreso o la evolución creadora sean a pesar suyo testimonios de que nuestro verdadero fin está en otra parte». Basta advertir como paradójicamente: «arremeten contra la tierra cuando quieren convencernos de que es nuestra morada». Siguen, para ello, un proceso de tres fases. En primer lugar: «comienzan tratando de persuadirnos de que la tierra se puede transformar en el cielo. Al hacerlo así, quieren compensar nuestro sentimiento de exilio en un mundo terrenal como éste». En segundo lugar, seguidamente: «nos aseguran que el feliz acontecimiento ocurrirá en un futuro todavía muy lejano. Quieren desagraviar así el conocimiento de que la patria no es ésta de aquí y ahora». Por último, en tercer lugar: «para no despertar el anhelo de lo transtemporal y echarlo todo a perder, recurren a cualquier retórica disponible para expulsar de nuestras mentes el recuerdo de que, si la felicidad por ellos prometida pudiera alcanzarla el hombre en la tierra, la muerte haría que la perdieran las sucesivas generaciones, incluida la última de todas. La historia entera sería, pues, nada para siempre»[33]. En el interior del hombre persiste una ansia o «deseo de algo no aparecido nunca en nuestra experiencia. No es posible acallarlo porque nuestra experiencia está sugiriéndolo continuamente»[34]. Además, es problemático, porque, por una parte: «si atendemos a sus exigencias, tomaremos conciencia de un deseo que ninguna felicidad natural puede satisfacer». Por otra: «en la tierra el deseo es todavía errante, inseguro de su objeto e incapaz en gran medida de descubrirlo donde realmente se encuentra»[35]. Queda la alternativa de acudir a la Escritura, porque: «los Libros Sagrados nos dan noticias de él. Se trata, naturalmente, de una indicación simbólica. El cielo se halla por su misma definición fuera de nuestra experiencia. Cualquier descripción ininteligible debe versar, sin embargo, sobre objetos accesibles a la observación sensible. La imagen del cielo de las Escrituras es, pues, tan simbólica como la ideada supuestamente por el deseo sin ayuda alguna. El cielo no está realmente lleno de joyas, ni es tampoco la belleza de la naturaleza o una primorosa pieza musical. La diferencia reside en que las imágenes de las Escrituras tienen autoridad»[36]. Confiesa Lewis que: «En principio, encuentro muy pequeño el atractivo natural de estas autorizadas representaciones. A primera vista debilita mis deseos en lugar de despertarlos». Sorprendentemente añade: «Eso es precisamente lo que debo esperar. Si el cristianismo no me dijera más sobre el lejano país de lo que mi propio temperamento me induce a suponer, no sería más excelso que yo». Por el contrario: «si tiene más que ofrecer, debo esperar que sea inmediatamente menos atractivo que “mi propia materia”». Ello revela que: «no debemos apartar

nuestros ojos nunca de aquellos elementos suyos aparentemente enigmáticos o desagradables, pues lo enigmático y lo desagradable ocultan realidades que no podemos conocer todavía y necesitamos conocer»[37].

460. ––¿Se dan más coincidencias en la exposición de esta interpretación entre Santo Tomás y Lewis? –– Es destacable la manera similar que exponen ambos la noción de la gloria que se da en el cielo. Escribe Lewis, en este mismo lugar, que: «gloria significa, a mi parecer fama o luminosidad»[38]. Coincide con Santo Tomás, que también enseñaba que, según los clásicos: «la palabra gloria significa propiamente que el bien de uno llega al conocimiento y encuentra la aprobación de muchos». Precisaba que: «tomada la gloria en sentido más amplio, no sólo consiste en el conocimiento de la multitud, sino de parte de pocos, de uno solo o incluso de sí mismo únicamente, al considerar su propio bien como digno de alabanza»[39]. Asimismo nota Lewis que: «el deseo de fama (…) sugiere una pasión competitiva, consecuentemente algo más propio del infierno que del cielo, pues ser famoso significa ser más conocido que la demás gente». Añade que, sin embargo: «Santo Tomás de Aquino consideraba: «sinceramente la gloria celestial como fama o buena reputación», pero que: «no se trata naturalmente de notoriedad otorgada por nuestros semejantes, sino de reputación concedida por Dios, de su aprobación o “aprecio”»[40]. Como indica Lewis, afirma Santo Tomás que la fama o «la gloria que está en Dios es causa de la beatitud humana»[41].También que a diferencia de la fama humana: «la gloria que recibimos de Dios no es vana, sino verdadera»[42]. Puede parecer algo nuevo, pero recuerda Lewis que: «esta opinión es la de las Escrituras. Nada puede eliminar de la parábola el “accolade” (espaldarazo que se daba al armar caballero) divino. “Bien hecho, siervo bueno y fiel” (Mt 25, 23)»[43]. Aprobación que está relacionada con lo que se lee también en este mismo lugar: «Quien no sea como un niño no entrará en el cielo»[44]. De ahí que: «Nada más propio de los pequeños –de los buenos, no de los engreídos- que el enorme y franco placer de ser encomiado. Se trata de una actitud característica no sólo de los niños, sino también de ciertos animales, como los perros y los caballos». Es patente que éste es: «el placer más humilde, el más propio de los niños, el verdaderamente característico de una criatura, la fruición específica del inferior: el júbilo de la bestia ante el hombre, del niño ante su padre, del alumno ante el maestro, de la criatura ante el Creador». Después, observa Lewis: «cuán aterradoramente imitan las ambiciones humanas este inocente deseo, ni con qué rapidez se transforma, según experiencia propia, el legítimo deseo de ser alabado por aquellos a quienes estamos obligados a agradar en el veneno mortal de la admiración de sí mismo»[45]. No obstante, todavía desde este cambio, se puede percibir que: «la satisfacción de haber complacido a las personas verdaderamente amadas y temidas era pura». Este pensamiento permite elevarse y de algún modo saber que: «habrá de ocurrir cuando el alma redimida, por encima de toda esperanza y casi allende la fe, conozca al fin que ha complacido a Aquel para el que fue creada. Ahora no habrá lugar para la vanidad. El alma estará libre de la miserable ilusión de creer que es mérito suyo»[46]. Al comentar los versículos de San Pablo: «El que se gloría, que se glorié en el Señor, porque el que se alaba a sí mismo ése no está probado, sino aquel a quien Dios alaba»[47], escribía Santo Tomás: «gloríese en el Señor, esto es, considerando que su gloria la tiene de Dios, para que cuanto redunde en gloria suya lo refiera a Dios “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo que

tienes lo has recibido, ¿de qué te jactas? (¡ Cor, 4, 7). Y de esta manera se entiende aquí su “el que se gloríe, gloríese en el Señor”, como si dijera: “Me glorió de lo ya dicho, pero no como si por mí lo tuviera, sino de Dios. (…) verdaderamente es en Dios en quién debemos gloriarnos: no atribuyéndonos nuestra gloria, sino a Dios. Porque no es “probado”, esto es, aprobado por Dios y por los hombres aquel que “se alaba a sí mismo” –“La boca tuya, no la del otro, sea la que te alabe” (Prov 27, 2)–; sino aquel “a quien Dios acredita”, esto es, a quien hace alabable por sus buenas obras y por su milagros. Porque Dios es la causa de toda buena obra hecha por los hombres»[48]. El bienaventurado, explica Lewis, se «alegrará inocentemente» de que Dios le haya dado sus dones, y, además: «sin el menor rastro de mancha de lo que ahora podríamos llamar autocomplacencia». Para todo hombre, lo «más esencial», lo «infinitamente más trascendental» es «lo que Dios piense de nosotros (…) Está escrito que “estaremos delante de Él” (2 Cor 5, 9-10) compareceremos ante Su presencia y seremos examinados por Él. La promesa de la gloria, don extraordinario posible tan sólo por la obra de Cristo, significa que algunos de nosotros, aquellos que Él elija, pasarán el examen, recibirán aprobación, agradarán a Dios»[49]. Desde esta concepción, coincidente con la de Santo Tomás, concluye Lewis: «Agradar a Dios…, ser un ingrediente real de la felicidad divina… ser amado por Dios, no limitarse a ser un objeto de Su piedad, sino de su gozo, de modo semejante a como el artista se deleita en su obra o el padre en su hijo.¡Parece imposible! ¡Un peso o carga de la gloria difícil de soportar por nuestros pensamientos!»[50].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 52 [2] Rm 6, 23. [3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 52. [4] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4. [5] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, Sal 83, 12. [6] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4. [7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 53. [8] ÍDEM, Suma teológica. I, q. 12, a. 5, in c.

[9] Ibíd., I, q. 12, a. 5, sed c. [10] Ibíd., I, q. 12, a. 5, in c. [11] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ob. 1. [12] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 1. [13] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 3. [14] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 2. [15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 53.

[16] C. S. Lewis, Transposición, en Ídem, El diablo propone un brindis, Madrid, Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 97-114, p. 103. [17] Ibíd., pp. 102-103. [18] Ibíd., p. 103. [19] Ibíd., p. 104. [20] Ibíd., p. 105. [21] Ibíd., p. 104. [22] Ibíd., 104-105. [23] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 53 [24] C. S. Lewis, Transposición, op. cit., p.108. [25] Ibíd., p. 109. [26] Mt 22. 29-30; y. Mc 12. 34- 35. [27] Ibíd., p. 109. [28] Ibíd., p. 110. [29] Ibíd., p. 111. [30] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 53 [31] C. S. Lewis, El peso de la gloria,, en Ídem, El diablo propone un brindis, Madrid, Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 115-130, p. 119. [32] Ibíd., p. 118. [33] Ibíd., pp. 119-120. [34] Ibíd., p. 118. [35] Ibíd., p. 120. [36] Ibíd., pp. 120-121. [37] Ibíd., p. 121. [38] Ibíd., p. 122.

[39] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 132, a. 1, in c. [40] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123. [41] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 3, in c. [42] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, ad 2. [43] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123. [44] Mt 18, 3. [45] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123. [46] Ibíd., p. 124. [47] 2 Cor 10, 17-18. [48] Santo Tomás, Comentario a la Segunda epístola a los Corintios, c. 10, lect. 3. [49] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 124. [50] Ibíd., pp. 124-125.

XLIII. Los siete deseos del hombre en el cielo 461. ––En los capítulos de la Suma contra gentiles, que dedica el Aquinate a la visión beatífica, se prueba que el alma humana, para contemplar a Dios, en la otra vida, necesita que su entendimiento sea elevado por una acción de Dios, que es realizado por lo que se llama la «luz de la gloria». Se denomina «luz de la gloria», porque, al igual que al entendimiento agente de la facultad intelectiva humana, se le compara con la luz, Ambas acciones hacen que el conocimiento intelectual, de manera parecida a la visión corporal, se realice y se perfeccione con la «luz». La acción de la luz de la gloria no es semejante a la del entendimiento agente, en cuanto que éste último hace pasar lo inteligible en potencia al acto, para que así pueda actualizar a su vez al entendimiento posible. Si lo es, en cambio, en cuanto que el entendimiento agente le da poder al entendimiento para que entienda en acto, porque la luz de la gloria hace que el entendimiento creado sea elevado a la visión de la substancia divina. ¿En la exposición de su explicación de la visión beatífica, el Aquinate tiene en cuenta posibles objeciones? ––Santo Tomás dedica un capítulo a la presentación de seis objeciones y a dar las correspondientes soluciones. En la primera objeción, se dice: «Ninguna luz que sobrevenga a la vista puede elevarla para ver lo que excede la potencia natural de la visión corporal, pues la vista sólo puede ver lo coloreado», no el sonido, por ejemplo. Además: «la substancia divina excede la capacidad del entendimiento creado mucho más de lo que éste excede en capacidad al sentido». Se infiere, por tanto, que: el entendimiento creado no podrá ser elevado por ninguna luz que le sobrevenga para ver la substancia de Dios». La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «La substancia divina no está fuera del alcance del entendimiento creado de modo que resulte para él algo completamente ajeno, como lo son el sonido a la vista o la substancia inmaterial al sentido», pues la substancia divina es inteligible, aunque máximamente. Sin embargo: «está fuera del alcance del entendimiento creado como algo que excede a su capacidad, igual que los sensibles excesivos están fuera de la facultad del sentido. Por eso Aristóteles dice que: “nuestro entendimiento es respecto a lo más inteligible lo

que el ojo de la lechuza a la luz del sol” (Metafísica, II, 1, 1), que no puede ver por la excesiva luminosidad para él, que sólo puede ver con la débil luz nocturna. «Luego, el entendimiento creado debe ser robustecido con alguna luz divina para que pueda ver la esencia de Dios». En segundo lugar, se puede objetar: «La luz que se recibe en el entendimiento creado es también algo creado. Y así dista infinitamente de Dios. Luego por esta luz no puede ser elevado el entendimiento creado para ver la substancia divina». A ello, responde Santo Tomás: «Dicha luz eleva el entendimiento creado a la visión de Dios, respetando la infinita separación entre él y la substancia divina, pero dándole Dios un poder para tal efecto, aunque diste infinitamente de Dios en cuanto al ser, como se indica en esta segunda objeción». La luz de la gloria en sí misma es una realidad finita, pero capacita para ver a Dios. No tiene así objeto la impugnación, pues: «esta luz increada no le une a Dios en cuanto al ser, sino sólo en cuanto al entender». Se puede igualmente replicar a la explicación de la visión de la esencia de Dios por la luz de la gloria con esta razón: «Si esto lo puede hacer dicha luz, porque es una semejanza de la divina substancia», de manera parecida, «como toda substancia intelectual, por el hecho de ser intelectual, lleva la semejanza divina», ya no será necesaria la primera, pues «bastará la misma naturaleza de cualquier substancia intelectual para ver a Dios». Santo Tomás, en la correspondiente respuesta, indica que debe tenerse en cuenta, por un lado, el sentido de esta semejanza divina de la luz de la gloria, que permite al hombre la bienaventuranza, porque: «como es propio de Dios el conocer perfectamente su propia substancia, dicha luz es semejanza de Dios en cuanto que lleva a ver la substancia divina». Por otro, que, en cambio: «de este modo ninguna substancia intelectual puede ser una semejanza de Dios». El motivo es porque: «como la simplicidad de cualquier substancia creada no es igual que la divina, es imposible que la substancia creada tenga toda su perfección en una sola cosa; pues esto, como se probó (I, c. 28), es propio de Dios, en quien se identifican el ser ente, inteligente y bienaventurado». Por consiguiente: «en la substancia intelectual creada hay que distinguir la luz, que la hace bienaventurada con la visión de Dios, de cualquier otra luz que la perfeccione en su naturaleza específica y mediante la cual entienda en proporción con su propia substancia». Distinción que no se tiene en cuenta es esta tercera objeción. 462. ––Estas tres respuestas desarrollan la explicación de la naturaleza de la luz de la gloria, expuesta en el capítulo anterior. ¿Qué añaden las otras tres? ––En la siguiente objeción, se presenta una posible contradicción de esta doctrina de la luz de la gloria, porque se argumenta: «Si tal luz es creada, no habrá inconveniente alguno para que lo creado sea connatural a una cosa creada; y podrá haber entonces algún entendimiento creado que con su luz connatural verá la substancia divina, y, sin embargo, se ha probado lo contrario (III, c. 52)». No se da tal oposición, porque esta: «cuarta objeción se resuelve considerando que la visión de la substancia divina excede toda potencia natural, como se ha demostrado . Por eso, la luz con que se perfecciona el entendimiento creado para ver la substancia divina ha de ser sobrenatural». La siguiente objeción es este silogismo muy simple: «“El infinito, en cuanto tal, es desconocido” (Aristóteles, Física, I, 4). Se declaró que Dios en infinito (I, c. 43). Luego, la substancia divina no puede verse con dicha luz».

Responde Santo Tomás: «Tampoco la afirmación de que Dios es infinito puede impedir la visión de la substancia divina, como indica la quinta objeción, pues no se llama infinito privativamente como la cantidad. Infinito éste verdaderamente desconocido, ya que es como una materia que carece de forma, la cual es principio de conocimiento». La infinidad de Dios no es la de privación o carencia de límites, como la que se da potencialmente en la cantidad, que en acto siempre es limitada, pero como se advierte en él número y la extensión, puede aumentar indefinidamente. Dios no es infinito de este modo, «sino que se dice infinito negativamente», como aquello que no tiene límites o término, o «como una forma por sí subsistente y no limitada por una materia recipiente». Por consiguiente: «lo que es infinito así, es de suyo lo más cognoscible». Por último, puede presentarse esta sexta objeción: «Entre el que entiende y la cosa entendida ha de haber proporción. Pero entre el entendimiento creado, incluso perfeccionado con dicha luz, y la substancia divina, no hay proporción alguna, pues queda todavía una distancia infinita entre ambos. Luego el entendimiento creado no puede ser elevado con dicha luz para ver la substancia divina». En la solución que da a esta última objeción, reconoce Santo Tomás que: «la proporción del entendimiento creado es ciertamente para entender a Dios», pero tal proporción no es «la consistente en una relación proporcional a una medida común con la que se comparan dos cosas», que estaría por encima de Dios, sino «la consistente en una relación proporcional de una cosa a otra, como de la materia a la forma o de la causa al efecto». Por consiguiente: «no hay inconveniente en que haya una proporción entre la criatura y Dios según la relación del inteligente a lo entendido e incluso según la de efecto y causa»[1], entre la criatura y el creador. 463.

––.¿Con la luz de la gloria el entendimiento creado capta totalmente la substancia divina?

––Santo Tomás sostiene que: «es imposible que el entendimiento creado vea con dicha luz tan perfectamente la substancia divina como perfectamente puede ser vista». Se prueba esta tesis, porque, por una parte, la luz de la gloria: «es cierto principio de conocimiento divino, puesto que, por ella, es elevado el entendimiento creado para ver la substancia de Dios. Luego es menester que la modalidad de la visión divina se mida por el poder de tal luz. Más dicha luz está muy lejos de poderse comparar con la claridad del entendimiento divino. Así, pues, es imposible que con esta luz se vea la substancia divina tan perfectamente como la ve el entendimiento divino». Por otra parte, porque: «el entendimiento divino la ve tan perfectamente como perfectamente puede verse, pues la verdad de la substancia divina y la claridad del entendimiento son iguales, mejor dicho, son una misma cosa». Por consiguiente: «es imposible que el entendimiento creado vea con dicha luz tan perfectamente la substancia divina como perfectamente puede ser vista». Sobre esta consecuencia del conocimiento imperfecto de la esencia divina, advierte Santo Tomás, en primer lugar, que: «La captación cognoscitiva total de un objeto implica el conocerlo en toda la extensión de su cognoscibilidad. Quien conoce, por ejemplo, en calidad de opinión, lo que conocen los sabios, que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, todavía no ha llegado a la captación total de tal objeto. A este punto sólo llega quien lo conoce en calidad de objeto científico, es decir, mediante su causa». En segundo lugar: «Al decir que la substancia divina es vista, pero no totalmente captada por el entendimiento creado, no se quiere dar a entender que ve algo de ella y que algo no lo ve, porque la substancia divina es absolutamente simple, sino que el entendimiento creado la ve, aunque no tan perfectamente como puede verse; tal como decimos que quien opina conoce una conclusión demostrativa, pero no se le alcanza como tal; pues no la conoce perfectamente, es decir, científicamente, aunque no le quede parte de ella por conocer»[2].

El entendimiento elevado por la luz de la gloriave toda la substancia divina y no le queda parte por conocer, porque la substancia divina es simple, pero no tan perfectamente como puede verse, porque es infinita. Dios siempre es trascendente al entendimiento de las criaturas. 464. ––¿Gracias a la luz que recibe, el entendimiento creado, además de la esencia divina, puede conocer todo cuanto se puede conocer por ella? ––Santo Tomás responde a esta cuestión, al presentar esta segunda consecuencia: «Lo dicho demuestra que, aunque el entendimiento creado vea la substancia divina, no por eso conoce cuando por ella se puede conocer». Aunque el entendimiento creado vea la substancia divina, pero no perfectamente, tampoco conoce todo lo que Dios ve por su propia substancia, como lo que entiende, quiere o puede hacer. La razón de esta tesis es la siguiente: «Del conocimiento de un principio únicamente se sigue necesariamente el de todos sus efectos cuando dicho principio es captado totalmente por el entendimiento; pues nosotros conocemos un principio en todo su alcance cuando conocemos todos sus efectos. Por la esencia divina conocemos todo lo demás, como se conoce el efecto por su causa. Luego, como el entendimiento creado no puede conocer la substancia divina con capacidad total, no se sigue necesariamente que, viéndola, vea también cuanto se puede ver por ella»[3]. 465.

––¿Obtiene el Aquinate otra consecuencia de su exposición sobre la visión beatífica?

––Una tercera consecuencia es, dado que «el entendimiento creado es elevado a la visión de la substancia divina con una luz sobrenatural», que: «no hay entendimiento creado, por ínfima que sea su naturaleza, que no pueda ser elevado a dicha visión». Todo hombre y todo ángel puede obtener la gracia de la visión beatífica, puesto que ésta «no puede ser connatural a ninguna criatura, porque excede el poder de toda naturaleza creada». Además: «la diversidad de naturaleza no es obstáculo para lo que se realiza por virtud sobrenatural, pues el poder divino es infinito». Por ello: «en la curación milagrosa de un enfermo, la diferencia de que esté muy enfermo o poco no cuenta». Por consiguiente: «la diversidad de grado de la naturaleza intelectual no es obstáculo para que lo inferior de ella pueda ser llevado a aquella visión con dicha luz»[4]. Dios puede hacer que cualquier grado de la naturaleza intelectual sea elevada por la luz de la gloria a la visión de Dios. 466. ––Según esta tercera consecuencia,tanto las diversas clases de ángeles como los hombres, a pesar de su diferencia en el grado de su conocimiento, pueden participar de la visión divina. ¿Es posible también que individualmente haya diversidad en la perfección del conocimiento de Dios? ––Es posible que uno vea a Dios de modo más perfecto que otro, aunque los dos vean su esencia. Dios puede dar distintos grados de luz de la gloria, porque: «como (…) la luz mencionada es para el entendimiento creado como un principio para ver la substancia divina, es necesario que, según la modalidad de esta luz, sea también la de la visión. Más es posible que haya diversos grados de participación en esta luz, de modo que uno puede ser iluminado por ella más perfectamente que otro. Luego, es posible que uno vea a Dios más perfectamente que otro, aunque ambos vean su divina substancia». Además, como «la felicidad de cada cual consiste en ver la substancia de Dios», y aunque todos los bienaventurados vean la substancia de Dios, «no todos reciben de ella una bienaventuranza igual». Por eso, para designar esta diferencia de felicidad, «dice el Señor: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14, 2). Y con esto queda rechazado el error de quienes decían que todos los premios son iguales».

Observa Santo Tomás que ello: «no está reñido lo dicho con lo que enseña el Señor, que a todos cuantos trabajaron en la viña, aunque no trabajaran igual, se les retribuyó con un premio idéntico, o sea, un denario (Mt 20, 10); porque lo que a todos se da como premio para ver y gozar, es idéntico, o sea, Dios»[5]. 467. ––Los bienaventurados ven a Dios en si mismo y además las cosas creadas. ¿Qué ve de estas cosas? ––Sostiene Santo Tomás que los bienaventurados ven según sus deseos naturales. Es patente que: «el apetito natural del entendimiento tiende a conocer todos los géneros de cosas y las especies y poderes, y todo el orden del universo, como consta por la preocupación humana acerca de todo esto». Por consiguiente, hay que creer que: «todo aquel que vea la substancia divina verá también dichas cosas». Lo que el entendimiento no ha logrado en la vida temporal lo hará en la vida eterna: «La substancia divina es lo sumo entre todos los inteligibles. Luego el entendimiento que es elevado por la luz divina para ver la substancia de Dios, se perfecciona mucho más por dicha luz para conocer todo lo que hay en la naturaleza». En la gloria, por tanto: «Dios manifiesta al entendimiento que le ve todo cuanto él produjo para la perfección del universo». De manera que: «Quien vea la substancia divina conozca en ella misma todo cuanto alcance su propia capacidad natural«. Verá todo lo que busca conocer la ciencia «Por esta razón al pedir Moisés a Dios la visión de la divina substancia, le respondió: “Yo te mostrarétodo bien” (Ex 33, 19). Y SanGregorio Magno: “¿Qué hay que no conozcan quienes conocen a quien todo lo sabe” (Libri Dialogorum, IV, c. 33)». 468.

––¿Los bienaventurados conocerán todo el universo al igual que el entendimiento divino?

––Afirma Santo Tomás que: «quienes ven la substancia divina en cierto modo lo ven todo y en cierto modo no lo ven». Precisa seguidamente que: «si por todo entendemos cuanto pertenece a la perfección del universo, es claro por lo dicho lo ven todo, como lo demuestran las razones aducidas, pues como el entendimiento es en cierto sentido todas las cosas (Aristóteles, Sobre el alma, III, c. 5), cuanto pertenece a la perfección de la naturaleza pertenece también a la perfección del ser inteligible». En cambio: «Si por todo entendemos cuanto Dios ve, al ver su propia esencia, ningún entendimiento creado lo ve todo en la substancia de Dios». Hay una serie de objetos de conocimiento que no ve. En primer lugar: «Lo que Dios puede hacer, pero que ni hizo ni hará jamás. Todo esto no puede conocer sin comprender previamente su poder; lo cual es imposible a cualquier entendimiento creado. Por esto se dice en Job: “¿Crees tú poder sondear a Dios, llegar al fondo de su omnipotencia? Es más profundo que el abismo. ¿Qué entenderás? Es más extenso que la tierra y más ancho que el mar” (Job 11, 7 y ss.)”. Y estas cosas no se dicen como si Dios fuera grande según la dimensión cuantitativa; quiere decir que su poder no está limitado a las cosas que se nos presentan como grandes, pues incluso puede hacer otras mayores»[6]. El mundo, por ello, no es el mejor de los posibles. Dios podría haberlo hecho mejor. Dirá después Santo Tomás en la Suma teológica: «Dios podría hacer cosas distintas o añadir otras a las que ya hizo, y así el universo que resultase sería mejor»[7]. En segundo lugar, el bienaventurado no conocerá: «la razón de las cosas hechas. El entendimiento no puede conocer la razón de todas ellas, sin captar totalmente la bondad divina, pues la razón de cada cosa hecha se toma del fin que intentó quien la hizo».

Además, como: «el fin de todas las cosas hechas por Dios es la divina bondad (…) la razón de las cosas hechas es la difusión de la divina bondad. Por tanto, conocería la razón de las cosas creadas si conociera todos los bienes que, según el orden de la sabiduría divina, pueden resultar en dichas cosas, lo que supondría abarcar totalmente la bondad y sabiduría de Dios, cosa que ningún entendimiento creado puede hacer. Por eso se dice en la Escritura: “Entendí que el hombre no podría alcanzar ninguna razón de todas las obras de Dios» (Eccle 8, 17)». Por último, en tercer lugar, tampoco conocerá: «aquello que depende de la sola voluntad de Dios, como la predestinación, la elección y justificación, y otras cosas de esta índole que pertenecen a la santificación de la criatura. Por eso se dice: “Lo perteneciente al hombre nadie lo conoce, sino el espíritu del hombre que está en él. Así, también, lo que es de Dios nadie lo conoce sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 11)»[8]. 469. ––¿Los bienaventurados al conocer todo el universo conocerán también todo lo relacionado sobre sus seres queridos, que permanecen en el mundo, en todos sus detalles? ––Al igual que en estos capítulos de la Suma contra los gentiles, en la Suma teológica, Santo Tomás sostiene que: «El deseo natural que experimenta la criatura racional es el de conocer las cosas que contribuyen a la perfección del entendimiento, cuales son los géneros y especies de las cosas y las razones de las mismas, y esto lo verá en Dios todo el que vea la esencia divina. Pero conocer lo singular, o los hechos y pensamientos de los individuos no pertenece a la perfección del entendimiento creado, ni a esto tiende el deseo natural, como tampoco tiende a conocer lo que Dios puede hacer y todavía no ha hecho»[9]. Por consiguiente, como indicará más adelante: «los muertos, considerada tan sólo su condición natural, ignoran lo que sucede en este mundo, máxime los movimientos interiores del corazón». En cambio, de modo sobrenatural, pueden saber sobre los sucesos, lo que pensamos, lo que deseamos y lo que sentimos, porque: «los bienaventurados, como dice San Gregorio (Libros de Moral, XII, c. 19), ven en el Verbo todo lo que les conviene conocer de nuestras cosas e incluso de los movimientos interiores del corazón». Se puede y se debe dirigirles oraciones de petición de intercesión, porque : «es muy conveniente a su estado y excelencia conocer las peticiones que nosotros les hacemos verbal o mentalmente. Y por esto las peticiones que nosotros les hacemos las conocen por Dios, que se las manifiesta»[10]. En cambio, como consecuencia: «Los que están en este mundo y en el purgatorio no gozan de la visión del Verbo, y, por tanto, ignoran lo que nosotros pensamos o decimos. Por ello, no imploramos en nuestras oraciones sus sufragios. A los vivos, en cambio, se lo pedimos en nuestras conversaciones»[11]. De acuerdo con la práctica constante de la Iglesia, Santo Tomás sostiene que hay que orar por las almas del purgatorio y realizar otros actos en sufragio. Sin embargo, no cree que se les deba orar como a los bienaventurados o pedir sus sufragios, porque: «las almas del purgatorio, aunque superiores a nosotros por su impecabilidad, nos son inferiores en cuanto a las penas que sufren. En razón de esto no están en estado de orar por nosotros, sino de que nosotros oremos por ellas»[12]. Como notó el tomista Pedro Lumbreras: «La doctrina del Angélico tiene en su favor la práctica de la Iglesia. La Iglesia, aunque ruega constantemente por las almas del purgatorio, nunca ruega a estas almas». Ciertamente que a veces las peticiones que se han hecho a las almas del purgatorio han sido atendidas. Sin embargo, se puede pensar que: «en estos casos, Dios ha revelado a las almas del purgatorio las súplicas a ellas dirigidas y ha aceptado su consiguiente intercesión». También, que: «aun sin revelarles que eran invocadas, pudo satisfacer él mismo los deseos de quienes pedían el patrocinio de esas almas»[13].

En cualquier caso, según la doctrina tomista, nuestros familiares y seres queridos difuntos, que son ya bienaventurados, lo mismo que a los santos a quienes tenemos devoción, no están alejados de nosotros, sino que se encuentran unidos a nosotros por su pensamiento, amor y oraciones ante Dios. «Y como el socorrer a los indigentes para que se salven pertenece a su propia gloria, porque como dice Dionisio: “nada hay más divino que convertirse en cooperadores de Dios” (La jerarquía celeste 2, 2), resulta evidente que los santos han de conocer cuanto para ello se requiere. Consta, pues, que los votos, oraciones y devociones de los hombres que reclaman su auxilio los conocen en el Verbo»[14]. 470. ––¿Cómo entenderán los entendimientos creados las esencias de las cosas viendo la substancia de Dios? ––Sostiene Santo Tomás que entenderán todas las cosas, no sucesiva sino simultáneamente. Argumenta, en la Suma contra los gentiles, que como: «El entendimiento creado viendo la substancia de Dios, entiende en ella misma todas las especies de las cosas, y sabiendo que todo cuanto se ve en una especie es preciso verlo simultáneamente con una sola visión, pues ésta está en correspondencia con su principio, es necesario que el entendimiento que ve la divina substancia contemple también no sucesiva, sino simultáneamente todas las cosas». Además, como la visión de Dios consiste en «la suprema y perfecta felicidad de la naturaleza intelectual», que es un acto, no se verá «una cosa ahora y otra después». Por ello, «decía San Agustín: “Entonces nuestros pensamientos no serán volubles, yendo y volviendo de unas cosas a otras; sino que toda nuestra ciencia la abarcaremos con una sola mirada” (Trinidad, XV, c. 16, n. 26)»[15]. 471.

––¿Qué se sigue, para los bienaventurados, de este modo de visión?

––En primer lugar, se deriva, que: «el entendimiento creado se hace participante de la vida eterna por dicha visión». Se advierte, porque: «la eternidad se diferencia del tiempo en que éste logra su ser a través de cierta sucesión, mientras que la eternidad tiene todo su ser simultáneamente»; y como en la visión de la esencia divina: «no hay sucesión alguna, puesto que todo cuanto por ella vemos se ve simultáneamente y con una sola mirada»; es preciso concluir que: «tal visión se consuma por cierta participación de la eternidad; pues esa visión es cierta vida, ya que la acción del entendimiento es un cierto vivir»[16]. Debe recordarse que la eternidad, tal como la definió Boecio, es «la posesión total, simultanea y perfecta de una vida interminable»[17]. De ahí que: «el entendimiento creado se hace participante de la vida eterna por aquella visión». Por ello, concluye finalmente, Santo Tomás: «dice el Señor en la Escritura: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero” (Jn 17, 3)»[18]. 472.

––¿Cuál es la segunda consecuencia?

––Como consecuencia directa de la anterior, hay que sostener que jamás se perderá la visión beatífica. De manera que: «quienes alcancen la felicidad última por la visión de Dios jamás la perderán». La razón es porque: «La mentada visión que hace bienaventuradas a las criaturas intelectuales, no se da en el tiempo, sino en la eternidad. Luego es imposible que, al hacerse uno participante de la misma, la pierda después». Lo confirma la Escritura, porque: «se dice en un salmo: “Bienaventurados, Señor, los que habitan en tu casa, Señor; te alabarán por los siglos de los siglos” (Sal 83, 5). Y en otro: “No será conmovido jamás el que habita en Jerusalén” (Sal 124, 1). En otro lugar: “Tus ojos verán Jerusalén, ciudad opulenta, tienda que jamás se moverá, cuyos clavos nunca verán arrancados y cuyas cuerdas no se romperán, porque solamente allí se muestra en su gloria el Señor Dios

nuestro” (Is 33, 20-21). Y “Al vencedor lo haré columna del templo de mi Dios y jamás saldrá fuera de él (Ap 3, 12»[19]. 473. ––De acuerdo con estas dos consecuencias, que implican la salida del tiempo y del movimiento ¿se puede pensar que quedará suprimida la novedad, que se da en la vida terrena y es tan apreciada en nuestros días? ––El tomista Garrigou-Lagrange explica que la felicidad en el cielo: «será un eterno reposo es una acción soberana que no cesará nunca y que será, en cierto modo, siempre nuevo: el reposo en Dios eternamente poseído sobre y más que nosotros mismos»[20]. En el cielo: «el gozo que allí se experimenta es una hartura siempre nueva, porque su novedad no cesa. El primer instante de la visión beatífica dura para siempre, como una eterna mañana, una eterna primavera, una eterna juventud. Gozo que encuentra su explicación en la felicidad misma de Dios. Dios posee su vida totalmente y simultáneamente en el único instante de la inmóvil eternidad; no puede envejecer; no hay para El ni pasado ni futuro, sino una eternidad presente, que contiene eminentemente toda la sucesión de los tiempos»[21]. Puede así concluir que: «el inmenso gozo del instante de su ingreso en el Cielo no cesará jamás; su novedad, su frescura será eternamente presente. Por tanto, la visión beatífica de los Santos será siempre nueva, y lo mismo el gozo que de ella resultará[22]. 474.

––¿En que consistirá ese gozo?

––La plena y perfecta felicidad de lo bienaventurados, sostiene Santo Tomás –en el último capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a este tema–, consistirá en la satisfacción de todos los deseos, porque: «en aquella felicidad que proviene de la visión de Dios se satisface todo deseo humano, según se dice: “Él llena con sus bienes tu deseo” (Sal 102, 5), y toda inquietud humana alcanza su término». 475.

––¿Cuáles son esos deseos humanos?

––A continuación Santo Tomás los agrupa en siete especies, y los describe detalladamente. El primero es el afán por la verdad, porque: «El hombre, como dotado de entendimiento, tiene cierto deseo de conocer la verdad; deseo que los hombres cultivan con su dedicación a la vida contemplativa, y que se satisfará indudablemente en aquella visión cuando, al contemplar la Verdad Primera, se le manifiesten a nuestro entendimiento cuantas cosas desea naturalmente saber, como consta por lo ya dicho». El segundo, como consecuencia del anterior, el hombre desea realizar la verdadconocida, es decir, ordenar según la razón, porque: «el hombre, como ser racional, tiene también cierto deseo de ordenar las cosas inferiores; deseo que los hombres secundan con su dedicación a la vida activa y social. Y este deseo consiste principalmente en organizar la totalidad de la vida humana racionalmente, que es vivir según la virtud; pues el fin de la operación de toda persona virtuosa es el bien de la propia virtud, como es del fuerte el obrar con fortaleza. Y este deseo será entonces totalmente colmado, porque la razón, ilustrada con la divina luz, tendrá todo el vigor necesario para proceder siempre rectamente». En tercer lugar, además, de la verdad y la virtud, el hombre desea el honor, en ser merecedor de ser estimado y considerado. «La vida social implica ciertos bienes imprescindibles al hombre para desenvolverse como ciudadano. Uno, la excelencia en el honor, que, cuando se apetece desordenadamente, convierte a los hombres en soberbios y ambiciosos. Mas por aquella visión los hombres serán sublimados, alcanzando la cumbre del honor, que consiste en cierta unión con Dios, como ya se demostró (III, c. 51). Por esto, así como Dios es el “Rey de los siglos” (Tm 1, 17), así también los bienaventurados unidos a Él, “reinarán con Cristo” (Ap 20, 6)».

Relacionado con el deseo anterior está, en cuarto lugar, el de la fama, o el ser conocido y apreciado, porque: «También implica la vida social otro bien apetecible: “la celebridad de la fama”, cuyo apetito convierte a los hombres en ambiciosos de vanagloria. Más por aquella visión los hombres alcanzarán celebridad, no según el sentir humano, que puede engañarse y engañar, sino según la infalible apreciación de Dios y de los bienaventurados. Por eso dicha felicidad se llama casi siempre en la Sagrada Escritura “gloria”; así se dice, por ejemplo: “Se regocijarán los santos en la gloria” (Sal 149, 5)». Un quinto deseo es el de las riquezas, que: «son asimismo otra cosa apetecible en la vida social: las riquezas, cuyo amor y desordenado apetito convierte a los hombres en tacaños e injustos. Pero en aquella felicidad hay suficiencia de todo bien, porque los bienaventurados gozan de Aquel que encierra en la perfección de todos los bienes. Por eso se dice en la Escritura: “Juntamente con ella me posesioné de todos los bienes” (Sab 7, 11); y “Gloria y riquezas en su casa” (Sal 111, 3)». Hay un sexto deseo natural, «común con los animales, que es el goce de placeres, que los hombres persiguen principalmente viviendo voluptuosamente; y este deseo, si es desordenado, los convierte en libertinos e incontinentes. Más en aquella felicidad hay un placer perfectísimo, tanto más perfecto que el placer sensible –de que incluso gozan los brutos-, cuanto el entendimiento supera al sentido; además, porque aquel bien en que nos gozamos es mayor que todo bien sensible y más íntimo y de goce más duradero; y también porque aquel deleite está más limpio de toda mezcla de tristeza y de todo cuidado de lo que nos pudiera molestar. Por eso se dice en la Escritura: “Sáciense de la abundancia de su casa y beben en el torrente de tus delicias” (Sal 35, 9)». Por último, hay: «un deseo natural, común a todas las cosas, que les hace desear su propia conservación, en cuanto es posible, el cual, si es desordenado, hace temerosos a los hombres y parcos de excesivos esfuerzos . Más este deseo será completamente apaciguado cuando los bienaventurados alcancen la perfecta supervivencia, libres de todo mal, según aquello de la Escritura “No padecerán hambre, ni sed, calor ni viento solano que los aflija” (Is 49, 10 y Ap 7, 16)». 476. ––La visión de Dios, que proporcionará la felicidad –que consistirá en la satisfacción de estos siete deseos, que sintetizan todos los deseos humanos–, se da en la gloria. ¿En la vida terrena hay algo semejante a lo que se disfruta en el cielo? ––Con el análisis, que hace Santo Tomás de los deseos del hombre, queda demostrado que: «las substancias intelectuales alcanzarán por la visión divina la verdadera felicidad, con la cual se sosiegan totalmente los deseos y se consigue una colmada suficiencia de todos los bienes, que, según Aristóteles (Ética, X, 7), es lo que se requiere para la felicidad. Por eso, dice Boecio que: “la bienaventuranza es un estado de vida constituido por todos los bienes” (La consolación, III, prosa II)». Además, se advierte con ello, tal como indica por último Santo Tomás, que: «Lo único que se parece en esta vida a la felicidad última y perfecta es la vida de quienes se dedican a la contemplación de la verdad, en cuanto cabe en este mundo». En su vida, en un cierto grado, quedan satisfechos estos deseos. Nota asimismo que: «Por esta razón, los filósofos que no pudieron alcanzar un conocimiento pleno de aquella última felicidad, hicieron consistir la verdadera felicidad del hombre en la contemplación de que somos capaces en este mundo». También: «Por eso, incluso en la Sagrada Escritura, la vida más recomendada es la contemplativa, como afirma el Señor: “María escogió la mejor parte” es decir, la contemplación de la verdad, “que no se le quitará” (Lc 10, 42)».

Queda así atestiguado que: «la contemplación de la verdad comienza en esta vida y en la otra se consuma; mientras que la vida activa y la vida social terminan acá»[23]. Queda igualmente testificado este gozo, como advertía Garrigou-Lagrange, porque: «tenemos un presentimiento de él en el purísimo gozo que experimentamos al gustar la palabra de Dios. Si estamos bien dispuestos, es un deleite que no pasa, sino que aumenta, porque cada vez apreciamos en ella más valor; cuanto más la recibimos, más ávidos estamos de recibirla, mientras que con respecto a los bienes sensibles, primeramente deseados con viveza, cuanto más consideramos su limitación, más disminuye el gozo que nos procuran»[24]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 54. [2] Ibíd., III, c. 55. [3] Ibíd., III, c. 56. [4] Ibíd., III, c. 57. [5] Ibíd., III, c. 58. [6] Ibíd., III, c. 59. [7] Ídem, Suma teológica, I, q. 25, a. 6, ad 3. [8] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 59. [9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 12, a. 8, ad 4. Nota seguidamente que: «No obstante lo cual, sólo con ver a Dios, fuente y principio de todo ser y verdad, de tal manera se colmará el deseo natural de saber, que ninguna otra cosa buscará para ser feliz» (Ibíd.). [10] Ibíd., II-II, q. 83, a. 4, ad 2. [11] Ibíd., II-II, q. 83, a. 4, ad 3. [12] Ibíd., II-II, q. 83, a 11, ad 3. [13] Pedro Lumbreras. «Apéndices al Tratado «De la Religión», en Santo Tomás de Aquino, Suma teológica. Madrid, BAC, 1947-1960, 16 vv.; v. IX, pp. 351-387, p. 376. [14] Santo Tomás de AQuino, Suma teológica, Supl., q. 72, a. 1, in c. [15] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 60. [16] Ibíd., III, c. 61. [17] Boecio, La consolación de la filosofía, V. 6. [18] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 61 [19] Ibíd., III, c. 62.

[20] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1950, pp. 337-338. [21] Ibíd., p. 338. [22] Ibíd., p. 339. [23] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 63. [24] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma,, op. cit., p. 339.

XLIV. Actuación y presencia de Dios 477. —Después de estudiar a Dios como fin o bien de todas las cosas, en el libro III de la Suma contra los gentiles, el Aquinate trata de su gobierno universal sobre todas las criaturas ¿Por qué sigue esta sucesión entre estas dos partes del libro? —Al empezar la segunda de las tres partes de este tercer libro, escribe: «Todo lo que se ha dicho demuestra suficientemente que Dios es el fin de todas las cosas. Y de esto podemos deducir, además, que El mismo con su providencia, gobierna o rige el universo»[1]. Santo Tomás define así la providencia divina: «la razón del orden que hay en las cosas con respecto a sus fines» y que «preexiste en la mente divina»[2]. Al crear el mundo, Dios no solamente dio a los entes creados el ser, según una especie o naturaleza, concretada en individualidades, sino también un orden de cada una de las criaturas a su fin. El Creador, inteligente y libre, desde toda la eternidad tiene en su mente la idea de cada criatura y un plan para cada una de ellas hacia su fin. Se llama providencia a ese plan del orden de todos los entes, existente en la inteligencia divina desde toda la eternidad. Sobre el gobierno divino, explica que: «pertenece a la bondad divina que, así como ha producido las cosas, las conduzca también a sus fines, y esto es gobernarlas»[3]. Al igual que un arquitecto para construir un edificio hace un plano detallado, que será el que dirigirá construcción, Dios dispuso desde toda la eternidad el plano del universo, según el mismo creó, conserva y gobierna cada una de las criaturas. Tal planificación es lo que se ha llamado providencia. Cuando se ejecuta este plan, que incluye todos los entes y el orden a su fin, en el tiempo, se está ejecutando la providencia. El gobierno divino es la ejecución de ese plan en el tiempo, y, por tanto, la ejecución de la providencia. El gobierno incluye, por tanto, la providencia, pero además las mociones o acciones de mover divinas, que ejecutarán la planificación en la mente divina. 478. —¿Por qué se infiere de Dios fin último el que sea providente, y que con su providencia, gobierne todas las cosas? —Lo prueba Santo Tomás con varios argumentos. El primero es el siguiente: «Siempre que una multitud está ordenada a un fin, todo cuanto la integra está sujeto a las disposiciones de aquel a quien principalmente pertenece tal fin, como vemos en el ejército, cuyos componentes, como todas sus operaciones, están ordenados al bien del jefe, que es la victoria, como a su último fin; y por esta razón le corresponde al jefe el gobernar todo el ejército». La victoria es el fin de todo el ejército, pero principal o directamente es el fin jefe, por ello, todo el ejército está a sus ordenes o está gobernado por él. «Luego, como todas las cosas están ordenadas a la bondad divina como

a su fin, según se demostró (III, c. 7), es preciso que Dios, a quien tal bondad principalmente la tiene, la entiende y la ama, sea el gobernador de todas las cosas». Otra de las pruebas del gobierno divino, que expone, es de naturaleza metafísica, porque se argumenta: «Se ha probado antes que Dios ha dado el ser a todas las cosas no por necesidad natural, sino por su entendimiento y voluntad. Pero el fin último de su entendimiento y voluntad no puede ser otro que su bondad, o sea, el comunicarla a las cosas, como consta por lo dicho (I, c. 75 y ss.). Se ha probado también que: «Las cosas participan de la bondad divina a modo de semejanza, en cuanto que son buenas. Mas en las cosas causadas, el bien por excelencia es del orden universal, que es el más perfecto, como afirma Aristóteles (Metafísica, XI, 10) en consonancia también con la Sagrada Escritura, que dice: «Y vio Dios, cuanto hizo, y era bueno en gran manera», mientras que de cada cosa en particular dice simplemente que «era buena» Gn 1, 31). Por lo tanto, el bien del orden de las cosas producidas por Dios es lo que Él mismo quiso e hizo principalmente». Lo que implica que las gobierna, porque: «gobernar no es otra cosa que imponer el orden a las cosas. Luego Dios todo lo gobierna con su entendimiento y voluntad». 479. —¿Cuáles son los efectos de la providencia en las criaturas? —El primer efecto de la providencia y el gobierno de las criaturas es que Dios conserva todo cuanto existe, porque: «Dios conserva todas las cosas en el ser por su entendimiento y voluntad». Por la acción de Dios, las cosas permanecen en el ser, ya que: «es menester afirmar que las cosas se conservan en el ser por Dios. Pues si Dios ha producido las cosas en el ser después que no tenían ser, es preciso que el ser de las mismas sea el resultado de la divina voluntad, igualmente que su no ser; pues permitió, cuando quiso, que no tuvieran el ser y les dio el ser cuando le plugo. Luego en tanto tienen el ser en cuanto El lo quiere. Su voluntad es, pues, la conservadora de las cosas»[4]. Si la producción del ser de las cosas es el resultado de la voluntad divina, también lo es el no ser, pues Dios permitió que no tuvieran ser y cuando quiso les dio el ser. Por tanto, continúan teniendo el ser en cuanto Dios lo quiere.Además de dar otros argumentos para probar esta primera conclusión, Santo Tomás confirma la acción conservadora de Dios con estas palabras de la Escritura: «Quien con su poderosa palabra sustenta todas las cosas»[5]. Con el imperio su poderosa palabra, con su voluntad omnipotente, Dios sustenta el mundo. También se lee en la Escritura: «Si tu apartas tu rostro, se turbarán; les quitarás su espíritu y dejarán de ser, se reducirán a polvo»[6]. En la Suma teológica, explica Santo Tomás: «Toda criatura está con respecto a Dios como el aire con respecto al sol, que le ilumina. Como el sol es lúcido por su naturaleza, más el aire se hace luminoso participando la luz del sol, sin participar, no obstante, de la naturaleza del sol, así sólo Dios es ente por su esencia, porque la esencia de Él es su ser; en cambio, toda criatura es ente por participación, ya que su esencia no es su ser». Por tanto, compuesto de esencia y ser, de una medida de participación y un ser participado o limitado. Ello implica que la acción conservadora de Dios debe ser continua, de manera que si se suspendiera, aunque fuese por un momento, las cosas volverían a la nada. Añade Santo Tomás: «A este propósito dice San Agustín: «Si por un instante el poder de Dios cesara de regir las cosas por Él creadas, al punto cesaría también la vista de las mismas y perecería toda la naturaleza» (Com. Literal al Gen., IV, c. 12). Y en el mismo libro añade: «Como el aire se hace lúcido con la presencia de la luz, así es iluminado el hombre al estar Dios presente a él; pero se entenebrece al instante que Dios se le ausenta» (Ibíd.)»[7].

