El Caso Berciani - Alan Pauls

  • June 2020
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El caso Berciani | Alan Pauls

De la estación terminal al vaciadero de desechos, una de dos: o se toma la avenida Pianetti o se toma el camino de cintura. Una de dos -y no hay otra opción. Años pasaron los automovilistas buscando la forma de unir ambos puntos; siempre fue en vano. Cualquier atajo, de los miles que se ensayaron, iba a morir en Pianetti o en el camino de cintura, y a morir indefectiblemente. Para ejemplos, el del urbanista Berciani -un caso sonadísimo, diez días en las primeras planas de los diarios, toda la opinión pública en vilo-, que se propuso terminar (él en persona, a quien la ciudad le debía, si no todas, gran parte de sus mejoras) con el callejón sin salida Pianetti o camino de cintura. Partió una madrugada en su propio automóvil. Todo el barrio, poco dado en general a madrugar, había ganado la calle para respaldarlo con su aliento bullicioso. Caras sucias de lagañas, vecinos en bata y en pantuflas le sonreían detrás del cristal de las ventanillas, ofreciéndole mapas y víveres para el viaje, números de teléfono por cualquier emergencia. El urbanista, de buena manera, lo rechazó todo. Consultado por la prensa, a la que su partida también había atraído y en masa, declaró que nadie conocía la ciudad como él, que el mejor mapa era su cerebro, y que no había víveres más nutritivos que su propio deseo de zanjar de una vez por todas la cuestión. Por lo demás, dijo, todo se resolvería tan pronto que contaba con volver a tiempo para el almuerzo que, como todos los días, le preparaba su esposa Telma. Telma, en el asiento del acompañante, lo observaba con cierta preocupación. Los periodistas se volcaron en el acto sobre ella. Pero Telma besó a Berciani en la mejilla, bajó del auto recogiéndose el ruedo del camisón, cerró la puerta con cuidado y volvió a la casa sin formular declaraciones, orgullosa aunque algo encorvada ante la nube de cronistas y fotógrafos. Berciani, desde el auto, la vio desaparecer tras la puerta del garage, y se puso en marcha haciendo la uve de la victoria. Por una disposición excepcional, que dada su influencia el urbanista había acordado con el intendente, los medios de comunicación no pudieron escoltarlo en su aventura. Berciani, a cambio, se había comprometido a mantenerlos informados paso a paso desde el teléfono que había aceptado instalar en su automóvil, única condición que le había impuesto el intendente -en parte por la seguridad del urbanista, en parte para satisfacer la voracidad de la opinión pública. Hasta el arroyo Carmelo todo bien, todo inmejorablemente. Claro que hasta ese punto Berciani no

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había innovado en lo más mínimo. Derecho por bulevard Cachola, a la izquierda en la cortada Bascobonik, cruce del puente Dengue y después, siempre en línea recta, a toda marcha por Fulani sur. El itinerario del urbanista, que su voz deletreaba puntualmente para los teletipos y los equipos móviles, reproducía grosso modo una de las numerosas variantes que el ingenio de los automovilistas alguna vez había aventurado -es cierto que con alteraciones. La noticia del cruce del puente Dengue fue más sorpresiva de lo que hubiera sido, según la tradición, la del cruce del túnel Acconcia (por Cayetano Acconcia, prócer). Pero por arriba o por abajo, no cambiaba la cosa demasiado. Por otra parte todos sabían, porque lo había difundido la prensa y no en esa ocasión sino mucho tiempo antes, en oportunidad de la clausura definitiva del pasaje subterráneo Colaccioppo -a la que habían procedido Berciani personalmente, en calidad de dueño de la iniciativa, y sus cuadrillas en calidad de dueños de la ejecución-, todos recordaban perfectamente la declarada predilección del urbanista por los puentes, todos tenían fresca su aversión a los túneles. Había llegado a declarar la guerra a todos los túneles de la ciudad. Con el Colaccioppo había podido, con el Acconcia no, no todavía -pero Berciani no perdía las esperanzas. Por el momento, y mientras seguía recopilando objeciones sobre el pasaje subterráneo que se la resistía, optó por cruzar por el puente Dengue, según él un magnífico puente. Así es que, más allá de minucias como esa, nada nuevo en su itinerario. Mal que mal, el urbanista viajaba paralelo a la avenida Pianetti y perpendicular al camino de cintura. Eso hasta llegar al arroyo Carmelo. A partir de allí, de pronto, las señales emitidas por Berciani -hasta entonces regulares y joviales, matizadas incluso por risitas de furtiva ignorancia- se volvieron confusas, comenzaron a llegar más espaciadas, se hicieron difíciles de entender. Y no sólo las que dirigía al periodismo, lo que su vocación natural fácilmente habría explicado, ya que gozaba desconcertándolo mediante toda clase den subterfugios y de falsas alarmas, sino también, y he aquí la primera señal de alarma verdadera, las que desde entonces comenzó a recibir su esposa Telma. Tan pronto como se despidieron, una línea privada había mantenido a los cónyuges en contacto. Así, mientras Berciani suministraba por la línea oficial las coordenadas de sus posiciones sucesivas, por una segunda línea vedada a las antenas de la prensa, entretenía a su esposa con bagatelas domésticas, le recordaba, para distraerla de su inquietud, sus obligaciones

