DISCURSO DEL METODO René Descartes PRIMERA PARTE El buen sentido1 es la cosa mejor repartida del mundo: pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que incluso los que son más difíciles de contentar con cualquier otra cosa no están acostumbrados a desear más del que tienen. En lo que no es verosímil que todos se engañen, pero esto testimonia más bien que el poder de juzgar bien y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que se denomina el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y así como la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas. Pues no es suficiente tener buen ingenio22, sino lo principal es aplicarlo bien. Las más grandes almas son capaces de los mayores vicios lo mismo que de las mayores virtudes; y los que sólo andan muy lentamente pueden avanzar mucho más si siguen siempre el camino recto, que los que corren y se alejan de él. Por mi parte, jamás he presumido que mi espíritu 3 fuese más perfecto que los del común; incluso he deseado frecuentemente tener el pensamiento tan rápido, o la imaginación tan nítida y distinta o la memoria tan amplia, o tan presente, como algunos otros. Y no conozco otras cualidades sino éstas que sirvan a la perfección del espíritu; pues en relación con la razón, o el sentido, dado que ella es la única que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está toda entera en cada uno, y seguir en esto la opinión común de los filósofos que dicen que sólo hay más y menos entre los accidentes, y no entre las formas4, o naturalezas de los individuos de una misma especie5. Pero no temeré decir que pienso haber sido muy afortunado por haberme encontrado, desde mi juventud, en ciertos caminos que me han conducido a consideraciones y máximas con las que he formado un método por el cual me parece que tengo medios para aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco al más alto punto que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le permitan alcanzar. Pues ya he recogido de él tales frutos que aún con los juicios que hago de mí mismo trato siempre de inclinarme hacia el lado de la desconfianza más bien que hacia el de la presunción; y aunque mirando con ojo de filósofo las diversas acciones y empresas de todos los hombres, casi ninguna hay que no me parezca vana e inútil, no dejo de sentir una extrema satisfacción por el progreso que pienso haber hecho ya en la búsqueda de la verdad, y concebir tales esperanzas para el futuro que, sí entre las ocupaciones de los hombres puramente hombres hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es la que he escogido. Sin embargo, puede suceder que me equivoque, y lo que quizá no es más que un poco de cobre y de vidrio lo tome como de oro y diamantes. Sé cuánto estamos sujetos a equivocarnos en lo que nos concierne y cuánto también deben sernos sospechosos los juicios de nuestros amigos cuando lo son a nuestro favor. Pero me gustaría mucho hacer ver, en este discurso, cuáles son los caminos que he seguido, y representar en él mi vida como en un cuadro para que cada cual pueda juzgarla y conociendo por el rumor público las opiniones que haya, sea éste un nuevo medio de instruirme, que agregaré a los que ya acostumbro utilizar. Así, pues, mi propósito no es enseñar aquí el método que cada uno debe seguir para conducir bien su razón, sino solamente hacer ver de qué manera he tratado de conducir la mía. Los que tratan de dar preceptos deben estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan; y si fallan en la menor cosa son por ello censurables. Pero al proponer este escrito sólo como una historia o, si lo prefieren mejor, como una fábula en la cual, entre algunos ejemplos que se pueden imitar, se encontrarán acaso también muchos otros que con razón no deben seguirse, espero que será útil para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todos agradecerán mi franqueza.
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Expresión que hay que entender como la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso: es la razón o facultad de juzgar. Se liga también con la expresión luz natural, o luz natural de la inteligencia humana, para distinguirla de la otra luz, la Revelación, recibida de Dios. Un segundo sentido en otros contextos es el de sabiduría, equivalente al bona mens de los estoicos romanos. Y, "sentido" hace referencia a los órganos para recibir los objetos exteriores (vista, oído, olfato, etc.). Gilson, Commentaire. 81-82. 2 Esprít bon. Esprit no se puede traducir automáticamente todas las veces por espíritu. Descartes la traduce del latín ingenwm que significa: cualidades naturales, temperamento, carácter, inteligencia, talento, genio- Entre los varios usos, se destaca principalmente el de espíritu opuesto a materia, a sustancia extensa, y en este sentido es equivalente a pensamiento. 3 Espíritu en un sentido más amplio que el de razón, provisto de memoria, voluntad e imaginación. 4 Formas, esto es, formas sustanciales. Para la escolástica, la forma es aquello que es común a todos los individuos de una especie. 5 La especie es un atributo universal predicable. Y es la forma la que define la especie numéricamente compuesta de individuos. El accidente es una cualidad que puede estar o no en un individuo.
Desde mi infancia fui educado en las letras 6, y puesto que me persuadían de que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil para la vida, tenía un gran deseo de aprenderlas. Pero tan pronto acabé todo ese curso de estudios, al cabo del cual se acostumbra ser recibido en el rango de los doctos, cambié enteramente de opinión. Pues yo me encontraba confundido con tantas dudas y errores que me parecía no haber obtenido otro provecho, al tratar de instruirme, que el de descubrir cada vez más mi ignorancia. Y sin embargo yo estaba en una de las más célebres escuelas de Europa 7 en donde pensaba que debía haber hombres sabios, si los había en algún lugar de la Tierra. Allí había aprendido todo lo que los otros aprendían; y no estando contento aún con las ciencias que nos enseñaban, había recorrido todos los libros que tratan de las que se consideran las [cosas] más curiosas y más raras que habían podido caer en mis manos8. Con esto, conocía los juicios que los otros hacían de mí; y no veía que se me considerara inferior a mis condiscípulos, aunque ya hubiera entre ellos algunos destinados a ocupar los puestos de nuestros maestros. Y por último, nuestro siglo me parecía tan floreciente y tan fértil en buenos espíritus como cualquiera de los precedentes. Lo que me permitía tomar la libertad de juzgar por mí mismo a todos los demás y pensar que no había ninguna doctrina en el mundo que fuese tal como la que antes se me había prometido esperar. No dejaba, sin embargo, de apreciar los ejercicios de los que nos ocupamos en las escuelas. Sabía que las lenguas que allí se aprenden son necesarias para la comprensión de los libros antiguos; que el encanto de las fábulas despierta el espíritu; que las acciones memorables de las historias lo elevan y que leídas con discreción ayudan a formar el juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las personas más íntegras de los siglos pasados, quienes han sido sus autores, e incluso una conversación estudiada en la cual sólo nos descubren lo mejor de sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía tiene delicadezas y dulzuras bien encantadoras; que las matemáticas tienen inventos muy sutiles y que pueden servir tanto para satisfacer a los curiosos como para facilitar todas las artes9 y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos que tratan de las costumbres contienen muchas enseñanzas y muchas exhortaciones a la virtud que son muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios10; que la jurisprudencia, la medicina y las otras ciencias aportan honores y riquezas a los que las cultivan; y, en fin, que es bueno haberlas examinado todas, incluso las más supersticiosas y las más falsas, con el fin de conocer su justo valor y cuidarse de ser engañado por ellas. Creía, no obstante, haber dedicado ya suficiente tiempo a las lenguas e incluso también a la lectura de los libros antiguos, a sus historias y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con los de otros siglos como viajar. Es bueno saber algo de las costumbres de los diversos pueblos para juzgar las nuestras con mayor sensatez y para que no pensemos que todo lo que está en contra de nuestras maneras de actuar sea ridículo y opuesto a la razón, así como tienen la costumbre de hacer los que no han visto nada. Pero cuando se emplea demasiado tiempo en viajar uno se vuelve finalmente extraño en su país; y cuando se es demasiado curioso de las cosas que se practicaban en los siglos pasados se queda uno por lo común muy ignorante de las que se practican en el presente. Además de que las fábulas hacen imaginar como posibles muchos acontecimientos que de ningún modo lo son y que incluso las historias más fieles, si no cambian ni aumentan el valor de las cosas para hacerlas más dignas de ser leídas, por lo menos omiten casi siempre las circunstancias más bajas y menos ilustres: de donde proviene que lo demás no parezca tal como es, y que los que regulan sus costumbres por los ejemplos sacados de ellas estén expuestos a caer en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a concebir propósitos que superan sus fuerzas. Apreciaba mucho la elocuencia y estaba enamorado de la poesía, pero pensaba que una y otra eran dones del espíritu antes que frutos del estudio. Los que poseen un razonamiento más fuerte y digieren mejor sus pensamientos, a fin de hacerlos claros e inteligibles, pueden siempre persuadir mejor de lo que se proponen, aunque sólo hablaran el bajo bretón y nunca hubiesen aprendido retórica. Y los que tienen las invenciones más agradables y las saben expresar con el máximo adorno y suavidad no dejarían de ser los mejores poetas aunque el arte poético les fuera desconocido. Me agradaban sobre todo las matemáticas por la certeza y evidencia de sus razones, pero no advertía todavía su verdadero uso y, pensando que servían sólo a las artes mecánicas, me asombraba de que siendo sus fundamentos tan firmes y tan sólidos no se hubiera construido encima de ellos nada más elevado. Y al contrario, comparaba los escritos de los antiguos paganos que tratan de las costumbres, con 6
Litterae humaniores. El conjunto de estudios humanísticos estaba integrado por la retórica, la gramática, ia historia y la poesía. Descartes iniciaría sus estudios a la edad de diez años. 7 El colegio Henri IV, de La Fleche, fundado en 1604 junto al Loira, era dirigido por los jesuitas. 8 Se trata aquí de la alquimia, la magia y la astrología. 9 Alusión a las matemáticas aplicadas, en particular la mecánica. "Artes" en el sentido de trabajo manual y en general de técnica. Por el contrario, las artes liberales requerían de un mayor ejercicio del espíritu. 10 Es una ironía contra la filosofía escolástica. Lo que entiende por filosofía y la utilidad de ésta, así como las condiciones del filosofar, se ve claramente en la Cana al abad Claude Picot o Prefacio a los Principios de la filosofia.