480. —¿Cuál es el segundo efecto de la gobernación divina? —El segundo efecto es la intervención divina en el obrar, o la producción del ser por las criaturas. Santo Tomás lo deriva de manera inmediata de la primera conclusión. La incesante acción conservadora de Dios: «demuestra que ningún agente inferior da el ser, si no en cuanto que obre por el poder divino», porque: «nada da el ser si no en cuanto es ente en acto. Más Dios conserva las cosas en el ser mediante su providencia, como queda probado. Luego quien da el ser lo da por el poder divino»[8]. Únicamente Dios es ente por esencia, porque solamente en Dios el ser es su esencia y todos los demás lo son por participación. Además, según tesis neoplatónica asumida y utilizada muchas veces en la síntesis tomista, «lo que es por esencia es causa propia de lo que es por participación». De ahí que todo el que da el ser a una cosa, esencial o accidental, tiene que hacerlo en cuanto obra por virtud del ente por esencia, que es Dios. La criatura da el ser como causa segunda y Dios como causa primera. De manera más explícita argumenta: «toda acción que no puede permanecer si cesa la influencia de un agente, procede de dicho agente. Por ejemplo, el que, al cesar la acción del sol, que ilumina el aire, no pueda permanecer la manifestación de los colores revela como indudable que el sol es la causa de la manifestación de los colores. Y lo mismo con el movimiento violento, pues cesa al cesar la violencia de quien lo provoca. Así como Dios no sólo dio el ser a las cosas cuando comenzaron a ser, sino que también lo produce en ellas mientras son, conservándolas en el ser, como se demostró (III, c- 65), del mismo modo no sólo se les dio, al crearlas en un principio, los poderes operativos, sino que también los causa constantemente en las cosas. Por eso, si cesara la influencia divina, cesaría toda operación. Luego toda operación se reduce a Él como a su causa». Doctrina que se puede encontrar en las Escrituras. «Se dice en Isaías: «Todas nuestras obras las has obrado en nosotros, Señor» (Is 26, 12); y San Juan: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5); y a los Filipenses: «Dios es quien causa en nosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Fil 2, 13)». Y por esta razón, en las Escrituras se atribuyen con frecuencia a la acción de Dios los efectos de la naturaleza, porque El es quien actúa en todo agente natural o voluntario, según aquello de Job: «¿No me exprimiste como leche y me cuajaste como queso? Me revestiste de piel y de carne, y con huesos y músculos me compusiste» (Job 10, 10-11); y en el salmo: «Tronó el Señor desde los cielos, el Altísimo hizo sonar su voz, granizo y carbones incandescentes» (Sal 17, 14)»[9]. 481. —Si Dios obra en todas aquellas cosa que obran ¿las cosas obran realmente?. —En la Suma teológica, Santo Tomás sostiene que se debe contestar afirmativamente, por tres motivos. Primero, porque si Dios lo hiciera todo directamente: «con ello se eliminaría de las cosas creadas el orden de causa y efecto; lo cual podría suponer falta de poder en el Creador, pues del poder del agente depende el que éste comuniquen a su efecto el poder de obrar»[10]. Por ello: «Dios obra suficientemente en las cosas como causa primera, sin que por eso resulte superflua la operación de las criaturas como causas segundas»[11]. Segundo, porque si las cosas no tuvieran el poder de obrar: «de algún modo, las mismas cosas creadas parecerán existir todas inútilmente, al carecer de respectivas operaciones propias, que es para lo que existen todas las cosas». Por este segundo motivo: «el obrar de Dios en las cosas, se ha de entender de tal modo que tengan ellas, no obstante, sus propias operaciones respectivas»[12]. No es contradictorio que la operación de la criatura pertenezca a dos agentes a la vez. Precisa Santo Tomás que: «La misma acción no puede proceder de dos agentes de un mismo orden;

pero no hay inconveniente en que una sola y misma acción proceda de dos agentes como primero y segundo»[13]. El tercer motivo, por último, es el siguiente: «Hay que tener presente que Dios no sólo mueve las cosas a obrar aplicando su formas y poderes a la operación (…) sino que Dios da, además, la forma a las criaturas que obran y las conserva en el ser». Ocurre algo parecido a lo que haría un carpintero al aplicar la sierra a cortar la madera, si el mismo hubiese fabricado la sierra. Por consiguiente: «Dios es causa de las acciones no sólo en cuanto da la forma que es principio de la acción (…) sino también en cuanto que conserva las formas y los poderes de las cosas». Además, como «Dios es propiamente en todas las cosas la causa del ser mismo, que es en ella lo más íntimo de todo, síguese que Dios obra en lo mas íntimo de todas las cosas»[14]. En conclusión: «Dios no sólo da las formas a las cosas, sino que también las conserva en el ser y las aplica a obrar, y es el fin de todas las acciones»[15]. 482. —El Aquinate indica en estos capítulos dedicados a la acción de Dios en el mundo que: «algunos tomaron de ello ocasión de errar, pensando que ninguna criatura tiene acción alguna en la producción de los efectos naturales, o sea, que el fuego no calentaría, sino que Dios produciría el calor a presencia del fuego; y esto mismo sucedería con los demás efectos naturales». ¿Qué razones da para refutar tal error? —Después de exponer los distintas razones que dieron estos filósofos, la mayoría musulmanes, muestra que si se aceptan «se siguen muchos inconvenientes». Uno de ellos es el siguiente: «Así como es propio del bien hacer lo bueno, así también es propio del sumo bien hacer algo óptimo. Dios es el sumo bien, según se demostró (I, c. 41). Luego a Él pertenece hacerlo todo óptimamente». Admitida esta premisa, debe aceptarse esta otra: «supera en bondad el que un bien concedido a uno sea común a muchos que exclusivo de aquél, porque: «el bien común es siempre más excelente que el bien de uno solo» (Aristóteles, Ética, I, 1)». También que: «el bien de uno se hace común a muchos por derivación, que solamente ocurre cuando el que lo posee lo difunde a los otros por su propia acción; mientras que si no tiene poder para difundirlo, permanece de su propiedad exclusiva». Se concluye de estas tres premisas que: «Dios comunicó a las cosas creadas su bondad de manera que una de ellas pudiese transfundir a otra lo que recibió». De tal conclusión se sigue que «quitar, sus propias acciones a las cosas es derogar la bondad divina». Otro de los inconvenientes de las doctrinas, que niegan las operaciones propias a las criaturas, es la supresión del orden universal, porque: «suprimir el orden a las cosas creadas es quitarles lo mejor que tienen; pues cada una de ellas es en sí misma buena, pero todas juntas son óptimas por razón del orden del universo, pues el todo siempre es mejor que las partes y su propio fin. Y si se priva a las cosas de sus acciones, se suprime el orden que hay entre ellas, pues las cosas que son de diversa naturaleza no se enlazan en la unidad del orden si no es porque unas son agentes y otras pacientes». Por consiguiente: «es improcedente decir que las cosas no tienen acciones propias». Estas y otras dificultades muestran que «no es razonable que se prive de su acción» a cualquier ente, que por serlo tiene ser, ya que «el obrar sigue al ser» . Debe admitirse que Dios es causa de que obren cuantas cosas obran. De la misma manera que es causa de su ser, cuando han comenzado a ser, y lo produce mientras son, conservándolas en él, es causa del poder operativo con que las creó y también lo causa constantemente en las cosas, que permanecen en el ser.

De manera que: «no es preciso que todo lo que tiene una forma como participada la reciba inmediatamente de aquel que es esencialmente forma, sino inmediatamente de aquel que tiene una forma semejante e igualmente participada, el cual obra en virtud de aquella forma separada»[16]. El ser de un efecto, que ha recibido de un ente creado que obra, es participado, al igual que lo es el del agente. Ambos participan del ser, que no es participado, y que constituye la esencia de Dios, que es así causa de todo lo participado. Dios actúa en el obrar de las criaturas participantes del ser, porque únicamente Dios es ente por esencia –porque sólo en Dios el ser es su esencia– y todos los demás lo son por participación, y lo que es por esencia es causa propia de lo que es por participación. De manera que todo el que da el ser a una cosa, esencial o accidental, tiene que hacerlo en cuanto obra por virtud del ente por esencia, que es Dios. 483. —Ha probado el Aquinate que Dios obra en todo el que obra y es causa de su obrar, de manera que Dios es causa de que obren las cosas al obrar, y las criaturas, al actuar por su propio poder, son movidas por Dios. Sin embargo, nota también que: «algunos encuentran dificultad para comprender cómo se atribuyen los efectos naturales conjuntamente a Dios y a un agente natural». ¿Cuáles son las estas dificultades? —Las dificultades que refiere Santo Tomás son tres. La primera consiste en advertir que: «de dos agentes no puede resultar una sola acción. Luego, si la acción con que se produce un efecto natural procede de un cuerpo natural, no procederá de Dios» No obstante, Santo Tomás sostiene que ello no supone dificultad alguna. Hay que tener en cuenta que, por una parte: «en todo agente se deben considerar dos cosas, a saber, la cosa misma que obra y el poder por que obra, como el fuego calienta por el calor». Por otra que: «el poder del agente inferior depende del poder del superior, puesto que el superior le da el poder con que aquél obra o se lo conserva, o lo aplica para obrar». Así, por ejemplo, el artesano da el movimiento a su sierra para cortar la madera. El poder del artesano comunica el poder de la sierra para serrar. «Luego es preciso que la acción del agente inferior no sólo proceda de él como resultado de su propia poder, sino también como resultado del poder de todos los agentes superiores, pues obra en virtud de todos ellos». Por consiguiente: «así como no hay inconveniente para que una acción sea producida por un agente y su poder, tampoco lo hay para que un mismo efecto sea producido por Dios y por el agente inferior; por ambos inmediatamente, aunque de diferente manera»[17]. Sondistintas, porque Dios actúa como causa primera y todo agente creado como causa segunda. La moción divina, incomprensible para nosotros, es análoga a las mociones creadas, que actúan como causas segundas. Dios y la criatura son igualmente causas de la acción. Tanto la causa primera como la causa segunda son verdaderamente agentes del obrar, porque la moción divina de la causa primera penetra en lo más profundo de la acción, dándole lo que tiene de ser acción, y, por tanto, la acción de la criatura procede totalmente de Dios, comocausa primera. Asimismo procede de la misma criatura, como causa segunda, que es así también agente. El influjo activo de Dios, o moción divina, sobre las causas segundas esinmediato, porque da la eficacia actual a la causa segunda. Esfísico, porque actúa como causa eficiente con su propia acción. No procede de una manera atractiva o persuasiva sobre cada acción del agente creado para que éste actúe, sino real y eficazmente. La acción de Dios, además de inmediata y física es simultánea con influjo causal de la criatura, porque no hay concurrencia simultánea de las dos causas primera y segunda. La moción de la

causa primera es anteriorpor naturaleza a la acción, al igual que la causa es anterior naturalmente a su efecto. Es, en realidad, una premoción. A la acción divina se le puede denominar premoción, tal como se hizo en el tomismo, por su carácter de ser previa, aunque continúa después. El término «premoción» no es más que una explicitación de la propiedad de la moción de ser previa, porque: «la moción del motor precede al movimiento del móvil en naturaleza y causa»[18]. 484. —¿Cuál es la segunda dificultad? —La dificultad, que presentan otros, es la siguiente: «Lo que puede hacerse por uno solo es superfluo que lo hagan muchos, pues vemos que la naturaleza no hace con dos instrumentos lo que puede hacer con uno solo. Según esto, siendo el poder divino capaz de producir los efectos naturales, es superfluo añadir para la producción de los mismos los poderes de la naturaleza, o, si éstos son capaces de producir sus propios efectos, también es superfluo que obre Dios para producirlos». La respuesta a la primera dificultad le sirve también Santo Tomás para resolver esta segunda, porque, después de exponerla, añade: «al mismo tiempo, se ve que, aunque una cosa natural produzca su propio efecto, no es superfluo que Dios lo produzca también, porque la cosa natural no lo produce si no cuenta con la virtud divina». 485. —¿Cuál es la tercera dificultad? —La última dificultad se basa en que: «Si Dios produce el efecto natural en su totalidad, al agente natural no le queda nada que producir». Se infiere de ello que: «no parece posible que Dios produzca los mismos efectos que las cosas naturales producen». Santo Tomás replica que: «Tampoco es superfluo que pudiendo Dios producir por sí mismo todos los efectos naturales, los produzca mediante algunas otras causas. Pues ello es efecto no de la insuficiencia de la virtud divina, sino de la inmensidad de la bondad de Dios, por la cual quiso comunicar su semejanza a las cosas no sólo para que existieran, sino también para que fueran causas de otrascosas; pues de estas dos maneras consiguen las criaturas la divina semejanza, como se demostró (III; cc. 20, 21)». El argumento revela claramente la infinita bondad divina, porque Dios comunica su bondad a las criaturas de manera que una pueda transfundir a otra lo que recibió. Por ello, si no se reconocieran las propias acciones de las criaturas, tampoco se consideraría adecuadamente la infinita y suma bondad divina; sin que sea un inconveniente que un mismo efecto sea producido por Dios y por la criatura, porque actúan de diferente manera. Dios actúa como Causa primera y todo agente creado, como causa segunda, subordinada a la primera. También, como dice finalmente Santo Tomás: «Esto hace patente, a la vez, el esplendor del orden que reina en las cosas creadas». Todavía podría creerse que una parte del efecto se atribuye a Dios y otra a la criatura.. Sin embargo, por lo dicho: «Es también manifiesto que un mismo efecto no se atribuye a la causa natural y a la virtud divina de manera que una parte la haga Dios y la otra el agente natural, sino que cada uno lo realiza totalmente, aunque de diferente modo; igual que un mismo efecto se atribuye en su totalidad al instrumento y al agente principal»[19]. Cada uno realiza el efecto totalmente, aunque de diferente modo. De manera parecida a como una pieza musical se atribuye en su totalidad al instrumento con que se ejecuta y al que maneja dicho instrumento. 486. —¿Por qué el Aquinate, después de tratar de la acción de Dios en el obrar de las cosas, se ocupa de la ubicuidad divina?

—Afirma Santo Tomás que: «Dios ha de estar necesariamente en todo lugar y en todas las cosas», porque: «Dios mueve todas las cosas a sus propias operaciones respectivas» y, como afirmaba Aristóteles (Física, VII, c. 2), «es preciso que el motor y lo movido se den juntamente». Se prueba también que Dios está en todo lugar y en todas partes, si se tiene en cuenta que: «una cosa incorpórea está en algo por su propia virtud, de modo semejante a como la cosa corpórea está en algo por la cantidad dimensional». Por tanto, por una parte: «si hubiera un cuerpo que tuviese cantidad dimensional infinita, sería preciso que se hallara en todo lugar». Por otra: «si hay una cosa incorpórea que tenga virtud infinita, deberá estar en todo lugar». Por consiguiente, como ya se demostró que el poder de Dios es infinito (I, c. 43). «está, pues, en todo lugar». A esta presencia de Dios en todos sus efectos le denomina Santo Tomás, en la Suma teológica, presencia por potencia. San Gregorio Magno había escrito que: «Dios está en las cosas de modo común por esencia, presencia y potencia, y de modo familiar está en algunos por la gracia»[20]. Explica Santo Tomás que: «Lo referente a cómo está (Dios) en las demás criaturas se puede entender considerando lo que sucede en las cosas humanas. Se dice que el rey está por potencia en todo su reino, aunque no esté por presencia. Se dice asimismo de alguien que está por presencia en todo lo que abarca su mirada, y de este modo cuanto hay en una habitación está presente al que, sin embargo, no está por substancia en cada una de sus partes. Finalmente las cosas están por substancia o esencia en el lugar que ocupan». Puede decirse que de este triple modo se puede distinguir la ubicuidad de Dios. De manera que: «Dios está en todos los seres por potencia, porque todo está sometido a su poder. Está por presencia, porque todo está patente y como desnudo a sus ojos. Está por esencia, porque actúa en todos como causa de su ser»[21]. 487. —Además del modo de presencia por potencia, en la «Suma contra los gentiles», ¿se tratan los modos por presencia y por esencia? —En este mismo capítulo, dedicado a la ubicuidad de Dios, en uno de los varios argumentos, que se dan para probar la presencia de Dios en las cosas, Santo Tomás se refiere a la de esencia, o substancia, o por causar el ser propio de cada cosa. Se dice en el mismo: «es necesario que la causa eficiente se encuentre contigua a su efecto próximo e inmediato. Más en toda cosa hay algún efecto próximo e inmediato del mismo Dios, porque, se demostró (II, c. 21), el crear es exclusivo de Dios». Además: «en cada una de las cosas hay algo causado por creación: en las cosas corporales, la materia prima, y en las cosas incorpóreas, sus simples esencias, como ya se dijo (II, c. 15)». Por consiguiente: «es preciso que Dios esté presente en todas las cosas, principalmente, porque, habiéndolas sacado del no ser al ser, las conserva siempre e invariablemente en el ser, como también se dijo (III, c. 65)». Nota seguidamente que: «por esto, se dice en Jeremías: «Yo lleno el cielo y la tierra» (Je 23, 24); y en los Salmos: «Si escalo los cielos, allí te encuentras; si bajo a los abismos, allí estás» (Sal 138, 8)». Advierte también Santo Tomás que: «no se ha de creer que está en las cosas como mezclado con ellas, pues como se dijo no es la materia ni la forma de ser alguno (I, cc, 17, 27), sino que está en todas las cosas a modo de causa eficiente». Lo que expresa así en la Suma teológica: «Dios está en todas las cosas por esencia, pero no la de las cosas, como formando parte de ella, sino por la suya; pues, según hemos visto, su substancia está en todo lo que existe como causa del ser que tiene»[22]. De la presencia de Dios por presencia, o por conocimiento, no se ocupa Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra los gentiles. No era necesario, porque ya lo ha hecho en el libro primero, en los capítulos dedicados al conocimiento divino (I, cc. 63 y ss.).

488. —La oración del Padrenuestro se dirige Dios «que estás en el cielo»[23]. También se dice en los Salmos: «A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo» (Sal 122, 1). Si Dios está presente en todas partes, ¿por qué se dice que habita en el cielo? —En uno de sus comentarios al Padrenuestro, Santo Tomás explica que las palabras «que estás en el cielo» se dicen: «contra a los que al orar se representan e inventan imaginaciones corpóreas acerca de Dios. Por esto, diciendo que está en los cielos, a través de lo que entre las cosas sensibles es más elevado, se pone de manifiesto la excelsitud de Dios, que todo lo sobrepasa, incluso los deseos y pensamientos de los hombres. Así, pues, cuanto pueda ser pensado o deseado es menor que Él. «Grande es Dios, que supera nuestra compresión» (Job 36, 26); «Excelso el Señor por encima de todos los pueblos» (Sal 112, 4); «¿Con quién habéis asemejado a Dios?» (Is 40, 18)»[24]. En el Catecismo romano, publicado en 1566, se responde a esta misma pregunta con una explicación, que expresa la doctrina de Santo Tomás. Comienza con la siguiente exposición de la misma: «Es clarísimo para todos los que piensan bien de la divinidad, que Dios está presente en todas partes y en todas y en cada una de las cosas, lo cual no se ha de entender como si dividido en partes, con una ocupase y proveyese un lugar, y con otra otro, porque Dios es espíritu y carece de toda división. ¿Quién, pues, se atreverá a encerrar en los límites de un lugar cualquiera a Dios como cuerpo puesto en un sitio, habiendo dicho Él de si mismo: «¿Por ventura no lleno Yo el cielo y la tierra?» (Jer 23, 24)». Se añade que, por el contrario: «esto debe entenderse de manera que comprende Dios con su poder y virtud el cielo y la tierra y no que se halla limitado por lugar alguno». Dios, por tanto, está presente por potencia o poder en las criaturas, y se encuentra así por estar también por esencia: «pues Dios está presente en todas las cosas, ya creándolas, ya conservándolas después de creadas, sin estar circunscrito ni determinado a ningún límite de ninguna especie». Por consiguiente, su presencia: «es de modo tal, que se halla presente en todas partes en esencia y potencia». Ciertamente la presencia de Dios «la expresó rey David diciendo: «Si subo al cielo allí estás Tú» (Sal 138, 8), pero, aunque está Dios presente en todo lugar y en todas las cosas, sin estar determinado, según se ha dicho, a límite alguno, sin embargo, dícese con frecuencia en la Sagrada Escritura que tiene su morada en el Cielo; y vemos justo que así se diga, porque los cielos que vemos son la parte más excelente del universo; ellos permanecen incorruptos, que exceden a los demás cuerpos materiales en poder, grandeza y hermosura, y están dotados de determinados y constantes movimientos. Por ello, se concluye: «para mover Dios los ánimos de los hombres a contemplar su poder y majestad infinitos, que brillan por modo grandioso en la obra de los cielos, afirma en las Sagradas Escrituras que tiene en ellos su morada; pero muchas veces declara, lo cual es evidente, que no hay parte alguna del mundo en que no se halle presente la esencia y el poder de Dios»[25]. 489. —Además de estos tres modos de presencia de Dios ¿hay otras presencias de Dios en el mundo? —A la presencia de inmensidad, con su triple manera –por potencia, o en cuanto todo está sometido a su poder, por esencia, o en cuanto Dios da continuamente el ser, y por presencia, en cuanto nada escapa a su mirada–, y, hay otras cuatro presencias de Dios. Son cuatro presencias especiales, que suponen la anterior presencia general. La primera es su presencia personal, que está en Jesucristo hombre. Es una presencia por unión, que se da en la unión del Verbo con la naturaleza humana de Cristo en la persona, que hace que sea una persona divina.

La segunda manera es la presencia eucarística. En el «santísimo sacramento de la Eucaristía se contienen verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y la divinidad de Jesucristo nuestro Señor, y, por consiguiente, Jesucristo todo entero»[26]. La tercera presencia es la especial que se realiza por la gracia santificante. Es la presencia por inhabitación, la misteriosa presencia real de las divinas personas de la Santísima Trinidad en el alma en gracia. Es la presencia de Dios como Padre y también como Amigo por la caridad sobrenatural infundida con la gracia santificante, pues.. como afirma Santo Tomás: «la caridad es una amistad del hombre con Dios»[27]. En sentido propio Dios no es padre de la criaturas en el orden natural. Dios es su autor o creador, pero no transmite su propia naturaleza divina. La naturaleza humana es simplemente imagen de Dios y la vida que incluye es humana. En cambio, en el hombre en gracia, por ella, Dios hace participe al hombre de su propia vida divina. Por ello, Dios le es padre porque le transmite su naturaleza divina, como en toda paternidad, aunque sólo sea una participación de la misma, porque sólo al Verbo, al Hijo, le transmite plenamente su propia naturaleza divina. De ahí que en el texto citado por Santo Tomás de San Gregorio Magno, se diga que «de modo familiar está en algunos por la gracia». Por último, los bienaventurados gozan de la presencia de Dios por la visión beatífica. Por la luz de la gloria, el bienaventurado puede ver a Dios, y esta visión de Dios, porque se manifiesta tal como es en sí mismo, puede considerarse como una presencia especial de Dios. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 64. [2] Ídem, Suma teológica, I, q. 22, a. 1, in c. [3] Íbid., I, q. 103, a. 1, in c. [4] Idem, Suma contra los gentiles, III, c. 65. [5] Heb 1, 3. [6] Sal 103, 29. [7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 104, a. 1, in c. [8] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 66. [9] Ibíd., III, c. 67. [10] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 105, a. 5, in c. [11] Ibíd., I, q. 105, a. 5, ad 1. [12] Íbid., I, q.105, a. 5, in c. [13] Íbíd., I, q. 105, a. 5, ad 2. [14] Íbid., I, q. 105, a. 5, in c.

[15] Íbíd., I, q. 105, a. 5, ad 3. [16] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 69. [17] Íbid., III, c. 70. [18] Íbid., III, c. 149. [19] Íbid., III, c. 70. [20] San Gregorio Magno, Libros de Moral, 2, c. 12. Véase: Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 8, a. 3, sed c. [21] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 8, a. 3, in c. [22] Ibíd., I, q. 8, a. 3, ad 1. [23] Mt 6, 9. [24] Santo Tomás de Aquino, Consideraciones sobre el Padrenuestro, 2. [25] Catecismo para párrocos según el decreto del Concilio de Trento, IV, c. 9, n. 19. [26] Concilio de Trento, Decreto sobre el Santísimo de la Eucaristía, can. 1. [27] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 23, a. 1.

XLV. La permisión divina del mal 490. —-¿Al igual que la divina providencia no excluye la acción de las causas segundas, tampoco excluye el mal? —-La providencia no suprime el mal. Al principio del capítulo dedicado a la providencia y al mal, declara Santo Tomás: «la divina providencia, al gobernar las cosas, no excluye de las mismas la corrupción, ni el defecto, ni el mal». Las faltas e imperfecciones, que las cosas deben tener según su naturaleza, no son causadas por Dios. Tampoco las anula, sólo las permite. Da seguidamente siete argumentos para probarlo. En el primero, recuerda que, como ya demostró (III, c. 69): «El gobierno divino, que Dios ejerce sobre las cosas, no excluye la operación de las causas segundas». Precisa ahora que: «Se da el defecto en el efecto de la causa segunda por defecto de la misma, sin que por ello se encuentre en el agente primero». Tal como ocurre de manera parecida: «cuando en el efecto de un artífice, que domina perfectamente el arte, se da un defecto porque el instrumento es defectuoso». También es comparable la relación entre la causa primera y las causas segundas defectuosas, con lo que ocurre cuando: «le sobreviene la cojera a un hombre cuya fuerza motriz es vigorosa, no por falta de dicha fuerza, sino por tener la pierna encorvada». Por consiguiente: «el hecho de que aparezca algún defecto o algún mal en los seres actuados y gobernados por Dios obedece a que esos agentes secundarios son defectuosos, aunque en El no se da ningún defecto». 491. —-Según la explicación del Aquinate, la existencia del mal no afecta a la causalidad divina. Dios no niega su moción a las causas segundas, aunque sean defectuosas. Si el mal se debe sólo al defecto de éstas, ¿por qué Dios no lo impide?

—-Dios no impide el mal por la razón que da en este segundo argumento: «No se daría la bondad perfecta en las cosas creadas de no darse en ellas una jerarquía de bienes, dentro de la cual unas fuesen mejores que otras; porque no se cumplirían todos los grados posibles de bondad, ni criatura alguna se asemejaría a Dios por su eminencia sobre otra». Además de estos dos motivos, hay un tercero, porque: «con la supresión de la distinción y disparidad ordenada de las cosas desaparecería la perfecta belleza». También hay un cuarto, porque: «suprimida la desigualdad en bondad, desaparecería la multitud de cosas, pues unas cosas son mejores que otras por las diferencias que las separan entre sí; como es mejor lo animado que lo inanimado y lo racional que lo irracional. Y así, si en las cosas hubiese una igualdad absoluta, sólo habría un bien creado; lo cual deroga evidentemente la perfección de la criatura». Esta desigualdad se manifiesta en una diferencia esencial entre los bienes creados, porque: «el grado superior de bondad consiste en que algo es bueno de tal manera que no puede perder la bondad, y, al contrario, el inferior es aquel en que la bondad puede fallar». Por consiguiente, hay cosas que no fallan y otros que pueden fallar y «el universo precisa de ambos grados de bondad». Además, como: «es misión de la providencia del gobernante conservar la perfección en las cosas gobernadas y no el disminuirla (…) la providencia divina no tiene por qué excluir totalmente de las cosas la posibilidad de fallar en el bien». Las cosas creadas de grado inferior de bondad pueden fallar o perder algo bueno y «el efecto de esta posibilidad es el mal, porque lo que puede fallar falla alguna vez. Además, el mismo defecto de bien es también un mal, según se demostró (III, c. 7)». Por consiguiente, si en el mundo creado debe haber cosas con la posibilidad de fallar o caer en el mal: «no es cosa de la providencia divina el suprimir totalmente de las cosas el mal». 492. —-Aunque por el orden jerárquico del universo hay cosas falibles, ¿no podría la providencia divina quitar la defectuosidad de estas cosas? —-Debe tenerse en cuenta, para comprender de algún modo el gobierno divino del universo, lo que se expone en este tercer argumento: «Lo mejor de cualquier gobierno es que se mire por todos los súbditos, por cada uno según su modo de ser, pues en esto consiste la justicia del régimen. Según esto, así como sería contra la razón del régimen humano que el gobernador de la ciudad impidiese a los hombres el ejercicio de sus propios oficios –a no ser circunstancialmente, por alguna necesidad–, del mismo modo sería contra la razón del régimen divino el no dejar que las cosas creadas obren en conformidad con su propia naturaleza. Pero, al obrar las criaturas de esta manera, síguense la corrupción y el mal en las cosas, puesto que unas corrompen a las otras por la contrariedad y oposición que hay entre ellas». Puede así concluirse que: «no es cosa de la providencia divina el suprimir totalmente del las cosas gobernadas el mal». Se suprimiría entonces el orden del universo, aunque Dios a veces interviene milagrosamente con la supresión de males particulares, lo que no implica suprimir totalmente el mal. 493. —-Además de las cuatro consecuencias indicada, que se seguirían de la exclusión total del mal ¿se darían más consecuencias negativas? —-Una quinta consecuencia, que Santo Tomás expone como cuarto argumento para probar la tesis inicial de la no exclusión del mal por la providencia y gobierno divinos, sería que entonces desaparecerían bienes. Arguye: «Es imposible que un agente produzca un mal como no sea intentando un bien, según consta por lo anterior (III, c. 3). A la providencia divina, que es la causa de todo bien, no le corresponde suprimir en las cosas creadas y de un modo general la intención

de bien alguno, pues tal medida suprimiría muchos bienes en el universo creado». Queda así probado que: «no es conforme a la divina providencia el suprimir totalmente de las cosas el mal». ´ Otra consecuencia, que presenta Santo Tomás en el siguiente argumento, el quinto, sería la perdida de bienes particulares, porque: «Hay muchos bienes en las cosas que no tendrían lugar si los males no existieran». Así, por ejemplo, en el ámbito humano: «no existiría la paciencia de los justos sin la malignidad de los perseguidores»; y en el de la naturaleza: «no habría generación de uno si no se diera la corrupción de otro». Por consiguiente: «si la divina providencia excluyera totalmente el mal del universo creado, sería preciso disminuir la cantidad de bienes», que sería peor que la de los males suprimidos, «porque más poderoso es el bien en la bondad que el mal en la maldad como consta por lo dicho (III cc. 11, 12)». Así se explica que la divina providencia no suprima el mal de las cosas. Una séptima consecuencia, expuesta en el sexto argumento, sería que con la supresión de todos los males, y la pérdida de bienes particulares, se seguiría igualmente la disminución de la perfección de todo el universo en conjunto. Se dice en la prueba: «El bien del todo es más excelente que el bien de la parte. Según esto, corresponde al prudente gobernador descuidar algún defecto parcial para aumentar, en consecuencia, la bondad del todo». De manera parecida: «si se suprimiera el mal de algunas partes del universo, se perdería mucho de su perfección, porque su belleza se nos muestra por la ordenada conjunción de males y de bienes, ya que los males provienen de los defectos de los bienes y, esto no obstante, su resultado es la aparición de ciertos bienes por la providencia del gobernador». Puede ponerse como ejemplo de algo similar el que: «la interposición de silencios hace placentera la melodía». Por último, presenta Santo Tomás una consecuencia que afecta directamente al bien del hombre. Razona en su exposición del séptimo argumento: «Las cosas, y principalmente las inferiores, se ordenan al bien del hombre como a su fin. Pero, si en ellas no hubiera mal alguno, disminuiría considerablemente el bien del hombre en cuanto al conocimiento y también en cuanto al deseo y amor del bien». La razón es la siguiente: «el bien se conoce mejor si lo comparamos con el mal, y, cuando sufrimos algunos males, deseamos con más ardor los bienes, tal como los enfermos conocen perfectamente lo buena que es la salud, y la desean con más ardor que los sanos». 494. —-Las ocho consecuencias negativas expuestas revelan que «no es incumbencia de la divina providencia suprimir totalmente de las cosas el mal». A su vez, ¿de estas tesis se siguen otras consecuencias? —-Indica seguidamente Santo Tomás que: «con esto se rechaza el error de algunos que, al ver sucederse los males en el mundo, negaban la existencia de Dios. Así, Boecio cita a un filosofo, que preguntaba: «Si Dios existe, ¿de dónde el mal?» (Consolación, I, pr. 4)». A continuación Santo Tomás responde a la pregunta, que siempre se ha hecho, provocada por la patente existencia del mal, no sólo sobre la bondad de Dios. sino sobre su misma existencia. Retuerce el argumento que se emplea en la interpelación, al añadir: «Más bien debería argüir al revés: «si el mal existe, Dios existe», pues el mal no se daría si desapareciera el orden del bien, cuya privación es el mal: y tal orden no se daría si Dios no existiera». Además, podría aconsiderarse como una prueba de la existencia de Dios, porque la existencia del mal en el mundo no sólo no es un obstáculo para afirmar la existencia de Dios, su providencia y su bondad, sino que sirve para probarlas. 495. —-¿Hay otras consecuencias?

—-Una segunda es la confirmación de la existencia de la providencia divina, porque: «con lo expuesto no se les ofrece ocasión de errar a aquellos que negaban que la providencia divina se extienda hasta las cosas corruptibles, porque veían que a tales cosas les sobrevienen muchos males; y decían que a la providencia divina sólo están sujetas las cosas incorruptibles, en las cuales ni hay defecto ni se encuentra mal alguno». Finalmente una tercera, porque proporciona una nueva refutación de la herejía maniquea. Con la tesis de la permisión divina del mal: «Se evita también la oportunidad de errar a los maniqueos, quienes pusieron dos principios eficientes, uno bueno y otro malo, como si el mal no pudiera tener cabida bajo la providencia del Dios bueno». 496. —-Si el mal tiene un lugar en la providencia divina, «¿no podría sostenerse que Dios causa el mal? —-Sobre la duda: «¿las acciones malas proceden acaso de Dios?», nota Santo Tomás que queda solucionada con todas las consecuencias expuestas. Por un parte, porque: «todo agente produce su acción en cuanto que obra por virtud divina, y por esto Dios es causa de todos los efectos y acciones». Por otra, puesto que: «el mal y el defecto ocurren en las cosas gobernadas por la divina providencia, dada la condición de las causas segundas –en las cuales cabe defecto–». Se sigue de ello que «las acciones malas, en cuanto deficientes, no proceden de Dios». Por el contrario de estas premisas resulta también que estas acciones malas proceden: «de sus causas próximas, que fallan; sin embargo, en cuanto a lo que tienen de actividad y de entidad es preciso que procedan de Dios, tal como la cojera, que, en lo que tiene de movimiento, procede de la fuerza motriz, más en lo que tiene de defectuoso procede de la encorvadura de la pierna»[1]. 497. —-Si el mal procede de la criatura, y sólo es permitido por Dios ¿cuál es su causalidad en las acciones malas? —-Según la última respuesta de Santo Tomás, la permisión divina del mal no implica que Dios niegue la moción divina al bien en el obrar de todas las criaturas. Ciertamente que Dios puede no dar su moción divina, porque a ninguna de sus criaturas debe nada. Las ha creado gratuita y libremente; las conserva gratuita y libremente; les ha dado y conserva sus potencias o principios de operación gratuita y libremente; y puede así darles o quitarles la moción para obrar. Sin embargo, a las mociones para producir los efectos, Dios normalmente no las suprime. Se sabe que ha quitado las mociones en algunos casos. Así lo hizo momentáneamente, al quedar sin el efecto de quemar el fuego en el horno de Babilonia, al que fueron introducidos tres jóvenes hebreos, como se cuenta en el libro de Daniel (Dn c. 3). Sin embargo, Dios no da o niega las mociones sujetas a la providencia natural de manera arbitraria, sino de acuerdo con un orden o una ley. Esta ley de la premoción física, como advirtió el tomista Marín-Sola[2], es la siguiente: «la premoción divina (…) nunca falta para acto alguno proporcionado a la naturaleza (de la criatura), a no ser que la criatura misma ponga impedimento a esa moción»[3]. Notó también que ley y gratuidad no son incompatibles. Las mociones, sin que les afecte la gratuidad, pueden considerarse como debidas,en cuanto a su relación con la naturaleza de las cosas. Así, por ejemplo, se puede dar una limosna sin fijar orden o ley, o también fijando libérrimamente algún orden o ley a su distribución; y, en ambos casos, son gratuitas. 498. —-¿Cuáles y cómo son los impedimentos que ponen las criaturas a la ley de las mociones? —-Los impedimentos que oponen las criaturas a las mociones de Diospueden ser naturales o libres, según sean la clases de mociones divinas, porque las mociones divinas seacomodana las naturalezas y condiciones de la criatura como la libertad. Las mociones divinas, por ello, no mueven del mismo modo. Las premociones mueven a todas las criaturas según la condición de

su naturaleza, de manera que, en ellos, las causas necesarias producen efectos necesarios, y las causas libres efectos libres. Se da el impedimento natural, por parte de las operaciones propias de unas naturalezas, que carecen de libertad, pero que a veces fallan. Sin embargo,la moción divina no falla, porque la moción divina para obrar, y para obrar según la ley, que está inscrita en las naturalezas, no falta nunca por parte de Dios. En los seres naturales, con sus leyes físicas y todas las que estudian las ciencias de la naturaleza, las mociones se reciben de una manera constante e invariable. Se pueden ir conociendo todas estas leyes y, por tanto, saber cuando se recibirá la moción divina, salvo caso de milagro. Se puede comparar la premoción física a una balsa de agua, y las leyes naturales a una red de canales de regadío que parten de ella, y que distribuye el agua que envía, Cada ser tiene su naturaleza propia con sus propiedades y sus leyes naturales correspondientes, que son como la red de canales, que reparten la cantidad de agua según su capacidad[4]. Se da el impedimento libre, porque los seres libres, por poseer una naturaleza, también siguen una leyes, y algunas específicas, como las morales, que permiten un margen para salirse de ellas, y todas igualmente distribuyen las mociones divinas. El mismo ejemplo anterior de la balsa y los canales, se puede aplicar en este caso especial en el que interviene la libertad. Puede ponerse un dique a la salida del agua de la balsa y el agua no llega a los canales. De modo análogo, se puede impedir la acción de la moción con la obstaculización de la ley de las criaturas libres. 499. —-¿En qué consiste la ley de la moción de la naturaleza libre? —-La ley de la naturaleza libre, quese extiende a todos los actos libres consiste en la obligación de ejecutar todos los actos, sin excepción, dirigidos por la recta razón, y, por tanto, según el bien honesto. La moción divina a los actos libres o morales, que Dios nunca deja de dar, es al bien honesto. Lo qué puede hacer la libertad con respecto a la moción al bien honesto son «tres acciones distintas puestas en manos del hombre con una misma moción física». De manera: «pone Dios en manos del hombre tres cosas: a) la acción honesta a que Dios le mueve; b) su acción contraria; c) el cesar toda acción»[5]. Las tres opciones que tiene la voluntad libre humana con respecto a la moción divina al bien honesto, son, por consiguiente: puede no poner impedimentos, lo que es un bien para la libertad; o poner impedimentos, dejando de ejercerla; o modificando su especificación, convirtiéndola en mala. El impedimento a la moción es así un mal o un fallo de la libertad. En el ejemplo anterior, se puede poner un dique a la salida general del embalse o bien a uno de los canales de riego. La primera acción se supone la extinción de toda el agua o de la moción divina. Con la segunda, se cierra el agua en una zona, es decir, la de la honestidad, y entonces se actúa y buscando el bien, pero ya deshonesto, que es en lo que consiste el mal moral. 500. —-¿Hay, por tanto, una moción divina para el mal moral? —-No hay moción para el mal moral, porque la moción divina con la que empieza un acto malo es una moción al bien honesto, pero el defecto actual de la libertad humana convierte la premoción al bien en premoción a lo que puede denominarse material del mal. Como todo cuanto hay de entidad y de obrar en sí mismo en la acción mala es causado por Dios, como causa primera y todo lo que hay en ella de defectuoso no es causado por Dios, sino por la

causa segunda defectuosa, se puede distinguir entre lo material y lo formal de la acción mala. Lo material de la acción mala es su entidad. La formalidad de la acción mala es su malicia, que procede de la defectibilidad de la criatura, y que constituye verdaderamente la acción mala. 501. —-¿A qué bien honesto mueve Dios a quien después convierte la moción mala? —-A esta difícil cuestión, Marín-Sola responde: «El que peca, siempre peca teniendo por motivo de su pecado o de su querer algún bien, útil o deleitable. El pecado no consiste precisamente en querer el bien útil o deleitable, sino en quererlo «sin la razón de honesto». En el caso de la moción que hay en el pecado: «Dios había comenzado promoviendo a querer ese mismo bien deleitable o útil; pero le había movido a quererlo «bajo la razón de honesto». El hombre, en el curso de la moción divina deja de mirar «la razón de honesto» y continúa mirando y queriendo el bien útil o deleitable, y en eso precisamente consiste el pecado». Para patentizarlo, el profesor dominico, presenta dos ejemplos, que son de los más difíciles para aplicar su tesis, porque son el del adulterio y la blasfemia, pecados que son malos intrínsecamente. Explica que, en el primero: «El adulterio comienza con el pensamiento del «deleite carnal con la mujer ajena». Advierte que, en el comienzo por parte del hombre: «En el pensamiento, y mientras no intervenga la voluntad, no hay todavía moralidad ninguna». Después: «ese pensamiento, al intervenir la voluntad, puede ser objeto de un «querer honesto» y de un «querer deshonesto, según lo mire la voluntad»[6]. En una primera posibilidad: «Mirado bajo la razón de honesto o bajo el dictado de la razón, ese pensamiento puede producir y produce un querer honesto, que es el querer evitar tal placer, y es el acto de voluntad que se llama rehuir»[7]. En una segunda: «Ese mismo pensamiento, o ese mismo deleite carnal con la mujer ajena, mirado en sí mismo, «sin mirar la razón de honesto», produce siempre un querer deshonesto: el querer ejecutar tal placer, que es el acto de voluntad llamado proseguir». En las dos posibilidades se dan dos verdaderos actos de la voluntad. «Son ambos verdaderos actos, verdaderos «quereres» de la voluntad, tienen el mismo objeto físico, y no se diferencian sino en lo moral, en mirar o no mirar «la razón de honesto». Se debe elegir entre estas dos opciones, porque: «Dios había comenzado a promover al hombre al acto de «querer el deleite carnal de la mujer ajena bajo la razón de honesto», esto es, a «querer rehuirlo». En esto consiste precisamente el «simple querer rehuir, o el movimiento a rehuir», del cual es eco el «dictado de la conciencia». Sin embargo: «con sólo dejar de mirar esa razón de bien honesto, la misma moción física que antes era «querer rehuirlo» se convierte en «querer ejecutarlo». En ambos casos, finalmente: «Los movimientos o quietud del cuerpo siguen necesaria o fisiológicamente al querer proseguir o querer rehuir una cosa que existe en la voluntad». En esta segunda opción, igual que en la anterior: «el acto bajo la premoción divina había comenzado con bondad física (querer) y con bondad moral (querer según la razón, o querer rehuir). Por culpa del hombre de dejar de mirar la «razón de honesto», el curso del acto se ha convertido en acto físicamente bueno (querer), pero moralmente malo (querer sin mirar a la razón: querer proseguir con la mujer ajena)». Se advierte así que: «al comienzo del acto, lo físico y lo moral eran buenos y ambos provenían de Dios. En el curso del acto, lo físico es bueno, y lo moral, malo; lo primero es de Dios y del hombre, y lo segundo del hombre solo». Sin embargo, nota seguidamente Marín-Sola que: «eso que decimos que es del hombre solo es, como se ve, una privación de honestidad». En el pecado de la blasfemia ocurre lo mismo, porque: «El que blasfema por algún motivo o bien blasfema. Blasfema, por ejemplo, porque Dios le ha privado del bien de la salud, de las riquezas,

etc.». No obstante, hay que tener en cuenta que: «la privación de riqueza o de salud, o el envío de esta o de la otra calamidad por Dios, mirados bajo la «razón de honesto» o en «orden a la razón», producen siempre bendición de Dios y conformidad con la voluntad divina, como lo produjeron en Job». Dios mueve al bien honesto de la aceptación y al sometimiento de su voluntad. Si no se mira racionalmente o en su honestidad, y es, en cambio, «mirado bajo el solo punto de vista deleitable o útil, sin mirar a la razón de honesto, producen blasfemia u odio de Dios». En las dos opciones: «Dios había comenzado moviendo a la voluntada a mirar y querer esos bienes o castigos bajo la razón de honesto, esto es, a querer bendecir a Dios por ellos. El hombre deja de mirar en ellos la razón de honesto y solamente mira la razón de deleitable o no deleitable, con lo cual, natural y fisiológica y psicológicamente el acto de «querer bendecir a Dios» se convierte en «querer blasfemar de Él»[8]. Concluye finalmente Marín Sola: «En una palabra, todo pecado consiste en continuar queriendo el mismo bien físico a que Dios había promovido, pero dejando de mirar el orden de la razón»[9]. 502. —-Con la moción al bien honesto, que el hombre puede modificar con la no consideración de lo honesto, ¿puede también ignorar la moción? —-El impedimento de la voluntad libre del hombre a la moción divina, que le mueve siempre al bien honesto, puede ser no sólo con el ignorar el bien honesto a que mueve, sino también toda la moción, que así queda cesada. Dios, como afirma Marín-Sola: «mueve con libertad de especificación y con libertad de ejercicio. Mueve, pues, con libertad de hacer aquello a que mueve o de hacer lo contrario, así como con libertad de hacer o cesar de hacer». Se explica, porque: «como la libertad de la voluntad tiene por raíz la libertad o indiferencia del juicio, y ésta consiste en poder mirar o dejar de mirar los opuestos aspectos de bien y de mal que hay en todo bien concreto (fuera de Dios visto en sí mismo), resulta que con sólo mirar la razón de bien que hay en una cualquiera de esas tres cosas, dejando de mirar la razón de bien que hay en las otras dos, se hace infaliblemente esa cosa y no las otras». Para la mejor comprensión de esta tesis de la elección de la triple posibilidad por las dos vertientes buenas o malas que se pueden encontrar en cada una de ellas, aunque de desigual valor, pone el siguiente ejemplo: «en el acto de amar a mis enemigos, hay un aspecto moralmente bueno, que es el ser conforme a razón o merecer premio en el cielo, y un aspecto físicamente malo, que es la repugnancia que me causa o la fuerza que tengo que hacerme en ello». El lado bueno y malo se encuentra también en la otra posibilidad de elección al amor al enemigo, porque: «en su acto contrario, con contrariedad de especificación, esto es, en el acto de odiar a mis enemigos, hay igualmente un aspecto físicamente bueno: la satisfacción de mi pasión de venganza; y otro aspecto moralmente malo: el ser contra razón o estar prohibido por Dios». Por último, respecto a la tercera posibilidad, nota que: «Lo mismo en el obrar uno u otro acto, o en el dejar de obrar ambos, estándome ociosos o cesando todo acto, que es lo que consiste la libertad de ejercicio, hay también aspectos buenos y aspectos malos». Con la moción divina que se reciba para amar al enemigo y que permite tres actos posibles: «la voluntad puede de hecho resistir al curso de la moción divina, dejando de mirar o mirando el bien físico o el bien moral que hay en cada uno de estos tres actos. Con sólo no dejar de mirar el bien honesto que hay en el amor de los enemigos, esto es, con sólo no mirar sino bajo la razón de honesto el bien deleitable que hay en odiarlo, la voluntad infaliblemente lo ama y no lo odia».

