Espasmo De Vida

  • April 2020
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Espasmo de Vida

Pablo Miguel Vanevic

Escribir y describir cada mirada es imposible, lo mismo que pensaba al querer cruzar desde la más árida y alta Puna de Bolivia y Perú, a las fervientes y bajas playas de Brasil. Un sinnúmero de datos revisados antes de partir, para que una vez en el lugar pudiéramos olvidarnos de ellos y vivir. Un Diario de Viaje que vuelve a contar la experiencia propia y trata de sumar la del grupo; pero sabemos que cada escritura es personal y hasta lleva consigo la facilidad de los errores. Una introducción que es recomendable empezar una vez que sepamos qué queremos contar, pero que nace hoy, en Buenos Aires a ocho meses de haber comenzado EL Viaje. Un título que suena extraño y que tardó mucho en salir a la superficie; trato de explicarlo y grito Taki Ongoy y suena un camino, los demás entenderán, que la traducción siempre oculta algo. Una vez, en un coloquio sobre los Inkas se explicó esta frase y ahí la entendí. Otra vez comencé un Viaje… y ahí la comprendí. Hoy son palabras en un todo, mañana busco que sean nuevos pasos en quienes las recorran.

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Pablo Miguel Vanevic

Una travesía de 10.000 leguas comienza con un paso; la nuestra empezó con un tren y no serían leguas, pero sí 10.000 kilómetros los que se recorrerían. Nuevo Año – Nuevo Lugar Después de los brindis del 31, temprano, tipo 7.30, salimos para Retiro; pasajes en mano para el exNOA, hoy Ferrocentral. Dicho sea de paso, estos pasajes los obtuvimos dos meses antes de la partida, gracias al Pequeño Saltamontes que nos instó a hacerlo así. El viaje se extiende hasta Tucumán, por más que las vías sigan un poco más… políticas de un noEstado, pusieron fin a esta travesía que siguiendo distintas trochas, podría llevarnos hasta La Paz, Bolivia. Y sí, fue largo. 26 horas con ventanillas abiertas, algo de polvo y muchísimo calor. Al tiempo que avanzábamos, nuestra madre desde Buenos Aires nos informaba por celular que allá la térmica era de 44° C. De todas maneras, nosotros nos arreglamos para dormir, comer las sobras de fin de año, leer algo y esperar. Esperar el fin de este trayecto que nos acercaba al verdadero Viaje, y que forjaba el espíritu de templanza y abstracción que necesita aquel que quiera nombrarse a si mismo mochilero. Esta es una buena introducción para presentar a los integrantes de esta historia; cada uno diferente, único. Cada uno con un objetivo, que quizá al salir no lo tenían, pero que allí estaba. Así como estábamos nosotros, que seguíamos buscando la mejor postura en esos asientos verdes oscuros y poco reclinables. Éramos 7, siete, un número mágico que luego aumentaría. Para empezar, estaba Sol, mi hermana y compañera, acostada en los dos asientos en frente mío; junto a mí estaba Victoria, Vicky, mi novia, compañera también de esta vivencia que estaba apenas comenzando. Detrás estaban los cuatro restantes: Pehuen, quien había decidido unirse a esta mezcla heterogénea que daría fantásticos resultados. Junto a él, se encontraba Charly, el Pequeño Saltamontes, como lo nombraba más arriba, él fue quien puso la argamasa y reunió a todos los integrantes de la aventura en una fecha común. En los dos asientos restantes se hallaba Cintia, que con su sonrisa eterna contagiaba el espíritu nuestro, y estaba Gimenita, Shimy, quien supo en cada momento dar el paso indicado y continuar. Entre todos estaba yo, Pablo, el Chango, la voz en off de todo este paisaje en constante movimiento. Y en ese constante movimiento llegamos a la ciudad de San Miguel de Tucumán, cerca del mediodía siguiente, recargando una y otra vez nuestras botellas con agua y empezando a acostumbrarnos a ese peso que va más allá de una medida expresada en kilos o libras; ese “algo” que uno siente más pesado que ayer o menos cargado que hace unas horas; es un enano a cuestas; es una mochila que nos da otro nombre por el tiempo que la llevemos encima. Llegamos a la Plaza Independencia y seguimos caminando para ver la Casa Histórica de Tucumán, la Casita de Tucumán. Desde allí continuamos a la terminal, donde una larga fila de personas se preguntaba dónde pasaría esta noche, ya que la monopólica empresa de buses Aconquija había vendido todos los pasajes para los destinos típicos donde se inicia la subida a la Quebrada: Tafí del Valle, El Mollar y Amaicha. Podrían haber empezado las discusiones, pero nada de eso, sabíamos que no pasaríamos la noche aquí, en esta ciudad, salvo para esperar otro servicio por la madrugada. Habría otra forma de viajar, y sin mucha diferencia monetaria: los siete nos subimos a dos taxis hasta El Mollar. El pueblo estaba silencioso, los campings no sufrían del desborde apreciado en Tafí. Así que allí estábamos, casi solos en el camping de vialidad; con una gran cocina a nuestra disposición que a la noche inauguraríamos con la primera comida salvaje: Papas fritas con sopas instantáneas. Simplemente inesperado.

Nace una Comunidad Después de unas horas de descanso en una posición bastante más horizontal que la de días atrás, nos levantamos para ir a visitar el Parque de los Menhires. Allí pudimos observar, contemplar, estos objetos que para algunos pasan simplemente por piedras, pero que a nosotros nos van adentrando en el pensamiento de estas culturas precolombinas que a cada paso conoceríamos mejor. Empezamos la vuelta para la hora del almuerzo, que se presentaría con un revuelto vegetariano para nuestra compañera Cintia, en el cual todos cooperaríamos y comeríamos luego gustosamente.

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Merecida siesta para salir luego y caminar hasta el borde del Dique La Angostura. Ya habíamos dejado todas las cosas listas para que cuando volviésemos ordenáramos rápido y nos fuéramos a esperar el colectivo que nos llevaría hacia Amaicha. Interrumpido el horario de cenar, nos subimos a aquel bus que después de dos horas nos depositaría cerca de la medianoche en la plaza del pueblo. Arribamos con toda la energía y las ganas de ya estar un paso más arriba. Bailamos al son de la radio que transmitía desde allí mismo algunos compases de música olvidable. Nos sentamos ahí nomás, en un boliche a comernos unas pizzas y unas cuantas cervezas; podíamos darnos un gusto, ya que hoy no gastaríamos plata en alojamiento… esperaríamos hasta el amanecer para entrar en un camping y no pagar en vano esta noche. Así que el campamento lo dejamos para la plaza que nos albergó unas cuantas horas taciturnas. Algo ya comenzaba esa noche, la Luna se nos asomaba como una postal de Pink Floyd, nos mostraba su otra cara, mientras nosotros íbamos viendo la armonía que en otros lados no aflora tan fácilmente. Amanecimos dentro del camping “Los Algarrobos”, quizá despertamos a algunos a eso de las 5 horas, cuando comenzamos con el ritual del armado de carpas. Luego de dormir, comer, dormir, nos metimos un poco en la pileta; parecía una tarde de club. Mientras, pensábamos qué comeríamos a la noche, nuestra única preocupación de a momentos. El sol aquí ya es más fuerte, ya nos vamos acostumbrando más a él; pero aún cuesta. Estamos adaptándonos a un nuevo ritmo también. Yo planeo seguir por bastante tiempo, así que a medida que regulo mis energías, empiezo a conocerme a mi y a los demás. Todo esto esto es un regalo; el mejor que se me podría ofrecer. Y compartir esto con Sol, mi hermana, y con Victoria no tiene precio ni palabras. Con una sola noche en el camping, nos levantamos el viernes 5 para dirigirnos hacia las Ruinas de los Quilmes, allá a 18 kilómetros. Probaríamos hacer dedo esta vez, y separándonos en la ruta en dos grupos de dos y uno de tres, nos dispusimos a esperar. No pasó mucho tiempo hasta que una F-100 (la historia se repite como en otros viajes por estas latitudes) se decidió a subirnos grupo a grupo. Llegamos en un instante donde el camino se abre hacia las Ruinas. Estábamos ahí, a 5 kilómetros de aquel cerro que alberga los restos de la cultura Quilmes. Bastión de lucha y dignidad indígena. Nos propusimos dejar las mochilas grandes en una tienda de artículos regionales junto a la ruta. Tuvimos que replantearnos qué comeríamos una vez en el lugar ya que, lamentablemente, habíamos olvidado unas cuantas empanadas en la camioneta que nos había acercado. Empezamos a caminar, a los pocos minutos, las cuatro chicas pudieron subirse a un auto y evitar seguir bajo ese sol imperdonable. A nosotros nos tocaría hacerlo. Y las ruinas, grandiosas como siempre, nos saludaron y nos dieron la mejor bienvenida, permitiéndonos llegar hasta uno de sus puntos más altos. Comimos ahí mismo, al reparo de unas pircas, las sopitas instantáneas que calentamos con la marmita y el anafe; bien al estilo alta montaña. Este lugar tiene una magia inagotable. Hoy 2007 sería mi cuarta visita al Norte, y nunca había dejado de visitar este paraje. Tiene algo. Esa es la frase. Volver casi al cierre, juntar las mochilas, emprender otro dedo que salió demasiado bien, ya que de nuevo una camioneta nos alzaría a todos, sin ningún problema. El rumbo: Cafayate. Un escape Llegamos cerca de las 19.30 horas, a una ciudad muy cambiada de lo que habíamos conocido uno o dos años atrás. Gente desbordando la plaza y los restaurantes de alrededor. Comida apurada y con mal humor. Pero que no podría acabar con el espíritu de estos siete fantásticos. Cafayate no parece lo mismo, no encontramos energía. Nosotros estamos en una sintonía, un equilibrio, una relación que la ciudad no pudo entender. Ahora estamos tratando de escapar, al igual que muchos otros grupos, que llegamos a catalogar de “billies”. Gente que se mueve en masa, como en un éxodo sin autenticidad. Trasladándose cual ritual impuesto en una revista de moda.

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El Norte no es esto que encontramos aquí, porque no encontramos nada. Momento, rapto de furia que se hace palabras en papel. Hoy estamos tratando de llegar hasta Salta capital, este día llegarían tres nuevos integrantes: el Colo, Felipe y Facundo; personas importantísimas para mi, conocidas desde antes de lo conocido. Habían aceptado adentrarse en la aventura del Norte e íbamos en búsqueda de ellos que esperaban en el camping municipal de Salta. Esta vez el dedo no funcionó, habíamos tratado de adelantarnos saliendo antes Sol, Vicky y yo; pero como escribiría Charly más tarde “Osamos desafiar el destino al dividir el grupo”. Volvimos, después de cuatro horas de espera frustrada, a la plaza de Cafayate. Allí el grupo se reunía y buscaba otro medio para llegar hasta Salta. La solución fueron dos remises, que nos cobrarían lo mismo que el pasaje en micro y hasta llegarían antes que el mismo. A las 19 horas ya estábamos en el Camping Municipal “Carlos Xamena” para encontrarnos con los chicos. Ya éramos diez. Cuatro carpas, toneladas de comidas, dos mates por ronda, sogas kilométricas para secar la ropa. En fin, 10, sobresaliente.

Ascenso A la noche pasearíamos por la ciudad y comeríamos unas muy buenas empanadas. El día siguiente seguiríamos con el menú gourmet con unos pollos a la parrilla y la infaltable ensalada para la integrante vegetariana. Luego continuaríamos con mucha pileta (este camping posee una de las más grandes que el ojo humano pueda observar), truco y mates. A la nochecita, de vuelta al centro, donde averiguaríamos pasajes para Cachi o San Antonio de los Cobres; aunque terminaríamos por no decidirnos por estos destinos y trataríamos de llegar a Purmamarca mañana. Después visitaríamos el Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) y volveríamos al camping. Tardamos un poco en desalojar el camping, pero salimos y nos dirigimos hacia la terminal; la lluvia obviamente nos seguía. Dejaríamos el dedo esta vez, un micro nos acercaría hasta San Salvador de Jujuy. Allí algunos realizarían un pequeño reconocimiento de la ciudad, mientras que otros buscaríamos la mejor forma de llegar a Purmamarca o a Yala. Finalmente nos inclinamos por este pueblito a apenas 14 kilómetros, donde llegaríamos con un colectivo de línea. El camping “El Refugio” nos albergaría. Este lugar para mi también significaba el regreso a las huellas de otros años. Aquí comenzábamos el ascenso.

Más Arriba Una noche de emociones, sentimientos. Aquí podríamos decir que comenzaría EL Viaje. Día de cambios, Vicky se teñiría de morocha; todos afrontábamos alguna transformación. Catarsis. Esa es la palabra. A las 16.30 horas cruzamos la puerta del camping para afrontarnos nuevamente a la ruta y esperar que alguien nos levantase, seguíamos al Norte, a Purmamarca. Nuevamente la espera se hizo corta, cuando un camión que transportaría borax cruzando a Chile nos llevó; lo bueno sería que con el rumbo que mantenía el camión, no deberíamos caminar los cuatro kilómetros desde la ruta nacional 9 hasta el pueblo de Purmamarca. Nos instalamos en el camping Siete Colores que estaba atestado de carpas y más tarde nos iríamos a recorrer y comer… las ganas de las empanadas se pudieron saciar con el monto de unas 80 y otros tantos tamales. Un poco de vino, y a la cama, bah, ¡al aislante! Hace dos años yo había permanecido en este mismo camping, en ese entonces era solo un descampado que contaba con tres carpas y una era la nuestra. Esta vez, no podía contar con seguridad, me perdía al tratar de adivinar cuánta gente estaba habitando ahí en ese momento. Serían

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cien como mínimo. A todos los había convocado un deseo, una visión quizá, de querer hallarse a si mismos en otras tierras. Por lo menos, esto es lo que quería pensar. Al mismo tiempo que traspaso estas palabras de un cuaderno Gloria, liso y tapa blanda, a lo chato de la hoja virtual, releía mi anterior diario por estas tierras. Ahí hablaba de los conocidos hechos en el camino, de un asado, de otras anécdotas. Hoy los recuerdos son otros y siempre encantadores. Esta vez el grupo ya comenzó grande desde su salida y siempre seguiría con ese paso firme y conquistador que nos elevaría a otras latitudes. Las discusiones no existían, formábamos una comunidad de la que todos nos sorprendíamos. Caminando hacia Los Colorados nos dábamos cuenta de todas estas cosas. Éramos un grupo, lisa y llanamente. Hace dos días, Yala nos daba la bienvenida, hoy Purmamarca ya nos cobijaba.

Allá en Tilcara Muchísima lluvia. No nos dejaba desarmar nuestras humildes cuevitas; el agua corría por ese camping en total declive. Eran casi las 12 horas, no queríamos abonar un día más de estadía, así que aunque el cuerpo no se correspondiera con los actos que le ordenábamos, terminamos por guardar todo mojado. Habría tiempo para ventilar las cosas en nuestro próximo destino: Tilcara. Comimos algo ahí mismo y nos fuimos a esperar el micro, conseguimos por suerte los pasajes, pero eso no aseguraría que no viajásemos parados en el trayecto de unos cuarenta minutos. Y llegamos a Tilcara. La plaza en plena explosión demográfica albergaba a otros diez personajes que empezarían a recorrerla para encontrar un lugar donde instalarse. Los campings estaban caros y completos, plata para hospedaje no hay, pero algo se conseguiría, por más que fuese el Enero Tilcareño el causante de estas manifestaciones mochileras. Vicky y Gimenita después de ver algunos lugares volvieron con un notición: una habitación donde cabríamos los diez, a un precio muy razonable. Ya no habría que armar nuestras carpas. Ahora le estábamos dando vida a una casa, un reproductor de mp3, unos parlantitos, un enchufe por ahí. Música y techo, la comida podría esperar.