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del día, y entablaba con ella juegos de adivinación a la distancia, entre ellos una versión personal del veo-veo. Cuando la voz de Berciani se escuchó por primera vez enrarecida, Telma llevaba perdidas doce contiendas. No era de extrañar, dado que Berciani conocía de memoria todos los objetos de su dormitorio, desde donde Telma le hablaba, mientras que ella, poco acostumbrada a salir, ignoraba por completo los paisajes que su marido recorría entonces. La calma se quebró, hubo alboroto cuando Telma salió de su casa como estúpida con el teléfono inalámbrico en la mano. Algo sucedía -era evidente. La intranquilidad de Telma no era un hecho nuevo, sí los ojos desorbitados con los que enfrentó las cámaras, y sobre todo sí la convulsiones, convulsiones como de epiléptica -y Telma no tenía nada de epiléptica. Mal que le pese a muchos, no todo, convengamos, no todo podía deberse al comentario que le había hecho su marido, poco antes de volver a hacerse oír, sensiblemente turbado, en el teléfono -comentarios soeces, de una procacidad inconcebible. Una emisora de radio, de las que nunca faltan, había interceptado por izquierda la línea privada que comunicaba al matrimonio, de modo que habían oído todo, lo tenían todo grabado. Las últimas palabras del urbanista Berciani, últimas en el sentido de inmediatamente anteriores al arroyo Carmelo, habían sido: Preparate, Telmita, porque después de taladrarte el orto, ese orto sución que te cuelga, ni de sentarte te van a quedar ganas, todas tus ganas, oíme bien, todas, se me van a quedar anilladas en la verga. Esa, convengamos, pudo quizá ser causa de una parte, nunca de todo. ¿O no fueron los periodistas quienes, desconociendo en su mayoría esa conversación clandestina, y por supuesto incapaces de prever, en consecuencia, el efecto que produciría en Telma, detectaron los primeros la irregularidad en las señales? Fueron ellos, absolutamente. Entre llamada y llamada se alargaba el compás de espera, y cuando los equipos lograban sintonizarla, a duras penas entre una polvareda de interferencias, la voz de Berciani sonaba como un puro farfullar, sofocado por lo que bien hubiera podido ser una mordaza de algodón. Un gruñido, dos o tres más, y esporádicos, después el sonido de un objeto en caída, y en seguida, nada, nada que no fuera el crujir de la palanca de cambios del automóvil, que poco más tarde terminó desvaneciéndose en el aire. El silencio. Ni rastros del urbanista Berciani y su viaje. Únicamente la crisis de llanto de su esposa Telma y, de inmediato, su desmayo en la vereda. ¡Qué consternación! Y todo por el falso dilema de Pianetti o

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camino de cintura. Primero, por prudencia, se lo dio por perdido así: persona extraviada, se caratuló la causa. Pero ya las malas lenguas se habían puesto a hacer lo que saben hacer, hablar, y de la peor manera. El comando radioeléctrico de la policía, en combinación con los bomberos, acababa de impartir las instrucciones del rastreo -ya algunos medios informativos juraban haber localizado a Berciani en un país limítrofe. Se había radicado con un nombre falso, vivía a la sombra de una actriz famosa de cine pornográfico, encerrado en una mansión de dos manzanas y media que custodiaba el ejército particular de la diva. Las fotografías, borrosas, probablemente trucadas, lo sorprendían junto a una inmensa piscina techada, los pies desnudos jugando con el reflejo de luz en el agua. Por ser la primera agraviada por la versión, Telma fue la primera en desmentirla. Aseguró que Berciani era hidrófobo, y que estaba dispuesta a aceptar la catástrofe más trágica respecto de la suerte corrida por su esposo, pero no a rendirse ante la escandalosa mentira de una imagen. ¡Berciani metiendo los piecitos en el agua! ¿Qué le hicieron el favor! Otros medios, intimidados por la posibilidad de que Telma, como habían hecho los anteriores, les entablara una querella por injurias, difundieron una primicia menos agresiva. Berciani se había refugiado en el descampado Tiburcio, lo más abyecto de la tierra de nadie suburbana, verdadera pesadilla para la policía, donde viviría el incógnito como en mendigo. Había decidido retirarse del mundo. Asilado en Tiburcio, se alimentaba de las parvas de basura -los desagües cloacales eran su hábitat. Otro trascendido: el urbanista había aprovechado la excursión para a visitar una amante. Extenuado por los vespertinos ejercicios del amor, se había quedado dormido en una finca ilícita -esa hipótesis duró poco, se extinguió casi tan pronto como empezó a barajarse. Telma, que ya tenía rápidos los reflejos, le salió al cruce. Dijo que sí, que la amante en efecto existía, dio su nombre -se llamaba Ruth. Pero ni las relaciones que Berciani mantenía con ella ni la finca en la que se encontraban -por lo general dos veces a la semana, tres en los períodos más fogosos, tenían para ella nada clandestino. Incluso ella misma, Telma, había decorado la casa en la que tenían lugar las citas, casa que, dicho sea de pasada, se hallaba en una dirección contraria a la que el urbanista había tomado el día de su partida. Ruth hubiera podido quedarse en el molde, la calumnia igual se habría caído por su propio peso y el de la intervención de Telma. Pero salió a la palestra, dio la cara y dijo que no, que

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Berciani ese día no la había visitado. Ese día no les tocaba, declaró, y mostró el cuadernito forrado en el que de común acuerdo arreglaban las reuniones <<Miércoles>> -y Berciani había emprendido el viaje un lunes. Telma y Ruth se presentaron juntas en la televisión, Ruth abrió el cuaderno ante las cámaras. Con la agenda del urbanista, Telma, que se encargaba de consignar allí fecha y hora de las citas extramaritales de su esposo, hizo otro tanto -los documentos coincidían. Las dos mujeres sollozaron, abrazadas. Natural -¡la confirmación del rumor las había aliviado! Pero ahora no, ahora reinaba la incertidumbre. Y sin embargo, desaparecido o prófugo, víctima o impostor, ¡no podía la tierra habérselo tragado! El rastreo fue monótono, puro tanteo y tedio. Policía, bomberos, incluso vecinos espontáneamente movilizados fracasaron parejo. A los tres o cuatro días sin resultados, cuando las versiones antojadizas alcanzaron su pico de furor, hasta el intendente pareció perder la cabeza. A punto estuvo de declarar día de duelo en la ciudad. A punto -dio marcha atrás por suerte, dejó todo atrás si efecto. Primero, agotar la búsqueda del urbanista. Después sí, una vez hecho todo lo posible y hecho en vano, darlo por esfumado o por difunto, y con todos los honores del caso. Sucede que la cautela es un arte difícil, dificilísimo en verdad, cuando cunde el desconcierto. No se avanza ni se retrocede, se permanece estancado. Empantanamiento general -como el que sobrevive en el distrito Riccoboni cada vez que caen más de dos gotas. Es cierto que algo se habría podido avanzar de haber prestado oídos a los que Ducmelic fue repetidas veces a comunicar a las autoridades. Ducmelic, el mecánico yugoeslavo, responsable desde hacía años de los automóviles del urbanista Berciani. Ducmelic tenía su taller cerca de la estación Bilmezis, allí donde todo parece acabar y para siempre. Pero era borracho, ahí estaba el problema. La policía ni se dignó a hacerlo pasar cuando se presentó en la comisaría del barrio, y la guardia lo corrió a tiros cuando se apersonó en el departamento central. Loa bomberos, por su parte, lo ahuyentaron a manguerazos -pero sólo en el cuartel central, porque en Bilmezis no hay sede de bomberos. Ducmelic pidió ver al intendente -los ordenanzas se le rieron en la cara y llamaron a la custodia. ¡Qué tendría que ver ese harapiento con el gran, con el infortunado Berciani! Lógico: tanto rechazo lo inhibió. Y para colmo tenía antecedentes, antecedentes de los que no se olvidan. Ducmelic reverenciaba a Berciani precisamente por eso, porque el