En cambio: «con sólo mirar la razón de deleitable o útil que hay en odiarlo, dejando de mirar a la razón de honesto que hay en amarlos, la voluntad infaliblemente los odia». Igualmente: «con sólo dejar de mirar toda razón de bien en el obrar, y mirar solamente la razón de bien que hay en no obrar, la voluntad infaliblemente paraliza la moción divina y cesa toda acción»[10]. 503. —-¿Puede inferirse que la premoción divina es al contenido del mal? —-De la explicación de Marín Sola de lo que ocurre en la «vía del mal»[11], podría parecer que la premoción divina en el acto malo sea a su entidad o lo que se denomina lo material del mal, porque esta moción no afectaría su malicia, que sería obra de la criatura, que es la que constituiría la formalidad del mal. Sin embargo, no puede admitirse esta conclusión, Dios no es causa del mal en ningún aspecto. No existe, por tanto, la moción a lo material del mal o a su contenido. Ciertamente que la entidad física del mal procede de Dios, de una moción divina, pero es una premoción al bien. La premoción divina siempre es al bien. Lo que se llama premoción a lo material del mal es lo que sigue a una premoción al bien, que se ha desviado o impedido en su vía hacia el bien. El mal no es una adición a un bien amorfo, sino una resta o sustracción de bien. No hay, por tanto, una premoción al mal. El comienzo del mal no está en Dios, sino en la criatura, porque se empieza con el impedimento a la premoción divina al bien, con un defecto actual al curso de la moción al bien. Dios no es causa primera del mal. Dios es solo causa primera del bien. Es la criatura la causa primera de todo mal. Recae sobre la causalidad divina solamente lo bueno, pero no lo malo. Por consiguiente, Dios no tiene ninguna responsabilidad en el mal. No es en ningún sentido responsable del mal. Para comenzar una acción buena, para pasar de la potencia al acto, se necesita siempre la premoción divina. En cambio, para no hacer su bien o para no realizar el acto no se requiere una nueva premoción. 504. —-¿Cómo es posible la causalidad primera humana en el mal? —-La causalidad primera humana en el mal consiste en no hacer, o hacer menos que aquello a que le mueve Dios. La libertad creada puede paralizar o desviar toda premoción divina, porque la premoción divina al bien honesto deja al hombre tres posibilidades: realizar la acción honesta, en la que lo físico y lo moral son buenos, y que es a la que mueve Dios; realizar su acción contraria, sin la honestidad, en la que lo físico es bueno y lo moral malo; y cesar la acción. Para impedir el curso de la moción divina a obrar bien, desviándola o paralizándola, no se necesita una premoción nueva, pues el impedimento es algo negativo. El hombre nunca puede hacer el bien, ni ninguna entidad, sin que Dios lo mueva, pero sólo por su libertad puede hacer menos o no hacer. En estos dos casos, lo que se hace es algo negativo, o mejor no se hace algo positivo, porque la criatura, hace entonces el mal, o no hace el bien al que le movía Dios con su moción. Si el hombre no pone impedimento a la moción divina, que siempre es a obrar bien, no hace ni más ni menos que a lo que le mueve Dios. El hombre, con su libertad, no puede hacer más bien que el que Dios le mueve, pero si puede hacer menos, puede hacer el mal, puede hacer que falle su libertad y no le sirva para el bien. Como concluye Marín-Sola: «En orden, pues de las premociones en la vía del mal (…) es el siguiente: a) premoción al bien honesto; b) impedimento puesto por la criatura al curso de esa moción, y que la criatura podía de hecho no poner; e) desviación de la moción divina (que es lo que se llama moción a lo material del pecado), o también paralización completa de la moción»[12].

La vía del mal, por consiguiente, no comienza por una premoción a lo denominado material del pecado. De lo dicho también se desprende que: «la vía del mal comienza, o mejor dicho, es precedido por la moción al bien honesto» y, por ello, el acto malo no lo es «desde su comienzo»[13], porque en cuanto a su incoación era bueno. También en la «vía del mal» debe tenerse en cuenta la observación de San Agustín: «Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, «universal Señor de todas las cosas» (Virgilio, Eneida, X, v. 100), siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso, que pudiese sacar bien del mismo mal»[14]. Igualmente lo que indica Santo Tomás, al comentar este conocido texto agustiniano: «Dios es tan poderoso que puede sacar bien de los mismos males. De suerte que se impedirían muchos bienes si Dios no permitiese existir ningún mal. Así, por ejemplo, no se produciría el fuego si no se descompusiese el aire, no se conservaría la vida del león si no matase al asno, ni tampoco se alabarían la justicia vindicativa y la paciencia de los que sufren resignadamente si no existiese la iniquidad de los perseguidores»[15]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 71. [2] El filósofo y teólogo Francisco Marín-Sola (1873-1932) fue profesor en las universidades de Rosaryville, de Friburgo de Suiza y de Manila,. En el Museo de la Universidad de Santo Tomás de esta última ciudad se conserva un retrato pintado por Fernando Amorsolo, uno de los más importantes pintores filipinos. [3] F. Marín-Sola, “Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina”, en La Ciencia Tomista, 1926 (99), pp. 321-397, p. 372. [4] Cf. Ibíd., p. 375, n. 1. [5] Ibíd., p. 363. [6] Ibíd., p. 361. [7] Ibíd., pp. 361-362 [8] Ibíd., p. 362. [9] Ibíd., pp. 362-363. [10] Ibíd., p. 363. [11] Ibíd., p. 357. [12] Ibíd., p. 359. [13] Ibíd., pp. 359-360. [14] San Agustín, Enquiridión, c. 11. 3 [15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 48, a. 2, ad 3.

XLVI. La providencia y la libertad propia 505. ––Después de tratar el problema del mal y la providencia y al iniciar el capítulo siguiente, afirma el Aquinate: «Así como la divina providencia no excluye totalmente el mal en las cosas, del mismo modo tampoco excluye la contingencia ni les impone la necesidad»[1]. ¿Cómo lo prueba? ––Contingente, como se ha dicho, es lo que puede ser y no ser. Lo contrario, lo necesario es lo que no puede no ser. En el orden entitativo, en el de la composición de esencia y ser, todas las cosas son contingentes. En el orden esencial, además de contingencia se puede encontrar necesidad, porque las esencias compuestas de materia y forma son contingentes: «por parte de la materia (…). La necesidad, en cambio, está implicada en el concepto mismo de forma, por cuanto lo que es consecuencia de la forma, se posee necesariamente»[2]. Se puede concluir, con el filósofo tomista Ángel Luis González, que: «Sólo son contingentes, posibles de ser y no ser, los entes materiales. Los seres espirituales son necesarios, aunque es claro que no son necesarios por sí mismos, sino que la causa de su necesidad la tienen por otro»[3]. Para demostrar que la providencia de Dios no impone necesidad a todas las cosas, sino que provee también a otras de contingencia, ofrece siete pruebas. La primera es la siguiente: «Se ha demostrado ya (III, q. 69 sg.), que la operación con que la divina providencia obra en las cosas no excluye a las causas segundas, sino que se cumple por ellas en cuanto obran por virtud de Dios». Añade que: «los efectos se llaman necesarios o contingentes por razón de sus causas próximas, más no por razón de las remotas; pues la fructificación de la planta es un efecto contingente en virtud de su causa próxima, que es la fuerza generativa, la cual puede ser impedida y fallar; mientras que la causa remota, es decir, el sol, es una causa que obra necesariamente». Por consiguiente: «como entre las causas próximas hay muchas que pueden fallar, los efectos sujetos a la divina providencia no serán todos necesarios, sino que muchos son contingentes». La segunda toma como punto de partida lo dicho en el capítulo anterior, que: «corresponde a la divina providencia el completar todos los grados posibles de entes», Además: «El ente se divide en contingente y necesario, y esta división del ente es esencial». Se concluye, por ello, que: «si la providencia divina suprimiera toda contingencia, no se conservarían todos los grados de entes». La tercera prueba parte del orden del universo, que hace que «cuanto más cerca están las cosas de Dios, tanto más participan de su misma semejanza; y cuanto más distantes, tanto más fallan en asemejarse a Él». Hay así distintos grados de semejanzas a la «inmovilidad de Dios» y, además, como «todo lo necesario en cuanto tal, siempre se da de la misma manera», debe concluirse que: «se opondría a la providencia divina, a la cual corresponde establecer y conservar el orden en las cosas, el que todo sobreviniera necesariamente»[4]. La providencia divina, aunque imponga necesidad a algunas cosas, no anula la contingencia.

506. ––En los restantes argumentos para probar que la providencia no excluye ni, para ello, tampoco elimina la contingencia de las cosas, ¿también se apoya el Aquinate en el orden del universo?

––Los tres argumentos siguientes ya no se basan en el orden del universo, sino en lo que más arriba había llamado Santo Tomas el «mundo de la generación y del movimiento»[5]. El primero de ellos utiliza la noción correlativa de corrupción, porque argumenta: «Lo que tiene, o que es necesario que tenga ser, lo tiene siempre. Pero ningún ser corruptible tiene el ser siempre. Luego, si fuera una exigencia de la divina providencia que todo fuese necesario, no habría ningún ser corruptible en la creación, y, en consecuencia, ni tampoco sometido a generación», porque a la corrupción sigue la generación. «Y así, sería suprimido de la realidad el mundo de la generación y corrupción. Lo cual destruye la perfección del universo». En el siguiente, que parte de la noción más general de movimiento, se dice: «En todo movimiento hay cierta especie de generación y corrupción pues en todo lo que se mueve hay algo que comienza a ser y algo que deja ser. Por lo tanto, si al suprimir la contingencia de las cosas desapareciera toda generación y corrupción, según se ha demostrado, resultaría que desaparecerían a la vez el movimiento y las cosas móviles». También en el tercero se utiliza como punto de partida la realidad del movimiento, pero, más concretamente, el que las cosas que se mueven, como se ha dicho en el capítulo anterior, pueden fallar. Santo Tomás lo presenta del siguiente modo: «La debilitación de la energía de una substancia y su impedimento por parte de un agente contrario proviene de un cambio de la misma. Sí, pues, la providencia divina no obstaculiza el movimiento de las cosas, tampoco serán evitados ni la debilitación de sus propios poderes ni el impedimento que les ocasionen agentes contrarios». Sin embargo, es un hecho constatable que: «a causa de la debilitación o impedimento de su poder, una cosa natural no obra siempre de la misma manera, pues en ocasiones falla en aquello que le compete según su propia naturaleza, resultando de aquí que los efectos naturales no acontecen necesariamente». Por consiguiente: «no corresponde a la divina providencia el imponer la necesidad de las cosas gobernadas»[6].

507. ––En la Suma teológica, el Aquinate prueba que la providencia no impone necesidad en lo que es su objeto, con este raciocinio: «Corresponde a la providencia divina producir el ser en todos sus grados, y, por ello, señaló causas necesarias a unos efectos, para que se produjesen necesariamente, y a otros, causas contingentes, con objeto de que se produzcan de modo contingente, según sea la condición de las causas próximas»[7]. ¿Esta prueba. la única que da en la “Suma teológica” aparece en este capítulo de la “Suma contra los gentiles”? ––En el último y séptimo argumento de su primera Suma está implícita la distinción entre causas necesarias y causas contingentes, porque se declara: «En todo cuanto está regido debidamente por la providencia no debe haber nada en vano. Según esto, como vemos que hay algunas causas contingentes, ya que pueden ser impedidas para que no produzcan sus efectos, es evidente, que sería contra la razón de providencia que todo sucediera necesariamente. Luego la divina providencia no impone necesidad a las cosas de modo que excluya totalmente la contingencia»[8]. Sin embargo, parece que podría objetarse: «la providencia de Dios preexiste, puesto que es eterna, y de ella proceden sus efectos necesariamente, porque no puede frustrase»[9]. Luego se puede inferir que todas las cosas son necesarias. Santo Tomás indica que no es así, porque: « es efecto de la providencia divina no sólo que suceda una cosa cualquiera, sino que suceda de modo necesario o contingente, y, por tanto, sucede infalible y necesariamente lo que la divina providencia dispone que suceda de modo infalible y necesario, y contingentemente lo que en la razón de la providencia divina está que haya de suceder de modo contingente»[10].

Todavía Santo Tomás aporta este argumento de autoridad, que no por ello deja de ser convincente: «Dice Dionisio que: “lo propio de la providencia no es destruir la naturaleza” (Los nombres divinos, c. 4, pr. 6). Pero algunas cosas son contingentes por naturaleza»[11]. Luego la contingencia no puede ser incompatible con la providencia divina.

508. ––La providencia divina que no destruye la contingencia ¿elimina la libertad humana, que implica elección y, por tanto, indeterminación? ––Santo Tomás da cuatro argumentos para demostrar que: «la divina providencia no se opone a la libertad de la voluntad». El primero se inicia con este principio: «El gobierno de cualquier ser providente se ordena, o a conseguir la perfección de las cosas, o a aumentarla, o a conservarla. Luego lo que atañe a la perfección ha de ser conservado por la providencia mucho más que lo imperfecto y defectuoso». Recuerda seguidamente que: «En las cosas inanimadas, la contingencia de las causas nace de sus imperfecciones y defectos, pues están determinadas por naturaleza a un efecto, que siempre alcanzan de no ser impedidas o por debilidad de su poder, o por algún agente externo, o por indisposición de la materia», porque la materia tiene que estar dispuesta adecuadamente, para recibir o sostener la forma, constitutivo de la esencia, que explica la necesidad de sus atributos y operaciones. «Por esto las causas naturales no están en su obrar indeterminadas, sino que de ordinario producen su efecto de la misma manera y rara vez fallan». Con la causalidad del libre albedrío, no ocurre lo mismo, porque «el que la voluntad sea contingente nace de su propia perfección, porque no está limitada en su poder a una sola cosa, sino que tiene en su potestad el producir este o aquel; y por esto es contingente respecto de los dos». Por consiguiente, hay que concluir que: «es función mucho más alta de la divina providencia el conservar la libertad de la voluntad que la contingencia de las cosas naturales». La premoción divina no sólo no destruye ni disminuye la libertad, sino que, por el contrario, laposibilita. Dios actúa sobre la voluntad al igual que sobre cualquier otro agente creado. Dios produce no sólo la acción de la criatura en lo que tiene de ser o entidad, sino también su modo de ser. Dios causa el acto voluntario y su modo de ser libre. En el segundo argumento se da razón del tipo de contingencia del libre albedrío, porque se comienza con esta afirmación: «es propio de la providencia divina servirse de las cosas conforme al modo de las mismas. Y el modo de obrar de cualquier cosa obedece a su forma, la cual es el principio de acción». Se advierte a continuación que: «la forma mediante la cual obra voluntariamente un agente no estás determinada, pues la voluntad obra mediante una forma aprehendida por el entendimiento, porque el bien aprehendido mueve como objeto a la voluntad, y el entendimiento no tiene una sola forma determinada del efecto, puesto que por naturaleza abarca multitud de formas». La voluntad debe elegir entre varios bienes conocidos, incluso entre bienes aparentes. «Y según esto, la voluntad puede producir los más variados efectos». Por esta naturaleza de la voluntad libre, que Dios ha creado y que Dios no destruye, «no es función esencial de providencia el excluir la libertad de la voluntad»[12].

509. ––Parece que podría reconocerse la actuación de la providencia sobre la voluntad, pero sin que afectara a su acto de elegir, porque, tal como «algunos afirmaron», según indica el Aquinate; «la voluntad del hombre se mueve necesariamente al elegir algo». ¿Cómo considera a esta opinión?

––Santo Tomás, que prueba con muchos argumentos el libre albedrío de la voluntad, que implica siempre la elección, declara tajantemente que: «Esta posición es herética pues excluye el mérito y el demérito en los actos humanos. Pues no parece que pueda ser meritorio o demeritorio que alguien obre necesariamente de tal modo que no pueda evitarlo. Es también considerada entre las opiniones extrañas a la filosofía: porque no sólo es contraria a la fe, sino que subvierte todos los principios de la filosofía moral. Pues si no hay algo libre en nosotros, sino que por necesidad somos movidos a querer, se excluye la deliberación, la exhortación, el precepto y el castigo, la alabanza y el vituperio, sobre los que versa la filosofía moral». Esta negación de la elección, constitutivo esencial de la libertad, la sitúa Santo Tomás entre lo que denomina «posiciones extrañas», porque sostiene a continuación que: «Las opiniones de este tipo, que destruyen los principios de alguna parte de la filosofía, son posiciones extrañas (positiones extraneae). Así como el decir que nada se mueve. Lo cual destruye los principios de la ciencia de la naturaleza. Algunos hombres son llevados a la afirmación de tales tesis en parte ciertamente por protervia y en parte por algunas razones sofísticas, que no pueden resolver»[13]. Al igual que si se negara el movimiento o cambio en la realidad se imposibilitarían las ciencias de la naturaleza, la negación del libre albedrío humano destruiría la ética, por hacerla imposible.. Por ello, esta posición herética sólo es explicable por protervia, que es la obstinación en la maldad, o por falta de inteligencia.

510. ––Los dos primeros argumentos, que demuestran que Dios con su providencia no suprime la libertad, los ha obtenido el Aquinate de la misma naturaleza de la libertad. ¿Los dos restantes se apoyan también en lo mismo? ––El tercer y cuarto argumento atienden a la naturaleza de la providencia. Se dice en el tercero «Las cosas gobernadas son conducidas al fin debido, gracias al gobierno del providente; por lo que San Gregorio Niseno dice de la providencia divina que es “la voluntad de Dios, mediante la cual todo cuanto es alcanza la dirección conveniente”[14]. La providencia divina permite, por tanto, que las cosas estén ordenadas y alcancen su finalidad. Además, hay que precisar que: «El fin último de cualquier criatura es alcanzar la divina semejanza, como ya se dijo (III, c. 19)». Se sigue de esta doctrina sobre la providencia y el gobierno divinos que: «se opondría a la providencia divina el que una cosa se viera privada de aquello por lo que consigue la divina semejanza. Más el agente voluntario la alcanza por el hecho de obrar libremente, pues según se demostró en el libro primero (c. 68), Dios tiene libre albedrío». Por la semejanza divina del hombre, puede así afirmarse que: «la providencia divina no quita la libertad de la voluntad». En el último, se recuerda que: «A la providencia pertenece el multiplicar los bienes en las cosas gobernadas». Por ello, se deduce que: «no puede pertenecer a ella aquello por lo cual desaparecerían muchos bienes de las cosas». Desde esta inferencia se sigue a su vez: «si se quitara la libertad de la voluntad, muchos bienes desaparecerían, pues desaparecería la alabanza de la virtud, que sería nula si el hombre no obrara libremente; quedaría suprimida también la justicia de quien premia y castiga si el hombre no pudiera hacer libremente el bien o el mal; cesaría incluso la circunspección al aconsejar, pues los consejos están de sobra si las cosas se han de hacer necesariamente». En definitiva: «sería contrario al concepto de providencia el suprimir la libertad de la voluntad». Tesis que se encuentra en el Eclesiástico, porque dice: “Dios creó al hombre en un principio y le dejó al arbitrio de su propio consejo” (Ecle 15, 14); y también: “Ante el hombre, la vida y la muerte, el bien y el mal; lo que a él le agradare, eso se le dará” (Ecle 15, 18»[15].

511. ––¿Con la actuación de la divina providencia, queda suprimido el azar o casual y lo fortuito o imprevisto? ––Como se ha dicho al estudiar la finalidad y el principio de finalidad (III, cc. 2, 3), se llama azar o causalidad a la causa accidental, que ocurre fuera de la finalidad o intención de la naturaleza o de la voluntad humana, y que, por ello, acontece raras veces. El tomista Garrigou-Lagrange da, por ello, la siguiente definición: «el acaso no es otra cosa que el encuentro accidental de dos agentes, pero cada uno tiende hacia aquello para lo que es apto». Cada uno exige una ley, que obedece necesariamente. Si a lo accidental precede lo substancial, las causas accidentales suponen causas substanciales «Lo accidental exige aquello a que se adhiere; luego, si todo es accidental, no existe nada; si no es sólo accidental que el médico sea músico, sino también que el médico sea médico, que el hombre sea hombre, que el cuerpo sea cuerpo, que el ser sea ser, que la verdad sea verdad, llegamos a la nada»[16]Advierte Santo Tomás que: «si no se dieran cosas casuales, no habría providencia ni perfección del universo», porque: «la casualidad se da cuando algún agente falla en lo que intentó al obrar por un fin»; y «sería contrario a la perfección del universo el que no hubiera nada corruptible y que ninguna potencia pudiera fallar, como consta por lo dicho (III, c. 71)». También «si todo acontece necesariamente, se destruiría el concepto de providencia». Por tanto, hay «fortuna o casualidad» y «en aquellas cosas que suceden pocas veces», y hay asimismo «necesidad». Por consiguiente: «el suponer que no se da nada fortuito y casual es contra el concepto de providencia divina. Lo mismo sucedería si las cosas sujetas a la providencia no obraran por un fin, siendo así que a ella corresponde ordenarlo todo al fin». Igualmente, según una nota de la definición del azar o de la casualidad, Santo Tomás da esta otra demostración de la compatibilidad de la providencia con lo casual. «La multitud y diversidad de causas nace del orden y disposición de la divina providencia. Supuesta la diversidad de causas, es preciso que alguna vez se encuentre una con otra impidiéndola o ayudándola a producir su efecto. Pero por el encuentro de dos o más causas resulta a veces algo causal, apareciendo un fin no buscado por ninguna causa concurrente, como en el caso de aquel que va a la plaza para comprar algo y se encuentra con el deudor, por la exclusiva razón de que éste también fue allí. Luego no es contrario a la divina providencia que se den algunas cosas casuales y fortuitas». También desde otra nota de la definición del azar, argumenta: «para la perfección de las cosas es preciso que haya causas accidentales. Pero lo que procede de algunas causas accidentalmente decimos que sucede casual o fortuitamente. Luego, no es contra el concepto de providencia, la cual conserva la perfección de las cosas, que algunas sucedan casual o fortuitamente». Finalmente, si se tiene en cuenta la característica del azar, que: «lo casual y fortuito se da precisamente porque acontece al margen de la intención de los agentes», se sigue que: «el orden de la divina providencia requiere que haya cosas casuales y fortuitas»[17]. Queda confirmado que «la providencia divina no excluye de las cosas ni lo fortuito ni lo casual, porque se lee en la Escritura: «Vi (…) que el tiempo y el acaso en todo se entremezclan»[18]. Precisa Santo Tomás que ello «se entiende de las cosas inferiores»[19].

512. ––Se ha probado que: «a la providencia no se oponen las cosas contingentes ni la casualidad y la fortuna, como tampoco lo voluntario». ¿Se puede inferir que a los individuos del mundo material alcanza la providencia? ––La respuesta de Santo Tomás es afirmativa, porque: «Si Dios no tiene providencia de estas cosas singulares, será porque no las conoce, o porque no puede, o porque no quiere tener cuidado de las mismas». Sin embargo, respecto a lo primero: «no puede afirmarse que Dios no conozca lo singular, pues anteriormente se demostró que tiene conocimiento de ello (I, c. 65)». En cuanto a lo segundo: «tampoco puede decirse que Dios no pueda tener cuidado de lo singular, pues su poder es infinito, según se probó (II, c. 22)». Por último, en cuanto a la voluntad divina: «tampoco puede afirmarse que Dios no quiere gobernarlos, cuando precisamente su voluntad comprende todo bien; y el bien de los gobernados consiste principalmente en su ordenación por el gobierno». Además, por parte de las criaturas, no puede sostenerse que: «tales singulares no son capaces de providencia, como vemos en realidad que son gobernados por habilidad de la razón, como ocurre entre los hombres; y, por instinto natural, como aparece en las abejas y en otros muchos irracionales, los cuales se gobiernan por algún instinto natural». De todo ello, se sigue que: «no puede decirse que Dios no tenga cuidado de lo singular». A la misma conclusión desde el obrar de estas cosas corruptibles, materiales y en las que se da el azar, porque, por una parte: «Todas las causas segundas, por el hecho mismo de ser causas, alcanzan la semejanza divina, como ya se ha dicho (III, c. 21)». Por otra, que: «vemos ser un hecho general que las causas que producen algo tienen cuidado de lo que producen; por ejemplo, los animales cuidan naturalmente de sus crías». Luego debe sostenerse que: «Dios tiene cuidado de aquello de que es causa. Y, como incluso en causa de las cosas particulares, resulta que se cuida de ellas».

513. ––¿El cuidado de Dios de lo singular, material y contingente, desde el individuo inerte al dotado de vida, se puede entender sólo en cuanto a su conservación? ––Según Santo Tomás si se dice que: «Dios cuida de las cosas singulares en cuanto a su conservación en el ser exclusivamente y no en cuanto a lo demás, en modo alguno puede sostenerse tal afirmación». La razón es la siguiente: «todo cuanto se da en ellas está ordenado a su conservación o corrupción. Por lo tanto, si Dios se cuida de la conservación de las cosas singulares, tendrá también cuidado de cuantas contingencias les sobrevengan».

514. ––Como puede parecer sorprendente este cuidado hasta lo más mínimo ¿bastaría con sostener que al cuidar a las distintas especies y géneros, quedan ya atendidos loa individuos que incluyen? ––Después de la respuesta anterior, Santo Tomás presenta esta dificultad, al escribir: «también puede decir alguno que teniendo el cuidado de lo universal, es suficiente para conservar lo particular, pues se ha provisto a cada especie de todo cuanto precisa cualquier individuo de la misma para conservarse en el ser». Pone a continuación este ejemplo: «los animales han sido dotados de órganos para tomar y dirigir la comida y de armas para protegerse, cosas éstas que dejan de serle útiles sólo en contadas ocasiones, porque lo natural siempre o casi siempre produce sus efectos. De este modo, aunque

falle algún individuo, los demás no pueden fallar». Las características de cada especie protegen a sus individuos, aunque fallan a veces, como todo lo demás, en algún individuo. Sin embargo, no puede limitarse el gobierno de la providencia a las especies. Según lo que se argumenta en la objeción: «todo cuanto ocurre en los individuos estará sujeto a la providencia, igual que lo está su conservación en el ser; porque nada puede acontecer en los individuos de una especie determinada que de algún modo no se reduzca a los principios de la misma». Por consiguiente: «las cosas singulares están de igual modo sometidas a la divina providencia en cuanto a su conservación y en cuanto a todo lo demás».

515. ––Los argumentos expuestos y estas dos respuestas prueban que: «no sólo los universales, sino también los singulares están sujetos a la divina providencia». ¿Da el Aquinate más demostraciones? ––En la metafísica de Santo Tomás lo individual, concreto y existente, por reconocerse su mayor entidad o realidad y bondad, tiene gran importancia Se explica así que ofrezca más pruebas sobre su sujeción a la divina providencia. Pueden destacarse tres de ellas, por revelar el valor de lo singular material, a pesar de que no sea en sí mismo entendido, sino sólo percibido por los sentidos, La primera es la siguiente: «La diferencia entre el conocimiento especulativo y el práctico es ésta: el conocimiento especulativo y todo cuanto supone se ejecuta en el ámbito de lo universal». La razón es porque, por un lado: «lo correspondiente al conocimiento práctico se ejecuta en lo particular, pues el fin del especulativo es la verdad, la cual se limita primaria y esencialmente a lo inmaterial y universal», que, en las substancias compuestas de materia y forma, es lo abstraído de ellas. En estas substancias, la materia, que es el principio individuante, impide la inteligibilidad. De ahí que su forma deba ser abstraída de la materia, pues sin ella pasa a ser universal. En cambio, en las substancias simples, en las que sus formas están individualizadas por si mismas, aunque no sean universales, son inteligibles. Se explica porque la universalidad no es la condición necesaria de la inteligibilidad, sino que siempre es la inmaterialidad. Por otro lado: «el fin del conocimiento práctico es la operación, que versa sobre lo singular». Por eso, el médico no cura al hombre genérico, sino al hombre concreto, pues éste es el fin de la ciencia médica». Además, debe advertirse que: «la providencia corresponde al conocimiento práctico, por ser ordenadora de las cosas al fin». Por consiguiente: «si la providencia se extendiera a lo universal, sin llegar a lo singular, sería imperfectísima». No alcanzaría las operaciones, ni dirigiría las cosas a sus fines. En la segunda prueba, de carácter metafísico, argumenta Santo Tomás: «Como Dios es causa del ente en cuanto es ente, como ya se ha dicho más arriba (II, c. 15), es menester que provea al ente en cuanto es ente, puesto que provee a las cosas en la medida en que es causa de las mismas»[20]. Si es ente «lo que tiene ser»[21]. y cada ente lo tiene «según su esencia»[22], puede afirmarse, en primer lugar, que «todo lo que de algún modo tiene ser, cae bajo la providencia divina». En segundo lugar, que: «son más entes los singulares que los universales, porque estos no subsisten de por sí, sino son únicamente en aquellos», y sólo en potencia. En acto, los universales sólo existen en la mente, que ciertamente es singular, pero no subsisten, o existen en sí o por sí, como las substancias singulares. Su actualidad y existencia se la da la mente que los concibe. Por todo ello, hay que concluir que: «la providencia divina se extiende también a los singulares».

Los singulares son entes y «más» entes que los universales, y, por ello, participan del ser como todo ente creado. Además, «los singulares contingentes participan también de la divina bondad», porque, «las cosas creadas están sujetas a la divina providencia en cuanto que Dios las ha ordenado al último fin, que es su propia bondad». Puede así presentarse un tercer argumento, porque si «la participación de la bondad divina por las cosas creadas es efecto de la providencia de Dios (…) la providencia divina se extiende también a ellos»[23]. Los argumentos, por último, los confirma Santo Tomás con lo que se dice en la Escritura: «¿No se venden dos pajaritos por un as? Sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin la voluntad de mi Padre»[24]. Y también que la sabiduría divina: «Se extiende poderosa del uno al otro extremo»[25], y explica Santo Tomás que se entiende «desde las primeras hasta las últimas criaturas».

516. ––El Aquinate termina el capítulo con esta observación: «Con todo esto se rechaza las opinión de quienes dijeron que la providencia divina no llega a los singulares. Opinión que algunos atribuyeron a Aristóteles, aunque no se deduce de sus enseñanzas»[26]. Por consiguiente, aunque Aristóteles no sostuviera que Dios fuera providente ni tampoco que gobernara el mundo, congruentemente con su afirmación, que Dios, Acto puro y Primer motor, desconoce el mundo, considera el Aquinate que de sus principios se puede inferir no sólo la providencia, sino que también tiene por objeto lo individual. ¿Sería esta aclaración producto de la actitud ecléctica del Aquinate? ––Se responde perfectamente a esta cuestión, con este texto del tomista Francisco Canals: «Hay un riesgo constante de confundir con el eclecticismo la amplitud y poderosa fuerza sintética del grandioso sistema de Santo Tomás. Fue nada menos que Ernst Bloch quien incluyó el nombre del Doctor Común, del Doctor de la Humanidad, entre los filósofos que el tipifica como “enciclopédico-sistemáticos”, entre los que cuenta a Aristóteles, santo Tomás, Leibniz y Hegel»[27]. Con el planteamiento que supone la pregunta, se caería en la dialéctica maniquea actual, por considerar que hay siempre dos opciones contradictorias enfrentadas y que, el fracaso o ineficacia de una lleva a la elección de la opuesta. Dados los reveses de ambas, han intentado algunos seguir la unificación ecléctica de las dos, y así superarlas con una posición de centro entre las mismas, que sería como una tercera vía. Sin embargo, ninguno de estos tres intentos consigue resolver las cuestiones morales, ni tampoco las metafísicas, ni, en general, de ningún tipo.. En cambio, el pensamiento filosófico teológico de Santo Tomás solventa toda problemática al seguir la «recta vía»[28], el camino recto, de las que las posiciones indicadas son desviaciones del mismo. De ahí que los eclecticismos entre errores opuestos no llevan al camino adecuado. El término medio entre ambos yerros opuestos no supone la recuperación de la rectitud, sino a un nuevo error, que únicamente está equidistante entre otros dos. Nunca con caminos desviados se llega al verdadero, porque lo falso y lo verdadero no están en el mismo plano. Las desviaciones de la verdad suponen un cambio de plano, porque la verdad y error, opuestos privativos, no pertenecen al mismo género, como tampoco el bien y el mal. Como también nota Canals: «todavía hoy y en el mismo campo del pensamiento cristiano, caen en la tentación de juzgar desde su parcialidad extremosa a santo Tomás como un “ecléctico mediocre”, o quienes desde la auto-satisfacción de su sistematicismo dialéctico no pueden dejar de sentirlo, precisamente, como extremoso». Con ello, confirman esta observación del maestro tomista, que se desprende de uno de los primeros capítulos de la Suma contra gentiles[29]: «los

errores mismos dan testimonio de la verdad porque se oponen no sólo a ella, sino también unos y otros entre sí»[30].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 72. [2] Cf. Ídem, Suma teológica, I, q. 86, a. 3, in c. [3] Ángel Luis González, Contingencia, en Ángel Luis González (Ed.), Diccionario de Filosofía, Pamplona, EUNSA, 2010, pp. 221-223, p. 222. [4] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 72. [5] Ibíd., III, c. 22. [6] Ibíd., III, c. 72. [7] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 22, a. 4, in c. [8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, q. 72. [9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 22, a. 4, ob. 1. [10] Ibíd., I, q. 22, a. 4, ad 1. [11] Ibíd., I, q. 22, a. 4, sed c. [12] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, q. 73.

[13] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 6, a. unic., in c. [14] Nemesio de Emesa (s. IV), De natura hominis c. 43 (obra tribuida durante siglos a San Gregorio Niseno (s. IV)). [15] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, q. 73 [16] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad, Buenos Aires, Desclée de Bouwer, 1947, p. 41.

[17] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, q. 74. [18] Eclo 9, 11. [19] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, q. 74. [20] Ibíd., III, c. 75

[21] ÍDEM, Exposición a los doce libros de la Metafísica, I, lect. 1, n. 2419. [22] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 7. [23] Ibíd., III, c. 75. [24] Mt 2, 29. [25] Sb 8, 1. [26] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, q. 75. [27] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Barcelona, Scire, 2004, p. 348.

[28] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147. Véase: ÍDEM, Compendio de Teología, I, c. 172. [29] Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, op. cit, p. 348. [30] Ibíd., p. 344.

XLVII. La sociedad angélica 517. ––El Aquinate había indicado, en el capítulo setenta y cinco de esta tercera parte de la Suma contra los gentiles, que algunos dijeron que: «la providencia divina no llega a los singulares»[1], nota además, en el siguiente, que otros: «concedieron que la providencia de Dios se extiende a lo singular, pero mediante algunas causas». Añade sobre estos autores, que sostenían que la providencia de Dios alcanza todo lo singular, pero no de manera inmediata, que, según el teólogo del siglo IV, San Gregorio Niseno, Platón defendió este tipo de providencia, la de un DiosDemiurgo, inferior al mundo de las Ideas y organizador del mundo material. Ese Dios, que no es lo supremo de la realidad –único, inmutable, eterno, lleno de inteligencia y poder, y feliz por poder contemplar la Ideas, realidades divinas, inteligibles, pero no inteligentes por carecer de vida– es providente. «El que se cuida de todas las cosas» ha dispuesto que su gobierno ordenador, tanto de las cosas grandes como sobre las pequeñas, se realice por medio de «regidores» suyos.[2] Ante esta explicación filosófica de la mediatez de la providencia sobre los singulares, ¿Cuál es la posición del Aquinate? ––Advierte Santo Tomás que: «Esta opinión está de acuerdo con la fe católica al reducir la providencia de todas las cosas a Dios, como a su primer autor; sin embargo, se opone al decir que no todo lo singular está sujeto inmediatamente a la divina providencia, como consta por lo anterior». Además debe sostenerse la providencia de Dios sobre todas las cosas, incluidos los singulares, es inmediata. Se puede probar con varios argumentos. En el primero, que se presenta, se recuerda que: «Dios tiene conocimiento inmediato de lo singular, pero no como si lo conociera en sus causas, sino en sí mismo, según se ha demostrado (I, c. 65 ss.)». Se añade seguidamente: «No parece lógico que, conociendo lo singular no quiera su ordenación, que es lo que constituye su principal bien, precisamente siendo la voluntad divina el principio de toda bondad. Es, pues,

menester que, así como conoce inmediatamente lo singular, así también inmediatamente lo ordene». Parece que es posible sostener lo contrario, porque: «si Dios cuidara por sí mismo y de modo inmediato a las cosas inferiores, esto no es sino porque las desprecia o porque se manchar su dignidad con ellas, según afirman algunos (Averroes, Metaf. XII, 37, 52)». Sin embargo, Santo Tomás considera que: «esto es una sinrazón, pues es más digno disponer próvidamente el orden de algunas cosas que el obrar en ellas», porque este obrar supone la ordenación previa de la providencia, al igual que la acción del constructor supone la del arquitecto, cuyos planes sigue. «Luego, si Dios obra en todas las cosas , como se ha dicho (III, c. 67 y ss.), y ello, sin embargo, en nada rebaja su dignidad, más aún, corresponde a su supremo y universal poder», se sigue que: «en modo alguno da lugar a despreciarle ni mancha su dignidad el que ejerza inmediatamente su providencia sobre lo singular»[3]. 518. ––La divina providencia ordena de manera inmediata lo singular. Dios dispone de todas las cosas[4]. «Él mismo cuida por su parte de las cosas singulares»[5]. ¿Cómo cuida Dios de cada individuo de manera inmediata? ––Afirma Santo Tomás que: «las causas segundas son las ejecutoras de la divina providencia». Explica que: «se ha de tener en cuenta que la providencia requiere dos cosas: la ordenación y la ejecución del orden». Advierte que: «Lo primero se realiza mediante la potencia cognoscitiva; por eso quienes tienen un conocimiento más perfecto se dicen ordenadores de los otros, pues «es propio del sabio ordenar» (Aristóteles, Metaf. I, c. 2). Lo segundo se hace mediante la potencia operativa». Nota además que: «Tal poder se realiza en ambas cosas de una manera contraria; pues la ordenación es tanto más perfecta cuando a más detalles desciende, mientras que la ejecución de lo pequeño sólo requiere un poder pequeño en proporción con el efecto». La providencia divina, por tanto, ordena y ejecuta, «pero en Dios ambos requisitos son de suma perfección, pues goza de perfectísima sabiduría para ordenar y de perfectísimo poder para ejecutar». Además, se sigue que la ordenación o disposición es inmediata y, en cambio, la ejecución es mediata, porque: «es preciso que Él mismo disponga con su sabiduría los distintos órdenes de cosas, incluso de las mínimas, y, no obstante, ejecute lo pequeño mediante otras potencias inferiores, de que se vale para obrar, tal como hace la potencia universal y más elevada por mediación de la inferior y particular. Así, pues, es conveniente que haya agentes inferiores ejecutores de la divina providencia». Por último, indica Santo Tomás esta tesis queda confirmada por la Escritura, al escribir finalmente: «Por esta razón se dice en el salmo: «Bendecid al Señor, virtudes, sus ministros, que ejecutáis su voluntad» (Sal 102, 21); y en otra parte: «El fuego, el granizo, la nieve, el espíritu de las tormentas que ejecutan su palabra» (Sal 148, 8)»[6]. 519. ––¿Cómo se realiza el gobierno, o ejecución de su ordenación, por la providencia divina, de forma mediata? ––Sostiene Santo Tomás que: «como únicamente las criaturas intelectuales conocen la finalidad del orden de las criaturas, a ellas les corresponderá regir y gobernar a las demás». Queda corroborado con esta argumentación: «Correspondiendo a la divina providencia la conservación del orden en las cosas y siendo el orden congruente que lo ínfimo descienda

gradualmente de lo supremo, es menester que la providencia divina llegue hasta lo más pequeño, guardando cierta proporción». Se sigue una graduación o descenso escalonado, porque: «esta proporción consiste en que, así como las criaturas supremas están sujetas inmediatamente a Dios y son gobernadas por Él mismo, de igual manera las inferiores estén sometidas y gobernadas por superiores a ellas». Debe asimismo tenerse en cuenta que: «Entre todas las criaturas, las superiores son las intelectuales, como se ha dicho (II, c. 46)». Por consiguiente: «el concepto de divina providencia exige que mediante las criaturas racionales sean gobernadas todas las demás». Conclusión, que queda también reafirmada, porque: «Es un hecho que las criaturas intelectuales participan de la providencia más que las otras, porque las criaturas racionales poseen los dos requisitos de ella, a saber la disposición del orden, que se perfila por potencia cognoscitiva, y la ejecución, que se efectúa por la operativa; mientas que las demás criaturas sólo poseen potencia operativa. Luego bajo la providencia de Dios, las criaturas racionales gobiernan a las demás»[7]. 520. ––En las criaturas racionales hay también géneros, el humano y los diferentes géneros de los ángeles. ¿Se notan sus diferencias en su función gobernativa? ––La respuesta de Santo Tomás es afirmativa, porque: «como entre las criaturas intelectuales unas son superiores a otras, según consta por lo dicho (II, cc. 91, 95), es menester que las naturalezas intelectuales superiores gobiernen a las inferiores»[8]. A continuación, lo prueba con un principio que toma del Pseudo-Dionisio. Lo había ya utilizado en la lección solemne, denominada Principio, que pronunció al ser promovido al grado máximo de doctor o maestro, y que tituló Sobre la recomendación de la Sagrada Escritura[9]. El principio de graduación jerarquía, que se encuentra en La jerarquía celeste, del Pseudo-Dionisio –de quien se creyó, hasta el siglo XIX, que era discípulo inmediato de San Pablo–, queda formulado de este modo: «la ley nos ha llegado por medio de los ángeles (seres superiores, como considera a Moisés) a fin de que aprendamos que ése es el orden establecido por Dios, que los seres inferiores se eleven a Dios, por medio de las jerarquías superiores»[10]. Según este pasaje, –del que se cree hoy es su autor un monje sirio neoplatónico del siglo VI– afirma Santo Tomás que la Providencia divina hace que los dones superiores desciendan desde lo más alto hasta lo más bajo. Tanto en los seres espirituales como en los corporales, el descenso se realiza de un modo gradual. Bajan de una manera escalonada y, por tanto, por medio de grados intermedios[11]. De acuerdo con esta tesis neoplatónica del Pseudo-Dionisio[12], argumenta Santo Tomás: «Las substancias intelectuales superiores reciben en sí mismas la influencia de la sabiduría divina mejor que todas las demás, porque cada cual recibe según su natural disposición. Es así que todas las cosas son gobernadas por la sabiduría divina, y según esto es preciso que las que más participan de la sabiduría divina gobiernen a las que menos participan. En consecuencia, las substancias intelectuales superiores gobiernan a las inferiores». Precisa seguidamente, tal como también explicaba el Pseudo-Dionisio: «Los espíritus superiores son llamados también «ángeles» en cuanto que dirigen a los espíritus inferiores anunciándoles algo, pues la palabra ángel equivale a «nuncio»; se llama también «ministro» en cuanto que con sus obras ejecutan, incluso en las cosas corporales, el orden de la divina providencia»[13]. 521. ––Se ha probado que: «las cosas corporales están gobernadas por las espirituales». Además, que: «entre las corporales hay un cierto orden». ¿Afecta este orden al gobierno al que están sujetas?

––Estas dos tesis hacen necesario que, en las substancias corporales: «los cuerpos superiores sean gobernados por las substancias intelectuales superiores y los inferiores por las inferiores». Sobre las substancias intelectuales debe tenerse en cuenta, que: «cuanto superior es una substancia, tanto más universal es su poder». Asimismo, que, por una parte: «como las substancias intelectuales superiores tienen un poder más universal, así también están más perfectamente dispuestas por Dios, de manera que conocen al detalle la razón del orden que Dios les comunica» y desde el que gobiernan. Por otra, que: «esta manifestación divina de la ordenación divina, realizada por Dios, llega incluso hasta las substancias intelectuales más inferiores». Sin embargo, sobre esta última afirmación, precisa Santo Tomás que: «las inteligencias inferiores no la reciben de manera tan perfecta que puedan conocer al detalle cuanto han de ejecutar en miras a lo ordenado por la providencia, sino solamente en general; así que, cuanto más inferiores son, menos conocimiento detallado del orden divino reciben al ser iluminadas divinamente por primera vez; de modo que el entendimiento humano, que posee el último grado de conocimiento natural, sólo tiene noticia de algunas cosas universalísimas». Puede así concluirse que: «Las substancias intelectuales superiores reciben inmediatamente de Dios un conocimiento perfecto del orden divino, conocimiento que han de comunicar a los inferiores, tal como el conocimiento universal del discípulo es perfeccionado por el del maestro, que conoce al detalle». 522. ––De todo ello, concluye el Aquinate: «entre aquellas inteligencias que perciben inmediatamente en el mismo Dios el conocimiento perfecto del orden de la divina providencia hay cierta jerarquía, porque las superiores y primeras ven la razón del orden de la providencia en el mismo último fin, que es la bondad divina; pero unas con mayor claridad que otras»[14]. ¿En que consiste tal jerarquía? ––Por recoger la tradición común entre los tratadistas, que inició Pseudo-Dionisio –que no es de fe, pero se fundamenta en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia–, Santo Tomás explica, en la Suma teológica, que: «jerarquía es lo mismo que «principado sagrado»[15]. El termino jerarquía, tal como expresa su etimología, significa potestad o autoridad sagrada, aunque después se extendió su sentido a significar los grados de mando de cualquier organización. En los ángeles, tal como indica el Pseudo-Dionisio, se encuentra una triple jerarquía, o triple modo de autoridad sobre los subordinados: superior, media e inferior. Santo Tomás lo justifica desde las diferencias de los ángeles en cuanto cantidad de conocimientos. Había probado que: «cuanto más elevado sea el ángel, con tantas menos especies (inteligibles) puede entender la universalidad de los inteligibles, para lo cual es necesario que éstas sean más universales, en el sentido de que cada una de ellas se extienda a más cosas» Se explica porque: «en Dios ocurre que toda la plenitud del conocimiento intelectual está contenida en un solo principio, esto es, en la esencia divina por la cual conoce Dios todas las cosas». En cambio: «esta plenitud intelectual se halla en los entendimientos creados de un modo inferior y menos simple». De manera que es necesario afirmar que: «lo que Dios conoce por una sola forma, los seres inferiores lo conozcan por muchas, y tantas más cuanto más grande sea la inferioridad de su entendimiento». Conclusión, que aclara este «ejemplo aproximado» de lo que ocurre en el conocimiento humano: «Hay quienes no pueden captar la verdad intelectual a menos de que se les explique con todos sus pormenores, cosa que proviene de la debilidad de su entendimiento; y, en cambio, hay quienes, por tener un entendimiento más poderoso, pueden en pocos principios ver muchas cosas»[16].