Allá en Tilcara – en Peso Argento Iorio / Cianciarullo. Amanecí allá en Tilcara, con los amigos de la indiada. Llevarme allí, quiso el destino. Junto con quienes mi camino comparten. Tal vez grabada en las pircas, mi voz, como un recuerdo haya quedado. Como grabado ha quedado en mi ser, de aquellos, su trato amable. Anochecí, allá en Tilcara, con los amigos que entre la indiada tengo. Y fuí feliz. Grata experiencia, al compartir su solitaria resistencia. O contentar a quien guste de saber, que jamás te olvidaré. Me despedí, de madrugada, de quienes a cambio de nada me asistieron. Y fuí feliz, grata experiencia, al compartir su solitaria resistencia. Pueda este canto que cantando estoy, sumarle alivio a sus pesares. O contentar a quien guste de saber, que jamás lo olvidaré.

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A la noche tendríamos una combinación de la mejor música, unos buenos platos y el tinto espeso que todo unía. Aunque decirlo así, suena muy simple. Ahora, decir que presenciamos en un restaurante un show sublime, se va acercando a la idea. Pero bueno, no es suficiente. Hay que decirlo así: fuimos a ver a Ricardo Vilca. Un show excelente, que incluía anécdotas entre cada canción, un interludio con algunos temas de fogón y una despedida inigualable: el Himno Nacional, interpretado por un Vilca virtuoso y desprejuiciado. Con esa imagen nos quedamos hasta el día de hoy, con aquel vaso compartido que se hizo brindis con el más grande. Al otro día nos levantamos algo tarde, comimos unas frutas y nos dirigimos al Pukará y al Museo Arqueológico, el cual visitamos primero. Al igual que en las Ruinas de los Quilmes, respirábamos magia. Ya a la noche vendría la despedida de Tilcara. Por un lado la parte buena: un plato de llama al romero con papas, exquisito; por el otro, el plato amargo del espectáculo que brindaban las decenas de policías que rodeaban la plaza, con caballos, motos y etcéteras tratando de desalojar todo a su paso. Esto también era el Enero Tilcareño.

En tránsito Sábado 13 de enero, salida hacia La Quiaca. Paso previo por Humahuaca, para dar un breve vistazo y luego seguir. Pero nos quedamos con ganas de un poco más de Humahuaca. Necesitamos volver y tener una dosis extra de Raúl Prchal, el anarquista para algunos, un groso en serio para nosotros. Una persona, o un grito de millones, un quijote en estos pagos, en estas eras. Él es eterno y le tocó Humahuaca ahora. Mañana lo encontraremos con su cohorte en otras tierras. …A pesar de ser antigua, la técnica de relatar una historia falsa (pero verosímil) sigue siendo eficaz. Esto permite, además, momentos de reposo en la exposición de las llagas internas. Al despersonalizarse, asumiendo identidades ficticias, el bufón se compromete a medias con el espectáculo y puede llegar, por momentos, a gozar de él como si estuviera en la platea. PRCHAL, Raúl. Guía Práctica del Bufón Lúcido.

Pautas para la captación y emisión de imágenes inquietantes. Producción independiente - Huayra Huasi.

Después de este breve lapso de razón, retomamos nuestro rumbo; llegamos a La Quiaca a eso de las 19 horas. Ahí mismo en la terminal encontramos una combi que nos alcanzaría hasta Yavi, donde pasaríamos esta y la noche siguiente, en la casa de Lola. Ella sería la encargada de traerle un poco de vida a nuestros cuerpos, mojados por la lluvia y con frío de esta puna, con unos buenos platos de guiso caliente. Día de logística, visitaríamos la ciudad fronteriza de Villazón, averiguaríamos cómo llegar a Uyuni, el destino que nos deparaba Bolivia. También aprovecharíamos a realizar algunas compras, pulóveres y esas cosas. Aunque Victoria, Sol, Facundo, Gimena y yo, que éramos quienes seguiríamos, decidimos no cargarnos tanto con estos bártulos y comprar solo lo necesario. A la noche, ya vueltos a Yavi, nos despediríamos de Pehuén, Charly y Cintia; el Colo y Felipe se habían quedado en Tilcara cuando nosotros seguíamos. Mañana temprano saldríamos a Bolivia, trámites bien tempranos; hoy restaba comer y lo hicimos… pizza, empanadas y guiso. En ese orden. Lunes ya, hora argentina: 5 am. Hora boliviana: 4 am. Era menester estar a la apertura de la aduana argentina, así que a las 6 ya estábamos arriba de la combi de Vicente, rumbo a La Quiaca. Presentamos los pasaportes, salida de Argentina, entrada a Bolivia. Si hacíamos los trámites a tiempo, podríamos estar a las 7 horas tomándonos un bus hasta Uyuni, previa conexión en Tupiza. Pero todo tomaría más tiempo del esperado. No nos preocupemos, vayamos a la terminal y saquemos allí un pasaje a Tupiza; la única opción para llegar a Uyuni ya que no había servicios directos.

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La empresa O´Globo, con su salida a las 9 horas, parecía la adecuada. Tomamos un desayuno, para luego esperar el bus una, dos, cuatro horas… nunca llegó. Buscamos entonces que nos devolviesen la plata, tratando de conseguir un servicio a las 15 horas, pero ya no habría pasajes. Tuvimos que sacar un boleto para las 19 horas, en una jornada de doce horas de espera, veíamos nuestro alrededor como algo hostil; pero no dejaríamos que eso nos desanimara. Llegamos a Tupiza a las 23 horas, llenos de lluvia, cansancio y sed. Por suerte, un chico vino a buscar algunas presas a la terminal y terminó convenciéndonos para que fuésemos al “Residencial La Terminal” a pasar esa noche sin muchas opciones. Todos los lamentos del día anterior ya habían cesado. Al levantarnos en aquella pieza con una pequeña ventana y ver realmente donde estábamos, quedamos completamente sorprendidos. Pensamos que esta ciudad solo sería una escala, el paso anterior a Uyuni, pero nos habíamos equivocado. Estábamos enclavados entre cerros rojizos y callejuelas que merecen llamarse de este modo. Nos sentíamos tranquilos, sin apuros como otros visitantes que llegaban y ya querían estar en el Salar de Uyuni. Decidimos que lo mejor sería quedarnos allí otra noche. Además, pudimos observar otra opción: empezar la excursión hasta el Salar desde aquí, en vez de seguir hasta Uyuni y emprenderla desde allí. Así que nos pusimos en campaña para averiguar en todas las agencias del lugar cuál sería la mejor opción. Obviamente queríamos realizar la excursión más completa, la de tres noches, que arrancaba aquí y visitaría las lagunas Colorada y Verde, el desierto de Siloli, infinidad de volcanes para luego terminar en el Salar de Uyuni. Lo que buscábamos era el mejor precio y la atención, pero todas estaban rondando los cien dólares ¡Saladito! Una nueva receta nos llegaría a la noche: los sándwiches de palta. Un invento de otros chicos que se estaban hospedando en el lugar que se nos transmitió y que sería esta y otras tantas veces nuestra comida predilecta en ocasiones de apuro y pocas ganas de cocinar. Aquí va la receta: Sándwiches de Palta (rinde para cinco personas) Ingredientes: - 1 palta madura grande - 1 cebolla colorada o blanca - 3 tomates - Jugo de un limón - 1 quesito de cabra mediano - 10 panes tipo figacita - Sal y el infaltable Condimento para Pizza Preparación: Pelar y sacar toda la pulpa de la palta. Disponerla en un plato u olla junto a la cebolla picada bien finita. Condimentar con sal, condimento para pizza y agregarle el jugo de limón para que no se oxide. Aparte cortar en finas rodajas los tomates, abrir los panes y rebanar el queso en fetas. Se procede a tomar cada pan y untar la miga con la especie de guacamole obtenido. Se le agregan luego las rodajas de tomate y las fetas de queso. Por lo general no se vuelve a salar ya que el queso le da el gusto apropiado. Ya tenemos nuestros sándwiches listos para llevar a cualquier excursión o simplemente para comerlos en alguna plaza.

Al otro día contrataríamos la excursión y luego deambularíamos por las calles de Tupiza. Sin muchas actividades ni mucho apuro, disfrutábamos de este aire serrano que se nos brindaba y que llenaba gratamente nuestros pulmones.

En la terraza de nuestro alojamiento en Tupiza, el cielo seguía dándonos pistas.

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Salar de Uyuni –con este título creo que bastaHoy comenzaría la travesía de cuatro días al Salar de Uyuni; una sucesión de imágenes imborrables que permanecerán unidas a nuestros cuerpos y almas. Aromas, anécdotas y amores. Bellezas, barro y bravezas. Colores, comunidad y confusión. Podríamos llegar a la Z, y cada letra tendría cien o más imágenes. Estábamos los cinco ya abordando la Toyota Land Cruiser que nos conduciría durante cientos de kilómetros incontables de Puna y Sal. Faltaba el sexto pasajero, ya que habíamos pagado el importe para un grupo de seis personas para abaratar la excursión, así que luego de esperar un poco apareció Oliver (pronúnciese Olivierrr) el francés más porteño de Tupiza. Junto a él compartiríamos las millas de mal de altura y las rutas a más de 4.500 metros sobre el nivel del mar. Hoy sería un día casi exclusivo de viaje, pasamos por algunos puntos como el Sillar, San Pablo y San Antonio de Lípez, donde dormimos. Empezábamos a abrir más los ojos y dejar de mirar las cosas para comenzar a contemplarlas. Después de una buena cena, unas horas de sueño y un reanimador desayuno, partimos al segundo día de travesía. Hoy transitaríamos más rutas que ayer, llenándonos de paisajes, lagunas y volcanes. Entramos a la Reserva Eduardo Avaroa, justo en el confín sudoeste boliviano, pegada a la frontera con Chile. Pasamos junto a la Laguna Colorada, poblada de flamencos al alcance de la vista, algo que aquí es mucho pedir, dado que no podemos abarcar todo este inmensurable paisaje con nuestros pequeños ojos. Cerca del mediodía ya habíamos dejado nuestras pertenencias en el refugio Huallajara –que serviría como base- y luego de un buen almuerzo seguimos camino. Llegamos entonces a la Laguna Verde. Ahí entendimos lo que estábamos haciendo. Donde nos estábamos adentrando. Saludamos al Cielo y a la Tierra, la Pachamama. Aquí comenzaba esta parte del viaje. Después de llenarnos con este verde esmeralda (nos llenamos, pero no nos metimos, estas aguas están a temperaturas muy bajas y además poseen minerales un tanto dañinos provenientes de su vecino, el Volcán Licancabur) emprendimos el retorno hacia nuestra base. En el camino paramos una horita en un piletón donde se encauzan aguas de todas estas corrientes geotérmicas que corren debajo nuestro; el resultado: aguas termales. No nos queríamos ir, obviamente, los cinco allí metidos; unos flamencos bebiendo agua un poco más allá; un grupo de israelíes que también estaba con una camioneta y con los que luego seguiríamos en contacto (sobre todo uno de ellos con una de nosotros); y nada más. Solo eso, no necesitábamos de nadie ni de nada… bueno, quizá nos hubiese servido un poco de oxígeno al salir de esta pileta, que con las altas temperaturas, los minerales, y la altura a la que nos encontrábamos (4.600 msnm), se notaba su ausencia. Por último, el broche de oro para este día sería la visita a los Geysers, o las fumarolas, como quieran llamarlas. En fin, desde el 2005 en Aguas Calientes, norte de Neuquén, Argentina; 2006 en San Pedro de Atacama, Chile; 2007 aquí, estamos observando este fenómeno que expresa la ferocidad de las entrañas de la Tierra en ese movimiento tan simple como enviar chorros hirvientes de agua o lodo a su superficie. Para llegar pasamos por el punto más alto del trayecto (y del viaje): 5.200 msnm según nuestro guía que, ahora que lo nombro, todavía no lo presenté; porque éramos seis los acompañantes, pero existía alguien que manejaba –evidentemente- y también la grata presencia de una cocinera, Noemí. Así es en todas las excursiones que se venden, tanto en Tupiza, Uyuni o La Paz. La noche vendría con unos bifes con papas fritas, algo que nos hizo recuperar muchas de las calorías perdidas, y también un menú que Facundo por desgracia no pudo disfrutar y que después lamentaría cada vez que en el viaje nos persiguiera el omnipresente arroz. Nos llenamos de horas de sueño y partimos en una mañana diáfana hacia el norte, a atrapar el Salar. Fue entonces un día lleno de kilómetros y kilómetros. Paramos en el Árbol de Piedra, un bloque de granito en el medio del desierto de Siloli que debido a la erosión posee esta forma; igual nosotros estábamos trepándonos en otros bloques gigantes, sin detenernos a preguntar cómo esto había aparecido aquí, porque nos daba escalofríos. Después de una serie de lagunas (Honda, Charcota, Hedionda) y de un rápido almuerzo llegamos a Culpina K – Pueblo Modelo y luego a San Cristóbal; dos pueblos que fueron trasladados y mejorados

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para el beneficio de las compañías mineras que se instalaron allí. Explico mejor lo de trasladados: el pueblo ya existía, pero era muy precario y estaba sobre lo que luego sería un tendido de cables, un camino para camiones espeluznantes o donde se evacuarían las aguas servidas del trabajo en la mina; nadie lo sabe, los pobladores tampoco. Lo de mejorado es el afán de que todo quede occidentalizado, con construcciones nuevas de casas de ladrillos y chapas, que son extremadamente calurosas en el día y muy frías –heladas- a la noche, por lo que los pobladores vuelven a disponer capas de barro y paja –adobe- sobre sus techos. Pueblo modelo o no, estas otrora maquetas en la casa de un ingeniero, cobran vida y disponen de una actividad que los sustenta y otra complementaria que es el turismo. El viaje solo se detuvo unos minutos aquí, para luego continuar hasta Uyuni, la ciudad, donde se comprarían algunas provisiones y nosotros aprovecharíamos para reservar los pasajes a La Paz para mañana, una vez terminado el tour. Una vez hecho esto seguimos hasta Colchani, a solo 15 kilómetros; lo que sería el portal al Salar que ya se hacía sentir. Al llegar no conseguíamos hospedaje, ya que la gran demanda por este tipo de excursiones, obliga a los conductores a mantener un ritmo acelerado por esta razón: llegar a la noche a un lugar y no conseguir las camas que ofrecen los pobladores locales. Pero después de dar vueltas, aterrizamos en un Hotel de Sal. Sí, así con mayúsculas. Se trata de una construcción enteramente realizada en sal, con los bloques en bruto como se sacan del Salar. Un lugar sin luz, casi sin agua; un lugar que no estaba aún inaugurado, y del cuál nosotros seríamos los primeros huéspedes. Fue la mejor noche de alojamiento, sin dudas. Estar allí rodeados de nuestros seres más amados, en un Viaje propiamente dicho, sin banalidades de televisiones y cables, solo velas y sal. Mucha sal. Fue levantarse al otro día, con el desayuno ya servido y la certeza de que hoy se nos abriría la mente. Hoy conoceríamos el Salar de Uyuni, punto ineludible en lo que es Bolivia. Salimos entonces, el vehículo liviano se adentraría en lo que esta época es un mar; sí, un mar. Las lluvias anegan toda la zona, la actividad extractora se paraliza, pero la turística continúa. A paso lento y firme, una caravana de camionetas se sumerge en aguas que van de los veinte a 40 centímetros, existen algunos tramos que solo conductores más osados superan esas medidas. Estábamos adentrándonos en el fin del mundo. En el cielo mismo. El horizonte estaba allí, pero no sabíamos dónde. El agua nos daba vistas increíbles, nos permitía jugar con las dimensiones, con nuestras posturas y reflejos. Pero sobre todo, nos emocionaba. Llegamos hasta el Hotel de Sal, uno de los primeros puntos, pero no podríamos continuar más, ya que esas mismas aguas que nos maravillaban, no nos permitían seguir. Isla del Pescado, para la próxima. Porque así es, algún día, habrá que volver. Volvimos al hospedaje para ya almorzar, luego cargaríamos las cosas y volveríamos a la ciudad de Uyuni, la cual habíamos tocado ayer, aprovechando a comprar los pasajes reservados para partir este mismo día a la ciudad de La Paz sin escalas.