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urbanista nunca les había prestado la menor atención -y eso que los conocía. Al contrario, le pagaba siempre el doble de lo que Ducmelic le facturaba. Croata terco, le decía el urbanista con cariño, te vas a morir multimillonario. Pero el yugoeslavo una y otra vez tocaba fondo. ¡Era el alcohol -su carísimo problema! Y sin embargo ese menos que hombre tenía algo que decir, algo de importancia, sobre el episodio Berciani. El urbanista le había llevado su auto el domingo, quería una revisación a fondo, no sea que se encontrara con una sorpresa dentro del periplo. Como siempre, Ducmelic se mostró extrañado de que Berciani se acercara a su taller. Estación Bilmezis, en eso, no tiene nada que envidiarle al descampado Tiburcio -las dos son zonas rojas, rojas de la peor rojez, y oficial de policía que recibe alguna de esas zonas por destino, oficial que encomienda a Dios y reza, y no para de rezar hasta que le llega la hora. Porque le llega la hora seguro, todavía no ha habido excepción. No se hubiera molestado, le dijo Ducmelic cuando Berciani estacionó el Criqui y se bajó, haciendo chasquear sus zapatos relucientes. Cuántas veces te dije, croata, que me gusta tu tugurio, que este barrio pocilga me refresca. Mírame bien el Criqui que mañana salgo de expedición, no sea cosa que -y ahí le dijo lo de la sorpresa en medio del periplo. Ducmelic nunca había visto un Criqui tan flamante, y no porque él fuese el responsable de su mantenimiento. Lo revisó de punta a punta. La tarde caía en Bilmezis, tonalidades ocres y parduscas se disputaban un cielo hecho jirones. El urbanista, sentado en un cajón de fruta, oía ladrar los perros, fumaba mirando las casitas de chapa. Confiaba tanto en su mecánico que ni se volvió para mirarlo trabajar. Ducmelic no le encontró nada. Nada nuevo, en realidad, porque el Criqui de Berciani, como todos los Criquis importados, la falla que tenía la había traído de fábrica. Era poca cosa, un rulemán mal torneado, seguramente, en el interior de la caja de cambios, que hacía crujir la primera. Muchas veces Ducmelic le había ofrecido arreglar el desperfecto -el urbanista se había negado. No sólo no estaba molesto, al contrario: la fallita lo enorgullecía. Una vez, Ducmelic le había propuesto hacerle gratis el trabajo, desmontarle la caja, retornearle el rulemán o canjearlo por uno original -conseguía repuestos originales por unos amigos contrabandistas. Todo sin cargo. Pero ese día el urbanista le dijo: No es un defecto, croata bizco, ¿no ves que es la seña particular de mi Criqui, su huella digital? Pero la caja cruje, alegó el mecánico. Cruje si no lo manejo yo; si le pongo mi mano encima

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la palanca es una seda, ¿querés ver? Y Berciani, de un salto -tenía el Criqui sin capota ese día-, se subió al automóvil, encendió el motor, un reloj, ese motor, una caja de música y puso primera. Y Ducmelic, en efecto, no oyó nada, ni el más mínimo rezongo. Berciani, victorioso, no paraba de reír. Desde arriba del Criqui le gritó, desafiándolo: ¿Querés probar vos, croata bruto? Ducmelic titubeó. Era tan esplendoroso ese Criqui, tan distinguido. Dale le insistió Berciani, mudándose al asiento derecho, después me limpiás el tapizado. El mecánico terminó aceptando. Puso una franela sobre el asiento, pero en vez de sentarse mantuvo las nalgas engrasadas a centímetros del trapito protector. Después apretó el pedal del embrague a fondo y movió la palanca. Cruc, hizo la caja delatora. ¿Ves? Es tu mano bestia de croata la que la hace crujir, conmigo ni mosquea. Y ahora bajate -casi empujándolono vaya a ser que te engolosines con el lujo de mi Criqui y te olvides de lo que sos, croata miserable: ¡un croata miserable! De ahí la sorpresa de Ducmelic, de ahí que aguzara los oídos cuando oyó, en la transmisión del viaje de Berciani por su radio a transistores, toda una reliquia yugoeslava de posguerra, el último sonido que había llegado: el de la caja de cambios que crujía. ¡Cómo iba a crujir si el urbanista sabía, si era el único que podía domeñarla! A menos que, efectivamente, a menos que otro le <>. De esa cuestión quiso Ducmelic poner al tanto a las autoridades. Parecía una nimiedad, era una nimiedad -¡pero sabe Dios lo que pueden significar las nimiedades! Claro que no fue sólo la negación del cuerpo policial, bomberos y municipal lo que acabó mellando su entusiasmo. También tuvieron su peso las advertencias del medio de Ducmelic, un medio de lo peor como el mismo hubiera reconocido que era el entorno de Bilmezis. Quedate en el molde y no vayás, le dijeron. ¿O querés quedarte pegado? Decididamente había sido un error, garrafal para Ducmelic a la postre, comentar que había descubierto ese crujido. ¡Y comentarlo en rueda de borrachos! Las autoridades le habían cerrado las puertas en la cara, lo carcomía la duda, se había puesto tan ansioso que ahora, arreglando motores, no daba pie con bola y los clientes habían comenzado con las quejas. Era lógico: hay descubrimientos que en soledad no se aguantan -y no era el de Ducmelic la excepción. Normalmente iba a beber al bar de la estación cuatro veces por semana. En el estado en que estaba, fue todas las noches, y siempre el último en irse. Hasta hubo, una vez, que regalarle una botella para que se mandara a