Afirma, en la justificación de las tres jerarquías angélicas, que «esta acepción universal del conocimiento admite tres grados en los ángeles puesto que pueden considerarse bajo tres aspectos las razones (conceptos) de las cosas sobre los que son iluminados los ángeles. El primer aspecto es, en cuanto que tales iluminaciones proceden del primer principio universal, que es Dios; y este modo compete a la primera jerarquía, que se extiende hasta Dios inmediatamente, y que «está situada como en la antecámara de Dios» (La jerarquía celeste, c. 7, 3), según la expresión de Dionisio»[17], porque tal como se indica en esta obra: «la primera es la que está siempre junto a Dios, constantemente unida a Él y disfruta de esa unión antes que los demás y sin intermediarios»[18]. Sobre el modo de conocimiento de la jerarquía media, escribe Santo Tomás: «El segundo aspecto es en cuanto que tales razones dependen de las causas universales creadas, que en alguna manera ya son múltiples; y este modo de iluminación compete a la segunda jerarquía». En ella, los conceptos, recibidos por iluminación están en relación de las causas universales de las cosas En cuanto a los conceptos recibidos de Dios por la jerarquía inferior: «Por último, según que estas razones son aplicadas a las cosas singulares en cuanto éstas dependen cada una de sus propias causas; y este modo es propio de la ínfima jerarquía»[19]. Los ángeles de la misma reciben la iluminación por Dios de las causas propias singulares. 523. –– ¿En cada una de las tres jerarquías, hay también un orden entre los ángeles que la constituyen? ––Indica el Aquinate que, según lo dicho, una jerarquía es «una multitud uniformemente organizada bajo el gobierno de un príncipe». Para estar ordenada es preciso que, en cada jerarquía, se den distintos órdenes o grupos angélicos, de tal manera que: «la diversidad de órdenes (…) se toma de los diversos oficios y actos». Así ocurre en la sociedad humana, porque: «en una misma ciudad hay diversos órdenes en conformidad con los diversos actos, pues uno es el orden de los jueces, otro el de los militares y otro el de los que labran la tierra y así de lo demás». Advierte seguidamente que: «aunque sean muchos los órdenes en una ciudad, todos pueden reducirse a tres, en cuanto que toda multitud perfecta consta de principio, medio y fin. Por eso, hay también en las ciudades tres órdenes de hombres: uno, el de los que constituyen la clase alta, que son los magnates; otro, el de la clase ínfima, que es la plebe; y otro, en fin, intermedio, que es la clase media». Dada la analogía que se da entre toda la escala de los entes, puede sostenerse que: «de igual modo hay también en cada jerarquía angélica diversos órdenes según los diversos actos y oficios, y toda esta diversidad se reduce a tres grados, a saber: el sumo, el medio y el ínfimo. Por esto Dionisio señala en cada jerarquía tres órdenes»[20]. Hay, por tanto nueve órdenes o coros, como también se les denomina, según sus funciones. Sin embargo, como: «nosotros conocemos imperfectamente los ángeles y sus oficios (…) de ahí que no podamos distinguir más que en general los oficios y los órdenes de los mismos; y así es como se contienen muchos ángeles en un mismo orden. Pero, si conociésemos perfectamente los ministerios de los ángeles y las peculiaridades de cada uno, sabríamos perfectamente que en realidad cada ángel tiene su propio ministerio y su propio orden»[21]. La distinción de las tres jerarquías y los nueve órdenes de ángeles, tal como los conocemos, tiene su origen en su distinta naturaleza, creada por Dios, y también según la gracia que reciben, porque: «a los ángeles se les dieron los dones gratuitos según la capacidad de sus dones naturales»[22]. De manera que: «los ángeles que poseyeron mejores dotes naturales recibieron más gracia y más gloria»[23].

Podría parecer, según lo dicho, que, por una parte, en los ángeles la gracia no dependiera absolutamente de la voluntad de Dios. Sin embargo, en ellos, es también totalmente gratuita, porque: «si la gracia depende de la mera voluntad de Dios de ella depende también la naturaleza del ángel; y si la voluntad de Dios es la que ordena la naturaleza a la gracia, ella es también la que ordena los grados de la naturaleza a los grados de gracia»[24]. Por consiguiente, puede decirse que «los órdenes se distinguen en los ángeles completivamente, o sea de un modo cabal y perfecto, según los dones gratuitos; en cambio, dispositivamente, según los dones naturales (…) lo cual no es así en los hombres»[25]. En los hombres no ocurre lo mismo, porque «la diversidad de las naturalezas no es la misma que la de los ángeles, que difieren en especie, que en los hombres, que sólo difieren en número»[26]. La naturaleza de cada ángel es totalmente distinta de la demás. La naturaleza del hombre es idéntica en todos los hombres, sus diferencias no son específicas, sino individuales. Cada ángel es su especie. Cada hombre es un individuo de la especie humana. «Por eso en los hombres se distinguen los órdenes solamente según los dones gratuitos y no según la naturaleza»[27]. 524. ––¿Qué órdenes o coros de ángeles constituyen la jerarquía suprema? ––A las órdenes que, según el Pseudo-Dionisio, componen la primera jerarquía son los Serafines, los Querubines y los Tronos. Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, le sigue al escribir que las inteligencias: «superiores y primeras (…)se llaman Serafines, como si dijéramos ardientes o abrasadores, porque suele designarse con el incendio la intensidad del amor o del deseo que tiene como objetivo el fin»[28], que es la bondad divina. En La jerarquía celeste, del Pseudo-Dionisio, se indica también que «el nombre dado a los Serafines» –que proviene del griego con el significado de prender fuego y llevar calor– quiere manifestar: «el poder que tienen de asemejar a los subordinados con ellos mismos elevándolos con energía, enardeciéndolos y prendiendo en ellos la llama que les lleva a conseguir un calor semejante al suyo, su poder purificador como rayo o fuego abrasador, su aptitud para conservar su propia luz e iluminación evidente y sin merma, siempre de la misma forma, pues ella hace desaparecer y destruye todo lo que produce oscuras tinieblas». [29]. El nombre aparece en Isaías. Cuenta el profeta que: «Ví al Señor sentado sobre un trono alto y elevado; la orla de su manto llenaba el templo. Los Serafines estaban sobre el trono; seis alas tenía el uno y seis alas el otro: con dos cubrían su rostro, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Daban voces el uno al otro y decían: «Santo, Santo, Santo, el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria»[30]. Añade Santo Tomás que: «Las segundas (inteligencias) conocen perfectamente la razón del orden de la providencia en la misma forma divina. Y se llaman Querubines, que quiere decir plenitud de ciencia, ya que la ciencia se perfecciona por la forma cognoscible»[31]. El Pseudo-Dionisio explica que: «El nombre de Querubines quiere revelar su poder de conocer y de ver a Dios, el recibir el don sumo de luz y el contemplar el esplendor de la belleza divina con poder primordial, llenarse del don que hace sabios y compartir generosamente con los inferiores por medio de la efusión de esa sabiduría recibida»[32]. Los Querubines aparecen ya en el primer libro de la Escritura, donde se lee: «Echó fuera a Adán y puso un querubín delante del paraíso del deleite con una espada que arrojaba llamas, y andaba alrededor para guardar el camino del árbol de la vida»[33]. Se les también nombra en los salmos: «El Señor reinó, tiemblen los pueblos; el que está sentado sobre Querubines, se estremezca la tierra»[34]. También aparecen en libro de Ezequiel[35] y su descripción detallada la da el mismo profeta Ezequiel[36].

Por último, al siguiente coro de la primera jerarquía, escribe Santo Tomás pertenecen «las terceras inteligencias», ángeles que: «contemplan la disposición de los juicios divinos en ellos mismos. Y se llaman Tronos, porque trono significa la potestad de juzgar»[37]. Sobre los ángeles Tronos explica el Pseudo-Dionisio: «El nombre de los más sublimes y excelsos Tronos significa que su pureza sin mezcla les aleja de toda sumisión a las cosas viles, que se elevan hacia las alturas de forma supramundana, que están firmemente alejados de toda bajeza, que están asentados, con todas sus fuerzas, de manera estable y firme en torno a aquel que es verdaderamente Altísimo, que, libres de toda pasión y de manera inmaterial, están dispuestos a recibir la visita de la Deidad, que son portadores de Dios, que están prontos a acoger con diligencia sus dones»[38]. De los Tronos habla San Pablo en el siguiente pasaje: «porque en él (Jesucristo) fueron creadas todas las cosas que hay en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, ya sean Tronos, ya las dominaciones, ya los principados, ya a las potestades, todas fueron creadas por él mismo y en él mismo»[39]. En su comentario a este pasaje paulino, Santo Tomás sintetiza esta explicación de estos tres órdenes de ángeles superiores, al escribir: «denomínanse así por sus superiores dones; y el grado supremo en una criatura espiritual es el que más vecindad tiene con Dios y en cierto modo es parte de Él; y por este rozarse o alindar con la Divinidad se nombran superiores. Los Serafines, como si dijéramos, abrasados en Dios o que nos encienden en amor divino; los Querubines, como poseedores de la ciencia de Dios; los Tronos como si tuvieran a Dios sentado en sí mismos»[40]. 525. –– ¿Quiénes son las órdenes o coros de ángeles que constituyen la jerarquía media? ––En el mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, afirma que: «la disposición universal de la providencia se distribuye» en tres órdenes de la jerarquía media: Dominaciones, Virtudes y Potestades. Tal distribución se da: «en primer lugar, entre muchos ejecutores. Y esto se realiza por el orden de las Dominaciones, pues es propio de los señores el mandar lo que han de ejecutar otros»[41]. Sobre las Dominaciones explica el Pseudo-Dionisio que su nombre «quiere significar un elevarse libre y sin dejarse someter por ninguna tendencia terrena, sin inclinarse absolutamente a ninguna de las tiránicas desemejanzas de ninguna manera, pues dominan, como conviene a seres libres, como inflexibles dominaciones todo aquello que conduce a cualquier envilecedora servidumbre, inexorable a todo dominio y limpias de toda desemejanza desean constantemente el verdadero Dominio y el Principio de todo Señorío. Tienden ellas, según su capacidad, a asemejarse con el Señor y bondadosamente lo pretenden con sus inferiores»[42]. Aparecen las Dominaciones en el texto anterior citado de San Pablo y también en un pasaje de otra epístola de San Pablo[43]. En este último se dice que Cristo está en los cielos: «sobre todo principado, y Potestad, Virtud y Dominación»[44]. En este último lugar, se basó el PseudoDionisio para colocar estos tres coros en la jerarquía media. Respecto al segundo orden de esta segunda jerarquía, escribe Santo Tomás: «En segundo lugar la providencia es distribuida y aplicada a varios efectos por el que obra y ejecuta. Y esto se hace mediante el orden de las Virtudes»[45]. Por su parte, el Pseudo-Dionisio: «La denominación de santas Virtudes significa cierta fortaleza viril, inflexible en todas sus operaciones, al modo de Dios. No admite ni debilidad ni pereza para recibir las iluminaciones divinas que le son dadas, tiende firmemente a imitar a Dios, no abandona por cobardía el divino impulso, sino que mira fijamente a la Virtud supraesencial, fuente de toda fortaleza, y llega a ser, en la medida que le es posible, la imagen en forma de virtud de la Virtud

misma, y se vuelve firmemente hacia Ella por ser el principio de toda Virtud y al mismo tiempo transmite a sus inferiores el poder dinámico y divinizante»[46]. Un referencia a las Virtudes se encuentra en la primera epístola de San Pedro. Después de mencionar la resurrección de Jesucristo, dice del resucitado: «habiendo subido (Jesucristo) al cielo y estándole sumisos los Ángeles, las Potestades y las Virtudes»[47]. Concluye Santo Tomás sobre esta jerarquía que: «En tercer lugar, el orden universal de la providencia, establecido ya en los efectos es preservado de toda confusión por la coacción ejercida sobre aquello que podría perturbarlo. Esto corresponde al orden de las Potestades». Considera el Pseudo-Dionisio que: «El nombre de las santas Potestades revela que tienen el mismo rango que la Dominaciones y Virtudes, su disposición armoniosa y sin confusión para recibir los dones divinos, el carácter ordenado de este poder celestial e intelectual, que no abusa tiránicamente de su extraordinario poder sobre los inferiores (…) Se parecen, en la medida posible, al poder que es fuente de poder y autor de toda potestad»[48]. 526. –– ¿Cuáles son las órdenes de ángeles que están en la jerarquía inferior? ––Afirma Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, que: «Las últimas entre las superiores substancias intelectuales son las que conocen el orden de la divina providencia a través de las causas particulares, y son propuestas inmediatamente a las cosas humanas». Precisa seguidamente que: «Por cosas humanas se ha de entender todas las naturalezas inferiores y causas particulares que están ordenadas al hombre y sujetas a su servicio, como se ha dicho (III, c71)». Como, en estas cosas humanas: «hay cierto bien común, que es el bien de la ciudad o de los ciudadanos», se ocupan del mismo «la orden de los Principados»[49]. Su nombre, según el Pseudo-Dionisio, significa: «su principado y hegemonía deiforme, que ejercen en un orden sagrado muy propio de los poderes principescos, y también la capacidad de tomarse ellos plenamente hacia el principio que está sobre todo principio, y ejerciendo un principado sobre otros, guiarlos hacia el Principio»[50]. Advierte Santo Tomás que el profeta Daniel cuenta que vino en su ayuda «uno de los primeros Príncipes»[51], que le dijo que le ayudaría a «pelear contra el príncipe de los persas»[52]. Seguidamente añade: «Según esto, la disposición de los reinos, el traspaso de poder de un pueblo a otro, debe pertenecer al ministerio de este orden. Incluso la inspiración de aquello que son príncipes entre los hombres respecto a como han de administrar su gobierno, parece que corresponde a este orden». Además, añade Santo Tomás, en este lugar, que «hay otro bien humano, que no es común, sino estrictamente personal, aunque no en beneficio propio exclusivo sino de muchos: como las cosas de fe, que todos y cada uno han de creer y observar el culto divino, etc. Y esto corresponde a los Arcángeles»[53]. Según el Pseudo-Dionisio: «el santo orden de los Arcángeles, por hallarse en una situación media en la jerarquía, participa igualmente de los extremos. Tienen caracteres comunes a la vez con los muy santos principados y con los santos ángeles. Con unos, porque con los Principados, se orienta hacia el Principio y a Él se asemeja, en la forma posible, y unifica a los ángeles gracias a los invisibles poderes de mando que él tiene para ordenar y disponer. Con otros, porque él pertenece también al orden intermedio que recibe jerárquicamente las iluminaciones divinas a través de las jerarquías del primer orden y se las comunica con benevolencia a los ángeles y por medio de los ángeles nos las comunica a nosotros, según las santas aptitudes de cada uno para recibir las iluminaciones divinas»[54].

Son muchos los lugares de la Escritura en los que aparecen Arcángeles, Por ejemplo, se dice: «cuando el Arcángel Miguel disputaba con el diablo»[55], y en la primera epístola de San Pablo se habla de la «voz de Arcángel»[56]. Por último, observa Santo Tomás que: «hay cierto bien humano que pertenece a cada uno en particular, y los bienes de esta clase corresponden al orden de los ángeles»[57]. De los Ángeles, que «completan y terminan todas las jerarquías de los espíritus celestes», dice el PseudoDionisio: «nosotros les atribuimos el nombre de ángeles con preferencia a otros grupos por cuanto su jerarquía se aplica a lo que está más manifiesto para nosotros y a lo concerniente a este mundo»[58]. Por este motivo, aparecen muchas veces en la Escritura ángeles que pertenecen a este coro. El mismo Jesús, dice: «Mirad que no desprecié a uno de esos pequeños. Porque les digo que en el cielo los ángeles de ellos contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial»[59]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 75. [2] Platón, Leyes, X, 903 b-d. [3] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 76. [4] Cf. ÍDEM, Suma teológica, I, q. 22, a.2. [5] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 76. [6] Ibíd., III, c. 77. [7] Ibíd., III, c. 78 [8] Ibíd., III, c. 79. [9] Ídem, Sobre la recomendación de la Sagrada Escritura, Proem., 1. [10] Pseudo Dionisio Areopagita, Jerarquía celeste, IV, 3. [11] Cf. Santo Tomás, Sobre la recomendación de la Sagrada Escritura. [12] Se ha dicho que: «El Pseudo Dionisio y San Agustín nos ofrecen las dos formas arquetípicas a través de las cuales pasa todo el espíritu oriental a Occidente, toda su filosofía al cristianismo, toda la dimensión estética y contemplativa a una Iglesia que, en el universo del Imperio romano, cada vez es conformada más por la moral y el derecho» (Olegario González de Cardedal, Presentación, en Pseudo Dionisio Areopagita, Obras completas, Madrid, BAC, 2002). [13] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 79. [14] Ibíd., III, c. 80. [15] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 108, a. 1, in c.

[16] Ibíd., I, q. 55, a. 3, in c. [17] Ibíd., I, q. 108, a. 1, in c. [18] Pseudo-Dionisio Areopagita, La jerarquía celeste, VI, 2. [19] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 108, a. 1, in c. Nota finalmente Santo Tomás: «Se toma, por consiguiente, la distinción de jerarquías por parte de la multitud regida» (Ibíd.). [20] Ibíd., I, q. 108, a. 2, in c. [21] Ibíd., I, q. 108, a.3, in c. [22] Ibíd., I, q. 108, a. 4, in c. [23] Ibíd., I. q. 62, a. 6, in c. [24] Ibíd., I, q. 62, a, 6, ad 1. [25] Ibíd., I, q. 108, a, 4, in c. [26] Ibíd., I, q. 62, a. 6, ad 3. [27] Ibíd., I, q. 108, a. 4, in c. [28] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, q. 80. [29] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VII, 1..3 [30] Is 6, 1-3. [31] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80 [32] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VII, 1. [33] Gn 3, 23. [34] Sal 99, 1. [35] Ez 10, 1-22. [36] Ez 1, 4-28. [37] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80 [38] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VII, 1. [39] Col, 1, 16. [40] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola de San Pablo a los colosenses, c. I, lec. IV. [41] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 80. [42] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VIII, 1. [43] Col 1, 16 y Ef 1, [44] Ef 1, 21. [45] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80. [46] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VIII, 1.

[47] 1 Pe 3, 22. [48] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, VIII, a. 1. [49] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80. [50] Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, c. 8, a. 1. [51] Dn 10, 13. [52] Dn 10, 20. [53] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80. [54] Pseudo-Dionisio, La jerarquía eclesiástica, c. 9, 2. [55] Jds 9. [56] 1 Tes 4, 15. [57] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 80. [58] Pseudo-Dionisio, La jerarquía eclesiástica, 9, 2. [59] Mt 18, 10.

XLVIII. Los ángeles en la vida del hombre 527. ––Descritas las funciones de los nueve órdenes o coros angélicos, el Aquinate pasa a examinar las de las almas espirituales humanas, las otras substancias intelectuales, que son incompletas, porque deben estar unidas a un cuerpo, para disponer del conocimiento sensible para entender. Comienza con esta indicación: «Las almas humanas ocupan el último lugar entre las demás substancias espirituales, porque, según se dijo (III, c. 80), en su primera disposición, asumen un conocimiento general del orden de la providencia; y para que el alma tenga un conocimiento perfecto del orden en cuanto a lo singular, es necesario que parta de las cosas mismas, en las cuales ya está establecido particularmente dicho orden providencial. De ahí la necesidad de que constase de órganos corporales mediante los cuales pudiese obtener el conocimiento de las cosas». ¿Este modo de conocer les basta a los hombres para conocer el orden de la providencia sobre ellos y sobre las otras cosas? ––A los espíritus humanos, su inteligencia no les es suficiente para conocer la providencia de Dios, porque: «dada la debilidad de su luz intelectual, las almas humanas no pueden alcanzar de las cosas un conocimiento perfecto de cuanto se refiere al hombre, si no son ayudadas por los espíritus superiores, porque es exigencia de la providencia divina que los espíritus inferiores adquieran su perfección por los superiores, como se demostró (III, c. 79)»[1]. Había indicado Santo Tomás, en el capítulo anterior, que: «entre todos los poderes angélicos ordenados es común que los inferiores obren en virtud de los superiores. Por ello, se dijo que pertenece al orden de los serafines que los inferiores desempeñen sus funciones en virtud de los mismos». De ahí que los órdenes o coros de los principados, arcángeles y ángeles, de la última jerarquía, según la exposición del Pseudo-Dionisio, sean los que influyan en los hombres. No obstante, tal como también advierte Santo Tomás, según San Gregorio Magno, que se ocupa también de las funciones de los ángeles: «San Gregorio distribuye de otra manera el orden de los espíritus celestes»[2].

En la suprema jerarquía, San Gregorio coloca los mismos órdenes que el Pseudo-Dionisio. Sostiene que son, como primer orden: «los Serafines, aquellos ejércitos de ángeles que por su particular aproximación a su Creador, arden en un amor incomparable». Sobre el segundo, que: «los Querubines son llamados también plenitud de ciencia; y estos muy excelsos ejércitos de ángeles son llamados Querubines, porque cuanto más de cerca contemplan la claridad de Dios, tanto más llenos están de una ciencia más perfecta». Por último, que: «se llaman Tronos aquellos ejércitos de ángeles en los cuales Dios omnipotente preside el cumplimiento de sus decretos; porque en nuestras lengua llamamos Tronos a los asientos, se han llamado Tronos de Dios a los que tan llenos están de la gracia divina, que en ellos se asienta Dios y por ello decreta sus disposiciones». En la jerarquía media, sitúa también las Dominaciones: «los ejércitos de los ángeles que sobresalen por su extraordinario poder, en cuanto tiene sujetos a su obediencia a los demás». En lugar de las Virtudes, coloca a los Principados –a los que el Pseudo-Dioniso ponía en el primer lugar de la siguiente jerarquía–, porque considera que: « presiden a los otros espíritus buenos de los ángeles, los cuales ordenan a los otros que les están sujetos lo que deben hacer; y son los que presiden en el cumplimiento de las divinas disposiciones». Finalmente están as Potestades, que son los ángeles que: «han recibido mayor poder para tener sometidos a su potestad los poderes adversos, a los cuales reprimen para que no tienten cuanto pueden a las almas de los hombres». En la jerarquía inferior, en lugar de los Principados, aparecen, en primer lugar, las Virtudes, porque afirma que: «se llaman Virtudes aquellos espíritus por medio de los cuales se obran más frecuentemente los prodigios y milagros»[3]. Comenta Santo Tomás que: «según San Gregorio, son los espíritus destinados a ciertas operaciones particulares, cuando en algún caso especial es preciso obrar milagrosamente al margen del orden general»[4]. Sobre los Arcángeles y Ángeles que les siguen, indica San Gregorio que: «los que anuncian las cosas de menor importancia se llaman Ángeles, y los que anuncian de mayor importancia, Arcángeles. De ahí que a María se le manda no un ángel cualquiera, sino el arcángel San Gabriel; pues justo era que para este ministerio viniese un ángel de los más encumbrados, puesto anunciaba la mejor de todas las nuevas»[5]. 528. ––El hombre está a un nivel inferior al último coro u orden de la ínfima jerarquía angélica. De manera que, en cuanto a sus funciones, en las que se han sido revestidas por las que se distinguen los órdenes angélicos, afirma el Aquinate: «El ínfimo ángel es superior al supremo hombre de nuestra jerarquía, según lo que se dice en el Evangelio: «el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11, 11), esto es San Juan Bautista, «mayor que el cual no ha aparecido entre los nacidos de mujer» (Mt 11, 11)»[6]. ¿Por qué, entonces, dice Cristo que los resucitados «serán como ángeles de Dios en el cielo»[7]? ––Como ya ha explicado: «los órdenes de los ángeles se distinguen tanto según la condición de la naturaleza, como según los dones de la gracia». Si se tiene en cuenta sus dones naturales: «es evidente que los hombres no pueden de ningún modo pasar a los órdenes de los ángeles, porque permanecerá siempre la distinción de naturalezas». Todos los ángeles tienen una naturaleza superior al hombre y, por ello, sus dones naturales también. Sin embargo, no ocurre así con los dones de la gracia. Como «en último término el orden (angélico o coro) es aquello que procede de la gracia, que depende de la liberalidad de Dios y no de la naturaleza», los hombres pueden recibir más gracia que las que poseen los órdenes angélicos. Por consiguiente: «Pueden los hombres merecer, mediante los dones de la gracia, tanta gloria que vengan a igualarse con los ángeles en cualesquiera de los grados angélicos; lo cual es ser elevados los hombres a los órdenes de los ángeles»[8].

Esta conclusión de Santo Tomas revela el gran valor que da a la gracia, que se concede al hombre –a pesar de su inferior naturaleza– y de la misericordia divina con él. De manera que: «la gracia se da a los ángeles en proporción de sus dones naturales; no así a los hombres. Y, por tanto, como los ángeles inferiores no pueden pasar al grado natural de los superiores, así tampoco al gratuito. Los hombres empero, pueden ascender al gratuito, aunque no al natural»[9]. Pueden así quedar al mismo nivel que los ordenes de los ángeles, e incluso ser elevados sobre todos ellos, como la Virgen María. 529. ––Con respecto a la acción de los ángeles sobre los hombres, escribe el Aquinate: «perteneciendo al orden de la divina providencia que los seres inferiores estén sometidos a la acción de los superiores, los hombres, que son inferiores a los ángeles, son iluminados por éstos, como los mismos ángeles inferiores son iluminados por los superiores». ¿En qué consiste y cómo se realiza esta iluminación? ––Aunque los ángeles superiores iluminan a los inferiores y los ángeles pueden iluminar al hombre: «el modo de una y otra iluminación en parte es semejante y en parte diverso». El motivo es porque: «la iluminación, que consiste en la manifestación de la verdad divina, se puede considerar bajo dos aspectos, que son en cuanto que el entendimiento inferior es fortalecido por la acción del entendimiento superior; y en cuanto que las especies inteligibles que están en el entendimiento superior se acomodan al entendimiento inferior para poder ser captadas por éste». Esto último ocurre en los ordenes angélicos del modo siguiente: «el ángel superior divide la verdad universal concebida por él, adaptándola a la capacidad del ángel inferior». En cambio, en los hombres su entendimiento: «no puede captar la verdad en la inteligibilidad pura de ésta, por ser connatural entender por medio de imágenes». Ello explica que: «los ángeles propongan a los hombres las verdades inteligibles bajo semejanzas de cosas sensibles»[10]. De ahí que –como indica seguidamente Santo Tomás– diga el Pseudo-Dionisio que: «no es posible que el Rayo divino nos ilumine si no está espiritualmente encubierto en la variedades de sagrados velos y la providencia paternal de Dios le ha acomodado a nuestra forma natural y propia»[11]. Estos velos son las «composiciones de las Sagradas Escrituras», que se «valen de imágenes sensibles»[12]. Además de recibir este segundo aspecto de la iluminación: «el entendimiento humano, como inferior, es fortalecido por la acción del entendimiento angélico». Por consiguiente: «según estos dos aspectos se ha de entender la iluminación mediante la cual el hombre es iluminado por el ángel»[13], y el último del modo especial indicado, que no se da entre los ángeles. Dado que los ángeles no pueden penetrar en el entendimiento del hombre, lo hacen indirectamente por medio de su actuación en su imaginación. Sin embargo, al igual que: «no todo el que entiende alguna verdad sabe lo que es el entendimiento, que es el principio de la operación intelectual, no todo el que es iluminado por el ángel se da cuenta de que es iluminado por él»[14] . En la Escritura, se cuentan casos en los que que la iluminación sensible se manifiesta claramente. Así le ocurrió a Abraham, a quien: «el ángel del Señor grito desde el cielo, diciendo: «Abraham, Abraham»[15]. También el del patriarca San José se dice que: «he aquí que un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto; estate allí hasta que yo te lo diga, porque Herodes buscará al niño para matarle»[16]. 530. ––¿Los ángeles pueden obrar también en la voluntad de los hombres? ––En la Suma teológica, Santo Tomás expone sobre esta cuestión la siguiente doctrina: «La voluntad del hombre puede ser movida de dos modos. El uno, desde dentro de ella misma; y de este modo, como el movimiento de la voluntad no es otra cosa que una inclinación de la misma

hacia el objeto querido, sólo Dios es capaz de moverla, por ser Él quien da a la naturaleza intelectual el poder de tal inclinación; pues, como la inclinación natural no procede sino de Dios, que da la naturaleza, así la inclinación voluntaria no viene más que de Dios, que es causa de la voluntad»[17]. Esta acción de Dios no es una imposición o coacción, porque: «Se entiende que es coaccionado lo que es movido por otro cuando es movido contra su propia inclinación; pero si es movido por otro que le da la propia inclinación no se dice que haya coacción; como no es violentado el cuerpo grave al ser movido hacia abajo por el que le impele. Entiéndase, pues, que Dios al mover la voluntad, no ejerce sobre ella coacción alguna, ya que es Él quien le da su propia inclinación»[18]. Añade Santo Tomás que: «El otro modo de inmutarse la voluntad es por algo que esta fuera de ella». En cuanto a este medio, que le queda al ángel para cambiar la voluntad humana, observa que: «no puede hacerse por el ángel más que de un modo, a saber, mediante la aprehensión del bien por el entendimiento; de donde se sigue que, en cuanto es posible ser causa de que algo se conciba por el entendimiento como bueno para ser apetecido por la voluntad, en tanto se puede mover la voluntad de este modo». Nota Santo Tomás que de este modo externo «sólo Dios es capaz de mover eficazmente la voluntad». Sin embargo, el ángel le queda otra manera de este segundo modo, porque: «el ángel y el hombre pueden moverla por persuasión» o por convencimiento. Todavía puede hacerlo también una segunda manera del modo externo a la voluntas, porque: «queda otro modo exterior por el que puede la voluntad del hombre ser movida, que es por la pasión del apetito sensitivo; así se inclina la voluntad, por ejemplo, cuando quiere algo a impulsos de la concupiscencia o de la ira». De esta manera: «también de este modo puede el ángel mover la voluntad, en cuanto puede excitar tales pasiones; sin que pueda llegar nunca, sin embargo, a rendirla así por fuerza, puesto que la voluntad permanece siempre libre para consentir o para resistir a la pasión»[19]. Ni las propias, pasiones o los ángeles pueden impedir la libertad humana. Sólo Dios puede cambiar la decisiones de la voluntad libre, interiormente y ello sin quitar su condición libre, tal como la ha creado. 531. ––Según el Aquinate: «No se puede negar que, respecto al obrar, el conocimiento y afecto del hombre pueden variar mucho y apartarse del bien. Por tanto, fue necesario que se destinasen ángeles para la guarda de los hombres, por los cuales fuesen éstos dirigidos y movidos hacia el bien». ¿No es la gracia de Dios la que guarda al hombre, porque le tiene que dirigir y mover el ángel hacía el bien? ––Se necesita la gracia de Dios y también la guarda y custodia de los ángeles, ministros de Dios, que se encargan de transmitir y ejecutar la Providencia divina a cada hombre para protegerle. La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «para obrar bien se necesitan dos cosas. Primeramente, que el afecto esté inclinado al bien: lo cual hace en nosotros el hábito de la virtud moral. En segundo lugar, que la razón dé con los medios más convenientes para obrar el bien de la virtud; lo cual atribuye Aristóteles a la prudencia». Respecto a la primera: «Dios guarda inmediatamente al hombre, infundiéndole la gracia y las virtudes». En cuanto a la segunda: «Dios guarda al hombre a modo de maestro universal, cuya instrucción llega al hombre por mediación de los ángeles»[20]. Recuerda Santo Tomás que: «El hombre se encuentra en la vida presente como en un camino por el que ha de marchar hacia su patria. En este camino le amenazan muchos peligros, así interiores como exteriores, según lo que se dice en los Salmos: «En la senda por donde voy me han escondido una trampa» (Sal 141, 4). Y por eso así como a los que van por caminos inseguros se les da guardias, así también a cada uno de los hombres, mientras camina por este mundo, se

le da un ángel que le guarde. Pero, cuando haya llegado al término de este camino, ya no tendrá ángel custodio, sino que tendrá en el cielo un ángel que con él reine o en el infierno un demonio que le torture»[21]. Todo hombre, aunque no haya recibido el bautismo, tiene un ángel de la guarda. Lo necesita tanto por la situación de la libertad de su voluntad, como por la de su conocimiento racional En cuanto a lo primero, porque: «mediante el libre albedrío puede el hombre evitar el mal hasta cierto punto, pro no indefectiblemente; porque sus múltiples pasiones le debilitan el afecto hacia el bien». En cuanto a lo segundo, porque: «el conocimiento universal de la ley natural, que posee el hombre naturalmente le encamina de algún modo hacia el bien, pero tampoco indefectiblemente, porque al aplicar los principios universales del derecho a los casos particulares, sucede que comete el hombre muchos errores. Por lo cual, se dice en el libro de la Sabiduría: «los pensamientos de los hombres son inciertos e inseguras nuestras decisiones» (Sab 9, 14)». Por estos dos motivos puede asegurarse que: «es necesaria para el hombre la custodia del ángel»[22]. No obstante, al igual que se pueden poner obstáculos a la gracia de Dios, también se puede hacer ineficaz la protección del propio ángel de la guarda. Además: «Así como por el afecto al pecado se apartan los hombres del instinto natural al bien, así pueden también desoír las inspiraciones que los ángeles buenos les dan invisiblemente. Iluminándolos para obrar bien. De ahí que el perderse de los hombres no se ha de atribuir a negligencia de los ángeles, sino a la malicia de los hombres»[23]. 532. ––¿Se puede comprobar la utilidad que tiene para cada uno de los hombres la guarda de los ángeles? ––Sobre los ángeles custodios, se lee en el Catecismo romano, que recoge esta doctrina tomista: «con su protección nos libramos diariamente de muy grandes peligros, a sí espirituales como corporales, aunque no se manifiesten a nuestra vista»[24]. Escribe Santo Tomás que: «La función de custodiar se ordena, efectivamente, a la ilustración doctrinal, como a su último y principal efecto; pero tiene además otros muchos efectos, que no se excluyen de los niños, tales como reprimir a los demonios e impedir otros daños así espirituales como corporales»[25]. Cuando Santo Tomás escribió esta cuestión, seguro que tenía presente por lo menos una aparición de los ángeles, que vivió unos veinte años antes. El suceso ocurrió en el castillo de Montesangiovani, en su habitación. Después de vencer una tentación, provocada por sus hermanos, que le retenían para que desistiera de su vocación dominicana, los ángeles le concedieron, de parte de Dios, el don de permanecer durante toda su vida, inmune a los movimientos de la carne como ellos[26]. No es extraño que Santo Tomás precisara, después del último texto citado: «El que alguna vez se aparezcan los ángeles visiblemente a los hombres, fuera del curso ordinario, es por una gracia especial de Dios; como suceden también los milagros fuera del orden de la naturaleza»[27]. Respecto a la razones que llevan a comprender su gran utilidad, en el Catecismo romano, también según la doctrina de Santo Tomás, se dice: «De cuán gran utilidad sea el cuidado y la providencia singular de Dios sobre los hombres, cuyo cargo y ejecución se encomendó a los Ángeles, de los cuales es propio ser medianeros e interponerse entre Dios y los hombres, se evidencia por los ejemplos en que abundan las Sagradas Letras, los cuales afirman haber hecho muchas veces la divina Clemencia que, a la vista de los hombres, ejecutaran los ángeles cosas admirables, para que por ellas dedujésemos que los Ángeles custodios de nuestra salvación hacen útil y saludablemente muchísimas otras obras, que no son físicamente visibles».

Uno de los ejemplos, que se encuentra en el Antiguo Testamento, que se explica, es el siguiente: «El ángel San Rafael, designado por Dios a Tobías por compañero y guía de su viaje, le condujo y trajo sano, a quien sirvió también de auxilio para no ser devorado por un pez disforme, y le descubrió cuanta virtud había en el hígado, la hiel y en el corazón de aquel pez. El lanzó al demonio, y, reprimido y aniquilado de su poder, hizo que no dañase a Tobías; él enseñó al joven el verdadero y legítimo derecho y uso del matrimonio; él restituyo la vista a su padre Tobías, que estaba ciego»[28]. Con la cita de otro ejemplo, pero del Nuevo Testamento, presenta: «al Ángel llenando de resplandor la obscuridad de la cárcel; como despierta a San Pedro tocándole de un costado, rompiéndole las cadenas e instándole a que se levantase, y que, poniéndose las sandalias y demás vestidos, le siguiese; pudiendo también referir que, después de haber el mismo ángel sacado sano a San Pedro por entre los guardias y de haber abierto, en fin, la puerta de la ciudad, le puso en salvo»[29]. 533. ––¿A todos los hombres se les proporciona un ángel de la guarda? ¿En qué momento de su vida? ––Todo hombre, sea cristiano o no, afirma Santo Tomás que un ángel propio. De manera que: «ángeles diversos están destinados a la custodia de los diversos hombres custodiados. La razón de esto es porque la guarda angélica es una ejecución de la divina Providencia sobre los hombres. Más la providencia que Dios tiene sobre los hombres es distinta de la que tiene sobre las otras criaturas corruptibles, por tener el hombre y las demás criaturas distinta relación a la incorruptibilidad; pues los hombres no sólo son incorruptibles en cuanto a su especie común, sino también en cuanto a sus propias formas singulares, que son las almas racionales; lo cual no puede decirse de las otras cosas corruptibles»[30]. Insiste Santo Tomás en que absolutamente todos los hombres tienen un ángel de la guarda, porque: «Así como los réprobos y los infieles incluso el anticristo no están privados del auxilio exterior de la razón natural, así tampoco están privados del auxilio exterior, concedido por Dios a toda la naturaleza humana, es decir, la guarda angélica. Y aunque este auxilio, de hecho, no les sirva para conseguir mediante sus buenas obras la vida eterna, les sirve, no obstante, para apartarse de ciertos males con que podrían perjudicar a sí mismos y a otros; porque incluso los mismos demonios son reprimidos por los ángeles buenos para que no hagan todo el daño que quisieren, e igualmente no será permitido al anticristo hacer tanto daño como pretenderá»[31]. En cuanto al tiempo de su custodia, frente a algunos que afirmaban que comienza con el bautismo, argumenta Santo Tomás: «Ciertamente que los beneficios conferidos por Dios al hombre en cuanto que es cristiano, comienzan desde el momento del bautismo, como el poder recibir la Eucaristía y otros semejantes; más los que Dios le otorga en atención a su naturaleza racional, se le confieren desde el momento en que al nacer recibe la naturaleza. Según lo dicho, el beneficio del ángel custodio pertenece a la segunda clase. Luego desde el momento mismo de nacer tiene el hombre asignado su ángel custodio»[32]. Incluso en una de sus primeras obras había sostenido Santo Tomás que: «Los niños en el seno materno no reciben los sacramentos de la Iglesia, porque no están sometidos a las acciones de los ministros, pero sí están sometidos a las obras de Dios y de los ángeles, y por eso se les asigna un ángel custodio desde la infusión del alma racional, por medio del cual se impide el poder del demonio para dañarlos, y por causa de los muchos impedimentos, por los cuales su complexión se pueda deteriorar, como es inclinarlos más al pecado, o acabárseles la vida. Y en esto también sirven a los niños nacidos, aunque no los iluminen»[33]. Después, en la Suma teológica, parece que cambió de parecer, por la siguiente razón: «Mientras el niño está en el útero materno, no es totalmente algo separado de la madre, sino que por virtud

de cierto ligamen continúa siendo en algún modo algo de ella, como es algo del árbol el fruto que de él pende. No es, pues, improbable que el mismo ángel custodio de la madre guarde también a la prole que ésta lleva en su seno. Más, cuando al nacer se separa de la madre, se le asigna su propio ángel custodio»[34]. 534. ––¿Cuándo termina la custodia del ángel de la guarda a su custodiado? ––La custodia del ángel de la guarda permanece durante toda la vida temporal del hombre y finaliza cuando el hombre llega a su vida eterna. Por ello, puede pensarse que su función principal de ilustrar sobre los misterios de Dios y de la salvación se da también en el purgatorio, y asistiendo además a su custodiado con el consuelo, como se cree piadosamente que también hace la Virgen María, su reina. Cuando termina el ángel su misión con el hombre que se le ha asignado, no parece que Santo Tomás crea que Dios les encomiende la custodia de otro, porque escribe: «Aunque después del juicio los hombres no hayan de ser conducidos a la salvación mediante el ministerio de los ángeles, no obstante, aquellos que la hayan alcanzado continuarán recibiendo de los ángeles ciertas ilustraciones»[35]. Igualmente firma Santo Tomás que: «A un mismo hombre se le destina guardián por muchos conceptos. Ya sea en cuanto hombre particular, y, bajo este aspecto, para cada hombre se necesita un guardián, y a veces a la custodia de uno sólo se destinan varios. O ya sea en cuanto forma parte de una colectividad, y, en este concepto, la guarda de toda la colectividad se encomienda a un solo hombre, al cual pertenece proveer aquellas cosas que se refieren a cada hombre particular en relación con todo el grupo, como son las cosas que hace cada uno exteriormente, de las cuales otros pueden edificarse o escandalizarse. Pero la custodia angélica se destina, además, a los hombres con miras a las cosas invisibles y ocultas que se refieren a la salvación de cada uno en particular en cuanto tales. De ahí que a los diversos hombres se destinan diversos ángeles que les guarden»[36]. 535. ––Por la debilidad del entendimiento humano, el hombre necesita la ayuda de los ángeles, que en la escala de todos los entes ocupan el lugar inmediato superior. ¿Cuál es la relación que mantiene el hombre con las criaturas situadas en el lugar inferior a él en la escala de los entes? ––Con los entes inferiores a él, la relación del hombre es la de dominio de gobierno o de sometimiento racional, porque: «como el hombre tiene una participación de la luz intelectual, le están sometidos, conforme al orden de la divina providencia, los animales que carecen en absoluto del entendimiento. Por eso se dice en la Escritura: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», –es decir, dotado de entendimiento– y presida a los peces del mar, a los volátiles del cielo y a las bestias de la tierra» (Gen 1, 26)». En el grado siguiente: «los animales, aunque carezcan de entendimiento, como tienen cierto conocimiento, están colocados, según el orden de la providencia divina sobre las plantas y los otros seres que carecen en absoluto de él. Por esos, se dice en el Génesis: «Ahí os doy cuantas hierbas de semilla hay sobre la haz de la tierra toda y cuantos árboles producen fruto de simiente, para que os sirven de alimento y a todos los animales de la tierra (Gen 1, 29,30)». Las plantas y las cosas inanimadas son utilizadas por el hombre, pero también por los animales, y a su vea la vida vegetal utiliza de lo inerte. 536. ––Sobre esta escala de los entes según el dominio de los superiores sobre los inferiores el Aquinate descubre la siguiente ley: «entre los seres que carecen en absoluto de conocimiento, uno está sujeto al otro según que uno es más poderoso que el otro en el obrar, ya que no participan en absoluto de la organización de la providencia, sino sólo de su ejecución». ¿También la ley de la fuerza se cumple en el hombre?

––No debe seguir esta ley, porque: «como el hombre tiene entendimiento y sentido y fuerza corporal, todas estas cosas están organizadas entre sí en él, según el orden de la divina providencia, imitando el orden que hay en el universo. Porque la fuerza corporal se somete a la sensitiva y a la intelectiva como ejecutora de sus órdenes, y la potencia sensitiva a la intelectiva, bajo cuyo impero está». Este orden que debe darse en la vida del hombre individual se encuentra también en su vida social, tal como ya había notado de algún modo Platón, porque afirma Santo Tomás que: «En esta misma razón se funda el orden que se da entre los hombres. Pues los que destacan por su entendimiento dominan naturalmente, mientras que los menguados de entendimiento, pero robustos de cuerpo, parecen naturalmente destinados n servir, como dice Aristóteles en su Política (I, 5)». También queda confirmado por la Escritura, porque una: «sentencia de Salomón, que dice: «El que es necio, servirá al sabio» (Pr 11, 29); y en el Éxodo se dice: «Toma de entre el pueblo hombres sabios y temerosos de Dios (…) que juzguen al pueblo en todo tiempo» (Ex 18, 21-22)». El desorden social es, por ello, equiparable al desorden del hombre, porque: «así como en las obras de un solo hombre proviene el desorden de que el entendimiento cede a la potencia sensitiva –y ésta, por indisposición somática, es arrastrada por el movimiento corporal, como se ve en quienes cojean– del mismo modo, en el gobierno humano proviene el desorden de que alguien preside no por la superioridad de su inteligencia, sino porque usurpa el dominio por la fuerza física, o también porque alguien es puesto a mandar por motivos pasionales». Igualmente está ratificado por la Escritura, porque sobre «este desorden no se calla Salomón, quien dice: «y vi. que hay un mal bajo el sol, como si brotara por error de la mente del soberano: el necio puesto en el cargo más elevado» (Eccle 10, 5-6). Este mal, es permitido por Dios, porque, por una parte, como advierte Santo Tomás: «tal desorden no está al margen de la divina providencia, pues proviene, por permisión de Dios, del defecto de los agentes inferiores, al igual que otros males de los que ya se ha hablado (III, c. 71)». Por otra, porque: «por este desorden no se trastorna totalmente el orden natural, puesto que el dominio de los necios es débil si no se robustece con el consejo de los sabios. Por eso se dice en los Proverbios: «Las ocurrencias se fortalecen con los consejos y las guerras se han de tratar con los consejeros de gobierno» (Pr 20, 18); y «El varón sabio es fuerte, y el varón docto es capaz y poderoso, porque inicia la guerra con buen orden. Y donde abunde el consejo habrá éxito» (Pr 24. 5-6). Y, como quien aconseja rige al aconsejado y en cierto modo le domina, se dice también en Proverbios: «el siervo sabio dominará a los hijos necios» (Pr 17. 2)». Todo ello evidencia que: «La divina providencia impone orden a todas las cosas, para que así se verifique lo que dice al Apóstol: «las cosas que proceden de Dios están ordenadas» (Rm 13, 1)»[37]. Al comentar esa afirmación, explica Santo Tomás que: «Dios hizo todas las cosas por su sabiduría, según se dice en la Escritura: «Todo lo has hecho sabiamente» (Sal 103, 24). Y es propio de la sabiduría el disponer todas las cosas ordenadamente. También se lee sobre la sabiduría: « Abarca ella fuertemente de un cabo a otro todas las cosas y las ordena todas con suavidad» (Sab 8, 1). Por lo cual es necesario que los resultados divinos sean ordenados». Añade Santo Tomás la siguiente cita bíblica y comentario: «»¿Entiendes tú el orden de los cielo, y aplicas sus leyes a la tierra?» (Jb 38, 33). Pues Dios instituyó un doble orden en sus efectos. El uno por el cual todas las cosas se ordenan a lo mismo, pues «Todas las cosas las ha hecho el Señor para Sí mismo» (Prov 16, 4). Y el otro por el cual los efectos divinos se ordenan entre sí, como se dice en la Escritura acerca del sol, la luna y las estrellas, que Dios «los hizo para el servicio de todas las gentes» (Deut 4, 19)»[38].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 81. [2] Ibíd., III, c. 80. [3] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, II, Hom., XIV, 10. [4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c.80. [5] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, Hom. XIV, 8. [6] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 108, a. 2, ad 3. [7] Mt 22, 30. [8] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 108, a. 8, in c. [9] Ibíd., I, q. 108, a. 8, ad 1. [10] Ibíd., I, q. 111, a. 1, in c. [11] Pseudo Dionisio, La jerarquía celeste, c. 1, n. 2 [12] Ibíd.. c. 1, n. 3. [13] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 111, a. 1, in c. [14] Ibíd., I, q. 111, a. 1, ad 3. [15] Gn 22, 11. [16] Mt 2, 14. [17] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 111, a. 2, in c. [18] Ibíd, I, q. 105, a. 4, ad 1. [19] Ibíd., I, q. 111, a. 2, in c. [20] Ibíd., I, 113, a. 1, ad 2. [21] Ibíd., I, q. 113, a. 4. [22] Ibíd., I, q. 113, a. 1, ad 1.