¿Habrá otra Paz? Nos encontrábamos en asientos con poca distancia entre cada uno, íbamos contra el vidrio delantero, en un ómnibus de dos pisos, aunque nuestras mejillas estaban más cerca de él que nuestros pies. Un camino de serrucho constante (llámese así a las formaciones en rutas de tierra que con el viento y las lluvias le dan un acabado de herramienta de carpintero) nos alojó durante unas seis horas, faltaban otras seis todavía, pero ya habíamos pasado Oruro y la carretera ahora era asfaltada. Ayer había sido el día del obrero ferroviario en Uyuni; hoy era el primer aniversario del gobierno de Evo Morales Ayma. Entrábamos a la urbe de La Paz enterándonos de esta noticia. Así que ni bien bajamos del micro, nos dirigimos a la Plaza Murillo, en el centro de la ciudad capital, donde buscaríamos el hospedaje y podríamos ver al presidente saludar en su paso de la casa de gobierno al palacio legislativo, apenas una cuadra entre aplausos y vivas. Era un día bastante complicado para hallar alojamiento, más tarde Evo daría un discurso en otra plaza –de los Héroes- y esto era un imán para muchos arribados al país. Finalmente pudimos dejar las mochilas en el Alojamiento París con la promesa de la dueña, Carmen, de conseguirnos un lugar. Luego de pasar nuevamente por la plaza, nos dedicamos a recorrer las

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calles –intrincadas, empinadas- de la ciudad. Gente por doquier, puestos, mercados, más puestos y el siempre presente mal de altura, capaz de surgir en cualquier momento. La Paz nos gustaba, pero no entendíamos la connotación del nombre. Almorzamos un poco alejados de lo que era el centro y su peatonal, para luego volver al hospedaje, donde ya tendríamos un cuarto (con tres camas para nosotros cinco) que aprovecharíamos en seguida con una merecida siesta… luego, ¡al discurso! Cerca de las 18 horas estábamos en la Plaza de los Héroes, cercana a la iglesia de San Francisco, a tiempo para escucharlo al Evo en un no tan prolongado, aunque completo, discurso. Luego vendría el cierre con una banda de aquí y otra de acá… de Argentina: Sombras. Sí, obvio que tocaron “La ventanita” y por supuesto que estábamos allí animándonos a bailar con partidarios del MAS. Un poco de singani en este primer encuentro, y después a seguirlo en un restaurant-boliche con esta gente que nos supo tomar como hermanos. La mañana siguiente no tuvo mucho protagonismo, el día estaba lluvioso y sin muchas ganas de hacer actividades. Obligado el sándwich de palta y luego más siesta. Digamos que necesitamos, y más en esta clase de viajes, calmar un poco los caballos y darles un descanso.

Copacabana Habíamos estado pensando largamente en cómo arreglaríamos nuestros próximos destinos, queríamos tener el tiempo para todo, necesitábamos volver más adelante a La Paz para luego seguir otros rumbos, pero en el medio teníamos a: Copacabana, Isla del Sol, Cusco, Machu Picchu, Tiwanaku. En fin, todos objetivos en este camino a la elevación que buscamos. Hoy, entonces, saldríamos a Copacabana. Era un destino clave para todos, pero en especial para Gimenita, que con solo mencionar el nombre de esta ciudad, una hermosa sonrisa se desprendía de su rostro. Cerca del mediodía los chicos irían a comprar algunos víveres para nuestra estadía allá; pero no contábamos con que este día comenzaba la Alasita, un festejo que puebla –aún más- las calles de puestos que ofrecen miniaturas de las cosas que uno anhela, por ejemplo, casas con pileta, pasaportes o documentos, dinero; todo será luego quemado pidiendo para que lleguen estos objetos. Se nos hacía cada vez más tarde, así que cuando volvieron los chicos, nos tomamos un taxi hasta el Cementerio, desde aquí salen las combis o micros hasta Copacabana a un precio mucho menor –y con bastantes más frecuencias- que en la terminal de la ciudad. A las 14 horas ya estábamos arriba de un ómnibus con el destino a la ciudad con nombre de playa, que justamente tiene, y nada menos que esas orillas son bañadas por el lago Titicaca. El viaje ya nos empezaba a vislumbrar con sus tonos de verde que surgían ni bien abandonadas las calles del Alto, en La Paz. El agua comenzaba a emanar y nuestros ojos se contagiaban las lágrimas de una emoción inmensurable. Cruzamos el estrecho de Tiquina, ya nos trasladábamos a otra realidad, esa que es la verdadera y la que buscamos. Nosotros íbamos en una lancha, mientras que el ómnibus cruzaba también, pero con el chofer y algún dormido adentro. No podíamos perdernos la sensación de navegar esas aguas. Luego, ya en la otra orilla, nos subiríamos nuevamente a nuestro transporte y seguiríamos cuarenta minutos más hasta: COPACABANA. Un poco de lluvia, pero un arcoiris la tapaba; mucho caminar para hallar un alojamiento hasta dar con Hostal Andino. Esa sería nuestra base de operaciones en el lugar. A la noche buscaríamos algún recodo donde comer, y luego nos encontraríamos con otro Facundo, que terminaría cerrando la noche con una deliciosa música de quenas a la orillas del Titicaca. Temprano el gallo cantor… me levanté con Gime a lavar bastante ropa. Luego salir a caminar un rato, mandar una carta (de esas antiguas, sin tanta arroba y con más paisajes en sobres); recorrer esa inmensa catedral con aire un tanto moro. Bordearíamos, llegando el mediodía, el Titicaca hasta llegar a un restaurant –el último de una serie de todos similares- donde estaríamos solos saboreando unas deliciosas truchas a la parilla.

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Tarde de atardeceres. De reuniones. De algunas birras al sol y a la vista del más alto, más azul, más místico lago del mundo.

Aquí nació todo Nos levantamos antes de las siete, una leve alarma de reloj había sonado, avisándonos que debíamos tomar dentro de una hora y media en el muelle, la lancha que nos acercaría a la Isla del Sol. Nos apuramos y llegamos, como siempre, sobre la hora. Iríamos hasta la parte Norte, Challapampa, hasta allí el costo del pasaje era un poco más caro que hacia la parte Sur, Yumani. De todas formas conoceríamos bien los dos lados, pero decidimos hospedarnos en el Norte, dado que los precios eran un poco más módicos que en el Sur. Así que buscamos algún lugar donde alojarnos, decidiéndonos finalmente por Wiñay Cussi, donde estaríamos dos noches. Un error que cometimos fue el de llevar nuestras mochilas totalmente cargadas, ya que hubiésemos podido dejar algo del peso en Copacabana, en el Hostal, y andar más livianos en nuestras caminatas siempre agitantes. No solo eso, también habíamos comprado una serie de víveres para cocinarnos durante la estadía en la Isla; provisiones que no se alejaban del arroz y los fideos que estábamos cansados de comer en toda Bolivia, y que volvíamos a elegir una vez que podíamos armar nuestro menú. También observamos como viajeros que, parsimoniosamente, habían llevado a cuestas sus carpas hasta esta punta del país, hasta este extremo de la Isla, eran ahora recompensados con una playa solo para ellos, en la que no debían pagar un centavo.

Durante alguna caminata en la Isla del Sol.

Nosotros mientras tanto caminábamos, recorríamos la costa y buscábamos nuestro lugar, hasta que apareció, había que bajar un barranco, pero ese pedazo de costa, esa orilla, era nuestra. Teníamos una ofrenda para la Pachamama y este era el lugar indicado para realizarla. Pedimos por nuestro viaje, para que nos uniera más aún, para que este reflejo nuestro en el Titicaca nos acompañara siempre… y hoy, cuando escribo estas líneas, a casi tres meses de esto, sigo reteniendo en mis pupilas aquel azul transparente, aquella brisa, y ese infinito del que éramos testigos. Habíamos obviado el almuerzo, así que a las seis ya estábamos volviendo a nuestra habitación, para buscar la comida que cocinaríamos hoy. El lugar no contaba con una cocina propia, así que nos dirigimos –este y los demás días- a una casa contigua, la de Marcelina, una amable mujer, una coya que amistosamente sentada, nos prendía el fuego de sus hornallas, y nos facilitaba alguna de sus ollas. Y cada tanto le agregábamos una ramita a aquel horno a leña que, si vamos al caso, no era un horno, se trataba de una especie de casita hecha de barro, que por la puerta se introducían las ramas, hojas secas y por el techo, por así decirlo, tenía tres agujeros que servían de hornallas. Un artefacto que nos fascinaba por su simpleza y por su gran utilidad. Los fideos salieron muy bien, repusimos hidratos y a la cama. En esta Isla se encuentran algunas de las piezas del rompecabezas que es la cultura aborigen andina. Los Tiwanaco se asentaron en las márgenes del Lago Titicaca, hoy por hoy, el lugar clave es el propiamente llamado Tiwanaku, a 110 kilómetros de La Paz. Pero esta cultura, que le daría gran parte de sus conocimientos a los Inkas, se asentó en la Isla y dejó muchos objetos. Y cuando nombramos a los Inkas, ellos, más tarde, situarían su creación aquí, en Challapampa, en la región norte de la Isla, al decir que los dos hermanos Inti y Quilla habían surgido de la roca sagrada y luego serían quienes impartieran la enseñanza a su pueblo.

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Nos dirigimos entonces, después de almorzar, a una caminata que primero pasaría por el museo, donde se nos cobraría la entrada (Bs. 10, un poco excesiva a nuestro entender, por el estado de deterioro y la poca información brindada) y luego partiríamos en una caminata de una hora hasta el margen norte, donde en el camino veríamos algunos sitios de concepción inka. Teníamos una especie de mapa en esa entrada, allí figuraban los nombres de las cosas que podríamos ir observando, pero esto se hacía casi imposible de no contar con un guía, el mismo nos quería cobrar diez bolivianos más por cada uno… eso ya era una exageración. Así que caminando un chico se nos acercó, él quería oficiar de guía y nosotros accedimos, el precio esta vez era de un boliviano por cabeza. Pero sólo obtuvimos de él la descripción de la piedra sagrada y de la mesa de sacrificio. Eran las cosas que se encontraban en el patio de su casa. El chico, que no superaría los diez años, no se movió mucho más y nos contó todo desde allí… queríamos que nos acompañase hasta el final, pero pedía la misma plata que el guía del museo. Nos sirvió, sin dudas, para darnos cuenta del recurso monumental con el que cuentan, pero que desaprovechan de gran manera. Podríamos haber pasado por al lado de estos sitios y no nos hubiésemos enterado nunca que allí estaban. Quizá esta sea la lección indígena, la de mirar con otros ojos las cosas, no mantener esta mirada occidental; pero de todas formas veíamos como estos objetos que hace quinientos años eran inmaculados, ahora eran rodeados de cultivos, expuestos a la intemperie, apuntalados con maderas para su mantenimiento… así otros quinientos años no alcanzarán. La zona es mágica, no podemos buscar otras palabras. Al llegar al margen de la Isla nos encontramos con la Roca Sagrada, aquí se originó la cosmología Inka; estaba a su lado una mesa de sacrificio o quizá solo era una mesa donde los amautas se sentaban y compartían sus historias a quienes la trasladarían; de nuevo, esta mirada occidental, nos hace ver en cada mesa de piedra rectangular una “mesa de sacrificio” queremos evocar cierta barbarie en aquella cultura, queremos decir que eran salvajes… ¿son preguntas o afirmaciones? En ese sitio también hallamos el llamado “Laberinto Chinkana”; donde éramos envueltos por paredes y pasadizos que siempre desembocaban en otro lugar. La vista del Titicaca era reluciente, sin perturbaciones, mágica nuevamente e infinita. Y si puede uno aguantar durante un tramo más la carga de su mochila y llegar hasta esta otra orilla del Lago, se va a encontrar sumamente reconfortado, nosotros estuvimos un tiempo sentados en esa costa (sería bajando desde el sitio arqueológico) donde solo habría otros dos chicos en una casa y nosotros cinco. Nos bañamos en esas aguas puras, estábamos allí mismo, donde habíamos soñado tantas veces, pero que no sabíamos como era el nombre al despertarnos. Era Titicaca. Volveríamos ya oscureciendo, para cocinar y luego ir a nuestra playita a despedirnos de la isla con un fogón. Mañana partiríamos al sur, Yumani, con nuestras mochilas a cuestas; desde allí tomaríamos la lancha hacia Copacabana nuevamente.

Apresurados Empujamos nuestras pertenencias al fondo de las mochilas y nos dispusimos a caminar. Llevábamos rumbo sur, no sabíamos si hacíamos bien o no, ya que en un sentido u otro hay más pendientes que sortear, pero de todas formas no se nos hizo tan complicado y, al cabo de dos horas y media, llegamos a la costa Sur. Mientras esperábamos que la lancha zarpara, otros viajeros nos empezaron a hablar de Machu Picchu, nuestro próximo destino. Allí bajamos a la realidad, nos estaban diciendo que el lugar “cerraría” en febrero, es decir que hoy era 28 de enero y dentro de tres días deberíamos estar ya en el sitio. Un sentimiento de amargura, de impotencia, nos invadía. La solución no era otra que la que estábamos haciendo: volver a Copacabana y tratar de salir lo antes posible hacia Cusco. Pero no habría ningún servicio hasta mañana a las 13.30 horas, eso averiguamos ni bien arribados al muelle de Copacabana, preguntamos en cuanta agencia de viaje vimos sobre esta noticia que ahora nos invadía ¿Cerraría Machu Picchu? Nuestra cabeza no podía dejar de buscar soluciones ante un problema inédito, nuestro destino, EL destino del viaje era una incógnita. Algunas agencias nos decían no saber nada sobre este tema, otra nos dijo que el 10 de febrero cerraría, y otra que no lo haría. Nos quedamos con la opinión de esta última y compramos los pasajes para mañana salir rumbo Cusco, parando antes y cambiando de micro en Puno.

