ESCRIBIR
I
Esto de escribir otra vez es completamente nuevo para mi. Estoy en mi cuarto, en la noche, iluminado por una lámpara de luz blanca. Tengo 27 años y soy muy diferente a cuando empecé a escribir o a cuando vivía en Barcelona y estaba convencido que sería escritor, que esa era mi vida y que no tenía nada más. Por ejemplo, ahora puedo notar más claramente lo frágil que soy: soy más ligero y lento y sigo estando perdido, aunque de forma muy distinta. Físicamente soy más fuerte a pesar de los problemas de salud que he tenido durante el año; dolores de corazón, dolores de estómago, dolor en los ojos, dolor en los testículos y cansancio. Dolores gracias a los que estoy aquí intentando escribir otra vez y preguntándome porqué quería ser escritor. Lo primero que escribí fue a los 15 o 16 años; un cuento sobre un estudiante del 68. Describí todo su día, desde que se despertaba hasta que lo mataban en la plaza de las tres culturas. En la prepa seguí escribiendo, escribí muchos cuentos, casi todos inspirados en Bukowsky. Entre otros hice un cuento de un vampiro, mitad humano, que mataba a su papá. Hice uno de un alpinista en un manicomio y uno de una actriz porno deprimida que despertaba después de pasar mil años congelada, y seguía estando triste. Escribí de una actriz porno porqué en ese tiempo veía mucha pornografía y me masturbaba vertiginosamente. Escribir de esto me produce algo en el estómago, me gusta; sexo, labios blancos, la foto de la sonrisa perfecta y la primera vez que me vine en una revista en el baño de un consultorio. Recuerdo el olor del papel y los recortes que tenía, recuerdo una crema para el cuerpo con olor a coco, ansiedad, culpa. Tenía una lista con las chicas con las que más me masturbaba, era como el top ten por el que todas peleaban, casi desesperadamente, por entrar. Cada vez que me cogía a una y me venía en sus tetas apuntaba una rayita a su nombre en la lista. La que llevaba por muchos puntos la ventaja a las demás era Maribel Guardia, después seguía Amaranta Ruiz, las maestras de ingles de mis dos secundarías y otras más. Tenía demasiado sexo en la cabeza, pero en realidad, ese mundo estaba muy lejos de la vida real. Por eso escribir se convirtió en algo completamente diferente a partir de entonces, algo que empezó a impulsarme.
Leí En el camino de Jack Kerouack y eso transformó todo. Quería vivir como él; todo lo que escribía estaba lleno de vida, de acercarse con los ojos abiertos al pulso del mundo y a la gran noche americana. Quería ser como él y quería escribir así. Añoraba una vida llena de experiencias, de dolor, de amor, de locura y de vida. Pero era totalmente diferente a Jack. Yo era tímido, estaba muy chiquito y encerrado en mi mismo, estaba solo y tenía miedo. Quería empezar a vivir muchas cosas, pero todavía no estaba listo. Así que ahí, una vez más, como lo había hecho antes y como lo he hecho hasta ahora, empecé a empujarme para crecer. Si quería ser el nuevo escritor terrible que cambiaría la literatura o si quería vivir como Kerouack, no podía llevar la vida que llevaba. Por eso, cuando cumplí diecinueve años y meses antes de conocer a Mónica, fui con mi primo Damián a Súlivan y contraté una puta. Ni siquiera estaba caliente; la sordidez de la escena me enajenaba, me impresionaba y me seducía. Algo obscuro me impulsaba, la idea de que después de todo, después de coger con la puta, podría escribirlo, con todos los detalles, con toda su obscuridad: el Hotel de Mala Muerte, el olor, la noche. Salté a la experiencia sin estar preparado. Todo fue rápido y duró 5 minutos. Fue desolador y triste y me había dado para escribir. Estaba listo para describir su cuerpo, el olor a sexo y las paredes desvencijada. Poco tiempo después conocí a Mónica y me enamoré de ella. La amé, sufrí y terminamos. La experiencia fue el pretexto perfecto para escribir mi primer novela (aunque antes había intentado escribir algo muy raro, una novela llamada Buscando Guayaba que más bien era un collage de cosas que había escrito, sobre lo desesperado que me