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mudar, hecho de veras infrecuente en Bilmezis. Lástima que en esas rondas de borrachos no todos tomen la misma cantidad. A primera vista parece que sí, no hay o casi que distinga un borracho de otro, todos sucumben aparentemente a una proporcionalidad alcohólica homogénea. Y si embargo siempre hay uno, uno por lo menos, que atesora un gramo más de cordura que los otros. Ese fue el que escuchó la confesión del mecánico Ducmelic. Todos la oyeron, tampoco eran tapias los borrachos -sólo él la escuchó, y enseguida midió las consecuencias. Allí fue donde apareció lo de <>. Se lo dijo Ortolá, el uruguayo más de la mitad de la vida en las cárceles. Tomando, por lo general, era una esponja -dio la casualidad de que esa noche hubiera decidido moderarse. O tal vez no, tal vez llegó al bar de la estación cuando Ducmelic, de tan bebido, ya empezaba a tambalearse. Y quiso la suerte, la mala para Ducmelic, la buenísima para Ortolá, que el uruguayo sorprendiera al yugoeslavo en el momento justo de aflojar la lengua. Los demás, naturalmente, ni se dieron cuenta, siguieron con las bromas en voz alta -se trataban como borrachos: se disculpaban todo. A Ortolá, sin embargo, la confesión le había quedado bien grabada. Desorbitó los ojos -incluso el que llevaba desde siempre entrecerrado, el párpado un colgajo por una cuchillada-, y volvió a llenar con disimulo la copa de Ducmelic. Por eso lo de <<no vayás, ¿o querés quedarte pegado?>>. La salud del yugoeslavo, su destino, lo tenían sin cuidado como por otra parte toda salud, todo destino ajenos. Por él, por Ortolá, Ducmelic podía pudrirse golpeando lasa puertas de las comisarías, los portones de los cuarteles de bomberos. Allá él, si tenía tantas ganas. Pero cundo pensaba que Ducmelic, en manos de la policía, iba a ser una fiesta de interrogatorio -ahí Ortolá pensaba en su propia salud, en su destino propio, y ese pensar en verdad no le gustaba. Ducmelic era en sí mismo inofensivo, un buen yugoeslavo y un buen mecánico, apenas un poco aturdido por el vino, pero siempre leal al código de Blimezis. Ahora

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¿Ducmelic frente a frente con uno, dos, tres interrogadores policiales, trescientos cincuenta watts encendiéndolo? Ortolá conocía ese trámite de memoria, había pasado ya por la experiencia. Se acudía, digamos, a la policía, y no para esconder un caño en el puesto de flores de la esquina sino para colaborar -¡qué asco de palabra! Era el caso de Ducmelic. ¡Ya era un milagro que lo hubiesen fletado sin escucharlo! Lo normal hubiera sido que lo hicieran pasar directo al despacho alfombrado del

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comisario. Y una vez allí: Siéntese por favor, ¿gusta un café? ¡Cabo Tobi! ¡Un café bien cargado para el señor! Ahora ¿en qué piensa usted que puede sernos útil? Oigo y tomo nota -y el comisario, dicho y hecho, con la punta del lápiz clavada en el primer renglón. Entonces, por lo general, los ducmelics balbucean lo que sabían o creían saber, un detalle revelador, una pista, quizás el extremo del ovillo. Pero ningún nombre propio. Nada de apellidos, nada de alias, nada. ¿Y cómo iba a ponerse el comisario si no le daban lo único que esperaba? Salvaje, hecho una furia. ¿Eso es todo?, preguntaba, iba levantándose, en ciernes como una tormenta. Entraba con el café el cabo Tobi -el comisario le arrebataba la taza de las manos y la volcaba, íntegra e hirviendo, en la cara del ducmelic. ¡A la sala de preguntas con él!, rugía el despiadado. Y allí, en la sala de preguntas, nada de alfombra, nada de café, ni pizca de <<señor>>: silla de metal, esposas, velador en la cara y paliza múltiple, todas partes, a mano limpia y con cachiporra de goma. Quince minutos duraba como mínimo el tratamiento. Después, los resultados. Si el ducmelic, inútil estoicismo, había muerto sin hablar, a la zanja con su cuerpo. Si había alcanzado a deletrear un nombre a duras penas, se lo encerraba para su recuperación, pero cuando volví a salir, frescas aún las cicatrices, quedaba fichado como informante para siempre. Con Ducmelic, aquel particular ducmelic, además, el riesgo aumentaba. Porque a veces, si ayudaba la fortuna, los pobres ducmelics, que se habían presentado nada más que a declarar, no tenían ningún nombre en su haber que delatar, nada de papita para el comisario -y eso de la mayor buena fe. Entonces los de afuera, por ejemplo él, Ortolá, podían dormir tranquilos. Pero con Ducmelic no había seguridad, el riesgo era tremendo. Cualquier nombre que le brotara en la sala de preguntas era uno menos, uno menos de Bilmezis y en menos de lo que canta un gallo. ¡Si además de un par de parientes yugoeslavos Ducmelic sólo trataba con gente como él, Ortolá, todos deudores y eternos de la ley! Ortolá, Fulani, Abulafia, Babbo, cualquiera de los que a menudo compartían con Ducmelic la mesa del Bilmezis, la botella -¿qué sería de ellos, de cualquiera, si el yugoeslavo dejaba caer como quien no quiere la cosa, y de seguro no la quería, porque la cosa, el porvenir del interrogatorio, era si no hablaba la desfiguración, sin ir más lejos la muerte, un nombre cualquiera, un nombre al azar en la sala de preguntas? De modo que Ortolá, apelando a la prudencia, siguió a Ducmelic esa noche. Abandonó antes que todos el Bilmezis, no

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se alejó, montó guardia al reparo del puente Chuelo, del que ya quedaban apenas unos pocos pilares herrumbrados. ¡El puente Chuelo! A veces la noche tiene, para la ironía, el tiempo justo que al día le falta. La reconstrucción del puente Chuelo, el urbanista Berciani todavía la tenía en carpeta, no había claudicado en si propósito pese a que del puente cada vez quedaba menos. Lo habían ido deshojando con el tiempo, en parte por pura vocación de ultraje, en parte porque del hierro era buena la reventa. Ahí esperó Ortolá, todo sigilo en el raquítico esqueleto del puente, hasta que Ducmelic, más que salir, egresó a golpes de Bilmezis. Se había puesto, al parecer, insoportable. Insultaba a todo el mundo, el barman Maffioli y Normita, la moza renga, eso era e esa hora <>, porque la radio no pasaba música de Bitola, su ciudad yugoeslava y natal -y él, la música de Bitola, decía necesitarla como el aire. Había nacido en Bitola, sólo nacido. Después, a los pocos meses, la familia Ducmelic, y el pequeño Ducmelic con ella, se había radicado en Zagreb. De ahí lo de <>. Pero de tanto en tanto le daban esos ataques y Bitola, la ciudad del sur que casi no había conocido, y más que Bitola una melodía de Bitola, se le aparecían de repente como una alucinación. Normita bostezaba, Maffioli no pensaba en otra cosa sino en cerrar -y Ducmelic, impertérrito, seguía reclamando los cantos de su terruño. Hasta que el barman dijo basta -y fue basta. Qué Bitola ni ocho cuartos, dijo agarrándolo del cinturón, y lo hizo atravesar así todo el salón del Bilmezis, te me vas ya mismo a dormir la mona. Ducmelic, arrastrado, trataba de aferrarse a las botellas que quedaban en las mesas. Ya en la puerta, Maffioli lo balanceó en el aire. Uno, dos, tres: ¡a la calle! Más bien al lodazal, porque el Bilmezis no da a ninguna calle. Y aplaudiendo para sacarse el polvo de las manos, de puro satisfecho, Maffioli lo alertó: Guay de que te pesque rodando el boliche. Te vas a arrepentir, yugoeslavo, yo sé lo que te digo. Portazo, y a otra cosa. Ducmelic, como pudo, se incorporó. Emprendió a tientas el regreso, murmurando su patriótica cantinela de borracho -Bitola, Bitola…- sólo tenía voz para evocar su aldea. Sus pensamientos, sin embargo, seguían atareados en Berciani. Más de una hora tardó en volver, y más de una hora que se contaba triple: Bilmezis, por las noches, es un vasto laberinto de ciénagas y de niebla, y el tiempo no corre, se elastiza. ¡Más aún para un croata ebrio que carece de brújula! Ortolá lo seguía de cerca pero con cuidado, y eso que Ducmelic, en su estado, no hubiera sido capaz de distinguir a un