[23] Ibíd., I, q. 113, a. 1, ad 3 [24] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 2, 7. [25]Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 113, a. 5, ad 2.. [26] Cf. Guillermo de Tocco, Hystoriae beati Thomae de Aquino, en E. Ferrua (ed), S. Thomae Aquinatis fontes praecipuae, Alba, Edicioni Domenicane, 1968, pp. 25-123, p. 41. Véase: E. Forment, Santo Tomás. Su vida, su obra y su época, Madrid, BAC, p. 209, p. 147. [27] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 113, a. 1, ad 3. [28] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 9, 5. Véase: Tob 5, 5; Tob, 6, 2-3; Tob 6, 8; 3-6; Tob 8, 8; Tob 6, 16 y ss.;Tob 11 7-8 y 15. [29] Íbid., III, c. 9, 6. Véase: Act 12, 7 y ss..

[30] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 113, a. 2, in c. [31] Ibíd., I, q. 113, a. 4, ad 3. [32] Ibíd., I, q. 113, a. 5, in c. [33] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., d. 11, q. 1, a. 3, ad 3. [34] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 113, a. 5, ad 3. [35] Íbid. I, q. 108, a. 7, ad 3. [36] Ibíd., I, q. 113, a. 2, ad 1. [37] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 81. [38] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. XIII, lec. 1.

XLIX. Los Demonios y los hombres 537. ––Se ha establecido que los ángeles, por voluntad divina, intervienen en la vida de los hombres ¿Puede afirmarse también que actúan sobre los seres inferiores a los hombres? ––Para conocer la respuesta a esta cuestión, que en la Suma contra los gentiles no trata directamente, debe tenerse en cuenta que Santo Tomás sostiene que: «Dios rige los cuerpos inferiores mediante los cuerpos celestes». Se explica, porque: «Así como en las substancias intelectuales hay unas superiores a otras, así también las hay en las substancias corporales. Mas las substancias intelectuales son regidas por las superiores, a fin de que la disposición de la divina providencia descienda gradualmente hasta lo más bajo, según se dijo (III, c. 78 y s.). Luego, por idéntica razón, los cuerpos inferiores son regidos por los superiores». Da varios argumentos para probar esto último. Uno de ellos, basado en la Física de Aristóteles, es el siguiente: «Es necesario que el primer principio del movimiento sea algo inmóvil. Según esto, las cosas más cercanas a la inmovilidad deben ser motoras de las otras. Es así que los cuerpos celestes están más próximos a la inmovilidad del primer principio que los cuerpos

inferiores, porque sólo se mueven con una especie de movimiento, el local, mientras que los otros cuerpos muévense con toda clase de movimientos. Luego, los cuerpos celestes son motores y rectores de los inferiores»[1]. No obstante, en este mismo lugar, recuerda que, como ha dicho al tratar del gobierno divino: «todo está regido por las substancias intelectuales»[2]. En la Suma teológica, desarrolla esta tesis al responder a esta objeción: «En la escala de los entes, los inferiores son gobernados por los superiores. Más, entre los cuerpos, unos se dicen superiores y otros inferiores. Luego los inferiores son regidos por los superiores, y así no es necesario que lo sean por los ángeles»[3]. Responde Santo Tomás: «Esta razón se funda en la opinión de Aristóteles, según la cual los cuerpos celestes son movidos por las substancias espirituales, cuyo número intentó determinar por el número de movimientos que observó en dichos cuerpos. No puso, sin embargo, ningunas substancias espirituales que ejerciesen dominio inmediato sobre los cuerpos inferiores, si no es tal vez las almas humanas. Aristóteles pudo pensar de este modo porque no supuso en los cuerpos inferiores más operaciones que las naturales para las cuales les bastaba con el movimiento recibido de los cuerpos celestes». Santo Tomás corrige a Aristóteles, porque precisa seguidamente: «como nosotros sabemos que se realizan en los cuerpos inferiores otras muchas operaciones, además de aquellas que les son naturales, para las cuales no es suficiente con el pode de los cuerpos celestes, por eso, según nosotros, es necesario admitir que los ángeles buenos ejercen inmediato dominio, no sólo sobre los cuerpos celestes, más también sobre los cuerpos inferiores»[4]. 538.

––¿Los ángeles, por consiguiente, gobiernan siempre todas las cosas?

––La acción de los ángeles en el mundo no es patente al conocimiento humano. No sólo no es perceptible, sino que tampoco se infiere de la naturaleza de los distintos entes. Además, para comprender la acción de los cuerpos materiales bastan las leyes de la naturaleza y en último término la moción divina. Con ellas se explican suficientemente sus acciones y parece que no sea necesario acudir a un influjo angélico. Ciertamente los ángeles tienen un dominio sobre los cuerpos naturales, como prueba Santo Tomás en la Suma contra los gentiles y también en este pasaje de la Suma teológica, en el que se dice: «Como los ángeles inferiores, que tienen formas menos universales, son regidos por los superiores, así todas las cosas corporales son regidas por los ángeles. Y esto no sólo es doctrina de los santos doctores, sino también de todos aquellos filósofos que admitieron substancias incorpóreas»[5]. Sin embargo, la acción de los ángeles sobre los cuerpos es limitada, porque os ángeles buenos o malos no sólo no tienen poder creador, que es exclusivo de Dios, sino tampoco el poder de transformar substancialmente las cosas. Queda probado, porque: «es evidente que lo hecho se asemeja al que lo hace, porque todo agente hace algo semejante a sí. Y, así, lo que hace las cosas naturales ha de ser semejante al compuesto producido, bien sea porque es específicamente el mismo compuesto, como el producir el fuego, fuego; o porque todo el compuesto, en cuanto a su materia y forma, está contenido dentro de la virtud del que lo hace, lo cual no puede afirmarse más que de Dios. Así, pues, todo acto de recibir la materia nuevas formas, viene, o directamente de Dios, o de algún agente corpóreo, pero no directamente del ángel»[6]. Sin embargo, los ángeles con una sabia utilización de las causas naturales, desconocida por los hombres, pueden hacer que sus efectos naturales se produzcan de un modo distinto al habitual, por ejemplo, con mayor eficacia o con menos tiempo. De manera que: «Las potestades

espirituales pueden hacer aquellas cosas que se hacen visiblemente en este mundo, utilizando por movimiento local los gérmenes de los cuerpos»[7]. Más adelante, al tratar la cuestión de las tentaciones de los demonios, lo explica con más detalle. Después de recordar que ya se ha dicho que: «la materia corporal no obedece a la voluntad de los ángeles, ni buenos ni malos, para que los demonios por propio poder puedan hacerla pasar de una forma a otra», advierte que, sin embargo: «pueden utilizar ciertos gérmenes que se encuentran en los elementos materiales, como dice San Agustín para producir tales efectos (Sobre la Trinidad, III, 8, 13). Por esto, puede decirse que todos los cambios de las cosas corporales, que pueden hacerse por poderes naturales, entre los cuales están los gérmenes mencionados, pueden hacerse por la operación de los demonios utilizando tales gérmenes (…) Pero los cambios de las cosas materiales que no pueden realizarse por el poder de la naturaleza, de ningún modo pueden hacerse en realidad por la acción de los demonios, como que el cuerpo humano se convierta en cuerpo de bestia o que un cuerpo muerto resucite. Y si alguna vez parece hacerse esto por virtud de los demonios no es así en realidad, sino sólo en apariencia». 539

–– ¿Cómo causan los ángeles buenos o malos las apariencias de algo que no es real?

––Las apariencias provocadas por un ángel pueden ser debidas a dos causas distintas. La primera: «puede tener su origen dentro del hombre, en cuanto que el demonio es capaz de alterar la imaginación humana, e incluso los sentidos hasta tal punto que les haga percibir algo como real, sin ser tal (…) lo cual dicese que puede incluso acontecer algunas veces por el poder de ciertas cosas naturales», como son los trastornos mentales o ciertas substancias. La segunda causa de la apariencia es externa, porque también: «puede tener un origen exterior al hombre. Pues, pudiendo el demonio formar con el aire un cuerpo de cualquier forma y figura para aparecer visiblemente revistiéndose él mismo de él, puede del mismo modo revestir a cualquier objeto corpóreo con cualquier forma corpórea, de tal modo que se vea dicho cuerpo bajo tal forma». Advierte seguidamente que también: «Este es el sentir de San Agustín cuando dice que “lo fantaseado por el hombre, sea pensando o soñando, que varía tanto como los innumerables géneros de seres, se presenta a los sentidos ajenos como revestido de cuerpo bajo la forma de algún animal” (La ciudad de Dios, XVIII, 18, 2). Lo cual no ha de entenderse como si el poder de la fantasía del hombre o su misma representación individual revestida de cuerpo se manifestase a los sentidos de otro; sino en cuanto que el demonio que puede formar una representación en la fantasía de un hombre, puede también presentar a los sentidos de otro hombre una imagen semejante de esta representación»[8]. El ángel no puede reemplazar las causa naturales con otras que haya creado, que es un poder que posee únicamente Dios. Podría compararse su influjo, que no se debe a que por su voluntad se transformen unos seres materiales en otros, sino a la utilización inteligente de las causas naturales, con el trabajo de los cocineros. Los alimentos «no obedecen a la voluntad de los cocineros por el hecho de que, según ciertas reglas del arte culinario, consigan por medio del fuego cierto modo de cocción que no produciría el fuego por sí solo»[9]. 540. ––Parece ser que los ángeles pueden mover localmente a las cosas y a los hombres. En la Escritura se encuentran muchos casos, por ejemplo, el del diácono Felipe, quien después de bautizar a un funcionario de Etiopía, para confirmar la fe del convertido, fue arrebatado por un ángel y se encontró instantáneamente a unos cuarenta kilómetros del lugar[10]. ¿Cómo explica el Aquinate estas acciones de los ángeles? ––Lo explica Santo Tomás, por una parte, desde la posibilidad, que los ángeles tienen de mover localmente todas las cosas, porque: «tienen un poder menos restringido que el de las almas.

Vemos, en efecto, que el poder motriz del alma se concreta al cuerpo a ella unido, al cual vivifica y mediante el cual puede mover otros cuerpos. En cambio, la virtud del ángel no está circunscrita a cuerpo alguno, pudiendo, por tanto, mover localmente cuerpos a los que no está unida»[11]. Por otra parte, por la capacidad de las mismas cosas de recibir el cambio de lugar, porque en ellas: «se dan en los cuerpos más movimientos locales que los que proceden de sus formas; como el flujo y reflujo del mar, que no proceden de la forma substancial del agua, sino del influjo de la luna. Con mayor razón pueden proceder tales movimientos del influjo de substancias espirituales[12]. Como consecuencia: «Los ángeles, causando antes el movimiento local, pueden causar mediante él otros movimientos, sirviéndose para ello de agentes corpóreos, mediante los cuales producen tales efectos, como se sirve el herrero del fuego para ablandar el hierro»[13]. 541. ––¿En la limitación del dominio de los ángeles sobre los cuerpos están excluidos los milagros? ––Ni los ángeles buenos ni los malos pueden hacer milagros por ellos mismos, Sólo pueden realizar milagros, al igual que los hombres, como meros instrumentos de Dios. Se comprende, porque: «milagro es, propiamente, un hecho realizado fuera del orden de la naturaleza. Pero no basta para esto que se haga algo fuera del orden de una naturaleza particular; porque entonces, al lanzar una piedra hacia arriba, se haría un milagro, puesto que esto es fuera del orden de la naturaleza de la piedra. Se entiende por milagro aquello que se efectúa fuera del orden de toda la naturaleza creada». Es innegable que: «esto no puede hacerlo más que Dios; porque cualquier cosa que haga el ángel, o cualquier otra criatura, con su propio poder, cae dentro del orden de la naturaleza creada, y, por tanto, no es milagro. Es, pues, evidente que sólo Dios puede hacer milagros»[14]. De manera que si: «se dice que algunos ángeles pueden hacer milagros, o porque los hace Dios por su intercesión, como se dice también que los hacen los santos, o porque desempeñan algún ministerio al hacerse los milagros, por ejemplo, reuniendo las cenizas en la resurrección común o haciendo algo parecido»[15]. Nunca los hacen por su poder, porque: «aunque los ángeles pueden hacer algo fuera del orden de la naturaleza corpórea, nada pueden hacer, sin embargo, fuera del orden de toda la naturaleza creada; lo cual se requiere para el concepto de milagro»[16]. Santo Tomás deja muy claro que: «tomado el milagro en sentido estricto, no pueden hacerlos los demonios ni criatura alguna, sino sólo Dios; porque milagro propiamente es lo que se hace excediendo el orden de toda la naturaleza creada; y todo poder creado está contenido bajo este orden». Sin embargo, otras veces: «se entiende también por milagro, en sentido lato, aquello que sobrepasa el poder y la admiración de los hombres. Y en tal sentido pueden los demonios hacer milagros, es decir, cosas que admiran los hombres porque exceden su propio poder y conocimiento; pues incluso un hombre, al hacer algo que sobrepasa el poder y conocimientos de otros, le causa admiración, hasta el punto de hacerle creer que lo hace milagrosamente». No obstante, advierte Santo Tomás, que sorprenden, porque: «aunque tales obras de los demonios, que a nosotros nos parecen milagros, no llegan a la categoría de verdaderos milagros, son, no obstante, algunas veces cosas verdaderas y reales. Así, por ejemplo, los magos de Faraón hicieron por virtud de los demonios verdaderas serpientes y ranas (Cf. Ex 7, 11; 8, 7); “y cuando cayó fuego del cielo y en un abrir y cerrar de ojos consumió la familia y los ganados de Job, y la tempestad destruyó su casa y mató a sus hijos. Cosas que fueron hechos de Satanás –

como dice San Agustín–, no fueron meras alucinaciones” (San Agustín, La ciudad de Dios, XX, c. 19)»[17]. 542. ––Sostiene San Pablo que: «nosotros no tenemos que luchar contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires»[18]. ¿Por qué Dios permite este ataque de los ángeles malos a los hombres? ––Los demonios actúan en la vida de los hombres y la razón que da Santo Tomás es la siguiente: «en el plan de la Providencia divina entra el procurar el bien de los seres. Dios procura el bien de los seres superiores por medio de los inferiores. Dios procura el bien del hombre de dos maneras. Una,directamente, esto es siempre que alguien es atraído al bien o alejado del mal. Esto es hecho dignamente por los ángeles buenos», y, de una manera especial por los ángeles custodios. La otra manera que Dios hace el bien al hombre lo es, en cambio: «indirectamente, o sea, cuando alguno que es atacado se esfuerza en rechazar al adversario. Esta manera de procurar el bien del hombre fue conveniente que se llevara a cabo por medio de los ángeles malos, a fin de que, después de su pecado, no quedasen totalmente excluidos de colaborar en el orden del universo». De ello, se infiere que: «los demonios deben tener dos lugares de tormento: Uno por razón de su culpa: el infierno; otro por razón de las pruebas a las que someten a los hombres: la atmósfera tenebrosa». Sobre esta situación precisa Santo Tomás que: «la obra de procurar la salvación de los hombres durará hasta el día del juicio. Por lo tanto, hasta entonces deberá durar el ministerio de los ángeles y la función de los demonios». La acción realizada por los ángeles buenos es encargada por Dios, en cambio la de los ángeles es exclusivamente propia, aunque permitida por Dios. Concluye que, por ello: «hasta entonces nos serán enviados los ángeles buenos. Y hasta entonces estarán también los demonios en nuestro aire tenebroso para someternos a prueba; si bien algunos están ya en el infierno para atormentar a los que arrastraron al mal, como también hay ángeles que están en el cielo en compañía de las almas santas. Pero, a partir del día del juicio, todos los malos, hombres o ángeles, estarán en el infierno; y todos los buenos, en el cielo»[19]. También al comentar este versículo de San Pablo, nota Santo Tomás que los demonios: «son poderosos y grandes, y por eso tienen un gran ejército, contra el que tenemos que pelear». Además, se pregunta sobre este ejército de ángeles malos, que: «habiendo caído entreverados algunos de todos los órdenes angélicos, ¿por qué hace mención el Apóstol de estos órdenes, llamándolos demonios? Respondo: tres cosas hay que considerar en los nombres de los órdenes angélicos; porque en unos se atiende más al orden, en otros al poder, en otros al ministerio divino: así, por ejemplo en los nombres de Querubines, Serafines y Tonos, lo que hace al caso es su conversión a Dios; más siendo los demonios enemigo de Dios, no les cuadran estos nombre». Al igual que los nombres de los coros de la jerarquía suprema, lo mismo puede decirse de dos de la jerarquía media, porque: «las Virtudes y Dominaciones dicen orden al servicio de Dios, y, por consiguiente, tampoco estos nombres son apropiados a los demonios». Con relación a la jerarquía ínfima, tampoco: «los nombres como Ángeles y Arcángeles, dicen orden a un ministerio divino, y tampoco estos nombres les cuadran a los demonios, a no ser con el aditamento de “Satanás”». Sólo quedan dos, «que son comunes a buenos y malos, Principados y Potestades», el orden primero de la tercera jerarquía, y el tercero de la segunda jerarquía. La razón es porque los demonios: «son poderosos y grandes, y por eso tienen un gran ejército, contra el que tenemos que pelear»[20]. 543.

––¿Cómo es el ataque de demonios a los hombres?

––Explica Santo Tomás que: «en los combates de los demonios se deben considerar dos cosas, a saber: el combate mismo y su ordenación». En cuanto a lo primero, aclara que: «el combate procede ciertamente de la malicia del demonio, que por envidia trata de impedir el provecho de los hombres y por soberbia usurpa una semejanza del poder divino, sirviéndose de ministros determinados para combatir a los hombres, como los ángeles buenos están al servicio de Dios en determinados oficios para la salvación de los hombres». Respecto a lo segundo, expone lo siguiente: «el orden del mismo combate viene de Dios, que sabe usar ordenadamente de los males encaminándolos al bien. En cambio, por lo que se refiere a los ángeles buenos, tanto la guarda como el orden de la misma se han de atribuir a Dios como primer autor»[21]. El combate de los demonios a los hombres es de dos maneras. «La una, instigándolos a pecar; y cuando tientan de este modo no son enviados por Dios para combatir, si bien alguna vez se les permite por justos juicios de Dios». Para la exposición de la segunda, recuerda Santo Tomás lo ocurrido al final de la vida de Achab, rey de Israel, porque su muerte ignominiosa fue debida a las mentiras de los falsos profetas, movidos por un ángel maligno. La explicación es la siguiente: «La otra manera de combatir a los hombres es castigándolos, y para esto si son enviados por Dios, como fue enviado el espíritu falaz a castigar a Achab, rey de Israel, según se dice en la Sagrada Escritura (1 Re 22, 20 ss.); porque el castigo puede venir de Dios como de primer autor. No obstante, los demonios enviados para castigar castigan con intención distinta de aquella con que son enviados; porque ellos castigan por odio o envidia, mas Dios los envía en un plan de justicia»[22]. Sin embargo, nota finalmente Santo Tomás que: «Para que no haya desigualdad en la lucha, el hombre es confortado principalmente con el auxilio de la gracia de Dios y secundariamente con la guarda de los ángeles; viene a este propósito lo que decía Eliseo a su ministro: “No temas, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (2 Re 6, 16)»[23]. 544.

––¿En qué consiste la tentación diabólica?

––En el lenguaje corriente «tentar» tiene tres sentidos, dos de ellos relacionados, El primero es el de ser apetecido o deseado. Así, por ejemplo, se dice: «Esa comida me tienta». El segundo es el de inducir a hacer algo, que no es conveniente, pero que se muestra de manera que sea apetecible. Por ejemplo, «tentar a beber». El tercero, sin conexión directa con los anteriores, es el de «palpar», tocar algo para advertir su presencia o lo que es. En este tercer sentido, se utiliza especialmente el término cuando se refiere a algo, que no se puede ver, Para explicar lo que es la tentación en general Santo Tomás le da un sentido parecido a este último. «Tentar» sería «propiamente hacer examen de alguno a quien se le pone a prueba para descubrir algo acerca de él. El fin próximo, pues, del que tienta es saber». De este sentido se derivan otros dos específicos, porque: «a veces, se busca, además del saber, algún otro fin, bueno o malo». Tentar, por un fin bueno, se da «al intentar saber cómo es uno respecto de la ciencia o de la virtud con la intención de estimularle al bien». Hacerlo por un fin malo es, en cambio: «si se quiere saber esto mismo para engañarle o inducirle al mal». El hombre puede tentar con un fin malo, cuando intenta poner a prueba algún atributo de Dios para confirmar su existencia o por dudar de él. Por ello «se dice del hombre que unas veces tienta con el único fin de saber, y por eso se dice que tentar a Dios es pecado, porque el hombre presume al hacerlo; como dudando, explorar el poder de Dios». Lo hace asimismo con un fin malo, cuando instiga a otro hombre «para dañar». Por el contrario, el fin es bueno, si «el hombre tienta para ayudar» a otro.

Por tanto, el hombre puede tentar, en este sentido, con fines buenos y malos. En cambio: «el diablo tienta siempre para dañar, precipitando al pecado»[24]. San Pablo define, por ello, al diablo como «el tentador»[25]. Santo Tomás indica que: «el oficio del diablo es tentar»[26]. También que: «Este es el sentido en el que se dice que el tentar es oficio propio de los demonios, porque, aunque también el hombre alguna vez tienta de este modo, lo hace como ministro del demonio», al que imita. Por el contrario: «se dice que Dios tienta para saber, pero del modo en que se dice que viene El a saber lo que hace que otros conozcan. Así se dice en : “El Señor Dios vuestro os tienta a fin de que se haga manifiesto si le amáis” (Dt 13, 3s)”». Dios conoce las disposiciones del hombre, porque es omnisciente, si hace que se manifiesten es para que el mismo hombre las conozca. Por último, indica que en este sentido que le ha dado a la tentación: «la carne y el mundo se dice que tientan como instrumentos materialmente, es decir, en cuanto puede conocerse cuál sea el hombre por el hecho de seguir o de resistir a las concupiscencias de la carne o por despreciar las cosas prósperas y adversas del mundo, de las cuales se sirve también el demonio para tentar»[27]. Complementa esta doctrina sobre la tentación diabólica, el comentario de Santo Tomás a las palabras de San Pablo: «Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros»[28]. Escribe que el Apóstol con la expresión «fiel es Dios»: «quiere decir que Dios está preparado para acudir al tentado; donde a Dios lo hace valer como ayudador, por darnos el poder de resistir». Es patente que: «Dios, por darnos poder para no ser vencidos, gracia para merecer, y constancia para vencer, con toda verdad es fiel»[29]. 545. ––El ángel malo es el que instiga al hombre al mal, al pecado ¿Todos pecados del hombre son cometidos por tentación del demonio? ––De una manera directa: «el diablo no es causa de todos los pecados, porque no todos los pecados se cometen por instigación directa del diablo, sinoque algunos provienen del libre albedrío y de la corrupción de la carne», o naturaleza dañada por el pecado, que hace que tenga malas inclinaciones y malos deseos, «a los que acompaña gran desorden si no son frenados por la razón (…) pero el frenar y ordenar tales apetitos es materia del libre albedrío». El hombre, por consiguiente, para hacer el mal no necesita la acción directa del demonio. En cuanto a los pecados, que provienen directamente del demonio: «por su instigación, para consumarlos: “se dejan los hombres seducir en tal acto por el mismo estímulo por el que se dejaron los primeros padres”, como dice San Isidoro (Libros de las Sentencias, III, c. 5)». Sin embargo, de modo indirecto: «se debe decir que el diablo es causa de todos nuestros pecados, por haber instigado al primer hombre a pecar, de cuyo pecado se siguió en todo el género humano cierta inclinación a todos los pecados»[30]. 546. ––Además de las tentaciones, parece ser que, según lo dicho, hay otras formas posibles de la acción diabólica como «infestaciones», o actuaciones sobre cosas (casas, lugares, animales, etc.), «obsesiones diabólicas», o actuaciones más fuertes y continúas que la tentaciones («asedios», externos o internos, «influencias», sobre el cuerpo o sobre las facultades del alma, y las «sujeciones», o sometimientos deliberados) y «posesiones diabólicas», en las que el demonio entra en el cuerpo de la víctima y la maneja como un instrumento[31]. ¿El Aquinate trata estas acciones diabólicas?

––Antes de la redacción de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás había escrito, en el Comentario a las Sentencias, el artículo titulado «Si los demonios pueden entrar dentro del cuerpo de los hombres». A esta cuestión, responde en el mismo: «En virtud de su naturaleza, los ángeles buenos y malos tienen potestad para transponer nuestros cuerpos y también otros cuerpos naturales. Precisamente porque operan allí donde están, entran en nuestros cuerpos y hacen una impresión en las potencias que están unidas a los órganos, pues las modificaciones de tales potencias, como los sentidos, la imaginación y otras semejantes, se modifican al modificarse los órganos. Así pues, su operación resulta accidentalmente influyente en el intelecto, pues el objeto del intelecto es la imaginación, como el objeto de la vista es el color, según dice Aristóteles (Sobre el alma, III). Sin embargo, tal encadenamiento no llega hasta la voluntad, pues ni en cuanto al acto, ni en cuanto al objeto, depende de un órgano corpóreo; porque la voluntad recibe su objeto propio del intelecto, en tanto el intelecto aprehende algo bajo la razón de bien»[32]. Los demonios no pueden influir directamente iluminando el entendimiento humano como los ángeles buenos. Se comprende, si se tiene en cuenta que: «La parte interior del hombre es intelectiva y sensitiva. La parte intelectiva contiene el entendimiento y la voluntad. Pues bien, el entendimiento, por su propia inclinación, se mueve cuando algo lo ilumina en orden al conocimiento de la verdad. Esto ciertamente no lo intenta el demonio, sino más bien entenebrece la razón para que consienta al pecado. Esta tenebrosidad proviene de la imaginación o del apetito sensitivo. Luego toda la operación interior del demonio se ejerce sobre la imaginación y el apetito sensitivo, moviendo los cuales puede inducirnos a pecado, bien presentando a la imaginación alguna forma imaginaria, bien estimulando el apetito sensitivo a alguna pasión»[33]. Aunque los ángeles puedan influir en el entendimiento humano, al igual que los demonios, no pueden conocer los pensamientos del hombre, ya que no pueden penetrar en su alma. «Conocer los pensamientos del interior sólo es propio de Dios. Algunos de ellos los podrían conjeturar los ángeles a partir de los signos exteriores del cuerpo, por ejemplo, por el cambio del rostro –como se dice: “En el rostro del hombre se lee la voluntad secreta”– y por el movimiento del corazón, como por el tenor de las pulsaciones los médicos conocen las pasiones del alma»[34]. 547. ––Según algunos testimonios, a veces el poseso siente como dos espíritus que combaten en su cuerpo, su espíritu propio y el espíritu demoníaco. Si «dos espíritus creados no pueden estar en un mismo lugar»[35] ¿Cómo se explica está situación de la posesión? ––El alma espiritual y el espíritu angélico malo pueden estar en el mismo cuerpo, pero están de distinta manera. «El alma está en el cuerpo no como en un lugar, sino como la forma en la materia; por eso el alma y el demonio no ejercen influencia en el cuerpo del mismo modo; por lo tanto, pueden estar juntamente en el mismo cuerpo sin confundir las operaciones»[36]. Con más detalle, explica Santo Tomás: «Estar dentro de algo es estar dentro de sus términos. El cuerpo tiene unos términos de dos maneras: en cuanto a la cantidad y en cuanto a la esencia. Por tanto, el ángel, que obra dentro de los términos de una cantidad corpórea, penetra en el cuerpo, pero no de modo que esté dentro de los límites de su esencia, ni como una parte ni como un poder que da el ser –porque el ser viene sólo de Dios por creación–. Mas la substancia espiritual no tiene términos de cantidad, sino sólo de esencia; y por eso sólo entra en ella el que da el ser, a saber, Dios creador, quien tiene una acción intrínseca en orden a la esencia; pero las otras operaciones son añadidas a la esencia; por eso no se dice que el ángel que ilumina está en el ángel y en el alma, sino que obra desde fuera»[37]. No obstante, dado que los demonios tientan con malos pensamientos e incitan al mal parece que penetren en el entendimiento y en la voluntad. No es así, en primer lugar, porque, aunque: «los ángeles malos introducen malos pensamientos, como ya se ha dicho, a saber, dando luz a

las imágenes, para que según las distintas mezclas de ellas, puedan surgir nuevos conceptos. Sin embargo, el intelecto no está constreñido a recibirlas, porque para un conocimiento actual, además del objeto y de la potencia que conoce, se exige la intención del que conoce». Indica Santo Tomás que: «Los ángeles buenos, también pueden imprimir algo directamente en el intelecto, porque según San Agustín (La ciudad de Dios, IX, 10, 16), obran en nuestras inteligencias de diversos modos maravillosos. Esto ocurre en cuanto que la luz de nuestro intelecto agente es reforzada por la luz intelectual de los ángeles buenos». Por el contrario, añade: «no ocurre con los ángeles malos, porque aunque su luz natural es más eficaz que nuestra luz intelectual, no han sido perfeccionados por la luz de la gracia, sino que están dentro de las tinieblas de la culpa, y por esto no tienden a cambiar el juicio de nuestra razón, confirmándolo con una luz intelectual, sino que nos muestran cosas por las que seamos engañados, lo cual hacen iluminando las imágenes»[38]. En segundo lugar, tampoco los demonios invaden la voluntad humana. Ciertamente: «Los demonios son llamados incentivadores, en cuanto hacen hervir la sangre, y así disponen el alma para la concupiscencia –al igual que algunos alimentos excitan la lujuria». Sin embargo: «Influir en la voluntad es propio sólo de Dios, y la razón es la libertad de la voluntad, que es dueña de sus actos, y no es obligada por el objeto, al modo como el intelecto es obligado por la demostración. De lo cual queda claro que los demonios influyen en las imágenes, los ángeles buenos en ele entendimiento y sólo Dios en la voluntad». Por todo ello, la Iglesia pide a Dios que nos defienda de las asechanzas del demonio, tal como se reza en la letanía de los santos –«De las insidias del diablo. Libramos señor»–; o en la oración que se rezaba al final de la Misa –«San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén»–. Eudaldo Forment

[1] Santo 82.

Tomás

de

Aquino, Suma

[2] Ibíd. Véase: ibíd. III, c. 78. [3] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 110, a. 1, ob. 2. [4] Ibíd. I, q. 110, a. 1, ad. 2. [5] Ibíd., I, q. 110, a. 1, in c. [6] Ibíd., I, q. 110, a. 2, in c. [7] Ibíd., I, q. 110, a. 4, ad 3. [8] Ibíd., I, q. 114, a. 4, in c.

contra

gentiles,

III,

c.

[9] Ibíd., I, q. 110, a. 2

, ad 3.

[10] Hch 8, 39-40 [11] Santo Tomás DE AQUINO, Suma teológica , I, q. 110, a. 3, ad 3. [12] Ibíd., I, q. 110, a. 3, ad. 1. [13] Ibíd., I, q. 110, a. 3, ad. 2 [14] Ibíd., I, q. 110, a. 4, in c. [15] Ibíd., I, q. 110, a. 4, ad 1. [16] Ibíd., I, q. 110, a. 4, ad 4. [17] Ibíd., I, q. 114, a. 4, in c. [18] Ef 6, 12. [19] Santo Tomás DE AQUINO, Suma teológic , I, q. 64, a. 4, in c. [20] ÍDEM, Lectura a la Epístola de San Pablo a los Efesios, c. VI, lec. 3. [21] Santo Tomás DE AQUINO, Suma teológica, I, q. 114, a. 1, in c. [22] Ibíd., I, q. 114, a. 1, ad 1. [23] Ibíd., I, q. 114, a. 1, ad 2. [24] Ibíd., I, q. 114, a. 2, in c. [25] Tes 3, 5. Véase: Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 114, a. 2, sed c. [26] Santo Tomás, Comentario a la Epístola de San Pablo a los tesalonicenses, c. III [27] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 114, a. 2, in c. [28] 1 Co 10, 13. [29] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. X, lec. 3. [30] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 114, a. 3, in c. [31]Véase: Gabriele Amorth, Habla un exorcista, Barcelona, Planeta, 1998; y Teresa Porqueras, Cara a cara con Satanás, Vivencias de Fray Juan José Gallego Salvadores, O.P., Alcoletge (Lérida), Apostroph, 2016. [32] Santo tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, in c. [33] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 80, a. 2, in c. [34] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 5. [35] Ibíd., In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ob. 2. [36] Íbid., In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 2. [37] ÍDEM, In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 3. [38] ÍDEM, In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 6.

L. Los astros y las facultades humanas 548. ––Después de los siete capítulos, dedicados al modo que se ejecuta el orden de la providencia divina, ¿qué es lo que estudia a continuación el Aquinate sobre la providencia? ––En los siguientes capítulos, Santo Tomás se ocupa de examinar si, además de las substancias espirituales, gobiernan al hombre otras substancias. Antes en un capítulo, a modo de epílogo de los anteriores, recuerda que: «Acerca de la inquisición del orden que se ha de imponer a las cosas, podemos colegir que Dios lo dispone todo por si mismo (…) Sin embargo, en cuanto a la ejecución, administra las cosas inferiores por las superiores: las corporales por las espirituales (…) Y los espíritus inferiores, administrados por los superiores (…) Administra también los cuerpos inferiores por los superiores»[1]. Los cuerpos superiores, o «cuerpos celestes», como todo lo corpóreo, están compuestos de materia, pero considera Santo Tomás que están en la escala de los entes en un grado superior dentro del nivel de los cuerpos. Esta tesis, que parece sorprendente se explica, porque, como notaba el dominico Jesús Valbuena, al ocuparse de esta temática: «habla el santo Doctor según los conocimientos y el estado de las ciencias físico-químicas y físico-biológicas y astronómicas de su tiempo». Entonces sostenían estas ciencias que: «los cielos no estaban sujetos a otro movimiento que el circular; estaban exentos de generación y de corrupción substanciales, lo cual equivale a decir que eran ingénitos, y, por tanto, según la filosofía cristiana no podían haber venido a la existencia sino por creación inmediata y particular de Dios, ni podían dejar existir sino por aniquilación igualmente de Dios; se componían no de los mismos cuatro elementos –aire, fuego, agua y tierra– que los demás cuerpos, sino de una materia alambicada (aquilatada o reducida), más fina y delicada,» Además de estas tres características, en los cuerpos celestes, se daban dos más, relacionadas con su actividad, porque, por un lado: «tenían un influjo o causalidad universal sobre todos los otros cuerpos y sobre los agentes materiales inferiores, no sólo en la ontogénesis del mundo inorgánico, sino incluso en todos los fenómenos de biogénesis terrestre». Por otro, porque: «en cuanto causas universales o análogas, podían producir efectos análogos o equívocos, de distinta naturaleza que ellos, de un modo semejante, en su orden, a como los produce la Primera Causa»[2]. En cambio, en relación a las tres primeras propiedades: «hoy sabemos que los cuerpos celestes, según lo que entendían los antiguos por ellos, son susceptibles de toda clase de movimiento corporal; que son corruptibles y generables como cualquier otro cuerpo; que se componen de los mismos elementos simples que los cuerpos terrestres»[3]. Tampoco son aceptables las otras dos, porque: «sabemos también que no tienen más influjo en los fenómenos terrestres de ontogénesis o biogénesis que el de proporcionar las condiciones atmosféricas propicias para el desenvolvimiento de dichos fenómenos, como efecto de sus propias causas terrestres». En cuanto a la «supuesta causalidad universal y a la producción de efectos análogos», igualmente es sabido que: «ninguno de los agentes creados produce estrictamente la entidad de sus verdaderos efectos, es decir, ni la materia ni la forma. La materia la suponen siempre y la forma la sacan de la materia o, a lo sumo, hacen que se produzca por Dios, como en el caso del alma humana. Lo único que tales agentes producen inmediatamente con su acción es el fieri, el hacerse, la unión de la materia y la forma, y esto es también lo único que pueden deshacer»[4].

549. ––¿Cómo explica el Aquinate la «administración» de los cuerpos inferiores por los cuerpos superiores celestes o astros? ––En el capítulo siguiente, advierte Santo Tomás que: «los cuerpos celestes no pueden ser causa de cuanto se refiere al entendimiento»[5]. Para comprender la importancia de esta tesis, deben tenerse en cuenta tres observaciones de Valbuena. En primer lugar, que, sobre el «desconocimiento» de los medievales sobre la naturaleza y el obrar de los cuerpos celestes de los medievales: «No debemos extrañarnos de ello. Ni esto debilita nada las argumentaciones del Santo en lo que substancialmente se refiere a la finalidad» de estos capítulos y otros paralelos de otras obras. No hay que olvidar que: «El Santo Doctor no tiene propiamente una misión ni un carácter científicos, en el sentido actual de este calificativo; la misión y carácter del Santo son preferentemente metafísico-teológicos, es decir, de sabio natural en el concepto de Aristóteles y, a la vez, de sabio sobrenatural en el sentido cristiano». Se nota siempre, en sus escritos, que: «las explicaciones estrictamente científicas son para el Santo, incluso en el orden de conocer, medios, no fines; cuando en sus obras teológicas echa mano de tales explicaciones, suelen ser éstas ejemplos, no razones; de ordinario son prestadas ocasionalmente por la ciencia de su tiempo, no producto de sus investigaciones personales. Como ejemplos para el orden metafísico-teológico, no pierden a veces nada de su valor cognoscitivo tales explicaciones o concepciones científicas, aunque sean objetivamente falsas e infundadas; pues el Santo quiere decir que se han de entender y concebir las explicaciones metafísico-teológicas algo así como se concebían o entendían en su tiempo tales explicaciones científicas»[6]. Por ello, sus doctrinas suprafísicas –metafísicas o teológicas– no se basaban en las explicaciones físicas de su época. En segundo lugar, observa Valbuena que: «Las deficiencias, por tanto, de un orden puramente científico no eran tanto deficiencias de Santo Tomás, o de cualquiera de los grandes escolásticos medievales, cuanto de los científicos de su tiempo». Por último, nota que, por ello : «en lugar de extrañarnos del carácter embrionario y de las inexactitudes de sus conocimientos científicos, quizá fuese más digno y equitativo admirarnos de la actitud auténticamente científica que ellos, particularmente el Angélico, mostraron siempre y del éxito con que frecuentemente actualizaron esta actitud, a pesar de los escasos y rudimentarios medios materiales de que disponían para la experimentación y la investigación científicas»[7]. 550. ––¿Cómo prueba el Aquinate esta primera tesis sobre la acción de los cuerpos celestes o astros? ––Se prueba, porque, como se ha demostrado: «según el orden de la divina providencia los cuerpos superiores rigen y mueven a los inferiores. Es así que el entendimiento está naturalmente por encima de todos los cuerpos, según se ha dicho (II, c. 49 y ss.). Luego es imposible que los cuerpos celestes actúen directamente sobre el entendimiento. Por tanto, no pueden ser por sí causa de cuanto se refiere al entendimiento». Además, en ese mismo lugar citado, se demostró, por una parte, que: «el entendimiento no es cuerpo ni potencia corporal», y, por otra parte, que: «es necesario que todo lo que recibe el influjo de un cuerpo sea cuerpo o alguna potencia corporal». Por consiguiente: «es imposible que los cuerpos celestes influyan directamente en el entendimiento». 551. ––Como en otras cuestiones, ¿proporciona el Aquinate otros argumentos?

––Para reforzar esta nueva tesis acude Santo Tomás a lo que han sostenido los filósofos sobre esta cuestión. «Los antiguos filósofos naturalistas, como Demócrito, Empédocles y otros, afirmaron que el entendimiento no se diferencia del sentido (…) De esto resultaba que, como el sentido es una cierta potencia corporal obediente a la mudanza de los cuerpos, el entendimiento también sería igual. Por eso, dijeron que, como la mudanza de los cuerpos inferiores responde a la de los superiores, la operación intelectual responde al movimiento de los cuerpos celestes». Observa a continuación que: «Esto dio origen también a la opinión de los estoicos, quienes decían que el conocimiento intelectual era causado en nosotros por la impresión de la imágenes de los cuerpos en nuestras mentes, como en un espejo o en una página, que recibe las letras impresas sin hacer nada por su parte. Lo refiere Boecio en La consolación de la filosofía (V, m. IV, c.11). En conformidad con esta sentencia seguíase que nuestras nociones intelectuales se nos imprimirían principalmente por la influencia de los cuerpos celestes. De aquí que los estoicos fueron los primeros en sostener que la vida de los hombres es guiada por cierta necesidad fatal». Se advierte: «la falsedad es esta tesis, ya que, como dice Boecio, en este mismo lugar; el entendimiento compone y divide, y compara lo supremo con lo ínfimo, y conoce los universales y las formas simples, que no se hallan en los cuerpos; lo cual demuestras que el entendimiento, no es solamente un recipiente de las imágenes de los cuerpos, sino que tiene una potencia superior a ellos, pues el sentido externo, que únicamente recibe las imágenes de los cuerpos, no alcanza a realizar todo ello». Ningún sentido puede juzgar, razonar y concebir, tal como hace el entendimiento. Después de los materialistas: «todos los filósofos posteriores, que distinguían entre entendimiento y sentido, atribuyeron la causa de nuestra ciencia a las cosas inmateriales y no a determinados cuerpos. Platón, por ejemplo, puso como causa de nuestra ciencias las «ideas»; Aristóteles, en cambio, el «entendimiento agente». De este examen histórico sobre el conocimiento intelectual se desprende que: «el suponer que los cuerpos celestes son causa de que entendamos es seguir la opinión de quienes sostenían que el entendimiento no se diferencian del sentido». La patente falsedad de esto último revela, por tanto, que: «es claramente falso afirmar que los cuerpos celestes son causas directas de nuestro entender». Lo mismo se sigue de la Sagrada Escritura, porque: «atribuye también la causa de nuestro entender, no a cuerpo alguno, sino a Dios. En el Libro de Job se lee: «Ninguno dijo: ¿Dónde está el Dios que me hizo, que dio canciones en la noche, que Él nos da inteligencia mayor que a las bestias de la tierra y nos hace más sabios que a las aves del cielo? (Job, 35, 10-11); y en los Salmos: «El que da al hombre la sabiduría» (Sal, 93, 10)». 552. ––¿Los astros no influyen de ningún modo en el intelecto del hombre? ––Advierte Santo Tomás que: «aunque los cuerpos celestes no pueden ser directamente causa de nuestra inteligencia, en cambio influyen algo indirectamente». La razón es porque: «aunque el entendimiento no es una potencia corporal, sin embargo, en nosotros no puede efectuarse la operación intelectual sin la cooperación de las potencias corporales, que son la imaginación, la memoria y la cogitativa, según se ha dicho (II, c, 68)»[8]. Todas las sensaciones se reciben en el denominado sentido común. «Se llama «común» este sentido interno, no por una atribución genérica, como si fuera un género, sino en concepto de raíz y principio común de los sentidos externos»[9]. Además, por un lado: «a su retención y conservación se ordena la «fantasía» o «imaginación», que son una misma cosa. La fantasía o imaginación es, en efecto, como un depósito de las formas

recibidas por los sentidos». Por otro: «a la percepción de las intenciones no recibidas por los sentidos se ordena la «estimativa». Estas intenciones o contenidos cognoscibles, que se refieren a la utilidad o nocividad, que puede ser lejana, con relación a su sujeto, son percibidas por esta facultad sensible Respecto a este último sentido interno: «en cuanto a las formas sensibles, no hay diferencia entre el hombre y los animales, pues del mismo modo son modificados por los objetos sensibles exteriores. Pero si hay diferencia en cuanto a esas intenciones especiales; pues los animales las perciben tan solo por cierto instinto natural, mientras que el hombre las percibe también mediante una cierta deducción. De aquí que la llamada en los animales estimativa natural se llame en el hombre «cogitativa», la cual descubre esta clase de representaciones por medio de una cierta comparación. Por eso se le llama también «razón particular», a la cual los médicos le asignan un determinado órgano, que es la parte media de la cabeza, y confronta estas intenciones particulares como la facultad intelectiva confronta las universales». Por último, en cuanto a todas las imágenes o intenciones sensibles, se ordena: «a su conservación, la «memoria», que es una especie de archivo de tales intenciones. Prueba de ello es que los animales empiezan a recordar partiendo de alguna de ellas, de lo que les es nocivo o conveniente. Incluso la razón de pasado, que considera la memoria, se computa entre ellas». También en este sentido interno: «no sólo tiene el hombre memoria, como los demás animales, por el recuerdo súbito de lo pasado, sino también «reminiscencia», con la cual inquiere como si fuese por silogismos el recuerdo de lo pasado con respecto a la intenciones individuales»[10], a la propia interioridad intelectiva y volitiva. La cogitativa, cuyo acto «consiste en comparar, aunar y separar» y la reminiscencia que «consiste en emplear una especie de silogismo inquisitivo»[11], no son dos facultades o potencias distintas de la estimativa y la memoria. «La excelencia de la cogitativa y de la memoria en el hombre no estriba en lo que es propio de la parte sensitiva, sino en cierta afinidad y proximidad a la razón universal que de algún modo refluye sobre ellas. Por consiguiente, no son facultades distintas, sino las mismas, aunque más perfectas que en los demás animales»[12]. La imaginación, la memoria y la cogitativa son necesarias, aunque sean corporales, para que pueda entender el hombre «Y esto es tal, que impedidas las operaciones de estas potencias por alguna imposición corporal, se impide también la operación intelectual, como se ve en los frenéticos (locura furiosa) y letárgicos (somnolencia profunda por enfermedad nerviosa), y otras enfermedades parecidas». Así se explica que: «la buena disposición del cuerpo humano hácelo apto par bien entender, ya que por ella se robustecen dichas potencias». Además: «la disposición del cuerpo humano está sujeta a los movimientos celestes»[13]. Para apoyar esta tesis de la influencia de los cuerpos celestes en la idoneidad del cuerpo y, por tanto, en el fortalecimiento de los sentidos, Santo Tomás cita estas palabras de San Agustín: «No podemos calificar de totalmente absurda la teoría de algunas diferencias únicamente corporales debidas a ciertos flujos siderales. Véase, por ejemplo, cómo por el acercamiento y lejanía del sol varían las estaciones del año, como los crecientes y menguantes de la luna originan el aumento y merma de ciertas cosas; como los erizos y algunos moluscos. También se debe a la luna el curioso hecho de las mareas»[14]. Puede, por todo ello, concluirse: «los cuerpos celestes cooperan indirectamente a la bondad de la inteligencia. Y así como los médicos pueden juzgar de la bondad del entendimiento por la complexión corporal, tomada como disposición próxima, así lo puede también el astrólogo,

tomando los movimientos de los cuerpos celestes como causa remota de tal disposición»[15], y está sería su única influencia indirecta y muy lejana en el buen funcionamiento del entendimiento. 553. ––¿Los astros influyen en la voluntad humana? ––Declara Santo Tomás, al iniciar el capítulo siguiente de la Suma contra los gentilesque: «Los cuerpos celestes no son causa de nuestras voliciones ni de nuestras elecciones». Se sigue de lo ya dicho, porque: «si los cuerpos celestes no pueden influir directamente en nuestro entendimiento, como se demostró (III, c. 84) tampoco podrán influir directamente en nuestra voluntad». No pueden hacerlo, porque: «En nosotros, toda elección y volición actual es causada inmediatamente por la aprehensión inteligible, porque el bien entendido es el objeto de la voluntad, como se patentiza en el libro de Aristóteles Sobre el alma (III, c. 10) y, por esto, toda malicia en elegir supone un fallo en el juicio del entendimiento acerca de un objeto particular de tal elección, según manifiesta también Aristóteles en la Ética (VII, c. 3). Si, pues, los cuerpos celestes no son causa de nuestra inteligencia, tampoco lo serán de nuestra elección». Otro de los argumentos que da para probar que los cuerpos celestes tampoco influyen directamente en la voluntad, ni, por tanto, son la causa propia de nuestras elecciones, pero con una argumentación externa a las facultades superiores, es el siguiente: «el hombre es por naturaleza «animal político, o social» (Aristóteles, Ética, I, c. 5). Evidéncialo el hecho de que un hombre no se basta si vive solo, puesto que la naturaleza en pocas cosas le proveyó suficiente; diole la razón por la que pueda procurarse todo lo necesario para vivir, como son la comida, el vestido y cosas parecidas, para cuya producción no basta un solo hombre. Por eso el hombre vive en sociedad por imposición de la naturaleza. Más el orden de la divina providencia no quita a una cosa lo que le es natural, antes bien provee a cada cual en conformidad con su naturaleza, según consta por lo dicho (III, c. 71). Luego por el orden de la providencia no está el hombre ordenado de modo que la vida social desaparezca. Desaparecería, en cambio, si nuestras elecciones provinieran de las influencias de los cuerpos celestes, como ocurre con los instintos naturales de los demás animales». 554. ––Al igual que al entendimiento, por lo menos ¿los astros influyen en algo indirectamente en la voluntad? ––Después de negar que los cuerpos celestes sean la causa de los actos voluntarios y libres y ofrecer varios argumentos para probarlo, precisa Santo Tomás: «aunque los cuerpos celestes no sean directamente causa de nuestras elecciones, como si influyeran directamente en nuestras voluntades, pueden ser, no obstante, causa ocasional indirectamente, en cuanto que tienen influencia sobre los cuerpos». Considera que esta influencia indirecta y ocasional puede darse de dos modos. «Primero, cuando la influencia de los cuerpos celestes en los cuerpos exteriores es para nosotros ocasión de alguna elección; por ejemplo, cuando por disposición de los cuerpos celestes se enfría el aire intensamente, elegimos calentarnos al fuego u otras cosas en consonancia con el tiempo». También el segundo tiene poca importancia, porque no determinan a la voluntad. Se da: «cuando los cuerpos celestes influyen en nuestros cuerpos, por cuyo cambio despiertan en nosotros algunos movimientos pasionales; o nos sentimos dispuestos por su influencia para ciertas pasiones, como los coléricos se inclinan a la ira; o también cuando por su influencia se produce en nosotros cierta disposición corporal que es ocasión de alguna elección, como cuando, al enfermar, elegimos tomar una medicina».

