ÉTICA Y POLÍTICA EN SPINOZA Marilena Chaui* I. La relación entre ética y política es determinante en la filosofía de Spinoza. Ante todo, la prueba de esa relación se encuentra en los textos mismos del filósofo, porque tanto los tratados políticos remiten al texto de la Ética como fundamento, así como el final de la IV parte de la Ética deduce los conceptos de derecho natural, sociedad y derecho civil de la idea de la naturaleza humana. No podría ser de otro modo. La ética spinozista es una ética que identifica libertad y felicidad y la política spinozista demuestra que la política está instituida para asegurarle a los hombres la libertad, la seguridad y la paz. Sin embargo, el lazo que une ética y política es más profundo: lo que las une es el hecho de que el fundamento ontológico de ambas es el mismo, es decir, aquello que Spinoza designa con el concepto de conatus -el esfuerzo de conservación en la existencia- y que, él demuestra, es la esencia actual de todos los seres. Para Spinoza, la cuestión ética es: ¿cuál es el camino seguro, en el cual y gracias al cual, los humanos pueden fortalecer y expandir su conatus? Y la cuestión política es: ¿bajo qué formación social y bajo qué forma de poder el conatus individual y colectivo puede fortalecerse y expandirse? La primera cuestión lo conduce a la idea de la libertad como fuerza interna del cuerpo y de la mente para la pluralidad simultánea de acciones, la idea de la virtud como amor intelectual y a la definición del bien como conocimento verdadero de sí, de los otros y de la conexión de cada uno y de todos con el orden de la Naturaleza entera, es decir, con Dios. La segunda cuestión lo conduce a la idea de que el objetivo del Estado es asegurar la libertad y la seguridad de los ciudadanos y que la democracia es el más natural de los regímenes políticos y lo más propicio para la libertad, porque en él los hombres realizan su deseo natural originario, sea cual fuere, gobernar y no ser gobernados. Entonces, el concepto spinozista de conatus presupone una ontología y ésta, a su vez, se realiza simultáneamente como discurso instituyente de un pensamiento nuevo y como contra-discurso que 1
desmantela la tradición metafísica. Sabemos que, esa tradición llega al siglo XVII como una mezcla de filosofía griega y teología judeocristiana. Siendo así, el discurso nuevo de la ontología, de la ética y de la política no puede dejar de ser la demolición del edificio metafísico-teológico. Eso explica dos aspectos de la filosofía spinozista que suele espantar a los que acceden a ella por primera vez: por un lado, el texto de la Ética, cuya primera parte se intitula “De Dios” y no como se esperaría, “Del Hombre”; y por otro, la estructura del Tratado Teológico-Político, en el cual Spinoza llega a los fundamentos de la política recién en el capítulo 16, después de haber dedicado los capítulos anteriores a la interpretación de la Biblia. En otras palabras, quien se aproxima por vez primera a la obra ha de interrogarse: ¿Por qué iniciar un libro sobre ética comenzando por Dios y no por el hombre? ¿Y por qué anteceder la discusión sobre los fundamentos de la política con una exégesis bíblica? La respuesta es la misma en ambos casos: un pensamiento nuevo sobre la realidad y sobre las acciones humanas exige la destrucción de los presupuestos teológico-metafísicos heredados. El primer objetivo del contra-discurso spinozista es la demolición del edificio religioso-teológico en el cual Dios y la Naturaleza son tomados por el prisma de la analogía: ambos serían sustancias, aunque con sentidos diferentes. El segundo objetivo al que apunta es el presupuesto teológico-metafísico de la analogía y sus consecuencias, es decir, las imágenes de la creación del mundo, de la finitud y de la voluntad divina omnipotente e insodable, donde nacen tanto la imagen de la transcendencia infinita como un ser y un poder separados de la Naturaleza como la teología negativa, que le impide al entendimiento finito el conocimiento del ser infinito, prometiéndole el éxtasis y la fusión en lo absoluto como obra regeneradora de la fe y de la gracia. El tercer objetivo es el edificio moral-teológico, construido con el cimiento imaginario entre libertad y arbitrio, en Dios; y entre libertad y culpa, en el hombre. En el prefacio a la tercera parte de la Ética, Spinoza afirma que la deducción geométrica de los afectos humanos, es decir, de los sentimientos y pasiones, causará sorpresa a aquellos que no dejan de considerarlos como vicios y contrarios a la razón, como si fuesen 2
algo “vano, absurdo y digno de horror”. ¿De dónde viene la terrible imagen teológica de las pasiones? “La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la manera de vivir de los hombres, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes comunes de la Naturaleza, sino de cosas que están fuera de la Naturaleza. Más aún, parecen concebir al hombre como imperio en un imperio (imperium in imperium). En efecto, creen que el hombre más bien perturba el orden de la Naturaleza; que tiene una potencia absoluta sobre sus acciones y que no es determinado por nada más que por sí mismo. Por lo tanto, atribuyen la causa de la impotencia e inconstancias humanas, no a la potencia común de la Naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana y, por este motivo, deploran, ridiculizan y desprecian, o, lo que sucede con más frecuencia, detestan; y se tiene por divino a quien ha sabido despedazar más elocuentemente o más sutilmente la impotencia del alma humana” (E III, Praefatio, G. T.II, p.102*). Combinando el mito de la inocencia y el pecado original de Adán con la teoría platónica del alma concupiscente y con la idea estoica de la pasión como enfermedad y contranatura, la tradición teológica produce la imagen del hombre como ser vicioso y atribuye el vicio al libre arbitrio de la voluntad. A esa primera combinación de imágenes, la tradición agrega una segunda, combinando la metafísica aristotélica de la pluralidad de sustancias y la idea hebrea de la creación del mundo y del hombre. Esa nueva combinación permite afirmar que el hombre es una sustancia creada inmediatamente por Dios, superior y mejor que la Naturaleza, pero dotado de libre voluntad corruptible por la cual se aleja y se separa del creador, transgrediendo la Ley. Porque Dios es sustancia, la naturaleza es sustancia y el hombre es sustancia, cada uno de ellos es imaginado como un ser independiente, una realidad que, después de creada, subsiste en sí y por sí misma. Es ese imaginario de la pluralidad *
N. de la T.: Si bien en el original de este texto (portugués) todas las referencias a las páginas pertenecen obviamente a las ediciones brasileñas de los libros de Baruch Spinoza; cabe aclarar que en esta traducción, la numeración de las páginas tanto del Tratado Teológico-Político –Tratado Político y las de la Ética Demostrada según el Orden Geométrico, corresponden a las versiones en habla hispana (TTP-TP, Editorial Tecnos, Madrid, 1985 y Ética…,Fondo de Cultura Económica, tercera edición, 1985)
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sustancial que lleva a la tradición teológica a la elaboración de la imagen de la relación del hombre con la Naturaleza como la confrontación de dos imperios, o el imperium in imperio (poder en el poder). La elección de la palabra imperium no es gratuita. Significando, originalmente, poder incondicional para promulgar leyes, hacer que se cumplan y usarla de sable, imperium significa, en lenguaje moderno, soberanía. Spinoza no sólo dice que la imaginación teológica considera al hombre un imperium vicioso, sino que también concibe la Naturaleza imperialmente. La marca del imperium, como su origen lo indica, es ser único. Por consiguiente, hombre y Naturaleza sólo pueden ser rivales, destinados a la lucha, y la ética sólo podrá encontrar fuera de la Naturaleza, es decir, en el hombre soberano, tanto las causas de la virtud cuanto las de la impotencia e inconstancia, propias de la pasión. Por voluntad, el hombre, después de transgredir la ley divina que le prohibía comer el fruto del árbol del conocimiento, pasa a transgredir la ley natural, deseando imponer a la Naturaleza su propia ley. Dado que la ley del hombre proviene de una fuente corrupta, el hombre contraría la Naturaleza y la perturba. Entonces, la ley natural también es ley divina, aquella ley accesible a la razón, decretada por la voluntad y por el intelecto divinos y comprensible para el hombre. Al contrariarla y perturbarla, la voluntad humana se subleva frente a Dios, en un gesto irracional, “vano, absurdo y digno de horror”. En un sólo impulso la imaginación teológica eleva al hombre -lo coloca como soberano frente a otro soberano-, lo rebaja y lo reniega, deplorándolo, ridicudizándolo, despreciándolo, exigiendo que abandone su propia naturaleza, considerada como contranatura, y encuentre otra para volverse virtuoso y digno de alabanza. El diagnóstico de Spinoza indica que la ética todavía está por ser escrita y que escribirla pasa por la demolición del edificio moral construido para aniquilar al hombre, al negarle su propio ser después de haberlo falsamente elevado. La primera tarea ética será demostrar que los afectos, es decir, los sentimientos y las pasiones, son perfectamente naturales. La naturalización de los afectos no significa tomarlos por naturales simplemente para que constatemos empíricamente que los sentimos, sino que ontológicamente somos 4
seres afectivos por naturaleza. Contra la imagen de una libertad basada en la culpa y en la debilidad de una voluntad corrupta, pero paradójicamente puesta como soberana, Spinoza demuestra que no tenemos poder absoluto sobre nuestros afectos ni poseemos una voluntad libre soberana, sino que somos apetito y deseo, causas eficientes naturales determinadas por las relaciones entre la potencia interna a nuestro ser y la potencia de causas exteriores. Son esas relaciones entre nuestra potencia interna y las potencias externas que hacen a las pasiones tan naturales cuanto a las acciones -no son vicios, sino propiedades de la naturaleza humana, “maneras de ser que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, los relámpagos y todos los metéoros pertenecen a la naturaleza del aire”. Así también la virtud ya no se encuentra más en la obediencia voluntaria a decretos y fines impuestos por la voluntad divina, sino en el aumento de la intensidad y de la fuerza de nuestra potencia interior, gracias al cual nos tornamos causas adecuadas1 de nuestro pensamiento y de nuestra acción. Dada la articulación necesaria entre ética y política, no nos debe sorprender que la apertura del Tratado Político sea semejante al prefacio de la tercera parte de la Ética: “La mayoría de los filósofos concibe los afectos, que entablan combate en nosotros, como vicios en que los hombres caen por culpa propia; por eso se habituaron a ridiculizarlos, deplorándolos, maltratándolos y, cuando quieren parecer más santos que todos, detestarlos. Creen así, hacer cosas divinas y elevarse a la cumbre de la sabiduría, prodigando toda clase de alabanzas a una naturaleza humana que en parte alguna existe y atacando con sus discursos a aquella que realmente sí existe. Conciben a los hombres no tal como
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N. de la T.: Según definición de Spinoza, él llama causa adecuada a aquella cuyo efecto puede percibirse clara y distintamente por ella misma. Por el contrario, denomina inadecuada o parcial a aquella cuyo efecto no puede entenderse por ella sola. (Ética, pág. 103)
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son, sino como a ellos mismos les gustarían que fuesen. He aquí el por qué -casi todos- en vez de una ética, escribieron sátiras, y no tuvieron sobre la política ideas que pudiesen ser puestas en práctica, concibiéndola entonces como quimera o utopía. Por este motivo, se cree que, de todas las ciencias que poseen aplicación, es en la política donde la teoría pasa por discrepar más que la praxis, no habiendo hombres que se estimen menos capaces de dirigir la república que los teóricos, es decir, los filósofos”. Entonces, ¿quiénes son aquellos que vituperan los afectos y las pasiones humanas? ¿Quiénes son aquellos que conciben la ética como sátira y la política como utopía? ¿Quiénes son esos que Spinoza curiosamente llama “los teóricos, los filósofos”? En verdad, son los teólogos, es decir, aquellos que pretenden obtener de la Biblia una teoría sobre la esencia de Dios, la esencia del hombre y el origen del poder político. No obstante, explica Spinoza en el TTP, la Biblia no ofrece ningún conocimento especulativo sino preceptos morales muy simples que todos los creyentes pueden comprender inmediatamente -amar a Dios y al prójimo-, hay que entender finalmente, qué es la teología y por qué es necesario alejarla tanto de la ética como de la política, y por lo tanto de la filosofía. La lectura del Theologico-Politicus, muestra que para Spinoza la diferencia entre filosofía y teología no es la diferencia entre dos dominios del saber, uno de ellos reservado a la razón natural y otro a la revelación. La distinción spinozista pasa por otro lado. En los dos primeros capítulos de la obra, Spinoza distingue profecía y conocimiento natural, gracias a la distinción entre imaginación e intelecto, certeza moral y evidencia racional, práctica política y especulación. En otras palabras, la profecía es un conocimiento imaginativo dotado de certeza moral y el profeta es un líder político y no un teólogo. Así, al afirmar que el profeta conoce más allá de lo que le permite el intelecto, Spinoza no afirma que el profeta conoce las mismas verdades que la razón, ni otras mejores y superiores, sino que la profecía es un conocimiento por imágenes, es decir, por signos indicativos e imperativos, que traspasa lo que el intelecto permite conocer como verdad evidente. Además de eso, deja en 6
