El Premio Consuelo

  • June 2020
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El Premio Consuelo. De Nicolás Rapagnani “¡Apurate Gonzalo que se hace tarde!” “¡Ya voy!” Los gritos sacuden el edificio cual terremoto mientras luchás contra una corbata que trata, con todas sus fuerzas de estrangularte. ¿Por qué? ¿Por qué a Romina se le ocurrió invitarla? No es el hecho de que Romina se case. Al fin y al cabo, lleva de novia no se cuantos años. El problema fue invitar a Marina. Este hecho, por si solo, no es ni problemático ni sorprendente. Romina y Marina se conocen desde el jardín de infantes, era obvio que ella iba a estar invitada. ¿Pero por qué, oh Dios misericordioso por qué se le ocurrió insinuar que vallas con ella? Desde el día en que llegaron las invitaciones, una faceta histérica que nunca habías visto afloró en Marina, que no tuvo mejor idea que tomarse muy enserio la sugerencia (hecha solo para ahorrarle los costes de transporte a ambos) y hacerse cargo tanto de sus preparativos como de los tuyos. Durante una semana fue un frenesí de compras, sastres y tintorerías que soportaste sólo porque presenciar a Marina enojada con tanta adrenalina en la sangre puede ser catastrófico. Mientras tratás de arreglar el nudo, una mirada iracunda se te clava en la nuca, tan cargada de odio que la podés sentir perforando tu cuero cabelludo como un martillo neumático. “¿Qué hacés Gonzalo?” te pregunta Marina exasperada “¡El remís va a llegar en cualquier momento y vos boludeando con la corbata!” “No es tan fácil como parece” contestás avergonzado. Caminar con las manos y hacer el nudo de corbata son dos cosas que nunca aprendiste a hacer. Por supuesto, la lista de cosas que NO SABES HACER es mucho mas amplia todavía. “A ver, dame que te ayudo”. Te das vuelta y lográs tener una perspectiva de tu captora. Preciosa con su vestido azul, Marina te maravilla con el abismal contraste entre la chica de barrio que cuchichea con las vecinas y baldea la vereda y la hermosa mujer que tenés frente a vos. “Estás hermosa” decís con el nudo de corbata en la lengua, más como verdad que como cumplido. Marina amaga una sonrisa, pero sólo es un reflejo de una humanidad enterrada bajo capas de maquillaje horas atrás. Sin pensarlo dos veces, masacra su sonrisa con un ceño fruncido al mejor estilo Chuck Norris y te contesta con mordacidad. “Me lo decís para que me tranquilice, pero el pelotudo que tarda una hora en cambiarse sos vos”. De un solo movimiento te toma por el cuello de la camisa. Lejos de cualquier connotación sexual que podría tener este atrevido movimiento, temés por tu vida, y te ponés contento al ver que ella termina el incompleto nudo con unos rápidos movimientos de muñeca. “Gracias, yo lo ajusto” alcanzas a decir con la voz aflautada por el nudo. “Mas vale que te apures, porque cuando…” Dos sonoros bocinazos la interrumpen en seco mientras rezas que sea cualquier otra persona para cualquier otro piso de cualquier otro edificio de esa cuadra. Ves a tu vecina salir corriendo para el balcón y asomarse como si se estuviera cayendo un nene. Casi en el mismo segundo en que exhalabas de alivio por esos minutos que te estaban dando los ausentes cocheros, una mancha azul al grito de “¡EL REMIS!” sale disparada desde el balcón, te toma de la corbata recién hecha y te saca a la rastra de tu propio departamento. Como un viento mañanero te baja hasta la calle y de una patada te mete adentro del auto. “¿A dónde van?” pregunta el remisero, mitad sorprendido por el espectáculo, mitad cagándose de risa.