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Partiríamos hacia Perú al mediodía, previa escala por Puno para llegar al otro día al ombligo del mundo: Cusco. Ahora volveríamos a achicar el grupo, Gime se quedaría aquí, en Copacabana, ella no tenía los documentos necesarios y tampoco sentía que este era el momento, ahora había encontrado su lugar y se dedicaría a aprovecharlo. Así que Facundo, Sol, Victoria y yo seguiríamos. Pasamos la frontera sin mayores sobresaltos, habíamos hecho bien en firmar todos los papeles y en pedir que nos sellaran el pasaporte al entrar por Villazón, ya que no es necesario si nos quedamos solo en Bolivia, pero al cruzar a Perú –o cualquier otro país- sí lo es. Mientras viajábamos y jugábamos al tute cabrero (juego de cartas españolas al que nos hicimos adictos) uno de los acompañantes del chofer ofrecía una visita a las Islas de los Uros. Pudimos arreglar un precio con él, así que cuando llegamos a Puno teníamos un tiempo libre para hacer la combinación con el otro ómnibus que nos llevaría a Cusco, esas horas las usaríamos para esta excursión y para comer algo. Ya la organización de este lado de la frontera nos parecía fantástica; todo estaba sobre el horario pautado, al bajarnos del micro una combi nos esperaba para acercarnos al puerto y allí tomarnos una especie de catamarán. Una vez más navegábamos las aguas del Lago Titicaca, el guía Vladimir nos adelantaba lo que veríamos; se trataba de islas artificiales construidas con totoras. Nos contaba como el pueblo de los Uros se fue trasladando desde la selva amazónica peruana hasta las orillas del lago, para finalmente adentrarse en él y construir allí mismo sus residencias. Hasta este momento algo habíamos sentido nombrar, alguna foto ya habíamos visto pero, sinceramente, no esperábamos encontrarnos con esto. Las islas parecen ser el último reducto de lo primitivo sobre la tierra. Son comunidades flotantes, creadas por ellos mismos, sus habitantes. El esfuerzo, la dedicación, el trabajo, el amor que hay en todo esto no tiene explicación. Vladimir nos seguía contando de qué vivían, cómo se alimentaban; mientras nosotros veíamos un impacto positivo del turismo. Esta vez los visitantes no llegaban al lugar para avasallarlo y corromperlo; esta vez los turistas contemplaban. Observábamos. A la vuelta en la terminal comeríamos un menú (sopa, segundo y bebida) y también nos sorprenderíamos por la calidad de éste; casi un mes con arroz, pero este valía la pena. A las 20 horas ya estábamos en el bus rumbo a Cusco, donde llegaríamos a las 4 de la mañana y donde el micro se estacionaría, permitiéndonos así dormir dos horas más. Al descender del ómnibus, un ejército de promotores de hostels nos invadiría; ya a nuestra aventura se habían sumado cuatro personas más: por un lado, Cecilia y Claudia y por el otro, Rolando y Malvina. Así que ahora buscábamos hospedaje para ocho personas; primero nos dirigimos donde habíamos sido recomendados por una amiga de Malvina, pero el lugar no nos convencía demasiado. Mientras tratábamos de adaptarnos nuevamente a otra altura y un clima un poco más frío, buscábamos un lugar que le habían dicho a Sol en la terminal, “Mirador del Inka” se ubicaba en el barrio San Blas, subiendo por calles cortadas que ya nos empezaban a atrapar. Ya instalados en una especie de apart, con cocina, tv por cable y baño privado, verdaderamente no nos queríamos ir. El precio era irrisorio y el lugar, increíble. Teníamos al Cusco mirándonos desde el balcón. Luego de desayunar, con Facundo nos fuimos a recorrer la capital de los inkas. Y las paredes, las calles nos sorprendían. Se mostraban a veces infinitas, otras cortas pero imponentes. los muros de una perfecta manufactura indígena contrastaban con las simples construcciones españolas. Nos indicaban “este es el muro de los inkas, este es el de los inka-paces”. Pasamos, también, por la dirección central de turismo y allí hicimos la gran pregunta: “¿cerraría Machu Picchu en febrero?”; la respuesta nos dio infinitos días de relajación, no, no cerraría. Lo único que ocurre en febrero es que no se realiza el Camino del Inka, aquella travesía de cuatro días caminando que sale desde el Cusco y termina entrando a las Ruinas de la ciudadela. Ahora teníamos la opción de llegar hasta allí con el tren turístico o siguiendo un camino menos convencional, pero muchísimo más barato; y claro que elegiríamos esta opción. Luego del almuerzo, todos saldríamos nuevamente a recorrer la urbe. Finalmente estábamos allí, en el Cusco. En el ombligo del mundo. En el lugar exacto donde confluían las cuatro partes del espacio Inka o Tawantisuyu. Hoy sacaríamos los pasajes para mañana partir a Santa María por la noche; esa sería la primer escala en nuestro rumbo a la ciudad redescubierta por Hiram Bingham hace menos de cien años.

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La opción más barata Los mercados en Cusco son algo imperdible, desde los que funcionan casi exclusivamente para turistas, como los que recorren únicamente los pobladores locales. Con Vicky nos levantamos temprano y salimos a visitar ambos. El mercado de Wanchaq tenía frutas, verduras, al lado de zapateros y gente que vendía combustibles, y cuidado con los ladrones porque “tienen ordenes de desnudarlo, colgarlo y dar parte a la policía” como rezaba un cartel allí dentro. Cercano a este lugar, se encontraba el Mercado Artesanal, con piezas muy finas, como textiles y platería, a este volveríamos más adelante para comprar los regalos a la familia. Luego de almorzar seguiríamos nuestro paseo con Malvina y Rolando, Sol no se sentía muy bien y Facundo decidió quedarse con ella. Recorrimos el Museo Inka y otro mercado más, el Central, también llamado San Pedro por su cercanía con esta iglesia. A eso de las 18 horas nos encontramos todos nuevamente para tomar una merienda en una confitería sobre la Cuesta de San Blas; repondríamos energías para todo el trayecto que nos esperaba (Ver el Anexo para saber las opciones que tiene el viajero para llegar hasta Aguas Calientes) para nuestro próximo destino: AGUAS CALIENTES. Tomamos dos taxis hasta la Terminal de Quillabamba y allí esperamos nuestro ómnibus hasta Santa María. A las 20 horas ya estábamos arriba, parecía más bien un colectivo de la ciudad que habíamos abandonado un mes atrás, más que un transporte preparado para sortear una cordillera de unos 4000 msnm. Íbamos sentados atrás de todo, en esos asientos largos donde cabían cinco personas, contra la ventanilla estaba Facundo, luego mi hermana, entre ella y mi persona iba un extraño y luego Victoria a mi izquierda, junto a la otra ventanilla. El viaje se hacía bastante incómodo, dado que esos asientos no eran los reclinables, pero bueno, supuestamente serían siete horas de viaje, si no dormíamos no sería tan grave. Pero a las cuatro horas de marcha, atravesando la cordillera, una fuerte lluvia nos alcanzó (recordemos que el verano es la época menos recomendada para visitar, dado que es la temporada de lluvias; si a esto le sumamos que atravesamos una cordillera, donde el clima puede cambiar en segundos, las consecuencias son obvias) y terminó desmoronando gran parte de una ladera. Yo había atinado a ver por la ventanilla en ese estado de insomnio en el que me encontraba; no vi nada más que una catarata que regaba todo el vidrio. Más adelante unas luces de un camión enfrente nuestro estaban quietísimas. “Si el conductor nuestro logra pasar, es un temerario” pensaba. Llegó hasta la mitad y finalmente se vio obligado a poner la reversa. La noche pasaría entonces, ahora podríamos conciliar el sueño más quietos. Ya amaneciendo la gente comenzó a descender de sus vehículos y ver que podía hacerse para arreglar aquella ruta. En el norte de nuestro país, esto recibe el nombre de volcán, el agua simplemente arrastra todo a su paso, y ahora nuestras únicas herramientas eran palos que encontráramos por allí. Y como en todo paraje que puede sonar desolado, aparece, contra todo pronóstico, alguien ofreciendo comida. Eran las seis de la mañana y nosotros estábamos comiendo un plato de arroz con fideos… necesitábamos energías para comenzar con las tareas de mejoramiento del camino; estábamos Rolando y yo moviendo algunas piedras o cavando un poco. Por suerte más tarde llegó una máquina vial y emparejó todo el camino y pudimos seguir rumbo. En este relato pueden parecer un poco obviadas todas las curvas atravesadas hasta llegar a las 10 horas a Santa María; la verdad es que fueron muchas, y sortearlas ni bien entrada la noche, es toda una hazaña para los conductores de estas rutas. Ahora nos subíamos a una combi, bastante más intrépida que el ómnibus abandonado. Dos horas más de subidas y bajadas, pasando por campos de cultivo de coca que parecen atados a las cuestas de cerros y montañas; todo el espacio es aprovechado, y donde pensamos que no puede haber nadie, nos sorprende un poblado. Así llegaríamos a Santa Teresa, donde aprovecharíamos para almorzar. Todavía faltaba un tiempo hasta llegar a Aguas Calientes, debíamos esperar a un camión que nos llevase hasta Hidro, la abreviatura de Represa Hidroeléctrica, donde caminaríamos por las vías unos diez kilómetros hasta el pueblo. Para llegar a tomarnos este transporte deberíamos cruzar un río, y aquí no valen los puentes. Bajamos hasta un barranco, el río corría furioso abajo, serían menos de 50 metros de ancho y una tirolesa unía las dos orillas. Tampoco se trataba de cruzar únicamente con las

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manos, sino que nos metíamos en una especie de jaula y del otro lado siempre había una persona que recogía una soga que tiraba nuestra endeble cunita. Pasábamos de a dos personas o uno con varias mochilas. Y no mires hacia abajo… aunque era imposible no hacerlo. Esperamos ya del otro lado, cada paso que hacíamos era una prueba para algo superior. El camión arribó levantando a todos estos caminantes y después de media hora, estación Hidro. De aquí, caminata siguiendo las vías del tren. Una vez que nos adaptamos a las distancias entre durmientes o al balasto debajo nuestro, la marcha se hace continua. Nosotros no teníamos apuro, aunque ya después de las 18 horas el sol se ocultaba detrás de montes y comenzaba una noche apaciguada, liviana y atrapante.

Todo Brillaría Siete de la tarde: AguascalientesMachupicchupueblo como quieran llamarlo. Llamamos a nuestra madre que hoy cumplía años, nosotros desde aquí lo festejábamos. Buscamos alojamiento y a descansar, porque mañana, Sol Planetario Amarillo, Machu Picchu se descubriría entre esas laderas que lo ocultaban. Amanecimos a las 5.30 o 6 horas, listos para un escueto desayuno y para partir al punto máximo de nuestro viaje. Preparados para una caminata de una hora y un poco más, todo en subida, que nos evitaría pagar seis dólares por hacerlo así y no en ómnibus. Son casi dos kilómetros hasta cruzar un puente, era el camino que ayer ya habíamos caminado. Luego un par de indicaciones mostraban que por aquella cuesta se llegaría al sitio sagrado; caminamos y debo admitir que fue duro, no esperábamos encontrarnos con esta trepada. Pero llegamos y entramos, pudimos pasar con los sándwiches dentro de nuestras mochilas y con los carnets de estudiantes con los que contábamos y que nos evitarían pagar el doble. Ahora nombro a los integrantes de este periplo nuevamente, ya que llegar a este punto lo merece: la pareja cordobesa, Malvina y Rolando; las de Quilmes, Cecilia y Claudia; y los cuatro elementos: Facundo, Sol, Victoria y el Chango (yo); los ocho decidimos que lo mejor ahora sería contratar una guía, y fue sin dudas lo más acertado. Empezamos entonces a recorrer la inmensidad de este ser vivo, de este coloso que es Machu Picchu. Con la guía observamos muchísimas cosas que podrían haber pasado desapercibidas de lo contrario. Caminamos los templos del Sol, del Agua, La Tierra, el Cóndor (este era algo increíble, la fiel representación del poder manejar el entorno dándole otro significante). Recorrimos salas imperiales, terrazas de cultivo, jardines exóticos. Subimos al Wayna Picchu, la montaña joven que mira a todo el recinto. Ahora veíamos la ciudadela completa con otros ojos, más vidriosos, emocionados. Llenos de palabras, de cantos, de otras lenguas. Hasta que nos echaron permanecimos en el lugar. Habían ya pasado doce horas desde nuestra salida a las 6.30 horas… y todavía nos faltaba descender, y obviamente lo haríamos a pie, sin pagar el bus aquel que llega hasta el pueblo de Aguas Calientes y del que nos preguntamos hasta el día de hoy cómo fue que los transportaron hasta allí, dado que los únicos medios son el ferrocarril y la locomoción propia. Anocheciendo ya, estábamos en la plaza del pueblo, totalmente molidos, pero llenos de emociones y palabras que aún no podemos inventar, pero que están ahí. O aquí, en nuestros corazones. En nuestras Chakanas.

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Me tomo el atrevimiento de incluir un breve texto de Rolando Arias, el cordobés para algunos, una verdadera estrella para otros tantos. Esto lo escribió en la agendita que yo guardaba amorosamente y que pedí que cada uno la llenara con lo que quisiera; él expresó lo siguiente:

“Donde la vida fluye ligera por las venas, las nubes hacen de techo y las montañas de asombro, vivo cada segundo lento como exprimiendo el tiempo para renovar mi espíritu con energías de otra cultura, que ahora; jamás veré como ajena.”

Ni tiempo hubo para cenar, caímos rendidos en nuestras camas. Pero una vez amanecidos, ya estábamos totalmente recuperados, listos para subir al cerro que se nos cruzara. Pero mejor no, mejor nos regalamos un día más de paz en este lugar. Pensábamos ir a las Termas, pero creímos más apropiado quedarnos sentados, en una ronda, probando vernos a nosotros mismos y lo que nos rodeaba. Descubriendo que habíamos logrado llegar hasta aquí, y éramos nosotros esta vez los que contábamos la historia.

Volviendo a Cusco El tiempo transcurrió y cada uno supo tomarlo a su manera. Finalmente decidimos darnos un gusto y salir a comer unas pizzas que acompañaríamos del infaltable pisco sour. Hubo unas horas para descansar, Claudia, Rolando y Malvina saldrían hacia Ollataytambo vía tren, para luego llegar a Cusco en un trayecto que no demoraría más de cuatro horas. Los que quedábamos retomaríamos el camino de la ida, saliendo bien temprano; caminando los diez kilómetros hasta Hidro. Cruzando nuevamente ese río turbulento y furioso en la endeble canasta que se disponía sobre la tirolesa. Tomaríamos otra combi hasta Santa María; aquí deberíamos haber escuchado a los paisanos que nos aconsejaban tomarnos un camión que al ser hoy domingo pasaría por el pueblo y llegaría hasta la ciudad de Cusco. En Santa María el micro que llegaría a Cusco pasaría dentro de unas horas y el precio no era el mismo pagado a la ida; así que hablando un poco con los lugareños conseguimos viajar en un camión que transportaba paltas y que pararía en cada poblado por un tentempié. Fue un viaje amistoso y lleno de sueño que nos dejó en el ombligo del mundo cerca de la medianoche. Volveríamos al hospedaje “Mirador del Inka” y nos dejaríamos caer nuevamente en las manos de Morfeo. Hoy daríamos nuestras últimas vueltas por Cusco. Seguiríamos probando algún platillo y nada… ya decidiríamos seguir a Copacabana, al reencuentro con Gimenita. Malvina y Rolando, el viento y la estrella cordobesa, resolverían quedarse una noche más. Los cuatro elementos viajaríamos para unirnos con el quinto.

Con mi vida, en alguna callecita del Cusco.

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Cerca de las 22 horas partimos en bus hasta Puno, pero en el trayecto bastante entrecortado, una hora antes de arribar a la ciudad nos hicieron descender y cambiar de ómnibus. Tuvimos que viajar parados, y nadie decía nada. Todos acataban las decisiones de algún burócrata que a su conveniencia había tomado esta decisión. Nosotros no; los argentinos siempre se quejan nos decían en la terminal cuando exponíamos nuestros argumentos… y sí, lo hacemos, y estamos orgullosos. Porque tenemos que dejar de ser ganado, de que nos esquilen como a ovejas. Lo más tragicómico era que ellos nos querían vender el pasaje hasta Copacabana, asegurándonos que no tendríamos posibilidad más tarde de comprarlo. Bueno, eso es para quienes no tratan de salir de la terminal, primero a levantar una queja en el organismo nacional de defensa al consumidor; y segundo a caminar unas cinco cuadras hasta la terminal Zonal (o Solar) y esperar un micro que sale cada treinta minutos, aproximadamente, hasta Yungayo, el límite con Bolivia. Una opción mucho más económica y sin depender de la soberbia de los vendedores dentro de la terminal.

A buscar el quinto elemento Ya era otro día, ocho días ya desde que nos habíamos despedido de Gime. Estábamos entrando nuevamente al territorio boliviano, la ciudad fronteriza de Kasani nos recibía con algunos trámites de aduana. Aquí nos subiríamos al típico mini bus taxi que nos llevaría hasta Copacabana. Volveríamos al hostal donde habían sido alojados nuestros cuerpecitos, era como volver a casa, tomar nuevamente la misma cama y respirar el aire del Titicaca y ver a la gente influenciada por él. Gimenita estaba allí, aguardándonos con otro compañero recién llegado: Yosi, el chico israelí conocido otrora en el Salar de Uyuni; hacía tiempo que él recorría Latinoamérica y ver como rehacía su itinerario para encontrarse con Gimena era el mejor ejemplo del viajero que aspiramos ser. Nuevo festejo degustando las fabulosas truchas a la parrilla, allá donde se termina esa vereda junto al Titicaca, donde el señor Daniel permitía que pusiéramos nuestra música llena de Allá en Tilcara, o de Amadou et Mariam; cada verso nos transmitía un paisaje escuchado. Luego de una noche con pooles y algunas cervezas que hacían deslizar mejor las charlas, nos retiramos a descansar unas horas. Al otro día fuimos levantándonos de a poco, armando nuestras mochilas, preparando los infaltables sándwiches de palta para el camino nuevamente hacia La Paz. Fue un viaje tranquilo, de unas pocas horas para lo que estábamos acostumbrados; al llegar al cementerio (como ya nombrábamos más arriba el cementerio da lugar a la otra terminal de La Paz) una lluvia nos rodeaba y el frío del altiplano se hacía sentir. Era nuestra intención viajar ese mismo día a Tiwanaku para pasar la noche allí, pero después de las 17 horas ya no había ningún servicio. Así que nos fuimos a buscar un alojamiento recomendado cerca del mercado de las brujas. Ahora contábamos con otra presencia, la de Benjamín; un cordobés busca huellas que justo había dado con las nuestras esta vez. Y así como llegamos y comimos algo en un restaurant que ofrecía de todo mientras pidiéramos pollo, nos acostamos.