claro que el profeta no pretende tener conocimiento especulativo -porque no hay contenidos especulativos en las Sagradas Escrituras-, no conoce la esencia ni la potencia de Dios, sino que simplemente acepta su existencia y pretende ser mensajero e intérprete de lo que juzga como voluntad divina, es decir, la Ley Hebrea. Su actividad es política y no especulativa. Sin embargo, no vayamos a creer que si el profeta es una figura política eso nos permitiría concluir que el teólogo es un pensador especulativo. En efecto, la teología es definida por la tradición cristiana como ciencia sobrenatural, pues la fuente es la revelación divina consignada en las Sagradas Escrituras. En el capítulo XV, distinguiendo entre filosofía y teología, Spinoza afirma que, por revelación (es decir, por imágenes, signos indicativos y signos imperativos) no obtenemos conocimiento verdadero de la esencia de Dios. He aquí por qué deseando dar fundamentos racionales a esas imágenes, el teólogo busca apoyo en la luz natural, invoca la razón para, “después de garantizar por razones ciertas” la interpretación de lo que fue revelado, encontrar “razones para tornar incierta” la razón. Recurriendo a la luz natural cuando carece de ella, para imponer lo que interpreta y expulsando la razón cuando ésta le muestra la falsedad de la interpretación o cuando ya obtuvo la aceptación de su punto de vista, la ambigüedad teológica frente a la razón diseña el lugar propio de la teología: es un sistema de imágenes con pretensión de concepto y cuyo fin es obtener, por un lado, el reconocimiento de la autoridad del teólogo (y no de la verdad intrínseca de su interpretación) y, por otro, la sumisión de los que lo escuchan, tanto mayor si fuese conseguida por consentimiento interior. El teólogo apunta a conseguir del otro el deseo de obedecer y de servir. De esa manera, se vuelve clara la diferencia entre filosofía y teología. La filosofía es saber. La teología, no-saber. Es simplemente una práctica de origen religioso destinada a crear y conservar autoridades por la creación del deseo de obediencia. Desconocida por el profeta -que no habla en su propio nombre, sino en nombre de la ley-, inútil para la fe -porque ésta se reduce a contenidos muy simples y a pocos preceptos de justicia y caridad-, peligrosa para la razón libre -que opera 7
según su necesidad interna autónoma-, la teología no es sólo diferente de la filosofía, sino que se opone a ella. Aislado el soporte teológico, le resta a la política -si no quisiera ser sátira o utopía inaplicable- buscar en la Naturaleza su fundamento. ¿Pero de qué Naturaleza se trata? Si el objeto de la política son los hombres tal como viven sus conflictos interiores y exteriores, “los hombres tal como son”, se trata de la naturaleza humana en el cruce del orden necesario y del orden común de la Naturaleza. Por eso mismo, el fundamento de la política no es la razón ni la voluntad de los hombres. ¿Qué son los hombres “tal cómo son”? En el orden necesario de la Naturaleza, son conatus cuyo nombre político es derecho natural. Por lo tanto, éste no es precepto de la recta razón o de la buena voluntad que ordenan y quieren lo justo, sino potencia de autoafirmación en la existencia: el derecho natural, demuestra Spinoza, se extiende hasta donde se extiende la potencia de cada uno, desconociendo lo bueno, lo malo, lo justo y lo injusto. No obstante, en el orden común de la Naturaleza, esa potencia es abstrata porque los humanos, seres finitos rodeados por otros más numerosos y más potentes de lo que cada uno es tomado en forma individual, deseando todo y pareciendo tener derecho a todo, no consiguen nada salvo la guerra, la muerte y el miedo. Sin embargo, la experiencia enseña que si la Naturaleza no crea pueblos ni naciones, entretanto ofrece las condiciones para que la Ciudad sea instituida, dado que ésta existe en todas partes. ¿Cómo pasar de la constatación empírica de la existencia política al conocimiento de su génesis? Desarticulada la referencia a Dios y a la Naturaleza como razón y voluntad, será necesario buscar el origen de la política en el derecho natural como pura fuerza debilitada en el estado de Naturaleza, interrogándonos cómo es posible pasar de los individuos a la multitudo sin recurrir a la idea de un sentimiento natural de justicia que causaría la sociabilidad, ni a la idea de un contrato entre voluntades que crearía el poder soberano. ¿Cómo se da ese pasaje? En otras palabras, ¿cuál es la génesis del sujeto político? Spinoza comenzará por la génesis del agente político en el 8
interior del juego de fuerzas que constituye el estado de naturaleza, deduciendo de ese agente las formas políticas como relaciones de proporción entre la potencia-derecho de la masa y la potenciaderecho de los gobernantes, probando que el derecho civil no es sino la fuerza concreta del derecho natural, fuerza que, en estado de naturaleza, era abstrata o inexistente y que las diferentes formas políticas transcurren de la manera en que es distribuida esa fuerza o potencia natural. Si la vida política ha de ser, como leemos en el Tratactus Politicus, el espacio donde los hombres llevan una existencia “propiamente humana”, es decir, en paz, con seguridad, en relativa concordia y donde se realiza el deseo de cada uno de “gobernar y no ser gobernado”, entonces, aunque esa existencia sea pasional y no sea definida por las exigencias de la razón, es necesario que los hombres, por lo menos, sepan los motivos pasionales que los llevan a la obediencia; y cabe diferenciar la obediencia producida por la teología de aquella nacida de las leyes de la Ciudad. En esa perspectiva, comprendemos una de las más sorprendentes innovaciones del discurso político aportadas por la filosofía de Spinoza, que sea el texto político más importante de Spinoza y sea también su texto ontológico más importante, la Parte I de la Ethica, De Deo. El De Deo no es, explícitamente, un texto político. Porque en él todavía acompañamos la más incisiva demolición del imaginario teológico, en él encontramos la demolición de los sustentos del poder teológico-político y, por conseguiente, las condiciones para la determinación del campo político sin las trabas de la teología. De hecho, ¿qué demuestra Spinoza en esa primera parte de la Ética? Que en el universo existe una única sustancia absolutamente infinita, constituida por infinitos atributos infinitos que la expresan y que todos los demás seres son modificaciones inmanentes a esa sustancia, producidas por la acción de sus atributos. La sustancia absolutamente infinita, o Dios, es causa de sí, causa libre necesaria de todos los seres que son sus modos particulares o singulares, causa eficiente inmanente a sus efectos y, por lo tanto, no se separa de ellos, sino que en ellos se expresa y a su vez, ellos la expresan. 9
En otras palabras, la inmanencia divina aleja la imagen de Dios como ser transcendente al mundo, separado de éste y comunicándose con los hombres por medio de revelaciones. Spinoza demuestra también que la esencia, la existencia y potencia del ser absolutamente infinito son idénticas y, con eso, destruye la imagen de Dios como persona dotada de intelecto omnisciente y de voluntad omnipotente: la esencia de Dios es la naturaleza entera y su orden absolutamente necesario, pues es demostrando que Dios no actúa por libertad de la voluntad sino por la necesidad de su esencia y de su potencia. Al alejar la imagen de una divinidad personal, trascendente, dotada de intelecto y de voluntad, Spinoza aleja una de las consecuencias más importantes de esa imagen, ya sea, la de la creación del mundo por un acto contingente de la voluntad divina. Dios es causa libre (actúa por la necesidad de su naturaleza, sin que nada ni nadie lo coarten); es causa por sí, (produce el efecto en virtud sólo de su naturaleza); es causa primera (porque no depende de otra); es causa principal (porque actúa por su propia fuerza y sin otras causas); es causa universal (no carece de causas intermediarias particulares); es causa absolutamente próxima de lo que produce inmediatamente (es decir, de la naturaleza absoluta de sus atributos transcurren modos infinitos inmediatos y mediatos y que son eternos); es causa próxima en su género de las cosas particulares (es decir, de la naturaleza de lo que fue producido inmediatamente por sus atributos, son producidas todas las cosas singulares determinadas). Esas propiedades de la potencia divina se fundan en la naturaleza misma de su esencia y potencia, es decir, en el hecho de que la sustancia absolutamente infinita es causa sui, causa de sí: la potencia absoluta es el poder absoluto de autoposición y de automanifestación y por ello es causa libre, por sí, primera, principal, universal y próxima. Porque todo lo que existe expresa de determinada manera la esencia y potencia de lo absoluto, y porque todo lo que existe está necesariamente determinado a existir y a actuar, Spinoza puede demostrar que “en la Naturaleza nada existe de contingente, sino que todo está determinado por la necesidad de la potencia divina a operar de manera cierta”. Alejado del dios personal creador, monarca y juez del universo -cuya acción proviene de un acto contingente de su vonluntad- se levanta el edificio de la nueva filosofía como ontología de lo necesario, en la cual no hay lugar para la imagen de la libertad 10
como poder de elección entre posibles contrarios, porque la libertad es la expresión de la potencia del agente que actúa en consonancia con su naturaleza o con su esencia. Por eso mismo, en ella tampoco hay lugar para causas finales o para la finalización como explicación del origen y del sentido de las acciones, tanto divinas como humanas, porque la imagen de la finalización nace de la ignorancia de las verdaderas y necesarias causas de los acontecimientos. He aquí por qué, Spinoza ofrece al finalizar la Parte I de la Ética un Apéndice para demoler las construcciones imaginarias de lo absoluto, nacidas de una imagen precisa, es decir, la causa final, imaginada a partir del desconocimiento de la verdadera causa eficiente y necesaria de todas las cosas y, por lo tanto, del orden necesario de la Naturaleza o de sus leyes. Al actuar, al desear cosas, al fabricarlas, al captar la Naturaleza como instrumento para la satisfacción de las carencias vitales y para satisfacción de los apetitos, los hombres, ignorando las causas de sus apetitos y deseos, ignorando las causas de su quehacer artesanal e ignorando las causas naturales, tienden a concebir la Naturaleza según la imagen del apetito, del deseo y de la fabricación, imágenes que son finalistas y finalizadas. Ignorando las causas de su deseo y de sus acciones, así como las causas de las acciones naturales, la imaginación engendra la causa final y su cortejo de ilusiones necesarias: la creación del mundo según fines, el hombre como fin máximo de la creación y la creación del hombre para deleite, honra, alabanza y gloria del creador. La sorpresa producida por la prodigalidad instrumental de la Naturaleza y la sorpresa provocada por la estructura del cuerpo humano proyectan la actividad artesanal finalizada hacia la Naturaleza y de ésta hacia Dios que entonces, surge como Artifex Magnus. Esa imagen artesanal luego se transforma en otra, política: del artífice máximo la imaginación pasa al dirigente máximo, al Rector Naturae. Sumándole al artesano la voluntad providencial guiada por el intelecto sub ratione boni, la imaginación pasa sin solución de continuidad, del artífice al gobernante. A Spinoza lo que le interesa es mostrar un conjunto de desplazamientos imaginarios que opondrán libertad y necesidad. La imagen de la libertad se despliega en dos 11