palacios muy soberbios y magníficos, construidos sólo sobre arena y barro. Ellos elevan bien alto las virtudes y las hacen aparecer como estimables por encima de todas las cosas que hay en el mundo, pero no enseñan suficientemente a conocerlas, y frecuentemente lo que llaman con un nombre tan hermoso no es más que insensibilidad u orgullo, o desesperación o parricidio11. Reverenciaba nuestra teología y pretendía como cualquier otro ganar el cielo; pero habiendo aprendido como cosa bien segura que el camino no está menos abierto a los más ignorantes que a los más doctos y que las verdades reveladas que conducen a él están por encima de nuestra inteligencia, no me había atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos, y pensaba que para intentar examinarlas y lograrlo era necesario tener alguna asistencia extraordinaria del cielo y ser más que hombre. No diré nada de la filosofía sino que viendo que ha sido cultivada por los más excelentes espíritus que hayan vivido desde hace muchos siglos, y que sin embargo no se encuentra nada en ella que no sea objeto de discusión, y que por consiguiente no sea dudoso, no tenía bastante presunción como para esperar encontrar algo mejor que los demás; y considerando cuántas opiniones diversas puede haber respecto a una misma materia, sostenidas por gentes doctas, aun cuando jamás pueda existir más de una sola que sea verdadera, yo daba casi por falso todo lo que era más que verosímil. Luego, para las otras ciencias12, en tanto toman sus principios de la filosofía, juzgaba que no se podía haber edificado nada que fuese sólido sobre cimientos tan poco firmes. Y ni el honor ni la ganancia que ellas prometen eran suficientes para convidarme a aprenderlas; pues no me sentía, gracias a Dios, en la condición que me obligaba a hacer de la ciencia un oficio para alivio de mi fortuna; y aunque no hiciese profesión de despreciar la gloria como un cínico 13 sin embargo tenía en poca estima aquella que se adquiere sólo con falsos títulos. Y por último, respecto a las malas doctrinas creía conocer ya bastante lo que ellas valían como para no ser engañado, ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por las imposturas de un mago, ni por los artificios o la jactancia de alguno de quienes hacen alarde de saber más de lo que saben. Por lo cual, tan pronto como la edad me permitió salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné enteramente el estudio de las letras. Y decidiéndome a no buscar otra ciencia que la que se podría encontrar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos14, en frecuentar personas de diversos caracteres y condiciones, en recoger diversas experiencias, en probarme a mí mismo en las ocasiones que la fortuna me deparaba, y en hacer siempre tal reflexión sobre las cosas que se presentaban que pudiese sacar algún provecho de ellas. Pues me parecía que podría encontrar mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le interesan y cuyo desenlace será su castigo en seguida si ha juzgado mal, como en los que lleva a cabo un hombre de letras en su gabinete acerca de las especulaciones que no producen ningún efecto, y que no tienen otra consecuencia para él, sino que quizás sacará de esto más vanidad cuanto más alejadas estén del sentido común, porque habrá tenido que emplear tanto más el ingenio y la astucia para tratar de hacerlas verosímiles. Y siempre tenía un gran deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso para ver claramente en mis acciones y caminar con seguridad en esta vida. Es cierto que mientras sólo consideraba las costumbres de los demás hombres casi no hallaba en qué afirmarme, y advertía casi tanta diversidad como antes entre las opiniones de los filósofos. De manera que el mayor provecho que obtenía de ellas era que, viendo muchas cosas que aunque nos parezcan muy extravagantes y ridiculas no dejan de ser comúnmente admitidas y aprobadas por otros grandes pueblos, yo aprendía a no creer muy firmemente en nada de lo que hubiera sido persuadido sólo por el ejemplo y la costumbre; y así me liberaba poco a poco de muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y hacemos menos capaces de en tender la razón. Pero después de que dediqué algunos años a estudiar así en el libro del mundo y a tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir. Lo que logré mucho mejor, me parece, que si no me hubiese alejado de mi país y de mis libros. SEGUNDA PARTE
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Pasaje inspirado en los principios morales del estoicismo. El sabio estoico vive de acuerdo con la naturaleza o sea de acuerdo con la razón pues todo en la naturaleza está impregnado de razón; "Usa la razón en los casos difíciles" aconsejaba Séneca. La insensibilidad o imperturbabilidad (ataraxia) hace que ei sabio no le tema a la muerte, al sufrimiento y al dolor; su felicidad es identificable con la de los dioses {orgullo). La desesperación es algo censurable y se liga con el suicidio, concretamente de Catón en Utica cuando ganó César (Cf. Séneca, Cartas morales II). Con el parricidio se evoca posiblemente el asesinato de César, padre adoptivo de Bruto. W. Shakespeare, en su obra dramática Julio César (1600), toma algunas de las preocupaciones de los estoicos como censura del suicidio, los presagios, obediencia de la naturaleza. 12 Se refiere a la jurisprudencia y a la medicina, que estudia en Poitiers 1615-1616. 13 "Cínico" toma el nombre de kynós = perro. En cuanto seguidores de Entísatenos y Diógenes de Sinope consideraba poco impónganles o más bien indiferentes para la vida las riquezas, la belleza, la gloria. 14 Pertenecería al ejército del principe Mauricio de Nassau y al de Maximiliano de Baviera. En 1619 estuvo en la coronación del emperador Femando II,
Estaba entonces en Alemania en donde la circunstancia de unas guerras que todavía no han terminado 15 me había llamado; y como volvía de la coronación del Emperador16 al ejército, el comienzo del invierno me detuvo en un cuartel donde no encontraba conversación alguna que me divirtiera y, por otra parte, no teniendo, por suerte, preocupaciones ni pasiones que me perturbaran permanecía solo, encerrado todo el día, junto a una estufa donde tenía todo el tiempo libre para dedicarme a mis pensamientos. Entre los cuales uno de los primeros fue que se me ocurriera considerar que a menudo no hay tanta perfección en las obras compuestas de muchas piezas y hechas con la mano de varios maestros, como en aquellas en las que uno solo ha trabajado. Así vemos que los edificios que un mismo arquitecto ha iniciado y acabado suelen ser más bellos y mejor ordenados que los que varios han tratado de recomponer, haciendo servir viejos muros que habían sido construidos para otros fines. Así como esas antiguas ciudades que al comienzo sólo fueron aldeas y se han convertido con el tiempo en grandes ciudades son por lo común tan mal acompasadas18, en comparación con esas plazas regulares, que un ingeniero traza en su fantasía en una llanura, y que, aunque considerando sus edificios por separado encontramos en ellos frecuentemente tanto o más arte que en los de las otras ciudades; sin embargo, al ver cómo están dispuestos, uno grande aquí, allá uno pequeño, y cómo se vuelven las calles curvas y desniveladas, se diría que es más bien la fortuna que la voluntad de algunos hombres que usan la razón la que los ha dispuesto de esa manera. Y si consideramos que aunque ha habido en todo tiempo personas encargadas de la función de cuidar los edificios de los particulares, para que sirvan al ornato público, se advertirá que es incómodo realizar cosas bien acabadas trabajando únicamente sobre las obras de los demás. Así también imaginaba que los pueblos que eran antes semisalvajes y se han ido civilizando poco a poco hicieron sus leyes sólo a medida que la incomodidad de los crímenes y de las querellas los presionaban a ello, no podían estar tan bien ordenados como los que han observado las constituciones de algún prudente legislador desde el mismo momento en que se congregaron. Como es también cierto que el estado de la verdadera religión, cuyas ordenanzas Dios ha instituido, debe estar incomparablemente mejor dirigido que todos los demás. Y para hablar de cosas humanas, creo que si Esparta fue en el pasado muy floreciente no ha sido por la bondad de cada una de sus leyes en particular, dado que por lo común tan mal acompasadas17, en comparación con esas plazas regulares, que un ingeniero traza en su fantasía en una llanura, y que, aunque considerando sus edificios por separado encontramos en ellos frecuentemente tanto o más arte que en los de las otras ciudades; sin embargo, al ver cómo están dispuestos, uno grande aquí, allá uno pequeño, y cómo se vuelven las calles curvas y desniveladas, se diría que es más bien la fortuna que la voluntad de algunos hombres que usan la razón la que los ha dispuesto de esa manera. Y si consideramos que aunque ha habido en todo tiempo personas encargadas de la función de cuidar los edificios de los particulares, para que sirvan al ornato público, se advertirá que es incómodo realizar cosas bien acabadas trabajando únicamente sobre las obras de los demás. Y aún más pensaba que como todos hemos sido niños antes de ser hombres, y hemos tenido que ser gobernados mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores, que con frecuencia eran contrarios unos a otros y, que quizá ni los unos ni los otros nos aconsejaban siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros y tan sólidos como lo serían si hubiéramos utilizado enteramente nuestra razón desde nuestro nacimiento y no hubiésemos sido guiados jamás sino por ella. Es verdad que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el solo propósito de reconstruirlas de otra manera y hacer las calles más bellas; pero vemos que muchos derriban las suyas para reedificarlas e incluso a veces son obligados a ello cuando están en peligro de caerse y los cimientos no son tan firmes. Con este ejemplo me convencí de que no sería en verdad razonable que un particular se propusiera reformar un Estado, cambiando todo desde los cimientos y derribándolo para enderezarlo; ni tampoco reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para enseñarlas; pero en cuanto a las opiniones que había admitido hasta entonces en mi creencia no podía hacer nada mejor que emprender, de una vez por todas, suprimirlas a fin de sustituirlas después o colocar otras mejores, o bien las mismas cuando las hubiera ajustado al nivel de la razón. Y creí firmemente que por este medio lograría conducir mi vida mucho mejor que si yo construyese sobre viejos cimientos y me apoyase sobre los principios con que me había dejado persuadir en mi juventud sin haber examinado jamás si eran verdaderos. Pues aunque notase en esto diversas dificultades, sin embargo no eran irremediables ni comparables con las que se encuentran en la reforma de cosas menores referidas a lo público. Estos grandes cuerpos son muy difíciles de volver a levantar una vez derribados, o incluso de impedir que caigan una vez han tambaleado, y sus caídas siempre son muy duras. Por otra parte, en cuanto a sus imperfecciones, si las tienen, y como la sola diversidad entre ellos basta para asegurar que muchos las tienen, el uso las ha suavizado, sin lugar a dudas; e incluso ha evitado o corregido insensiblemente muchas que no podrían remediarse de igual manera por la prudencia. Y por último, son casi siempre más soportables que lo que sería su cambio: de la misma manera que los grandes caminos que serpentean entre montañas se vuelven poco a poco tan llanos y tan cómodos a fuerza de ser frecuentados, es mucho 15
Se refiere a la guerra de los Treinta Años que terminó con la paz de Wesífalia en 1648. Fernando II fue coronado en Francfort en 1619, tras haber recibido en años anteriores las coronas de Bohemia y Hungría. El ejército al que debía regresar Descartes era el de Maximiliano de Baviera. 17 En contraste con las nuevas ciudades del XVI y comienzos del XV11 con calles anchas y rectas trazadas con regla y compás (compasees). 16
mejor seguirlos que intentar acortar el camino saltando por encima de las rocas y descendiendo hasta el fondo de los precipicios. Por eso no podría de ninguna manera aprobar esos caracteres desordenados e inquietos que no siendo llamados ni por nacimiento ni fortuna al manejo de los asuntos públicos, no dejan siempre de idear una nueva reforma. Y si pensara que hubo la menor cosa en este escrito por la que se pudiera sospechar semejante locura, me habría arrepentido de permitir que se hubiera publicado. Nunca mi propósito ha ido más allá de tratar de reformar mis propios pensamientos y de construir sobre un terreno completamente mío. Si al haberme gustado tanto mi obra les muestro aquí el modelo, esto no significa que quiera aconsejarle a alguien que la imite. Aquellos a quienes Dios favoreció con mejores dotes tendrán tal vez propósitos más elevados; pero mucho me temo que este propósito mío no resulte para muchos demasiado audaz. La sola resolución de deshacerse de todas las opiniones que uno ha recibido anteriormente en su creencia no es un ejemplo que cada uno deba seguir. Y el mundo está compuesto de dos clases de espíritus a los que esto no conviene en modo alguno. A saber, los que creyéndose más hábiles de lo que son no pueden impedir la precipitación de sus juicios, ni tener suficiente paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos: de donde proviene que si una vez hubieran tenido la libertad de dudar de los principios recibidos y apartarse del camino común, nunca podrían mantenerse en el sendero que es necesario tomar para avanzar más rectamente y permanecerían extraviados toda su vida. Y, de otros, que teniendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que algunos otros, por quienes pueden ser instruidos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de éstos antes que buscar por ellos mismos otras mejores. Y por mí, habría estado sin duda en el número de estos últimos si no hubiera tenido más que un solo maestro, o si no hubiese conocido las diferencias que siempre han existido entre las opiniones de los más doctos. Pero habiendo aprendido desde el colegio que no se podía imaginar nada tan extraño y tan poco creíble que no hubiera sido dicho por alguno de los filósofos; y habiendo reconocido luego de viajar que todos los que tienen opiniones bien contrarias a las nuestras no son por esto bárbaros ni salvajes 18, sino que muchos hacen uso, tanto o más que nosotros, de la razón; y habiendo considerado que un mismo hombre, con un espíritu idéntico, siendo criado desde su infancia entre franceses o alemanes, llega a ser diferente de lo que sería si hubiera vivido siempre entre chinos o caníbales19; y que hasta en las modas de nuestros vestidos, la misma cosa que nos gustó hace diez años y nos gustará quizá todavía dentro de diez, nos parece ahora extravagante y ridícula: de manera que es más la costumbre y el ejemplo los que nos persuaden, que un conocimiento cierto, y que sin embargo la pluralidad de voces no es una prueba que valga para las verdades un poco difíciles de descubrir, ya que es más verosímil que un hombre solo las haya encontrado que todo un pueblo: no podía yo elegir a alguien cuyas opiniones me parecieran preferibles a las de otros, y me encontré como constreñido a emprender por mí mismo la manera de conducirme. Pero, como un hombre que anda solo y en tinieblas, me resolví a caminar tan lentamente y a utilizar tanta circunspección en todo, que si yo avanzaba muy poco me cuidaría, al menos, de caer. Incluso no quise comenzar por rechazar completamente ninguna de las opiniones que en el pasado se habían podido deslizar en mi creencia sin haber sido introducidas allí por la razón, sin que antes hubiera empleado bastante tiempo en hacer el proyecto de la obra que emprendía y en buscar el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de las que fuera capaz mi espíritu. Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica, entre las partes de la filosofía, el análisis de los geómetras y el álgebra entre las matemáticas, tres artes o ciencias que parecían tener que contribuir en algo a mi proyecto. Pero al examinarlas me previne en cuanto a la lógica, que sus silogismos y la mayoría de sus instrucciones sirven más bien para explicar a otro las cosas que uno conoce o, incluso, como el arte de Lulio20, para hablar sin juicio de las que se ignora que para aprenderlas. Y aunque en efecto contenga muchos preceptos muy verdaderos y muy buenos hay no obstante otros tantos, mezclados con ellos, que son tan dañinos o superficiales, que es casi tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol que todavía no está esbozado. Luego, en cuanto al análisis de los antiguos y el álgebra de los modernos, además de que no se extienden sino a materias muy abstractas y que no parecen de alguna utilidad, el primero está siempre tan restringido a la consideración de las figuras que no puede ejercitar el entendimiento sin fatigar mucho la imaginación; y en el álgebra está uno tan sometido a ciertas reglas y cifras que se ha hecho de ella un 18 19
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Se anuncia ya la oposición entre salvaje y civilizado que será posteriormente desarrollada en Occidente. Descartes utiliza en su traducción latina la palabra americanos.
