www.proceso.com.mx El desertor convencido Francisco Olaso A su paso por Alemania, donde el 21 de diciembre recibió el Premio de la Paz de la ciudad de Stuttgart, el exenfermero del Ejército estadunidense Agustín Aguayo explica las razones que lo llevaron a objetar la guerra y a desertar de su regimiento. En la actualidad pelea para revertir las consecuencias negativas que le trajo su condena. La presencia de Aguayo irradia calma. Su mirada es suave y profunda. Así son también sus modos. Al intercambiar con él las primeras palabras uno tiene la sensación de estar frente a un monje o un sabio. Cuesta creer que este hombre nacido hace 36 años en Guadalajara, y naturalizado estadunidense en 1998, se haya presentado como voluntario en el Ejército de Estados Unidos tras los atentados a las Torres Gemelas. “Quería superarme”, dice Aguayo a Apro. “Lo veía como una oportunidad para cambiar mi vida, para mejorar. También buscaba una familia: un lugar donde se me aceptara, donde tuviera una comunidad”. Agustín vive con su mujer y sus dos hijas en una zona rural de California. Sus padres lo trajeron a Estados Unidos cuando él tenía tres años. Posee todavía también la nacionalidad mexicana. Aguayo se disculpa ante el reportero por los silencios que a veces le genera su necesidad de encontrar las palabras apropiadas en su lengua materna. Esta dicotomía entre su origen y su vida presente jugó un papel importante a la hora de alistarse en el Ejército. En su caso, común a muchos otros inmigrantes latinoamericanos, Aguayo dice haber sentido la necesidad de demostrar que también él es realmente estadunidense. El servicio en el Ejército resultó ser muy diferente de lo que había supuesto al momento de alistarse. “Todo el mundo entra con un cierto nivel de ignorancia. Uno no se puede imaginar cómo es la vida de un soldado”, señala. A eso se suma una política de reclutamiento agresiva y eficaz que lleva adelante el Pentágono. Sin miramientos se explota el sueño de los soldados de poder pagarse los estudios. O el de acceder a la ciudadanía, en el caso de los extranjeros. El reclutador del Ejército que atendió a Aguayo había participado en la primera guerra del Golfo Pérsico, en 1991. Le dijo que esa guerra había sido poco menos que un paseo, y que se la pasó leyendo buena parte de los cuatro meses que duró el servicio. Aguayo hoy se permite no creerle. Pero señala que las condiciones de esa guerra fueron muy diferentes a las que las tropas estadunidenses enfrentaron desde la invasión en 2003. Después de enrolarse, Aguayo pasó a formar parte de la primera división de Infantería del Ejército de Estados Unidos, estacionada en Alemania. En 2003 fue destinado a Irak como enfermero militar. En Tikrit, la ciudad natal de Sadam Hussein, le tocó asistir a heridos y juntar cadáveres de compañeros muertos. Maltrato y muerte
“Se nos daba un panfleto o una información escrita sobre cómo comportarnos, cuáles son las reglas de la guerra, cómo se desarrolla la ofensiva, cómo reaccionar ante un peligro”, dice el exenfermero militar. “Por escrito se nos decía una cosa, pero verbalmente era muy diferente lo que se nos decía”. Este doble mensaje repercute claramente, según Aguayo, en el trato cotidiano que las tropas estadunidenses brindan a la población civil de Irak. “La guerra, esta guerra permite que sea aceptable que el soldado odie, que el soldado vea a las personas no como humanos, no como iguales”, explica. “Los soldados llegaron a odiar a la población civil. Y esto se reflejaba en el trato común”. Aguayo aporta algunas claves. Los altos mandos aprueban misiones en las que se tumban puertas, se entra en los hogares y se lleva detenidos a los hombres. A su juicio, esto hace que el soldado no respete la cultura del país ocupado. Y que más tarde, al entrar en contacto directo con la población, el maltrato sea moneda corriente. Pone como ejemplo los retenes en las calles, en los que se detenía a los vehículos para buscar armas o explosivos de la insurgencia. “Vi cómo a familias enteras se les trataba con una falta de respeto increíble”, recuerda. En su caso, la decisión de desertar no fue precipitada por un hecho en particular sino por la acumulación de varios episodios. “Hubo eventos grandes, que tuvieron una impresión tremenda. Tengo que vivir con eso por el resto de mi vida”, señala Aguayo. “Pero creo que lo que me impulsa a decidir que no quiero participar nunca más en una ofensiva, no es un evento, sino son muchísimas cosas pequeñas y también, por supuesto, experiencias significativas”. El entonces enfermero militar recuerda el caso de un civil que con su auto se acercó más de lo oportuno a un puesto de control y fue baleado a mansalva. “Ver cómo un inocente iraquí, completamente inocente, un civil, que por cuestiones totalmente circunstanciales pasó por ahí, y su vida fue destrozada, destruida en un momento, por problemas de comunicación...”, recuerda Aguayo. “Él se acerca demasiado