direcciones: la del lado divino y de sus representantes terrenos, se torna poderío para decretar leyes, es decir, se identifica con la noción de arbitrio; la del lado humano, el mismo arbitrio, llamado libre se presenta como poder para transgredir las leyes divinas y, por lo tanto, se identifica con la desobediencia y con el pecado. La construcción imaginaria se torna pilar del poder teológico-político. II Si, como dicen el TTP y el TP, el conocimiento de lo político depende del conocimiento de la naturaleza humana, es necesario entonces reencontrar la génesis de lo político en esa naturaleza, tal como es expuesta en las Partes II, III y IV de la Ethica y, por consiguiente, para la comprensión de que el hombre no es una sustancia creada sino un modo finito de la sustancia absoluta, es decir, una expresión singular determinada del ser absolutamente infinito. Una vez que la sustancia absoluta es la unidad inmanente y activa de sus infinitos atributos infinitos, unidad de una complejidad causal o productora, su acción se realiza diferenciadamente, cada uno de sus atributos constituyendo diferentes órdenes de realidad simultáneos y produciendo efectos propios que expresan de manera propia la acción común del todo. De los atributos sustanciales infinitos, conocemos dos: el pensamiento y la extensión, cuyas actividades se expresan recíprocamente porque son acciones de la misma sustancia compleja. Por lo tanto, el hombre contrariamente a lo que imaginara toda la tradición, no es una sustancia compuesta de otras dos, sino que es un modo singular finito de la sustancia, es decir, un efecto finito inmanente a la actividad de los atributos sustanciales. Es una manera de ser singular constituida por la misma unidad compleja que la de su causa inmanente, poseyendo la misma naturaleza que ella. Los cuerpos son modificaciones determinadas de la extensión; las ideas o mentes, modificaciones determinadas del pensamiento. La mente o alma es idea de su cuerpo e idea de sí misma. O sea, el alma es conciencia de la vida de su cuerpo y conciencia de sí misma en cuanto conciencia de su propio cuerpo. También les determinan sus relaciones, porque “el orden y conexión 12
de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas” (E II, P. 7), es decir, los acontecimientos corporales y psíquicos son simultáneos porque pasan de la acción simultánea de los atributos de la sustancia única. Por ser idea de su cuerpo, la mente está apta para percibir todo cuanto sucede en su cuerpo y a tener conciencia de sus afecciones, ya sea por medio de ideas imaginativas o inadecuadas (cuando toma las afecciones del cuerpo según las imágenes de los cuerpos exteriores que lo afectan) o ideas propiamente dichas o adecuadas (cuando percibe las afecciones del cuerpo según las determinaciones internas necesarias al propio cuerpo). Finalmente, esas relaciones, como lo demuestra la Tercera Parte, no son acciones que cuerpo y mente ejercerían uno sobre otra, porque la diferencia entre los atributos que los producen determina que no haya relación entre ambos, o como demuestra Spinoza, “ni el cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma al cuerpo el movimiento o el reposo, ni a nada más (si lo hay)” (E III, P2, pág. 105). ¿Qué es el cuerpo humano? Un modo finito del atributo extensión, es decir, un individuo extremadamente complejo constituido por una diversidad y pluralidad de cuerpos duros, blandos y fluidos relacionados entre sí por la armonía y equilibrio de sus proporciones de movimiento y reposo. Es una unidad estructurada: no es un agregado de partes, sino unidad de conjunto y equilibrio de acciones internas interconectadas de órganos, por lo tanto, individuo. Sobre todo, es un individuo dinámico, porque el equilibrio interno es obtenido por cambios internos continuos y por relaciones externas continuas, formando un sistema de acciones y reacciones centrípeto y centrífugo, de modo que, por esencia, el cuerpo es relacional: está constituido por relaciones internas entre sus órganos, por relaciones externas con otros cuerpos y por afecciones, es decir, por la capacidad de afectar otros cuerpos y por estos ser afectado sin destruirse. El cuerpo, sistema complejo de movimientos internos y externos, presupone y pone la intercorporeidad como originaria. ¿Qué es la mente o el alma humana? Spinoza la define como idea de su cuerpo e idea de sí misma, en cuanto idea de su cuerpo. Como ya hemos observado, Spinoza niega que el alma, el cuerpo y 13
el hombre sean sustancias, afirmando que son modificaciones o expresiones singulares de la actividad inmanente a una sustancia única e infinita. Así, la comunicación cuerpo y alma, por un lado, y la singularidad del hombre como unidad de un cuerpo y de un alma son inmediatas, llevándolo a Spinoza a criticar la idea de unión sustancial cartesiana, como así también a la idea platónica del alma piloto del cuerpo y la aristotélica del cuerpo órgano del alma, es decir, el alma como dirigente del cuerpo y el cuerpo como instrumento del alma. Porque son efectos simultáneos de la actividad de dos atributos sustanciales de igual fuerza o potencia y de igual realidad, cuerpo y alma son isonómicos. Por lo tanto, se rompe la larga tradición jerárquica que definiera al alma como superior al cuerpo y debiendo tener el comando sobre él. El alma o mente humana es conciencia de las afecciones de su cuerpo y de las ideas de esas afecciones: es conciencia del cuerpo y conciencia de sí, o, en lenguaje spinozista, idea del cuerpo e idea de la idea del cuerpo. El cuerpo constituye el objeto actual del alma: Spinoza emplea un verbo fortísimo, constituir, indicando con ello que es de la naturaleza del alma el estar conectada internamente a su cuerpo porque es actividad suya pensarlo (ya sea por medio de ideas imaginativas, sea por medio de ideas racionales, sea por medio de ideas reflexivas o sea por medio de deseos) y él es el objeto pensado (imaginado, concebido, comprendido, deseado) por el alma. La conexión entre el alma y el cuerpo no es algo que le sucede a ambos, sino que es lo que ambos son cuando son cuerpo y alma humanos. Más aún, Spinoza enfatiza algo decisivo. ¿De qué es idea la mente? Ella no es idea de una máquina corporal observada desde fuera por ella y sobre la cual formaría representaciones. Explica Spinoza: ella es idea de las afecciones corporales. En otras palabras, es conciencia de los movimientos, de los cambios, de las acciones y reacciones de su cuerpo en la relación con otros cuerpos, de los cambios en el equilibrio interno de su cuerpo bajo la acción de las causas externas. El alma es conciencia de la vida de su cuerpo y conciencia de ser conciente de ello. Por lo tanto, deja de existir el problema metafísico de la unión entre el alma y el cuerpo: es de la esencia del alma, por ser actividad pensante (o, en un lenguaje 14
anacrónico, actividad conciente), el hecho de estar conectada a su objeto de pensamiento, el cuerpo. Mejor dicho, a la vida de su objeto. Como demuestra la proposición II, 23, el alma sólo tiene conciencia de sí a través de la conciencia de las modificaciones, de los movimientos, de la vida o de las afecciones de su cuerpo. Sin embargo, no nos precipitemos. Decir que el alma es idea de las afecciones de su cuerpo y que sólo es idea de sí a través de ellas, de modo alguno significa que por ello el alma sería y tendría inmediatamente un conocimiento verdadero de su cuerpo y de sí. Por el contrario. El alma comienza y vive en un conocimiento confuso de su cuerpo y de sí. Tiene ideas imaginativas y vive imaginariamente. Imaginar no es una actividad del alma, sino del cuerpo. Afectando otros cuerpos y siendo afectado por ellos de innumerables maneras, el cuerpo crea imágenes de sí a partir del modo en que es afectado por los demás cuerpos. Imaginar expresa la primera forma de la intercorporeidad, aquella en la cual la imagen del cuerpo y de su vida está formada por la imagen que los demás cuerpos ofrecen del nuestro. La imagen, por nacer del sistema de las afecciones corporales, es instantánea y momentánea, volátil, fugaz y dispersa, no ofreciendo la duración continua de la vida del propio cuerpo, sino instantes fragmentados de ella. Nacida de encuentros corporales en el orden común de la Naturaleza, la imagen instituye el campo de la experiencia vivida como relación inmediata y abstracta con el mundo. El alma, conciente del cuerpo a través de esas imágenes, lo representa -al igual que a los otros cuerpos- por medio de ellas, teniendo por ello de él y de los otros cuerpos un conocimiento inadecuado o imaginativo, es decir, no lo conoce tal cómo es en sí mismo, ni tal cómo es su propia vida, sino que lo piensa según imágenes externas que él recibe o forma en la relación intercorporal. El alma piensa su cuerpo y se piensa a sí misma según la acción causal externa ejercida sobre nuestro cuerpo por los otros cuerpos y sobre ellos por el nuestro. Por ese mismo motivo, en la experiencia inmediata, no posee una idea verdadera de los cuerpos exteriores, porque los conoce según las imágenes que su cuerpo se forma de ellos, a partir de las imágenes que, a su vez, ellos se formaron de él, de modo que hay reflejo de de él en ellos y de ellos en él y es éste el 15
objeto actual que constituye el ser del alma. Entonces, la marca de la imagen es la abstracción, en el sentido riguroso del término: la imagen es lo que está separado de su causa real y verdadera y que, por este motivo, lleva al alma a fabricar causas imaginarias para lo que sucede en su cuerpo, en los demás cuerpos y en sí misma, enredándose en una trama de explicaciones ilusorias sobre sí, sobre su cuerpo y sobre el mundo con explicaciones parciales, nacidas de la ignorancia de las verdaderas causas. La idea imaginativa es el esfuerzo del alma para asociar, diferenciar, generalizar y relacionar abstracciones o fragmentos, creando conexiones entre imágenes para poder con ellas orientarse en el mundo. Además, esa operación es favorecida por el cuerpo, una vez que éste, como demuestra la Física-Fisiología del segundo libro de la Ética, las relaciones de movimiento entre las partes fluidas y blandas de nuestro cuerpo en sus contactos con otros cuerpos, graban en nuestro propio cuerpo todos las huellas de esas relaciones, de modo que el cuerpo, además de imaginar, es memorioso, haciendo que nuestra alma tome como presentes imágenes de lo que está ausente y con ellas represente el tiempo, es decir, secuencias asociativas y generalizadoras de imágenes instantáneas grabadas en nuestra carne. En sí misma, la imagen, presente o pasada, no es verdadera ni falsa: es una vivencia corporal. La idea imaginativa no es falsa en sentido positivo, porque lo falso no es posición ni afirmación de cosa alguna, sino privación de lo verdadero. La imagen es una fuerza del cuerpo y, Spinoza nos recuerda que, sería una fuerza del alma si ésta, al imaginar, supiese que imagina. La idea imaginativa se torna debilidad del alma cuando es considerada una idea reflexiva, porque la causa de esta última es la propia fuerza pensante del alma, en cuanto la causa de la primera es la conciencia inmediata que el alma tiene de su cuerpo. La idea imaginativa es “una conclusión con ausencia de las premisas”, o sea, un conocimiento desprovisto de su causa o de su razón. No obstante, esto no significa -como siempre lo afirmó la tradición intelectual- que el alma esté impedida del conocimiento 16
verdadero de su cuerpo, de sí y del mundo porque estaría esencialmente conectada a su cuerpo como si estuviese encarcelada en una prisión. El bloqueo a la verdad no nace de la conexión cuerpo-alma, sino del hecho de que el alma deja la iniciativa del conocimiento al cuerpo y éste sólo es capaz de imaginar, porque no está en su naturaleza pensar. El acceso a lo verdadero se abre hacia el alma cuando ésta asume su naturaleza propia, su potencia propia, es decir, el poder para pensar y toma la iniciativa del conocimiento. Entonces, es aquí donde más de una vez Spinoza innova de manera radical. ¿Cómo el alma pasa de la confusión entre el poder de imaginar de su cuerpo y su propio poder pensante, a la inciativa del conocimiento? ¿Cómo podrá tener una fuerza equivalente a la fuerza de su cuerpo para imaginar? Lejos de afirmar, como lo haría la tradición intelectual, que tal iniciativa depende de un alejamiento del alma frente al cuerpo, Spinoza demostrará que, por el contrario, será profundizando esa relación que el alma podrá tomar la iniciativa para pensar. Un cuerpo es una cosa singular y esa singularidad es un individuo, porque Spinoza llama individuo a un conjunto de cuerpos simples y compuestos que realizan conjuntamente una única acción. En otras palabras, la individualidad pasa de la actividad simultánea y conjunta o de la unidad de la acción realizada por los constituyentes. Cada singularidad individual depende de series causales necesarias que operan en la Naturaleza y, a su turno, cada singularidad es también una causa que produce efectos necesarios, porque todo lo que existe en la Naturaleza es una esencia que es una potencia de actuar o una causa y toda causa produce efectos necesarios, no habiendo nada de contingente en el universo. En otras palabras, la singularidad depende de la propia existencia y ésta depende del orden y conexión de las demás cosas singulares que la engendran, conservan o destruyen. En la medida en que el individuo surge como composición de otros que concurren para la misma acción, la determinación de la existencia es doble: por un lado, depende del orden y conexión de las causas singulares que actúan sobre una esencia y, por otro, depende de la comunidad de acción de los componentes que, entonces, son llamados a constituirla. En otras palabras, actuar en común o actuar como causa única para la 17