Tiwanaku Hoy sí nos iríamos hasta este lugar tan místico e inabarcable. Pensar que muchos dudan al momento de pagar los 80 bolivianos (son 10 dólares) que cuesta la entrada para extranjeros; la verdad que ni hace falta meditarlo. Hay que ir. Hay que entrar. Estamos obligados a presenciar esta arquitectura. Esta ceremonia. Este todo que le da nacimiento a la sociedad que quisiéramos conservar. Tiwanaku fue más para todos. Fue hasta demasiado; observar y detenerse en cada piedra que tenía una razón de ser en ese lugar. Identificar los colores. Descubrir ciertos mecanismos de traslado de agua, de acústica. Ver el número siete en cada recinto. Visitar al final el renovado museo con el monolito gigante, incapaz de ser fotografiado. Todo a uno lo supera. Escribo esto varios meses después y todavía estoy aguantando la respiración hasta el punto que le dé final al día. Es que volvimos todos tan extasiados, con las retinas de nuestros ojos que estallaban del volumen contenido en ellas.

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Esta sería nuestra despedida de La Paz y sus alrededores, mañana seguiríamos otros rumbos. A la noche festejaríamos también estos encuentros en alguna disco boliviana, donde daríamos la nota como siempre.

De izquierda a súper izquierda: Victoria, Facundo, Sol, Yo, Gimenita, Benjamín.

Bifurcación Nos levantamos ya tarde, tratando de dejar rápidamente la habitación, tratando de empezar a despedirnos correctamente. No se si podríamos. No se si podría alguna vez despedirme de estas personas que marcaron día a día, por cuarenta noches, esta vida que era tan mía y que ahora les pertenece un poco más que a mi. Almorzamos Pique Macho, que de macho no tiene nada según Facundo, porque no es picante. Seguimos luego comprando las últimas cosas en The Peace, un poco de internet, y yo gracias que me compré un papel higiénico de esos rosados, porque mi capital no daba para mucho más. Luego, a dirigirnos hacia la terminal. Paramos en medio del embotellamiento de la plaza de los Héroes, una mini van en la que debimos entrar los seis apurados con mochilas y todo en un trayecto de unos diez minutos. Al bajarnos enfrente de la terminal cada uno tenía un dolor distinto, el peor era el de nalga que sufría el compañero Facundo ¿El ataque de traseros de otras noches bailables habrá sido la causa? Buscamos los respectivos pasajes y listo, a seguir. Cartas de despedida, de consejos y de amores. Están aún allí guardadas en mi cuadernillo cusqueño y cada tanto se leen y hacen tan bien. El día 41 comenzaría en distintos lugares para cada uno. Yo seguiría hacia el oriente, a Santa Cruz de la Sierra, para buscar la frontera con Brasil. Los chicos bajarían a Potosí, a sus minas y a su historia. Luego se decidirían entre los carnavales de Oruro o la vuelta a Buenos Aires. Por ahora un hasta pronto se pronunciaba mientras me despedían a mi, que salía antes que ellos. Llegué a Santa Cruz de la Sierra a las 14.30 horas del siguiente día; habíamos tomado “el camino viejo” ya que en el más utilizado hubo varios desmoronamientos. Es más barato si uno desde La Paz primero llega a Cochabamba y de ahí continúa el viaje, pero haberlo hecho de esta manera hubiese significado más días y más gastos seguramente. Al descender del ómnibus empecé a hurgar en la terminal en la que se encuentra la boletería del tren también, el expreso de oriente, el transporte hacia la frontera con Brasil, hacia Puerto Quijarro. Pero a esta hora ya estaba cerrada y la compra de pasajes se reanudaría mañana, domingo, pero para un tren de mayor categoría. El pasaje para el tren que buscaba yo (que costaba tres veces menos que

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aquel) se pondría a la venta el lunes. Ahora estaba solo, no sabía que carajo hacer, sinceramente. En el viaje hasta llegar fui pensando todo para los precios que tendría que manejar aquí, supuestamente era bastante más caro que en los lugares visitados; pero ahora me tocaba decidir a mi. Tendría que evaluar cada movimiento si de veras quería llegar a la costa de Brasil dentro de una semana para encontrarme con el Chango. Era quedarme dos noches en Santa Cruz para esperar al tren o la opción que desconocía: tomarme un bus que en unas veinte horas (más más que menos) llegaría al mismo lugar de frontera. Si elegía esto ahorraría algunos bolivianos y podría salir hoy. Lo malo, aunque no me importaba mucho, era que no conocería la ciudad en la que me encontraba. Decidí comer un buen almuerzo en la misma terminal, alguna chuleta con el infaltable arroz al que ahora se le sumaba la mandioca; saldría a las 17 horas, llegando a Quijarro a las 10 horas del día siguiente, nunca lo creí, pero bue… a la aventura. Ni bien salimos, habrán pasado dos horas entre que paró a cargar combustible y retomó la ruta, comenzó a llover. Condimento esencial para hacer del camino algo intransitable. A medianoche ya nos encontrábamos detenidos, esperando que amanezca para poder ver mejor lo que haríamos. La solución ahora sería dormir.

Pantanal – Capítulo I Alrededor de las 4 de la mañana me desperté, salí a ver lo que me rodeaba, esos sonidos durarán en mi mente. Estaba dando vueltas alrededor de “la flota”, como denominaban al micro, esperando que amaneciese. Quería ver de qué se trataba un nuevo alba en estas latitudes. No fue nada sorprendente, la luz surgió de la nada; como si alguien prendiese una luz, de repente: claridad. Los choferes (porque sí, eran dos, de mi edad aproximadamente, que cuando conducían uno tenía el volante y el otro lo ayudaba a sostenerlo) se levantaron y comenzaron a remover la tierra que atrapaba las ruedas; yo miraba un tanto desde afuera, ahora no llovía y el barro comenzaba a secarse. Ya estábamos liberados, fui corriendo a meterme al bus y ¡plaf! toda una zapatilla adentro del barro. Qué iba a hacer… me descalcé y así seguiría por algunos días más; la tierra comenzaría a formar distintas capas en mis pies, llenos ahora de colores. Andando a los tumbos, llegamos cerca del mediodía a lo que sería la entrada al pueblo de Tres Cruces; la cuestión es que en todo Bolivia hay comida por doquier. Aquí con diez camiones varados y unos tres micros había sandía como única opción. A mi dieta basada en agua únicamente (tenía dos botellas que cuidaba con mi vida) se le sumaba un poco de gusto ahora. Nunca había comido una sandía tan rápidamente, sin cuchillos ni platos ni nada. Solo mis manos, que cuando fui a lavármelas en un arroyito allí al lado, quedaron más sucias que antes. Seguí buscando comida en este paraje, atravesé una especie de caminito totalmente anegado, y compré unas galletas y poco a poco el barro iba cediendo y pudimos salir. Yo empezaba a adoptar otro nombre: “el Gringuito”; era el primero en descender para ayudar a empujar entre todos el micro en esos pantanos. Cuando la flota lograba -justamente- flotar y salir, empezaba a andar y todos los que estábamos abajo seguíamos a pie por algunos cientos de metros, hasta que volvía a empantanarse. De noche, sin ni siquiera haber recorrido 10 kilómetros desde el mediodía, volvimos a vararnos. Y otra noche más transcurría.

Pantanal – Capítulo II Me desperté al igual que el día anterior. Mosquitos, un chico que dejaba caer sus brazos dormidos contra mi y, obviamente, el llanto descontrolado de un bebé. Salí, esquivé antes algunos de los bultos del pasillo. Ahí estaba la noche, más clara de lo común; un par de estrellas y el deseo que me raptaran unos marcianos. Los pies desnudos sobre el barro. Me

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pregunto, qué demonios hago aquí, 36 horas después de haber salido de Santa Cruz de la Sierra en bus, en medio de Nowhere Land. No encuentro las respuestas, pero trato de ir encontrándome a mi mismo ¿Por qué hago esto?¿Será que quiero escapar? Eso seguro que no, hoy mas que nunca, me siento con un lugar y con una gente. Viajando no me escapo, sino que puedo ver la realidad que en otro momento tapan las publicidades de gaseosas, la tv, los diarios y demasiados etcéteras. Ahora estoy empezando a entender lo que es viajar solo. Estuve dos días preguntándome a mi mismo si había hecho bien en sacar pasaje en bus... ahora veo que no. Pero en grupo uno tiene muchas opiniones, todos son más o menos responsables y de última, entre todos se ayudan para superarse. Aquí dentro yo soy "el gringo", "el choquito, el choco" "el porteño". El mismo que uno a veces se encuentra en un tour, y debe decirle algo, aunque sea una burla. Ese papel me tocó a mi. Pero este gringo no se cansó de meterse en el barro sin sus botas, ni de ayudar empujando a la flota en todo momento. Siento que cuando termine este trayecto se va a abrir una puerta que diga "Bienvenido al confín más recóndito del fuckin´mundo". Entrábamos a otra Bolivia, al oriente boliviano, donde las necesidades son otras, las fisonomías no tienen mucho que ver con las del altiplano y donde, básicamente, la plata es otra. En la madrugada un tractor con tres menonitas nos remolcó y habíamos podido seguir viaje hasta San José de Chiquitos, donde llegamos al mediodía aproximadamente. Ni bien descendimos del bus, me fui a la estación de trenes; todos estaban almorzando, yo mientras caminaba algunas cuadras para buscar un pasaje que me alejara tanto de esa ciudad como del micro que me albergó por dos noches. Sabía que aquí podría ver algunas misiones jesuitas de paso, así que no me molestaría esperar a que saliera el tren, lo que no esperaba ver era la aglomeración de menonitas (amish); había una comunidad allí mismo, todos tenebrosamente iguales. Nosotros éramos los raros allí. El equipo para los hombres era de zapatos de trabajo, jardinero (overalls azul oscuro, verde azulado, negro) y una impecable camisa de manga larga. Difería mucho de mis pantalones totalmente embarrados, mi camisa maltrecha. Absolutamente todos estaban vestidos así, me daba escalofríos ver como un bebé de menos de un año tenía un jardinerito y una camisita, o como adolescentes usaban gorra con visera que después cambiarían a un sombrero de paja. Y quizá me extienda mucho en este párrafo, pero entiendan que hacía casi tres días que viajaba y ahora que me detenía en un lugar todo había cambiado. Las mujeres, por otra parte, también se vestían todas con un similar vestido floreado que llegaba hasta sus pantorrillas y de mangas largas, un gran pañuelo al cuello, sombrero y anteojos. Creo que no había diferenciación de sexo entre ellos, una mujer podría utilizar la ropa de hombres y pasar tranquilamente por uno de ellos. Punto aparte, sigo por donde estaba, allá caminando a la estación de tren, aquel que debería haber tomado unos días atrás en Santa Cruz de la Sierra, pero por no quedarme y gastar unos pesos más no lo había hecho. La cuestión es que llegué allí y la estación no abriría hasta dentro de dos horas. Así que volví a recoger del micro mis bártulos y saludar a la gente, me quedaría aquí… pero me convencieron, me decían que desde aquí el camino sería más tranquilo, que era asfalto. Yo ya tenía todas las cosas cargadas y bueno, me puse a almorzar (la mejor milanesa con papas fritas en mucho tiempo) pero ni siquiera estaba por la mitad del plato cuando el bus ya se empezaba a ir… me esperarían, pero yo les dije que no, que me quedaría aquí, por más que no consiguiera pasajes en el tren para hoy. Fui al rato a la estación, con el corazón en la boca, con pocos bolivianos en el bolsillo y con la esperanza de que algo me llevaría hasta el límite con Brasil. Y lo conseguí, pasaje en primera (que no era tal, pero no me importaría) en el tren de la muerte; algo que anhelaba desde los planes en Buenos Aires. Aproveché las horas que tenía hasta la partida del tren para recorrer un poco, comprar agua (infaltable) y, casi sin buscarlo, estaba conociendo uno de los patrimonios más importantes de los Jesuitas en Sudamérica. Luego volví a la estación, donde la espera se hizo más amena con la aparición de Horacio, un peruano con bastantes historias que empezaba a conocer y compartir y, de no ser que dentro de una hora yo

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ya partiría, él me invitaba a la casa de un argentino que vivía allí, en San José de Chiquitos. Porque sí, siempre hay un argentino dando vueltas en el paraje menos esperado de la tierra. Hoy éramos dos.

Pantanal – Capítulo III El trayecto fue un poco incómodo, primera clase no era pullman obviamente, era más bien un tren de acá –un ex-roca, digamos- que, por cierto, avanzaba bastante ligero; se notaba un cuidado en el material de las vías y en el balastro. Y más arriba decía que deseaba –anhelaba- viajar en este tren desde los planes en la ahora lejana ciudad de Buenos Aires… quería escuchar los ruidos de la selva fusionándose con el andar incesante de la locomotora. Esperaba tocar alguna planta o que ella me tocara a mi, así, entrando deliberadamente por la ventana semiabierta. Ya viajando me di cuenta que esto último podría traer algunos riesgos, así que me dediqué a entrar en un semiestado de meditación y, entre sueños y despiertes, iba contemplando la situación a mi alrededor. Algunas de las paradas en las estaciones intermedias simplemente me descolocaban, sobretodo una en Roboré, donde la banda militar, al parar el tren, entonó una especie de música murguera como afinación para una marcha que no perdía el encanto anterior.

Quijarro, al fin.

A eso de las 9 horas llegué a Quijarro, mandé unos cuantos mails dando la noticia que seguía vivo, que solo me había pasado (paseado) unos días en Now WhereLand, ya estaba listo para continuar el rumbo. Los cálculos, dentro de todo, habían funcionado: estaba caminando hacia la frontera de Brasil con solo un boliviano en el bolsillo (léase diez centavos de dólar). Una media hora a pie, con un calor que ya se había hecho parte de la mochila y que ahora –según él me dijo- debía cargarlo a él también, me condujo a la frontera; formalidades aduaneras del lado boliviano y luego, ya cruzados, esperar un colectivo que me llevara hasta la terminal del lado brasilero donde se realizan los trámites pertinentes. Seguí caminando un rato porque, para variar, me bajé mal del colectivo. Así iba conversando con un serbio que estaba en mi misma situación, cuando nos vislumbra un vendedor de una agencia de viajes –con su sed insaciable y su olfato tan perspicaz- que nos acercó hasta la rodoviaria (léase Terminal de micros) de Corumbá y pudimos completar los trámites. Luego me convencería para ir a un hotel a un par de cuadras, y la verdad que no tuvo que hacer mucho esfuerzo, dado que mi condición calamitosa necesitaba un reposo inmediato. Me bañé después de un largo período y me acosté, pensando que me rendiría completamente, pero no fue así; las ganas de comer fueron mucho más fuertes y me sacaron de la cama en un instante. El menú un tanto improvisado (como todo, convengamos) constó de dos empanadas y una jarra de jugo de caña (caña de azúcar, bastante fresca, aunque tampoco deliciosa); por lo menos cambiaba ya mi dieta basada en agua únicamente. A la tarde me puse a lavar toda la ropa, aunque puede sonar poco entretenido, a mi me divertía y en eso llegó el vendedor de la agencia. Pero ya no me pudo convencer, por un paseo de uno o dos días por el Pantanal quería que pagase cerca de cien dólares. Con eso yo pensaba seguir un buen trecho… así que no mi amigo, me voy solo a conocer por mis medios el Pantanal Matogrossense.