Raimundo Lulio, mallorquín (1235-1309). Su arte consistía en combinar los nombres que expresaran las ideas más abstractas y más generales con el fin de juzgar la exactitud de las proposiciones y descubrir nuevas verdades. Autor del Ar5 magna, dividido en trece partes: el alfabeto, las figuras, las definiciones, las reglas, etc. A su vez, el alfabeto comprendía nueve letras y cada una admitía seis significados diferentes según representara un principio absoluto, uno relativo, una pregunta, un sujeto, una virtud, un vicio.
arte confuso y oscuro que enreda el espíritu en lugar de ser una ciencia que lo cultive. Eso hizo que yo pensara que era necesario buscar algún otro método que, reuniendo las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multitud de leyes proporciona con frecuencia excusas a los vicios, de manera que un Estado está mucho mejor regido cuando teniendo muy pocas ellas son rigurosamente bien observadas; así, en lugar de ese gran número de preceptos de los que se compone la lógica, creía que eran suficientes los cuatro siguientes, con tal que tomara una firme y constante resolución de no dejar de observarlos una sola vez. El primero era no aceptar jamás ninguna cosa por verdadera que yo no conociese evidentemente como tal: es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención; y no incluir en mis juicios nada más que lo que se presentara a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda. El segundo, en dividir cada una de las dificultades que examinara en tantas partes como se pudiera y se requiriera para resolverlas mejor. El tercero, en conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos; e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente unos de otros. Y el último, en hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que estuviese seguro de no omitir nada. Estas largas cadenas de razones muy simples y fáciles, de las que suelen servirse los geómetras para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado la ocasión para imaginar que todas las cosas que pueden caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen unas a otras de igual manera, y que solamente con tal de que uno se abstenga de recibir por verdadera alguna que no lo sea, y se guarde siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas que finalmente no lleguemos a ellas ni tan ocultas que no las descubramos. Y no hubo mucha dificultad en buscar por cuáles era necesario comenzar, pues sabía ya que era por las más simples y las más fáciles de conocer; y considerando que entre todos los que han buscado hasta ahora la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que debía empezar por las mismas que ellos han examinado; aunque no esperase ninguna otra utilidad sino que acostumbra rían mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas razones. Pero no por esto tuve el propósito de intentar aprender todas esas ciencias particulares que comúnmente se llaman matemáticas; y viendo que aunque sus objetos sean diferentes, no dejan de concordar todas en que no consideran más que las diversas relaciones o proporciones que en ellos se encuentran, pensaba que más valía examinar solamente esas proporciones en general y suponiéndolas sólo en aquellos asuntos que servirían para hacerme más fácil el conocimiento, incluso también sin restringirlas de ningún modo, a fin de poder después aplicarlas tanto mejor a todos los demás a los cuales convendrían. Luego advertí que para conocerlas tendría a veces necesidad de considerarlas a cada una en particular, y otras veces sólo retenerlas en la memoria o comprender muchas a la vez, pensaba que para considerarlas mejor en particular debía suponerlas como líneas porque no encontraba nada más simple ni que pudiese representar más distintamente a mi imaginación y a mis sentidos; pero para recordarlas o para comprender varias a la vez era necesario que las explicase por medio de algunas cifras lo más breves que fuera posible; y por este medio tomaría todo lo mejor del análisis geométrico y del álgebra y corregiría todos los defectos de una por medio del otro. Y en efecto, me atrevo a decir que la exacta observación de los pocos preceptos que había escogido me proporcionó tanta facilidad para desenredar todas las cuestiones a las que se extienden estas dos ciencias que, en dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples y más generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que me servía después para encontrar otras, no sólo resolví muchas que antes había juzgado muy difíciles sino también me pareció, hacia el final, que podía determinar, incluso en las que ignoraba, por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual no os pareciera quizá muy vanidoso, si consideráis que habiendo sólo una verdad en cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que se puede saber de ella; y que por ejemplo, un niño instruido en aritmética habiendo hecho una suma según sus reglas, se puede estar seguro que encontró, sobre la suma que examinaba, todo lo que el espíritu humano podría encontrar. Pues finalmente el método que enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar exactamente todas las circunstancias de lo que se busca contiene todo lo que da certeza a las reglas de la aritmética. Pero lo que más me agradaba de este método era que por él estaba seguro de utilizar en todo mi razón, si bien no perfectamente, al menos lo mejor que estuviera en mi poder; además de que sentía, al practicarlo, que mi espíritu se acostumbraba poco a poco a concebir los objetos más claramente y con mayor distinción, y que, no habiéndolo sometido a ninguna materia particular, me prometía aplicarlo tan útilmente a las dificultades de las demás ciencias como había hecho con las del álgebra. No es que por esto me atreviera a emprender primeramente el examen de todas las que se me presentaran, pues esto mismo hubiera sido contrario al orden que el método prescribe. Pero habiendo advertido que todos sus principios debían ser tomados de la filosofía, en la cual no encontraba todavía ninguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos en ella; y que siendo esto lo más importante del mundo y donde eran más de temer todavía la precipitación y la prevención, yo no debía intentar llevarlo a cabo antes de haber alcanzado una edad más madura que la de veintitrés años, que tenía entonces, y antes de que hubiera dedicado mucho más tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu
todas las malas opiniones recibidas hasta entonces, como juntando varias experiencias que fueran después materia de mis razonamientos, y ejercitándome siempre en el método que me había prescrito para afirmarme en él cada vez más. TERCERA PARTE En fin, como no es suficiente antes de comenzar a reconstruir la casa en que se habita derribarla y aprovisionarse de materiales y arquitectos, o ejercitarse uno mismo en la arquitectura y además de esto haber trazado cuidadosamente su plano, sino que también es necesario proveerse de alguna otra habitación en la que uno pueda estar alojado cómodamente durante el tiempo que dure el trabajo; así pues, para no permanecer indeciso en mis acciones, mientras la razón me obligaba a serlo en mis juicios, y no dejar de vivir desde entonces lo más felizmente que pudiera, me formé una moral provisional que no consistía más que en tres o cuatro máximas que les quiero comunicar. La primera, era obedecer las leyes y las costumbres de mi país, manteniendo con constancia y firmeza la religión en la que Dios me concedió la gracia de ser instruido desde mi infancia, y gobernándome en todo lo demás según las opiniones más moderadas y más alejadas del exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir. Comenzando, pues, a partir de ese momento, a no contar en nada con las mías propias, porque quería someterlas todas a examen, estaba seguro de no poder hacer algo mejor que seguir las de los más sensatos. Y aunque hay acaso entre los persas y los chinos también sensatos como nosotros, me parecía que lo más útil era regirme según aquellos con quienes tendría que vivir, y que para saber cuáles eran en verdad sus opiniones debía prestar atención más bien a lo que ellos practicaban que a lo que decían; pues no solamente porque en la corrupción de nuestras costumbres hay pocas personas que quieran decir todo lo que creen sino también porque muchos lo ignoran ellos mismos; ya que siendo diferente la acción del pensamiento por la cual se cree una cosa de aquella por la que se conoce que se la cree, con frecuencia se dan la una sin la otra. Y entre muchas opiniones igualmente recibidas solo escogía las más moderadas, Lanío porque son siempre las más cómodas para la práctica y verosímilmente las mejores, pues todo exceso suele ser malo, como también con el fin de apartarme menos del verdadero camino en caso de equivocarme, sí, al haber escogido uno de los extremos era el otro el que hubiera sido necesario seguir. Y particularmente entre los excesos colocaba todas las promesas por las cuales se recorta algo de la propia libertad. No es que desaprobase las leyes que, para remediar la inconstancia de los espíritus débiles, permiten cuando se tiene algún buen propósito, o incluso, para la seguridad del comercio o algún propósito indiferente, que se hagan votos o contratos que obligan a perseverar en ellos. Pero como no veía en el mundo ninguna cosa que permaneciera siempre en el mismo estado y. como en mí caso particular, me prometía perfeccionar cada vez más mis juicios y no volverlos peores, hubiera pensado estar cometiendo una gran falta contra el buen sentido si, por aprobar entonces alguna cosa, me hubiese obligado a tomarla por buena aún después quizás de haber dejado de serlo o que yo hubiera dejado de juzgarla como tal. Mi segunda máxima era ser lo más firme y lo más resuelto que pudiera en mis acciones, y no seguir con menos constancia las opiniones más dudosas, una vez me hubiera determinado a ellas como si hubiesen sido muy seguras. Imitando en esto a los viajeros que encontrándose extraviados en algún bosque no deben errar dando vueltas de un lado para otro, ni menos todavía detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más recto posible hacia un mismo lado y no cambiarlo por débiles razones, aun cuando haya sido quizás al comienzo solo el azar el que les haya determinado a elegido: pues por este medio si no van exactamente a donde desean, llegarán por lo menos, finalmente, a alguna parte en donde de manera verosímil estarán mejor que en medio de un bosque. Y como las acciones de la vida no admiten con frecuencia ninguna demora, es una verdad muy cierta que cuando no está en nuestro poder discernir las opiniones más verdaderas debemos seguir las más probables; e incluso, aun cuando no advirtamos más probabilidad en unas que en otras debemos sin embargo decidimos por algunas, y considerarlas después no ya como dudosas en tanto se relacionan con la práctica sino como muy verdaderas y muy ciertas porque la razón que nos ha determinado a ello lo es. Y esto fue suficiente desde entonces para librarme de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus débiles y vacilantes, que se dejan llevar con inconstancia a practicar como buenas las cosas que juzgan después que son malas. Mi tercera máxima era tratar siempre de vencerme a mí mismo más bien que a la fortuna, y de cambiar mis deseos más que el orden del mundo21; y en general, acostumbrarme a creer que no hay nada que esté absolutamente en nuestro poder como nuestros pensamientos, de suerte que después de haber hecho lo mejor respecto de las cosas que nos son exteriores, todo lo que nos falta por lograr es absolutamente imposible. Y esto solo me parecía suficiente para impedirme desear nada en el futuro que no pudiese alcanzar, y de esta manera sentirme contento. Porque como nuestra voluntad se inclina naturalmente a desear sólo las cosas que nuestro entendimiento le representa de alguna manera como posibles, es cierto que si consideramos todos los bienes que están 21
Lus ecos de moral estoica son evidentes, Epicteto, en el Enquiridion (cap. VIII), recomendaba "aceptar de buen grado cuanto suceda", y en la Diatriba 11,14,7 "debe uno acomodar su voluntad a los acontecimientos". Por otra parte, era un principio fundamental para la libertad y la felicidad la distinción "entre lo que está en nuestro poder y lo que no" (cap. I) o la aclilud "ante las cosas que no están en nuestro poder o que no dependen de nosotros". (Diatriba I, 22,18).