“Al infierno por favor”. “¡Callate la boca, pelotudo!” te reta Marina con la vena de la frente a punto de explotar, y agrega con un tono mordaz “A la Iglesia Nuestra Señora del Luján, por favor. Y rápido”. Motivado por la tácita amenaza de una muerte lenta y dolorosa, el remisero pisa el acelerador y en menos tiempo del que hubiera sido prudente, llegan a la Iglesia. Un lugar austero, pero agradable en el lindo paisaje que ofrece el boulevard de Francisco Bilbao un sábado al mediodía. La entrada del templo estaba llena de gente. Entre la muchedumbre reconocés a muchos familiares de los cuales no querés saber nada. Descubrís con pavor al contingente de tías insoportables, saltando a la vista la voluminosa Tía Eleonora, matriarca indiscutida de la familia, y responsable de que te caigas al piso cada vez que abrís la puerta del departamento. Tratando de pasar desapercibido, te ocultás detrás de un cura, el cual inmediatamente te repele de una patada bajo el canon de “hereje”. Mientras te lamentás el dolor de tus cuartos traseros en el piso, levantás la vista para blasfemar contra el violento padre, cuando la ves. Con un sonoro aleluya, un coro de serafines abre el cielo para iluminar con luz divina a la preciosa criatura que tenés enfrente. Tus ojos recorren su rostro blanco como la nieve, reparando en cada una de sus facciones: su boca de labios carnosos, rojos como la sangre, salta a la vista contrastando con su tez pálida y su pelo de ébano. Su figura te maravilla, contorneando su cuerpo de amazona, de bacante, de sacerdotisa egipcia, bajo un seductor vestido colorado. Pero lo que te atrapa, lo que de verdad te sumerge en un inmenso abismo entre la locura y la pasión, son sus ojos. Ojos negros que iluminan con su oscuridad. Dos pozos de perdición que condenan a un castigo insomne a todo aquél que se atreve a mirar en su profundidad. Capaces de ser dulces como una caricia o terribles como una tempestad. Y vos, pequeño cordero extraviado, te ves a ti mismo esclavo de un rostro incólume e ignorante de tu existencia. Un rostro que para tu horror, da media vuelta y se mete dentro del templo. Una voz interrumpe tus fantasías mientras una mano pequeña pero fuerte te eleva con asombrosa rapidez del suelo. “¿Querés comportarte por favor?” te pregunta Marina, avergonzada. “Yo… quería… creí que…” balbuceas mientras oteas con la mirada la arcada de piedra esperando encontrar a la chica. “No me interesa lo que viste” te interrumpe con un tono de voz que no deja lugar a dudas de su magnitud “Dale vení que ya están entrando todos”. Como una procesión, los invitados entran a la Iglesia y se van sentando en sus respectivos bancos; mientras vos, con la excusa de saludar a un pariente, desaparecés por la derecha. Buscando con desesperación a la misteriosa doncella de ojos negros, te parás sobre un altar a San Cayetano, pisando con total herejía las velas y ofrendas para el santo. Empezás a escudriñar el lugar con la esperanza de encontrarla. Y por fin, luego de una retahíla de insultos por parte del monaguillo y una exhaustiva búsqueda, la vislumbrás sentada en la segunda fila de la derecha, resaltando a la vista con su vestido rojo sangre. Volvés a tu asiento todavía pensando como vas a hacer para encararla, en el exacto momento en que se inicia la ceremonia. Las puertas se abren, y junto a un travieso rayo de sol de media tarde, entra la novia acompañada por tu tío. El vestido blanco resalta lo aceitunado de su piel y lo negro de su pelo, pero sin llegar a opacar la enorme sonrisa de su rostro. Los presentes se levantan al compás de una marcha nupcial en boca de un viejo órgano de iglesia que entona sus notas en una soporífera sucesión de ritmos. Embelesado por la majestuosidad y la armonía que emana Romina, olvidás levantarte de tu asiento. Sin previo aviso, un fuerte codazo te devuelve a la realidad y de