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ejército pisándole los talones. Cuando llegó, exhausto y mareado, a su casa, una piecita más que humilde en los fondos del taller, una sorpresa lo esperaba -Telma. A decir verdad, fue sorpresa para ambos, para Ducmelic tanto como para el uruguayo, que supervisaba todo desde la penumbra, tropezar con la aparición fantástica de Telma. Ducmelic la reconoció en el acto. Ortolá no, tuvo que tomarse su tiempo hasta sacarla -y la sacó por deducción, por pura lógica. Al yugoeslavo no se le conocían mujeres, las pocas que frecuentaba, por otra parte, nunca pisaban su morada -¡era famosa de mugrienta! Estaba obsesionado por la desaparición del urbanista, que era rico y tenía esposa, aquella mujer envuelta en pieles no era oriunda, sin duda, de Bilmezis. ¡Era Telma! -se caía de maduro. Había dado esta casualidad, increíble: una en un millón: que Telma identificó a Ducmelic en la televisión. La pobre miraba sin cesar los noticieros, como si fuera a encontrar ahí los datos que las autoridades no conseguían por las suyas. Y esa tarde había estado así, cambiando de canal a la marchanta, cuando súbitamente vio de refilón, en un seguidísimo plano, al custodio del cuartel de bomberos ahuyentando al yugoeslavo de la sede. Lo vio, dijo: Es Ducmelic, el mecánico, y quedó petrificada. ¿Por qué está ahí?, se preguntó. ¿Por qué insiste tanto ese mecánico? -al ver que Ducmelic, rechazado, volvía a la carga, y que el custodio otra vez lo rechazaba. Entonces pensó: Algo sabe, y consultó la agenda de Berciani y al final dio con la dirección, con el taller del yugoeslavo. Es en Bilmezis, se dijo preocupada -pero pudo más el entusiasmo, la esperanza. Iré esta noche, tarde, se dijo esperanzada. Y así fue, ahí estaba. Apenas vio a Ducmelic le dio un vuelco el corazón. Usted, le dijo, cayendo en sus brazos sin aliento, dígame lo que sabe, estoy desesperada. Hundiendo sus manos en las pieles, Ducmelic la sostuvo –fue un paréntesis de voluptuosidad, fugaz pero regocijante. Y luego: Lo que se es nada, contestó -pero sólo para ganar tiempo, pues el ave funesta del peligro se había posado sobre él, sobre su cabeza aturdida. Aún pensaba, créase o no. Al ver a Telma esperándolo en esa desolación, había experimentado el impulso, la tentación irreflexiva de confesarse. Al fin y al cabo era el destino, y no la policía, el que se había presentado a tomarle declaración. Resistió el impacto, sin embargo -el consejo de Ortolá se le volvía una amenaza. De ahí lo de <>. Telma, entre sus brazos, quiso saber porqué lo había visto merodear el cuartel de bomberos. Por otra cosa, desvió el yugoeslavo, nada que ver

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con su marido y lo lamento. Telma se apartó, decepcionada pero dudando. ¿No me miente usted? ¿No está escondiéndome algo en el fondo? Ducmelic vaciló -acaso tiritaba de frío, o de haber visto en la cara de la mujer a Berciani la imagen de Berciani, la peor de todas las imágenes. Le doy todo lo que tengo por un dato, dijo Telma, sacando de la cartera un fajo de billetes precavido. Se le fueron los ojos al mecánico, y como para no: la plata era muchísima. Arreglaría el taller, volvería por fin a Zagrev y a Bitola, se la patinaría toda en putas y en bebida. Pero otra vez la garra del peligro lo retuvo, otra vez Ortolá lo frenó en seco. Le repito que no, le dijo, y su mirada trataba de esquivar los billetes, ¿por quién está tomándome? ¡Cuánto le costó fingir la indignación, su falso escándalo de honesto! Pero Telma, dispuesta a todo, arremetió: ¿Qué quiere si no es plata? ¿El Criqui de mi esposo? Ayúdeme a encontrarlo y es suyo, le prometo, y besó la cruz que trazó con el índice sobre los labios. Y Ducmelic, que no estaba para la piedad pero tampoco para el asco -empezó a retroceder, a alejarse hacia los fondos del taller. Por esa noche tenía bastante. Telma hizo crisis y estalló en lágrimas. Entreabriéndose las pieles le gritaba: ¡Si no es el Criqui yo, yo teme entrego! ¿O vas a decir que no me tenés hambre? Pero el mecánico ya no la escuchaba, había corrido a la piecita y estaba encerrándose con llave. Un segundo más y, si se quedaba, perdía los estribos. No la vio, pues, volver a acomodarse las pieles del tapado, ni meterse llorando en el auto que la había traído. Un Criqui, como el del urbanista Berciani, pero tres modelos más viejo –y sin embargo tan cuidado que resplandecía como una joya. Cuando se fue, patinando en el proverbial barro de Bilmezis, Ortolá abandonó su escondite mirador y siguió a lo lejos los faros que iban extinguiéndose. Yugoeslavo nulo, desaprovechar así esa mercadería, murmuró para sí como cualquier incrédulo delincuente. Lo había visto todo, pero de lo dicho sólo había alcanzado a oír una parte, la última. Le persistían las sospechas, ¿Y si Ducmelic había hablado? ¿Y si esa noche no, pero hablaba al día siguiente? Hubiera podido irse, darse por colmado y dormir. Pero no hay como la incertidumbre para sumir a los criminales en el insomnio. Era entonces o nunca. Fue bordeando el taller apretado contra las paredes, con pasos tan astutos que no se oían, y cuando llegó a la ventana, la única ventana de la piecita de Ducmelic, hizo un alto. Había luz -se asomó. El yugoeslavo había apartado los trastos de mecánico y escribía, inclinado sobre un claro de la mesa, no tan claro pues la inclinación, un