fuera de nosotros como igualmente alejados de nuestro poder, no tendremos que lamentarnos de carecer de los que parecen deberse a nuestro nacimiento, cuando estemos privados de ellos sin culpa nuestra como no la tenemos por no poseer los reinos de la China o de México; y haciendo, como se dice, de la necesidad una virtud, ya no desearemos más estar sanos, cuando estemos enfermos, o ser libres estando en prisión, como ahora no deseamos tener cuerpos de una materia tan poco corruptible como los diamantes o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que se requiere un largo ejercicio y una meditación frecuentemente reiterada para acostumbrarse a mirar desde este sesgo todas las cosas; y creo que en esto consistía principalmente el secreto de esos filósofos que pudieron en otro tiempo sustraerse al imperio de la fortuna y, a pesar de los dolores y la pobreza, disputar la felicidad con sus dioses. Pues ocupándose sin cesar de considerar los límites que les eran prescritos por la naturaleza se convencían tan perfectamente de que nada estaba en su poder más que sus propios pensamientos, que esto sólo bastaba para impedirles tener afecto por otras cosas; y disponían de sus pensamientos tan absolutamente, que tenían en esto alguna razón de estimarse más ricos, más poderosos, más libres y más felices que ninguno de los demás hombres que, no poseyendo esta filosofía, por muy favorecidos que puedan estar por la naturaleza y la fortuna, nunca disponen de esta manera de todo lo que quieren. Finalmente, como conclusión de esta moral, se me ocurrió pasar revista a las diversas ocupaciones que tienen los hombres en esta vida para intentar elegir la mejor; y sin que nada quiera decir de las de los otros, pensaba que no podía hacer nada mejor que continuar en la misma en que me encontraba, es decir, emplear toda mi vida en cultivar mi razón y progresar cuanto pudiera en el conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito. Había experimentado satisfacciones tan extremas desde que comencé a servirme de este método, que no creía que se pudieran recibir otras más suaves e inocentes en esta vida; y descubriendo cada día por medio de él algunas verdades que me parecían bastante importantes, y comúnmente ignoradas por los demás hombres, la satisfacción que sentía por ello llenaba de tal manera mi espíritu que todo el resto no me importaba. Además, las tres máximas precedentes sólo estaban fundadas en el propósito que tenía de continuar instruyéndome, pues habiendo dado Dios a cada uno alguna luz para distinguir lo verdadero de lo falso, no hubiera creído tener que contentarme un solo momento con las opiniones de los demás, si no me hubiese propuesto emplear mi propio juicio en examinarlas a su debido tiempo; y siguiéndolas, no hubiese podido liberarme de escrúpulos si no hubiera esperado aprovechar toda ocasión para encontrar otras mejores, en el caso de que las hubiera. Y por último no hubiera podido limitar mis deseos ni estar satisfecho si no hubiese seguido un camino por el cual, pensando estar seguro de la adquisición de todos los conocimientos de que fuera capaz, y pensaba, estarlo, por el mismo medio, también de la adquisición de todos los verdaderos bienes que estuviesen en mi poder; puesto que nuestra voluntad no se inclina a seguir ni a huir de algo sino cuando nuestro entendimiento se lo representa como bueno o malo, basta con juzgar bien para actuar bien y juzgar lo mejor que se pueda para hacer también lo mejor, es decir, para adquirir todas las virtudes y conjuntamente todos los otros bienes que se puedan adquirir; y cuando se tiene la certeza de que eso es así no puede uno menos que estar contento. Después de haberme asegurado de estas máximas y ponerlas apañe de las verdades de la fe que siempre han sido las primeras en mi creencia, juzgué, con respecto al resto de mis opiniones, que podía libremente empezar a deshacerme de ellas. Y como esperaba poder conseguirlo mejor tanto hablando con los hombres como permaneciendo más tiempo encerrado en el cuarto donde había tenido todos esos pensamientos, aunque no había terminado el invierno me puse a viajar. Y en los nueve años siguientes no hice otra cosa que rodar por el mundo aquí y allá tratando de ser espectador más bien que actor en todas las comedias que en él sé representan22; y reflexionando particularmente en cada materia sobre aquello que pudiera hacerla sospechosa y damos ocasión para engañamos, arrancaba de raíz de mi espíritu, durante ese tiempo, todos los errores que antes se hubieran podido deslizar. No es que con esto imitase a los escépticos que sólo dudan por dudar y fingen estar siempre indecisos: pues, al contrario, todo mi propósito sólo tendía a afirmarme y descartar la tierra movediza y la arena para encontrar la roca o la arcilla. Lo que me parece que lograba bastante bien puesto que tratando de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que examinaba, no por medio de débiles conjeturas sino por razonamientos claros y seguros, no hallaba nunca ninguna tan dudosa que no pudiese sacar siempre de ella alguna conclusión bastante más cierta como sólo fuese la de que no contenía nada cierto. Y así como cuando al derribar un viejo edificio se reservan ordinariamente las demoliciones para que sirvan en la edificación de uno nuevo, así al destruir todas aquellas opiniones mías que juzgaba mal fundadas, hacía diversas observaciones y adquiría muchas experiencias que después me han servido para establecer otras opiniones más ciertas aquellas opiniones mías que juzgaba mal fundadas, hacía diversas observaciones y adquiría muchas experiencias que después me han servido para establecer otras opiniones más ciertas. Y también continuaba ejercitándome en el método que me había prescrito; pues además de que me preocupaba por conducir generalmente todos mis pensamientos según sus reglas, de vez en cuando reservaba algunas horas para practicarlo en las dificultades matemáticas o incluso también en algunas otras que yo podía hacer casi semejantes a las de las matemáticas, desligándolas de lodos los principios 22
Para Epicieío "la vida es un drama en el que el hombre ha de representar bien el papel que se le asigne", (Enquiridion, XV11); "acuérdate de que eres actor de un drama", insistía.
de las otras ciencias" que no encontraba suficientemente firmes, como verán que he hecho en muchas que se explican en este volumen. Y así, sin vivir, aparentemente, de manera diferente de los que no teniendo ninguna ocupación que la de pasar una vida suave e inocente se dedican a separar los placeres de los vicios, y que, para disfrutar de su tiempo libre sin aburrirse, utilizan todas las diversiones que son honestas, no dejaba de continuar en mi propósito y aprovechar en el conocimiento de la verdad, acaso más que si no hubiera hecho sino leer libros o frecuentar personas de letras. Sin embargo, esos nueve años se pasaron antes de que hubiese tomado algún partido sobre las dificultades que suelen ser discutidas entre los doctos, ni comenzado a buscar los fundamentos de alguna filosofía más cierta que la vulgar. Y el ejemplo de muchos excelentes espíritus que habiendo tenido antes el mismo propósito no lo habían logrado, me hacía imaginar tantas dificultades que quizás no me hubiese atrevido a emprenderlo tan pronto si no hubiese visto que algunos hacían circular el rumor de que yo lo había llevado a término. No podría decir sobre qué fundaban esa opinión; y si contribuía a ello en algo por mis discursos, debe haber sido por confesar con más ingenuidad lo que ignoraba, lo que no suelen hacer aquellos que han estudiado un poco, y quizá también por hacer ver las razones que tenía de dudar de muchas cosas que los demás estiman ciertas más que vanagloriarme de poseer alguna doctrina. Pero como tengo un corazón bastante orgulloso como para no querer que se me tome por otro del que soy, pensaba que era necesario tratar por todos los medios de hacerme digno de la reputación que me daban; y hace justamente ocho años que ese deseo hizo que me resolviera a alejarme de todos los lugares en donde podía tener conocimientos y a retirarme aquí en un país27 donde la larga duración de la guerra ha hecho que se establezcan tales reglamentos, que los ejércitos que se mantienen no parecen servir sino para hacer que se gocen los frutos de la paz con mayor seguridad, y donde entre la multitud de un gran pueblo bien activo, y más cuidadoso de sus propios asuntos que curioso de los de los demás, sin que me falte ninguna de las comodidades que están en las ciudades más frecuentadas, he podido vivir tan solitario y retirado como en los desiertos más apartados. CUARTA PARTE No sé si debo hablarles de las primeras meditaciones que hice allí pues son tan metafísicas23 y tan poco comunes que no serán quizá del agrado de todo el mundo. Y sin embargo, para que se pueda juzgar si los fundamentos que tomé son bastante firmes, me encuentro de alguna manera obligado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo había observado, en relación con las costumbres, que es necesario a veces seguir las opiniones que sabemos son muy inciertas, como si fueran indudables, tal como se ha dicho antes; pero puesto que entonces deseaba dedicarme solamente a la búsqueda de la verdad, pensaba que era necesario hacer todo lo contrario y rechazar como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda para ver si después de esto quedaba algo en mi creencia que fuera enteramente indudable. Así, pues, como nuestros sentidos nos engañan a veces, quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos la hacen imaginar. Y puesto que hay hombres que se equivocan al razonar, incluso sobre los más simples temas de geometría y cometen paralogismos24, juzgando que estaba sujeto a equivocarme tanto como otro cualquiera, rechazaba como falsas todas las razones Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos nos pueden sobrevenir también cuando dormimos, sin que haya ninguno, por tanto, que sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que habían entrado hasta entonces en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente después advertí que mientras quería pensar de este modo que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y notando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura, que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de modificarla, juzgaba que podía aceptarla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba. Luego, examinando con atención lo que yo era y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno donde yo estuviese, pero que por esto no podía fingir que yo no era; y que al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas se seguía muy evidentemente y muy ciertamente que yo era; mientras que si solo hubiese dejado de pensar, aunque fuera verdadero todo lo demás que había imaginado, no tenía ninguna razón para creer que hubiese existido; conocí por esto que yo era una sustancia cuya esencia toda o naturaleza consiste sólo en pensar, y que para ser no necesita de ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma25 por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso ella es más fácil de conocer que éste, y aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es. 23
Se refiere el autor a metafísica en el sentido de abstracto, apartado de lo que tiene que ver con e! mundo sensible. 24 Razonamientos falsos cuya falsedad se consideraba de buena fe, y en este sentido, se oponía al sofisma. 25 En la versión en latín se encuentra la palabra mens, eso significa que Descartes se refiere al pensamiento puro, al alma racional.
Después de esto consideré en general lo que se requiere de una proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de encontrar una que sabía que lo era, pensaba que debía también saber en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en todo esto: pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar hay que ser, juzgué que podía tomar por regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, pero que solamente hay alguna dificultad en notar bien cuáles son las que concebimos distintamente. A continuación, reflexionando sobre lo que dudaba y, por consiguiente, que mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que era una mayor perfección conocer que dudar, quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo mismo; y conocí evidentemente que debía ser por alguna naturaleza que fuese en efecto más perfecta. En relación con los pensamientos que tenía de muchas otras cosas que están fuera de mí como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y mil más, no estaba tan preocupado por saber de dónde venían porque, no observando nada en ellas que a mi parecer fueran superiores a mí, podía creer que, si fueran verdaderas, dependían de mi naturaleza en tanto ésta tenía alguna perfección, y si no lo eran era porque procedían de la nada, es decir, que estaban en mí porque yo tenía algún defecto. Pero no podía juzgar de la misma manera con la idea de un ser más perfecto que el mío, pues obtenerla de la nada era cosa manifiestamente imposible; y como no hay menos contradicción en que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que en pensar que de la nada proceda alguna cosa, tampoco podía tenerla de mí mismo. De manera que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza que verdaderamente fuera más perfecta de lo que yo era, e incluso que tuviera en sí todas las perfecciones de las que yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarme, en una sola palabra, que fuera Dios 26. A esto agregué que puesto que conocía algunas perfecciones que no tenía, no era yo el único ser que existía (utilizaré aquí libremente, si me permitís, palabras de la Escuela27), sino que por necesidad tenía que haber existido otro más perfecto del cual yo dependiera y del que hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si yo hubiese sido sólo e independiente de cualquier otro, de manera que hubiese tenido, por mí mismo, todo lo poco en lo que participaba del ser perfecto, por la misma razón hubiera podido tener por mí mismo todo lo demás que sabía me faltaba, y ser así yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, tener todas las perfecciones que podía advertir que están en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios en cuanto la mía era capaz de ello, no tenía más que considerar todas las cosas de las que encontraba en mí alguna idea, si era perfección o no poseerlas, y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna imperfección estaba en él, pero que todas las otras sí lo estaban. De esta manera veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no podían estar en Él, dado que yo mismo me hubiese sentido mejor sin ellas. Además de esto tenía ideas de muchas cosas sensibles y corporales, y aunque supusiera que estaba soñando y que todo lo que veía o imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que las ideas estuviesen verdaderamente en mi pensamiento; mas habiendo conocido ya en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, consideraba que toda composición es testimonio de dependencia y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba de ahí que no podía ser una perfección en Dios el estar compuesto de esas dos naturalezas, y que por consiguiente, no lo estaba; pero que si en el mundo había algunos cuerpos o algunas inteligencias, u otras naturalezas que no fuesen del todo perfectas, el ser de éstas debía depender de su poder de tal manera que no podían subsistir sin Dios un solo momento. Después de esto quise buscar otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo continuo, o un espacio indefinidamente extenso en longitud, ancho y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían tener varias figuras y magnitudes y ser movidas o trasladadas en todos los sentidos; porque los geómetras suponen todo esto en su objeto, recorrí algunas de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que toda esa gran certeza que todo el mundo les atribuye sólo está fundada en que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla ya mencionada, también advertí que no había absolutamente nada en ellas que me asegurara la existencia de su objeto. Por ejemplo, yo veía bien que, suponiendo un triángulo, era necesario que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero no veía con esto nada que me asegurara que ha habido en el mundo triángulo alguno. Mientras que al volver a examinar la idea que tenía de un Ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella de la misma manera que en la idea de triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la idea de una esfera, el que todas sus partes son igualmente distantes de su centro, o incluso con mayor evidencia. Y que, por consiguiente, es por lo menos también cierto que Dios, que es ese Ser perfecto, es o existe, como ninguna demostración de la geometría podría serlo. Pero lo que hace que haya muchos que se persuaden de que hay dificultades para conocerlo e incluso también para conocer lo que es su propia alma, es que no elevan nunca su espíritu más allá de las cosas 26
Es la primera prueba de la existencia de Dios por la idea que el hombre tiene de Él, esto es, como idea innata. Vendrán inmediatamente luego la segunda prueba por la imperfección del hombre, y la tercera llamada "ontológica" desde Kant, en la que la existencia es un atribulo necesario de la idea de Dios o la idea de un ser perfecto. Argumento que guarda semejanzas con el de San Anselmo: Deus est id quo majus cogitan non potest. 27 Palabras de origen escolástico.