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Ya lo había pensado bastante al hablar con Horacio el de la estación de San José de Chiquitos; el me contó de un viejo que vivía a unos kilómetros de Corumbá y que me podría mostrar parte del Pantanal. Se trataba del Viejo Barbeira o Barbeta que se dedicaba a lavar camiones bajo un puente en Morrinhos, a 70 kilómetros de donde me hallaba. Hoy a la tarde me esperaría una buena cerveza, mucho más barata que el agua, y una rica pizza que al darle el primer mordisco me dí cuenta de cuánto extrañaba este tipo de comida. Mañana sería otro día, claro que sí, no era novedad, pero en un viaje de esta envergadura está bueno aclarar esto. La vida en la ciudad muchas veces nos lleva a reiterar cada jornada; aquí no necesitamos esto, ahora estamos en la realidad que elegimos. Y la amamos. Buscando algún yacaré por la calle Me levante a las siete de la mañana, demasiado temprano para mi gusto, pero pude aprovechar el café da manha en el hotel y salir con muchas pilas a recorrer un poco. Fui nuevamente a la rodoviaria y entre buscar dónde cambiar plata, entrar a Internet, volver a la rodoviaria. Tomé el bus a Morrinhos a la una de la tarde. Era la primera vez en mucho tiempo que salía a horario, en un bus con aire acondicionado, butacas reclinables… todo para un trayecto que no tardaría más de una hora, pero no importa, traté de disfrutarlo como si fuera un viaje único. A los 69 kilómetros descendí en unas cabinas de peaje, al costado de la ruta, junto a un afluente del río Paraguay, yacía el pueblo Morrinhos. Busqué al personaje que me habían indicado, pero inmediatamente un paisano con nombre Robertdá me acompañó de una amiga suya –Cinara- donde podría hospedarme; se trataba de una residencia sobre palafitos con habitaciones ideales, me sentía en un cuento de Quiroga. Rodeado de mosquitos y camalotes estaba hallando lo que esperaba. A la noche iría a comer al restaurant del padre de Cinara, luego de una tarde tratando de aventurarme –sin mucho éxito- en distintas sendas de lo que ya se anunciaba impenetrable. Creo que comí dos hamburguesas o una y dos cervezas… la cuestión es que el tiempo se me instaló para darme paso a completar este diario y luego para conversar con esta persona, el padre de Cinara. Le comenté que por la mañana me iría a Campo Grande, pero él me ofreció quedarme, asegurándome que la sextafeira podría pegar una carona (dedo, autostop) Así que me quedé aquí, siguiendo aquel consejo, con algunas lluvias fuertes que desataron una invasión (pero una invasión en serio) de mosquitos. No hice mucho más que comer el delicioso plato preparado por Cinara, con poquísimos ingredientes pero que yo veía como un banquete. Otro día plagado de relax como de mosquitos. Ni deshice mi mochila durante esta corta estadía, así que me levanté tarde, la removí un poco y nada más. Luego procuré un libro que había visto en la biblioteca: “Banco!, de Henri Charriere”. Era el libro ideal para el paisaje que me rodeaba, para la aventura que me acechaba; leía esto y me acordaba de ayer, cuando me había adentrado en un sendero, a eso de las seis de la tarde, cuando de pronto el cielo con violencia comenzaba a cubrirse, yo daba tres pasos y retrocedía uno… hasta que finalmente di media vuelta y con el camino cambiado me volví. A la noche, cenando, pregunté qué había del otro lado de esa senda, me respondieron que no sabían, que Robertdá lo conocía y que él había visto un tigre allí, hace unos días… mejor me quedo en la lectura de Charriere, autor de aquel Papillon que no dejaba que sus alas fueran atadas o arrancadas. Ficción o no, este libro eran los pasos siguientes al dejar la cárcel de Venezuela y buscar su retorno a Francia; me gustaría seguir contándolo, pero me quedé antes de la mitad y me fui al lado de la ruta, a esperar la carona. Pasaron tres horas de espera hasta que apareció un pequeño micro que devolvería al hogar a un grupo de trabajadores de la ruta, aquí en el estado de Mato Grosso do Sul. Crucé algunas palabras con Joao, quien era el encargado con quien había hablado, gracias al padre de Cinara, la otra noche, y bue… pude entrar ahí, hasta Campo Grande. Todos regresaban de lo que sonaba una semana agotadora, transportaban sus ventiladores y alguno tenía una botella de cachaça que no duró demasiado. El dato de color: entre toda la alegría brasileña, los gritos y los chistes… yo no entendía nada. Ahora, cuando el chofer de la movilidad produjo una maniobra un tanto riesgosa, ahí todos se callaron y se levantaron. En ese momento mi tentación quería hacerme gritar “Onde está a alegria do povo brasileiro?”. Pero callé. Me dí cuenta de esta actitud tan nuestra, tan argentina. Nos puede resbalar

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todo, podemos estar enfadados con todos a la vez. Pero cuando se trata de sarcasmos, sadismos y demás… ahí estamos siempre de pie. Llegamos bastante tarde a Campo Grande, ya que habíamos parado a comer y luego fueron dejando a distintos obreros en las casas. Era la una de la mañana y ni siquiera me dejaron en la rodoviaria como habían dicho, sino a cinco cuadras enormes, tamaño brasilero. Llegué a la terminal, ya no estaban abiertas las boleterías, pero de todas formas estuve analizando precios y destinos. Luego busqué dejar mi mochila grande en el guarda volúmenes y me puse a escribir, como única actividad para pasar la noche y no gastar en un hotel. Finalmente, mi instinto de linyera acomodó la mochila más chica, que tenía conmigo, bajo mi cabeza y me rendí al sueño reparador. Cada tanto me despertaba. Es como cuando uno se queda a dormir en la casa que no es de uno, y ve de pronto una pared que no debía estar ahí, u otra colcha que la que usamos siempre… a eso se lo multiplica por la cantidad de días que estuve de viaje y se tiene una idea más o menos correcta de lo que pasaba.

Hacia el Chango Habían pasado dos horas de sueño alerta cuando decidí comenzar a moverme; la idea sería llegar a Florianópolis, la fecha acordada con el Chango Damián se había acercado, desde aquellas cervezas en un barrio de Palermo lejanísimo, en distancia y tiempo –que, si vamos al caso, sería lo mismo-. Dos días de viaje y nos encontraríamos, la estrategia de cero gasto venía triunfando, dado que no había gastado en alojamiento salvo por las dos noches en Morrinhos y aquella en Corumbá. Ahora buscaría cómo seguir el rumbo, si era posible viajar de noche, mejor. La opción fue comprar un pasaje a Curitiba, saldría a las 18 horas de aquí para arribar cerca de las 10 de la mañana del otro día. Podría recorrer un poco y luego salir a Florianópolis; de paso tendría algunas largas horas para conocer Campo Grande, donde me encontraba en este instante. Caminé y caminé esta capital del estado Mato Grosso do Sul que, como bien dicta su nombre, es grande, gigante y campo, la “cidade morena” por el rojo color de su tierra que el implacable asfalto trata de ocultar, pero se rinde varias veces. Los árboles, también enormes, surgen en las avenidas principales; pero en otras los edificios reflejan más el calor hacia el suelo hirviente; lo que extrañaba ahora eran los mosquitos. Hasta el atardecer di varias vueltas, comí lo que se llamaría marmitex que es una mezcla de todos los productos brasileros que no pueden faltar a la hora del almuerzo: mandioca, arroz, feijao con algún pedazo de carne; todo bien abundante, servido dentro de un recipiente descartable de aluminio. Y seguía caminando, buscando algo que no había perdido. Con rumbo a Curitiba, partí a las 18 horas. Ni bien toqué el asiento me quedé dormido por unas cuatro horas; ni me di cuenta que se había detenido el bus durante dos de estas porque la batería no respondía, yo solo sabía que el escaso sueño de la noche anterior ahora se estaba cobrando. No llegamos, entonces, a las diez de la mañana como estaba dispuesto, sino a las seis de la tarde… me empezaba a preocupar esta suerte tan mía con las movilidades. Una verdadera lástima no haber arribado antes aquí; Curitiba es una ciudad preparada para recibir al turista, parece mentira pero es la primera vez que lo digo. Esto está logrado con muy pocas cosas: la primera es una buena oficina de turismo a la salida de la terminal, allí dan una acabada idea de lo que podemos hacer según nuestro tiempo. La segunda es un mapa bien completo, con referencias en tres idiomas. Y la tercera es un bus turístico, que por desgracia no pude llegar a tomar, pero que conecta los atractivos más distantes por un precio que se relaciona con la cantidad de paradas que se quieran hacer. Yo quise ir al Jardín Botánico, a la galería Frans Krajcberg, “un espacio cultural que abriga la colección permanente del artista polaco, quien trabaja los elementos del bosque que fue destruido por el hombre y tiene como misión traer a tono la pelea entre el arte y el medio ambiente” reza el folleto y capta mi atención. El tema fue que confundí el bus, y terminé en cualquier otro lado; ya era tarde entonces para volver al punto de partida y salir nuevamente, así que opté por recorrer otras calles, comer algunas X-Burguers (hamburguesas, bah) y comunicarme vía Internet con la gente en aquel Buenos Aires distante.

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Saliendo en la ya madrugada del día 50 de viaje rumbo a Florianópolis yo no podía estar más ansioso. Esta vez los tiempos marchaban a mi lado, si todo seguía en orden llegaría un rato antes de las 6 de la mañana, a tiempo para recibirlo al Chango que arribaría a las 7 al aeropuerto. Así que al llegar a la terminal y tomar un breve desayuno, fui a la otra terminal, la de colectivos comunes y me fui a esperarlo.

El Chango, al igual que yo, había preparado un cartel que facilitara nuestro reconocimiento.

Ya estábamos los dos en este vecino país, todavía con la euforia del encuentro no caíamos en la realidad que estábamos viviendo. Acomodamos nuestros cuerpos con las respectivas mochilas y partimos nuevamente para la terminal de colectivos y de allí, directo a Canasvieiras, en la Isla de Florianópolis. Caminando bajo la lluvia, buscando un alojamiento que diera lugar a estas dos almas vagabundas, tratando de falar el portugués con personas que eran más porteñas que nosotros, nos veíamos un poco perdidos. Este era otro Brasil que el que había conocido unos días atrás; aquí lo principal es la playa y, sobretodo, estar en ella pese a cualquier pronóstico. Los negocios apuntan a ella, los edificios la miran, la gente la consume. Por el momento, nosotros ya estábamos instalados, un increíble departamento (televisión, aire, cocina, heladera, baño privado) para ambos era más que suficiente. Comimos en la playa y a la noche nos reservamos para preparar algo nosotros, el plan para los siguientes días sería el mismo, almorzar cualquier cosa en la playa y a la noche volver y prepararnos algo, tratando de ahorrar lo que fuera.

Playas y Encuentros Alejándonos de toda vida ficticia, comenzamos a perdernos caminando por aquellas largas costas; comiendo algo al paso y comenzando a entender que, en mi caso, había atravesado casi todo el continente de oeste a este. El Pacífico lo dejaré para otra vuelta, esta vez era el Océano Atlántico el que mojaba mis pies y el mismo sol de los trópicos empezaba a cubrirme despiadadamente, por más que me tapara con capas y capas de filtro solar. El cuentakilómetros, a esta altura, hubiese acusado algo más de 8.600 kilómetros; pero tal instrumento no estaba presente así que solo restaba calcular todos los tramos realizados en los más de cincuenta días de travesía. Ya en esta etapa los motores se calmaban un poco, después de tanta marcha, decidíamos hacer de Canasvieiras nuestra base de operaciones. Hoy conoceríamos, después de un tiempo de caminata, Cachoeira do Bom Jesús. Otra playa, más desierta era nuestra anfitriona. Todo el tiempo que precisábamos para la meditación estaba en aquellos lugares. Volviendo para nuestro hogar, una idea surgió: “¿y si alquilamos unas bicis por los días que nos quedan?”. Algo de movimiento no vendría mal, mucho sedentarismo nos asfixiaría. Así que claro, al día siguiente proseguiríamos con nuestro plan. Tomamos un desayuno y salimos a la ruta, a buscar el local donde alquilaríamos las bicis. En el camino tuvimos una parada forzosa: un perrito abandonado y golpeado yacía con sus últimas energías en una zanja, tratando de llamar a alguien entre tanto auto que pasaba ligero. No lo agarramos, primero buscamos una veterinaria, y tuvimos suerte al encontrar una a menos de doscientos metros;

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allí nos dieron unos trapos y una especie de camilla y fuimos a rescatar al Changuinho, como sería bautizado. En la veterinaria lo cuidarían de maravillas sin cobrar nada, nosotros trataríamos en cada vuelta de hacernos de un tiempo y visitar a nuestra mascota brasilera. Ahora seguíamos en la ruta, hasta donde alquilaríamos las bicis, una vez arreglado el precio y ajustados los asientos, partimos a vencer los morros. El primer destino sería Praia Brava. La playa (o praia o praya, como la pronunciaba yo) era una cosa inesperable; buenísimas olas como para surfearlas, paradores gratuitos y poca gente. Estuvimos un buen rato hasta que un poco tarde nos decidimos a ir a Praia dos Ingleses. Dimos entonces una vuelta (bastante larga) para poder arribar a estas playas, que nada correspondían con la idea de paraíso que otros nos habían dado. Gente, bares, sillas y sombrillas abarcando todo espacio caminable. Nos fuimos casi asustados. Volvimos entonces a nuestra guarida con una cuenta de unos 26 kilómetros recorridos y unos tantos morros vencidos. Con el respeto necesario a las elevaciones que enfrentábamos a cada momento en la isla, salimos a hacer un tramo más largo: llegaríamos a Barra da Lagoa. Temprano entonces, a pedalear; pasamos primero por Praia dos Ingleses, donde habíamos estado ayer, ya que desde allí partía la ruta que debíamos seguir. Había bastante tráfico y nos molestaba que sea tan angosto el camino; pero luego de una hora de pedaleada, se abría ante nosotros una Reserva: lo que sería el Parque Florestal Río Vermelho. Una serie de eucaliptos junto a cipreses y otras coníferas desataban un aroma, una atmósfera, ideales para recorrer en bicicleta. Antes de llegar a nuestro destino, nos desviamos unos dos kilómetros a la derecha, ante un cartel que señalaba: “Costa da Lagoa”; así, ante nuestros ojos se volvía a abrir otro espectáculo. Una especie de laguna, de no más de 50 centímetros de profundidad desde la orilla hasta bien entrados algunos metros, rodeada de morros y más verde. No era propiamente una playa, pero era sin dudas, un pequeño refugio para el ideal escape. Luego del parate, tres kilómetros más adelante, llegamos a Barra da Lagoa, nuestra meta para este día. Enseguida fuimos a zambullirnos en las aguas saladas, pero no aguantamos mucho y tuvimos que ir a almorzar a uno de esos buffets que venden por kilo la comida y que todo Brasil está plagado de ellos. Volveríamos después del almuerzo a seguir absorbiendo más y más sol; mirando las incesantes olas, el surf.

Los Changos unidos en la Travesía. Abajo están los cangrejos.

La vuelta costó un poco, aunque no mucho. Tendríamos la recompensa al llegar a nuestro alojamiento, ducharnos e ir a comer unas riquísimas pizzas a metros de donde estábamos. El día siguiente sería tranquilo, pocos minutos de pedaleada hasta Praia Brava, la mejorcita hasta ahora.