obtención de una misma acción torna a los individuos componentes -las partes en constituyentes de otro individuo- la causa única. Entonces, la individualidad es resultado de una composición -desde el punto de vista estático- que se torna una constitución -desde el punto de vista dinámico- cuando los componentes son vistos por el prisma de la causalidad, transformándose en constituyentes. Aquello que sería meramente extrínseco se torna intrínseco cuando es percibido desde el punto de vista de la acción conjunta para la producción de un único efecto. Un cuerpo es una proporción determinada de movimiento y de reposo y los cuerpos son entes físicos en movimiento y en reposo, pudiendo moverse más o menos rápidamente y más o menos lentamente -movimiento, reposo y velocidad son las determinaciones más simple de un cuerpo. Los cuerpos son llamados convenientes (conveniunt) bajo ciertos aspectos: 1) porque son modos del mismo atributo; 2) porque pueden moverse más o menos rápidamente y comunicar movimiento los unos a los otros. Son determinados al movimiento o al reposo por la acción de otros cuerpos que también fueron así determinados; constituyen un sólo cuerpo cuando, aplicándose unos a los otros o cuando comunicando sus movimientos los unos a los otros formasen una unio corporum que es el individuo. Éste se conservará aunque le sean retirados componentes, siempre que sean sustituidos por otros en la misma proporción de movimiento y de reposo (lo que permite comprender la fisiología de los seres vivos) y también conservará su forma cuando algunos componentes desvían la dirección del movimiento, pero siguen comunicándoselo a los otros según la misma proporción (lo cual permite comprender la conservación del cuerpo humano humano bajo los cambios pasionales). En fin, se conserva aunque se mueva en ésta o en aquella dirección, siempre que cada constituyente conserve el movimiento y se lo comunique a los demás (lo cual permite comprender la conservación del cuerpo humano bajo los cambios pasionales). La conservación del individuo por la conservación de la proporción de movimiento y de reposo de los constituyentes es la primera aproximación a la definición del conatus (que aún no fue enunciada por faltarle una determinación fundamental): se trata de la definición del individuo por el esfuerzo de 18
conservación en su estado, que es el esfuerzo de sus componentes bajo la determinación exclusiva del principio de inercia. Ese esfuerzo de conservación en su estado es descripto como sistema de afecciones recíprocas entre los constituyentes y los cuerpos ambientes, porque el cuerpo humano necesita de muchos otros que lo regeneran y conservan en la existencia, pudiendo, a su vez, mover o afectar a los demás cuerpos de innumerables maneras. Así, la individualidad corpórea o unio corporum define al cuerpo como singularidad compleja y como singularidad en relación continua con otras. La unidad pasa de la comunidad de acción de los constituyentes, ya sea como acción intracorporal -la complejidad de las partes de un sólo y mismo cuerpo actuando unas sobre las otras --ya sea como acción intercorporal- los constituyentes del cuerpo actuando sobre los cuerpos exteriores y recibiendo de ellos acciones. La conservación de la forma del individuo pasa de esas dos modalidades de acción cuando en ellas es conservada la proporción de movimiento y de reposo. La geometría y la mecánica son, entonces, inseparables. La complejidad individual corpórea conduce a dos consecuencias fundamentales: en primer lugar, siendo el individuo composición de individuos, se desprende que la Naturaleza puede ser definida como un individuo extremadamente complejo, compuesto de infinitos modos finitos de la extensión y constituido por infinitas causalidades individuales, conservándose por la conservación de la proporcionalidad de sus constituyentes; en segundo lugar, en lo que respecta al hombre, la mente humana es, por primera vez en la historia de la filosofía, definida no por la simplicidad (marca del espíritu), sino por la complejidad, es decir, por su idea del propio cuerpo, la mente humana es tan compleja como él y por eso es definida por la aptitud para lo múltiple simultáneo, visto que, siendo idea corporis y su cuerpo pudiendo estar dispuesto de innumerables maneras por su acción interna y externa, la idea corporis es idea de todas esas disposiciones o afecciones. Por ello, Spinoza puede demostrar que “la idea que constituye el ser formal de la mente no es simple, sino que está compuesto de un gran número de ideas” (E.II,P15). 19
Una tercera consecuencia aún, decisiva para la política, puede ser extraída de la física del individuo y de la psicología que le corresponde: así como el individuo es unio corporum y conexio idearum y así como la Naturaleza es un inmenso individuo complejo, las uniones corporum y las conexiones idearum pueden componer y, por la acción común, constituir un individuo complejo nuevo: la multitudo, es decir, la masa. Es ésta que, tanto en el TTP cuanto en el TP, constituye el sujeto político. Un conatus es, entonces, un sistema de fuerzas internas centrípetas y centrífugas en permanente relación con sistemas de fuerzas externas. Para lo que nos interesa aquí, la cuestión es: ¿cómo se pasa del conatus individual al conatus colectivo? Para que entendamos ese pasaje necesitamos tener en mente la teoría spinozista de la noción común. “Aquello que es común a todas las cosas y existe igualmente en la parte y en el todo, no constituye la esencia de ninguna cosa singular”, E. II, P 37, pág. 83; “Aquello que es común a todas las cosas y existe igualmente en la parte y en el todo sólo puede ser concebido adecuadamente", E, II, P 38, pág. 83 ; “De aquello que es común y propio del cuerpo humano y de ciertos cuerpos exteriores, por los cuales suele ser afectado el cuerpo humano, y que es igualmente en la parte y en el todo de cualquiera de estos cuerpos, también será una idea adecuada en el alma”, E, II, P 39, pág. 84. La noción común -aquello que existe igualmente en la parte y en el todo y que es concebido adecuadamente (según su necesidad interna) por el alma -no constituye esencia singular alguna y, por lo tanto, no es un individuo. La noción común es el sistema de relaciones necesarias de concordancia interna y necesaria entre las partes que la constituyen como de un todo. Es lo que hace que haya relaciones intrínsecas de concordancia o conveniencia entre aquellos individuos que, por poseer determinaciones comunes, forman parte del mismo todo. Así, la 20
teoría de la individualidad recibe nueva determinación, gracias a una teoría de las relaciones necesarias entre los singularia, relaciones que pueden ser de composición-constitución, conforme la proporción de movimiento y de reposo y conforme a la causalidad común, o relaciones de afecciones entre los individuos, siempre que tengan algo en común, porque lo que nada tiene en común con otro, dice el Libro IV, no puede auxiliarlo ni perjudicarlo, es decir, no se relacionan. Es de ese punto geométrico que parte la dinámica del conatus, determinando el sistema complejo de las proporciones de movimiento y de reposo (y sus ideas en la mente) con la concreción de la dinámica de las fuerzas y sobre todo con la intensidad de esas fuerzas. A partir de ahora, el individuo pasa a ser designado como causa (E. III, def. 1, pág. 102): causa adecuada (causa adaequata) si los efectos que produce pudiesen ser explicados sólo por su propia naturaleza; causa inadecuada (causa inadaequata) si los efectos que produce no pudiesen ser explicados sólo por su naturaleza, sino por la interferencia de causas externas o de potencias ajenas a la suya. Llegamos, así, al individuo como potencia de existir y de actuar... De esa potencia, la Parte III nos dice que puede ser aumentada o disminuida de innumerables maneras (E. III, post. 1, pág. 104), que es independiente, es decir, que se realiza en el cuerpo según las causalidades corpóreas y en la mente según las causalidades imaginativas e intelectuales, de modo que el cuerpo no causa pensamientos en la mente y ésta no determina movimiento y reposo en el cuerpo (E. III, P. 2, pág. 105). Esto implica una innovación de gran envergadura: por vez primera, la filosofía no definirá la acción y la pasión como relación entre cuerpo y alma, el cuerpo activo de un alma pasiva y un alma activa de un cuerpo pasivo. Somos activos o pasivos por entero, de cuerpo y alma simultáneamente, porque “obramos cuando en nosostros o fuera de nosotros sucede algo de que somos causa adecuada” y “padecemos cuando en nosotros sucede algo o de nuestra naturaleza se sigue algo de lo que no somo sino causa parcial” (E. III, def. 2, pág. 103 ). Definiendo el conatus como esfuerzo de auto-perserverancia en el ser y como una potencia afirmativa internamente indestructible que 21
sólo será destruida por la potencia más fuerte de causas externas, Spinoza demuestra que “El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perserverar en su ser, no es nada aparte de la esencia actual de la cosa misma" (E III, P 7, pág. 111) y que “El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perserverar en su ser, no implica ningún tiempo finito, sino indefinido” ( E. III, P 8, pág. 111). El conatus, esencia actual de la cosa, por lo tanto, de una singularidad en acto, es intrínsecamente indestructible –ninguna cosa en la Naturaleza se autodestruye, la destrucción es siempre acción de una causa externa, lo cual significa que la pasividad (cuando somos sólo “causa parcial") indica el campo de la destrucción de una esencia. Porque intrínsecamente indestructible, el conatus no alberga en sí ninguna contrariedad, una vez que los contrarios se destruyen recíprocamente, la contrariedad se establece, por lo tanto, entre los varios conatus. Es esfuerzo de perserverancia en el ser: esfuerzo, porque la perserverancia puede ser frenada o impedida por causas externas; en el ser, porque perservera como individuo singular definido por una potencia interna; más aún cuando está en sí, porque su poder es doblemente determinado internamente por el juego de las fuerzas centrípetas y centrífugas, por la actividad y por la pasividad. Su esfuerzo es su duración: actividad-pasividad continua y actual de la potentia existendi y no sucesión discontinua de actos y virtualidades en un tiempo finito y discontinuo. Desde el punto de vista político, si la idea del individuo como integración interna operada por la potencia como causa común, para obtener un efecto único lleva a la idea del individuo complejo como multitudo -dotada de su propio conatus-, por otro lado, la idea del individuo como diferenciación interna de los constituyentes por la diferente intensidad de la fuerza de los componentes permite comprender que la multitudo está constituida por diferentes intensidades internas de fuerzas y por el conflicto entre ellas. La génesis del sujeto político como masa o conatus colectivo anula la necesidad de recurrir a las ideas de pacto y de contrato social para explicar el origen del Estado. Spinoza no es un contractualista. Entonces, nos podemos acercar a tres temas constantes en el discurso político spinozista: el primero se refiere a la idea de que el 22
cuerpo político apunta al equilibrio interno de las potencias por un arreglo institucional de las fuerzas, determinado por el instante oficial de constituición del propio cuerpo político, cuando la forma política es definida no por el número de gobernantes, sino por la decisión en cuanto a quién tiene el derecho al poder y por el establecimiento de la proporcionalidad geométrica entre las potencias individuales, las de la multitudo y las de la soberanía, es decir, entre el derecho natural y el derecho civil; el segundo se refiere a la idea de que el enemigo principal del cuerpo político nunca le es exterior, sino interno; y el tercero, refiere a que el equilibrio de las fuerzas es continuamente roto por la disminución o por el aumento de la intensidad de las fuerzas internas (tanto las de los individuos cuanto las de la multitudo, cuanto las del imperium), de modo que la geometría de las proporciones entre derecho natural y derecho civil está sobredeterminada por la dinámica de las fuerzas y permite pensar la duración del imperium, es decir, tanto los medios (cura) de su conservación cuanto las causas de su destrucción o, también, las de su cambio. Ese tercer tema aleja a Spinoza definitivamente de la concepción clásica de los ciclos de instauración y decadencia de los regímenes políticos según las leyes de la repetición y del pasaje de un régimen a otro que le sea inferior y su negación. Las múltiples dimensiones del conatus se encuentran sintetizadas en la definición spinozista del deseo, es decir, del conatus en cuanto humano: “El deseo es la propia esencia del hombre, en cuanto ésta es concebida como determinada a obrar de alguna manera por una afección cualquiera encontrada en ella”, E III, Definiciones de los Afectos, def. 1. Porque la esencia del hombre es deseo, tiene apetitos y tiene conciencia de ellos -esa conciencia son los afectos del alma, conciencia adecuada en la acción (cuando el hombre reconoce su deseo como causa eficiente interna) e inadecuada en la pasión (cuando el hombre imagina lo deseado como causa eficiente y final de su deseo). Aún, sea causa adecuada -como lo es para el sabio- o inadecuada -como lo es para el ignorante- el deseo determina 23