sensibles, y están tan acostumbrados a no considerar nada sino imaginándolo, lo que es una manera particular de pensar para las cosas materiales, por lo que todo aquello que no es imaginable les parece que no es inteligible. Lo cual se manifiesta suficientemente incluso en lo que los filósofos tienen por máxima en las escuelas, que no hay nada en el entendimiento que no haya estado primeramente en el sentido3328, donde, sin embargo, es cierto que las ideas de Dios y del alma nunca han estado. Y me parece que los que quieran utilizar su imaginación para comprenderlas obran lo mismo que si para oír los sonidos, o sentir los olores quisieran servirse de sus ojos: pero es que incluso hay además esta diferencia, y es que el sentido de la vista no nos da menos seguridad de la realidad de sus objetos que la que nos dan el olfato o el oído de los suyos; mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos nunca podrían asegurarnos nada si nuestro entendimiento no interviene. Dios y del alma nunca han estado. Y me parece que los que quieran utilizar su imaginación para comprender las obran lo mismo que si para oír los sonidos, o sentir los olores quisieran servirse de sus ojos: pero es que incluso hay además esta diferencia, y es que el sentido de la vista no nos da menos seguridad de la realidad de sus objetos que la que nos dan el olfato o el oído de los suyos; mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos nunca podrían asegurarnos nada si nuestro entendimiento no interviene. Por último, si todavía hay hombres que no estén suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y de sus almas, con las razones ya presentadas, quiero que sepan que todas las demás cosas, de las cuales se creen quizá más seguros como tener un cuerpo, de que hay astros y una Tierra, y de cosas semejantes, son menos ciertas. Pues aunque se tenga tal seguridad moral de estas cosas, que parezca, a menos de ser extravagante, que no se las puede poner en duda, sin embargo también, a menos de estar privado de la razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que sea suficiente motivo para no estar completamente seguro de ellas el haber advertido que del mismo modo podemos imaginar, mientras dormimos, que tenemos otro cuerpo, y que vemos otros astros y otra tierra, sin que nada de eso sea así. Pues ¿de dónde sabemos que los pensamientos que sobrevienen en el sueño son más falsos que los otros, dado que con frecuencia no son menos vivos y nítidos? Y por más que los mejores espíritus estudien esto cuanto les plazca, no creo que puedan dar alguna razón que sea suficiente para quitar esa duda, si no se presupone la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, esto mismo que antes tomé por una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe, y es un ser perfecto, y todo lo que está en nosotros viene de Él. De donde se sigue que siendo cosas reales nuestras ideas o nociones, y que vienen de Dios en cuanto son claras y distintas, no pueden ser en esto más que verdaderas. De suerte que si con bastante frecuencia tenemos ideas que contienen falsedad, sólo puedan ser aquellas que tienen algo confuso y oscuro, porque en esto ellas participan de la nada, es decir, ellas son confusas en nosotros porque no somos completamente perfectos. Y es evidente que no hay menos contradicción en admitir que la falsedad o la imperfección en cuanto tal proceda de Dios, que la que hay en que la verdad o la perfección procedan de la nada. Pero si no supiéramos que todo lo que hay en nosotros de real y verdadero viene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos ninguna razón que nos asegurara que tienen la perfección de ser verdaderas. Ahora bien, después de que el conocimiento de Dios y del alma nos ha dado la certeza de esta regla, es bien fácil conocer que los ensueños que imaginamos estando dormidos, de ninguna manera deben hacemos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos estando despiertos. Pues si sucediera incluso, cuando dormimos, que tuviésemos alguna idea muy distinta, como por ejemplo que un geómetra inventaba alguna nueva demostración, su sueño no le impediría que ella fuera verdadera. Y. en cuanto al error más corriente de nuestros sueños que consiste en que nos representan diferentes objetos de la misma manera como lo hacen nuestros sentidos exteriores, no importa que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, porque también ellas pueden engañamos con bastante frecuencia sin que durmamos: como cuando los que tienen ictericia ven todo de color amarillo o que los astros u otros cuerpos bien alejados nos parecen mucho más pequeños de lo que son3429. Pues finalmente, sea que estemos despiertos, sea que durmamos, no debemos nunca dejamos convencer sino por la evidencia de nuestra razón. Y es de observar que digo, de nuestra razón, y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos. Así, aunque veamos el Sol muy claramente, no debemos juzgar por esto que sea del tamaño que lo vemos; y bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra sin que sea necesario concluir por esto que en el mundo haya una quimera: pues la razón no nos dice que lo que vemos o imaginamos de esa manera sea verdadero. Pero sí nos dice muy bien que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; porque no sería posible que Dios, que es todo perfecto y todo verdadero, las haya puesto en nosotros sin esa cualidad. Y puesto que nuestros razonamientos nunca son tan evidentes ni tan completos durante el sueño como durante la vigilia, aunque 28
29
Nihi! est in iniellectu quod prius non fuerit in 5f:nsu, decían los escolásticos con su célebre fórmula.
Es la tesis reiterada de que los sentidos nos engañan o, aun, que nos impiden tener una representación exacta. El Sol nos parece una bola pequeñita, las torres vistas de lejos parecen redondas pero de cerca aparecen cuadradas (sexta Meditación),
a veces nuestras imaginaciones sean entonces tanto o más fuertes y nítidas, la razón también nos dice que nuestros pensamientos, no pudiendo ser verdaderos porque no somos completamente perfectos, lo que tienen de verdad debe encontrarse infaliblemente en los que tenemos estando despiertos, más bien que en nuestros sueños. QUINTA PARTE Me agradaría continuar aquí haciendo ver todo el encadenamiento de las demás verdades que he deducido de estas primeras. Pero como para esto necesitaría ahora hablar de muchas cuestiones que están en controversia entre los doctos, con los cuales no quiero disgustarme, creo que será mejor que me abstenga de ello y que diga solamente en general cuáles son, para dejar juzgar a los más sabios si sería útil que el público estuviera más detalladamente informado de ellas. Siempre he permanecido firme en la resolución que había tomado de no suponer ningún otro principio que el que acabo de servirme para demostrar la existencia de Dios y del alma. Y de no admitir como verdadera ninguna cosa que no me pareciera más clara y más cierta que lo que hasta entonces habían sido las demostraciones de los geómetras. Y sin embargo, me atrevo a decir que no solo he encontrado el medio de satisfacerme en poco tiempo en lo referente a las principales dificultades que se acostumbra tratar en filosofía sino que también he indicado ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bastante sobre ello, no podríamos dudar de que son observadas exactamente en todo lo que hay o acontece en el mundo. Después, considerando la serie de esas leyes, me parece haber descubierto muchas verdades más útiles y más importantes que todo lo que antes había aprendido o, incluso, esperado aprender. Pero como he intentado explicar las principales de ellas en un tratado, que algunas consideraciones me impiden publicar, no las podría hacer conocer mejor que diciendo aquí sumariamente lo que contiene. Tuve el proyecto de abarcar en él todo lo que pensaba saber, antes de escribirlo, referente a la naturaleza de las cosas materiales. Pero del mismo modo que los pintores, al no poder representar igualmente bien en un cuadro plano todas las diferentes caras de un cuerpo sólido, escogen una de las principales que colocan sola hacia la luz y, dejando en la sombra a las demás, no las hacen aparecer sino en cuanto se las puede ver al mirar aquella: así, temiendo no poder poner en mi discurso todo lo que tenía en el pensamiento, me propuse exponer en él con bastante amplitud solamente lo que concebía de la luz; luego, en su momento, agregar algo del Sol y de las estrellas fijas, porque de ellas procede casi toda la luz; de los cielos que la transmiten; de los planetas, los cometas y la Tierra, que la reflejan; y en particular de todos los cuerpos que están sobre la Tierra porque son coloreados, transparentes o luminosos; y por último, del hombre que es su espectador. ESTA QUINTA PARTE DEL MÉTODO ES UNA ESPECIE DE RESUMEN. Incluso, para dejar un poco en la sombra todas esas cosas y poder decir más libremente lo que pensaba, sin estar obligado a seguir ni refutar las opiniones que son admitidas entre los doctos, resolví dejar este mundo a sus disputas y hablar solamente de lo que sucedería en uno nuevo, si Dios creara ahora en alguna parte, en los espacios imaginarios, materia suficiente para componerlo y agitara de diversas maneras y sin orden las diversas partes de esa materia, de manera que compusiera con ello un caos tan confuso como pueden fingirlo los poetas, y que después no hiciera otra cosa sino prestar su concurso ordinario a la naturaleza y dejarla actuar siguiendo las leyes que ha establecido. Así, primeramente describí esa materia y traté de representarla de tal manera que no hay nada en el mundo, me parece, más claro y más inteligible, con excepción de lo que antes he dicho de Dios y del alma: pues hasta supuse expresamente que en ella no había ninguna de esas formas o cualidades de las que se discute en las escuelas, ni en general ninguna cosa cuyo conocimiento no fuese tan natural para nuestras almas que ni siquiera se pudiese fingir que se ignora. Además, hice ver cuáles eran las leyes de la naturaleza; y sin apoyar mis razones en ningún otro principio más que en las perfecciones infinitas de Dios, trataba de demostrar todas aquellas leyes en las que pudiera haber alguna duda, y de hacer ver que son tales que, aunque Dios hubiera creado muchos mundos, no podría haber ninguno donde ellas dejaran de ser observadas. Después de esto, mostraba cómo la mayor parte de la materia de ese caos, como consecuencia de esas leyes, debía disponerse y ordenarse de cierta manera que la hiciera semejante a nuestros cielos; y cómo, sin embargo, algunas de sus partes debían componer una tierra, otras, planetas y cometas, y algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y aquí, al extenderme al tema de la luz, expliqué detalladamente cuál era la que debía encontrarse en el Sol y las estrellas, y cómo desde allí atravesaba en un instante los inmensos espacios celestes y cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la Tierra. Añadía también allí muchas cosas relacionadas con la sustancia, la situación, los movimientos y todas las diversas cualidades de esos cielos y de esos astros; de manera que pensaba decir de ellos bastante para que se conociera que no se observa nada en los de este mundo que no deba, o al menos que no pueda parecer completamente semejante a los del mundo que describía. De allí pasé a hablar en particular de la Tierra: cómo, aunque hubiese supuesto expresamente que Dios no había puesto ninguna gravedad en la materia de que está compuesta, todas sus partes no dejan de tender exactamente hacia su centro; cómo, habiendo en ella agua y aire en su superficie, la disposición de las cielos y de los astros, principalmente de la Luna, debía causar un flujo y reflujo, que fuera semejante en todas sus circunstancias al que se observa en nuestros mares; y además de esto, una cierta corriente tanto de agua como de aire, del naciente hacia el poniente, tal como la que se observa en los trópicos; cómo las montañas, los mares, los manantiales y los ríos podían formarse naturalmente, y producirse los metales en las minas, y las plantas crecer en los campos, y en general engendrarse allí todos los cuerpos que se llaman mixtos o