Queda otro caso, que expone Santo Tomás, según las creencias de su época sobre la relación de ciertos trastornos mentales con los astros, pero que tampoco afecta a la libertad, porque añade: «a veces, los cuerpos celestes son también causa del acto humano, en cuanto que algunos a consecuencia de una indisposición corporal, se han vuelto locos, y así privados de la razón. En estos casos no hay propiamente elección, pues se mueven por algún instinto natural, como los animales». Insiste finalmente Santo Tomás que, en todos estos casos: «es evidente y experimentalmente conocido que tales ocasiones, tanto externas como internas, no son causa necesaria de elección, porque el hombre puede mediante la razón resistirlas o secundarlas. No obstante, son muchos los que siguen los impulsos naturales, y pocos, sólo los sabios, quienes no siguen las ocasiones de obrar mal ni los impulsos naturales»[16]. A continuación acude a la ciencia de su tiempo con la cita al libro de aforismos de astrología Centiloquium, que, en su época, se atribuía a Claudio Ptolomeo, el astrónomo de Alejandría, del siglo II de nuestra era, autor del famoso Almagesto, muy seguido y aceptado totalmente en la Edad Media en astronomía y geografía. Considera que confirma su posición, porque escribe: «Dice Ptolomeo, en el Centiloquium, que: »El alma sabia colabora con la obra de las estrellas» (Sent. 8); que «El astrólogo no puede juzgar de la influencia de los astros si no conoce bien la capacidad del alma y el temperamento natural» (Sent. 7); y que «El astrólogo ha de pronosticar vagamente, sin detallar (sent. 1)»[17]. Se explican estos tres aforismos, añade, porque: «la influencia de los astros surte su efecto en todos los que no resisten a su propia inclinación corporal, pero no se da en este o en aquel que, por ventura, resiste mediante la razón a la inclinación natural»[18]. 555. ––¿Explica Santo Tomás la extendida creencia medieval en las obras de astrología de Ptolomeo? ––En la Suma teológica, sobre la valoración de la astrología de Ptolomeo, casi tanta como sus obras de astronomía, cuyo tratado del universo, expuesto en el Almagesto, estuvo vigente hasta el siglo XVI, da la siguiente razón:«Son muchos los hombres que siguen las pasiones, que son movimientos del apetito sensitivo, en las cuales pueden influir los cuerpos celestes. En cambio, son pocos los sabios que las resisten. Esta es la razón por la que los astrólogos pueden predecir la mayoría de las veces cosas verdaderas. Y más si dicen generalidades». En cambio: «No sucede así si hablan pormenorizando, porque siempre queda la posibilidad de que cualquier hombre resista a las pasiones por su libre albedrío. Hay que tener presente que los mismos astrólogos afirman que «el hombre sabio domina a lo astros» (Ptolomeo, Centiloquium, Sent. 5) al dominar sus pasiones»[19]. Más adelante[20], Santo Tomás completa esta razón con la que daba San Agustín: «Hemos de confesar que cuando dicen los astrólogos cosas verdaderas las dicen por cierto instinto ocultísimo que inconscientes reciben en las mentes humanas. Y cuando esto está destinado a engañar a los hombres es obra del espíritu seductor, a quien se le permite conocer algunas verdades sobre las cosas temporales». Concluía que: «el buen cristiano se ha de apartar, y sobre todo cuando dicen verdad, ora de los astrólogos, ora de cualquier impío adivino, no sea que por la comunicación con los demonios, engañada el alma, se enrede en algún pacto amistoso»[21]. 556. ––Los astros no determinan los actos propios del hombre, racionales y voluntarios libres. ¿Lo hacen, no obstante, en las acciones de los otros cuerpos?

––Declara también Santo Tomás que: «Los cuerpos celestes no sólo no imponen necesidad alguna a la elección humana, sino que tampoco producen necesariamente efectos físicos de los cuerpos inferiores». Argumenta: «Con muchas cosas contingentes no puede hacerse una necesaria, porque, si un contingente cualquiera puede fallar de suyo en su efecto, de igual modo pueden fallar todos los demás. Más consta que cuantas cosas se producen en los cuerpos inferiores por influencia de los superiores son contingentes. Luego la conexión de cuanto acontece en ellos por influencia de los cuerpos celestes no es necesaria, ya que es evidente que cualquiera de sus efectos puede ser impedido». Al final del capítulo, se encuentra otra cita a Ptolomeo, en esta ocasión la obra Quadripartitum, uno de los más famosos manuales de astrología. Escribe Santo Tomás: «También dice Ptolomeo: «Además, no debemos pensar que las cosas superiores suceden inevitablemente, como cuanto acaece por disposición divina, que no es posible evitar, y que se realiza infalible y necesariamente» (I, c. 11)»[22]. No es posible negar nunca el libre albedrío del hombre, porque incluso, tal como indica en el capítulo siguiente, no se puede desde la doctrina de Avicena, que consideraba que: «los cuerpos celestes son animados». De esta afirmación infería el filósofo musulmán que: «al ser el movimiento celeste movimiento del alma y del cuerpo celeste, así como en cuanto es movimiento del cuerpo tiene poder de transformar los cuerpos, en cuanto lo es del alma, tendrá poder de influir en nuestras almas, siendo en consecuencia, causa de nuestras voliciones y elecciones». Podía así sostener que: «los movimientos de los cuerpos celestes sean causas de nuestras elecciones, pero no ocasionales solamente, como antes se dijo (III, c. 85)». Añade Santo Tomás que: «esta opinión es irracional, pues todo efecto, que procede de su causa eficiente mediante un instrumento, debe guardar proporción con el instrumento y también con el agente, porque no nos servimos de cualquier instrumento para cualquier efecto, debido a que no puede hacerse una cosa mediante instrumento, si la acción de éste no es capaz». Así se explica que: «la acción del cuerpo no es capaz de llegar a cambiar el entendimiento y la voluntad, según se demostró (III, c. 84 y ss.), a no ser accidentalmente, a causa de un cambio corporal, como se dijo (Ibíd.). Según Avicena, el agente sería inmaterial al igual que el efecto, el alma humana, pero el instrumento sería material por ser el cuerpo celeste. «Luego es imposible que el alma del cuerpo celeste –de ser animado– influya en el entendimiento y en la voluntad mediante el movimiento de dicho cuerpo»[23]. 557. ––Insiste el Aquinate, en el siguiente capítulo, frente a la filosofía musulmana, que: «no se ha de creer que las almas celestes –dado que se den (II, c. 70)- o cualesquiera otras substancias intelectuales separadas pueden dirigir nuestra voluntad o ser causa de nuestra elección». ¿Tampoco Dios puede ser causa directa de los actos libres de la voluntad humana? ––Sostiene Santo Tomás en este mismo capítulo, que: «ninguna substancia creada se une al alma intelectual en lo interno, sino sólo Dios, que es la causa única de su ser y quien la mantiene en el mismo». Por ello, afirma: «sólo Dios puede ser causa del movimiento voluntario». Para probarlo, comienza con la siguiente observación: «lo violento se opone al movimiento natural y voluntario, porque estos dos movimientos han de partir de un principio intrínseco». De ahí que: «nada extrínseco puede mover sin violencia al cuerpo natural, a no ser accidentalmente, como quien quita el obstáculo; que más bien es servirse del movimiento o de la acción que causarlos».

Se puede concluir, por tanto, que: «sólo podrá causar el movimiento de la voluntad aquel agente que, sin violencia, produce el principio intrínseco de tal movimiento, que es la potencia de la voluntad. Y tal agente es Dios, creador único del alma, como se ha demostrado (III, c. 87). Por tanto, únicamente Dios puede mover sin violencia y como agente nuestra voluntad». Añade Santo Tomás que: «Por esto se dice en la Escritura: «El corazón del rey es corriente de agua a mano del Señor, y lo hace girar hacia donde quiere» (Prov 21, 1) . Y en otro lugar: «Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Fil 2, 13)»[24]. 558. ––¿La causación divina de los movimientos de la voluntad no le privan de su carácter libre? ––Se trata esta cuestión en el capítulo siguiente, al aludir a posiciones pelagianas y semipelagianas, en esta observación: «Algunos no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades. Y así decían que «Dios causa en nosotros el querer y el obrar», en cuanto que causa en nosotros el poder de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello». De ello, se seguía que: «la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores». Toda esta Interpretación es errónea, porque nota seguidamente Santo Tomás: «está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en ella: «todas nuestras obras las has obrado en nosotros, Señor» (Is 26, 12). Luego no sólo recibimos de Dios el poder de querer, sino también la operación». En el versículo citado de Proverbios, añade Santo Tomás que: «Salomón dice lo mismo: «lo hace girar hacia donde quiere» (Pr 21, 1), ya que «manifiesta que la causalidad divina se extiende no sólo al poder de la voluntad sino también a su mismo acto». Se puede también probar, desde la necesidad de la moción divina, porque: «Dios no solo da el poder a las cosas, sino que incluso ninguna puede obrar por propia virtud si no obra en virtud de Dios, como se demostró (III, cc. 67, 70)». Se sigue de ello que: «el hombre no puede valerse de la potencia de la voluntad que se le ha conferido si no es en su virtud de Dios». Además, como: «aquello por cuyo poder obra un agente es causa no sólo del poder, sino también del acto», así se advierte en cualquier instrumento, que actúa por el poder del artífice, que aunque no lo haya hecho, recibe del mismo la aplicación del acto que realiza. Por consiguiente, debe a firmarse que: «Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer»[25]. El querer libre no es nunca destruido por Dios, sino que es su causa, es quien lo produce, aunque no por esto deja de ser auténtica y verdadera la libertad de la voluntad, porque la moción de Dios es tan poderosamente eficaz que puede mover a la voluntad creada de manera que actúe de modo libre. Se puede así concluir con Santo Tomás: «Si la voluntad de Dios es eficacísima, se sigue que no sólo se producirá lo que Él quiere, sino también el modo que el quiera que se produzca»[26], de modo necesario o contingente, o también de modo libre. Lo confirman estas palabras de la Escritura: «¿Quién podrá decir que una cosa sucede sin que la disponga el Señor?»[27]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 83.

[2] Jesús Valbuena, Introducciones al “Tratado del gobierno del mundo” (Suma teológica, I, q. 103-119), en Suma teológica, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1959, vol. III (2º), p. 981. [3] Ibíd., pp. 981-982. [4] Ibíd., p. 982. [5] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 84. [6] Jesús Valbuena, Introducciones al “Tratado del gobierno del mundo”, op. cit., p. 982. [7] Ibíd., p. 983. [8] SANTO TOMÁS DE AQUINO, III, c. 84. [9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 78, a. 4, ad 1. [10] Ibíd., I, q. 78, a. 4, in c [11] Ibíd., I, q. 78, a. 4, ob. 5. [12] Ibíd., I, q. 78, a, 4, ad 5. [13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 84. [14] San Agustín, La ciudad de Dios, V, c. 6. [15] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, III, c. 84. [16] Ibíd., III, c. 85. En la Suma teológica queda sintetizad toda esta doctrina sobre el influjo de los cuerpos celestes del siguiente modo: 1. «Los cuerpos celestes obran en los cuerpos terrestres directamente y por sí mismos». 2. «En las potencias del alma que funcionan mediante órganos corpóreos obran directa, pero accidentalmente». 3. Como dice San Juan Damasceno: “Los cuerpos celestes de ningún modo son causa de los actos humanos” (La fe ortodoxa, II, c. 7)». Hay que precisar, sin embargo, que: Las influencias de los cuerpos celestes pueden llegar, indirecta y accidentalmente, hasta el entendimiento y la voluntad». 4. También, además, que tal influencia: «es menos efectiva respecto a la voluntad, causa inmediata de los actos humanos» (Suma teológica, I, q. 115, a, 4, in c. y sed c.). [17] IDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 85. Al final del capítulo anterior, después de afirmar la eventual cooperación indirecta de los cuerpos celestes sobre la inteligencia humana, también observa: «Y de este modo puede ser verdad lo que dice Tolomeo en el Centiloquium: “Cuando Mercurio se encuentra en alguna de las moradas de Saturno, da inteligencia capaz de penetrar las cosas, haciendo robusto a quien entonces nace” /Sent. 38)». (III, c. 84). [18]Ibíd., III, c. 86. [19] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 115, a. 4, ad. 3. [20] Véase: Ibíd., I-II, q. 9, a. 5, ad 3. [21] San Agustín, Del Génesis a la letra, II, c. 17, 37. [22] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 86. [23] Ibíd., III; c. 87. [24] Ibíd., III, c. 88. [25] Ibíd., III, c. 89.

[26] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 8, in c. [27] Lm 3, 37

LI. La buena suerte y la fatalidad 559. ––En capítulos anteriores, se ha probado que: «las elecciones y los movimientos de la voluntad son inmediatamente dispuestos por Dios», porque los causa. «Por el contrario, el conocimiento humano, o sea, el intelectual, es regulado por Dios mediante los ángeles», en el sentido de ayudado para que se perfeccione; «y en cuanto atañe al cuerpo, sean cosas interiores o exteriores, destinados al uso, es gobernado por Dios mediante los ángeles y los cuerpos celestes», en cuanto causas ocasionales indirectas. ¿Hay un motivo por el que el Aquinate afirme que «las cosas humanas se reducen a las causas superiores»? ––Sostiene Santo Tomás que la «razón general», que es «única», de ello es por el siguiente principio, derivado del principio de causalidad: «es preciso que lo múltiple, mudable y capaz de fallar, sea reducido como a su principio a lo que es uniforme, inmóvil e incapaz de fallar». Además para su aplicación, hay que tener en cuenta que: «Todo cuanto hay en nosotros es múltiple, variable y defectible». Afirmación que queda confirmada, en primer lugar, en la voluntad, porque: «es evidente que nuestras elecciones son múltiples, pues vemos que diversos individuos, entre diversidad de objetos, eligen cosas diversas, Son, además, mudables, bien por la inconstancia del ánimo, que no está asentado, en el último fin, o bien por la variación de cuantas cosas nos rodean. Y son también defectibles, como lo atestiguan los pecados de los hombres». En cambio: «la voluntad divina es uniforme, pues, queriendo una cosa, quiere todas las demás; y es inmutable e indeficiente, según se demostró (I, cc. 13 y 75)». Si se aplica la tesis general se concluye que: «es preciso que todos los movimientos de voliciones y elecciones se reduzcan a la voluntad divina, y no a otra causa, porque sólo Dios es causa de nuestras voliciones y elecciones». En segundo lugar: «también en nuestra inteligencia encontramos multiplicidad, porque recibimos la verdad inteligible como congregando muchas cosas sensibles; es también mudable, porque, discurriendo de una cosa a otra, llega de lo conocido a lo desconocido; y, además, defectible, por la mezcla de la imaginación y los sentidos, como lo demuestran los errores de los hombres». Por el contrario: «el conocimiento de los ángeles es uniforme, porque de la única fuente de verdad, que es Dios, reciben el conocimiento de la misma; y es también invariable, porque sin discurrir de los efectos a las causas, o viceversa, ven con una simple intuición la verdad pura de las causas; y, además, indefectible, porque ven en sí mismas las naturalezas o esencias de las cosas, sobre las cuales no puede errar el entendimiento, como tampoco yerra el sentido respecto de los sensibles propios», o lo que capta inmediata y directamente cada sentido de las cosas materiales concretas, que están presentes ante el mismo. A diferencia de los ángeles: «nosotros conjeturamos las esencias de las cosas a través de sus accidentes y efectos». Por este carácter deductivo, nuestro entendimiento es múltiple, cambiante y falible. Desde la tesis general debe, por tanto, admitirse que: «es necesario que nuestro conocimiento intelectual esté regulado por el angélico», que esté completado y perfeccionado. Por último, en tercer lugar, igualmente es patente que: «En los cuerpos humanos y en las cosas exteriores de que se sirven los hombres, también se da multiplicidad de mezcla y de contrariedad;

y que no siempre se mueven de igual modo, porque sus movimientos no pueden ser continuos; y que son defectibles por alteración y corrupción Según la concepción astronómica y física de su época, consideraba Santo Tomás que los cuerpos celestes, a diferencia de los terrestres, estaban unificados por tener la misma forma, no cambiaban substancialmente y no eran falibles, en cuanto tenían solo el movimiento circular. Por ello argumenta seguidamente: «Más los cuerpos celestes son uniformes, porque son simples y exentos de toda contrariedad; sus movimientos son uniformes, continuos e invariables; y no hay en ellos alteración ni corrupción». Desde esta concepción de las ciencias físicas de su tiempo, concluye: «Es, pues, necesario que nuestros cuerpos y cuanto está a nuestros servicio esté regulado por el movimiento de los cuerpos celestes»[1]. Afirmación que, aunque no sea conclusiva por no existir contraposición en las dos especies de cuerpos, los celestes y los terrestres, es valida en cuanto que la regulación de los primeros sobre los segundos se refiere a una influencia indirecta y ocasional. 560. ––¿Qué consecuencias se sigue de esta explicación? ––Afirma Santo Tomás que sirve para comprender «en qué sentido pueda llamarse a uno «afortunado» o que tenga buena suerte. «Un hombre tiene buena fortuna ante los acontecimientos «cuando le sobreviene algún bien sin haberlo intentado» (San Gregorio, Magna moralia, II, 8)». Un ejemplo de buena suerte o fortuna, totalmente inesperado, que pone a continuación, es el siguiente: «Alguien cavando en el campo, encuentra un tesoro que no buscaba». Diríamos que ha sucedido por azar. Sin embargo, no siempre decimos que sea así. «Sucede a veces que uno hace algo al margen de la propia intención, más no al margen de la intención de algún superior a quien está sujeto. Sería un ejemplo de ello: «si cierto señor manda a un criado que vaya a un determinado lugar, donde antes había mandado a otro compañero ignorándolo aquél, el encuentro del compañero sucede al margen de la intención del criado enviado, pero no al margen de la intención del señor; y por eso, aunque con relación a este criado sea cosa fortuita y casual, no lo es con relación al señor, puesto que lo había ordenado». Lo sucedido ha sido por un azar relativo. Este último caso refleja nuestra situación, dado que: «el hombre está subordinado según el cuerpo a los cuerpos celestes (indirecta y ocasionalmente), según la mente a los ángeles y según la voluntad de Dios, puede acaecer algo fuera de su intención, pero no al margen de lo dispuesto según el orden de los cuerpos celestes o de las disposiciones de los ángeles o de Dios». Precisa que, sin embargo, los tres no ordenan del mismo modo la vida del hombre. No obstante los tres influyen, porque: «aunque sobre la elección del hombre directamente sólo obre Dios, no obstante, el ángel coopera a ella persuadiendo y el cuerpo celeste disponiendo, según los influjos corporales de los cuerpos celestes disponen nuestros cuerpos para determinadas elecciones». Al igual que en el último ejemplo, en los sucesos, que parecen acontecer por azar, porque se desconoce la intervención de causas superiores, se atribuyen a la fortuna o a la suerte. De manera que: «cuando alguien, por influencia de las causas superiores y según el orden indicado, se inclina a ciertas elecciones que le son útiles, ignorando por su parte dicha utilidad; y hace esto por la luz intelectual de las substancias intelectuales que iluminan su entendimiento para que lo haga; y al mismo tiempo inclina por obra de Dios su voluntad para elegir algo útil, sin tener noción de ello, este tal se llama afortunado». Se le considera que ha sido favorecido por algo beneficioso, pero no previsible ni intencionado.

En cambio, si las elecciones no son útiles o beneficiosas se dirá que son fruto de la mala suerte, aunque la inclinación libre se haya producido: «por la intervención de las causas superiores»[2]. Nota Santo Tomás que así en la Escritura: «esto dice el Señor: «Escribe que este hombre será estéril, hombre a quien en sus días nada le saldrá bien»[3]. 561. ––Según la explicación del Aquinate Las denominaciones de afortunado y desafortunado o desgraciado se refieren a los efectos de las elecciones dependientes de Dios y de los ángeles ¿No se emplean estos nombres cuando la sujeción es la de los cuerpos celestes? ––También se utilizan tales expresiones para designar la acción ocasional e indirecta de los astros en la elección, pero con una diferencia. Como: «los influjos de los cuerpos celestes en los nuestros producen ciertas disposiciones en los mismos, se dice que no sólo que uno tiene buena o mala fortuna, sino también que es de «buena o mala naturaleza» a causa de la disposición que el cuerpo celeste deja en el nuestro». En este sentido: «Aristóteles, en la Gran ética, (II, c. 8), dice que afortunado equivale a tener buena naturaleza»[4]. En este lugar, Aristóteles dedica el capítulo citado a la buena suerte, y comienza por indicar que, por un lado: «difícilmente se puede afirmar que la suerte forma parte de la naturaleza, porque la naturaleza siempre es causa de aquello que siempre, o por lo menos la mayoría de las veces, ocurre de la misma manera. En cambio, nunca ocurre esto con la suerte, pues sus resultados se producen sin orden y por azar; por eso en tales casos se dice es la suerte su causa». Como la naturaleza o esencia específica de los entes les hace obrar de manera regular y racional, no es posible que sea la causa de la suerte. Por otro lado: «es prácticamente imposible considerar la suerte como resultado de una intelección o de una regla de la razón, pues en ellas se muestra una secuencia ordenada y una invariabilidad, que en cambio, no se encuentran en la suerte». De manera que, concluye Aristóteles: «Donde hay más inteligencia y racionalidad, menos hay allí de suerte, y, a la inversa, hay más suerte cuando hay menos inteligencia». Puede decirse, en consecuencia, que: «la buena suerte se da en el ámbito en que nuestras capacidades o posibilidades no pueden hacer nada; en donde nosotros no tenemos ningún control ni podemos llevar a efecto la acción». Este el motivo, añade Aristóteles que: «nadie habla de un hombre justo como si su justicia se deba a la suerte, ni tampoco del valiente, ni de cualquier otro hombre que posea una virtud, porque la posesión o carencia de estas cualidades está en nuestras propias posibilidades». Añade que, por poseer estas características: «podemos atribuir más apropiadamente a la suerte o el azar, cuando decimos, por ejemplo, hombre afortunado al bien nacido, y parecidamente cualquier hombre dotado en algún grado de cosas buenas que están fuera de nuestra posibilidad o control». Estos hombres, como indica Santo Tomás, tienen buena naturaleza, en el sentido del término de esencia individual. En este caso, precisa Aristóteles: «la suerte es un impulso natural no guiado por la razón». La buena suerte sería irracional. «Un hombre afortunado es el que posee un impulso irracional hacia las cosas buenas, y que además las obtiene». Esta buena disposición es para este hombre natural. «Es propio de la naturaleza», de su naturaleza individual, de la naturaleza humana atravesada de singularidad e individualidad, de lo que está fuera de racionalidad, propia de la naturaleza común. Explica Aristóteles que está naturaleza única: «ha arraigado algo en nuestra alma, algo que nos impele irracionalmente hacia nuestro bien». De ahí que: «si se pregunta a alguien favorecido por la suerte por qué cree oportuno obrar como obra, nos responderá que no lo sabe, sino que

simplemente ve oportuno obrar así. Este caso es igual que el del hombre inspirado; también este posee un impulso irracional hacia un acto particular determinado». No debe confundirse esta acepción de buena suerte con la que muchas veces se emplea en el lenguaje común. «Se habla a menudo de ella como si fuera una causa; pero una causa es algo totalmente ajeno al contenido del término suerte en sentido estricto». Basta advertir para ello que: «la causa y su efecto son dos cosas distintas», y, en cambio, en lo que se produce por auténtica buena suerte no se puede distinguir causa y efecto. Si se encontrara la causa se tendría una explicación racional y ya no sería suerte, que es irracional. Cuando se utiliza la expresión buena suerte en este segundo sentido, que puede considerarse abusivo, por lo dicho: «esta buena suerte difiere de la otra forma, y parece nacer de las vicisitudes de lo circunstante o circunstancial». En este caso, se han aprovechado de una manera racional unas circunstancias, que, en cambio, «no esperábamos», han ocurrido de una manera fortuita o casual. De modo que: «es buena suerte tan solo de una manera accidental»[5]. Desde estas descripciones de Aristóteles, puede precisar Santo Tomás que: «cuando el entendimiento humano es ilustrado para obrar o la voluntad es instigada por Dios, no se dice que el hombre es afortunado, sino, más bien, custodiado o gobernado» por los ángeles o por Dios. 562. ––Además de la diferencia de la influencia de los cuerpos celestes, por sólo disponer en la naturaleza individual para la elección humana, ¿con respecto a la influencia de los ángeles hay otras diferencias? ––Refiere Santo Tomás otras tres. La primera es que, a diferencia de los otros agentes, que regulan la elección humana, su influencia es la más frustrable. Se comprende, porque: «La operación del ángel o del cuerpo celeste respecto a nuestra elección es sólo dispositiva; en cambio, la operación de Dios es perfectiva. Y como la disposición que responde a la cualidad del cuerpo o a la persuasión intelectual no impone la necesidad de elegir, síguese que el hombre no siempre elige lo que intenta el ángel custodio ni aquello a que le inclina el cuerpo celeste». Pueden, por tanto, malograrse por la libertad humana. En cambio, también sin perder su libertad: «el hombre elige siempre lo que Dios obra en su voluntad». Por ello, si es su voluntad la moción divina no falla nunca, como dice aquí Santo Tomás: «la providencia divina permanece siempre firme». No ocurre así con la actuación de los ángeles. Por su acción meramente dispositiva: «fracasa a veces la custodia de los ángeles, según aquello «Cuidamos a Babilonia y no sanó»(Jer 51, 9)»; y, por su disposición no en el entendimiento, sino en el cuerpo: «todavía falla más la influencia de los cuerpos celestes». La segunda diferencia entre las influencias de los ángeles y la de los cuerpos celestes está en el instrumento que utilizan para realizarlas. Respecto a la de estos últimos, nota Santo Tomás que: «Como el cuerpo celeste sólo dispone a la elección en cuanto que influye en nuestros cuerpos, y el cuerpo mueve al hombre a elegir tal cual nos mueven las pasiones, toda disposición para elegir que provenga de los cuerpos celestes será a modo de pasión, como cuando alguien es inducido a elegir algo por odio, amor, ira u otras cosas semejantes». En cuanto a los primeros, observa que: «por el ángel dispónese uno a elegir por consideración intelectual y no por pasión; lo cual puede ser de dos maneras; unas veces es iluminado el entendimiento humano por el ángel para conocer solamente que es bueno hacer tal cosa, sin que sea aleccionado sobre la razón de por qué es bueno, que se toma del fin. Y así, a veces el hombre estima que es bueno hacer una cosa, más «si se le preguntara por qué, respondería que no lo sabe» (Aristóteles, Gran Ética, II, 8). En consecuencia, cuando alcanza un fin útil, sin haberlo considerado previamente, tal fin será fortuito». Además, con ello, queda ampliada la explicación de la «buena suerte» de Aristóteles, porque ser «afortunado» no sólo se debería a la propia

naturaleza individual, que puede ser influida por los cuerpos celestes, se debería también a la influencia angélica en el entendimiento de la naturaleza humana. Esta influencia angélica no siempre obra de este modo en el entendimiento humano, porque: «Otras veces, mediante la iluminación del ángel, es aleccionado acerca de la bondad de una cosa y de la razón de dicha bondad, que depende del fin. Y así, cuando alcanza un fin que previamente consideró, tal fin ya no será fortuito». Sin embargo, se ha dado igualmente la influencia angélica, auque desconozca que se deba a ella. Por último, una tercera diferencia y de gran importancia es por el poder y extensión de las disposiciones angélicas y las de los cuerpos celestes en la elección humana. «La fuerza activa de la naturaleza espiritual, como es más alta que la corporal, también es más universal». Se sigue de ello que : «la disposición del cuerpo celeste no se extiende a todo cuanto alcanza la elección humana». Y además es menor que la de los ángeles. Sin embargo, precisa Santo Tomás que: «El poder del alma humana o de la angélica es particular si se compara con el poder divino, que es efectivamente universal con relación a todos los seres». Una consecuencia de esta última afirmación es que no en todas las elecciones humanas intervienen las disposiciones angélicas o las de los cuerpos celestes. Sin embargo, aunque-: «se le puede presentar al hombre algún bien, o al margen de su intención, o de la inclinación de los cuerpos celestes, o de la iluminación angélica; pero no al margen de la divina providencia que, por ser gobernadora y hacedora a la vez del ente en cuanto tal, contiene bajo si todas las cosas». Puede, por tanto darse la buena suerte, la fortuna o el azar, al margen de las acciones de los ángeles o de los cuerpos celestes, pero no respecto a Dios. Como concluye Santo Tomás: «Igualmente puede sobrevenirle al hombre algún bien o algún mal fortuitamente en relación consigo mismo, con los cuerpos celestes o con los ángeles, pero no con relación a Dios. Pues, con relación a Dios, nada puede suceder casual o inesperadamente y en las cosas humanas ni tampoco en las demás». 563. ––¿La buena suerte en algún sentido puede darse en todas las elecciones humanas? Explica Santo Tomás seguidamente, en primer lugar, que no se da la buena suerte en ningún sentido con respecto a los bienes internos o morales, porque: «las cosas fortuitas son las que suceden al margen de toda intención, y los bienes morales no pueden carecer de ella, puesto que se fundan en la elección». De manera que con relación a los bienes morales: «nadie puede considerarse con buena o mala fortuna», pero si, en cambio, «bien o mal nacido», en el sentido explicado: «cuando por disposición natural somática se es propenso a elegir las virtudes o los vicios». En segundo lugar, por el contrario: «con respecto a los bienes externos que pueden sobrevenirle al hombre al margen de su intención, puede llamarse bien nacido, de buena fortuna», si es por intervención de los cuerpos celestes, «gobernado por Dios» por la intervención de Dios en su voluntad libre, y «custodiado por los ángeles», si influyen en su entendimiento. En tercer lugar, se puede hablar de buena suerte en los actos humanos, porque a veces: «el hombre consigue de las causas superiores un determinado auxilio en cuanto al éxito de sus acciones. Pues como el hombre tiene que elegir y dar curso a lo que elige, en ambas cosas es unas veces ayudado y otras impedido por las causas superiores». Estas intervenciones, que consisten disponer con las pasiones, en ilustrar el entendimiento, y en inclinar la voluntad, hacen que, en la elección del hombre: «los cuerpos celestes le disponen a elegir, o los ángeles le aleccionan con su custodia o Dios le inclina con su intervención».

Por último, en cuarto lugar, es adecuado emplear la expresión buena suerte respecto a la ejecución: «en cuanto que el hombre recibe de alguna causa superior la fuerza y eficacia para cumplir lo que ha elegido. Y esto lo puede recibir no sólo de Dios y de los ángeles, sino incluso de los cuerpos celestes, porque tal eficacia radica en el cuerpo». Así, puede explicarse que: «un hombre tenga también alguna eficacia respecto de algunas cosas corporales por influencia del cuerpo celeste y que otro no la tenga; por ejemplo, el médico para sanar, el agricultor para plantar y el soldado para luchar». No obstante: «Dios prodiga mucho más perfectamente esta eficacia a los hombres para que puedan realizar eficazmente sus obras». 564. ––Dios, por tanto, interviene en la elección y en la ejecución en las elecciones del hombre. ¿Hay alguna diferencia entre las dos mociones divinas? ––Precisa Santo Tomás sobre estas dos mociones que: «Cuando se trata del primer auxilio, es decir, el referente a la elección, se dice que Dios dirige al hombre. Cuando se trata del segundo dícese que lo conforta». A ambos auxilios se alude en la Escritura, porque se dice: «El Señor es mi iluminación y mi salvación ¿a quien temeré?» que se refiere al primero; y lo que se dice a continuación: «El Señor protege mi vida, ¿de qué temblaré?» (Sal 26, 1), que alude al segundo». Entre los auxilios de iluminar y de proteger, añade, hay dos diferencias: «La primera consiste en que mediante el primer auxilio recibe el hombre ayuda para aquello a que abarca su poder y también para lo demás; mientras que el segundo auxilio se extiende exclusivamente a lo que abarca su poder». La primera moción sobre su voluntad es más amplia que la que realiza en la ejecución, porque es no sólo sobre lo que está en el ámbito de lo previsto por la virtualidad del hombre, sino también sobre lo que le sobrepasa decidido por Dios. Así, por ejemplo: «que un hombre, cavando un sepulcro, se encuentre un tesoro, no depende del poder humano. Por eso, respecto de este suceso, el hombre puede ser auxiliado para que busque donde precisamente se ha de encontrar el tesoro; pero no en el sentido que se le dé un poder especial para encontrarlo». En cambio, en cuanto a la ejecución, por ejemplo, que: «el médico para que pueda sanar, o el soldado para que pueda vencer en la lucha, pueden ser auxiliados en cuanto a la elección de lo que conviene a dichos fines», pero además, «incluso para conseguirlo eficazmente por el poder recibido de una causa superior». De ahí que el auxilio en la elección «sea más universal» que este segundo. En cuanto a «la segunda diferencia», indica Santo Tomás que en la moción a la elección puede hablarse de buena suerte, no así en el de la ejecución, porque este: «segundo auxilio se da para alcanzar eficazmente lo que intenta», lo que ha elegido el hombre y quiere llevar a término. En cambio, en el primero, como cabe la posibilidad que la elección no se haya pretendido, puede existir «lo fortuito», que «se da al margen de toda intención», puede decirse que «el hombre tiene buena fortuna por este auxilio». 565. ––Un resumen de las observaciones sobre las diferencias entre la buena suerte, según tenga su origen directo en Dios o indirectamente por medio de los cuerpos celestes, dado por el Aquinate, es el siguiente: «Para que al hombre le suceda algo bueno o malo según la fortuna, se precisa la intervención de Dios, o la del cuerpo celeste». Si es de Dios: «recibe la inclinación para elegir algo que lleva adjunta una cosa provechosa o nociva, en la que el hombre no había pensado antes». Si es de los cuerpos celestes: «recibe la disposición para elegir». También se ha dicho que: «este provecho o daño, con relación a la elección humana, es fortuito; con relación a Dios deja de serlo», porque todo está sujeto a su providencia y para Él nada es casual o imprevisto. ¿Ocurre igual con los cuerpos celestes? ––Aunque la influencia de los cuerpos celestes sea para el hombre fortuita, igual que la que recibe de Dios, y para Él no lo sea, «sin embargo, con relación al cuerpo celeste lo es». La acción de

los cuerpos celestes sobre el cuerpo humano es fortuita o casual, porque: «ningún evento pierde el carácter de fortuito si no se reduce a una causa propia». Ciertamente: «el poder del cuerpo celeste es causa que obra según naturaleza (…), y lo característico de la naturaleza es estar determinada a una sola cosa», obra siempre de la misma manera. «No entendiendo y eligiendo», porque carece de entendimiento y voluntad libre. Es agente por «modo de la naturaleza». Por consiguiente, «si algún evento escapa a lo uno», al efecto único, al que tiende la naturaleza, como ocurre con lo fortuito, «ningún poder natural podrá ser su causa propia». Lo será sólo accidentalmente», porque: «cuando dos cosas se juntan accidentalmente no constituyen realmente unidad, sin sólo accidentalmente». Así ocurre con la acción natural del cuerpo celeste y lo fortuito que le acompaña. «Por tanto, ninguna causa natural puede ser causa propia de tal unión». Santo Tomás pone el siguiente ejemplo: «un hombre se sienta impulsado por influencia de un cuerpo celeste, como por pasión, a cavar un sepulcro. El sepulcro y el lugar del tesoro forman una unidad accidental, porque no están relacionados entre sí; de donde el poder del cuerpo celeste no puede impulsar a ambas cosas, o sea, a cavar el sepulcro y el lugar preciso donde está el tesoro». No ocurriría así si la influencia fuera de cualquier ser inteligente, porque: «quien obra intelectualmente puede ser causa para inclinarse a todo, porque es propio del ser inteligente el reducir muchas cosas a la unidad», la unión de lo necesario y lo fortuito. En el caso del ejemplo, por ello: «un hombre que supiera que el tesoro está allí podría mandar a quien lo ignora que cave en el mismo lugar, para que al margen de su intención, encontrará el tesoro». Todo lo que es fortuito, y que se atribuye a la fortuna o a la buena suerte, se debe, al igual que todo lo demás, a la providencia divina. «Y de este modo, reduciendo tales eventos fortuitos a la causa divina, pierden la razón de fortuitos; pero reducidos a una causa celeste, no la pierden». 566. ––¿El ser afortunado o el tener buena suerte, por la influencia de los cuerpos celestes, es algo escaso en cada vida humana? ––La respuesta es afirmativa, porque de la tesis anterior, se sigue que: «el cuerpo celeste, no puede proporcionar al hombre una buena fortuna universal en el sentido que el hombre tenga en su naturaleza, por influencia del cuerpo celeste, el poder elegir siempre o casi siempre cosas que lleven adjunto accidentalmente algo provechoso o dañino; pues la naturaleza está determinada a una sola cosa», a un sólo efecto, como se ha dicho. En cambio: «todas cuantas cosas buenas o malas, que pueden sucederle al hombre fortuitamente, no son reducibles a la unidad, sino que son indeterminadas e infinitas, como enseña Aristóteles, en la Física (II, c. 5)», no tienen, por ello, su origen en una sola unión accidental. Debe sostenerse que: «En consecuencia, no es posible que alguien tenga por naturaleza el poder de elegir siempre cuando lleva también accidentalmente adjunto un determinado provecho». No obstante: «podría suceder que por influencia celeste se incline a elegir algo que le lleva accidentalmente adjunto algún provecho, y por otra inclinación, otra cosa, y por una tercera, otra más-; pero todo con una sola inclinación, no». Esta consecuencia sólo es aplicable a las disposiciones en el cuerpo, que son efecto de los cuerpos celestes. En cambio: «por una sola disposición divina puede ser dirigido el hombre en todas sus elecciones»[6], que pueden ser todas afortunadas. 567. ––¿Podría atribuirse como causa de la fortuna, o lo no elegido y accidental, que sucede en la vida del hombre, a lo que se llama fatalidad, hado o destino?

––Ante la fatalidad, explica Santo Tomás, hubo dos opiniones contrapuestas. La primera fue su negación, porque: «viendo los hombres que en este mundo acontecen muchas cosas accidentalmente, si se consideran las causas particulares, opinaron algunos que no estaban regidas por causa alguna superior. Y parecióles que en modo alguno existe la fatalidad». Estas cosas serían fruto de una accidentalidad o casualidad absoluta. En cambio, en la segunda, la afirmaron, porque: «otros se empeñaron en reducirlas a causas más elevadas, de las que procederían ordenadamente con cierta disposición. Y a esto llamaron fatalidad. Como si las cosas que parecen suceder casualmente fueran anunciadas por alguien, o predichas, y previamente ordenadas para que fuesen». Sobre estas causas de lo fortuito, más concretamente: «algunos de éstos se empeñaron en atribuir cuantos contingentes acaecen casualmente a los cuerpos celestes, como a sus causas, incluso las elecciones humanas; también a la fuerza de la disposición de los astros, a la que lo sometían todo con cierta necesidad, que llamaron «fatalidad». Sin embargo, advierte Santo Tomás, que: «según lo ya indicado sobre los cuerpos celestes (III, c. 84 y ss.), esta opinión es imposible y contraria a la fe»[7]. En una obra posterior, indica que esta opinión la seguían los estoicos, «quienes imponían necesidad a las cosas futuras que habían de suceder, debido a una serie cierta de causas mutuamente enlazadas, a la que llamaban hado». La tesis que: «todas las cosas suceden por necesidad», la obtenían de dos premisas. Una: «todo lo que sucede tiene una causa». Otra, en la realidad: «puesta la causa es necesario poner el efecto». Sin embargo, nota Santo Tomás que: «cada uno de los dos supuestos es falso». Respecto al primero: «no es verdad que todo lo que sucede tenga una causa. Pues algunas cosas suceden por accidente; y lo que es por accidente no tiene una causa». Así, por ejemplo: «el que alguien cave un sepulcro, tiene una causa: y el que en algún lugar haya sido enterrado un tesoro, también tiene una causa, pero el concurso de ambas cosas, es decir, que alguien quiera cavar un sepulcro en el lugar donde hay un tesoro escondido, no tiene causa, porque ocurre por accidente». La acción de un hombre de cavar el sepulcro e incluso la anterior de enterrar un tesoro por otro hombre tiene causa, incluso ambas pueden haber recibido en su elección la influencia de los cuerpos celestes, pero de ningún modo el concurso o concurrencia de los efectos de los dos sucesos. En cuanto al segundo supuesto: «también es falso que puesta la causa –aunque sea suficiente de suyo- sea necesario poner el efecto, puesto que puede ser impedido» Así, por ejemplo: «el fuego procedente de la combustión de la leña puede ser impedido arrojándole agua»[8]. Por consiguiente, la existencia de un suceso no implica necesariamente una causa y a la inversa, de la existencia de una causa no se sigue que ocurrirá necesariamente un suceso. 568. ––¿En lugar de la fatalidad o el hado podría hablarse de la providencia divina? ––Así lo hicieron otros, añade finalmente Santo Tomás en su explicación de la fatalidad, porque: «atribuyeron todo cuanto parece suceder casualmente entre las cosas inferiores a la disposición de la divina providencia. De aquí que dijeran que todo se hace por fatalidad, llamando fatalidad a la ordenación que por la divina providencia existe en las cosas»[9], Recuerda Santo Tomás, en la otra obra citada, que como decía San Agustín, en La ciudad de Dios (V, 8): «nada sucede en el mundo casualmente, puesto que todas las cosas están sujetas a la divina providencia. Pero esto no suprime la contingencia de los hechos que han de suceder en el futuro, ni por la certeza, ni porque Dios ha querido que se produzcan».

No lo impide el conocimiento divino, porque: «así como vemos con la certeza que Sócrates está sentado cuando lo está, pero no por ello se sigue que sea necesario de suyo, así también, del que Dios vea todas las cosas que han de suceder en sí mismas, no suprime la contingencia de las cosas. Tampoco lo impide la voluntad divina. Debe tenerse en cuenta que, por una parte: «la voluntad de Dios es universalmente causa del ente». Por otra, que también: «universalmente causa de todas las cosas que se siguen del mismo». Por consiguiente: «también de la necesidad y de la contingencia». Por ello mismo, la voluntad divina «está por encima del orden de lo necesario y de los contingente, así como lo está por encima de todo ser creado». De ahí esta importante consecuencia: «la necesidad y la contingencia se distinguen en las cosas no por su relación con la voluntad de Dios, que es causa de lo común, sino por su comparación con las causas creadas»[10]. Por último, con respecto a esta tercera opinión, comenta Santo Tomás que: «según la misma, negar la fatalidad es negar la divina providencia. Más, como con los infieles no debemos ni tener nombres comunes, para que la coincidencia de nombres no sea ocasión de error, el nombre de fatalidad ni siquiera debe ser usado por los fieles, por que no parezca que estamos de acuerdo con ellos, que interpretaron mal la fatalidad sometiéndolo todo a la necesidad de los astros. Por eso dice San Agustín:»Si alguien designa con el nombre de fatalidad la voluntad o potestad divina, conserve el parecer, pero corrija la palabra» (La ciudad de Dios, V, c.1). Y San Gregorio, opinando igual, dice: «Ni se les ocurra a los fieles el usar la palabra fatalidad» (Cuarenta homilías sobre los Evangelios. I, hom 10)»[11].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 91. [2] Ibíd., III, c. 92. [3] Jr 22, 30. [4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 92. [5] Aristóteles, Gran Ética, II, c. 8. [6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 92. [7] Ibíd., III, c. 93. [8] ÍDEM. Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 16, a. 7, ad 14.

[9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 93.

[10] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 16, a. 7, ad 14. [11]ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 93. El motivo de la advertencia de San Agustín, es porque indica que «fortuito es lo que no tiene causa alguna o que no proviene de ningún orden racional; es fatal aquello que sucede en virtud de un orden necesario, independiente de la voluntad de Dios y de los hombres» (La ciudad de Dios, V, c. 1). San Gregorio, después de las palabras citadas por Santo Tomás decía: «en verdad sólo el Hacedor administra la vida de los hombres».