afectivamente el conatus y su mundo, pero la física del conatus rige la antropología del deseo: fuerza y debilidad (alegría y tristeza), variación de la intensidad del conatus (pasaje hacia una alegría mayor o menor, la una tristeza mayor o menor), conveniencia o conflicto (amor u odio), regeneración de las fuerzas o destruccción (gloria o ambición), afecciones múltiples en dirección concordante o dirección divergente (amistad u orgullo), o en las dos direcciones al mismo tiempo (celos, fluctuatio animi), el deseo está sometido a la determinación rigurosa de las relaciones de acción y reacción más fuerte y contraria, pues un afecto sólo es conservado si es contrariado por otro más débil que él y sólo es destruido si es contrariado por otro más fuerte que él. Porque cuerpo y alma pueden ser afectados de innumerables maneras simultáneas o sucesivas (él, por los cuerpos circundantes, y ella, por las imágenes de su cuerpo en las relaciones con los otros) y pueden afectar a los demás de innumerables maneras simultáneas o sucesivas, la multiplicidad afectiva rige el conatus. El campo afectivo es campo imaginario por excelencia: las imágenes del cuerpo propio mediadas por las imágenes de los demás cuerpos y las de estos mediadas por las del cuerpo propio implican las ideas afectivas del alma y, aquí, todo puede ser “por accidente” causa de todo. Cualquier cosa, dependiendo de las condiciones en que nos afecte, producirá diferentes afectos o incluso afectos contrarios, cuya fuerza es mayor si lo que nos afecta es imaginado como libre y cuya fuerza es menor si lo que nos afecta fuese imaginado como necesario. En suma, son los humanos y no las cosas que nos afectan con mayor fuerza. Hay imágenes que fortalecen el conatus-deseo: se alegra con ellas, las ama, se esfuerza por conservarlas, procura dominarlas para no perderlas (porque le parecen libres y capaces de escapar a su alcance), desea ser deseado por el objeto del deseo y puede, en ese movimiento, se vuelve odiado y no amado. Hay imágenes que debilitan el conatus-deseo: se entristece con ellas, huye de ellas, procura alejarlas y, si fuese posible, las destruye, siendo capaz de sentir odio, envidia, orgullo, miedo, autocompasión y remordimiento. La intercorporeidad es originaria y funda la intersubjetividad afectiva originaria. Nunca estamos solos, aunque el miedo recíproco nos haga crear la soledad -ésta se llama estado de naturaleza. 24
He aquí, en ese campo intercorporal e intersubjetivo, en ese campo imaginario y afectivo, en ese espacio pasional que nace y transcurre la vida política, porque, “todos los hombres, ya sean bárbaros o cultos, establecen en todas partes hábitos y se dan un estatuto civil, y no es de las enseñanzas de la razón, sino de la naturaleza común de los hombres, es decir, de su condición que se deben deducir los fundamentos naturales del poder" (TP, I, 7. GT III). Por naturaleza, dicen la Ethica, el TTP y el TP, los hombres no son contrarios a las luchas, al odio, a la cólera, a la envidia, a la ambición o a la venganza. Nada de lo que les aconseja el deseo es contrario a su naturaleza y, por naturaleza, “todos los hombres desean gobernar y ninguno desea ser gobernado”. De ahí la interrogación: la experiencia muestra que todos los hombres, “sean bárbaros o cultos”, establecen hábitos y se dan un estatuto civil y no lo hacen porque la razón así lo determina, pero ¿por qué el deseo así lo desea; puede la razón encontrar las causas y los fundamentos de lo que le muestra la experiencia? ¿Puede la razón determinar cómo y por qué los hombres son capaces de ejercer una vida social y política? Pregunta tanto más urgente en cuanto la razón establece como axioma que: “En el orden natural de las cosas no se da cosa singular alguna sin que se dé otra más potente y más fuerte. Pero dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la cual aquella puede ser destruida” (E. IV, ax. 1, pág. 176). Para responder a dicho interrogante necesitamos acompañar una nueva determinación del conatus-deseo, la idea de pars Naturae, parte de la Naturaleza: “Padecemos, en cuanto somos una parte de la Naturaleza que no puede concebirse por sí y sin las otras”, (E. IV, P2, pág. 178) . “La fuerza con que el hombre persevera en existir es limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas externas”, (E. IV, P3, pág. 178). 25
“Es imposible que el hombre no sea una parte de la Naturaleza y que no pueda padecer otras mutaciones que las que puedan entenderse por su sola Naturaleza y de las cuales es causa adecuada”, (E. IV, P4, pág. 178). Ser una parte de la Naturaleza -y es imposible que el hombre no lo sea, porque no es sustancia -es padecer, es decir, no concebirse sin las demás partes, tener la potencia para existir superada en fuerza por la infinitamente mayor potencia para existir, superada en fuerza por la infinitamente mayor potencia de las causas exteriores y, en suma, pasar por cambios que no son determinados por la fuerza interna del conatus, sino por la potencia de las causas exteriores. Ser una parte de la Naturaleza es ser causa inadecuada por naturaleza. ¿Qué es ser una parte humana de la Naturaleza? La respuesta indica que la idea de parte es tomada por Spinoza en tres acepciones diferentes: en la imaginación y en la pasión, somos partes parciales, es decir, imaginadas como independientes del todo y rivalizando con él, luchando con todas las otras por la posesión de bienes exclusivos; en la razón, o bajo las nociones comunes, somos partes comunes, es decir, poseemos propiedades y características comunes al todo y a las demás partes, somos convenientes los unos a los otros porque poseemos las mismas características; finalmente, en la reflexión, en la acción y en la intuición somos partes singulares que conocen su propia singularidad y ya no somos partes de un todo pero sí formamos parte en él, es decir, somos participantes de la actividad infinita de la sustancia. Eso significa que Spinoza articula la teoría de las nociones comunes y la de las pasiones, de modo que las relaciones interhumanas son relaciones pasionales bajo las exigencias de la ontología y de la física de las nociones comunes: “Ninguna cosa puede ser mala por lo que tiene de común con nuestra naturaleza; sino que en cuanto es mala para nosotros, nos es contraria”, (E. IV, P30, pág. 195)
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"En cuanto una cosa concuerda con nuestra naturaleza, es necesariamente buena”, (E. IV, P31, pág. 195). “Los hombres pueden diferir en naturaleza en cuanto están domindados por afectos que son pasiones; y, en tanto, también un solo y mismo hombre es voluble e inconstante”, (E. IV, P33, pág. 197). “En cuanto los hombres están dominados por afectos que son pasiones, pueden ser contrarios unos a otros” (E. IV, P34, pág. 197). “En cuanto los hombres viven según la guía de la razón, sólo entonces, concuerdan siempre necesariamente en naturaleza”, (E. IV, P 35, pág. 198). “Lo que conduce a la sociedad común de los hombres, o sea, lo que hace que los hombres vivan en concordia es útil, y malo, por el contrario, lo que introduce la discordia en el Estado”, (E. IV, P40, pág. 207) Esa secuencia de proposiciones referentes a la contrariedad pasional entre los hombres y en el interior de un mismo hombre (varius est et inconstans) termina, curiosamente, afirmando la existencia de la communem Societatem. Las dos primeras proposiciones definen bueno y malo por la relación con nuestra naturaleza: algo no concuerda o lucha con nosotros por ser bueno o malo -Spinoza expulsó toda reificación del bien y del mal-, pero es más bien por lo que concuerda o lucha con nosotros que lo llamamos bueno o malo. Bajo las pasiones, los hombres no concuerdan y por lo tanto, son malos los unos a los otros y si, por naturaleza, son modos de los mismos atributos, también por naturaleza son partes de la Naturaleza en conflicto recíproco: iguales por la esencia, difieren por la potencia. Ahora, sabemos que contrarios no coexisten en un mismo sujeto, porque ello lo destruiría; sabemos también que la parte de la Naturaleza es causa inadecuada y, por lo tanto, alterable por la causalidad de fuerzas externas más potentes y fuertes que la suya; en fin, sabemos que los hombres pueden diferir unos de otros por la potencia, que esa diferencia se vuelve contrariedad y que, por lo tanto, pueden destruirse unos a otros. “En cuanto dominados por 27
afectos que son pasiones, pueden ser contrarios unos a otros”, dice la proposición IV, 33. Como contrapartida, locus communis clásico, los hombres son llamados a concordar cuando viven bajo la razón y sería de esperar que la proposición IV, 40 nos dijese que, guiados por la razón y viviendo bajo ella, los hombres forman la Communis Societas. Pero no es lo que nos dice Spinoza. En las dos primeras definiciones de la cuarta parte de la Ética, leemos que bien y mal son lo que “sabemos con certeza” que nos es útil o lo que nos impide gozar de un bien cualquiera. Las dos definiciones no son reversbibles: aunque bien y mal sean sólo modi cogitandi sin positividad alguna, mal se dice de manera enteramente privativa, es decir, el mal no es algo nocivo, sino la privación de algo que juzgamos como bien. Spinoza demuestra que nada puede ser malo en lo que tiene en común con nosotros, sino solamente en lo que nos es contrario y lo que nos es contrario es lo que nos impide la posesión y fruición de algún bien. El mal es puro obstáculo al deseo. Aún, porque la definición de bien y mal no es reversible, la proposición 31 no dirá que bien es ausencia de obstáculo sino que bueno es lo que concuerda con nuestra naturaleza. Pero algo más es enunciado por Spinoza: lo que concuerda con nuestra naturaleza es necesariamente bueno, cláusula que no aparecía en la relación con el mal. Es que lo que no conviene a nuestra naturaleza puede destruirla, en cuanto que lo que le conviene necesariamente no la destruye. Entonces, ¿qué cosa tendría en común con nosotros? Sabemos, por la Parte II, que lo común se refiere a la acción en común para alcanzar un mismo efecto. La comunidad se estableece no entre esencias singulares -Spinoza no es Tomista- sino entre potencias de actuar singulares. Sin embargo, es necesario examinar el rol de la utilidad: es tanto más útil lo que más concuerda con nuestra naturaleza y lo que más concuerda con nuestra naturaleza es más útil. Introducida la utilidad, es especificada la noción de diferencia y de contrariedad: lo diferente es lo que nada en común tiene con nosotros, no pudiendo sernos útil ni inútil. Para nosotros es indiferente como la música para el sordo. No obstante, lo contrario no es lo que es contrario a nuestra naturaleza, sino lo que es contrario al bien que deseamos. Así, la contrariedad, pero por una sola vez, no se establece entre esencias, sino entre deseos y, por lo tanto, entre 28
potencias. Es por ese motivo que Spinoza demuestra que la contariedad y el conflicto entre los hombres se establecen sólo en cuanto son afectados por pasiones. Esto aún no nos explica por qué, si la concordancia entre los hombres depende de que vivan bajo el dominio de la razón, sin embargo no es de la razón que Spinoza deduce la vida política. No basta con suponer que la identificación operada entre bien y útil fuese suficiente para llevar a la sociedad sin la conducción de la razón. Bajo la conducción de la razón -que es el objetivo del discurso ético- sé que sé qué es el bien y qué es el mal. Bajo la conducción de la pasión -que es donde transcurre la vida política -sólo sé o imagino saber qué es bueno y qué es malo. Es con este saber empírico que lucha el político descripto por el TP al criticar a los que pretenden traer a la política el saber cierto del bien y del mal. Así, Spinoza trabaja en dos niveles simultáneos: en el del sabio, que reconoce la necesidad intrínseca de la vida política, y en el del hombre pasional, que entiende por bien lo que le proporciona alegría y por mal lo que le proporciona tristeza, juzgando “según su afecto lo que es bueno o malo”. Entonces, cabe indagar si es posible encontrar en el interior de lo bueno-útil pasional algo que sea igualmente bueno-útil para todas las potencias. Esa indagación nos conduce a una nueva determinación del conatus, es decir, al derecho natural. Una cosa singular es un individuo complejo, compuesto de partes simplísimas, según proporciones determinadas de movimiento y reposo y constituido por esas proporciones en cuanto actúan como causa única en procura de un único efecto, de modo que el individuo es una singularidad compleja que se esfuerza para conservarse en el ser, tanto más si estuviese en su poder, y tal potencia es la esencia actual del individuo o conatus y, por consiguiente, “cada uno actúa por lo que se desprende de la necesidad de su naturaleza” (E. IV, 37, esc.) o “toda cosa natural tiene de la Naturaleza tanto derecho a existir y actuar cuanta potencia para existir y obrar” (TP, II, 3). En una palabra, el derecho, definido por Spinoza a partir de la potencia de la naturaleza y de la potencia de Dios, es el derecho natural como 29