compuestos. Y entre otras cosas, como además de los astros no conocía nada en el mundo que produzca luz sino el fuego, me apliqué a hacer comprender bien claramente todo lo que pertenece a su naturaleza, cómo se produce y cómo se alimenta; cómo a veces hay calor sin luz y, otras, luz sin calor; cómo puede introducir diversos colores en diversos cuerpos, y otras diversas cualidades; cómo funde a unos y endurece a otros; cómo puede consumirlos a casi todos o convertirlos en cenizas y en humo; y, finalmente, cómo de esas cenizas, por la sola violencia de su acción, forma el vidrio; puesto que esta transmutación de cenizas en vidrio me parecía tan admirable como ninguna otra de las que suceden en la naturaleza tuve un particular agrado en describirla. Sin embargo, no quería inferir de todas estas cosas que este mundo hubiese sido creado de la manera como yo proponía, pues es más verosímil que Dios, desde el comienzo, lo haya hecho tal como debía ser. Pues es cierto, y es una opinión comúnmente admitida entre los teólogos, que la acción por la cual ahora Dios conserva el mundo es completamente la misma que aquella por la cual lo ha creado; de manera que, aunque no le hubiera dado al principio otra forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para que actuara como ella acostumbra, se puede creer, sin desconocer el milagro de la creación, que sólo por esto todas las cosas que son puramente materiales hubieran podido con el tiempo llegar a ser tales como las vemos ahora. Y su naturaleza es mucho más fácil de concebir cuando se las ve nacer poco a poco de esta manera, que cuando se las considera ya hechas completamente. De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas pasé a la de los animales y particularmente a la de los hombres. Pero como todavía no tenía suficiente conocimiento para hablar de estas cosas con el mismo estilo que del resto, esto es, demostrando los efectos por las causas y haciendo ver de qué semillas y de qué manera la naturaleza debe producirlos, me contenté con suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre completamente semejante a uno de los nuestros, tanto en la figura exterior de sus miembros como en la conformación interior de sus órganos, sin componerlo de otra materia que la que había descrito, y sin colocarle, al principio, ningún alma racional, ni ninguna otra cosa que le pudiera servir de alma vegetativa o sensitiva, sino que había excitado en su corazón uno de esos fuegos sin luz, que ya he explicado, y que concebía de naturaleza semejante al que calienta el heno cuando se lo ha encerrado antes de estar seco, o que hace hervir los vinos jóvenes cuando se dejan fermentar con el hollejo. Pues examinando las funciones que podían estar en este cuerpo como consecuencia de esto, encontraba que eran exactamente las mismas que pueden estar en nosotros sin que pensáramos en ellas y sin que, por tanto, contribuya en nada nuestra alma, es decir, esa parte distinta del cuerpo de la que ya se ha dicho que su naturaleza es solamente pensar, con lo cual se puede decir que los animales desprovistos de razón se nos parecen: sin que por esto se pueda encontrar en ese cuerpo ninguna de las que siendo dependientes del pensamiento son las únicas que nos pertenecen en cuanto hombres, mientras que todas esas las encontraba yo en seguida cuando suponía que Dios había creado un alma racional y la había unido a ese cuerpo de cierta manera que yo describía. Pero a fin de que se pueda ver de qué manera trataba esta materia, quiero introducir aquí la explicación del movimiento del corazón y de las arterias, pues siendo lo primero y lo más general que se observa en los animales, fácilmente se juzgará por él lo que se deba pensar de todos los demás. Y con el fin de que haya menos dificultad en comprender lo que voy a decir, quisiera que los que no son versados en anatomía se tomen el trabajo, antes de leer esto, de hacer cortar ante ellos el corazón de algún animal grande que tenga pulmones. Porque en todo es muy semejante al del hombre, y que se hagan mostrar las dos cámaras o concavidades que hay allí. Primero la que está en su lado derecho, a la cual corresponden dos tubos muy anchos, a saber, la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el tronco del árbol cuyas ramas son todas las otras venas del cuerpo, y la vena arterial que ha sido así mal llamada, porque es en realidad una arteria, que teniendo su origen en el corazón, se divide, después de haber salido de él en muchas ramas que van a repartirse por todas partes en los pulmones. Luego la que está a su lado izquierdo, a la cual Luego la que está a su lado izquierdo, a la cual corresponden de la misma manera dos tubos que son tanto o más anchos que los anteriores, a saber, la arteria venosa, también mal llamada así, ya que no es otra cosa que una vena que viene de los pulmones, donde está dividida en varias ramas entrelazadas con las de la vena arterial y las de ese conducto llamado garganta, por donde entra el aire de la respiración y la gran arteria, que sale del corazón y envía sus ramas por todo el cuerpo. Quisiera también que se mostraran cuidadosamente las once pielecitas que como otras tantas puertecillas abren y cierran las cuatro aberturas que hay en esas dos concavidades, a saber, tres a la entrada de la vena cava, donde están dispuestas de tal forma que no pueden impedir de ninguna manera que la sangre contenida en la vena entre en la concavidad derecha del corazón, pero sí que salga de allí; tres a la entrada de la vena arterial, que estando dispuestas de un modo enteramente contrario permiten que la sangre que está en esa concavidad pase a los pulmones pero no que la que está en los pulmones retome a aquélla; otras dos a la entrada de la arteria venosa, que dejan pasar la sangre de los pulmones hacia la concavidad izquierda del corazón, pero se oponen a su retomo; y tres a la entrada de la gran arteria, que permiten que la sangre salga del corazón, pero que le impiden volver a él. Y no es necesario buscar otra razón al número de esas pieles sino que siendo ovalada la abertura de la arteria venosa por el lugar en que se encuentra, puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que las otras, siendo redondas, lo pueden hacer mejor con tres. Quisiera además hacerles considerar que la gran arteria y la vena arterial son de una composición mucho más dura y más firme que la arteria venosa y la
vena cava; estas dos últimas se ensanchan antes de entrar al corazón y forman allí como dos bolsas, llamadas las orejas del corazón, compuestas de una carne semejante a la de éste; que hay siempre más calor en el corazón que en ningún otro lugar del cuerpo; y en fin, que ese calor es capaz de hacer que si entra alguna gota de sangre en sus concavidades, ésta se hincha rápidamente y se dilata como sucede generalmente con todos los líquidos cuando se les deja caer gota a gota en algún vaso que está muy caliente. Después de esto no necesito decir otra cosa para explicar el movimiento del corazón, sino que, cuando sus cavidades no están llenas de sangre, ésta corre necesariamente de la vena cava a la concavidad derecha y de la arteria venosa a la izquierda, pues estos dos vasos que siempre están llenos y sus orificios que miran al corazón no pueden entonces taparse; pero tan pronto como de ese modo han entrado dos gotas de sangre, una en cada concavidad, estas gotas, que tienen que ser muy gruesas porque los orificios por donde entran son muy anchos y los vasos de donde proceden están muy llenos de sangre, se expanden y se dilatan por el calor que encuentran allí, con lo cual, al hacer inflar todo el corazón, empujan y cierran las cinco puertecillas que están a las entradas de los dos vasos de donde vienen, impidiendo así que baje más sangre al corazón; y al continuar enrareciéndose cada vez más impulsan y abren las otras seis puertecillas que están a las entradas de los otros dos vasos por donde salen, haciendo hinchar por este medio todas las ramas de la vena arterial y de la gran arteria, casi al mismo instante que e! corazón, el cual inmediatamente después se desinfla como también estas arterias, porque la sangre que entró allí se enfría y sus seis puertecillas se vuelven a cerrrar, y las cinco de la vena cava y de la arteria venosa se vuelven a abrir y dan paso a otras dos gotas de sangre que hacen inflar otra vez el corazón y las arterias, lo mismo que las precedentes. Y como la sangre que entra así al corazón pasa por esas dos bolsas que se llaman sus orejas, de ahí proviene que el movimiento de éstas sea contrario al suyo y que éstas se desinflen cuando él se infla. Por lo demás, para los que no conocen la fuerza de las demostraciones matemáticas y no se han acostumbrado a distinguir las verdaderas razones de las verosímiles, no se arriesguen a negar esto sin examinarlo, quiero advertirles que este movimiento que acabo de explicar se sigue necesariamente de la sola disposición de los órganos que se puede apreciar a simple vista en el corazón, y del calor que se puede sentir en él con los dedos, y de la naturaleza de la sangre que puede conocerse por experiencia, así como el movimiento de un reloj se explica por la fuerza, la situación y la figura de sus contrapesos y ruedas. Pero si alguien pregunta cómo no se agota la sangre de las venas al estar corriendo así continuamente en el corazón, y cómo las arterias no se llenan demasiado, ya que toda la que pasa por el corazón y vuelve a ellas, no necesito responder otra cosa que lo que ha sido ya escrito por un médico de Inglaterra (Hervaeus, de motu cordis), a quien hay que alabar por haber roto el hielo en esta cuestión, y ser el primero en enseñar que hay muchos pasajes pequeños en las extremidades de las arterias, por donde la sangre que reciben del corazón entra en las pequeñas ramificaciones de las venas, de donde vuelve a dirigirse otra vez al corazón, de manera que su curso no es otra cosa que una perpetua circulación. Lo que él prueba muy bien por la experiencia ordinaria de los cirujanos quienes, al atar el brazo con mediana fuerza por encima del lugar por donde abren ta vena, hacen que la sangre salga más abundantemente que si no lo hubiesen atado. Y ocurriría todo lo contrario si lo ataran por debajo, entre la mano y la incisión, o bien lo ligaran por encima muy fuertemente. Pues es claro que la atadura muy poco apretada puede impedir que la sangre que está ya en el brazo se vuelva al corazón por las venas, pero no impide por esto que siempre siga llegando sangre por las arterias porque están situadas debajo de las venas, y siendo sus pieles más duras son menos fáciles de apretar, y también porque la sangre que viene del corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias hacia la mano que al volver de allí al corazón por las venas. Y como esta sangre sale del brazo por la incisión hecha en una de las venas, necesariamente debe haber algunos pasos por debajo de la atadura, es decir, hacia las extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias. También prueba muy bien lo que dice acerca del curso de la sangre, por algunas pielecitas dispuestas de tal manera en diversos lugares a lo largo de las venas que no le permiten a la sangre pasar de la mitad del cuerpo a las extremidades sino solamente volver de las extremidades al corazón; y además la experiencia muestra que toda la sangre que hay en el cuerpo puede salir de él en poco tiempo por una sola arteria cuando se la corta, aun cuando se la ligue estrechamente muy cerca del corazón y se la haya cortado entre éste y la ligadura, de manera que no haya ocasión de imaginar que la sangre vertida pueda venir de otra parte. Pero hay muchas otras cosas que atestiguan que la verdadera causa de este movimiento de la sangre es la que acabo de decir. En primer lugar, la diferencia que se observa entre la que sale de las venas y la que sale de las arterias que sólo puede provenir de que habiéndose rarificado y como destilado, al pasar por el corazón, es más sutil, viva y más caliente inmediatamente sale de allí, es decir, cuando está en las arterias, que poco antes de entrar allí, o sea cuando está en las venas. Y si se observa cuidadosamente, se encontrará que esta diferencia no aparece del todo sino alrededor del corazón y no tanto en los lugares más alejados de él. Además, la dureza de las pieles con las que está compuesta la vena arteriosa y la gran arteria muestra bien que la sangre golpea contra ellas con más fuerza que contra las venas. Y, ¿por qué la concavidad izquierda del corazón y la gran arteria habían de ser más amplias y anchas que la concavidad derecha y la vena arterial? Si no fuera porque la sangre de la arteria venosa, al no haber estado sino en los pulmones desde que ha pasado por el corazón, es más sutil y se rarifica con más fuerza y más fácilmente que la que viene inmediatamente de la vena cava. Y ¿qué es lo que los médicos pueden adivinar, tomando el pulso, si no saben que, según cambie de naturaleza la sangre, ella puede ser