un salto te elevás de tu asiento, con tanta violencia que tropezás con las patas del mismo y caés de bruces al piso. Contando ovejas y estrellas, o estrellas montadas en ovejas, te encontrás aturdido en el piso cuando un sonoro carraspeo te llama la atención. Levantando la mirada, ves a tu tío y a Romina frente a vos, aún tomados de la mano, el primero con un evidente gesto de impaciencia. “¡Mi lente de contacto!” gritás elevando el invisible e inexistente objeto como excusa de tu estupidez “¡Pensé que lo había perdido!” “No sabía que usabas lente de contacto, Gonzalo” te dice Romina con dulzura “¿Tenés algún problema en la vista?” “Eh, hace poco empecé a usar. No es nada grave”. “Pibe” te interrumpe tu tío “¿Te podés correr por favor que no tenemos todo el día?” “Si… disculpame tío”. Dicho esto y con la misma velocidad con que habías caído, volvés a tu asiento, rojo como un semáforo. “Queridos hermanos” entonó el padre una vez que Romina llegó al altar “Estamos aquí reunidos hoy…” “¡Qué linda es!” pensás para tus adentros sin poder sacarte de encima la imagen de la morocha “Si sólo pudiera ver mejor… ¡Pero Eleonora me tapa todo! Encima larga un polvo esta vieja…” De la exasperación, tomás una gran bocanada de ese aire cargado de polvo y basura, para tranquilizarte y poder pensar un poco. Gran error. Un espasmo te sacude el cuerpo. Una fuerza incontenible, como un ejército en plena carga, avanza por tu pecho y un ardor indescriptible te ataca la nariz. En un segundo comprendés la horrible verdad, y sin poder contener esa inmensa catástrofe, explotás como un cartucho de dinamita. “¡¡HACHISSS!!” Sonoro como un oso agarrandosé los dedos con la puerta de un auto, el estornudo agita la tranquila atmósfera nupcial haciendo caer el revoque del techo abovedado cual fino polvo níveo. Un mar de ojos sorprendidos (incluso espantados) se fija en vos mientras tratás por todos los medios posibles de reducirte al tamaño de un microbio. “Eh… Salud” te responde el cura con el crucifijo pegado al pecho para no blasfemar. Un sudor empezaba a asomar por la frente del padre y no tenía nada que ver con el calor. “¿Por dónde iba? ¡Ah, sí…!” Y en cuanto el pobre hombre abrió la boca para continuar con la ceremonia, un olor acre y pesado inundó la sala mientras un monaguillo desesperado corría detrás del altar y volvía con un matafuegos. Al rato, y luego de oír varios estallidos de gas comprimido, un chico con la cara llena de hollín y la sotana quemada se acerca al padre. “¿Y ahora qué pasó?” preguntó el padre por lo bajo. “El altar de San Cayetano…” “¿Qué le pasó al altar?” “… se prendió fuego, padre”. “¿QUE?” explotó el cura con un infarto alquilado “¿Cómo pasó eso, me querés decir?” “El hermano Juan lo vió todo” contestó el monaguillo con timidez “Dice que un idiota se subió al altar para ver no se qué carajo y tiró todas las velas”. “¿Y porqué el hermano Juan no apagó todo?” “Lo hizo, y creyó que estaban apagadas todas”. “¿CREYO?” el padre estaba más rojo, y eso no le hacía bien al corazón. En sus 35 años auspiciando casamientos, nunca le había pasado una cosa así. El monaguillo lo miró con cautela, sabía que el padre no era una persona de carácter fuerte, pero dicen que a esa clase de personas mas vale no conocerlas enojadas. “Si. Supongo que se le habrá escapado alguna”.