potencia para existir y obrar: jus sive potentia. De ahí. En el TTP, la definición del derecho natural: “cada individuo tiene el derecho soberano de perseverar en su estado, es decir, de existir y de obrar tal como es naturalmente determinado a hacerlo [...] Por lo tanto, el derecho natural de cada hombre se define no por la recta razón sino por el deseo y por la potencia”, TTP, XVI, GT III, pp. 189-90. Y en el TP: “Por lo tanto, por derecho natural, entendiendo las propias leyes o reglas de la Naturaleza según las cuales todo sucede, es decir, la propia potencia de la Naturaleza. Por consiguiente, el derecho natural de la Naturaleza entera y consecuentemente de cada individuo se extiende hasta donde se extienda su potencia”, TP, II, 4, GT, III, p. 277. El conatus o potencia individual de auto-perserverancia en el ser es parte de un todo, porque algo es parte de un todo siempre que posea las mismas determinaciones que este último; esa parte de la Naturaleza mantiene relaciones de conveniencia o de concordancia con las partes del mismo todo porque poseen determinaciones comunes, no obstante, cada parte de la naturaleza es una potencia que, es en sí misma indestructible, está en relación con la fuerza de todas las otras potencias, fuerza que siendo mayor que la suya puede tanto destruirla cuanto auxiliarla. Cada potencia individual es constituida por intensidades de fuerzas concordantes o conflictivas y se relaciona con una totalidad cuyas fuerzas pueden concordar o entrar en conflicto con la suya, pudiendo fortalecerla o debilitarla. Porque el orden y conexión de las cosas es el mismo que el de las ideas y porque la mente humana es idea de su cuerpo, ya sea por la mediación de las imágenes de los demás cuerpos (en la imaginación) ya sea por el conocimiento de su esencia singular (en el intelecto), es tan compleja cuanto su cuerpo y las afecciones corporales se expresan en la mente como afectos. La mente es también conatus y puede ser fortalecida o debilitada por las imágenes y por las ideas de las afecciones corporales de las que tiene conciencia, conciencia que 30
se llama deseo y define la esencia actual del hombre, ya sea en cuanto ser pasional, ya sea en cuanto ser racional. Pasionales, las cupiditates humanas están en conflicto, éste refiriéndose no a las esencias sino a sus potencias. Por consiguiente, “es en el transcurso del supremo derecho de la Naturaleza que cada uno juzga lo que le es bueno y lo que le es malo y atiende a su utilidad como le convenga” (Escolio 2 de IV, P37). Por consiguiente, “no podemos reconocer aquí ninguna diferencia entre los deseos que la razón engendra en nosotros y otros de otro origen”, conforme el TP, II (5). Justamente porque las cupiditates pasionales pueden ser contrarias de otras, en estado natural los hombres son “muchas veces arrastados en direcciones contrarias y son contrarios unos a otros cuando tendrían necesidad de auxiliarse unos a otros” (Escolio 2 de iv, P 37). Se cierra aquí el trabajo de ontología. Brevemente, Spinoza presenta el advenimiento del estado civil, deduciéndolo de la lógica de las afecciones y de los afectos, es decir, de que una afección y un afecto sólo pueden ser frenados por otra o por otro más fuerte y contrario, de modo que si el miedo a sufrir daños fuese mayor que el deseo de causar daño, se puede fundar la sociedad, siempre que ésta tenga el derecho y, por lo tanto el poder (que son la misma cosa) para ejercer la venganza, la justicia, promulgar las leyes y hacerlas cumplir por medio de amenazas. Spinoza, sin embargo, no escribió sólo la Ethica, sino también una política en dos tratados específicamente destinados a ella. Si, en ambos, la referencia a la ontología es necesaria para la inteligibilidad de los conceptos políticos, entretanto, la existencia de los dos tratados indica que el filósofo juzgó necesario darle a lo político un lugar propio.
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III
Al iniciar el Tratado Político, Spinoza declara no pretender aportar novedades. Su primer argumento es el de que la experiencia ya mostró todas las formas posibles de ciudad donde los hombres pueden vivir en paz, no siendo posible “establecer por el pensamiento un régimen que aún no haya sido experimentado y que pueda ser puesto en práctica con éxito”. (TP, I, 3, G. III). Su segundo argumento es la experiencia consignada en una amplia literatura política donde aquellos que pratican la política, “hombres de espíritu agudo, hábiles o astutos” ya dijeron todo cuanto había para decir sobre ella, no siendo creíble “que concibamos cualquier procedimiento para el gobierrno de la sociedad común cuyo ejemplo ya no haya sido encontrado y que hombres ocupados con los negocios públicos no hayan percibido" (ibidem). ¿Pero puede la experiencia de los políticos ser una guía segura? ¿Serían suficientes las imágenes que dirigentes y dirigidos tienen unos de otros para que la razón se deje conducir por ellas? ¿No es la experiencia, el primer género del conocimiento, lugar de la imaginación y espacio de la ilusión? ¿No es ella la que confunde la paz con la ausencia de guerra y que el despotismo es más seguro y estable que la democracia? ¿No es ella que, bajo el impacto del miedo, lleva a los hombres a depositar en manos de uno sólo la salvación, poniéndolo encima de las leyes y prepararse para la futura opresión? ¿No es ella que confunde el derecho al poder con la figura del ocupante del gobierno, haciéndola creer vivir en una monarquía cuando está bajo una oligarquía, en una aristocracia cuando está bajo una burocracia, llevando a los filósofos al mito de la excelencia del régimen mixto? ¿No es ella que, tomando la mirada dominante como norma y el deseo del vulgo como principio que construye la imagen de la plebe como temible cuando no teme, servil y arrogante? En suma, ¿no es ella que torna patente que la "mayoría ignora a quién le cabe efectivamente el imperium"? Al poner la experiencia como punto de partida y de llegada del discurso político, Spinoza simplemente marca el lugar de la novedad 32
que parecía negar a su tratado: la experiencia política es el objeto de la interrogación. Se ofrece también como materia bruta para la reflexión que parte en busca del sentido de aquello que ella le da para pensar. Partir de la experiencia significa interrogar las pasiones y la lógica de las fuerzas que engendran. Llegar a la experiencia como término del recorrido reflexivo es haberla liberado de las imágenes de la seguridad y de la estabilidad, del pecado y de la obediencia que le bloqueaban el acceso a la libertad: El hombre es libre en la exacta medida en que tiene el poder para existir y actuar según las leyes de la naturaleza humana [...], la libertad no se confunde con la contingencia. Y porque la libertad es una virtud o perfección, todo cuanto en el hombre pase de la incompetencia no puede ser imputado a la libertad. Así, cuando consideramos a un hombre como libre no podemos decir que lo es porque pueda dejar de pensar o porque pueda preferir un mal a un bien [...]. Por lo tanto, aquel que actúa y existe por una necesidad de su naturaleza, actúa libremente [...]. La libertad no saca, sino pone la necesidad de actuar”., TP, 7 e 11 (GT. III, pp. 279-80) El origen de la experiencia política es el movimiento de constitución del sujeto político y de la institución del imperium. El derecho natural, definido como potencia natural de existir y de actuar que se extiende hasta donde pueda ejercerse, permite distinguir, aún en el estado de naturaleza, dos modalidades de la potencia natural: la que es sui juris porque actúa y existe según su ingenium y repele la fuerza con la fuerza, vengándose de la violencia; y la que está alterius juris, bajo la potencia más fuerte de otros, ya sea porque éste le domina el cuerpo (le tomó y le sacó los medios de defensa), ya sea porque le domina el ánimo, a través del miedo a castigos o de la esperanza de beneficios, haciendo que se someta al punto de considerar que su deseo satisfaga el deseo de ese otro que posee. Aún, dice Spinoza, quien se libra de los grilletes, recupera los medios de defensa y se libera, vuelve a ser sui juris. Y si el miedo o la esperanza que sometían el ánimo desaparecieron, también desaparece el vínculo de sumisión. También, alguien puede dominar el ánimo de otros por la adulación y lo mantendrá bajo su poder en cuanto el logro tuviese fuerza sobre el ánimo ajeno, pero deshecho el 33
logro, subyugado se torna sui juris. En suma, en el estado de naturaleza no hay justicia, ley, obligación, sino sólo una lucha pasional que puede mantener el yugo, y en cuanto lo tuviese, tiene derecho a ejercerlo. Astucia, miedo, odio, venganza, envidia habitan el estado de naturaleza, haciendo de todos enemigos de todos, todos temiendo a todos según el arbitrio y la potencia de cada uno. No habiendo justicia ni ley, no existe la cláusula jurídica pacta servanda est y todo compromiso puede ser roto en cualquer momento si se percibiese que hay más ventaja en quebrarlo que en mantenerlo y si tuviese fuerza para romperlo sin daño mayor que para mantenerlo. En otras palabras, la intersubjetividad afectiva del estado de naturaleza es pura relación de fuerza. Sin embargo, Spinoza dice que por eso mismo, el derecho natural en estado de naturaleza es una abstracción: “Como en el estado de naturaleza cada uno está bajo su propio derecho, siempre que pueda precaverse para no sufrir la opresión de otro y que, en soledad, se esfuerza en vano para precaverse contra todos, esto significa que en cuanto el derecho natural humano fuese determinado por la potencia de cada uno, ese derecho será, en la realidad, nulo o por lo menos tendrá una existencia puramente de opinión, porque no hay medio alguno para conservarlo”. TP, ii, 15 (GT, III, ). La marca del estado de naturaleza es la imposibilidad de realizar el esfuerzo de conservación en el ser y, por lo tanto, tal estado es obstáculo para el derecho natural. En otras palabras, el estado de naturaleza es una fuerza contraria y más fuerte que el derecho natural. Justamente porque surge como fuerza más potente y contraria al derecho natural de los individuos, el propio estado de naturaleza desencadena la lógica natural de las afecciones y de los afectos, sin que la razón deba o pueda intervenir en ese proceso natural. Si una afección y un afecto pueden ser vencidos por otra o por otro más potente y en sentido contrario, entonces la victoria del derecho natural sobre el estado de naturaleza depende de que la potencia de los individuos aumente hasta el punto de tornarse mayor que la de él. Ese aumento de la potencia individual es experimentado 34
por los individuos en estado de naturaleza cuando concuerdan entre sí y unen sus derechos, obteniendo un poder mayor que el de cada uno de ellos en solitario. Esa experiencia confirma que “en cuanto el derecho natural humano fuese determinado por la potencia de cada uno, será nulo”. Por lo tanto, no se trata del derecho natural en general, porque éste está determinado por la potencia de la Naturaleza entera y es siempre efectivo. Se trata del derecho natural humano, es decir, de aquella parte de la Naturaleza que es infinitamente menos potente que las demás. Así, una experiencia singular de unir derechos abre camino para su generalización: unir derechos es aumentar potencias y la unión de los derechos constituye el sujeto político e instituye el imperium: “El derecho de naturaleza, en lo concerniente a los hombres, dificílmente pueda ser concebido sino cuando los hombres tengan derechos comunes [...] y vivan bajo el consenso común [...]. Cuánto más numerosos los que así se reúnan en un cuerpo, más tendrán en común el derecho [...]. Cuando los hombres tienen derechos comunes y están conducidos como si fuesen una única mente, es verdad que cada uno tiene menos derechos que todos los reunidos que lo sobrepasan en potencia, es decir, cada uno no tiene sobre la naturaleza derecho alguno sino aquel que le fuera conferido por el consenso. Por otro lado, todo cuanto fuese ordenado por consenso, está obligado a hacerse y puede obligarse a esto. Se acostumbra a denominar poder a ese derecho que es definido por la potencia de la masa”. (TP, ii, 15, 16 ;GT III, p. 282). No obstante, Spinoza no habla de ceder derechos o transferir potencias -esos actos son posteriores a la institución del poder-, habla de unir derechos y unir potencias. O sea, el poder político no nace de un contrato por el cual la potencia individual ceda el derecho-poder al poder soberano. La unio corporum y la unio animorum, constituidas por la física del individuo como causalidad interna, por la antropología de los afectos, en la concordancia en cuanto a lo útil y fundadas en el sistema de relaciones necesarias determinadas por las nociones comunes, hace que la reunión de los derechos (los numerosos individuos como partes que sólo componen un todo) se torne unión de los derechos (la causalidad 35