enrarecida por el calor del corazón con más o menos fuerza y más o menos rapidez que antes? Y si examinamos cómo se comunica ese calor a los otros miembros no es necesario acaso confesar que es por medio de la sangre, que al pasar por el corazón, se recalienta y se esparce desde allí por todo el cuerpo. De donde proviene que si se quita sangre de alguna parte, del mismo modo se le quita calor; y aun cuando el corazón estuviera tan ardiente como un hierro al rojo, no bastaría para calentar los pies y las manos, como lo hace, si no estuviera enviando continuamente sangre de nuevo. También por esto se conoce que la verdadera utilidad de la respiración consiste en traer al pulmón el aire fresco necesario para hacer que la sangre, que viene de la concavidad derecha del corazón, donde ha sido enrarecida y como cambiada en vapores, se vuelva espesa y se convierta de nuevo en sangre antes de volver a caer en la concavidad izquierda, sin lo cual no podría servir de alimento al fuego que hay en dicha concavidad- Lo cual se confirma cuando vemos que los animales que no tienen pulmones no poseen más que una sola concavidad en el corazón, y que los niños, como no pueden usar sus pulmones mientras están en el vientre de la madre, tienen un orificio por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad izquierda del corazón, y un conducto por donde pasa de la vena arterial a la gran arteria sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo se haría la digestión en el estómago si el corazón no le enviara calor por medio de las arterias, y con esto algunas de las partes más fluidas de la sangre que ayudan a disolver los alimentos depositados allí? Y la acción que convierte el jugo de esos alimentos en sangre ¿acaso no es fácil de conocer, si se considera que al pasar y volver a pasar por el corazón se destila quizá más de cien o doscientas veces por día? ¿Y qué otra cosa necesitamos para explicar la nutrición y la producción de los diversos humores que hay en el cuerpo sino diciendo que la fuerza, con la que la sangre al rarificarse pasa del corazón hacia las extremidades de las arterias, hace que algunas de sus partes se detengan entre las de los miembros en donde se encuentran y ocupen allí el lugar de otras que expulsan; y que de acuerdo con la situación o la figura o la pequeñez de los poros que encuentran, unas van a ciertos lugares antes que a otros, del mismo modo que cada uno puede haber visto cómo diversas cribas que agujereadas de diversa manera sirven para separar unos de otros los diversos granos? Y por último, lo más notable en todo esto es la generación de los espíritus animales que son como un viento muy sutil o, más bien, como una llama muy pura y muy viva que subiendo continuamente y con gran abundancia desde el corazón al cerebro, va de allí por los nervios a los músculos y le otorga movimiento a todos los miembros; sin que haya que imaginar otra causa que haga que las partes de la sangre, que por ser las más agitadas y las más penetrantes, son las más apropiadas para componer esos espíritus, se dirijan hacia el cerebro más bien que a otra parte, sino que las arterias que las conducen allí son las que vienen del corazón en la línea más recta de todas, y que, según las reglas de la mecánica que son las mismas de la naturaleza, cuando varias cosas tienden a moverse simultáneamente hacia un mismo lado donde no hay suficiente lugar para todas, como sucede con las partes de la sangre que salen de la concavidad izquierda del corazón y tienden hacia el cerebro, las más débiles y menos agitadas deben ser desplazadas por las más fuertes, que son las únicas que llegan allí por ese medio. Había explicado muy detalladamente todas estas cosas en el tratado que había proyectado publicar. Y después había mostrado cuál debe ser la estructura de los nervios y de los músculos del cuerpo humano, para conseguir que los espíritus animales que al estar dentro tengan la fuerza para hacer mover sus miembros: así como vemos cuando las cabezas, un poco después de ser cortadas, todavía se mueven y muerden la tierra, no obstante que ya no están animadas; qué cambios deben darse en el cerebro para producir la vigilia y el sueño, y los ensueños; cómo la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y todas las otras cualidades de los objetos exteriores pueden imprimir en él diversas ideas por medio de los sentidos; cómo el hambre, la sed y las otras pasiones interiores pueden también enviar las suyas; qué debe ser entendido por sentido común en el cual esas ideas son recibidas; por la memoria, que las conserva; y por la fantasía, que las puede cambiar de diversa manera y componer así otras nuevas, y por este mismo medio, al distribuir los espíritus animales en los músculos, hacer mover los miembros de ese cuerpo en otras tantas maneras diversas, y tan a propósito de los objetos que se presentan a sus sentidos y de las pasiones interiores que están en él, cómo se pueden mover nuestros miembros sin que la voluntad los conduzca. Lo que de ninguna manera parecerá extraño a los que conociendo cuántos diversos autómatas o máquinas movientes puede hacer la ingeniosidad humana empleando muy pocas piezas, en comparación con la gran cantidad de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y todas las otras partes que están en el cuerpo de cada animal, considerarán a este cuerpo como una máquina que, habiendo sido hecha por las manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres. Y me detuve aquí particularmente para hacer ver que si hubiera tales máquinas que tuviesen los órganos y la figura de un mono o de algún otro animal desprovisto de razón, no tendríamos ningún medio para reconocer que ellas no eran en todo de la misma naturaleza que esos animales; mientras que si hubiera algunas que tuviesen semejanza con nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones tanto como fuera posible moralmente, tendríamos siempre dos medios muy seguros para reconocer que no por eso serían verdaderos hombres. El primero de ellos es que nunca podrían usar palabras ni otros signos, componiéndolos como hacemos nosotros, para declarar a los demás nuestros pensamientos. Porque se puede concebir muy bien que una máquina sea hecha de tal manera que profiera palabras, e incluso que profiera algunas a propósito de las acciones corporales que causen algún cambio en sus órganos: por ejemplo, si se la toca en algún lugar, que ella pregunte lo que se le quiere decir; si en otro, que grite porque se le está haciendo daño, y otras cosas semejantes; pero no que ella las ordene de muchas
maneras diferentes para responder al sentido de todo lo que se diga en su presencia, de la manera como los hombres más estúpidos pueden hacerlo. Y el segundo consiste en que, aunque hiciesen muchas cosas también o quizás mejor que alguno de nosotros, infaliblemente fallarían en algunas otras, por las cuales se descubriría que no obran por conocimiento sino solamente por la disposición de sus órganos. Porque, mientras que la razón es un instrumento universal que puede servir en toda clase de situaciones, esos órganos necesitan de una disposición especial para cada acción particular; de donde se sigue que es moralmente imposible que haya en una máquina suficiente diversidad como para hacerla actuar en todas las ocasiones de la vida de la misma manera en que nuestra razón nos hace obrar. Ahora bien, con estos dos medios se puede conocer también la diferencia que hay entre los hombres y los animales. Pues es algo bien notable que no haya hombres, tan estúpidos y brutos, sin exceptuar incluso a los insensatos, que no sean capaces de ordenar un conjunto de diversas palabras y de componer con ellas un discurso por el cual den a entender sus pensamientos; y que al contrario, no haya otro animal, por perfecto y felizmente bien nacido que sea, que haga nada semejante. Lo que no ocurre por falta de órganos, pues vemos que la urraca y los loros pueden proferir palabras así como nosotros, y aun así no pueden hablar como nosotros, es decir, dando testimonio de que piensan lo que dicen; mientras que los hombres que han nacido sordos y mudos, están privados de los órganos que le sirven a los demás para hablar, tanto o más que los animales suelen inventar por sí mismos algunos signos que les permiten hacerse entender con los que, por estar ordinariamente con ellos, tienen tiempo para aprender su lengua. Y esto no solamente demuestra que los animales tienen menos razón que los hombres sino que no la tienen en absoluto. Pues se ve que sólo se necesita muy poca para saber hablar; y así como se nota desigualdad entre los animales de una misma especie, como también entre los hombres, y que unos son más fáciles de domesticar que los otros, no se puede creer que un mono o un loro, aunque fueran de los más perfectos de su especie, no igualaran en esto a un niño de los más estúpidos, o al menos a un niño que tuviera el cerebro perturbado, si el alma de ellos no fuera de una naturaleza completamente diferente de la nuestra. Y no se deben confundir las palabras con los movimientos naturales que dan testimonio de las pasiones y pueden ser imitados por las máquinas como por los animales; ni tampoco pensar como algunos antiguos, que los animales hablan aunque no les entendamos su lenguaje; pues si eso fuera verdad, ya que poseen varios órganos que se corresponden con los nuestros, ellos podrían también hacerse entender de nosotros como de sus semejantes. Es también algo bien notable que, aunque haya muchos animales que muestran más destreza que nosotros en algunas de sus acciones, sin embargo vemos que los mismos no manifiestan ninguna en muchas otras: de manera que lo que hacen mejor que nosotros no prueba que tienen espíritu; pues en este caso tendrían mucho más que alguno de nosotros y obrarían mejor en todo; sino más bien que no lo tienen y que es la naturaleza la que obra en ellos de acuerdo con la disposición de sus órganos: así vemos que un reloj que sólo está compuesto de ruedas y de resortes, puede contar las horas y medir el tiempo con mayor exactitud que nosotros con toda nuestra prudencia. Después de esto yo había descrito el alma racional y mostrado que de ninguna manera puede ser sacada de la potencia de la materia así como las otras cosas de las que he hablado, sino que expresamente debe haber sido creada; y como no basta que esté alojada en el cuerpo humano como un piloto en su navio, a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta y unida más estrechamente al cuerpo para, además de esto, tener sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros, y componer así un verdadero hombre. Por lo demás, me he extendido aquí un poco sobre el tema del alma porque es uno de los más importantes; pues después del error de los que niegan a Dios, error que pienso haber refutado ya suficientemente, no hay nada que aleje más a los espíritus débiles del recto camino de la virtud que imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la nuestra, y por consiguiente, que no tenemos nada para temer ni para esperar después de esta vida, igual que las moscas y las hormigas; mientras que cuando se sabe cuandiferentes son de nosotros, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo y, por lo tanto que no está sujeta a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que puedan destruirla, nos inclinamos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal. SEXTA PARTE Ahora bien, hace ahora tres años que llegué al término del tratado que contiene todas estas cosas, y empezaba a revisarlo para dejarlo en manos de un impresor, cuando supe que personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad sobre mis actos no es menor que la de mi propia razón sobre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión de física, publicada un poco antes por otro, de la cual no quiero decir que yo fuese de esa opinión sino sólo que nada había advertido en ella, antes de su censura, que pudiese imaginar perjudicial ni para la religión, ni para el Estado, ni nada, por consiguiente, que me hubiese impedido escribirlo, si la razón me hubiera persuadido; y esto me hizo temer que entre mis opiniones se encontrara igualmente alguna en la que me hubiese equivocado, no obstante el gran cuidado que siempre he tenido de no dar crédito o admitir opiniones nuevas de las que no tuviese demostraciones muy ciertas, y de no escribir ninguna que se pudiera volver en perjuicio de alguien. Lo que ha sido suficiente para obligarme a cambiar la resolución que había tenido de publicarla. Pues, aunque las razones por las cuales la había tomado antes fueran muy fuertes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar el oficio de hacer libros, me hizo inmediatamente encontrar otras para excusarme de ello. Y estas razones en uno y otro sentido son tales que no sólo tengo interés por decirlas sino que quizá también al público le interese conocerlas.