“¡POR DIOS Y MARIA PURISIMA!” “¡AMEN!” respondió la concurrencia, creyendo que era parte del sermón de la tarde. Volviendo a vos, mi queridísimo Gonzalo, creo que sabés de qué idiota están hablando. Como no querés ser el responsable de que el padre caiga en cana por asesinato en primer grado, con un disimulado movimiento te levantás y empezás a caminar hacia la puerta mientras continuaba la discusión de los eclesiásticos. “Al final,” continuó el padre mientras le caía el cálculo renal en la vejiga “¿saben quién es?” “Yo lo ví mientras se iba. Bajo, de pelo negro, corbata ridícula…” Sin pensarlo y como un acto reflejo, largás una sarcástica carcajada, consternado por ese comentario atacando tu buen gusto. El silencio se hace en el templo y mientras te das vuelta para replicar la hiriente opinión del monaguillo, tu mirada se encuentra con la de él. Al momento, todos comprenden la situación. Los músculos están tensos, los corazones laten a mil por hora… Y vos, idiota indescriptible, te volvés y te encaminás a la salida cuando el grito del monaguillo sacude tu cerebro. “¡ES EL!” Como un disparo, esa acusación te perfora los tímpanos y libera 3 litros de adrenalina a tu sistema circulatorio. Los tendones se accionan junto con tus articulaciones y en menos de lo que tardaron en decir “hijo de puta”, echaste a correr, perseguido por 6 monaguillos, 2 cuñados y el camarógrafo. Corrés 5 cuadras antes de perder a tus perseguidores. Ya cuando estabas a punto de volver a tu casa, te sobresalta el sonido del celular, principalmente porque hace mucho tiempo que no tiene crédito y porque nadie suele llamarte. “¿Hola?” “¡Gonzalo por el amor de Dios! ¿Qué hiciste?” te sorprende una aguda voz a punto de la histeria. “Nada Marina” ¿quién más podía ser? “¿Qué pasa?” “¿Cómo qué pasa? ¡Saliste corriendo de la iglesia como un condenado a muerte y seguido por los monaguillos a los gritos! Nunca había escuchado tantas puteadas en un templo antes. No todas juntas”. “Decime, ¿dónde están?” “La ceremonia ya terminó y están yendo todos para la recepción”. “Supongo” decís con indiferencia “que nadie me quiere ver cerca”. “En realidad, tuviste suerte” contesta con un atisbo de diversión en su voz como si todo eso le causara una morbosa gracia “La mayoría ni te vió, sólo los que te perseguían. ¡Ah! Y el tío Claudio que había agarrado un candelabro para rompértelo en la cabeza. Fanático religioso, el hombre”. “Ah… Entonces, ¿no hay problema si aparezco en la recepción? Es que quiero saludar a Romina” ¡MENTIRA! Vos querés ver a la morocha en su vestido colorado, bailandoté la danza del vientre encima tuyo. Preferentemente sin el susodicho vestido. “Dale, venite. Estamos en Caballito, ahí donde fue el casamiento de Julio”. “Okay, ya voy para allá”. Con un sonoro suspiro te sentás en la vereda para tranquilizarte y bajar las pulsaciones de tu corazón a un ritmo relativamente normal. Luego de unos minutos de respiración y relajación, te levantás mareado e híper ventilado y parás un taxi, indicandole tu destino. Llegas al lugar donde sería la recepción y te das cuenta que tu prima no se anduvo con chiquitas cuando planeó todo. Para la fiesta, invitó a doscientas cincuenta personas (menos mal que era una fiesta íntima), de las cuales doscientas estaban tratando de entrar en ese mismo momento por una puerta de dos metros con cincuenta centímetros. No queriendo que te reconozca algún tío fanático y mucho menos comerte una cola enorme en la que podrías caer en las manos de tu Tía Eleonora, te apartás y te quedás pateando latitas en la esquina. Ya cuando ibas por la cuarta lata de gaseosa, la cola empezó a aflojar, dejando ver a los rezagados colándose por las puertas de vidrio espejado. Peinandoté con un dedo ensalivado y alizando la raya del pantalón, cruzás la calle encaminandote