sentía por no haber encontrado al amor de mi vida). La idea de la novela era que cada uno de los personajes narrara uno de los capítulos en primera persona. Pero mientras la escribía, a duras penas, Mónica se embarazó y todo se fue a la mierda. Cambié la idea central. Ya no quería escribir así, era una mentira, no podía seguir con esa farsa, tenía que escribir de cómo me sentía, del dolor, de Mónica. Después de terminar el intento de libro imprimí algunas copias y las vendí entre mi familia y amigos. Con ese dinero y con el que mi papá me dio me fui a España. En Barcelona, donde viví un año y dos meses, escribir se volvió algo muy diferente. Una herramienta para sobrevivir, algo de que agarrarme para no perderme y al mismo tiempo, algo que me perdía, me confundía y me ponía enfermo. Todo el tiempo estaba solo y había decidido con todas mis fuerzas que sería escritor. Vivía para escribir y me esforzaba bastante para encontrar nuevas experiencias que estéticamente funcionaran a lo que escribía. Era muy triste y a la vez excitante. Me convertí a mi mismo en el personaje central de “La gran
aventura europea”; trabajar de albañil, llegar inconsciente a casa dando tumbos en el metro, vomitar en las calles. Todo adornaba maravillosamente las páginas y hacía que las cosas que pasaban tuvieran sentido, vivir en Barcelona y hacer lo que hacía, todo estaba justificado. Cada que me pasaba algo me imaginaba llegando a mi cuarto a escribirlo. Tenía miedo que tanta vida se pudiera escapar de mis manos y no poder guardarla, atraparla para siempre, escribirla. Por ejemplo, estaba en un bar, tomando una cerveza en una noche tibia de principios de mayo, en la tele el Barça acababa de anotar y una catalana de ojos enormes y negros me miraba desde la mesa de sus padres. El momento me parecía suave y dulce, y yo me sentía tranquilo y confiado. Hasta que empezaba a preocuparme por que el momento se perdiera, porque solo durara un segundo y desapareciera para siempre. Me habría gustado que alguien inventara un aparato que enlazara mi pulso y mi mente a una maquina de escribir, o a una pluma diseñada para leer mis pensamientos; los impulsos eléctricos de mi vida y mis sensaciones se escribirían inmediatamente mientras yo los vivía. Así que escribía y escribía y escribía. Llenaba montones y montones de hojas. Escribía todo: el dolor de la mano mientras escribía, las noches de Barcelona frente al papel, la depresión, el amor, y el entusiasmo. Vivía para escribir y escribía, pero estaba deprimido, tomaba casi todos los días, me sentía triste y me arrastraba buscando algo. Había empezado a trabajar en una obra, como ayudante de albañil, cargando sacos de cemento y pasándole las herramientas a los “paletas”. A mi y a mi mejor amigo nos había contratado David, una de las personas a quienes estoy más agradecido, un tipo muy sensible que no sabía nada de cómo llevar una obra, pero que se daba el tiempo para apoyarnos, aunque el negocio se estuviera yendo a la mierda. David era muy raro y al principio no lo entendí. Me habían contando que su papá había sido albañil y había muerto en una obra, que el antes de que eso pasara, había sido actor, casi un genio, casi la nueva revelación. Había tenido mucho talento y lo había mandado todo a la chingada y se había vuelto albañil. Se esforzaba más allá de los límites, hundiéndose entre deudas, para que su empresa de construcción triunfara. Tenía que esforzase más que cualquier otro porqué no tenía talento nato para los negocios ni para tener una compañía. Pero el quería hacerlo, quería demostrarse algo y llevarlo hasta el límite. Cada día, después del trabajo, se cruzaba a la calle de enfrente a un
