El Cid, un ejemplo de épica cinematográfica El Cid dirigida por Anthony Mann en 1961, fue producida por Samuel Bronston y distribuida por Allied Artists. Se rodó en Super-Technirama 70mm y Technicolor, en los Estudios Chamartín de su productor en Madrid –donde se construyó una réplica de la catedral de Burgos– y en otras zonas: la sierra de Guadarrama, el castillo conquense de Belmonte y Peñíscola (todavía libre del cinturón de autopistas que hoy le quitan su aspecto medieval). Anthony Mann aplicó su experiencia en la técnica del western para dar forma a su versión de la carrera heroica del Cid. Se ha alabado de El Cid su sabia utilización del espectáculo, propio del género épico, pero al mismo tiempo la etiqueta de épico le valió en su momento algunas críticas desfavorables. El género épico cinematográfico se ha desarrollado desde la época del cine mudo hasta nuestros días, y se lo ha identificado a menudo con el espectáculo. Se cita a menudo Intolerance como el primer gran film espectacular, y hasta hoy, innumerables films merecerían este calificativo, muchos de ellos del género épico. Aunque la espectacularidad se considera, a menudo, una característica propia de lo épico, no es pertinente plantear una absoluta identificación de ambos términos, en la medida en que el espectáculo es lo propio del arte cinematográfico. Durante los cincuenta y los sesenta se produjo un florecimiento del género, debido a que los productores luchaban por reconquistar el lugar que la televisión había arrebatado al cine como espectáculo. Dicho desplazamiento intentó compensarse sacando partido de las dimensiones de la gran pantalla: los estudios buscaron temas grandiosos los que llenar las dimensiones formales de sus películas. Se desarrollaron entonces el Cinemascope, la Vistavisión, el Cinerama, buscando formatos que no pudieran ajustarse a las dimensiones de la pantalla televisiva. Los estudios ofrecían a los espectadores la promesa de que podrían verlo todo en el cine: “Size means a big screen, and a big screen has to be filled with big things” (Michael Wood, America in the Movies. New York, Basic Books, 1975, p. 172). Basada sobre todo en el Poema del Cid, Las mocedades del Cid de Guillén de Castro, Le Cid de Corneille y las crónicas (el guión lo escribieron Fredric M. Franz y Philip Yordan, bajo la supervisión de Ramón y Gonzalo Menéndez Pidal), la película muestra la historia de Rodrigo Díaz de Vivar. Rodrigo (Charlton Heston) captura a un grupo de moros que ha saqueado un pueblo y para sorpresa de todos, perdona a los prisioneros. Entre ellos se encuentra Mutamín (Douglas Wilmer) que le dará el nombre de el Cid y será su fiel aliado desde entonces. Por haber perdonado a los moros es acusado de traición ante la corte. Su futuro suegro (Andrew Cruickshank) lo llama cobarde, e insulta a su padre (Michael Horden), por lo que él se ve obligado a defender el honor de los suyos y a matarlo. Ahora su prometida Jimena (Sophia Loren) tendrá que vengar a su padre, lo que impide la reconciliación inmediata entre ambos. Para poder probar que no es un traidor al rey de Castilla, Rodrigo se enfrenta al campeón del rey de Aragón para resolver con ello el conflicto sobre la ciudad de Calahorra. Vence en el combate y el rey lo nombra campeón de Castilla, y le permite contraer matrimonio con Jimena, ya que según la tradición, al haberla privado de su protector, puede casarse con ella. Jimena intenta vengarse preparándole, junto con García Ordóñez (Raf Valone), una emboscada que fracasa. Muere el rey, y sus dos hijos varones se disputan el trono. Alfonso (John Fraser) y particularmente Urraca (Genevieve Page) traman la muerte de su hermano Sancho
(Gary Raymond). El Cid, que sospecha lo que ha ocurrido, hace jurar en público a Alfonso que es inocente y esto le vale el destierro. El alejamiento de la corte supone el reencuentro con Jimena. Finalmente los esposos pueden pasar una noche juntos. Cuando parece que la vida del personaje va a centrarse en lo privado, aparece una multitud de seguidores que han decidido exiliarse con él. Rodrigo piensa que ha de aceptar lo que sus hombres le piden y se despide de Jimena. En la segunda parte, el Cid, envejecido, se enfrenta al monarca, que no entiende su alianza con reyes moros. Cuando sus fuerzas flaquean, Jimena le hace ver sus responsabilidades en la defensa del territorio contra las tropas de Ben Yúsuf (Herbert Lom). El compromiso con sus hombres es ineludible, y sólo lo abandona para rescatar a Jimena y a sus hijas, apresadas por el rey, antes de conquistar Valencia. Conquista Valencia tras vencer a las tropas de Al-Khadir, aliado de Ben Yúsuf, y ofrece su victoria al monarca, que lo rechaza de nuevo. Desembarcan en las costas de Valencia las tropas de Ben Yúsuf y el primer día de combate es herido por una flecha a consecuencia de lo cual morirá, reconciliado ya con Alfonso. El segundo día de la batalla, su cadáver amarrado a un caballo guiará a sus hombres hacia la victoria, ante la admiración general, sobre todo del enemigo que lo daba por muerto. Millares de extras fueron empleados en las escenas de multitud, dando respaldo a la aventura del héroe, mezcla de cowboy y de guerrero medieval. Película de aventuras, de amor, de traiciones (visible en el personaje de una Doña Urraca malamala y en un débil y ambiguo rey Alfonso VI), es también un film de viajes. Desde Burgos hasta Valencia, secarrales y colinas sirven de escenario a todo ese despliegue. Y, al final, la escena cumbre, cuando el cadáver del héroe sale de la falsa Valencia, es decir, de Peñíscola, y su presencia es suficiente para derrotar a los enemigos, que huyen despavoridos mientras él penetra en los campos de la leyenda. A pesar del supuesto asesoramiento de Menéndez Pidal y de su hijo Gonzalo, nada más alejado de la realidad del siglo XI que el producto final. El guión mezcla arbitrariamente datos históricos, legendarios y literarios. La puesta en escena comete cuantos anacronismos artísticos y culturales se pueden concebir (decorados góticos en un tiempo románico, vestimentas de los siglos XIV y XV para personajes del siglo XI). Todo está al servicio, pues, del sentido hollywoodense del espectáculo, algo que nadie pensó nunca poner en discusión.