a la entrada. En el momento en que estas por entrar, un inmenso mastodonte te bloquea el paso. Con la cucaracha al oído y con pinta de una película de James Bond, el de seguridad te mira, perspicaz y te dice con toda educación. “Buenas tardes, señor”. “Buenas tardes, ¿me dejaría…?” “Su invitación, por favor”. “¡Ah, sí!” contestás aliviado, pensando la suerte que tenés de no tener (valga la redundancia) los usuales inconvenientes “Tiene toda la razón usted en pedirme la invitación. En estas épocas se cuela cualquiera, ¿vió?” “Cosa de no creer” te dice con poca convicción. “Y sí,” respondés mientras buscás en tus bolsillos “hoy en día no se puede confiar en nadie”. “¿Su invitación, señor?” “Aguantame un segundito…” Te empezás a poner nervioso. Estabas seguro que la tenías en alguna parte. “¿Porque viste lo que es hoy en día?” repetís con la frente perlada por el sudor, contorneandote para llegar a los lugares mas recónditos de tu abrigo “Hay tanta gente falsa en estos tiempos, no se puede confiar en nadie”. “¿Y bien, señor?” reitera, perdiendo de a poco esa sonrisita de utilería que tanta seguridad te daba. “Aguantame un cachito…” Buscás en tu saco, en tu pantalón, en tu billetera, hasta en tu zapato. Nada. ¿Dónde podía estar esa puta invitación? El Golem te mira con crudeza. El también se está impacientando, y ya sabemos que hace un tipo como él con alguien como vos cuando se impacienta. “Te juro que la tenía por acá…” te excusás, chivando como un beduino “¡Habrán quedado en el coche!” “Lo siento señor,” te interrumpe el hombretón “sin la invitación usted no puede pasar”. “¡Pero te juro que estoy invitado! ¡Si querés preguntale a Romina, ella te va a decir la verdad!”. “Sin invitación no pasa”. El guardia era sólido como una pared de hormigón. Con esa última sentencia te estaba dando a entender que si tratabas de pasar sin invitación, las consecuencias iban a ser muy graves para tu integridad física y espiritual. Desperado, lo enfocás desde otro ángulo. “Escuchame una cosa…” le decís con animosidad, como si fueran viejos amigos. “Enrique”. “Enrique… ¿Te puedo decir Quique?” “No” responde sonandose los nudillos. Tragás saliva. “Como sea, yo soy el primo de la novia. Ella me llamó personalmente para invitarme al casamiento. De verdad que necesito entrar”. “Sin invitación, no pasa” reiteró Enrique con voz monocorde. Vos estabas más tenso que una cuerda de piano y el otro seguía tranquilo como una montaña. “Esta bien, esta bien” aceptás abatido. Te das vuelta y cuando hiciste dos pasos, encarás al guardia con una postura desafiante y completamente patética. Como un disparo, echás a correr, haciendo una hábil finta entre los brazos de Enrique. Parecía que la maniobra había tenido éxito, cuando una mano del tamaño de la llanta de un Fiat 600 te da de lleno en el pecho, dejandote sin aire. Semi conciente abrís los ojos, encontrandote al gorila encima tuyo, sonriendo con una carita de suficiencia, como si esa escena le estuviese causando mucha ternura. “Escúcheme, mi estimado señor” entonó Enrique con una vocecita dulce y clara, mientras te levantaba del suelo. “Aún siendo el primo de la novia, el padre del cuñado o el bisnieto de Bin Laden, si no tiene una invitación, no lo puedo dejar pasar, ¿me entiende?”

“Ssí… entendí…” contestás sin aliento. “Me alegro. Ahora si me disculpa, tengo que atender a más gente. Buenas tardes”. De a poco, sin prisa pero sin pausa, te levantás por onceaba vez del piso, con los ojos de Enrique clavándose en tu nuca, por si querías realizar otro movimiento de yudo con él. Mientras te incorporás, un objeto contundente te golpea en la parte de atrás de tu cabeza, dejando oír un sonoro quejido de tu parte. “Disculpame, flaco” te dice el hombre de la valija, con notorio apuro “¿Estás bien?” “Si, si” contestás aturdido “Pero, ¿qué traés en esa valija? ¿Ladrillos?” “Es el equipo de sonido. A uno de los muchachos se le rompió la consola y traje una de repuesto”. Una idea te viene a la mente. Es osada, y tendrías que rebajarte hasta el más bajo nivel que cualquier humano podría llegar… “Che, ¿necesitás una mano con algo?” preguntás con tono inocente “¿Una manito con los equipos, quizá?” “No gracias, estoy bien así”. “Insisto”. “No, flaco” dice con impaciencia “Dejá, yo me arreglo”. Se da media vuelta y se dirige a la entrada mientras tu mente empieza a trabajar rápido. “¡Por favor!” suplicás arrodillándote en el piso “¡De verdad necesito entrar en esa fiesta!” “¿Qué?” exclama sorprendido el tipo “Tanto quilombo, ¿sólo para entrar a esa fiesta?” “Sí” respondés avergonzado por el tono del hombre. Un tono que menospreciaba toda la diversión que se debía estar sucediendo ahí adentro. “No me jodas, pibe.” sentencia con desprecio “Conseguite una vida”. Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Armandoté de coraje te aproximas al tipo y le das un churrascazo en la cabeza, bastante pobre la verdad. Pero un misterioso giro del destino inclina la balanza a tu favor, haciendo tropezar al sorprendido sonidista y golpeandolé la cabeza contra su propia valija, dejandoló inconciente. Anonadado por el desenlace, te quedas mirando al inconciente individuo sin la mas puta idea de lo que pasó. Mirando al pobre idiota, se te ocurre una verdadera idea. Sin más dilaciones ni pensamientos rebuscados, te sacás el saco, te ponés la remera del tipo, y entrás al lugar por una puerta lateral mostrando el pase de sonidista. Sintiendoté como el Superagente 86, atravesás el oscuro pasillo hasta llegar a las bulliciosas cocinas. Saboreando la victoria de volver a encontrarte con la morocha, avanzás entre las manadas de empleados e intentás colarte por una puerta vaivén. Y justo en el momento en que estabas por pisar el salón, justo cuando un paso te separa del amor de tu vida, del resumen de toda tu vida amorosa, justo en ese preciso instante… Una puerta vaivén te golpea en la cara. Es todo muy confuso al principio. Se siente como si tuvieras la nariz a la altura de la garganta y que la garganta te duele mucho. Abrís los ojos y te encontrás mirando un techo rojo sangre rodeado de gente también color rojo. Antes de preguntar porqué había pieles rojas en una cocina, te das cuenta que tenés toda la cara manchada de sangre y que la mitad de los empleados estaban apostando por si estabas inconciente o si tenías una conmoción cerebral. “¿Estás bien flaco?” te pregunta una mina, que al parecer por la cara de consternación fue la que te voló las fosas nasales del cráneo. “Si, estoy bien” contestás sintiendo un perturbador déjà vu asociado con los golpes en la cabeza. “¿Qué pasó?” “Estabas del otro lado cuando abrí la puerta. Iba muy apurada y por eso no te ví”. Con cuidado, te incorporás del tan conocido suelo y vislumbrás el salón por entre las puertas. El queridísimo Enrique se había trasladado de su posición en la

entrada y en ese momento estaba hablando animadamente con un camarógrafo. “Te hago una pregunta” te dice uno de los empleados con perspicacia “¿Vos quién sos?” Ya empezaban los problemas. Si se dan cuenta que te colaste en las cocinas van a llamar al grandote y se va a armar la gorda. ¡Inventá algo, rápido! “Soy Julio” decís, mandandolé fruta Marca Cañón “Vine porque el otro chico se sentía mal”. Por un segundo, el encargado lo piensa, como si no lo convenciera del todo el hecho de que un tal Julio apareciese a reemplazar a un fulano que ni siquiera se había dignado a nombrar. Y justo cuando estabas por salir corriendo, el empleado reacciona. “¡Ah, sí! El reemplazo de Tito” dice con un gesto de asentimiento “Si, si, te estábamos esperando. Vení, ponete un delantal y seguíme”. En un segundo te ves atrapado por un delantal y una bandeja con bebidas mientras atravesás las temidas puertas para adentrarte al salón. Te encontrás sumergido en una caótica fiesta donde la mitad de los presentes están bebiendo, comiendo y riendo y la otra mitad te esta llamando y puteando porque no los proveés de bebida, comida y risas como deberías. Dando vueltas como un trompo, terminas dejando la bandeja encima de unos parlantes y caes rendido en una silla. Y como en un espejismo, como si fuera obra de un mago o bruja, la ves a la morocha, sentada en una mesa del otro lado del salón. El imaginario aroma de su pelo te eleva y te atrae hacia ella como una abeja es atraída a una flor. Con movimientos suaves y ligeros, te levantás de la silla, y te encaminás hacia la chica. A medio camino de ese sueño color miel, una mano horriblemente familiar se te apoya en la espalda. “¿Qué hacés acá vos?” te dice un vozarrón intimidante “Vos tenés que servir comida y bebida, no bailar con los