pequeño bar donde se tomaba una caña y un cigarro. Ahí me contó que meditaba todos los días. Yo le había contado que estaba ahorrando porque me quería ir al Tibet, de viaje. Me dijo que me olvidara, que esa solo era una tierra de turistas, que lo que pretendía ir a buscar allá lo podría encontrar aquí mismo. David, los libros de Budismo que había empezado a leer y sentirme tan triste, me llevaron a una las mañanas más bonitas de mi vida: una mañana de sábado en el segundo piso en la obra en la que trabajaba; estaba solo y en lugar de trabajar leía los vagabundos del Dharma de Kerouack, tirado junto a un saco de cemento. El sol, a pesar del frío, alegraba la mañana. Me paré, me acerqué al andamio y me quedé vacío. No sé porqué pasó; la pesada carga de las ideas, de la espera, de los millones de deseos por cumplir y las metas por alcanzar se detuvo. Sentí que todo estaba hecho, que todo era muy fácil, durante algunos instantes tuve la seguridad de que mi vida estaba resuelta, que no importaba nada de lo que pasara ni lo que hiciera o dejara de hacer, si me equivocaba o no todo saldría bien. ¿Cómo podía haberme pasado algo así? ¿Cómo me pude quedar sin palabras y sentir eso? Y ese cambio, ese instante, me arrastró a un tiempo de demasiada dureza, de crecer rápido y duro, de locura, velocidad, fuego y amor. Un tiempo de crecer cómo si me estiraran tirándome de los brazos y las piernas. Y aunque estaba acompañado y protegido muchas de la veces no podía verlo ni sentirlo. Me sentía más cerca y más lejos de mi. Era como un caballo que intentaba no distraerse y no perder su objetivo. Firme y fuerte pero siempre con miedo a equivocarme y a desaprovechar la oportunidad de crecer.
II- Palabras y libros/Como un pequeño arroyo cayendo desde un risco/ Desaparecen en el aire seco
2 de Noviembre; las luces se apagaron y el ruido de la calle y el edificio se convirtió en un ligero susurro. Estoy triste, el brazo y la pierna izquierda me arden intensamente; el dolor del brazo se extiende desde el hombro y pulsa con fuerza algunos puntos de mi mano. El dolor de la pierna calienta, justo ahora, mi cadera, el tobillo izquierdo y especialmente el talón. No es un dolor muy fuerte pero es lo suficientemente extraño como para sumirme en la tristeza. Me entristece porque, o realmente tengo algo físico que ningún doctor ha encontrado, o porque aún no he entendido nada y el dolor tiene que empujarme un poco más. El dolor me hace escribir y dudar y ver de frente una profunda tristeza. A lo mejor ahora que renuncié al trabajo, me dejé la barba, estoy más tranquilo, menos estresado y que he vuelto a escribir, toda la tristeza que me trague mientras me estiraban de los brazos y la piernas está saliendo, de todos lados, cómo una enfermedad escapando de mis poros y de mis sueños. Me dijeron que el lado izquierdo tiene que ver con mi papá y con la parte creativa que enterré en el lodo, como si fuera un perro infectado, aplastando su cabeza hasta
que dejó de respirar. Pero no me quejo, no fue un drama, aplastarla me sentó muy bien. Me hizo feliz saber que no pertenecía a todo eso, que no pertenecía a escribir ni a tratar de encontrar el sentido de la vida en el arte, que no pertenecía a sufrir y a ahogarme en ilusiones recorriendo callejones obscuros, siempre melancólico añorando algo, extrañando. Quitarme de en medio y saber que mi vida no dependía de esto, que era completamente libre, de golpe, de años de dolor y tristeza, fue lo mejor que me pasó. No era que ya no me doliera, pero ahora el dolor tenía sentido. Pero esta noche, mientras escribo, me cuesta trabajo encontrarle sentido a este dolor, me siento perdido. Me gustaría estar listo y saludable y con energía, pero, ¿qué viene primero? Oigo a Alfredo diciendo que absolutamente todo en la vida es intención, y mientras pienso en esto algo en mi cambia, algo se enciende y respira y la tristeza y el laberinto y la confusión que acabo de escribir en los párrafos anteriores, se desvanece lentamente como el calor de la noche. El cambio no tiene nada que ver con escribir o no, algo cambia, el dolor deja de no tener sentido, el mundo se transforma, me siento ligero y continuo escribiendo. El primer día de la cadena de días que me llevaron a conocer a Alfredo y a dejar de escribir, caminaba por Gracia hacía el metro, a la estación de la línea verde que me llevaba a Plaça Catalunya; en una de las calles pegado a un muro vi un