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Nos llevamos pan y fiambre para unos simples sándwiches al reparo de una sombrilla, sillas y luego mar. Relax total hasta las seis de la tarde, cuando volveríamos para cambiarnos y tomarnos un colectivo al centro de Florianópolis, en el continente. Allí caminaríamos más de cincuenta cuadras buscando algún restaurante para comer pescado o mariscos; lo que conseguimos fue un rodizio –tenedor libre- donde recuperé todos los kilos perdidos en los más de cincuenta días de viaje. Otra mañana de tranquilidad seguiría, que pasaríamos primero viendo algunas películas en el departamento. Luego cocinaría unos panes rellenos, tratando de venderlos sin éxito en la playa… luego la lluvia cumplió su rol de espantar la gente de esas arenas. Era un espectáculo hipnotizante, la lluvia podía ser contada al precipitarse sobre el mar, y bañarse en ese momento nos hacía sentir verdaderamente vivos, sensitivos. Un día de pocos kilómetros nos esperaba, seguíamos recuperándonos, pero a la vez tratábamos de no perder el poco estado físico con el que contábamos. Así que saldríamos para Jureré, unos cinco kilómetros al oeste. Una playa con aguas bajas, cálidas y bastante transparentes nos recibió. Era casi una laguna, se podía nadar perfectamente, a no ser que estaba lleno de embarcaciones que lo impedían. Almorzaríamos algunas empanadas y nos quedaríamos en sintonía con la reflexión hasta caído el atardecer. Después de tantos descansos, este lunes 26 de febrero, saldríamos a Joaquina, una de las playas más alejadas, ubicada en el centro-sur de la isla, pasando Barra da Lagoa. Desayunamos bastante temprano, tratamos de no equivocarnos en el camino y llegamos, después de dos horas y media a puro pedal. De nuevo atacábamos la comida en un buffet por kilo y luego a la playa. A sumergirnos una y otra vez, a ver cangrejos o peces rodeando nuestros pies. A jugar con las olas perfectas. Todo a unos cuantos metros de la multitud, donde la playa nos pertenecía. El Sur de la isla ya se vislumbraba como algo totalmente diferente a lo visto más arriba; esos morros inacabables dieron sus frutos para que podamos ver todo esto. Emprendiendo el retorno, con el tiempo justo, tratábamos de llegar antes de las 20 horas a la bicicletería, ya que este era el último día de alquiler de las mismas. Media hora antes del supuesto cierre estábamos allí, pero ya se había ido el dueño hacía más de una hora; así que en un lava-autos de al lado, dejamos nuestras monturas y volvimos a los desacostumbrados pies. En el camino pudimos pasar a ver al Changuinho, que se recuperaba plenamente de sus heridas.

Los días se acomodaban Con las bicis ya guardadas, ahora volvía la etapa de transportes públicos. Queríamos conocer la Isla de Campeche, bastante al sur de donde estábamos, pero salimos un poco tarde y entre varias conexiones con los buses, llegamos a Armação a las 14 horas. Esta era la playa indicada para zarpar en bote hacia la isla, pero el horario no nos beneficiaba en nada, ya que las salidas son entre las 9 y 10 de las mañana. A no deprimirse, menos aún en este sitio. Teníamos toda la playa para nosotros, no había punto de comparación con las de Canasvieiras y casi tampoco con las de Joaquina y Mole. La playa Armação sorpresiva, extensa, casi vacía. Si buscábamos, encontrábamos. No queríamos irnos de aquí, a la vez que no queríamos hacer nada. Ya atardeciendo, seguimos hacia otra playa más desierta aún; la arena parecía sal gruesa y meternos en el mar casi sin luz, era algo osado que había que probar. Luego saldríamos a la ruta y volveríamos a realizar todas las combinaciones para llegar a nuestro hogar y descansar. Nos levantamos sin apuro; como todos los días tomamos un relajado y prolongado desayuno. No había ningún plan y el clima un poco lluvioso no ayudaba demasiado; así que nos quedamos por estos pagos y a la noche seguiríamos caminando a un mercado para ver si comprábamos algún recuerdo… ya los días se acomodaban para dejarnos volver a una rutina de ciudad.

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Sesenta días y el retorno ¡Sesenta días de Viaje! Del Viaje más importante, más groso de mi vida. Dos meses de emociones, sentimientos, de kilómetros y kilómetros, de huellas dejadas y marcadas a fuego en mi espíritu, en estos pies de caminante. Estos pies que recorrieron asfaltos y tierras negras, coloradas, amarillas, embarradas; saltaron piedras, se sumergieron en ríos, lagos y mares. Dos meses de vida son una eternidad para cualquiera, pero sobre todo, son demasiados para quien viaja. Dos meses pedidos y prestados del más allá, para vivenciar el más acá. Dos meses que empiezan a desdibujarse, para pensar en un mañana de vuelta, de retorno. Como último destino, con el Chango, elegiríamos nuevamente Praia Brava, donde el buen sol y las olas nos darían sus gracias y despedidas. Estuvimos toda la tarde y por la noche, al volver a Canasvieiras, comeríamos una deliciosa pizza; luego Damián tomaría un ómnibus hacia el continente. Él viajaría en avión a las 7 de la mañana siguiente y ya quería ir acercándose en los medios públicos, dado que un taxi costaba una fortuna. A mi me quedaban unas horas de sueño solitario. Me levantaría con el insistente despertador, desayunaría y daría las gracias por haber podido llegar a este punto. Luego saldría. Una hora antes de que partiera el micro, yo ya estaba esperando. Por suerte salió a tiempo y ahí sí, a acomodarse para un trayecto de unas cuantas horitas. Aunque era obvio que no tardaría las veintiséis horas previstas; fueron dos o tres más, que no serían tantas dada mi suerte. Ahora empieza la despedida de las rutas, hasta su nuevo encuentro. En el mp3 suenan Los Redondos, “Juguetes Perdidos” del disco Luzbelito; un himno a mi entender, un grito de batalla que me acompañó en todo el camino y me preparaba para todo nuevo desafío. “Este asunto está para ahora y siempre en tus manos, nene”. Siempre lo estuvo, siempre lo está, pero no queremos hacernos cargo. En un Viaje nos damos cuenta de la relevancia de la frase. Aquí es cuando estamos solos con nosotros mismos. Las decisiones, los sentimientos, las realidades, las hacemos nosotros. 

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¡Prepara, Apunta, Viaja! Un viaje tiene un puntapié inicial que puede darse de distintas formas. Un aviso, un consejo, una intuición. O simplemente un puntapié de carne y hueso que vendría acompañado de una frase como “¡Tenés que viajar!”. Y bueno, hay que hacerlo. Este diario busca ser en quien lo lea una patada, y también viene junto a palabras que intentan decir “¡Tenés que viajar!” Esta última parte es para que se pueda cumplir todo lo esperado de la mejor forma, un planeamiento que al salir con ciertos rumbos, muchas veces no conocemos. Una ayuda que cada cual la tomará a su gusto y placer. Para hacer más fácil la búsqueda, separamos por ciudades o poblados o donde sea que pasamos una noche; dentro de cada uno están las actividades, cómo llegamos al lugar, precios y etcéteras.

ARGENTINA TUCUMÁN Para llegar a la ciudad de San Miguel de Tucumán, preferimos hacerlo en tren. Hay que tener en cuenta que los pasajes para la temporada alta se agotan rápidamente; los precios son Turista $35. Primera $45. Pullman $66. Camarote $200 (en Turista y Primera existe descuento para Estudiantes) - Empresa: Ferrocentral - Teléfonos: En Buenos Aires: 0800-777-TREN (8736) ó 4108-8800 - Rosario: (0341) 4361661 - La Banda: (0385) 4273918 - Tucumán: (0381) 4309220 - Atención al publico: Boletería estación Retiro Mitre, Rosario Norte, La Banda y Tucumán Mitre. Más info en la excelente web sobre trenes y vivencias: www.sateliteferroviario.com.ar

El Mollar A 103 km de la capital de provincia. Al haber falta de pasajes hasta esta ciudad en la empresa Aconquija, nos inclinamos por tomar un taxi en la misma terminal, el precio del mismo era de $80, por lo cual entre cuatro se tratarían de $20. En bus, el viaje cuesta $15. Camping DPV (Dirección Provincial de Vialidad) a la entrada del pueblo, a la mano derecha de la ruta, precio $3 por persona y $1 por única vez por la carpa. Cuenta con amplia cocina que se puede utilizar a un módico precio. Parque Los Menhires, $3 general, $1 estudiantes.

Amaicha del Valle A 80 km desde El Mollar. Empresa Aconquija $11, son dos horas de viaje. Camping Los Algarrobos $5 por persona más $5 por la carpa por día, es caro, pero cuenta con pileta y bastante lugar. Ruinas de los Quilmes: a 22 kilómetros de aquí. El bus cuesta $5, pero no es difícil hacer dedo. Desde la ruta se caminan 5km o se reza para que otro auto nos levante. Entrada a las ruinas $2. Imperdible.

SALTA Cafayate Con un poco de espera nos pueden levantar fácilmente desde las Ruinas de los Quilmes. Camping Las Rosas, nadie lo conoce, cuesta $2 por persona y $2 por carpa por día. La dueña es muy amable y no nos importa que no haya suficientes duchas ni mucho espacio, la dirección: Córdoba y Sarmiento, a 3 cuadras del centro. Micro a Salta capital: empresa El Indio: $22,90. Sale a las 18hs y tarda cerca de 6 horas. Mejor opción el remís por $22 por persona y menos tiempo.

Salta Capital Camping Municipal Carlos Xamena: $2,50 por persona y 3,75 por carpa… precios de municipalidad esquizofrénica. Se encuentra a 20 cuadras del centro en una zona un tanto rezagada. Un taxi cuesta $5 y el colectivo $0,90 (líneas 3B y 7D). Micro hacia San Salvador de Jujuy, $13, varias empresas.

JUJUY Yala A 14 km desde San Salvador de Jujuy o 120 km desde Salta. Se llega desde la capital con el colectivo 11A de la empresa Río Blanco, $1,20. Camping El Refugio junto a la RN9, pasando el puente viejo sobre el río Yala, uno de los mejores campings de la Argentina a mi entender. Cuesta $5 por persona, buenos sanitarios, duchas, pileta, quinchos y además ofrece hospedaje en camas. Tel: (0388)4909344 - [email protected]

Purmamarca Son 54 km desde Yala, se puede hacer dedo sin problemas. Luego son 4km desde la RN9, por lo que sería la ruta a Susques, paso de Jama. Camping Siete Colores, $5 por persona (hace 2 años, con los mismos servicios que hoy brinda se encontraba a $3 por persona). Excursión a las Salinas Grandes, cerca de $20.

Tilcara A 26 km de Purmamarca. Colectivo empresa Evelia a $2. Aquí nos hospedamos en un cuarto por $5 por persona donde podíamos tirar nuestros aislantes, sobre la calle Sorpresa, esquina Lavalle. Existen varios campings (El Jardín, El Enano) pero en el Enero Tilcareño están a toda su capacidad y más también. Pukará, Museo Arqueológico y Jardín Botánico de Altura, todo por $5. Descuento a delegaciones $2; los lunes la entrada es gratuita.

Yavi Después de pasar por Humahuaca ($3,80 el bus) y haber llegado a La Quiaca desde allí ($8), nos dirigimos a este pueblito que poco a poco va creciendo sin perder su encanto, desde la terminal de La Quiaca esperar alguna combi

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que realice estos 15km que separan a Yavi, el precio es de $2,50. Para dormir: Lo de Lola, a $4 por persona, lugar para tirar los aislantes y nuestras bolsas.

BOLIVIA (Cambio: USD 1= Bolivianos 7.89 // ARS 1= Bs. 2,50)

Villazón Ciudad gemela de La Quiaca. Desde aquí comienzan las aventuras y la aclimatación a lo que será el resto del país. Para comer: Pollo, una calle enteramente dedicada a restaurantes con esta especialidad; después no existe más variedad. Hospedaje: conviene hacerlo del lado argentino, en Yavi. Transporte: la terminal de Villazón tiene servicios hacia varios destinos, los más importantes son: La Paz (Bs. 150/200); Oruro (Bs. 100/150); Potosí (Bs. 80); Tupiza (Bs. 15). Otra opción es el Tren, que llega hasta Oruro, con una parada importante en Uyuni (www.fca.com.bo - Av. Antofagasta S/N. Estación Central. Tel.: 2-597-2565), aproximadamente Bs. 80

Tupiza Ciudad desde donde podemos partir en ómnibus hasta Uyuni. Nosotros íbamos a tomar esta opción, pero decidimos contratar desde aquí la excursión. Nos hospedamos tres noches en Residencial La Terminal, donde por solo Bs. 5 podíamos tirar nuestros aislantes y bolsas en un cuarto. El lugar es muy tranquilo, no hay tantas cosas para hacer, pero sirve como una buena escala para seguir nuestro rumbo.

Excursión a Salar de Uyuni Uno puede llegar hasta la ciudad de Uyuni y desde allí emprender distintas opciones, según la cantidad de días que quieran emplearse. La excursión más completa son cuatro días, tres noches. Nosotros realizamos esta, saliendo desde Tupiza y terminando en Uyuni; pero también se puede realizar en sentido contrario, y la verdad que saliendo desde Uyuni hay muchísimas más agencias y son más baratos los precios. Nosotros pagamos u$s 100 cada uno, esto incluía: Transporte en una Toyota Land Cruiser, comidas todo el trayecto (desayuno, almuerzo, merienda y cena), hospedaje por tres noches. Algunos de los sitios visitados fueron: El Sillar, San Pablo y San Pedro de Lípez, Reserva Eduardo Avaroa, Laguna Verde, Laguna Colorada, Geysers, Termas, Desierto de Siloli, San Cristóbal, Colchani y, finalmente, SALAR DE UYUNI. Sinceramente, imperdible.

Uyuni Estuvimos solo unas horas, el pueblo sobrevive únicamente del recurso de la Sal, tanto como producto táctil, como producto turístico. Llegar en Tren (www.fca.com.bo) o vía Tupiza (desde allí Bs. 100 y no sale muy seguido). Desde aquí seguiríamos a La Paz, el transporte hasta allí: Bs. 90, Empresa 16 de Julio, sin escalas. Otros paran en Oruro y de allí hay que tomar otro ómnibus.

La Paz La capital donde se asienta el gobierno de Bolivia. Imperdibles son todos los mercados, sobre todo el de Las Brujas. En la Plaza Murillo y la de los Héroes siempre hay algún acontecimiento, no hay que tener miedo de recorrer todas estas calles, solo tener buen estado físico… Desde la Terminal hasta el centro se puede llegar caminando, además se va en bajada… Hospedaje: nos recomendaron El Carretero (a 5 cuadras de la Plaza Murillo, subiendo por Yanacocha), pero este estaba a su máxima capacidad y no nos parecía muy bonito que tuvieran una especie de guardia en la reja de entrada. Seguimos buscando mucho, y dimos finalmente con Alojamiento París. Carmen, la dueña pudo finalmente acomodarnos en una habitación para tres personas, pero era lo mejor que podíamos conseguir en ese momento. El precio promedio: Bs. 15/ 25; más caros también.

Copacabana Para llegar más rápidamente, conviene ir primero al Cementerio de La Paz, aquí existe una gran oferta de transportes hacia este destino. Uno puede tomar un colectivo, pero a veces con todos los bártulos se complica, un taxi hasta allá nos costó Bs. 10. Desde aquí el viaje hasta Copacabana, en la empresa Manco Cápaq salió Bs. 15; de todas formas, los precios son siempre relativos, ya que se puede pedir una rebaja según las cualidades del interlocutor. Al llegar al estrecho de Tiquina, deberemos descender del micro, subirnos a un mini catamarán, donde pagaremos Bs. 1,50 para llegar a la otra orilla y volvernos a subir a nuestro transporte. Hospedaje: Hostal Andino, Bs. 10; aunque cuando volveríamos nos quisieron cobrar Bs. 15 por el uso del agua. Para comer: existen varios restaurantes en lo que sería la calle principal, son para turistas, con precios no exorbitantes, pero no son la gran cosa. Mejor caminar hasta la costa, seguir hasta el último restaurante, donde terminaría una especie de asfalto. Allí probar la trucha a la parrilla, es el único lugar donde la hacen así. Además el señor Daniel ahora está construyendo allí mismo habitaciones que dan una hermosa vista al Lago Titicaca.