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encorvamiento de niño aplicado, cortaba en dos la mesa con su sombra. Escribía con su letra lenta, trastabillando sobre el hilo delicado de los renglones, y las palabras, como hormigas rengas, rompían filas bajo el resplandor del sol de noche. Una pena lo de Telma. Si no la hubiera traicionado la ansiedad, si la crisis hubiera tardado en asaltarla, si, apelando al corazón, no a la codicia ni a la carne, hubiera insistido en rogarle al yugoeslavo -lo que Ducmelic borroneaba en el papel, ella lo habría escuchado de sus propios labios, así, directamente. Ahora, en cambio, que el mecánico lo ponía por escrito… Porque está visto que es así, y que es así siempre: lo escrito cae en malas manos. Ahora, en cambio, Telma había vuelto deshecha a su casa, hecha trizas la que imaginaba que era su última esperanza. Como antes a Ruth, tachó a Ducmelic de la lista. ¿Quién le quedaba? ¿Adduci, el dentista? ¿El inspector municipal Battiperde? Y estaba terminando de tacharlo con poca convicción pues aún sospechaba del mecánico, cuando entre sollozos la sobresaltó el timbre del teléfono. Decepción, no era Berciani, era la policía. Un soplo de aliento, tenían algo para ella. Que ya mismo pasara, le dijeron, a reconocerlo. ¿Algo?, dijo Telma con voz entrecortada -pensaba en un dedo, una oreja, en esa terrible clase de algo. Pero la policía es lacónica, y más lo es por teléfono. Venga pronto, le dijeron, es el tiempo lo que apremia. El viaje fue extraño. Más que viajar volaba, apretando el acelerador a fondo, cuando la voz del policía resonaba en sus oídos como un augurio favorable. O bien se demoraba, aliviando la presión sobre el pedal, cada vez que la voz le prometía una catástrofe. Esa fluctuación no puede ser más normal, el ánimo del desesperado la conoce. Se quiere llegar enseguida, se quiere no llegar nunca -y mientras tanto se viaja así, promediando la urgencia y el espanto con la distracción indolente de un turista. La ciudad, gracias a dios, estaba desierta. El camino fue fácil y límpido. Pasaje Berti hasta Bonino, después circunvalación Bustrófedon, la bajada Bléfari, y por último acceso Bitol hasta la gran explanada Bertani. En poco más de diez minutos Telma estuvo frente al oficial de la voz que seguía resonándole. Esa repugnante costumbre de las voces que tienen de resonar. Tenía algo entre las manos -ella creyó desfallecer- algo envuelto en un pañuelito blanco. Otro oficial, de gafas y pechera, le acercó una silla para que se sentara. De vida o muerte, le dijo el primero, ¿qué es esto? -y con la mayor delicadeza separó una por una las puntas del pañuelo. Era un Bluti antiguo, carísimo y con números romanos. ¡El Bluti de Berciani! Telma

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atropelló y se apoderó del reloj con manos temblorosas. Lo dio vuelta para examinarle el dorso. Los dos oficiales intercambiaron una mirada cómplice. Acá están, gritó Telma -y señalaba dos incisiones en la convexa espalda metálica: ¡son las iniciales de Berciani! Allí estaba todo -por si faltaba algo. Abrazada al reloj, Telma rodó por el piso, las lágrimas volvían a inundarle los ojos. Y eso que había llorando mucho ese día, muchísimo, contando el llanto del despertar, infaltable, el del mediodía, obvio: faltaba Berciani de la mesa, el sollozo del atardecer, cuando detectó a Ducmelic en la pantalla, y el de la noche, el más reciente, cuando por fin vio al yugoeslavo y no pudo, no, sacarle nada. Telma rodó y lloró largo rato entre los oficiales respetuosos, acunando el reloj como a una criatura mecánica que le traía, quizás, un mensaje. Porque el Bluti, convengamos, era un signo -de vida o muerte. Pero ¿cómo?, exclamó Telma, ¿cómo ha venido a parar este Bluti entre nosotros? La cuestión había sido así -una redada. Efectivos de la policía habían tomado subrepticia posición en la dársena Trevi del puerto, a la espera de un desembarco ilegal -droga, sustancias químicas, lo que fuera, la denuncia no había aportado precisiones al respecto. En la dársena, sin embargo, esa noche no había habido movimiento alguno –ni legítimo ni sospechoso, nada, sólo el movimiento de las ráfagas de brisa helada con su secuela de olores fétidos, tan nauseabundos que varios agentes estuvieron a punto de vomitarse el uniforme. Con todo, cuando la tropa ya se aprestaba a retirarse, la incursión no demostró ser tan estéril. Una trifulca allá, ruido de botellas rotas y de disparos en el Atrevi, el bar de la dársena Trevi. Acudió una brigada reducida, cosa de aquietar los ánimos y pescar, en una de ésas, un par de peces revoltosos. ¡Todo fuera para justificar, como mínimo, los gastos del traslado! Y una vez en el Atrevi, lo de siempre: la cadena de siempre, entre la botella y el disturbio, con su saldo de destrozos, de contusos. Todos adentro. De pronto, mientras los arreaban a celular, una luz relampagueó en la oscuridad: el haz de una linterna por azar había dado en el Bluti. Lo llevaba en la mano un parroquiano, acaso el único inocente en el conflicto. Procedieron sin demora a confiscárselo. Era inexorable: el Bluti figuraba y destacado en la descripción que Telma había dado del urbanista Berciani el día de su desaparición -descripción por otra parte exhaustiva, pues hasta la muela de oro había sido incluida en el listado, y eso que sólo era visible en la inspección odontológica, o para el husmear del médico forense, de la