invitados. ¿Para eso te pagan?” Con una mirada de soslayo, ves al enorme Enrique detrás tuyo. Pese a sus reproches, el parece estar un poquito pasado de copas, y al parecer por los movimientos erráticos de la cámara, se las pasó con su amigo el camarógrafo. “¡Hey! ¿Yo te conozco?” te pregunta achinando los ojos para poder ver en la oscuridad estroboscópica. “No, soy nuevo.” contestás con el corazón en la boca “Ahora, disculpame…” Salís como podés de los brazos del gigantón y te refugiás en las cocinas. Con unos segundos libres para replantear tu estrategia, te estas por sacar el delantal cuando… “¡Julio!” te grita una voz, a la que tardás en responder, evidentemente, porque no te llamás Julio. Entonces ves a la chica que te volteó con la puerta hace 10 minutos llegar con dos bandejas de canapés y dos de vino y agua, a punto de caérsele todo. “¿Me ayudás?” te pregunta con un tono de suplica. “Eh, sí. ¿Qué querés que haga con esto?” “Llevá el vino y los canapés a la mesa cuatro”. “¿Y cuál es la mesa cuatro?” preguntás con total ignorancia. “La de la punta izquierda, la más cercana a la pista de baile”. En dos segundos te das cuenta de que es la mesa de la morocha y salís como un rayo con las jarras de vino chorreando por todos lados. Cuando por fin llegás a la mesa, la ves ahí sentada, angelical y pacífica. Casi aburrida, diría. Pareciera como si estuviera esperando a alguien para que la saque de su sopor y su angustia. Bien, ¡este puede ser tu día Gonzalo! ¡Hoy puede ser el día en que de verdad demuestres tu hombría y tu galanteo! Te acercás con paso trémulo a la chica. Despacito y sin ningún apuro, distribuís el vino y los canapés, hasta que llegás a su lado. En ese momento se define todo, la verdad, la justicia, el amor y el desencuentro. En ese momento clave en la historia de tu vida, la de ella y la de todos los sucesores de tu empobrecido linaje, te inclinás por detrás de ella y justo cuando vas a susurrar esas dulces palabras… “¡BESO A BESO! ¡ME ENAMORE DE TI!”

El disco se raya en tu cerebro con tal estrépito que te aturde y te nubla la vista. En el instante en que ibas a decidir el futuro de tu amor, un simio cincuentón te arrebata la victoria con una tanda de baile sorpresa. Como era de esperarse, todos y cada uno del salón salieron a bailar y a descontrolarse con ese clásico de la música contemporánea. ¿Quién quiere a un Beatle o un Elton John, cuando se podía tener un simple de la Mona Jiménez? También la morocha se desvanceció, así como tus ganas de volver a encarar a una mina por el resto de tu vida. Remando la noche entre bandejas y sobras de canapés, una tanda de baile sucedió a otra. Las horas pasaron, y los momentos libres parecían cada vez más escasos. Ella estaba siempre reunida, siempre con alguien alrededor, nunca sola. Hasta que en un momento, una nueva tanda de baile salió. No se que le habrá pasado por la cabeza al DJ, pero al parecer, los lentos estaban en la lista y este parecía un buen momento para pasarlos. Como en un sueño adolescente o una película norteamericana sobre la secundaria, esa tanda de baile te encontró a vos, Gonzalito, sentado como una cucaracha sobre la basura, contemplando fijamente a la doncella de hierro. Y de repente, comprendiendo que esa era tu última oportunidad, levantás tu autoestima con un movimiento del saco y te aproximás lentamente a la chica. Con los ojos ardiendo por ese paraíso, te plantás frente a ella. El delantal desapareció, ya no sos más el chico de las bandejas. Ahora estas sólo vos, Gonzalo. Sólo vos contra el abismo. Abrís la boca para anunciarte, aunque la sequedad impide cualquier sonido. Pero no hace falta, ella ya sabe que estás ahí. Por alguna razón, sabe que la seguiste toda la noche, sabe porque estás ahí, y sabe exactamente cuan loco por ella estás. Inhalando profundamente y haciendo de tripas corazón, la mirás a esos ojos oscuros como la noche sin luna y decís: “¿Querés bailar?” Una sonrisa se esboza en sus labios y es como si un nuevo mundo se abriera frente a tus ojos. La tomás de una mano, delicada y fina como el papel de arroz, y la guías a la pista. Y nuevamente, en el momento en que la vida se decidía por continuar o terminar estrepitosamente en un remolino de noche y fuego, en el tiempo en que tus manos se posaban en su cintura, en el exacto milisegundo en el que tus labios iban a acariciar los suyos… Me tenés podrido con los puntos suspensivos. ¿QUE CARAJO PASO? ¿Y qué va a pasar? Te cagaron la noche. Es algo complicado lo que pasó, considerando que una fuerza sobrehumana te separó de los brazos de la chica y te empezó a pegar al grito de “¡¿CREISTE QUE TE ME IBAS A ESCAPAR?!”