común de los constituyentes para la obtención de un mismo efecto). Esa unión no es un pasaje de menos a más, es la creación de una potencia nueva, la multitudo, origen y detentora del imperium. Los hombres crean un individuo colectivo o un cuerpo complejo dotado de toda la potencia que sus creadores le dieron: el cuerpo político es el derecho natural común o colectivo. Al ser instituido como poder soberano, ese derecho colectivo implica simultáneamente un proceso de distribución del poder, definiendo las dos normas universales del campo político y las formas particulares de los regímenes políticos. Son normas universales: 1) es necesario que la potencia soberana sea inversamente proporcional a la potencia de los individuos tomados uno a uno o sumados, es decir, la potencia soberana -el derecho civil- debe ser inconmensurable al poder de los ciudadanos -derecho natural- tomados uno a uno o sumados, porque el derecho civil es potencia de la multitudo corporificada en el derecho civil; 2) es necesario que la potencia de los gobernantes sea inversamente proporcional a la de los ciudadanos, pero ahora en sentido inverso al anterior, es decir, tomados colectivamente, deben tener más potencia que el gobernante, porque el poder colectivo o potencia y derecho de la multitudo no se identifica con nadie. En otras palabras, el gobernante no se identifica con el poder soberano. Hay distancia necesaria entre la potencia del gobernante y el imperium. Por lo tanto, por primera vez la figura empírica del gobernante, cuanto su figura mística, se despega del lugar del poder que, perteneciente siempre a la coletividad, no se deposita en nadie. Y porque la figura del gobernante no se confunde con la del poder, los detentores del poder, es decir, los ciudadanos en cuanto multitudo tienen el poder para deponer al gobernante, si tuviesen fuerzas para ello. La fuerza repele la fuerza (Vis vim repellit). “El poder o derecho del soberano es sólo el derecho natural que no se define por la potencia de cada uno de los ciudadanos tomados aisladamente, sino por la masa (multitudinis) conducida de cierta manera como una única mente. Por lo tanto el cuerpo y la mente del poder tienen un derecho medido por su potencia, como era el caso del derecho de naturaleza; cada ciudadano o súbdito, pues, tiene 36
menos derecho cuánto más potencia tuviese la Ciudad y, consecuentemente, según el derecho civil, ningún ciudadano tiene o posee algo sino lo que pueda reivindicar por el decreto de la Ciudad. Si la Ciudad da a alguien el derecho y, por lo tanto, el poder de vivir según sus disposiciones, ella se despoja del derecho y lo transfiere a aquel a quien le dio tal potencia. Si ella se lo diese a dos o más individuos, se divide y cada uno de ellos tiene la potencia de vivir según sus disposiciones. Si ella se lo diese a cada uno de los ciudadanos, ella se autodestruye y regresamos al estado de naturaleza [...] de modo alguno se puede concebir que la institución de la Ciudad permita a cada uno vivir según sus disposiciones, porque el derecho natural por el cual cada uno es sui juris desaparece necesariamente con el estado civil. Digo expresamente: con la institución de la Ciudad (ex Civitatis instituto) porque el derecho natural no deja de existir en el estado civil". (TP, III, 2 e 3; G T, III) El imperium es intransferible. Lo que se distribuye no es la soberanía, porque ésta permanece con la multitudo, sino el derecho de participación en el poder. Por lo tanto, lo que distingue a los regímenes políticos no es el origem del poder ni el número de gobernantes, sino la definición del derecho de ejercer el poder. La democracia es designada por Spinoza absolutum imperium justamente por ser la única forma política en que el poder de la multitudo y el poder de los ciudadanos es idéntico: cada ciudadano es legislador, gobernante y súbdito, siendo la potencia colectiva rigurosamente proporcional a la de los ciudadanos en sentido inverso. Spinoza la considera también lo “más natural de los regímenes políticos” porque en ella se realiza el deseo natural de todos y de cada uno, sea cual fuere, gobernar y no ser gobernado. Y, en el TTP es considerada la “más natural” porque mantiene la igualdad del derecho natural, la condición sui juris concreta y, por consiguiente, la libertad. En ella, contrariamente a la monarquía (donde la proporcionalidad está próxima a cero) y de la aristocracia (donde una parte de la multitudo fue despojada del derecho de participación en el poder), la soberanía no se encuentra dividida, sino repartida. 37
¿Qué significa decir que el derecho natural no es suprimido por el advenimiento del derecho civil? Significa, en primer lugar, que no permanece -como en Hobbes, en calidad de residuo virtual que se actualiza in extremis (cuando el soberano amenaza la autoconservación) o como lo que es permitido por el silencio de las leyes- sino definiendo la potencia política, define la actividad política y determina el campo político. El derecho natural es medida, guardián y amenaza del derecho civil. Medida, porque determina la proporcionalidad en las relaciones entre los ciudadanos y el poder, determinando el campo político como sistema de relaciones reguladas por el derecho civil. Guardián, porque impide el deseo de los gobernantes de identificarse con el poder, siempre que la potencia colectiva sea más fuerte que la de ellos y la limite. Amenaza, porque nadie se despoja del deseo de gobernar y de no ser gobernado, ni del imaginario que identifica el poder y el gobernante y por ello, insiste Spinoza, el mayor enemigo del cuerpo político jamás es externo, sino interno a él: es el particular o un grupo de particulares que, so pretexto de defender y proteger las leyes, aumenta sus fuerzas al punto de ocupar el poder y con él identificarse. Pero esto, en segundo lugar significa que, a la geometría de las proporciones, vino a sumarse la dinámica interna de las fuerzas políticas. En efecto, la ley, porque depende de la potencia natural del poder, puede ser deshecha o deshacer aquello que ella misma instituye. Así, la ley capaz de mantener la instauración política originaria es aquella capaz de delimitar las fronteras del derecho natural y del derecho civil, para que el primero, medida y guardián, no se convierta en amenaza para el segundo. Entonces, se percibe que el acto de institución del poder se inscribe en una necesidad natural indeterminada que la ley viene a determinar confiriéndole realidad. Pero la ley sólo es posible porque retoma aquello que está puesto en la naturaleza humana, es decir, las pasiones y los conflictos. En otras palabras, el advenimiento de la vida política no es el advenimiento de la buena razón y de la buena sociedad. No elimina los conflictos, sólo hace posible limitarlos. De ahí lo esencial: la Ciudad no deja de 38
instituirse y esa institución permanente define su duración o su perecimiento. ¿Por qué los hombres instituyen la vida política? En la Ethica, así como en el TTP y en el TP, la respuesta de Spinoza es sencilla. Es, dice el capítulo XVI del TTP, “una verdad eterna” que el conatus, en la lucha contra los obstáculos externos, calcula riesgos, ganancias y pérdidas de su fuerza y que, en ese cálculo, siempre busca lo que lo fortalece (o imagina que lo fortalezca) y huye de lo que lo debilita (o imagina que lo debilita). En términos afectivos, el deseo elige un bien antes que un mal, entre dos bienes, el mayor, y entre dos males, el menor. En el estado de naturaleza, la posibilidad de ser sui juris es nula, dice el TP, y, por consiguiente, el estado de naturaleza es sentido como el mal mayor del cual necesitamos huir. Esa fuga no significa que sepamos qué sería el bien mayor, pero en ella ya sentimos que es un bien la unión de potencias o derechos y que el riesgo de estar alterius juris es un mal necesario toda vez que nuestra potencia sea menor de lo que la aleja. De esas dos experiencias, vimos, nacía la multitudo y el cuerpo político. Así, la primera respuesta de Spinoza, marcadamente hobbesiana, pone a la institución de lo político bajo el signo del cálculo imaginativo de bienes y males, ganancias y pérdidas, aumento o disminución de la potencia de conservación en el ser. Si esa fuese la única respuesta de Spinoza, todavía no comprenderíamos por qué su primera referencia a lo político, en la Ethica, se da cuando inicia la génesis de la libertad humana bajo la conducción de la razón; ni por qué, en el TP, declara que solamente con el advenimiento de lo político los hombres llevan una vida propiamente humana, definida por la fortaleza del ánimo y distingue los regímenes políticos por el grado de libertad de los ciudadanos; ni en fin, por qué en el TTP, elige la democracia para la exposición de los fundamentos del poder político, declarando que ella es la que mejor se presta a su intento, es decir, demostrar la importancia de la libertad en una república. Es que Spinoza ofrece, en el transcurso de sus obras, otra respuesta a la cuestión de lo político. Retornemos al derecho natural como abstracción. La causa de su abstracción es su propia definición como deseo de ser sui juris, porque ese deseo el estado de naturaleza no lo 39
puede concretar. Imaginario o racional, bárbaro o culto, causa inadecuada o adecuada, el deseo de ser sui juris determina la emergencia de lo político. Es su causa eficiente inmanente. Es él el que busca la unión de las potencias. Es él el que se define por el deseo de gobernar y no ser gobernado. Y porque es causa eficiente inmanente, es él que permanece en los efectos de la institución política. Y porque es imaginario, es causa inadecuada y podrá equivocarse en el momento de la institución, motivo por el cual la interrogación de la experiencia política indaga las ilusiones de la experiencia y propone un arte político que las disminuya, dándoles medios para que se expresasen. Porque imaginariamente la libertad es tenida como voluntad para elegir según fines y como aptitud para no estar bajo el yugo de nadie, su imagen es la del imperium in imperio: omnipotente, frente a la Naturaleza, y deseosa de probarse manteniendo a otros hombres bajo el yugo, alterius juris. La libertad imaginaria hace su aparición como deseo de dominium, no sorprendiendo que los filósofos y juristas hayan hecho de este último la definición misma del derecho y de la libertad y, que ésta les aparezca sólo como ausencia de impedimento externo o como lucha contra todo obstáculo externo. Por eso mismo, la imagen de la libertad puede ser causa de la tiranía, recuerda el TP, porque si ella produce un efecto tiránico es porque es una causa tiránica. Entretanto, si la vida política nace para dar concreción al deseo de ser sui juris y se transcurre bajo el signo de las pasiones, no hay cómo ni por qué esperar que la idea de la libertad venga a sustituir o eliminar su imagen. Por el contrario, el arte político consiste justamente en encontrar en la imagen de la libertad vestigios de la idea de libertad y el principal vestigio es exactamente el deseo de ser sui juris. El conatus-deseo no es sólo esfuerzo para vencer obstáculos externos, sino también es la capacidad para interpretarlos afectivamente –he aquí por qué, curiosamente, Spinoza, que no emplea las categorías del derecho privado, se refiere al derecho de juzgar y opinar como facultas (la expresión aparece en los dos tratados políticos), porque la facultas es empleada por la tradición para designar el lado racional del derecho natural y, así, negando la 40