anuncio sobre un curso gratuito de meditación, en una calle entre Carrer de Ferran y plaça Sant Jauma. El lugar era un pequeño piso con un baño, dos habitaciones y un salón donde me senté y seguí, paso a paso, las instrucciones para escuchar mi respiración y vaciar mi mente. El instructor del curso era un español, de unos 40 años, fuerte, prematuramente calvo y muy amable. Se llamaba Hareen y tenía una asistente, una rubia croata, muy bonita, alta y rellena que me gustaba. Alguna vez caminé con ella de regreso a casa, me decía que se sentía bien yendo a los cursos pero que no estaba de acuerdo en todo ese rollo de no tener sexo ni salir con nadie, me decía que la vida era muy bonita para dejar de sentirse viva, que por eso solo ayudaba en los cursos y no había ido más allá. A Hareen lo conocí mucho mejor poco después, me contó que antes de conocer a su Maestro y decidir seguir su camino había llevado una vida bastante normal; había estado apunto de casarse, casi se subía al altar, lo había dejado todo, a su novia, a la vida de los apegos, al mundo de la ilusión, a Maya. Entonces se hizo discípulo de su Maestro y se volvió vegetariano y célibe. Su maestro era Srí Chinmoy, un Maestro hindú que vivía en Nueva York, decía que meditáramos con el corazón en vez de la mente, hacía música, escribía poesía y nos recomendaba que corriéramos, física y espiritualmente, sintiendo que éramos los consentidos de Dios, que cada uno de nosotros era su favorito. Hareen corría todos los días, tenía una dulce sonrisa y era tranquilo y esperaba. Vendía bocadillos vegetarianos y organizaba cursos para que conociéramos a su Maestro. Después de la primera vez seguí yendo a los cursos; me ponía unos pants, mi playera azul sin mangas y me sentaba en los cojines de una de las habitaciones, con la espalda recta, la piernas en flor de loto, frente a la foto de Sri Chinmoy, y
meditaba; inhalaba profundamente, exhalaba soltando lentamente el aire, concentrado en la respiración, sintiendo como el corazón y la mente se vaciaban, por lo menos unos segundos, antes de volver a las dudas, las distracciones, los ruidos de la vida de la calle y el mono salvaje. Me sentaba a meditar y me sentía muy contento. El siguiente paso fue volverme vegetariano y dejar el sexo. Eso fue lo más fácil, porque la verdad es que tampoco tenía mucho sexo que digamos, no era como si las chicas se abalanzaran sobre mi y yo con mi cara de santo las rechazara. La verdad es que en muchos sentidos dejarlo fue un alivio; dejar de preocuparme si duraba lo suficiente, si a ella le gustaba y si debería estar acostándome con más gente. Finalmente Hareen me pidió que decidiera si ese era mi camino, si quería ser discípulo de Sri Chinmoy ¡Que maravilla, podía olvidar todas las fantasías y las historias y la rebeldía y volverme manso y tranquilo como un arroyo y seguir la enseñanza de un Maestro! Le dije a Hareen que no, que no era mi camino. Me fui a Amsterdam, regresé a Barcelona, me despedí de mis amigos, de la ciudad, y volví a México. Las primeras semanas y meses en el DF los pasé casi como zombi, conmocionado, aturdido. Volví con Mónica. Escribía en mi cuaderno, leía libros de Sri Chinmoy y de Buda y trataba desesperadamente de no perder lo que había encontrado. Pasará lo que pasará me obligaba a meditar una hora al día. Quería mantenerme lejos de todo, intentaba recordar que yo no era de aquí. Antes de que Mónica rompiera conmigo un par de meses después (tal vez porqué le dije que no tenía mucho interés en el sexo, porqué meditaba como desesperado, o porque cuando nos acostábamos me venía muy rápido), fui a su casa a Tepoztlán y vi por primera vez a Alfredo, en una foto de su hermana, vestido con un traje azul y una corbata de rayas rojas y azules. Dos semanas después mi mamá me trajo un libro, me lo prestaron en la escuela, me dijo, pero no creo que lo vaya a leer, léelo tú. El libro lo escribía un chico, Marco, un baterista que estudiaba educación física. En el libro Marco viajaba a Turquía, regresaba a Italia y conocía a su Maestro, a