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policía y de los familiares directos si, llegado el caso, se hacía necesario reconocer el cadáver. ¿Mi Berciani cadáver? Telma, en un principio, no quiso saber de nada, se negó a dar el detalle de la muela de oro. Informaciones útiles sí, morbosidades no, dijo. Y los policías: Tenemos que estar preparados para lo todo, vamos. ¿Tiene alguna pieza dental que permita identificarlo? Y Telma, intransigente, que no -que ni se le pasaba por la cabeza. Y otra vez los oficiales: Así no hay investigación, señora, que progrese. Entre tira y afloja estuvieron como media hora. Por fin, menos por convicción que por resignada, Telma les entregó el dato. Per el Bluti había brillado primero, afortunadamente -y afortunadamente al menos en ese momento de la pesquisa, cuando de Berciani el Bluti era la única, la primera señal en presentarse. Así, con el Bluti como eslabón, se trataba de remontar la cadena, ascenderla o descenderla, quién sabía en verdad, o acaso seguir de cerca sus eventuales filamentos laterales, que nunca faltan. Y la pesquisa continuó, o avanzó, entonces de este modo. Del parroquiano del Atrevi, que en la jerga Ortolá, es decir la de Bilmezis, quedó pegado por un lustro, pues aunque era a todas luces inocente, tanto el la batahola del Atrevi como en el caso Berciani, siempre un precio cuesta ser eslabón de una cadena, se tuvo acceso al tahúr que le había vendido el Bluti Babeau, oriundo de Marsella, gángster renombrado de los suburbanos. Fue detenido en los lindes de su imperio, entre el baldío Trumper y la vieja usina Comoglio. Años hacía que se la tenía jurada la justicia, años que Babeau, ágil de cintura, burlaba zigzagueando sus asedios. Pero esta vez no, le cayeron encima y ni de patalear tuvo tiempo. Lo sorprendieron en plena contabilidad, ¡y había que haber visto la chispa que hacían las ganancias al frotarse contra sus ojos! Pero eso no fue lo peor. Lo más in fraganti fue la cadenita de oro que le secuestraron del bolsillo, ajena por supuesto y además grabada, para colmo, también con las iniciales de Berciani. ¡A ver si nos explicás este tesoro marsellés tránsfuga, le dijeron, y a continuación el procedimiento de rigor -a la sala de preguntas con el pájaro. Alos diez minutos, pues Babeau era blando, mucha Marsella y muelle de la brumas pero a la hora de cantar, todo un jilguero, la pesquisa se había desparramado como un chorro de luz que atraviesa un prisma. De la tabacalera Sunchález, inactiva a lo largo de una década, vinieron las botas de Berciani, intactas y hasta lustradas. El que las calzaba, un matón joven de apellido Trémoli, cayó cuando oponía resistencia -tiro en la cabeza y

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que no se hable más. El cinturón, los mitones y los lentes, por lo general inseparables de Berciani, se encontraron en el ex depósito Gastaldi, actualmente nuevo depósito Gastaldi. La banda quiso retobarse, poco le duró. A medida que las cortesías de Babeau daban sus frutos, hallazgos simultáneos se agregaron. Un choque en la intersección de Melnik y de Antúnez dio la pista. Podría haber sido un accidente más, de miles que ensangrientan ese cruce -¡hasta cuándo esperarán los vecinos el semáforo!-, pero fue distinto. Había cerca una patrulla, era el alto sagrado de la cena. Los respectivos conductores se bajaron, contemplaron azorados el desastre, la columnita de vapor que despedía la chapa retorcida. Habían chocado fuerte, de milagro estaban vivos -y de golpe se trenzaron. Arma blanca, revólver y los gritos: ¡Te voy a coser, marmota, a puñaladas! ¿Querés entre los ojos, chauchón, un recuerdo de este chumbo? La patrulla intervino para separarlos y -¡raro fenómeno el de la ley, que une de repente a los que antes tenían la idea fija de matarse. No hubo más remedio: allí quedaron, de cuerpo entero en el asfalto. La requisa de los autos, de rigor, arrojó este resultado: disimuladas en sus partes, los dos tenían piezas del Criqui de Berciani. Motor, llantas, diferencial y batería: un verdadero prodigio del transplante. Así, indicio de Berciani que aparecía, indicio que en el acto iba a parar al destacamento de la explanada Bertani. Y allí Telma, la ojerosa Telma, que ni tiempo de quitarse las pieles había tenido, recibía las partes del botín Berciani como una dama de beneficencia los frutos de su colecta navideña. A las cuatro y media de la mañana dieron con la carrocería del Criqui, estaban despintándola a fuerza de soplete en un galpón, pleno centro de Fortino. Dos minutos más tarde, en el otro extremo de la ciudad, el sereno de una playa de estacionamiento se probaba el pulóver de cuello volcado de Berciani. In medias res lo capturaron, aprovechando de la lana el sofocón, las torpes mangas, para ahorrarse las esposas. Poco después, cerca de las seis, un allanamiento en Tubuletti exhumó la billetera (faltaba la foto de Telma), el llavero, los documentos personales del urbanista. A los ladrones, elemental noción de táctica, ya no los liquidaban. Más se acercaban los policías al corazón de la pesquisa, más vivos y despiertos los necesitaban. En un momento fueron tantos los objetos personales de Berciani que se recibían, porque luego de los últimos habían llegado la camisa de seda, la alianza matrimonial, las medias con monograma, hasta el minúsculo perro salchicha que solía mover la cabeza en la

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luneta trasera del Criqui, que en un momento hizo falta una caja para reunirlos, para evitar que siguieran dispersándose. Y mientras Telma, en un paradójico ritual de bienvenida, parsimoniosamente iba guardándolos, dos oficiales, ninguno era el de gafas, pues se le había encomendado escribir el nombre de Berciani en una etiqueta, desplegaban sobre un muro una gran pantalla electrónica con el mapa de la ciudad. Ensimismada en el acopio, Telma no les prestó atención -pero el mapa iba marcándolo la suerte por su cuenta. Los puntos rojos, los de brillo continuo, señalaban los lugares de procedencia de los últimos objetos recuperados. Los verdes, los intermitentes, indicaban los rumbos inmediatos a seguir. Ringuelet, el Hogar Peloneda, la caleta dinamitada de Trombesco -más eslabones de la cadena, primicias obtenidas en la sala de preguntas. Y de la combinación de rojos y de verdes, en el cuarto contiguo, los oficiales de logística, esos eximios probabilistas de la policía, inferían hipótesis sobre el porvenir de la pesquisa. Unían los puntos en familias sutiles y, proyectándolos en líneas de acción imaginarias dibujaban el perímetro de la estocada final. En la pantalla, eso daba un círculo -sí. Pues en el delito la cadena suele tener eso, esa capacidad de, repentinamente, convertirse en círculo. Puntos rojos, enclaves ocupados por la ley. Puntos verdes, puestos a ocupar. Círculo de acción, programa de operaciones. Y en el centro hipotético del radio, una luz amarilla: Berciani, la víctima. Paralelamente variaba, entre tanto, el estado anímico de Telma. Al principio, con el rescate del Bluti, le había parecido que Berciani, como en un milagro, se le presentaba desde la lejanía de su desconocido paradero. Los hallazgos posteriores incrementaron esa algarabía. Y por qué -era sencillo. Había reconocido la cadenita de Berciani y dicho: Querían la cadenita, no a Berciani. Después las botas: Les tenían ganas a sus botas, no a él. Y lo mismo co los órganos del Criqui: Ambicionaban sus bienes, no quitármelo. Después, a medida que más cosas fueron cayéndole en sus manos, la alegría sufrió un retroceso paulatino. Hasta que se le instaló esa idea en el espíritu: Pronto todo lo de Berciani lo tendré aquí, en esta caja. Y si es así, la idea continuaba, ¿a que habrá quedado él reducido, no en su poder sino en el mío? Los oficiales, que le leyeron en el acto el pensamiento, bajaron los ojos y permanecieron en silencio. Por un momento no se oyó, en la sala del departamento, otro sonido que no fuera el bip interminable de los puntos verdes. Así sucede, por lo general, cuando se cruza una idea, todo enmudece