LII. La gracia de la oración 569. ––Si, como se ha probado: «todo cuanto se realiza aquí abajo, incluso lo contingente, cae bajo la divina providencia», parece que se plantea la siguiente alternativa: «o que la providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente». Las dos opciones son contrarias a lo expuesto hasta este nuevo capítulo, dedicado a la certidumbre de la providencia divina. ¿Cómo resuelve el Aquinate esta dificultad que plantea? ––La dificultad la presenta Santo Tomás en cinco objeciones distintas. Para resolverlas, presenta una síntesis de lo ya ha expuesto y probado. Para hacer frente a estas objeciones, recuerda estas tres tesis. Primera: «nada escapa a la divina providencia». Segunda: «el orden de la misma es inmutable». Tercera: «todo lo provisto por ella tiene que acontecer necesariamente». La primera queda probada si: «se tiene en cuenta que, como Dios es la causa universal de todo cuanto existe y a todo da el ser, es preciso que el orden de su providencia lo abarque todo; pues a las cosas a las que dio el ser es preciso que les dé la conservación, y que, además, les confiera la perfección en su último fin (III, c. 64 y ss.)». La segunda se explica, porque: «en todo ser providente hay que considerar dos cosas, a saber la premeditación del orden y la aplicación del orden premeditado a las cosas que caen bajo la providencia, perteneciendo lo primero a la facultad cognoscitiva y lo segundo a la operativa». En cuanto al orden pensado previamente: «la providencia, al premeditar el orden, será tanto más perfecta, cuanto más al detalle descienda dicho orden, pues, si nosotros no podemos premeditar el orden de cuantas cosas particulares entran en lo que hemos de disponer, esto proviene del defecto de nuestro entendimiento, que no puede abarcar todo lo singular, y en tanto se tiene a uno por más capacitado en cuanto más cosas singulares puede premeditar, pues quien sólo proveyere sobre cosas universales, bien poca parte de prudencia tendría». Respecto a la imposición del orden a las cosas: «tanto es más digna y más perfecta la providencia del gobernante cuanto más universal y por medio de más gobernantes desarrolla su premeditación, porque incluso la misma disposición de gobernantes tiene gran parte en la provisión del orden». Como «Dios es absoluta y universalmente perfecto (III, c. 28)», su providencia posee «el más alto grado de la perfección» y, por consiguiente, por una parte: «en su acción providencial mediante la reflexión sempiterna de su sabiduría ordena todas las cosas por muy pequeñas que parezcan». Por otra: «cualesquiera de las cosas que obran hácenlo como instrumentos movidos por Él (III, c. 67); y sometidas a Él, le sirven para desarrollar el orden de la providencia ideado, desde la eternidad». Sobre la tercera tesis, la de la necesidad del cumplimiento de la providencia divina, nota Santo Tomás que no puede ser frustrable por la criatura, porque dado que: «todo cuanto puede obrar

es necesario que, al obrar, le sirva, será imposible, que un agente impida la ejecución de la divina providencia obrando contrariamente». Podría darse otra posibilidad, que el impedimento a la providencia divina fuera involuntario. Sin embargo: «tampoco es posible que ella sea impedida por el defecto de algún agente o paciente, porque cuanto hay de potencia activa o pasiva, en las cosas, ha sido causado según la disposición divina (III, c. 70)». Además, por parte de Dios: «es imposible que la ejecución de la divina providencia sea impedida por cambio del providente, porque Dios es absolutamente inmutable, Como ya se probó (I, c. 13)». Por consiguiente, debe afirmarse la siguiente cuarta tesis, que se deriva de las tres anteriores: «la divina providencia jamás puede fracasar». . 570. ––Para poder resolver las cinco objeciones, ¿compendia el Aquinate algo más de lo ya explicado? ––En segundo lugar, Santo Tomás recuerda una quinta tesis, conexionada con las otras cuatro: «Algunas cosas de las que están sujetas a la providencia divina son necesarias y otras cosas contingentes; no en cambio todas necesarias». Para probarla, recuerda Santo Tomás, que, como ya se demostró: «todo agente tiende a lo bueno y a lo mejor según su posibilidad (III, c. 3)». También que, además: «lo bueno y lo mejor varían de significación según se refieran al todo o a las partes». El bien del todo significa: «la integridad, que resulta del orden y composición de las partes». De ello se sigue que: «es mejor para el todo que haya disparidad entre sus partes, sin la cual no es posible el orden y la perfección del todo, que el que todas sus partes sean iguales, alcanzando cada una el grado de la mejor de las partes; pues cada parte de grado inferior, en sí considerada, sería mejor si estuviese en el grado de la parte superior». De manera que: «el agente universal tiende al bien del todo». En cambio: «el agente particular tiende en absoluto al bien de la parte y hácela lo mejor que puede». Se explica así que en la naturaleza: «la corrupción, la disminución y todo defecto responden a la intención de la naturaleza universal y no de la particular, porque toda cosa, según su posibilidad, huye lo defectuoso y tiende a lo perfecto». Como: «la primera distinción de partes que se manifiesta en el universo es la de contingente y necesario», se sigue, según lo dicho, que: «todo agente que es parte del universo, tiende en lo posible a conservar su ser y su natural disposición y a consolidar su efecto». No ocurre así con el agente universal, porque: «Dios, que es el gobernador universal, decide que un efecto resulte necesario y otro contingente; y, en atención a esto, les adapta diversas causas, a unos necearías y a otros contingentes». Por consiguiente está bajo el orden de la providencia divina: «no sólo que se dé tal efecto, sino también que uno sea necesariamente y otro contingentemente». 571. ––Además de estas cinco tesis ¿es preciso tener en cuenta otras? ––Por último, deben añadirse dos tesis ya explicadas, para evitar sostener que se da necesidad en todo lo que sucede. Se prueban desde lo que: «enseña Aristóteles, en la Metafísica (VI, c. 1), que si decimos que todo efecto tiene alguna causa propia y añadimos que, puesta la causa necesariamente se sigue el efecto, resultará que todos los futuros sucederán necesariamente. Pues si todo efecto tiene una causa propia, habrá que reducir todo futuro a alguna causa presente o pretérita». Si todo efecto tiene necesariamente una causa y, a la inversa, de la actuación de la causa también necesariamente se sigue su efecto propio, se sigue que todo es necesario. Así, por ejemplo,

respecto a la primera premisa: «si preguntamos de alguien si será muerto por ladrones, este efecto tiene una causa precedente, que es el encuentro con los ladrones; y éste, otra, a saber, que el individuo salga de casa; y éste, otra, o sea, que quiera buscar agua; y esto tiene a su vez una causa anterior, es decir, la sed, que es causada por comidas saladas actualmente o antes». En cuanto a la segunda, de: «si, puesta la causa, se sigue necesariamente el efecto, será necesario también que, si come salado, tenga sed; y si la tiene, que vaya a buscar agua; y si quiere buscarla que salga de casa; y si sale, que se encuentre con los ladrones; y si le encuentran, lo maten». Por tanto, juntando lo primero con lo último, será necesario que a quien come salado lo maten los ladrones». Sin embargo, el mismo Aristóteles dice: «no es verdad que todo efecto tenga causa propia, porque lo que es accidental, en el ejemplo: que le salgan los ladrones a éste que busca agua, no tiene causa determinante». La sexta tesis, por ello, podría formularse así: los efectos pueden tener causa propia o causa accidental. Además: «Tampoco es verdad que, puesta la causa se siga necesariamente el efecto, porque hay causas que pueden fallar». La séptima tesis es, por ello, que hay causas infrustrables y otras frustrables. 572. ––¿Cuál es la primera objeción a la compatibilidad entre la existencia de la providencia y de la contingencia? ––De acuerdo con la sexta tesis, que afirma que los efectos pueden tener causa propia, en la primera objeción se afirma: «todos los efectos que se reducen a alguna causa propia, –o por sí misma, presente o pretérita, puesta la cual se sigue necesariamente el efecto–, suceden necesariamente». Se infiere de ello que pueden darse tres posibilidades: o es preciso decir que no todos los efectos están sujetos a la divina providencia –y así la providencia no será universal, contra lo que antes se demostró», porque los efectos contingentes no dependerán de ella; «o no es necesario que, dada la providencia, se dé un efecto, y así la providencia no será cierta», porque la providencia no sería causa de los efectos contingentes; «o es necesario que todo suceda necesariamente, pues la providencia es no sólo presente o pretérita, sino eterna, porque nada puede haber en Dios que no sea eterno», y no se dará entonces lo contingente. A esta argumentación replica Santo Tomás: «Es evidente que, aunque la divina providencia – desde el presente o desde el pretérito, o mejor aún desde toda la eternidad– sea causa propia de un determinado efecto futuro no se sigue –como se deduce en esta primera objeción– que tal efecto haya de suceder necesariamente, puesto que la divina providencia es causa propia para que dicho efecto suceda contingentemente. Y esto no se puede anular». La divina providencia, de acuerdo con la tesis séptima, hace que sucedan las cosas de modo necesario, –y, por ello, inimpedible–, o de modo contingente –y, por tanto frustrable–. De este modo todo está sujeto a la divina providencia, que no es, por ello, frustrable o poder ser anulada, 573. ––¿Si la divina providencia es infrustrable, y, por tanto, absolutamente infalible, todo sucederá necesariamente? ––Como respuesta afirmativa se presenta en la segunda objeción, que es la siguiente: «Si la divina providencia es cierta, es preciso que la siguiente proposición condicional sea verdadera: «Si Dios provee esto, sucederá». Pero el antecedente de esta condicional es necesario, porque es eterno. Luego el consiguiente es necesario, porque es preciso que el consiguiente de una condicional sea necesario cuando su antecedente lo es, porque el consiguiente es como la

conclusión del antecedente. Más todo lo que se sigue de lo necesario debe ser necesario. Luego, si la providencia divina es cierta, resulta que todo sucede necesariamente». En la correspondiente respuesta, reconoce Santo Tomás que: «la condicional: «Si Dios ha dispuesto este futuro, sucederá» es verdadera, pero para entenderlo rectamente hay que tener en cuenta que: «sucederá tal como Dios proveyó que había de suceder. Proveyó que fuera contingente. Por tanto, se sigue infaliblemente que será contingente y no necesario». También la tercera objeción se insiste en el problema de la infalibilidad de la providencia divina. Parte del siguiente ejemplo: «Decimos que Dios haya provisto una cosa, por ejemplo, que uno ha de reinar». Si se deja aparte esta disposición divina, y se examina el hecho en sí mismo debe sostenerse que: «será posible que reine o que no». En el segundo caso: «si no es posible que no reine, será imposible que no reine y, en consecuencia, será necesario que reine». De la negación de la posibilidad de la alternativa negativa se sigue la necesidad de la otra. En cambio: «si es posible que no reine, puesto el posible, no se sigue algo imposible», De la afirmación de la posibilidad de lo negativo no se sigue la necesidad de la otra posibilidad; pero, en este caso, «sí se sigue que falla la divina providencia». Por consiguiente: «no es imposible que la divina providencia falle». Y si es así, debe, por tanto, decirse sobre que: «Dios lo ha provisto todo, que la divina providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente». A esta tercera objeción responde Santo Tomás: «Lo que se supone que Dios ha dispuesto como futuro, si es del género de lo contingente, podrá no ser, considerado en sí, pues ha sido dispuesto como contingente y con posibilidad de no ser». Tendrá dos posibilidades, porque podrá suceder o no suceder. En cualquier caso: «no es posible que falle el orden de la providencia», porque Dios ha querido que ocurre de este modo contingente. Así, en el ejemplo de la refutación: «puede decirse que tal individuo no habrá de reinar si lo consideramos en sí», porque el reinar para él es contingente, «más no sí lo consideramos como dispuesto por Dios»[1]. Se cumplirá lo previsto por Dios, Su providencia no está sujeta a los modos de necesidad y contingencia, que son propios de las criaturas. La doctrina de esta respuesta queda completada con otra explicación de la Suma teológica. Comienza con esta afirmación: «Es posible que algo suceda fuera del orden de una causa particular, pero no que suceda fuera del orden de la causa universal». Lo prueba Santo Tomás con el siguiente argumento: «Para que algo suceda fuera del orden de una causa particular es necesario que intervenga alguna otra causa particular, la cual por necesidad, está dentro del orden de la causa primera universal». Está cada una sujeta al orden de la providencia divina. «Así, por ejemplo, la indigestión acontece fuera del orden de la potencia nutritiva, debido a algún impedimento, como la grosura del alimento, que proviene de otra causa; y así sucesivamente hasta llegar a la causa primera universal». Por consiguiente: «Siendo Dios la causa primera universal, no ya de un solo género, sino de todo el ente, es imposible que suceda algo fuera del orden del gobierno divino. En realidad, por el mero hecho de que algo parece salirse en parte del orden de la providencia, atendiendo a una causa particular, necesariamente viene a caer dentro de este mismo orden por razón de otra causa también particular»[2]. Ello no impide que no se dé lo casual o fortuito, porque: «cuando se dice que algo es casual en las cosas, se entiende por orden a determinadas causas particulares, fuera de cuyo orden se verifica. Sin embargo respecto de la Providencia divina, como declara San Agustín: «nada sucede en el mundo por casualidad» (Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 24)»[3]. En este lugar, Santo Tomás confirma que nada hay independiente o imprevisto a la causalidad universal de Dios con estas palabras de la Escritura: «Señor, Señor, Rey omnipotente, porque en tu poder están todas las cosas y no hay quien pueda resistir a tu voluntad si has resuelto salvar

a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo. Tú eres el Señor de todas las cosas y no hay quien resista a tu majestad»[4]. 574. ––¿Cuáles son las otras dos objeciones? ––La cuarta objeción es la siguiente: «Cicerón en su libro De la adivinación, argumenta así: Si todo está provisto por Dios es cierto el orden de las causas. Y si esto es verdadero, todo sucede fatalmente. Y si todo se hace fatalmente, nada está abandonado a nuestro poder ni al arbitrio de nuestra voluntad. Síguese, pues, que el libre albedrío desaparece si la providencia divina es cierta. Y, por lo mismo, desaparecen todas las causas contingentes»[5]. A la objeción responde Santo Tomás que: «Habida cuenta de lo dicho, resulta vana la objeción de Cicerón. Pues como a la divina providencia están sujetos no sólo los efectos, sino también las causas y los modos de ser, según consta, de que lo haga todo la divina providencia no se sigue que nosotros nada tengamos que hacer, pues todo ha sido dispuesto de modo que sea hecho por nosotros libremente». Como se afirma en la quinta tesis hay, además de efectos y causas necesarias, las contingentes y, por tanto, también libres, y todo ello querido por Dios. En la quinta objeción se dice: «La providencia divina no excluye las causas segundas, como ya se demostró (III, c. 77). Y entre las causas segundas, algunas son contingentes y capaces de fallar. Luego puede fallar el efecto de la providencia. Por tanto, la providencia divina no es cierta». A ello responde Santo Tomás: «tampoco puede restar certeza a la divina providencia el fallo de las causas segundas, mediante las cuales son producidos los efectos de la providencia, como se dice en la objeción. Porque Dios obra en todo y según el arbitrio de su voluntad, como se demostró (III, c. 67 y II, c. 23). Por lo tanto, pertenece a su providencia el permitir que unas veces fallen las causas defectibles y otras el preservarlas de fallar»[6]. Así se ha probado en la demostración de la séptima tesis de la providencia divina, 575. ––Según la segunda tesis, la providencia divina es inmutable ¿Esta propiedad impide la utilidad de la oración? ––La oración no afecta a propiedad de la inmutabilidad de la providencia. Argumenta Santo Tomás, en el siguiente capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «Así como la inmutabilidad de la divina providencia no impone necesidad a las cosas predispuestas, así tampoco excluye la utilidad de la oración»[7]. En la Suma teológica, cita estas palabras de San Juan Damasceno. «La oración es la elevación del alma a Dios» o «la petición a Dios de lo que nos conviene»[8], y, de acuerdo con ellas, afirma que: «La oración es una exposición de los deseos de nuestra voluntad a Dios para que él los cumpla»[9]. Explica también que: «Fueron tres los errores de los antiguos acerca de la oración». En primer lugar, indica que: «unos excluyeron la providencia en los asuntos humanos, por lo que venían a afirmar la inutilidad de la oración y de todo culto a Dios. A ellos se aplica lo que dice Malaquías: «Vosotros dijisteis que en vano se sirve a Dios» (Mal 3, 14)». En segundo lugar, existió otra doctrina que: «afirmaba que todos los sucesos, aun los humanos, seguían un curso necesario que explicaban por la inmutabilidad de la providencia, la influencia de los astros o el encadenamiento de las causas. La consecuencia era la misma: negaban la utilidad de la oración». Por último: «otros: afirmaban que los sucesos humanos están regidos por una providencia divina, excluyendo la fatalidad y defendiendo, por el contrario, la variabilidad de la providencia divina en sus disposiciones pudiendo nosotros hacerla cambiar con oraciones u otras prácticas de culto».

Las dos primeras posiciones han quedado ya refutadas en los capítulos anteriores de la Suma contra gentiles, dedicados a la providencia divina, y esta tercera, que pretende que la providencia divina es mudable para justificar la eficacia de la oración, es rebatida en el capitulo dedicado a probar que la inmutabilidad de la providencia no hace inútil la oración. La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «La oración no se dirige a Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su providencia, que es cosa imposible, sino porque uno quiere alcanzar de Dios lo que desea». Esta confianza, que implica la oración, queda justificada, porque: «es razonable que Dios asienta a los buenos deseos de la criatura racional. No como si nuestros deseos cambiaran al Dios inmutable, sino porque de su bondad se sigue la oportuna ejecución de lo deseado». Se prueba, porque: «como todas las cosas deseen naturalmente el bien, según se probó (III, c. 3) y a la excelsa bondad de Dios corresponde el distribuir ordenadamente el ser y ser bueno, es lógico que, según su bondad, cumpla los deseos piadosos que se le exponen mediante la oración». 576. ––¿En este capítulo de la «Suma contra los gentiles», el Aquinate da más razones que justifiquen que está fundada la intención de la oración? ––Entre las otras cuatro pruebas, que también da Santo Tomás, para asegurar la posibilidad de la oración, se pueden destacar dos basadas en el amor de Dios. La primera es la siguiente: «Es esencial a la amistad que el amante quiera cumplir el deseo del amado, en cuanto quiere su bien y perfección. Por eso se dice que: «los amigos tienen un mismo querer» (Cicerón, Sobre la amistad, IV, 15)». Además, por una parte: «como ya se demostró (I, c. 75), que Dios ama a su criatura; y tanto más ama a cada una cuando más participa ella de su bondad, que es lo que primera y principalmente ama Dios. Luego Dios quiere cumplir el deseo de la criatura racional, que, entre todas, es la que más participa de su bondad». Por otra: «la voluntad divina da a las cosas su perfección, porque es la causa de todas las cosas, como consta por lo dicho (II, c. 23)». Se debe concluir, por tanto, que: «es propio de la bondad divina el cumplir los deseos que la criatura racional le propone mediante la oración». En la segunda demostración, se argumenta: «El bien de la criatura es una derivación de la bondad divina según cierta semejanza. Pero entre los hombres se tiene una gran estima a quienes no se niegan a acceder a las peticiones justas, por lo cual son llamados generosos, clementes, misericordiosas y piadosos los que así proceden. Luego mayormente pertenecerá a la bondad divina el escuchar los ruegos justos». Todo ello queda confirmado por la Escritura, porque: «se dice en los Salmos: «Cumplirá la voluntad de los que le temen, oirá su oración y los salvará» (Sal 144, 19). Y en San Mateo dice el Señor: «Todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá»[10]. 577. ––Si Dios, además de bondad infinita y bienhechora, es infinitamente sabio, sabe lo que necesita cada hombre y quiere ser su benefactor ¿Por qué quiere que se lo pida en la oración? ––El Catecismo de Trento, coincidiendo con la doctrina de Santo Tomás, responde así a esta cuestión: «Puede Dios en verdad, sin pedir nosotros y aun sin pensarlo, darnos en abundancia todas las cosas, al modo que provee a todos los animales, que carecen de razón, en todas las cosas para los usos necesarios de la vida; pero el benignísimo Padre quiere ser invocado por sus hijos; quiere que orando todos los días como es debido, le pidamos con toda confianza y quiere que, después de haber alcanzado lo que pedíamos, reconozcamos cada día más y alabemos su bondad para con nosotros»[11].

Algo parecido se encuentra en la Suma teológica. Para mostrar la conveniencia de orar, presenta, en ella, esta objeción: «La necesidad de la oración es sólo para notificar nuestras necesidades a quien puede remediarlas. Pero dice San Mateo: «Bien sabe vuestro Padre que de todo esto tenéis necesidad» (Mt 6, 32). Luego, no es conveniente orar a Dios»[12]. Responde Santo Tomás: «La necesidad de dirigir nuestras oraciones a Dios no es para ponerle en conocimiento de nuestras miserias, sino para convencernos a nosotros mismos de que tenemos que recurrir a los auxilios divinos en tales casos»[13]. La cotidiana petición confiada y la alabanza de la bondad divina, que implica la oración, sirve, se indica también en el Catecismo, además de aumentar la caridad y de hacernos dignos de la gracia, para que se adquiera la humildad, porque: «quiere el Señor (…) que nosotros comprendamos y reconozcamos lo que es verdad: que, si somos dejados del auxilio de la divina gracia, nada pueden conseguir nuestras obras, y que, por lo tanto, nos ejercitemos con todo nuestro afecto a la oración»[14]. En este sentido dice Santo Tomás que: «A la liberalidad divina debemos muchas cosas que ciertamente nunca pedimos. Si en los demás casos Dios exige nuestras oraciones es para utilidad nuestra, pues así nos convencemos de la seguridad de que nuestras súplicas llegan a Dios y de que Él es el autor de nuestros bienes. Por ello dice San Juan Crisóstomo: «Considera que felicidad se te ha concedido y que gloria llevas contigo: puedes hablar con Dios por la oración, alternar en coloquio con Cristo solicitar lo que quieres y pedir lo que deseas» (Cadena áurea, sobre San Lucas, c. 18)»[15]. A pesar de nuestra inclinación al mal y de nuestra flaqueza natural, se afirma en el Catecismo de Trento que «permite Dios ser objeto de nuestros pensamientos, para que, cuando estemos orando y pidiendo con empeño merecer sus dones, recibamos deseos de santificarnos, y extinguidos todos los pecados quedemos limpios de toda mancha»[16]. Se destaca también que, por último: «según frase de San Jerónimo, la oración contiene la ira del Señor (Com. Jer., VIII, 16): y por eso dice Dios a Moisés: «Deja que me ira se encienda contra ellos y que los destruya» (Ex 32, 10), porque queriendo castigar a su pueblo, se lo impedía con oraciones. Pues ninguna cosa hay que aplaque tanto a Dios encolerizado, o que, dispuesto ya para descargar los castigos sobre los pecadores, le contenga tanto y le aparte de la ira, como las oraciones de las personas piadosas»[17]. 578. ––El reciente «Catecismo de la Iglesia Católica» se ocupa también de la oración. ¿Cómo explica lo que es la oración? ––En el nuevo Catecismo, publicado por San Juan Pablo II en 1992, después de citar la definición de San Juan Damasceno, se pregunta «¿Desde dónde hablamos cuando oramos?». Se responde que no «desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad». Se ora: «desde «lo más profundo» (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito»[18], desde su verdadera condición de absoluta dependencia y de arrepentimiento, con tristeza y abatimiento, por ser pecador. Se explica también que: «para designar el lugar de donde brota la oración, las Sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón –más de mil veces–. Es el corazón el que ora»[19]. Sin embargo, no debe entenderse el corazón en el sentido del asiento del amor y de los sentimientos, ni como fuente de bondad, ni tampoco la sede del valor. Tiene un sentido más profundo, porque, propiamente es el centro nuclear de nuestro ser, lo más íntimo de nuestro propio yo.

En este sentido fundamental: «el corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito –según la expresión semítica o bíblica: donde yo «me adentro». Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie: sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo». Además: «Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte»[20]. 579. ––En el nuevo Catecismo, se dedica toda una parte, la cuarta y última, a la oración ¿Asume toda la doctrina expuesta en el anterior catecismo de Trento? ––El Catecismo de la Iglesia Católica presenta «la enseñanza de la Sagrada escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas de la Iglesia», y desde todo ello intenta ayudar: «a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en el pasado aún no se habían planteado»[21]. De ahí que se encuentre en esta parte la doctrina de la oración del catecismo anterior y se insista especialmente en el fruto de la humildad. Se declara ya al principio que: «La humildad es la base se la oración». La oración es una gracia y «la humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración». Se afirma incluso que: «El hombre es un mendigo de Dios»[22]. Se indica seguidamente la confrontación con el siguiente pasaje de San Agustín: «Está de pie el mendigo a la puerta del rico; pero también este rico está de pie a la puerta del Gran rico. Le piden a él y pide él. Si no sintiese necesidad, no llamaría mediante la oración a los oídos de Dios. ¿De qué tiene necesidad el rico? Me atrevo a decirlo: tiene necesidad hasta del pan cotidiano. De hecho, ¿por qué tiene abundancia de todo? ¿De dónde le viene sino de que Dios se lo otorgó? ¿Con qué se quedará si Dios retira su mano? ¿No se levantaron pobres muchos que se acostaron ricos? Si, pues, no les falta nada, es misericordia de Dios, no poder suyo»[23]. También es destacable el desarrollo que se hace de la concepción de la oración como una gracia de Dios. Podría decirse que es el primer efecto de la gracia, es una gracia previniente respecto a las demás, porque: «Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta»[24]. Después de citar el pasaje del evangelio de San Juan de la mujer samaritana en el pozo de Jacob, se dice en el Catecismo que: «la maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él»[25]. De ahí que: «Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: «A mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas (Jr 2, 1), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación, la respuesta de amor a la sed del Hijo único»[26]. 580. ––La oración presupone que la providencia divina no impone necesidad y que Dios por su bondad concede al hombre la gracia de orar, porque con la oración, además de la petición concedida, proporciona mucho bienes al hombre, principalmente la humildad. No obstante, parece implicar también una mutación en la providencia divina. No obstante el Aquinate lo niega. ¿Cómo se justifican, además de los señalados, los beneficios de la oración?

––En la Suma teológica, reconoce Santo Tomás que:«Hay que mostrar de tal modo la utilidad de la oración, que nos guardemos de imponer necesidad a las cosas humanas sometidas a la providencia divina y de concebir como mudables las disposiciones divinas». Para resolver esta cuestión, debe tenerse en cuenta que: «La providencia divina no se limita a disponer la producción de tal o cual efecto, sino que también fija de que causas se ha de originar y en que orden». También que: «Entre las muchas causas existentes una de ellas son los actos humanos. Si los hombres, por tanto, son causa de algo, esto no quiere decir que sus actos inmuten la disposición divina, sino que al hacer tal cosa ejecutan un efecto que está de antemano dispuesto por Dios. Esto sucede aun en las causas naturales». Por consiguiente: «no de otro modo sucede en la oración». De manera que: «nuestra oración no tiende a cambiar la disposición divina, sino a obtener todo aquello que Dios tenía dispuesto conceder por las oraciones de las almas santas, es decir, que, como dice San Gregorio: «con nuestra petición merecemos recibir lo que Dios desde toda la eternidad tenía pensado darnos» (La fe ortodoxa, I, c. 8)»[27]. Parece que: «la oración doblega el ánimo de aquel a quien se pide para que nos conceda lo que pedimos» y que ello sea un impedimento para orar a Dios, porque «el ánimo de Dios es inmutable e inflexible»[28]. Según lo dicho: «Nuestras oraciones no se ordenan a mudar las disposiciones divinas sino a obtener por la oración lo que Dios ya tenía dispuesto a darnos»[29].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás., Suma contra los gentiles, III, c. 94. [2] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 103, a. 7, in c. [3] Ibíd., I, q. 103, a. 7, ad 2. [4] Est 13, 9-11. [5] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 94. Véase: Cicerón, Sobre el destino, 17, 40. Después de exponer el argumento, citado por San Tomás, comenta San Agustín: «Este gran hombre que es Cicerón, tan sabio, defensor tantas veces y con tanta maestría de los intereses de la humanidad, puesto en esta alternativa, elige el libre albedrío. Para dejarlo sólidamente establecido, nos hace ateos». Añade: «Sin embargo, el hombre que tiene espíritu religioso elige ambas cosas a la vez, confiesa ambas cosas y ambas cosas las fundamenta en la fe de su religión» (San Agustín, La ciudad de Dios, V, c. 9, n.2). [6] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 94. [7] Ibíd., III, c. 95. [8] San Juan Damasceno, Exposición esmerada de la fe ortodoxa, III, c. 24.

[9] Santo Tomás, Suma teológica, III, q. 21, a. 1, in c. [10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 95. [11] Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII, IV, c. 2, 7 [12] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, ob. 1. [13]Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 1. [14] Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII , IV, c. 2, 9. [15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, ad 3. [16] Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII, IV, c. 2, 10 [17] Ibíd., IV, c. 2, 11. [18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559. [19] Ibíd., n. 2562. [20] Ibíd., n. 2563 [21] Juan Pablo II, Constitución apostólica “Fidei depositum” para la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II, 3. [22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559. [23] San Agustín, Sermones, Serm. 56, 9. [24] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2567. [25] Ibíd., n. 2560. Decía San Agustín que Cristo: «tiene sed de la fe de aquellos por quienes derramó su sangre. Por consiguiente, Jesús le dice a la Samaritana: “Mujer, dame de beber” (Jn 4, 8)» (San Agustín, Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 64, 4). [26] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2561. [27] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, in c. [28] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ob. 2. [29] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 2.

LIII. La seguridad de la propia salvación 581. ––¿La bondad de la providencia divina garantiza invariablemente la eficacia de la oración? ––La providencia de Dios es infinitamente buena, pero advierte Santo Tomás que: «Esto no impide, sin embargo, que algunas veces no admita Dios las peticiones de los que oran». Se puede probar que ello es comprensible con el argumento siguiente: «ya se ha demostrado que Dios cumple los deseos de la criatura racional por la exclusiva razón de que ésta desea el bien. Y a veces sucede que lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente y en realidad un mal. Por tanto, Dios no puede escuchar semejante oración. De ahí que Santiago diga: «Pedís y no recibís, porque pedís mal» (San 4, 3)»[1]. También dice San Juan: «Ésta es la confianza que

tenemos con Él: que Él nos escucha si pedimos algo conforme a su voluntad»[2]. Cuando pedimos algo a Dios, que no nos conviene, su amor es el que hace que no nos lo conceda. Explica más adelante que: «A veces sucede que alguien niega por amistad a su amigo lo que éste le pide, pues sabe que le es nocivo, o que lo contrario le librará mejor; como cuando el médico no accede a la petición del enfermo, porque sabe que no le facilitará la consecución de la salud corporal; de donde, habiéndose demostrado ya que Dios cumple, por el amor que tiene a la criatura racional, los deseos que ésta le propone mediante la oración, no hay que admirarse, porque alguna vez no cumpla la petición de aquellos que principalmente ama, porque obra así para cumplir lo que más conviene a la salvación de quien pide». Todo ello también es manifiesto en la Escritura. Así, por ejemplo: «cuando Pablo le pidió por tres veces que le librase del aguijón de la carne, no se lo quitó, pues sabía que le convenía para conservar la humildad»[3]. Además, el Señor le contestó: «Te basta mi gracia»[4]. Añade Santo Tomás: «A propósito dice el Señor a algunos: «No sabéis lo que pedís» (Mt 20, 22). Y San Pablo: «Pues no sabemos lo que nos conviene pedir» (Rm 8, 26). Y, en conformidad con esto, dice San Agustín: «Bueno es el Señor, que muchas veces no nos da lo que queremos, para concedernos lo que más queremos» (Epíst. 31, 1)». 582. ––¿Se puede pedir mal en la oración sólo en cuanto a lo pedido? ––También puede pedirse mal en cuanto al modo de hacerlo. En un segundo argumento, advierte Santo Tomás que: «Se ha demostrado que Dios escucha por razón de amistad los deseos de los piadosos. Luego quien se aparta de la amistad con Dios no es digno de ser escuchado en su oración». El acercarse a Dios se hace con el cumplimiento de estas tres condiciones: «por la contemplación, la afección devota y la intención humilde». Concluye, por ello, que: «En esto radica el que algunas veces no sea escuchado el amigo de Dios cuando ruega por aquellos que no tienen amistad con Él, según se dice en la Escritura: «Por eso tú no quieras rogar por este pueblo, ni hagas en su nombre oraciones y alabanzas, ni te interpongas; porque no te escucharé» (Jer 7, 16). 583. ––En la oración ¿se cumple por igual la providencia, tanto en el caso que conceda lo pedido como en el que sea denegado? ––Después de exponer estos argumentos, observa Santo Tomás que: «todo lo dicho manifiesta que las oraciones y piadosos deseos son la causa de algunas cosas que hace Dios, pues ya se expuso que la divina providencia no excluye a las otras causas (III, c. 77), al contrario, ordénalas para imponer a las cosas el orden por Él establecimiento; y así las causas segundas no se oponen a la providencia, sino que más bien ejecutan sus efectos». Algo parecido ocurre con la oración. «Por tanto, las oraciones son eficaces ante el Señor y no derogan el orden inmutable de la divina providencia, porque el que se conceda una cosa a quien la pide está incluido en el orden de la providencia divina. Luego decir que no debemos orar para conseguir algo de Dios, porque el orden de su providencia es inmutable, equivaldría a decir que no debemos andar para llegar a un lugar o que no debemos comer para nutrirnos, lo cual es absurdo». La providencia divina ha establecido lo que concederá a cada oración, que en este sentido es una causa segunda, o lo que no atenderá, por los motivos indicados. Todo ello se encuentra en el orden del plan establecido por la providencia divina. 584. ––La oración debe considerarse como una causa, pero no extrínseca a la providencia divina, lo que es imposible, sino segunda y, por ello, incluida en la misma. ¿Si la oración atendida es causa, aunque segunda, no actúa sobre la voluntad de Dios, para que conceda lo pedido?

––La oración es causa no en relación a la decisión divina, sino en cuanto al don concedido, porque Dios lo ha supeditado al acto de orar. Es un don condicionado a la oración. De manera que podría decirse que esta es una causa segunda condicionante, porque es la condición para obtener un efecto, que es así condicional. Con la obtención del mismo, por tanto, no se sale de la providencia ni del gobierno divino. Con esta solución, quedan resueltos los errores sobre la oración. 585. ––¿Cuáles son los errores sobre la oración? ––Según Santo Tomás hay dos antiguos errores acerca de la eficacia de la oración. Sobre el primero escribe: «Dijeron algunos que el fruto de la oración es nulo. Y lo afirmaban quienes negaron totalmente la divina providencia, como los epicúreos y también quienes sustraían las cosas a la providencia divina, como algunos aristotélicos (III, c. 75), e incluso quienes opinan que todo cuanto está sometido a la providencia sucede necesariamente como los estoicos». De estas doctrinas helenísticas: «resulta que el fruto de la oración es nulo y, por consiguiente, que todo culto a la divinidad es vano. Error que consta palpablemente en la Escritura: «Dijisteis: vano es quien sirve a Dios. Y ¿qué provecho hemos sacado por guardar sus preceptos y andar tristes ante el Señor de los ejércitos?» (Mal 3, 14)». El segundo error es más antiguo, porque: «otros, por el contrario, decían que mediante las oraciones se puede cambiar la disposición divina, como los egipcios, que afirmaban que el destino se cambiaba con oraciones y con ciertas imágenes, con sahumerios o encantamientos». Sorprendentemente a este error, nota Santo Tomás, «parecen referirse a primera vista ciertas afirmaciones de la Escritura. Pues se dice en Isaías, que éste, por orden del Señor, dijo al rey Ezequías: «Esto dice el Señor: Arregla tu casa, porque te morirás y no vivirás» (Is 38, 1-5); y que después de la oración de Ezequías habló el Señor a Isaías y le dijo: «Ve y di a Ezequías: Escuché tu oración. He aquí que añadiré quince años a tu vida». Además, en Jeremías dice el Señor, en persona: «7A veces hablo Yo contra una nación o un reino, para arrancarlo, para derribarlo y para destruirlo; si aquella nación contra la cual he hablado se convierte de su maldad, Yo también me arrepiento del mal que había pensado hacerle» (Jr 18, 7-8)»; y «convertíos al Señor Dios vuestro, porque es benigno y misericordioso. ¿Quién sabe si Dios cambiará y perdonará?» (Joel 2, 1314)». Estos pasajes «entendidos superficialmente» llevan a los tres «inconvenientes» siguientes: «primero, que la voluntad de Dios es mudable; segundo, que a Dios le sobreviene algo temporalmente; y, por último, que algunas cosas que existen temporalmente en las criaturas son causa de algo que existe en Dios». Advierte Santo Tomás que: «Todo lo cual es manifiestamente imposible, según consta por lo ya dicho». Además, también: «es contrario a la autoridad de la Sagrada Escritura, que es el depósito claro e infalible de la verdad. Pues se dice en la misma: «No es Dios como el hombre, que sea capaz de mentir; ni como el hijo del hombre, para que cambie. ¿Lo dijo y no lo hará? ¿Habló y no lo cumplirá?» (Nm 23, 19); «El que triunfa en Israel no perdonará ni estará sujeto a arrepentimiento, pues no es un hombre que tenga que arrepentirse» (1 S 15, 29-31); Y «Yo soy el Señor, y no cambio de parecer» (Mal 3, 6)». 586. ––¿Qué se puede responder a estos dos errores acerca de la oración? ––Después de exponerlos, afirma Santo Tomás que: «Pensando diligentemente sobre lo dicho, descubrirá cualquiera que todo error acerca de estas cosas proviene de no considerar la diferencia que hay entre el orden universal y el particular».

El orden que establece la providencia afecta a las criaturas y a todos sus actos, porque: «estando todos los efectos relacionados entre sí por coincidir en una misma causa, es preciso que el orden sea tanto más común cuanto más universal sea la causa; de donde el orden que proviene de la causa universal, que es Dios, ha de abarcar necesariamente todas las cosas». En este orden están incluidos los ordenes particulares, o las ordenaciones que afectan a una o varias causas segundas. El orden universal incluye a todo orden particular, y su causa universal, que es Dios, es causa también de las diversas causas particulares y dispone de sus órdenes. «Por tanto, nada impide que cierto orden particular se cambie por la oración o por otra cosa, puesto, que fuera de él, hay algo que lo puede alterar», que es Dios. La distinción entre el orden universal y el orden particular, nota Santo Tomás, permite comprender el segundo error, ya que se fija en los órdenes particulares. De manera que: «no hay que extrañarse de que los egipcios, atribuyendo el orden de las cosas humanas a los cuerpos celestes, sostuvieron que el destino que proviene de los astros pudiese cambiarse mediante oraciones y ritos, pues al margen de los astros, y sobre ellos, está Dios, que puede impedir el efecto que se produciría en las cosas inferiores por influencia de los cuerpos celestes». Creían, por consiguiente, que podía ser cambiado cualquier orden particular. También se explica el primero, porque, en cambio, sólo se atiende al orden universal, que es inmutable. «Fuera del orden que comprende todas las cosas, nada puede establecerse, que pueda subvertir el orden dependiente de la causa universal. Por esto los estoicos, que reducían el orden de las cosas a Dios, como a su causa universal, opinaban que dicho orden no puede cambiarse por nada». Además, de esta reducción: «se equivocaban en la consideración del orden universal, al afirmar la inutilidad de la oración, juzgando, al parecer, que las voliciones humanas y sus deseos, de los que proceden las oraciones, no estaban comprendidos en dicho orden; porque cuando dicen que, recemos o no recemos, se sigue, con todo, el mismo efecto del orden universal en las cosas, excluyen evidentemente de dicho orden los deseos de quienes oran». En cambio, replica Santo Tomás: «si las oraciones se incluyen en el orden universal, y así como por otras causas se siguen algunos efectos, también se seguirán por ellas. Y entonces el excluir el efecto de la oración equivaldría a excluir el efecto de todas las otras causas». Además: «si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco restará eficacia a la oración». Por consiguiente,: las oraciones tienen valor, no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden». Desde este argumento se concluye finalmente, que: «no hay inconveniente en que el orden particular de alguna causa inferior se cambie por la eficacia de las oraciones, si lo permite Dios, que está sobre todas las cosas». Por su trascendencia sobre los ordenes particulares, se explica que Dios: «no está sujeto necesariamente al orden de una causa particular, sino que, al contrario, tiene bajo sí toda necesidad del orden de las causas inferiores, como establecido por Él mismo». 587. ––¿Con la oración efectiva qué es lo que cambia? ––Según lo explicado: «cuando en el orden de las causas inferiores establecido por Dios se cambia algo por las oraciones de los fieles, dícese que Dios «se arrepiente» o que «se convierte», no porque cambie su eterna disposición, sino porque cambia alguno de sus efectos. Por eso dice San Gregorio que «Dios no cambia su juicio, aunque cambie alguna vez la sentencia» (Moral, XVI), es decir, no la que expresa su eterna disposición, sino aquella sentencia que expresa el orden de las causas inferiores, según el cual, por ejemplo, Ezequías había de morir o tal pueblo había de ser destruido por sus pecados. Y tal cambio de sentencia se llama, en sentido traslaticio, «arrepentimiento divino», en cuanto que Dios se asemeja al penitente, que cambia su

conducta. Y de igual modo se dice metafóricamente «que se aíra», porque, la castigar, hace como quien está airado»[5]. 588. ––¿Si la oración es una gracia, para que sea eficaz se debe estar en gracia de Dios? ––Sostiene Santo Tomás, en la Suma teológica, que los efectos generales de la oración son tres: «El primero común a todos los actos imperados por la caridad, es el mérito (…) El segundo efecto es propio de la oración. Y consiste en impetrar (…) El tercer efecto de la oración es el que se produce en el acto de orar, es decir, una cierta perfección espiritual del alma»[6]. Los dos primeros están referidos al futuro y el último incluye varios efectos ya examinados. En cuanto al mérito: «lo tiene la oración, al igual que los demás actos virtuosos, eficacia de mérito por radicar en la caridad, cuyo objeto propio es el bien eterno que gozaremos por nuestros méritos», obtenidos por la gracia de Dios. También: «la eficacia de impetración la tiene por la gracia de Dios, a quien oramos y por quien somos inducidos a orar. Por ello, dice San Agustín: «El no nos encarecería el orar si no fuese porque quiere darnos» (Serm. 105, c. 1). Y San Juan Crisóstomo: «No niega sus beneficios al que ora quien precisamente nos empuja con su misericordia para que no cesemos de orar» (Cf. Cadena Áurea, en Lc, c. 18)»[7]. La oración sirve para merecer, porque se basa en la virtud sobrenatural infusa de la caridad, pero «se sustenta en la fe (…) en lo que tiene de eficacia impetratoria.. Por la fe conocemos la omnipotencia y misericordia divinas, que no permite obtener lo que pedimos»[8] o imploramos. La oración, para los dos efectos, necesita la gracia de Dios. Para el efecto meritorio se requiere la gracia santificante, porque: «al igual que los demás actos virtuosos, la oración sin la gracia santificante no es meritoria». Sin embargo, «la misma oración con que se impetra la gracia santificante procede de una cierta gracia como de don gratuito, pues incluso el mismo orar es «don de Dios», como dice San Agustín (Sobre la perseverancia, c. 23)»[9]. El que ora lo hace porque ha recibido una gracia actual que le inspira a orar, y, para la eficacia de su oración, no es preciso que posea la gracia santificante, o que esté en gracia de Dios. Sin embargo, su oración, aunque no esté en condiciones de merecer, puede ser eficaz, por ser impetratoria o suplicante. Por esto, la oración de los pecadores puede ser escuchada. «El pecador no puede orar con piedad en el sentido de que su oración sea informada por un hábito virtuosos. Puede, sin embargo, ser piadosa su oración si pide algo perteneciente a la piedad, del mismo modo que el que no tiene la virtud de la justicia puede desear una cosa justa. Así, aunque su oración no es meritoria, es, no obstante, impetratoria pues el mérito se funda en la justicia, mientras que la impetración en la gracia»[10]. 589. ––¿Los pecadores siempre consiguen lo que piden en la oración? ––En este mismo lugar, explica Santo Tomás que al pecador: «Dios le escucha, no por justicia, pues no se lo merece el pecador, sino por su infinita misericordia, con tal de que se salven esas cuatro condiciones (…) que ore por sí mismo, que pida lo necesario para la salvación y que lo haga con piedad y perseverancia»[11]. En la cuestión anterior, incluso advierte que incluso la oración que puede ser meritoria no siempre lo es, porque: «el mérito se ordena principalmente a la bienaventuranza, y no es esto lo que nosotros siempre pedimos. Por tanto, si esas otras cosas que alguien pide para sí no le van a ser útiles para conseguir la bienaventuranza, no sólo no las merece, sino que, a veces, por el mero hecho de pedirlas y desearlas, pierde el mérito: como en el caso de pedir a Dios el cumplimiento del deseo de pecar, modo de orar que nada tiene de piadoso».

Hay todavía otra posibilidad, que no quita el mérito de la oración, pero impide su fin, porque: «Otras veces lo que se pide no es necesario para la salvación eterna ni manifiestamente contrario a la misma. En este caso, aunque el orante puede merecer con su oración la vida eterna, no merece, sin embargo, la obtención de lo que pide. De ahí las palabras de San Agustín: «A quien pide a Dios con fe verse libre de las necesidades de esta vida, no menor misericordia es desoírle que escucharle. Lo que conviene al enfermo, mejor que él lo sabe el médico» (Sentencia de Próspero de Aquitania, 66)». Comenta seguidamente Santo Tomás que: «Por estarazón precisamente, porque no le convenía,no fue escuchado San Pablo cuando pidióverse libre del aguijón de la carne». Queda todavía un tercer caso: «si lo que se pide es útil para la bienaventuranzadel hombre, como conducentea su salvación, se lo merece en este caso nosólo con la oración, sino también con lasdemás obras buenas. Recibe por eso, sin lamenor duda, lo que pide; pero a su debidotiempo. A este propósito escribe San Agustín:«Algunas cosas no se las niega, sino que se las aplaza, para darlas en el momento oportuno» (Trat. Evang de San Juan,102, s. 16, 23)». Precisa que, en este caso en que no se niega lo pedido por la oración,: «aun esto puede frustrarse si nose pide con perseverancia. Es por lo quedice San Basilio: «La razón por la que a veces pides y no recibes es porque pides de mala manera, o sin fe, o con ligereza, o lo que no te conviene, o sin perseverancia» (Cons. Monast., c. 1)». Recuerda, además, que: «puesto que un hombre no puede merecer con mérito de condigno (o de justicia) la vida eterna para otro, tampoco, lógicamente, puede merecer en algún caso para otros con mérito de condigno lo que a ella conduce»[12]. Ya había dicho que: «con mérito de condigno nadie puede merecer para otro la primera gracia, a no ser Cristo. Porque cada uno de nosotros es movido por Dios mediante el don de la gracia», que no se ha dado como debida, sino gratuitamente. En cambio: «con merito «congruo» (conveniencia de amistad) puede uno merecer para otro la primera gracia, porque, cumpliendo la voluntad de Dios el hombre que está en gracia, es conveniente, por cierta proporción de amistad, que Dios cumpla la voluntad del hombre en la salvación de otro, aunque a veces puede haber impedimento por parte de aquel cuya justificación desea el justo»[13]. Queda así explicado que: «no siempre es escuchado quien ruega por otro»[14]. Concluye, por ello, Santo Tomás: «Siempre, por consiguiente, se consigue lo que se pide, con tal que se den cuatro condiciones juntas, a saber: pedir por sí mismo, pedir cosas necesarias para la salvación, hacerlo con piedad y con perseverancia»[15]. 590. ––¿Qué quiere decir Santo Tomás con estas cuatro condiciones? ––El conocido tomista Antonio Royo Marín, al comentar la infalibilidad de la oración, hecha con las condiciones indicadas por Santo Tomás, –«orar por sí mismo», «pedir lo necesario para la salvación», «orar con piedad» y «orar con perseverancia»– explica en relación a la primera: «La razón es porque la concesión de una gracia divina exige siempre un sujeto dispuesto convenientemente a recibirla, y el prójimo puede no estarlo. En cambio, el que ora para sí mismo, ya se dispone de algún modo por el hecho de humillarse ante Dios». Hay una segunda razón: «Cuando alguien pide una gracia para sí, es evidente que quiere recibir esa gracia. En cambio, no podemos estar ciertos de que el prójimo querrá recibir la gracia que estamos pidiendo para él. Dios respeta la libertad del hombre y no suele conceder sus gracias a quien no quiere recibirlas». Si Dios quiere puede cambiar la elección negativa del hombre, sin que pierda su libertad, pero no tenemos la seguridad de que Dios conceda siempre esta gracia infrustrable, ni que la conceda por nuestra oración.