Alfredo. Recuerdo haberlo leído, palpitando, nervioso, deseando con todo mi ser parte de eso. Después de conocer a Alfredo dejé de escribir, no porqué el dijera nada parecido, dejé de escribir porqué fue la única forma que encontré de romper, aunque brutalmente, con todas las expectativas y esperanzas que había puesto ahí. Desde entonces esto es lo más que he escrito y este es el mayor tiempo que he pasado sentado con una pluma y papel. Desde hace 5 años no había escrito más que algunas entradas en mi blog, unas canciones y unas cartas de amor que hice para Verónica. Veo que Verónica aparece al final de este escrito, casi sin darme cuenta, y me sorprende. El martes pasado, en la mañana, estuve en consulta. Alejandra me pidió que le
dijera, sin pensar, buscando dentro de mi, que era lo que más me dolía. Me sorprendió y me avergonzó ver que a pesar del Dharma, de mi camino, de Alfredo, de todas esas ideas de lo que quiero alcanzar y ser, me siento profundamente solo. Mis sueños muy frecuentemente se repiten, hace poco, por ejemplo, soñé que aparecía en Marruecos, había empezado a vivir ahí o en otro país Musulmán y conocía a una chica hermosa, árabe, de ojos negros, ligera, independiente: nos enamorábamos profundamente y nos sentíamos más fuertes, buscábamos en nuestros corazones y sentíamos algo magnético que nos arrastraba a compartir y a amarnos y a crecer. Fue un sueño dulce, como maíz hervido, como una colcha tibia, como un abrazo de mi mamá. Sonreía en el sueño, confiado y al despertar seguía sonriendo. Sigo soñando con eso, lo que me hace pensar que sigue ahí. Me acuerdo de algo que una vez oí que dijo San Agustín o algún otro, decía que por más que rezaba y meditaba y se entregaba, seguía soñando con mujeres, con el diablo tentándolo. Por más que crecía, los sueños eran claros y seguían estando ahí. Sintiendo este anhelo de compañía y de amor me siento muy triste y los ojos se me llenan de lágrimas. Es algo tan enterrado que no quiero verlo porqué no quiero sufrir inútilmente, como mis antiguos sueños de amor romántico, de historias inverosímiles, de pasiones épicas que me salvaban la vida, de estar enfermo de amor, pálido y demacrado esperando la mirada de la amada. Pero más me da miedo que quitando las tonterías románticas, los sueños de compañía y confianza sean solo sueños y yo tenga seguir luchando, solo, buscando, tratando de entender y aprender sin pedir ayuda. Me siento triste y lloro y sorpresivamente veo a Verónica. A la que le escribí cartas de amor. A la que besé en el Nueva Orleans mientras la banda tocaba su más enloquecido jazz (un dulce beso que hizo que todas mi células despertaran emocionadas y suspiraran). Todavía pienso en ella y sonrío, se me hace muy bonita y dulce. Nos besamos y todo parecía ir bien, pero después quise verla y nunca apareció. El último día, cargando las cartas que escribí para ella, fui a buscarla a un tianguis donde vendía ropa. Me dijo que iba a estar ahí, la busque durante hora y media y no la encontré. Y no sentí nada, no me entristeció ni me dolió en lo más mínimo pero, y esto es lo que más me sorprende, a la mañana siguiente me desperté y el brazo izquierdo y el corazón me dolían- ¡me acabo de dar cuenta de todo esto apenas ahora!-. Desde entonces han pasado 10 meses, hasta el día de hoy, y pienso: si me hubiera dado cuenta que me había roto el corazón y que me sentía triste no me habría gastado tanto en doctores, en dudas, en miedo y en más dolores, de todo tipo, recorriendo mi cuerpo. Escribo esto con un poco de vergüenza. Me cuesta admitir que sigo sintiendo esto, que no he estado cerca de la iluminación ni he escapado al dolor. ¿Cuándo entendí que sentir estaba mal? Simplemente no he podido dejar de hacerlo. Escribir no me hace sentir más o menos, pero me ayuda ver, a través de una vitrina cuando lo leo, lo que siento. Quiero seguir escribiendo e intentando crecer junto a mi Maestro, confiando más en mi. Y quiero ser escritor, aunque no me vaya la vida en
ello, aunque no sepa todavía tipo de cosas que quiero escribir.