racionalidad intrínseca de ese derecho, Spinoza no niega que cuando ese derecho se refiere a la razón, sea, exactamente, una facultas en el único sentido riguroso del término. El arte político es la facultas para interpretar la interpretación afectivo-imaginaria que el deseo ofreció para sus relaciones con los obstáculos. Y que exista esa interpretación lo prueban el estado de naturaleza como un mal, del vivir alterius juris como un peligro, de estar bajo los caprichos de la fortuna como una amenaza, de recibir favores del ambicioso como un riesgo. Lo que la razón descifra en esa interpretaciones es la actualidad del deseo de ser sui juris, actualidad que se manifiesta en el interior de la heteronomía imaginante. Por eso el hombre es presentado por Spinoza como un ser conflictivo: desea gobernar y no ser gobernado. Es ese vestigio de la autonomía que orienta el trabajo de descifrar del arte político y es por eso que Spinoza se decide por la democracia. La democracia no es la buena sociedad conforme a la razón. Es sólo aquel sistema de fuerzas sociales y políticas donde se concreta aquella imagen de la libertad como deseo de autonomía. Dado que, tal como insisten el TP y el TTP, no existe pecado anterior a la ley, ni lo justo o lo injusto, los vicios y las virtudes de los ciudadanos no pueden ser imputados a ellos, sino a la ley, es decir, a la Ciudad y a su institución. Así, libertad o servidumbre estarán inscriptas en la Ciudad a través de sus leyes si, en el momento instituyente, prevalecieran las imágenes del deseo de ser sui juris o las del deseo de ser alterius juris, o como dice el TP, si el deseo instituyente fuese deseo de vida o miedo a la muerte. Entonces, es en el momento de la institución que podemos descifrar si la Ciudad realiza o frustra el deseo de ser sui juris, si la multitudo está movida por la esperanza de vivir o por el pánico de morir. Más de una vez, es en la democracia que el arte de lo político se vuelva capaz de aumentar ese deseo, fortaleciendo las virtudes de los ciudadanos y debilitándoles los vicios, particularmente el deseo de mantener a los demás alterius juris. En la democracia existen tres determinaciones que revelan su adecuación intrínseca al deseo de autonomía de los ciudadanos: en primer lugar, en ella nadie junta fuerzas para transferíserlas a otro, sino para dárselas a sí mismo en 41
cuanto miembro de un poder colectivo y público o, como dice el TTP “en ella nadie transfiere su derecho natural hacia otro hombre, en provecho del cual, de ahí en adelante, ya no aceptaría ser otro hombre, en provecho del cual, de ahí en adelante, ya no aceptaría más ser consultado por cosa alguna”; en segundo lugar, y como consecuencia de ser la democracia societas civilis en sentido pleno, en ella no se pasa de la condición sui juris a la de alterius juris, sino por el contrario, en ella se pasa del alterius juris a sui juris en cuanto ciudadano; en tercer lugar, por consiguiente, en ella el deseo de autonomía, por lo menos como autonomía política (que Spinoza juzga condición para la autonomía ética porque el sabio no ha de privarse de la ciudadanía) se concreta, y esa concreción es el aumento de la potencia del conatus-deseo que es, en cuanto ciudadano, causa adecuada de la ciudadanía y de la soberanía. Además, queda por examinar la estructura del campo político y de sus relaciones con lo social, porque el sujeto político y el sujeto social no se superponen enteramente. El poder político es el derecho natural de la multitudo y que, de ahora en adelante llamaremos pueblo. Esto significa que la soberanía no es sino el derecho natural colectivo que existe sólo en cuanto exista el sujeto político instituyente, porque siendo del derecho-potencia siempre actual, la desaparición del pueblo como sujeto político es la desaparición del poder político –el sujeto instituyente no tiene existencia virtual. Si además, el poder político es desde el punto de vista del sujeto político o de la soberanía, derecho natural, él es, desde el punto de vista de los ciudadanos, derecho civil y ley. He aquí por qué, en el capítulo XVI del TTP, inmediatamente después de describir la emergencia de lo político, Spinoza tiene el cuidado de distinguir entre el esclavo y el súbdito: el primero es alterius juris y su acción realiza no su deseo, sino el deseo ajeno, en cuanto el súbdito es aquel que, al obedecer a la ley, permanece sui juris, porque obedece a sí mismo en cuanto sujeto político soberano. Obedece a sí mismo y, en cuanto súbdito, obedece también al gobernante porque éste recibe el derecho para promulgar las leyes, ejercer la justicia y obligar al cumplimiento de sus decretos, siempre que tenga potencia para así proceder. 42
De esa manera, la estructura del campo político se ofrece originariamente diferenciada: existe el sujeto político soberano -el pueblo que constituye el imperium o el derecho natural colectivo-; existe el ciudadano que del ejercicio del poder conforme su distribución -decidida en el momento de la institución-; participación que es su poder para crear las leyes y participar del gobierno; existe el gobernante, que ejecuta lo que la soberanía decide, dándole a las decisiones la forma de la ley positiva o derecho civil; y, finalmente, existe el súbdito, que está obligado a obedecer las decisiones del sujeto político, a respetar las leyes promulgadas por los ciudadanos y a someterse a los decretos del gobernante. En la democracia, todas esas figuras políticas coinciden y también coinciden su existencia empírica y su existencia política. En los demás regímenes, esa coincidencia desaparece, porque no todos son ciudadanos, aunque todos sean súbditos y, en el momento de la institución, todos sean sujeto político. Pero porque el sujeito político nunca se vuelve virtual, las instituciones de las sociedades divididas en clases, donde las divisiones sociales determinan la forma de la participación en el poder, deben contemplar mecanismos por los cuales los excluidos del gobierno y de la ciudadanía puedan satisfacer el derecho natural, a través del derecho civil. Finalmente, las diferencias internas que estructura todo y cualquier cuerpo político dejan entrever todos los conflictos posibles entre sus componentes y constituyentes. Entonces, los individuos no forman una colectividad sólo poniendo el derecho civil, sino también dándose hábitos comunes. La articulación entre hábitos y derecho civil concierne a los sujetos sociales. Cuando, Spinoza afirma que la potencia soberana tiene derecho a todo lo que tuviese poder, pero que ese poder posee sus límites, éstos son dobles: el primero de ellos es social, es decir, se refiere a los hábitos o al ingenium gentis (Spinoza no habla de jus gentium, porque los mores y las consuetidines no son jurídicos); el segundo se refiere a las medidas que no pueden provocar “furor e indignación de la multitudo” porque esto acarrea odio hacia los gobernantes, deseo de transgredir las leyes para reponer las leyes originarias, y es ocasión para que la Ciudad produzca la sedición. El campo social es el de los hábitos bajo el ingenium gentis y el campo político es el de las leyes bajo el derecho civil. Nuevamente, la 43
diferencia interna entre sociedad y política y entre lo social y lo político determina la posibilidad del conflicto entre ellos. En el TTP, los hábitos parecen expresar la naturaleza de la sociedad que los instituye y en los variados ejemplos históricos ofrecidos, la sociedad, es decir, los hábitos surgen como contrarios al cambio político. Y ésta parece ser desaconsejada por Spinoza que escribe: “Por esos ejemplos, así se confirma aquello que dijimos: el régimen propio de cada Estado debe mantenerse y no puede ser alterado sin el riesgo de ruina del mismo Estado" (G. III, 228) Todavía esos ejemplos son siempre acompañados de una afirmación que reaparece en el TP: las revueltas, las sediciones y magnicidios muestran que los hombres pueden fácilmente sustituir a un tirano por otro, pero no parecen ser capaces de destruir las causa de la tiranía: “De ahí que, el pueblo cambie tantas veces de tirano sin abolir nunca la tiranía, ni sustituir el poder monárquico por otro” (G. III, 227) En todas partes, todas las veces, las mismas causas produjeron los mismos efectos, concluye Spinoza. Esos planteos parecen contener una fuerte dosis de conservadurismo y parecen entrar en contradicción con la teoría del conatus. De hecho, ¿cómo puede el conatus individual aumentar de potencia y ser libre con la parálisis del conatus colectivo y sobre todo cuando el poder político es tiránico? Como si no bastase este problema aún tenemos que enfrentar otro: la diferencia entre los dos tratados en lo concerniente a la valoración de los hábitos. De hecho, ahora, analizando los desastres continuos de la política holandesa, que no deja de oscilar entre la monarquía y la aristocracia, teniendo o una monarquía aristocrática y/o una aristocracia monárquica, Spinoza observa que la causa de la incapacidad política de la burguesía holandesa justamente se encuentra en el hecho de que los sujetos políticos no hayan sido capaces de realizar los cambios porque conservaron los hábitos que 44
ocultaban para todos aquellos a quienes les cabe verdaderamente el poder. Además de eso, retomando el ejemplo del TTP sobre la secuencia de magnicidios en el Imperio Romano, ahora es el militarismo, hábito del pueblo romano, que se presenta como causa de la ruina de la República, porque “por bien ordenada que esté la Ciudad, por excelentes que sean las instituciones”, en los momentos de pánico frente a la muerte, todos se vuelven hacia el hombre que obtuvo el triunfo militar, en él depositan esperanzas, poniéndolo por encima de las leyes, confiriéndoles el imperium y prolongando su poderío sobre toda la cosa pública. Procediendo así, el pueblo se libra de la guerra sin preparar la paz. “Fue esto lo que causó la pérdida del pueblo romano”, concluye Spinoza. La aparente divergencia entre el TTP y el TP nos pone en sobre aviso respecto a la supuesta aceptación, por parte de Spinoza, de la tesis clásica sobre la sabiduría de los hábitos y la necesidad de conservarlos frente el cambio. Comencemos observando que en el TTP, Spinoza se aparta de la tesis del “carácter nacional”, declarando que era pueril la explicación de la muerte del Estado hebreo porque su pueblo tendría un carácter insurrecto y rebelde. La Naturaleza no crea naciones y, por lo tanto, no es posible decir que un pueblo es, por naturaleza, más o menos insurrecto que otro. Las nacionalidades son fruto de la diferencia de las lenguas, de los hábitos heredados y de las leyes y “solamente los dos últimos le dan índole propia a cada nación y preconceptos que les son propios”. Esa línea de argumentación se mantiene en el TP, cuando Spinoza escribe que los vicios y las virtudes de los ciudadanos no son de ellos, sino de la Ciudad, así como son de ella por su debiliddad o por su fortaleza. En otras palabras, la tesis central, común a los dos tratados es la de que los hábitos dependen de la calidad de la instituciones. Y éstas son impuestas por la ley. De esa manera, la relación ley-hábito, hábitorégimen político, hábito-cambio, que parecía ser unívoca, se revela múltiple y polisémica, porque el hábito determina lo que la ley no puede imponer, en cuanto la ley determina lo que el hábito debe hacer. El conflicto entre la fuerza del hábito y la fuerza de la ley determina el deseo de cambio. Entonces, Spinoza no dice que el cambio es desaconsejado por hábito sino que el cambio debe someterse a la nueva ley y no a la fuerza del hábito, porque 45
sometiéndose a esta última el cuerpo político no dará fuerza a la ley nueva. En el capítulo X del TP afirma que “las leyes son el alma de la Ciudad”, sólo permaneciendo simultáneamente inviolables y protegidas por la razón y por las pasiones comunes de los hombres. Si es fácil derribar al tirano y difícil extirpar la tiranía y si “son siempre las mismas causas que producen los mismos efectos”, la ontología tiene que enseñar a la experiencia política. Así como la institución de lo político es creación de una potencia nueva, así también el cambio de la forma de lo político es creación y, si fracasara el cambio es porque no hubo creación de algo nuevo. Toda causa es eficiente e inmanente. Si es inadecuada, su potencia interna es débil para vencer a las potencias externas adversas. Si es adecuada, es capaz de vencerlas, determinarlas, cambiándoles el curso y coexistir con ellas sin destrucción recíproca alguna. En el momento de la institución originaria, la causa eficiente inmanente puede ser inadecuada (miedo a la muerte) o adecuada (esperanza de vida) y desplegará en la duración sus efectos necesarios. Destruir la causa de la tiranía es descubrirla como causa inmanente y su desaparición sólo podrá ser el verdadero cambio, es decir, una nueva causa inmanente fundadora. La destrucción de la tiranía por la destrucción de su causa significa que el cambio político tiene que pasar por la destrucción de la forma existente del Estado y, por lo tanto, ser una revolución. TRADUCCIÓN: Andrea Álvarez Contreras SUPERVISIÓN: Dr. Hernán Kesselman Buenos Aires, 13 de mayo de 2002.
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Marilena Chauí, psicoanalista, socióloga y filósofa brasileña. Docente de la PUC/SP Pontifícia Universidade Católica de São Paulo. Fue la Directora de Tesis de Doctorado de Suely Ronik cuando presentó en dicha universidad su investigación en el año 1989: “Cartografía Sentimental: transformaciones contemporáneas del deseo”.