Isla del Sol Muchas agencias en Copacabana ofrecen los pasajes a la Isla, el precio aquí varía según se vaya a la parte Norte o la Sur. Nosotros arrancamos yendo a la Norte (Bs. 12) Una vez aquí conseguimos hospedaje en Wiñay Cussi, por solo Bs. 10 la noche. Para comer: la mejor opción es llevar provisiones desde Copacabana, aquí el precio es bastante más elevado para todo. Entrada a Ruinas Tiwanaco: Bs. 10 (no incluye guías). Luego volvimos caminando hasta la parte Sur, de allí una lancha a Copacabana terminó costándonos Bs. 10. El trayecto está muy bueno para hacerlo caminando, son aproximadamente dos horas y media, quizá tres horas, de caminata.

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PERÚ (Cambio: USD 1= Soles 3 // ARS 1= s./ 1)

Puno Desde Copacabana llegamos hasta esta ciudad a orillas del Lago Titicaca en Bus. Aquí haríamos una combinación a la noche para tomar otro micro hasta la ciudad de Cusco. El precio fue de Bs. 70 hasta la ciudad de Cusco; pero se puede llegar más barato si desde Copacabana tomamos una combi (Bs. 2) luego, al llegar a la frontera boliviana (Kasani) cruzamos a pie hacia la ciudad gemela peruana de Yungayo y de ahí un ómnibus por s./ 6 (seis soles) a Puno. Luego, de Puno a Cusco son s./ 15. El ahorro no será mucho, pero podemos evitar tener que salir cuando lo disponen las compañías de viaje y andar con nuestro tiempo. Durante el trayecto restamos una hora al pasar de país y llegando a esta ciudad para realizar la escala se nos ofreció un tour a las Islas de los Uros (s./ 15 por persona). Lo hicimos y no nos arrepentimos, todo estaba perfectamente planeado y tuvimos tiempo de sobra. Al volver del tour, comimos en la misma terminal por s./ 5 el menú y cerca de las 20hs tomamos la ruta nuevamente (un aviso antes, siempre en estas terminales se cobra una tasa de embarque, es un precio que se les cobra a los pasajeros en concepto de uso de la terminal, varía de uno a dos soles y siempre es obligatorio)

Cusco (Cuzco-Qosqo “ombligo”) Llegamos desde Copacabana, en bus, previa escala en Puno. Hospedaje: Mirador del Inka, en calle Tandapata, barrio de San Blas; pagamos s./ 10 por noche en una increíble habitación con baño privado, televisión por cable y confortables camas. El precio, claro, fue negociado en la terminal, donde muchos vendedores ofrecían “su mejor” alojamiento. El consejo sería caminar, aunque cueste estas cuestas, y conseguir algo por 10 o menos soles. Para comer: Nosotros tratamos de buscar el menor, pero de verás el menor, precio; llegamos a comer por dos soles, y hasta vimos alguno por s./ 1,50… todos en la avenida Tullumayo.

Camino a Aguas Calientes A continuación enumeraremos las opciones para llegar a Aguas Calientes, la elegida por nosotros es la última, pero según el tiempo –y el dinero- con que cuente el viajero, sabrá que rumbo seguir… Opción 1) La más simple, la más cara, es comprar en la terminal del Peru Rail un pasaje en tren. Costo estimado u$s 33 la ida, en el tren Backpackers, que sería el de los mochileros… Una vez obtenido el pasaje, se toma un bus hasta Ollataytambo y allí se subiría al tren. El tiempo estimado son 4 horas hasta arribar a Aguas Calientes, ahora conocido como Machu Picchu Pueblo. Opción 2) Llegar hasta Ollataytambo, desde la terminal Quillabamba (también conocida como Terminal Santiago) los buses salen con bastante frecuencia y cuestan solo 5 soles. Una vez allí, se recomienda pasar una noche para salir al otro día bien temprano. Uno puede tomar un taxi hasta el km. 82 y avisarle al chofer que queremos llegar hasta Aguas Calientes siguiendo las vías del tren, así él podrá dejarnos pasando el primer puesto de control en las vías y nosotros empezaremos a caminar. Se trata de 32 kilómetros de marcha constante, por lo que llegaríamos a Aguas Calientes rondando la noche. Opción 3) Un poco más complicada, pero con menos caminata. Desde la Terminal Quillabamba un bus primero hasta Santa María (s./ 12 – 15) sale a las 20 horas y llega a ese lugar cerca de las 3 de la mañana. Allí una combi espera a los aventureros para llevarlos a la próxima parada: Santa Teresa (s./ 4 – 6) se tarda dos horas. Desde este lugar, caminaremos un poco hacia el río, donde sortearemos una tirolesa para llegar a la otra orilla. Ya estamos más cerca, ahora solo resta esperar un camión (de la municipalidad) hasta Hidro (la represa hidroeléctrica) Ya estamos casi. Solo nos falta caminar unos 10 kilómetros hasta el Pueblo de Aguas Calientes. Costo total s./ 20 – 25

Aguas Calientes / Machu Picchu Pueblo Hospedaje: Choquequirao, por s./ 10. Para comer: La comida está bastante más cara que en Cusco, y no hay mucho para caminar y buscar; pero la última noche nos dimos un gusto con unas buenas pizzas y algunos piscos sour, y habremos gastado veinte soles cada uno.

Ciudad Inka Machu Picchu El 07/07/07 en Lisboa, Portugal, se ha votado sobre las nuevas siete maravillas del mundo. La ciudadela Inka ha sido incluida en este selecto grupo; esto traerá bastantes beneficios, como así también otros cambios en las tarifas. Para llegar, entonces, lo primero es dejar nuestro alojamiento y disponerse a caminar, esta opción nos deja sin aliento por, aproximadamente, una hora y cuarto de subida. Sino, uno puede tomarse un bus que en unos treinta minutos, y unos seis dólares después, nos deposita en la entrada a la ciudadela. La entrada la adquirimos aquí o en Aguas Calientes; el precio para estudiantes es de sesenta soles, y para el público en general, es de ciento veinte soles. No se paga en otra moneda. Así que los estudiantes que estén leyendo esto y tengan ganas de ir, no se olviden de su libreta y/o carnet; en el mismo debería figurar algún sello, su foto, un vencimiento. Una vez que tengamos nuestro ticket, seguro se nos presentará un guía que quiera acompañarnos, y esto es altamente aconsejable. Siempre peleando un poco el precio, pero entendiendo también que se tratará de una guiada completa y que podremos observar cosas que de lo contrario obviaríamos. Nosotros, entre ocho, contratamos a una guía por cincuenta soles (casi siete pesos por persona) y la verdad que fue de lo mejor que podríamos haber hecho.

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BOLIVIA Nuevamente cruzados a este país, volviendo por las mismas rutas, llegamos a La Paz. Ahora nos hospedamos en “Las Brujas” (Santa Cruz 389), justamente en el mercado homónimo.

Tiwanaku Como si fuéramos a Copacabana, primero llegamos al Cementerio; allí, hasta las cinco de la tarde, salen combis o micros a Tiwanaku, la tarifa es altamente negociable, una ida y vuelta ronda los Bs. 20. Ahora sí, llegar es fácil y barato, pero la entrada al complejo ya se pone más salada: Bs. 80, que si lo pensamos de otro modo, son diez dólares que no hay por qué ser tacaños y reservárselos. Este lugar es, sin dudas, uno de los puntos más interesantes de los visitados en este Viaje. La recomendación sería: salir lo más temprano posible de La Paz, llevar alguna vianda para el mediodía y prestar mucha atención con lo que nos quieren cobrar los guías de este lugar, más de diez bolivianos por persona no es negocio.

Santa Cruz de la Sierra / Quijarro / Camino a la frontera con Brasil Saliendo desde La Paz, en la terminal pude enganchar un micro directo a Santa Cruz (Bs. 140) siempre puede haber cortes de ruta y se dan, justamente, en este trayecto, principalmente llegando a Cochabamba. En Santa Cruz de la Sierra el paisaje ya es más húmedo, más bajo, más caluroso. Los precios son otros, aunque yo no tuve oportunidad de recorrer mucho. Simplemente llegué allí, averigüé sobre el tren, vi que no podría salir ese día ni el siguiente, y decidí tomarme un ómnibus a Quijarro. Grave error. Las rutas en esta pretendida zona independista no son lo mejor. Una pequeña lluvia arruinó todos los planes de llegada. Así que lo mejor es esperar el tren, buscar un alojamiento cerca de la terminal, que es más barato y llegar a las primeras horas de venta de pasajes (la terminal ómnibus está integrada con la del tren) Después de unas 48hs llegué a San José de Chiquitos, una localidad de las más importantes en el oriente boliviano, donde los jesuitas armaron su base. Aquí pasa el tren, por lo que dudé un poco por si conseguiría lugar, pero de todas formas me lancé. El trayecto hasta Quijarro fue de unos Bs. 31 y unas 14hs. En Quijarro hay acceso a Internet y algunas ferias donde los brasileros aprovechan a pasarse y comprar. Se puede caminar o tomar un taxi, pero está bueno ir a pie y comenzar a acostumbrarse a este calor húmedo del Pantanal.

BRASIL (Cambio: USD 1 = Reales 1.90 // ARS 1 = R$ 0.70)

Corumbá Cambiado el dinero (siempre el cambio es mejor en la frontera) y hecho los trámites del lado boliviano, cruzamos el puente y nos disponemos a esperar un colectivo. Ahí mismo, en la parada hay un kiosco que vende los boletos a menos de un real. Con este colectivo vamos hasta donde termina y, sin bajarnos, le decimos que vamos a la rodoviaria, que sería la terminal de ómnibus. En Brasil es muy común que dentro de las terminales de las ciudades podamos hacer combinaciones sin pagar nuevamente el boleto, así que nos subimos a otro colectivo y llegamos a ese punto. La Rodoviaria tiene la oficina de aduana, aquí presentaremos la correspondiente salida de Bolivia y nos sellarán la entrada. Tenemos 90 días, pero quienes cruzan con nacionalidad boliviana solo tienen 10 días, luego deberán renovarla. Corumbá se encuentra en el estado de Mato Grosso do Sul (MS) es una de las puertas para conocer el PANTANAL, una zona que no es un pantano como algunos piensan, sino que es “a maior área alagável do mundo. O Pantanal é uma imensa bacia intercontinental, delimitada pelo Planalto Brasileiro, ao leste, pelas Chapadas Matogrossenses, ao norte, e também por uma cadeia de morros e terras altas do sopé Andino, a oeste. Portanto, ele pode ser considerado um grande delta interno, onde se acumulam as águas do alto Paraguai e as de grande número de rios que descem do Planalto.” Hospedaje: “Hotel Satella” R$ 15 por persona, por noche; incluye el desayuno (café da manha). Para comer: existen algunos puestos callejeros que son bastante buenos, aquí veremos los distintos tipos de sándwiches caracterizados por una X (pronúnciese Yis) al comienzo, hay entonces X-Burguer, X-Bacon, X-Egg… otra cosa: la cerveza es más barata que el agua.

Morrinhos Llegué hasta aquí dado que una excursión al Pantanal (con paseo en bote, comida, salida a pescar, hospedaje una noche) costaba, como mínimo, 100 dólares. En cambio, llegando a este lugar costó sólo R$ 11 (Empresa Andorinha, desde Rodoviaria de Corumbá) y ya ingresamos en un ecosistema típicamente del pantanal. Hospedaje: sin dudas Casa Branca, atiende Cinara. Habitaciones desde R$ 13 por persona; no incluye desayuno, pero si se pide correctamente, por R$ 4 podemos tener un excelente almuerzo. Tel: (++55) 067 9949 8864 // 067 9629 4229. En marzo-abril, el lugar se llena dado los campeonatos de pesca en la zona. Las excursiones en esta área las hacemos nosotros mismos; cualquier senda que tomemos nos llevará con rumbo inesperado a la anécdota; pero el que quiera algo seguro, procurarse de un buen baqueano es lo ideal, pero fíjense bien, dado que la gente que habita la zona, no es precisamente la que esté más preparada. Alquilar un bote con remos no pasa de los R$ 20 por el día, y uno a motor debe estar en los R$ 40-50.

Campo Grande Llegué pegando uma carona, que no es otra cosa que hacer dedo adecuadamente, con un dato preciso de algún poblador, en este caso el viernes volverían los empleados que trabajaban reparando la ruta durante la semana y un micro pasaría a recogerlos. Sino está la opción de caminar unos metros hasta el peaje sobre la ruta y esperar el micro que nos había dejado aquí que sigue hasta Campo Grande, el precio rondará los R$ 40.

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Hospedaje: existen varios rondando la Terminal de ómnibus, estos son los más accesibles, pero la zona de noche deja mucho que desear. Para comer: Marmitex, todos los ingredientes del buen almuerzo brasilero, en una especie de olla de aluminio descartable, cuesta R$ 5.

Curitiba Una bonita escala en el viaje, en vez de llegar sin paradas hasta Florianópolis (Empresas Unesul y Eucatur desde Campo Grande: R$ 152) decidí llegar primero a esta ciudad, recorrerla y de ahí seguir a Florianópolis. El transporte, empresa Eucatur, R$ 130. Bus turístico: A partir de R$ 3, depende las paradas que se quieran realizar. Internet: R$ 3

Florianópolis La ciudad se encuentra en el Estado de Santa Catarina (SC) y se divide en su parte continental y la isla homónima. La continental cuenta con los servicios de transporte aéreo y terrestre que la conectan con el resto de Brasil y el extranjero. El hospedaje es de alta categoría como así también los restaurantes; pero playa no hay, para eso es necesario ir a la isla. Transporte: Empresa Catarinense R$ 37; tiene muchas salidas diarias. Una vez en la terminal, podemos salir e ir a otra que es para los ómnibus de línea, interurbanos. Los pasajes cuestan R$ 2,10 pero a veces podemos bajarnos en una terminal y de allí tomar otro colectivo sin necesidad de pagar nuevamente. Los nombres de estos lugares tienen que ver con la zona que cubren, por ejemplo TICAN es la Terminal de Integración de Canasvieiras; TICEN, la del Centro.

Canasvieiras Nuestra base de operaciones de ahora en adelante, es una ciudad costera bastante desarrollada, plagada de argentinos así que ni hace falta tener conocimientos del idioma portugués, porque aquí todos se entienden. Hospedaje: todos ofrecen más o menos lo mismo, la habitación, una cocina, algún aire acondicionado y la tarifa variable de acuerdo a la distancia a la que se encuentren de la costa. Nosotros nos quedamos en Marazul II un edificio con departamentos preparados para albergar a una familia de cuatro integrantes tranquilamente, Rua Antonio Prudente de Moraes N° 404. Tel. (++55-48) 3266-0528. El precio era de R$ 50 por los dos por noche. Esto depende de la temporada y si se trata de una estadía prolongada o no. Para comer: si disponemos de nuestra propia cocina lo más acertado será comprar los víveres necesarios en el supermercado; una buena Pizzería en la esquina de donde nos encontrábamos: Firenze; en un restaurant debemos calcular R$ 25 por persona como promedio. Alquiler de Bicicletas “Cicle Alencastro” Rua Luiz Boiteux Piazza N° 3607, Cachoeira do bom Jesús; esto sería sobre la ruta camino a Praia Brava. El costo fue de unos R$ 10 por bicicleta por día. Las Playas visitadas: Cachoeira do Bom Jesús; Ponta das Canas; Praia Brava; Praia dos Ingleses; Barra da Lagoa; Jureré; Joaquina; Praia Mole; Armação. Vuelta a Buenos Aires Desde Florianópolis, Empresa Pluma R$ 176 (unos $250) son 26-30 horas de viaje. Los trámites de Aduana se realizan en Uruguaiana-Paso de los Libres (fijarse de que sellen bien todo, porque siempre se olvidan algo)

Y así se va, se queda y se vuelve.

Y se vuelve a pensar en la ruta donde partiremos nuevamente.

Ahora a planear viajeros y viajeras, porque el viaje a veces se presenta, pero otras veces hay que salir a buscarlo...

Escrito por Pablo Miguel Vanevic - [email protected] - Agosto 2007

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A mi herm ana , mi Sol. A mi novi a, Vi ctoria. A mi s vi ejos. A la com unid ad q ue fuim os form a ndo, y a tod os aq uellos q ue d ieron su p a so e n este relat o.

Comentarios y demás menesteres a

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