También precisa Royo Marín que: «Lo cual no quiere decir que no pueda alcanzarse nada para el prójimo –lo que sería falsísimo–, sino que no podemos tener la seguridad infalible de alcanzarlo, ya que no nos consta si el prójimo está convenientemente dispuesto ante Dios para recibir esta gracia» Siempre: «Podemos, ciertamente, pedir a Dios que le disponga por un efecto de su misericordia infinita. Pero si el prójimo se empeña obstinadamente en rechazar esa gracia, se quedará sin ella», salvo que Dios cambie su decisión. Si no es así: «Dios utilizará nuestra oración para concedernos a nosotros o a otra persona la gracia que aquel insensato rechazó. Por eso la oración nunca jamás resulta inútil, en una forma o en otra»[16]. 591. ––¿Qué significa «lo necesario de la salvación» Respecto a la segunda condición de la infalibilidad de la oración, pedir cosas necesarias para la salvación: «se comprende sin esfuerzo que tiene que ser así. Sería una desgracia y un verdadero castigo de Dios obtener de Él alguna cosa que pudiera ser obstáculo a nuestra salvación eterna, por muy halagüeña que de momento pudiera resultarnos en esta vida (por ejemplo, la salud corporal, riqueza, bienestar, etc.). Por donde se ve la insensatez de muchas oraciones que recaen exclusivamente sobre estas cosas temporales, sobre todo cuando se piden a Dios con demasiada insistencia y poca conformidad con su voluntad divina. El mayor castigo que podría caer sobre el que ora de manera tan inconveniente sería el que Dios escuchase su oración concediéndole lo que pide»[17]. Sobre esta condición de segura eficacia, concreta el teólogo dominico, en otra obra: «Todo cuanto de alguna manera sea necesario o conveniente para nuestra salvación, cae bajo el objeto impetratorio infalible de la oración. En este sentido, podemos impetrar por vía de oración el desarrollo o incremento de las virtudes infusas, de los dones del Espíritu Santo (que pueden ser también objeto del mérito) e incluso aquellas cosas que no pueden ser merecidas de ningún modo Tales son, por ejemplo, las gracias actuales eficaces para no caer en pecado grave o para cualquier otro acto saludable y el don soberano de la perseverancia final, o sea la muerte en gracia de Dios, conectada infaliblemente con la salvación eterna. La santa Iglesia, guiada y conducida por el Espíritu Santo, pide continuamente en su liturgia estas gracias soberanas, que nadie puede estrictamente merecer»[18]. 592. ––¿Qué incluye la condición de «piadosamente»? ––Nota Royo Marín que: «esta condición puede desdoblarse en varios elementos integrantes. Y así, para que la oración sea verdaderamente piadosa, es preciso que se haga con humildad (nada le podemos exigir a Dios), con atención (¿cómo queremos que Dios nos escuche si ni siquiera nos escuchamos nosotros cuando estamos voluntariamente distraídos?), con firme confianza, como nos enseña el Evangelio y el apóstol Santiago (Sant 1, 6), y en nombre de nuestro Señor Jesucristo, como El nos lo mandó y hace siempre la Iglesia en todas sus oraciones litúrgicas»[19]. Estos cinco requisitos que: «en esa sola palabra incluye y resume Santo Tomás todas las condiciones que se requieren por parte del sujeto que ora», se encuentran en la Escritura. «a) Humildad: «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (St 4,6). b) Firme confianza: «Pero pida con fe, sin dudar en nada» (St 1,6). c) En nombre de Cristo: «El Padre os dará todo lo que cuanto pidiereis en mi nombre» (Jn 16, 23). d) Atención: la distracción voluntaria es una irreverencia que se compagina mal con la petición de una limosna. ¿Cómo queremos que Dios nos escuche si ni siquiera nos escuchamos nosotros mismos?»[20]. A diferencia de otros autores, sostiene el conocido tomista que: «no se requiere, necesariamente, el estado de gracia en el que ora. Una cosa es el mérito sobrenatural de una obra (que requiere siempre el estado de gracia como condición indispensable) y otra muy distinta la impetración o demanda de una limosna. Esta última puede conseguirla también el pecador, ya que se funda en

la pura liberalidad y misericordia de Dios y no en una exigencia de justicia, como el mérito sobrenatural. Si bien, es cosa clara, el estado de gracia es convenientísimo para obtener de Dios lo que pedimos en la oración»[21]. Esta misma cuestión la plantea Santo Tomás en la siguiente objeción: «Los pecadores no pueden merecer nada, por faltarles tanto la gracia como la caridad» que es «lo esencial de la piedad» , según dice la Glosa»[22]. Reconoce en la respuesta, que la resuelve, que: «El pecador no puede orar piadosamente en el sentido de que su oración esté informada por un hábito virtuoso», por una virtud sobrenatural de la que carece por no estar en gracia de Dios en absoluto. Afirma que, sin embargo: «puede ser piadosa su oración si pide algo perteneciente a la piedad; del mismo modo que el que no tiene el hábito de la justicia puede, sin embargo, querer alguna cosa justa. Así, aunque su oración no sea meritoria, puede, sin embargo, ser impetratoria, porque el mérito se apoya en la justicia, mientras que la impetración en la gracia»[23], que es liberalidad o generosidad. Por ello, concluye Royo Marín que: «aunque indudablemente el estado de gracia sea convenientísimo para la eficacia infalible de la oración, no es absolutamente necesario. Una cosa es exigir un jornal debido en justicia y otra muy distinta pedir una limosna; para esto último no hacen falta otros títulos que la necesidad y miseria. Lo que siempre es necesario es el previo empuje de la gracia actual, que puede darse y se da de hecho en los mismos pecadores»[24]. 593. ––¿Por qué hay que orar con perseverancia? –– La razón de esta cuarta condición para obtener infaliblemente lo que se pide en la oración, la da también Royo Marín al decir que: «Lo inculcó repetidamente el Señor en el Evangelio. Recuérdense las parábolas del amigo importuno, que pide tres panes (Lc 11, 5-13); la del juez inicuo, que hace justicia a la vida importuna (Lc 18, 1-5); el episodio emocionante de la cananea que insiste a pesar de la aparente repulsa (Mt 15, 21-28); etc., y, sobre todo, el ejemplo sublime del mismo Cristo: «estuvo toda la noche orando a Dios» (Lc 6, 12); y en Getsemaní: «Lleno de angustia oraba con mayor insistencia» (Lc 22, 44)»[25]. En la Suma contra gentiles, en este capítulo dedicado a la falibilidad e infalibilidad de la oración recuerda Santo Tomás, por ser una gracia, como se ha explicado en el capítulo anterior, por la oración: «Dios mueve a desear que cumpla los deseos», pero tales deseos no deben impedirse o no secundarse para que lleguen a su «debido efecto». Por consiguiente, «si el movimiento del deseo no se prolonga por la ración insistente»[26] la oración no es infalible. Comenta Royo Marín que: «No sabemos cuántas veces querrá Dios que repitamos nuestra oración para obtener lo que pedimos. En todo caso, la dilación más o menos prolongada se ordena a nuestro mayor bien: para redoblar nuestra confianza en Él, nuestra fe, nuestra perseverancia, etc., etc. Pero tengamos la seguridad absoluta que, si nuestra oración reúne las condiciones que acabamos de señalar, obtendrá infaliblemente más pronto más tarde, lo que en ella pedimos a Dios»[27]. Precisa Santo Tomás, en la Suma Teológica, que la oración: «considerada en si misma, no puede ser continua, pues otras obligaciones nos reclaman». No, en cambio, si se considerada en sus causas, porque: «La causa de la oración es el deseo de caridad, del cual procede la oración. Este deseo debe ser continuo en nosotros, actual o virtualmente, pues la virtud de este deseo permanece en todas las obras hechas por caridad y al decir San Pablo: «todo hay que hacerlo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31). En este sentido, la oración debe ser continua, y así dice San Agustín: «En la fe, esperanza y caridad, el deseo incesante nos hace orar continuamente» (Epist. 130, c.9)»[28].

Además, debe tenerse en cuenta, como explica Royo Marín, que: «De hecho, en la práctica obtenemos muchísimas cosas de Dios sin reunir todas estas condiciones, por un efecto sobreabundante de la misericordia divina. Pero, reuniendo esas condiciones obtendríamos siempre, infaliblemente –por la promesa divina y fidelidad de Dios a sus palabra-, incluso aquellas gracias que, como la perseverancia final, nadie absolutamente puede merecer, sino solamente impetrar»[29]. Con ello, Royo Marín, prueba su tesis: «La oración, revestida de las debidas condiciones, obtiene infaliblemente lo que pide en virtud de las promesas de Dios». Afirma incluso que: «Esta tesis parece de fe por la claridad con que se nos manifiesta en la Sagrada Escritura la promesa divina»[30]. Cita los siguientes textos de la misma: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; Porque quien pide, recibe; quien busca; halla; y a quien llama se le abre» (Mt 7, 7-8); «Y todo cuanto pidiereis con fe en la oración lo recibiréis» (Mt 21, 22); «Y lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo; si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 13-14); «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará» (Jn 15, 7); «… para que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dé» (Jn 15, 16); «En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16, 23-24); «Y la confianza que tenemos en Él es que, si le pedimos alguna cosa conforme con su voluntad, El nos oye. Y si sabemos que nos oye en cuanto le pedimos, sabemos que obtenemos las peticiones que le hemos hecho» (1 Jn 5, 14-15)»[31]. 594. ––San Alfonso María de Ligorio escribía: «Quien ora se salva ciertamente, y quien no reza ciertamente se condena»[32]. ¿Con la oración, realizada con las cuatro condiciones, se puede obtener la perseverancia final o salvación? ––Como conclusión a su exposición de la doctrina de Santo Tomás sostiene Royo Marín que: «Es moralmente imposible que deje de obtener de Dios el gran don de la perseverancia final quien se lo pida ferviente y diariamente por intercesión de María»[33]. Concreta seguidamente el teólogo dominico: «Es moralmente imposible que deje de obtener de Dios por intercesión de María, el gran don de la perseverancia final todo aquel que rece diaria y piadosamente el santo rosario con esta finalidad». Queda probada esta segunda afirmación, por la siguiente razón: «El rosario mariano, recitado diaria y piadosamente (…) reúne en grado superlativo todas las condiciones para la eficacia infalible de la oración, añadiendo, por si algo faltara, la intercesión omnipotente de María». El rezo del rosario: «cumple en absoluto todas las condiciones para la eficacia infalible de la oración (…): 1.ª Se pide algo para sí mismo: la propia perseverancia final o muerte en gracia de Dios. 2.ª Algo necesario o conveniente para la salvación; sin la perseverancia final es absolutamente imposible salvarse. 3ª. Piadosamente, es decir, con fe (nos dirigimos a Dios, nuestro Padre, y a María, nuestra Madre), con humildad («perdónanos nuestras deudas…, ruega por nosotros, pecadores…») en nombre de nuestro señor Jesucristo (cuya oración –el Padre nuestro– recitamos al frente de cada uno de los misterios) y por intercesión de María (a la que va dedicado el rosario entero)»[34]. Por último: «4ª. Con perseverancia: ¡Cincuenta veces diarias pidiendo a María que ruegue por nosotros en la hora de nuestra muerte! ¿Puede pedirse mayor insistencia y perseverancia en la oración de súplica? (…) ¿Puede concebirse acaso que María deje de asistir efectiva y eficazmente a la hora de la muerte a quien se lo pidió durante toda su vida cincuenta o ciento cincuenta veces cada día? La imposibilidad moral se hace tan grande que casi puede hablarse de imposibilidad prácticamente metafísica. Como se ve, afirmar que el rezo piadoso y diario del

santo rosario es una señal grandísima de predestinación y una especie de «seguro infalible de salvación» no es una afirmación gratuita e irresponsable, sino una conclusión rigurosamente teológica, que resiste el examen de la crítica más severa»[35].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 96. [2] 1 Jn, 4, 14. [3]Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 96 [4] 2 Co 12, 8,9.

[5] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 96. [6] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 13, in c. [7] Ibíd., II-II, q. 83, a. 15, in c. [8] Ibíd., II-II, q. 83, a. 15, ad 3. [9] Ibíd., II-II, q. 83, a. 15, ad 1. [10] Ibíd., II-II, q. 83, a. 16, ad 2. [11] Ibíd., II-II, q. 83, a. 16, in c. [12] Ibíd., II-II, q. 83, a. 16, ad 2. [13] Ibíd., I-II, q. 114, a. 6, in c. [14] Ibíd., II-II. q. 83, a. 15, ad 2 [15] Ibíd., II-II, q. 83, a. 15, ad 2. [16] Antonio Royo Marín, O.P., La oración del cristiano, Madrid, BAC, 1975, p. 13. [17] Ibíd., pp. 13-14. [18] ÍDEM, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968, p. 427. [19] ÍDEM, La oración del cristiano, op. cit., p. 14. Debe pedirse: «con fe, sin vacilar » (St, 1, 6) o sin dudar, creyendo firmemente que Dios nos va a conceder lo pedido por su bondad. [20] ÍDEM, Teología de la perfección cristiana, op. cit., p. 427. [21] ÍDEM, La oración del cristiano, op. cit., p. 14. [22] Santo Tomás De Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 83, a. 16, ob. 2.

[23] Ibíd., II-II, q. 83, a. 16, ad 2. De manera que: «el valor meritorio e impetratorio de la oración obedece a distintas causas. Pues el mérito consiste en cierta adecuación entre el acto y el fin a que se ordena, el cual se le da como premio; por el contrario, la impetración se apoya en la liberalidad de la persona a quien se ruega; pues en ocasiones impetra uno lo que no merece, fiado en la liberalidad de aquel a quien suplica» (Ibíd., Supl., q. 72, a. 3, ad 4.. [24] Antonio Royo MaríN, Teología de la perfección cristiana, op. cit., p. 428 [25] ÍDEM, La oración del cristiano, op. cit., p. 14. [26] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 96. [27] Antonio Royo MaríN, La oración del cristiano, p. 15. [28] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 14, in c. [29] Antonio Royo Marín, La oración del cristiano, op. cit., p. 15 [30] ÍDEM, Teología de la perfección cristiana, op. cit., p. 425. [31] ÍDEM, La oración del cristiano, op. cit., pp. 11-12. [32] S. Alfonso María de Ligorio. De la importancia de la oración para alcanzar de Dios todas las gracias y la salud eterna, trad. Joaquín Roca y Cornet, Barcelona, Pons y Cia, Editores Católicos, 1869, I, c. 1, p. 16. [33] Antonio Royo Marín, La Virgen María, Madrid, BAC, 1968, p. 423. [34] Ibíd., p. 424. [35] Íbíd., p. 425. Refiere el filósofo tomista Ignacio Mª Azcoaga, amigo y discípulo de Fray Antonio Royo Marín, que el fraile dominico, en 1985, en su predicación, el día de la Virgen del Rosario en el convento de las Dominicas de San Sebastián afirmó: «En nombre de Dios os lo aseguro, si rezáis bien el Rosario os habéis de salvar infaliblemente» (Ignacio Mª Azcoaga Bengoechea, El Corazón de Jesús en el tercer milenio. Al servicio de la «civilización del amor», San Sebastián, Antza, 2018, 1ª ed. 2 vols., vol. I , «El Rosario y la salvación eterna», pp. 317-323, p. 317).

LIV. El bien de la desigualdad universal 595. ––Los capítulos anteriores dedicados a la providencia divina manifiestan que: «todo cuanto ha sido dispuesto por la divina providencia obedece a un plan». ¿Por qué este proyecto incluye tantas criaturas? –– Lo explicado en tales capítulos también revela que: «Dios ordena por su providencia todas las cosas a la bondad divina como a su fin, y no con objeto de acrecentar de este modo su bondad con las cosas creadas, sino para que ella quede impresa, en cuanto cabe en las cosas». Difunde y comunica así su propia bondad. Este fin explica la multiplicidad y diversidad de las cosas creadas, porque: «como toda substancia creada necesariamente queda por debajo de la perfección de la divina bondad, para que la semejanza de ésta se comunicara más perfectamente, fue preciso establecer diversidad de las cosas, de modo que lo que una no pudiera representar a la perfección lo representaran varias con su diversidad y de modo más perfecto». Ejemplo de ello es el lenguaje humano. «Vemos

que, cuando el hombre no puede expresar con una sola palabra una idea, multiplica diversamente las palabras para manifestar con ellas su concepto mental». La inmensa diversidad de los seres creados, que cuanto más se descubre más sorprende al hombre, e incluso le produce extrañeza, tanta que hasta le impide encontrarle su sentido, revela: «la eminencia de la perfección divina», porque: «la bondad perfecta, que en Dios es única y total, en las criaturas sólo puede ser diversa y parcial». La variedad de las cosas creadas por Dios no proviene de su materia, su primer constitutivo esencial, sino del otro, la forma substancial. De manera que: «las cosas son diversas porque tienen diversas formas, de las cuales reciben la especie». De ahí que pueda decirse que: «la diversidad de formas que hay en las cosas se toma del fin», la bondad divina. 596. ––¿La diversidad de las formas implica que no todo sea igual? –– De acuerdo con esta explicación, sostiene Santo Tomás que: «la diversidad de las cosas exige que no todo sea igual y que en las cosas haya orden y grados». Explica que, por una parte, el orden en la multiplicidad y variedad de las cosas creadas es según sus correspondientes formas, de manera que «la razón del orden en las cosas se toma de la diversidad de formas». Por otra, que: «como la forma es lo que da el ser a una cosa», en cuanto que según la medida o grado de la forma se tiene una determinada medida o grado de ser; como consecuencia: «cada cosa, según el ser que tiene, se asemeja a Dios, que es de manera simple su mismo Ser», De estas dos afirmaciones, se sigue de manera necesaria que: «la forma sea la semejanza divina participada en las cosas» Por eso Aristóteles, hablando de la forma, dice que «es algo divino y deseable» (Física I, c. 9)». Además: «la semejanza referida a la unidad simple», como es Dios, no puede diversificarse sino en cuanto que su semejanza es más próxima o más lejana. Por consiguiente, como Dios es el mismo ser, o la misma perfección, porque ser es máxima perfección, «cuanto más cerca está una cosa de la semejanza divina, más perfecta es». Por esta diferente semejanza en el ser o en la perfección, puede precisarse que: «en las formas no puede haber otra diferencia que el ser una más perfecta que otra». Las diferencias en las formas son por sus distintas perfecciones. «Por esto, Aristóteles, en su Metafísica (VIII, c. 3) compara las definiciones –con las que expresamos las naturalezas y formas de las cosas– a los números, en los cuales varía la especie por adición y substracción de la unidad, dando a entender con ello que la diversidad de formas requiere diverso grado de perfección». De manera parecida a como cada número natural se diferencia del anterior por una unidad, las formas se distinguen por un nivel superior de perfección. 597. ––¿Por qué, además de la desigualdad de las cosas por su perfección, hay un orden entre ellas? ––De manera también similar a los números, que siguen un orden en su graduación, ocurre en las formas en su grado de perfección. «Lo cual puede ver claramente quien considere la naturaleza de las cosas, pues observando diligentemente, encontrará que la diversidad de ellas se cumple gradualmente». Hay una escala de los entes, según su perfección, porque el observador: «sobre los cuerpos inanimados encontrara las plantas; sobre éstas, los animales irracionales; sobre éstos, las substancias intelectuales». Asimismo en cada uno de estos cuatro grados de entes inertes, vivientes vegetales, vivientes animales y vivientes espirituales: «descubrirá la diversidad según que unos son más perfectos que otros»; y con una graduación continuada, de manera que: «lo

supremo del género inferior aparece próximo al género superior, y viceversa, cual es la semejanza entre los animales inmóviles y las plantas». Se cumple así la tesis neoplatónica, expresada por el Pseudo Dionisio: «que dice: «la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores» (Los nombres divinos, VII, 3)». Toda esta escala de entes, por la semejanza divina o grados de perfección en el ser, prueba que no todos los entes en sus naturalezas universales y en su individualidad son iguales. Las cosas son desiguales en su ser y perfección, pero conservan un orden en su graduación, que constituye una escala de entes diversos. 598. ––¿Son también distintas y graduadas las operaciones de las diferentes cosas? ––La desigualdad de las cosas repercute en sus obras, porque: «la diferencia de operaciones nace de la diversidad de formas, según las cuales se diversifican específicamente las cosas». La razón es la siguiente: «cada cual obra en cuanto que está en acto, porque lo que está en potencia, en cuanto tal, carece de acción, y como el ente está en acto por la forma, es preciso que la operación de cada cosa corresponda a su forma». Por consiguiente: «si hay diversas formas, haya también diversas operaciones». 599. ––¿En un mundo desigual, cada cosa tiene su propio fin por el que actúa? ––Los fines de las cosas, además del fin universal y de los fines genéricos o específicos, son también individuales y, por tanto, distintos, porque: «como cada cosa alcanza su propio fin mediante su propia acción, es necesario que los fines propios sean diversos en las cosas, aunque el último sea común para todas». 600. ––¿Además de la diversidad de las formas, de las operaciones, y de los fines puede hablarse de diferencias en la materia de los cuerpos? ––No hay desigualdad en la materia en cuanto significa la materia prima, constitutivo esencial totalmente potencial, indeterminado y común a todos los cuerpos. En cambio, si con el término materia se significa la materia prima con una o más determinaciones de la forma, y que le disponen para las otras determinaciones de la forma y, por tanto, como sujeto o «materia» de las mismas, debe afirmarse que hay diferentes materias. Estas diversas materias están constituidas por la común materia prima, la primera determinación de su forma, actualización a la que sigue el accidente de la cantidad, que, por tanto, también le acompaña. La materia así definida, que por poseer ya la cantidad se le llama también cuerpo, es la materia o sujeto de las restantes determinaciones de su forma substancial. Puede así afirmarse que: «a la diversidad de formas corresponde también el diverso estado de la materia», o de lo que es sujeto de determinaciones superiores. Debe precisarse que ello ocurre en los cuerpos o substancias compuestas de, materia y forma, no en las esencias de las substancias simples, que sólo son formas, porque: «como las formas se diversifican por su grado mayor o menor de perfección, hay entre ellas algunas cuya perfección consiste en que son por sí subsistentes y perfectas y no precisan del apoyo de la materia». Para subsistir, o existir por y en sí, y, por tanto, tener un ser propio, que les confiera el existir de este modo independiente, les basta la forma. «Mientras que otras no puedan subsistir perfectamente por sí y requieren el fundamento de la materia; de modo que lo que subsiste ni es forma solamente ni sólo materia, la cual no es por sí ente en acto, sino un compuesto de ambos». Es, en estos compuestos, donde cabe la distinción de distintos niveles de materia o de sujeto de determinaciones o perfecciones de la forma. Con respecto a esta materia, ya informada por una o varias determinaciones formales, las restantes de la única forma substancial se comportarán como su forma.

Entre este sujeto o materia y lo que es considerado como su forma, debe existir una adecuación, porque: «si no hubiera proporción entre la materia y la forma, no podrían juntarse para constituir un sola cosa». La forma, con las determinaciones que se consideran, no podría componerse con otra materia con un nivel no adecuado de determinaciones, porque no podría ser entonces tenida por su sujeto. De manera que, con respecto a estas concepciones de la materia y de la forma: «si han de estar proporcionadas, es necesario que a diversas formas correspondan diversas materias». De ello se sigue: «que unas formas requieran materia simple y otras materia compuesta»; y que a su vez, «según la diversidad de formas, se dé diversa composición de partes, congruentes a la especie de la forma y a la operación de la misma», partes tomadas en este sentido de materia y forma. 601. ––¿Tiene alguna consecuencia la pluralidad y las diferencias en la materia? ––Afirma Santo Tomás seguidamente que se siguen dos consecuencias. La primera es que, en la escala de los entes por los grados de perfección, los que están en un nivel superior por su inmaterialidad y por su perfección actúan sobre los inferiores. La razón es porque: «de la diversa relación a la materia síguese la diversidad de agentes y pacientes, pues, como cada cual obra por razón de la forma y sufre y es movido por razón de la materia, es preciso que los seres más perfectos y menos materiales obren en los que son más materiales y cuyas formas son más imperfectas». La segunda consecuencia es la siguiente: «de la diversidad de formas, materias y agentes nace la diversidad de propiedades y accidentes». Se explica, porque: «siendo la substancia causa del accidente, como lo perfecto de lo imperfecto, se requiere que de los diversos principios substanciales nazcan los diversos accidentes propios». Las propiedades o accidentes propios, por derivarse necesariamente de la substancia, que son diversas, tampoco serán idénticos. «Por otra parte, como de los diversos agentes proceden las diversas influencias en los pacientes, según sea la diversidad de agentes así será la diversidad de accidentes que ellos imprimen», accidentes que no son esenciales ni necesarios. 602. ––¿Qué revela la diversidad en todos los constitutivos de las criaturas? –– Todas las diferencias examinadas evidencian que: «al asignar la divina providencia a las cosas creadas los diversos accidentes, acciones y pasiones, así como a su colocación, no lo hace sin una razón». Lo confirma que: «la Sagrada Escritura atribuye la creación y gobierno de las cosas a la sabiduría y prudencia divina, pues se dice: «El Señor por la sabiduría fundó la tierra, estableció los cielos por la prudencia. Por su sabiduría se abrieron los abismos, y las nubes se condensan de rocío» (Prov 3, 19-20), Y se dice de la sabiduría divina que: «llega eficazmente de uno a otro extremo y todo lo dispone con suavidad» (Sab 8, 1). Y en otra parte: «Todo lo dispuso en peso, número y medida» (Sab 11, 21). Por medida o cantidad, entendemos el modo o grado de perfección de cada cosa; por el número, la pluralidad y diversidad de especies, resultante de los diversos grados de perfección; y por peso, las diversas inclinaciones a lo propios fines, a las operaciones, a los agentes y pacientes y accidentes que provienen de la distinción de especies»[1]. En estas últimas palabras de la Escritura, San Agustín descubrió que expresan la caracterización trinitaria del bien finito y que permiten la jerarquización de los bienes finitos en una graduación de niveles de participación del bien. No considera que modo, especie y orden sean constitutivos intrínsecos de las cosas, ni, por tanto, con una relación hilemórfica. Son dimensiones de cada perfección, que se encuentran en todos los entes.

Sobre estas tres dimensiones explica San Agustín que: «Dios no es medida, ni peso, ni número, ni todo esto a la vez»[2]. Es el que ha creado todos los bienes en la criatura con tres dimensiones metafísicas: medida o modo, que es su manera individual o no común de existir; número o forma, o especie, que la expresa; y peso u orden, o finalidad, que mueve como el peso. Santo Tomás, que asume esta triple dimensión de lo bueno, muestra su necesidad por el constitutivo esencial de todas las criaturas. La esencia o lo que las cosas son, que se expresa en su definición o especie, requiere el modo, la especie y el orden. Se prueba porque la especie o esencia, forma de lo individual existente, exige algo que le anteceda, que es lo que se denomina modo, y algo que se derive, que es el orden. En la esencia concreta singular, que es la que existe en las cosas, el modo es la vertiente existencial y singular por el que cada cosa puede estar y actuar determinadamente en un lugar concreto. Se corresponde a la medida, porque según el modo una perfección se da en la realidad. En las esencias materiales, el modo es ininteligible, por serlo de una individualidad material. Como consecuencia, la individualidad no queda fuera del bien, que no está reducido a la dimensión esencial o específica, sino que es también una dimensión suya. Lo que es bueno lo es por lo que es y asimismo por su individualidad o diferencias propias. Junto con las diferencias, que pertenecen a la misma especie, que es buena por sus constitutivos intrínsecos o perfecciones, todavía es posible mantener otras diferencias en su perfección por su modo, peculiaridad o estilo, de realizar la misma esencia. La especie, que puede denominarse forma, porque por ella las cosas pertenecen a una determinada especie, está constituida por los principios o constitutivos intrínsicos de la esencia, que la hacen buena. Si el modo es ininteligible en lo material, en cambio, la especie es siempre el aspecto conceptualizable de lo bueno, lo que atrae la atención de la inteligencia. Esta segunda dimensión del bien, que como las otras no es un bien, ni, por tanto, ente o cosa, es con las otras dos dimensiones, lo que constituye al bien, De la especie se sigue el orden. Explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «De la forma se deriva la inclinación al fin, a la acción y a otras cosas, porque los entes que están en acto obran y tienden a lo que les es provechoso con arreglo a su forma, y esto es lo que entendemos por «peso y orden». De ahí que el concepto de bien, atendiendo a la perfección, consista también en el modo, especie y orden»[3]. El orden, la tercera dimensión del bien, es la relación o lo relativo, que está fundada en las otras dos dimensiones. El orden da razón de la referencia y orientación de las cosas, de su dinamismo tendencial, tanto en su aspecto de apetición o de búsqueda como de difusión de sí. El orden es, por tanto, la inclinación o tendencia que lo bueno, según sus perfecciones intrínsecas, tiene a otras cosas distintas. Si el modo y especie son los que causan el orden, habrá un orden específico y un orden particular o individual. 603. ––¿Las dimensiones de la bondad participada de las criaturas, modo, especie y orden son por igual objeto de la divina providencia? ––La razón de la divina providencia, como ya se ha dicho: «es, primero la bondad divina como fin último, que es el primer principio de la acción». Afirma también Santo Tomás que: «Después es la multitud de cosas en cuya constitución entra necesariamente la diversidad de grados en las formas y materias, en los agentes y pacientes y en las acciones y accidentes». Puede de ello inferir que: «así como el primer fundamento de la providencia divina es en absoluto la bondad de Dios, así también el primer fundamento en las criaturas es su multitud, para cuya institución y conservación manifiesta estar ordenado todo lo otro. Y por esto dice Boecio: «Todas

las cosas, que fueron constituidas, desde el origen de la naturaleza de las cosas, manifiestan haber sido formadas en razón de los números» (Aritmética, I, c. 2)»[4], o de las múltiples individualidades, que expresan lo que se denominan modos del bien. Puede decirse, por tanto, que el modo es el fundamento de la especie y el orden. 604. ––¿La multiplicidad, y, por tanto, la desigualdad, como fundamento de la realidad creada, es una tesis desconocida o ignorada y hasta extraña? ––Notaba Clive Staples Lewis que el olvido de la importancia y bondad de la desigualdad, en nuestros días, puede explicarse, por un motivo político, porque el término «democracia», desde su uso en la modernidad, ha dejado de tener «un significado claro y definible». De manera que, en la actualidad, por «corrupción del lenguaje, no se advierte que: »democracia» es en realidad el nombre de un sistema político, incluso un sistema de votación»[5]. El término: «está conectado, por supuesto, con ideal político de que los hombres debieran ser tratados de forma igualitaria». Sin embargo, se ha operado un oculto cambio de significado en los hombres de nuestra época, por la «transición en sus mentes desde este ideal político a la creencia efectiva de que todos los hombres son iguales». Con ello, la palabra se puede utilizar como un «conjuro o (…) por su poder de venta». Los hombres: «pueden usar la palabra democracia, pues, para sancionar en su pensamiento el más vil (y también el menos deleitable) de todos los sentimientos humanos. No les será difícil conseguir que adopte, sin vergüenza y con una sensación agradable de autoaprobación, una conducta que sería ridiculizada universalmente si no estuviera protegida por la palabra mágica». Este nuevo significado, que se ha traslado de manera inadvertida, es claramente falso. Su aceptación: «induce a un hombre a decir «soy tan bueno como tú». La primera y más evidente ventaja de ese sentimiento es inducirle a entronizar en el centro de su vida una útil, sólida y clamorosa falsedad». Tal falsedad no sólo lo es de hecho, sino además quien la dice «ni él mismo la cree. Nadie que dice «soy tan bueno como tú» se lo cree». La prueba es que si lo creyera no lo manifestaría. «Fuera del campo estrictamente político, la declaración de igualdad es hecha exclusivamente por quienes se consideran a sí mismos inferiores de algún modo». De ahí que: «La afirmación expresa, precisamente, la lacerante, hiriente y atormentadora conciencia de una inferioridad que se niega a aceptar el que la padece»[6]. Niega de este modo cualquier superioridad de los demás. Considera que: «las meras diferencias son exigencias de superioridad. Nadie debe ser diferente de él ni por su voz, vestidos, modales, distracciones o gustos culinarios». Ante una diferencia de otros, piensa que se trata: «de una afectación vil, altanera y cursi», o que se actúa por presunción, vanidad o cualquier otros motivo ruin. «Si fueran tipos como deben ser, serían como yo. No tienen derecho a ser diferentes. Es antidemocrático». 605. ––¿Cuál es el motivo de la identificación de la democracia con la igualdad absoluta? ––Considera Lewis que lo que se encuentra en la base de este moderno concepto abusivo de democracia, que se identifica con la igualdad, y negadora así de las diferencias individuales, bienes creados y queridos por Dios, es la envidia, Comenta que los hombres: «la habían considerado siempre el más odioso y ridículo de los vicios. Quienes eran conscientes de sentirla lo hacían con vergüenza. Quienes no lo eran la detestaban en los demás». Sin embargo, en la actualidad hay una novedad, que: «consiste en la posibilidad de sancionarla, convertirla en actitud respetable –e, incluso, encomiable– merced al uso hipnotizador de la palabra «democrático». Por el influjo, en la sociedad actual de esta palabra, que actúa como un «encantamiento», se descubren dos situaciones distintas. En una: «quienes son inferiores en algún sentido –o en

todos– pueden trabajar con más entusiasmo y mayor éxito que en ninguna otra época para rebajar a los demás a su mismo nivel». En otra, y muchas veces sin advertir su mágico influjo: «quienes se aproximan –o podrían aproximarse– a una humanidad plena retroceden de hecho ante ella por temor». Así, por ejemplo, hay quienes: «reprimen un gusto incipiente por la música clásica o la buena literatura porque eso podría impedirles ser como todo el mundo». Por el mismo motivo: «personas que desearían realmente ser honestas, castas o templadas –y a las que se les ha brindado la gracia que les permitiría serlo– lo rehúsan». Lo hacen, porque si aceptaran su inclinación o la gracia que reciben: «podría hacerlas diferentes, ofender el estilo de vida, excluirlos de la solidaridad, dificultar su integración en el grupo. Podrían –¡horror de los horrores¡– convertirse en individuos»[7]. Todo ello manifiesta: «el vasto movimiento general hacia el descrédito y, en última instancia, la eliminación de cualquier género de excelencia humana; moral, cultural, social e intelectual». Nota Lewis que: «la democracia (en el sentido encantador) está haciendo ahora (…) el mismo trabajo –y con los mismos métodos– realizado en otro tiempo por las dictaduras más antiguas». Recuerda a continuación que: «uno de los dictadores griegos, que entonces llamaban «tiranos», envío un emisario a otro dictador para pedirle consejo sobre los principios de gobierno. El segundo dictador condujo al mensajero a un campo de maíz, y allí cortó con su bastón la copa de los tallos que sobresalían un par de centímetros por encima del nivel general». La enseñanza era manifiesta: «No tolerar preeminencia alguna entre los súbditos, no permitir que viva nadie más sabio, mejor, más famoso y ni siquiera más hermoso que la masa, cortarlos todos por el mismo nivel, todos esclavos, todos ceros a la izquierda, todos «don nadies», todos iguales. Así podría el tirano ejercer la «democracia»[8], el reino de la igualdad. En nuestra época, sorprendentemente: «la «democracia» puede hacer el mismo trabajo, sin otra tiranía que la suya propia. Nadie necesita en la actualidad penetrar en el campo de maíz con un bastón. Los propios tallos pequeños cortarán las copas de los grandes». Además: «incluso los grandes están comenzando a cortar las suyas movidos por el deseo de ser como todos los tallos». Con este intento: «prácticamente han dejado de ser individuos», que, para ellos: «es un trabajo laboriosos y difícil». 606. ––¿Esta errónea y peligrosa concepción tiende a propagarse? ––Advierte Lewis que esta dramática situación se puede prolongar, porque el espíritu de igualdad: «expresado en la fórmula «soy tan bueno como tú» se ha convertido ya en algo más que una influencia de índole generalmente social. Comienza a abrirse camino en el sistema educativo»[9]. Se descubre en la actual tendencia general educativa. «El principio básico de la nueva educación ha de ser evitar que los zopencos y gandules se sientan inferiores a los alumnos inteligentes y trabajadores. Eso sería «antidemocrático». Como consecuencia: «las diferencias entre los alumnos se deben disimular, pues son obvia y claramente diferencias individuales». Para ellos: «en las universidades, los exámenes se deben plantear de modo que la mayoría de los estudiantes puedan ir a la universidad, tanto si tienen posibilidades (o ganas) de beneficiarse de la educación superior como si no». También se aplica a los otros niveles educativos. «En las escuelas, los niños torpes o perezosos para aprender lenguas, matemáticas o ciencias elementales pueden dedicarse a hacer las cosas que los niños acostumbran a realizar en sus ratos libres. Dejémosles que hagan pasteles de barro, por ejemplo, y llamémosle modelar. En ningún momento debe haber, no obstante, el menor indicio de que son inferiores a los niños que están trabajando. Sea cual sea la tontería que los mantenga ocupados, debe gozar».

Por la eliminación de las diferencias y en nombre de la igualdad o la democracia, también: «los niños capacitados para pasar a la clase superior pueden ser retenidos artificialmente en la anterior, pues, de no hacerlo, los demás podrían sufrir un trauma (…) al quedar rezagados. Así pues, el alumno brillante permanece democráticamente encadenado a su grupo de edad durante todo el período escolar»[10]. A su vez, el alumno atrasado se le pasa al nivel superior de los demás, y para que no haya diferencias «antidemocráticas» se rebajaran los contenidos y las exigencias a su inferior nivel. Anunciaba Lewis, a mitad del siglo veinte, que si seguía la tendencia educativa, que se iniciaba entonces, ocurrirían tres hechos muy graves. Primero: «los incentivos para aprender y los castigos por no hacerlo desaparecerán». Segundo, «a la minoría que pudiera desear aprender se le impedirá hacerlo. ¿Quiénes son ellos para descollar sobre sus compañeros». Tercero, no se les podrá ayudar, porque: «los profesores -¿debería decir acaso niñeras?– estarán muy ocupados alentando a los zopencos y dándoles palmaditas en la espalda para no perder el tiempo en la verdadera enseñanza»[11]. 607. ––Se ha probado que la comunicación de la bondad divina explica la multitud y desigualdad de la criaturas en la escala de los entes, según su bondad participada. ¿Esta comunicación o difusión de bien es necesaria?, ¿Lo es también la existencia de la diversidad creada? ––Precisa Santo Tomás, sobre la bondad divina como primer principio, que: «es cosa necesaria que Dios ame su bondad; pero lo que no se sigue necesariamente es que su bondad sea representada por las criaturas, porque la bondad divina es perfecta sin esto»[12]. Para probar esta última afirmación, debe tenerse en cuenta que: «por razón del fin, el entendimiento práctico difiere el especulativo por el fin, como dice Aristóteles en Sobre el alma (III, c. 10, n. 2)», porque: «el fin del entendimiento práctico es la operación, y el del especulativo es la contemplación de la verdad». De ahí que respecto al conocimiento de sí mismo: «Dios no tiene más que ciencia especulativa, ya que Él no es algo que se pueda hacer»[13]. En cambio: «respecto de todo lo demás, tienen ciencia especulativa y práctica a la vez». Es especulativa porque conoce perfectamente todas las criaturas, y práctica porque es su causa. Además de su finalidad, la ciencia o razón especulativa y la práctica difieren porque: «en lo especulativo, el principio es la forma y la esencia; sin embargo, en lo práctico es el fin, que unas veces se identifica realmente con la forma y otras no. Además, en lo especulativo, el principio debe ser siempre necesario; pero en lo práctico no siempre lo es, Así, por ejemplo, al hombre le es necesario querer la felicidad como fin, mas no le es necesario querer la construcción de una casa». De ahí que en la creación de las múltiples y diversas cosas, causadas por el conocimiento especulativo y práctico, no se dé la necesidad, porque «la producción de las criaturas en el ser, aunque tiene su origen en la razón de la divina bondad, depende, sin embargo, de la simple voluntad de Dios»[14]. 608. ––¿En que sentido la razón o entendimiento infinito de Dios es la causa de todas las criaturas? ––Afirma Santo Tomás, en la cuestión de la Suma Teológica de la ciencia divina, queel conocimiento o ciencia de Dios es causa de todas las criaturas. «La ciencia de Dios es causa de las cosas. La ciencia divina es, respecto a los seres creados, lo que la del artífice respecto a lo que fabrica. La ciencia del artífice es causa de lo fabricado, porque el artífice obra guiado por su pensamiento, por lo cual la forma que tiene en el entendimiento, es principio de su operación, como el calor lo es de la calefacción».

La ciencia divina es causa primera ejemplar o modélica de todo lo creado, como la idea que tiene un artista de lo que realiza en su obra. Es también causa eficiente de todo, pero entonces con la voluntad de crearlo. La idea ejemplar: «no es principio de acción si no se le añade tendencia a producir un efecto, cosa que hace la voluntad». Como: «la ciencia divina sea causa de las cosas en cuanto lleva adjunta la voluntad, y por este motivo suele llamársela «ciencia de aprobación»[15]. Precisa además que, como «la ciencia de Dios es causa de las cosas, porque lleva adjunta la voluntad», y es entonces ciencia de aprobación, «no es indispensable que exista, o que haya existido, o que tenga que existir todo lo que Dios conoce, sino sólo lo que El quiere o permite que exista»[16] y, por tanto, lo que aprueba. Después por su potencia se ejecutara lo dirigido por la ciencia y mandado por la voluntad y existirá actualmente en la realidad[17]. Por ello: «en la ciencia de Dios no entra que las cosas existan, sino que puedan existir»[18]. En este mismo lugar, indica Santo Tomás que: «Algunas cosas no son en acto, pero lo fueron o lo serán, y de estas cosas se dice que Dios tiene ciencia de visión». El objeto de la ciencia de visión son las cosas con existencia actual en la eternidad –las que han existido, las que existen y las que existirán–. Se denomina ciencia de visión, porque: «como el entender de Dios, se mide por la eternidad, y ésta incluye en su simultaneidad sin sucesión la duración de todos los tiempos, la mirada de Dios se posa en el tiempo y en cuanto en cualquier instante del tiempo existe como en cosas que están en presencia suya». Hay también objetos que no tienen existencia actual. «Son cosas en el poder de Dios o de las criaturas que, sin embargo, ni existen, ni existieron, ni existirán en la realidad, y respecto de ellas no se dice que tenga Dios ciencia de visión, sino de inteligencia». Se llama así, porque: «entre nosotros las cosas que se ven tienen otro ser distinto fuera del que las ve»[19]. La ciencia divina de aprobación, o de lo que quiere hacer, se puede situar entre la ciencia de simple inteligencia, o de lo que Dios puede hacer, y la ciencia de visión, o de lo que de hecho hace. La ciencia de aprobación, de las cosas que han sido aprobadas o confirmadas por su voluntad, que quiere causarlas, no coincide con la ciencia de visión, porque se refiere a las cosas, que, ya aprobadas, Dios quiere hacer, pero no siempre las hace, porque por ser libre no termina o cierra el decreto, ni, por tanto, el efecto incoado; o porque no se cumpla una determinada condición; o porque lo impida la criatura y lo permita. En cualquier caso, tanto la ciencia de visión como la de aprobación no son ciencias necesarias, como la de simple inteligencia, sino libres, porque las dos son posteriores a los decretos de su voluntad libre. 609. ––Concluye el Aquinate en la Suma contra los gentiles, que cuando libremente «Dios quiera comunicar su bondad a las criaturas en cuanto es posible y a modo de semejanza, tendremos en esto la razón de la diversidad de las criaturas». Sin embargo, ¿serán necesarias su cuantía y sus diferencias? ––Según lo explicado: «es evidente que la providencia gobierna las cosas según determinada razón y, sin embargo, esta razón se toma supuesta la voluntad divina», y por tanto, también su libertad. De manera que: «no se sigue que la diversidad haya de ser necesariamente según esta o aquella medida de perfección o según este o aquel número de cosas»[20]. No sólo no es necesaria que se dé la diversidad de criaturas, sino que tampoco la multitud y diversidad creada sea necesaria, porque podría ser distinta. Siempre «Dios es causa de las cosas por su voluntad y no por necesidad de su naturaleza»[21]. Con esta explicación, se excluyen dos errores. El primero, afín a los voluntarismos posteriores es «el error de quienes creen que todas las cosas responden a un simple querer no razonado, que es el error de los «mutakallimíes» entre los sarracenos, como dice rabí Moisés, según los cuales no hay diferencia alguna en que el fuego caliente o enfríe, sino porque Dios lo quiere así». El

segundo es del determinismo teológico, porque es «el error de quienes dicen que el orden de causas proviene de la providencia divina a modo de necesidad»[22]. Debe decirse, por consiguiente, que: «la ciencia y la voluntad de Dios son causa de las cosas»[23]. Las criaturas tienen tres causas divinas, su ciencia, su voluntad y su potencia. La ciencia divina es causa dirigente, la voluntad divina es causa ordenante y la potencia divina es causa ejecutora. Por tanto, como causas: «la voluntad manda y la ciencia dirige»[24]. Nota, por último Santo Tomas que: «cuando se busca el porqué de algún efecto natural, podemos dar razón de él por alguna causa próxima, con tal, sin embargo, de que todo lo reduzcamos a la voluntad divina como a su causa primera. Por ejemplo, si se pregunta: «¿Por qué se ha calentado el leño en presencia del fuego?», se dice: «¿Por qué el calentar es la acción natural del fuego?»; y esto: «Porque el calor es el accidente propio del fuego»; y esto: «Porque es efecto de su propia forma». Y así sucesivamente hasta llegar a la voluntad divina. Por eso, si alguien, a quien pregunta por qué se ha calentado el leño, responde: «Porque Dios lo quiso», contesta convenientemente si intenta deducir la cuestión a su causa primera, pero inconvenientemente si intenta excluir las demás causas»[25]. Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 97. [2] SAN AGUSTÍN, Del génesis a la letra, lib. 4, c. 3. [3] Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 5, a, 5, in c. [4] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 97. [5] C.S. Lewis, El diablo propone un brindis y otros ensayos, «El diablo propone un brindis», Madrid, Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 31-50, p. 41. [6] Ibíd., p. 42. [7] Ibíd., p. 43. [8] Ibíd., p. 44. [9] Ibíd., p. 45. [10] Ibíd., p. 46. [11] Ibíd., p. 47. [12] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 97. [13] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 14, a. 16, in c. [14] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 97. [15] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 14, a. 8, in c.

[16] Íbíd., I, q. 14, a. 9, in c. [17] Cf. Ibíd., I, q. 25, a. 1, ad 4. [18] Íbíd., I, q. 14, a. 9, ad 3. [19] Ibíd., I, q. 14, a. 9, in c. [20] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 97. [21] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 4, in c. [22] ÍDEM, Suma contra los gentiles. 97. [23] Ídem, Suma teológica, I, q. 24, a. 1, ob. 4. [24] Ibíd., I, q. 25, a. 1, ad 4. [25] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 97.

Related Documents

Eudaldo Forment.docx
June 2020 7

More Documents from "MUB"