. Más o menos, o por lo que te podés acordar, el estimado señor Enrique (con varias botellas de más) finalmente recordó donde había visto tu cara. Exactamente en la puerta de entrada. Después de buscar como un loco por todo el salón y de haberle pegado a varios empleados del local, te encontró en los brazos de… ¿Cómo se llamaba? “¿Cómo se llamaba?” pensás a la mañana siguiente con un bife angosto en la cara y recostado en el sillón. Te acordás de casi todo, menos de su nombre, será de Dios. Un portazo te devuelve a la realidad. Una Marina con una cara de sueño del tamaño de una catedral te saluda con un gruñido. “Yo también me alegro de verte” contestás divertido. Al parecer, Marina tuvo un par de deslices con las botellitas de champagne anoche, y lo sigue lamentando. “¿Cómo andás de ese ojo?” replica con el mismo tonito. Si vamos a hablar de sarcasmos, te falta un buen trecho todavía para alcanzar a tu vecina. “Hasta donde yo sé, sigue en el mismo lugar”. Al igual que tu duda. ¿Cómo se llamaba esa mina? ¿Te lo habrá dicho el nombre, o habrás alucinado todo el encuentro y en realidad estabas recibiendo la paliza de tu vida a manos de Quique? “Che, Marina” decís “Ayer había una invitada que yo no conocía”.

“¿Y? Yo no conozco a la mitad de tu familia y no me mueve un pelo”. “Si, ya sé. Pero quería saber si la conocías”. Con una mirada perspicaz, Marina se incorpora del sillón donde estaba postrada. “¿Cómo era?” pregunta. “Alta, pálida, ojos negros, vestido colorado…” “¿Agustina?” responde sorprendida “No me digas que te curtiste a Agustina…” “¿Curtirme? Apenas le había dicho las buenas noches cuando me agarró el animal ese”. “Igual, Gonzalo, no podés, una amiga de tantos años como Agustina…” Y en ese momento, apagaste el cerebro. ¿A quién le importa la indignación de Marina? ¡Agustina! ¿Cómo pudiste olvidarlo? Estabas seguro de que te lo había dicho. Cuando tu boca estaba solo a milímetros de la tuya, ella lo susurró como un encantamiento y te paralizó el corazón con su simpleza. ¡Agustina, que nombre tan común, pero que chica tan especial! “Espero que estés contento, Gonzalo” concluyó Marina con indignación, acomodandose con frenesí el delantal. “¿Eh? ¿Por qué?” respondés volviendo a la discusión “Porqué ella vive afuera, creo que en Uruguay vive”. “¿Y cuál hay?” “Que si te hiciste el cuento de que podías armar algo serio con ella (como siempre pensás), despejalo de tu cuadrado cerebrito, porque nunca va a suceder”. “Bah, boludeces”. Aunque no estaba tan errado de la realidad. Hay que admitir que pensaste por un segundo en todo un lejano futuro con esta mina. Por tu cabeza se te cruzaron ramos de flores y restoranes caros. Cines y departamentos. Anillos y nacimientos. Toda una vida como un flash frente a tus ojos y al fin y al cabo, no vas a vivirlo nunca con ella. Pero en realidad ¿a quién le importa? El sólo hecho de que una mina se halla fijado en vos es suficiente premio por una noche complicada. Con el bife angosto en el ojo, y con una bruja en delantal, que te sientas un ganador es todo un acontecimiento. Levantandoté como un duque en su castillo, salís al balcón y ves al inmenso monstruo dormido que es el barrio de Flores. Todavía no recordás todos los detalles de la noche de ayer, pero hay algo que sabés que es la pura verdad y es lo que te pone una sonrisa en la cara en el momento en que deberías estar lamentándote por tu mala suerte. Porque el premio consuelo, muchachos, es para los que necesitan consuelo. Para los demás, es sólo un paso hasta ganar. Más de mis cuentos en: www.gonzalitodeflores.blogspot.com

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