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bruscamente -como si la idea, al parecer, chistara directamente al mundo y lo obligara a callar. Y después, cuando la idea pasó, dejando a Telma ensombrecida, porque ciertas ideas son como extraños eclipses: el astro opaco desaparece, pero no las tinieblas con las que acaba de teñir la superficie de las cosas, todo reanudó su marcha y los oficiales volvieron al trabajo. Entraron dos agentes, traían la camiseta de frisa de Berciani -de punto verde, la calera de Trombesco pasó a ser punto rojo. Casi pisándole los talones se presentó la patrulla destinada a Ringuelet. Telma, ya sin fuerzas, miró apenas la palanca de cambios, el freno de mano: eran del Criqui de Berciani, eran auténticos -y Ringuelet ascendió a punto rojo. Y cuando Telma volvió a abrir los párpados vio más gente atropellando, oyó, de pasos, más estridor. Eran los del Hogar Peloneda, la incursión había sido un éxito -y las puertas de la sala se abrieron de par en par para dejar paso a un carrito rodante. Telma casi no se incorporó. Despegándose levemente de la silla, pues el cuerpote pesaba tanto como los párpados, como el corazón, echó un vistazo al contenido. La consola del Criqui estaba allí, despedazada, envuelta en una telaraña de cables y de hilos. ¿Peloneda punto rojo?, preguntó un agente de logística. El oficial de gafas asintió con la cabeza, y enseguida el mapa electrónico procesó la información. Habían cesado de verdecer los puntos verdes, ya no más intermitencias: alrededor del punto amarillo, pálido resplandor de la víctima Berciani, brillaba el círculo -y esta vez parecía, sí, definitivo. ¿Falta algo?, preguntó a Telma uno de los agentes. Ella lo miró como saliendo de un hipnosis, y luego examinó con un cuidado exhausto las partes del botín recuperado. No, dijo por fin

-pero enseguida: Sí. El agente tardó en

comprender. Falta Berciani, dijo Telma, y se puso de pie. Los oficiales se pertrecharon de gorras y armas. Uno de logística vino, entregó el papel con, dibujada, la posición final de Berciani. La proyección había dado estas coordenadas: la Quema al norte, el basural Babuscio al sur, la autopista Roldi al este, al oeste el acceso Barchoqui. ¿Está lista?, le preguntaron a Telma. Y ella, sin contestar, avanzó hacia la puerta como una sonámbula. Un agente recogió su abrigo de piel y la siguió. No habían dado las siete cuando salieron -la mañana se anunciaba diáfana, en la esquina de Bartroli ya formaban fila los emigrados inminentes. ¡Y eso que escaseaba el papel de pasaporte! Eran veinte hombres distribuidos en cinco móviles policiales

-y una mujer, la cabizbaja Telma. Cómo se le pudo ocurrir al cabo Bauto

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prender la radio -misterio. Lo cierto es que la prendió y nadie se lo explica. Durante un minuto oyeron las advertencias matutinas: atascamiento en Baldinu, desperfecto en la barrera de Abulafia, accidente en la vía Dubufreddo -hasta que Telma comenzó a sollozar en silencio, como avergonzada, y el sargento Tettamanti apagó en seco la Motorola. Ayudados por las sirenas, que ahuyentaban a los autos, viajaron rápido y evitaron los escollos -pero eso hasta cierto punto, porque bien que en Babani estuvieron detenidos un buen rato. Unos rateros, parece, habían hecho volar una estación de servicio. ¿En la caja no había plata? ¿Se habían llevado ya la recaudación? Dos o tres fósforos en los surtidores y arriba, ¡a las nubes con la central de suministro! Se libraron de vahaban. Merodeaban ya la zona clave cuando procedieron a distribuirse: un patrullero entraría por la Quema, otro por Babuscio, el tercero se apostaría en Roldi, el cuarto en Barchoqui. Sólo uno finalmente se acercó al punto amarillo y estacionó junto a la víctima -el quinto. Telma viajaba adentro. El cabo Baum apagó el motor y esperó. El sargento Tettamanti dio la orden de bajar

-bajaron. Bajaron todos menos Telma. No tenía por qué, ya lo había visto

a través de la ventanilla, desde adentro -había dejado de llorar, a esa altura, y no había dudas -era él, era Berciani: sentado en el asiento delantero del Criqui, lo único que había quedado del auto, completamente desnudo, y con el cuello quebrado por una sola torsión. En sus ojos muertos, sin embargo, como un áspero cristal brillaba todavía la luz de su ambición, de su ambición abortada para siempre –terminar de una vez por todas con el falso dilema de Pianetti o el camino de cintura. Alguien, una voz decía: Afirmativo, afirmativo, tenemos el occiso. Pero ya Telma no la oía. Tenía la vista vuelta hacia otra parte, algún punto entre la Quema y Roldi, tal vez hacia las grandes chimeneas rojizas de la fábrica Bulfone, que recién empezaban a humear. Tenía los ojos muy abiertos pero no miraba nada, en realidad, porque se había dormido -y soñaba. Soñaba con un Bluti, real como el de Berciani, pero cerrado como los viejos relojes de chaleco. Era la primera vez que lo veía -y sin embargo el reloj no tenía secretos para ella. Encontraba fácil el mecanismo de resorte, lo abría -y descubría entonces que no era un reloj, que el Bluti era una cajita de música. Quiso reconocer la melodía, el falso aire de pianola, le pareció eslavo -pero no pudo ir mucho más lejos y cerró los ojos cambiando de sueño.

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