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En la novela de Ralph Conner The Sky Pilot, A Tale of the Foothills, Gwen es una muchacha obstinada y alocada que un día sufre un accidente que la deja inválida de por vida, volviéndola rebelde y resentida. Cuando la visita un misionero que predicaba a los montañeses, le habla del paisaje que es tan entrañable para los dos.
En un principio no había cañones, solo la pradera extensa y abierta. Un día, el Señor de la Pradera, recorre sus majestuosos pastizales, donde solo había hierba, y preguntó a la Pradera: “¿Dónde están tus flores?” La Pradera respondió: “Maestro, no tengo semillas”.
Entonces habló a los pájaros, y llevaron semillas de flores muy variadas y las dispersaron por todas partes. Al poco tiempo, en la pradera florecían azafranes de primavera, rosas, ranúnculos, girasoles silvestres y lirios rojos, durante todo el verano.
El Maestro pasó por allí y quedó muy complacido. Pero extrañaba las flores que más le agradaban, y dijo a la Pradera: “¿Dónde están las clemátides, las aguileñas, las tiernas violetas, las flores silvestres, los helechos y los arbustos con flores?”
Volvió a hablar a los pájaros, y llevaron de nuevo numerosas semillas y las esparcieron por todas partes. Pero, una vez más, el Maestro pasó y no encontró las flores que más le agradaban. Preguntó: “¿Dónde están las flores que más me deleitan?”
Y la Pradera se quejó con tristeza: “Ay, Maestro, no puedo mantener las flores, pues los vientos las arrebatan ferozmente, el sol golpea mi regazo, y se marchitan y se las lleva el viento”.
Entonces, el Maestro habló al Rayo, y este, de un golpe rápido le partió el corazón a la Pradera. Y la Pradera se estremeció y gimió de dolor. Durante largos días se lamentó amargamente de aquella herida abierta, negra e irregular.
El río vertió sus aguas por la hendidura, arrastró tierra de color negro intenso y, una vez más, los pájaros llevaron semillas y las dispersaron por el cañón.
Al cabo de largo tiempo, las ásperas piedras se cubrieron de suaves musgos y enredaderas, y en todos los rincones había clemátides y aguileñas. Majestuosos olmos se elevaban en dirección al sol, y a sus pies se aglomeraban cedros bajos y bálsamos del Canadá. Por todos lados florecían violetas y anémonas…
Gwen concuerda en que las flores del cañón son las mejores, y pide al misionero que le explique el sentido de la parábola.
Gwen se quedó callada por un buen rato. Luego, con los labios temblándole mientras lo decía, comentó con añoranza: —En mi cañón no hay flores; solo piedras irregulares.
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