al vehículo militar. Si el grupo de soldados se siente en peligro, entonces puede usar la fuerza tan letal que tiene”, agrega. “En esta ocasión, a esta persona se le disparó bastantes veces. Cuando el carro paró, él todavía estaba vivo”. La responsabilidad de los enfermeros militares es ayudar a los heridos, incluso cuando el daño ha sido provocado por las propias tropas. Aguayo continúa: “Este iraquí tenía la cara completamente destruida, y yo sentí algo único: sentí que esta persona no estaba preparada para morir. Y digo esto por la manera cómo él respondía, mientras estaba en esa agonía tan intensa, se sacudía incontrolablemente. Le ayudamos a mantener su respiración durante veinte minutos. Murió camino al hospital. Y cuántas personas como él ha habido. De hecho, en este mismo momento está pasando lo mismo”. Deserción y juicio
La presión psicológica ejercida sobre los soldados es constante: “En el Ejército se intenta derrumbar a la persona y convertirlo en otra nueva, capaz de tomar una vida”, señala Aguayo. “Entonces, para mí ese proceso fue muy doloroso. La experiencia me sacudió a tal grado que tuve que reconocer quién soy yo. ¿Soy esa persona que ellos quieren que yo sea, esa persona que han intentado construir en mí? Y llegué a la conclusión de que no: yo tengo una conciencia, que se despierta en el Ejército y me permite abrir los ojos y ver la realidad”. Aguayo califica la guerra en Irak como absurda e incorrecta: “Un verdadero desastre, aun para aquella persona que dice que hay guerras justificadas”, señala. El exenfermero militar se considera a si mismo como objetor de conciencia, opositor a la guerra por razones morales. En Irak dejó de portar armas. Intentó durante tres años que el Ejército lo reconociera como objetor de conciencia. Basó la negativa en su formación religiosa y ética. Lamentó además su aporte, imprescindible para la continuidad de la guerra. El Ejército rechazó su pedido sin exponer el fundamento. Su demanda fue presentada y rechazada también por la justicia civil estadunidense, en primera y segunda instancia. Ante el inminente regreso de su división a Irak, en septiembre de 2006, Aguayo optó por escapar de su regimiento en Alemania. Voló a México, ingresó a Estados Unidos, y finalmente se presentó ante las autoridades militares, que lo devolvieron esposado a su regimiento en Alemania. Según datos del Ejército, nueve de cada mil militares desertaron en el año fiscal 2007, que finalizó el 30 de septiembre, mientras que esta proporción fue de siete de cada mil el año anterior. El número de deserciones este año es de 4 mil 698 y el del año pasado asciendió a 3 mil 301. El número total de desersiones llega a 17 mil desde el 11 de septiembre de 2001, señala a Apro Elsa Rassbach, de la ONG American Voices Abroad, que apoyó a Agustín Aguayo durante la corte marcial que se le llevó a cabo en marzo de 2007. El tribunal militar encontró a Agustín culpable de deserción. El juicio tuvo lugar en un cuartel del Ejército estadunidense situado en la ciudad alemana de Würzburg. La condena de ocho meses de prisión fue muy inferior al máximo de siete años que podrían haberle cabido. Se tomaron en cuenta los 161 días que ya llevaba detenido, por lo que quedó libre a fines de abril de 2007. “Fue un veredicto injusto, ya que como objetor de conciencia nunca debería haber llegado a esta situación”, dice a Apro Rudi Friedrich, presidente de la asociación civil Connection, que asiste internacionalmente a desertores y a víctimas de reclutamiento forzoso. “Aguayo expresó hace tres años su rechazo a la guerra. No está bien mandar a un objetor de conciencia a una región de enfrentamiento bélico. Tendría que haber sido dado de baja del Ejército mucho antes.” Friedrich señala que el proceso contra el objetor Aguayo no se atuvo a los criterios nombrados por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. “Ahí dice que este tipo de procesos deben tener lugar frente a un tribunal independiente, pero en los hechos cada solicitud de objeción a la guerra es evaluada por el propio Ejército”, agrega
“La baja con deshonra del Ejército le genera a Aguayo en la actualidad muchas dificultades para conseguir trabajo”, dice a Apro la activista Rassbach. Aguayo acaba de apelar las dos sentencias desfavorables que recibió en la justicia civil. El caso ha sido presentado ante la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Mientras tanto, en Irak, la ocupación sigue adelante. “Creo que ningún soldado quiere comenzar a contemplar que lo que está haciendo es incorrecto”, dice Aguayo. “Y el Ejército ha logrado la manera de ser efectivo: le da una palmada en la espalda, celebra los triunfos, celebra las ocasiones para mantener la actitud positiva en el soldado, para que continúe haciendo lo que se le pide sin cuestionamientos. El sistema está diseñado y funcionando efectivamente para que el soldado no se detenga y no se preocupe por lo que está sucediendo”.