Nunca le he dado mucha importancia a las cosas que venían de mi espíritu, y durante mucho tiempo no he recogido otros frutos del método que uso, sino que me he satisfecho explicándome algunas dificultades que pertenecen a las ciencias especulativas, o bien tratando de ordenar mis costumbres por medio de las razones que el método me enseñaba, sin embargo no me creí obligado a escribir nada. Pues en relación con las costumbres, cada uno abunda tanto en su propia opinión que se podrían encontrar tantos reformadores como cabezas, si fuera permitido dedicarse a modificarlas en algo a otros diferentes de los que Dios estableció como los soberanos de sus pueblos, o a los que ha dado la gracia y el celo suficientes para ser profetas; y aunque mis especulaciones me agradasen mucho, he creído que los demás tenían también las suyas que quizá les agradaban más. Pero tan pronto como adquirí algunas nociones generales sobre la física y, comenzando a ponerlas a prueba en diversas dificultades particulares, noté hasta dónde pueden conducir y cuánto difieren de los principios que se han utilizado hasta ahora, creí que no podía mantenerlas ocultas, sin pecar grandemente contra la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres en tanto esté a nuestro alcance. Pues estas nociones me han mostrado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo el poder y las acciones del fuego, del agua, del aire. de los astros, de los cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean, con tanta distinción como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, de la misma manera podríamos emplearlos para todos los usos en los cuales sean apropiadas y de esta manera convertimos en dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual no solamente es de desear para la invención de una infinidad de artificios, que nos permitirían disfrutar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que en ella se encuentran, sino principalmente también para la conservación de la salud que es sin duda el primer bien y el fundamento de todos los otros bienes en esta vida; pues incluso el espíritu depende tan fuertemente del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo que, si es posible encontrar algún medio que vuelva a los hombres comúnmente más sabios y más hábiles de lo que han sido hasta ahora, creo que es en la medicina donde hay que buscarlo. Es cierto que la que ahora se usa contiene pocas cosas cuya utilidad sea tan notable; pero sin que tenga ningún propósito de despreciarla, estoy seguro de que no hay nadie, incluso los que tienen esta profesión, que no confiese que todo lo que se sabe de ella es casi nada en comparación con lo que queda por saber, y que podríamos libramos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, e incluso quizás también del debilitamiento de la vejez, si tuviéramos suficientes conocimientos de sus causas y de todos los remedios de los que nos ha provisto la naturaleza. Ahora bien, como había concebido el proyecto de emplear toda mi vida en la búsqueda de una ciencia tan necesaria y había encontrado un camino que me parecía tal que siguiéndolo infaliblemente se la debía encontrar, a menos que lo impidieran la brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que no había mejor remedio contra estos dos impedimentos que comunicar fielmente al público todo lo poco que hubiera encontrado e invitar a los buenos espíritus a tratar de ir más lejos, contribuyendo cada uno, según su inclinación y su capacidad, a las experiencias que hubiera que hacer, y comunicando también al público todo cuanto aprendieran, a fin de que comenzando los últimos por donde los primeros hubieran terminado, y así reuniendo las vidas y los trabajos de muchos, avanzáramos todos juntos mucho más lejos de donde puede llegar cada uno en particular. Incluso observaba que las experiencias" son tanto más necesarias cuanto más se haya avanzado en el conocimiento. Porque al comienzo es preferible servirse solamente de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que no podríamos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más raras y embrolladas, por la razón de que éstas más raras con frecuencia engañan cuando no se conocen todavía las causas de las más comunes, y las circunstancias de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas que es muy difícil notarlas. Pero el orden que he tenido en esto es el siguiente: primeramente he tratado e hallar en general los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar nada más ello que a Dios sólo que lo ha creado, ni sacarlos de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los efectos primeros y más comunes que se podían deducir de esas causas, y me parece que por este medio encontré cielos, astros, una tierra, e incluso sobre la tierra, agua, aire, fuego, minerales, y otras cosas que son las más comunes y más simples de todas y por consiguiente las más fáciles de conocer. Luego cuando quise descender a las más particulares, se me presentaron tantas y tan diversas que no pude creer que fuera posible para el espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos que hay en la Tierra, de otra infinidad que podría estar allí si la voluntad de Dios hubiera sido colocarlas, ni por lo tanto, relacionarlas con nuestra utilización a no ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y utilicemos varias experiencias particulares. Luego de esto. al repasar en mi espíritu todos los objetos que ya se habían presentado a mis sentidos, me atrevo a decir que no advertí allí ninguna cosa que no pudiera explicar con suficiente comodidad por medio de los principios que había encontrado. Pero también es necesario confesar que el poder de la naturaleza es tan amplio y tan vasto, y que sus principios son tan simples y tan generales, que casi no observo ningún efecto particular sin que sepa de antemano que puede ser deducido de diversas maneras, y que mi mayor dificultad es por lo regular encontrar en cuál de esas maneras depende de los principios. Pues en esto no conozco otro medio que el de buscar de nuevo algunas experiencias que sean tales que su resultado no sea el mismo si hay que explicarlo en una de esas maneras o en otra. Por lo demás, he llegado a un punto tal que veo bastante bien, me parece, qué perspectiva se debe tomar para realizar la
mayoría de experiencias que pueden servir para ese efecto; pero veo también que son tales y en tan gran número que ni mis manos, ni mi fortuna, podrían ser suficientes para hacerlas todas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo; de manera que según disponga en adelante de la comodidad para hacerlas más o menos, así también avanzaré más o menos en el conocimiento de la naturaleza. Todo esto me proponía hacer conocer en el tratado que había escrito, mostrando en él tan claramente la utilidad que el público puede recibir de ello, que yo obligaría a todos los que desean en general el bien de los hombres, es decir, a todos los que son realmente virtuosos y no por apariencia ni solo por opinión, a comunicarme tanto las experiencias que ya han hecho, como a ayudarme en la búsqueda de aquellas que quedan por hacer. Pero desde ese tiempo he tenido otras razones que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía en verdad continuar escribiendo todas las cosas que juzgaba de alguna importancia, en la medida en que descubriera su verdad, y poner en ello el mismo cuidado como si las quisiera hacer imprimir: tanto para tener más ocasión de examinarlas bien, pues sin duda cuando miramos siempre con más atención lo que se cree que tiene que ser visto por muchos, que lo que uno hace únicamente para sí mismo, y frecuentemente las cosas que me han parecido verdaderas cuando comencé a concebirlas, me han parecido falsas cuando quise ponerlas sobre el papel; como para no perder ninguna ocasión de servir al público, si soy capaz de esto, y que si mis escritos valen algo, los que los posean después de mi muerte pueden utilizarlos de la manera más conveniente; pero de ninguna manera podía consentir que fuesen publicados durante mi vida, para que ni las oposiciones y controversias a las que acaso estarían sujetos, ni incluso la reputación que pudiera ganar, me dieran ocasión alguna de perder el tiempo que yo proyectaba utilizar en instruirme. Pues aunque sea verdad que cada hombre está obligado a procurar el bien de los otros, en tanto está en sus manos, y que propiamente no vale nada quien no es útil a nadie, sin embargo es también cierto que nuestras preocupaciones deben extenderse más allá del tiempo presente, y que es bueno omitir las cosas que quizás aportarían algún provecho a los que viven, cuando se tiene el propósito de hacer otras que le aporten más a nuestros descendientes. Como en efecto quiero que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es casi nada en comparación con lo que ignoro, y que no me desespero por poder aprender; pues sucede casi lo mismo con quienes descubren poco a poco la verdad en las ciencias y los que comienzan a hacerse ricos, que tienen menos dificultad para hacer grandes adquisiciones que la que tenían antes, cuando eran más pobres, para hacer otras muchas menores. O se les puede comparar con los jefes del ejército, cuyas fuerzas suelen crecer habitualmente en proporción con sus victorias, y que necesitan dar pruebas de habilidad para sostenerse después de una derrota más de la que emplean para tomar ciudades y provincias, después de haber ganado la batalla; Porque verdaderamente librar batallas es como tratar de vencer todas las dificultades y los errores que nos permiten llegar al conocimiento de la verdad, y perder una es como admitir alguna opinión falsa acerca de una materia algo general e importante; hace falta después una mayor destreza para reponerse en el mismo estado en que se estaba antes que para hacer grandes progresos cuando ya se tienen principios seguros. En cuanto a mí, si en lo que viene he encontrado algunas verdades en las ciencias (y espero que las cosas que están contenidas en este volumen permitirán juzgar que he encontrado algunas) puedo decir que no son más que consecuencias de las cinco o seis dificultades principales que he superado y que cuento como otras tantas batallas en que la fortuna ha estado de mi lado. No temería incluso afirmar que pienso no tener necesidad de ganar más que otras dos o tres semejantes para llegar completamente al término de mis proyectos; y que mi edad no está tan avanzada como para que, según el curso ordinario de la naturaleza, no pueda tener todavía suficiente tiempo para este efecto. Pero por esto mismo creo sentirme más obligado a organizar el tiempo que me queda porque tengo la esperanza de poder emplearlo bien; y tendría sin duda muchas ocasiones de perderlo si publicara los fundamentos de mi física. Pues aunque son casi todos tan evidentes que no me hace falta más que escucharlos para creerlos, y Pues aunque son casi todos tan evidentes que no me hace falta más que escucharlos para creerlos, y como no hay ninguno del que no crea poder dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con todas las diversas opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían oposiciones que a menudo me distraerían de mis trabajos. Se puede decir que esas oposiciones serían útiles, tanto para hacerme conocer mis fallas como para que los demás, si tengo algo bueno, lograran con este medio una mejor comprensión de ello; y como muchos pueden ver más que un hombre solo, si comenzaran de inmediato a servirse de mis principios me ayudaría también con sus inventos. Pero aunque me reconozca como muy expuesto a errar, y casi nunca me fíe de los primeros pensamientos que me vienen, sin embargo la experiencia que tengo de tas objeciones que me pueden hacer me impide tener la esperanza de algún provecho: pues a menudo ya he experimentado los juicios, tanto de los que he tenido por mis amigos, como de otros a quienes pensaba ser indiferente, y aun también de algunos otros cuya malignidad y envidia yo sabía que tratarían de descubrir lo que el afecto ocultaría a mis amigos; pero raramente ha sucedido que me hayan objetado algo que no hubiese previsto completamente, a no ser que fuese alguna cosa muy alejada de mi tema; de suerte que casi nunca he encontrado ningún censor de mis opiniones que no me pareciera o menos riguroso o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco nunca he notado que por medio de las disputas que se practican en las es cuelas se haya descubierto alguna verdad que antes era ignorada; pues mientras cada cual trate de vencer al adversario, se ejercita mucho más en hacer valer lo verosímil que en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido mucho tiempo buenos abogados, no son por esto mismo, después, los mejores jueces.
Respecto de la utilidad que los demás puedan recibir de esta comunicación de mis pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que no los he llevado todavía tan lejos que no sea necesario agregar muchas cosas antes de ponerlos en la práctica. Y pienso poder decir, sin ninguna vanidad, que si hay alguien que sea capaz de ello, debo ser yo mismo más que ningún otro: y no porque no pueda haber en el mundo muchos espíritus incomparablemente mejores que el mío, sino porque no se puede concebir tan bien una cosa y hacerla suya cuando ha sido aprendida de otro, como cuando uno mismo la inventa. Lo cual es tan verdadero, en esta materia, que aunque con frecuencia haya explicado alguna de mis opiniones a personas de muy buen talento y que mientras yo les hablaba parecían entenderlas muy bien, sin embargo cuando las repetían observaba que casi siempre las habían cambiado, de tal suerte que ya no podía reconocerlas como mías. Ocasión que aprovecho con gusto para rogarle aquí a la posteridad que nunca crean que procedan de mí las cosas que otros les digan, mientras yo mismo no las haya divulgado. Y de ninguna manera me sorprenden las extravagancias que se atribuyen a esos antiguos filósofos cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por esto que sus pensamientos hayan sido muy poco razonables, puesto que estaban entre los mejores talentos de su tiempo, sino solamente que sus opiniones nos han sido mal difundidas. Como también se ve que nunca ha ocurrido que alguno de sus seguidores los haya superado; y tengo por seguro que los más apasionados de los que ahora siguen a Aristóteles se creerían felices si tuvieran tanto conocimiento de la naturaleza como él, aunque fuese a condición de que nunca adquirieran más. Son como la hiedra, que no tiende a subir más alto que los árboles en que se enreda y hasta con frecuencia vuelve a bajar después de haber llegado hasta su copa; pues me parece que, quienes no contentos con saber todo lo que se les ha explicado de manera inteligible sobre el autor, quieren además de esto encontrar ahí la solución de muchas dificultades de las que no habla y en las cuales quizá nunca pensó, también descienden, es decir, se vuelven de alguna manera menos sabios como si dejaran de estudiar. Sin embargo es muy cómoda su manera de filosofar para quienes poseen un talento mediocre pues la oscuridad de las distinciones y de los principios de que se sirven les permite hablar de todo con tanta osadía como si lo supieran, y sostener todo lo que dicen contra los más sutiles y los más hábiles, sin que haya algún medio de convencerlos. En esto me parecen semejantes a un ciego que para pelearse sin desventaja contra, uno que ve, lo hubiera llevado al fondo de una cueva bien oscura; y puedo afirmar que éstos están interesados en que me abstenga de publicar los principios de la filosofía de los que me sirvo pues siendo tan simples y tan evidentes, como sin duda lo son, al publicarlos haría casi lo mismo que si abriera algunas ventanas e hiciera entrar luz en esa cueva a donde han bajado para pelear. Pero incluso ni los mejores espíritus pueden desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar de todas las cosas y adquirir fama de doctos, más fácilmente lo conseguirán contentándose con lo verosímil, que puede encontrarse sin gran trabajo en toda clase de materias, que buscando la verdad que solo se descubre poco a poco en algunas y que, cuando se trata de hablar de otros temas, obliga a confesar con franqueza que se los ignora. Pero si prefieren el conocimiento de un poco de verdades a la vanidad de aparentar que no se ignora nada, como sin duda es muy preferible, y si quieren seguir un propósito semejante al mío, no necesitan para ello que les diga algo más de lo que ya dije en este discurso. Pues si son capaces de ir más lejos de lo que he hecho, también con mayor razón lo serán de hallar por sí mismos todo lo que pienso haber encontrado. Tanto más que como nunca he examinado todo ordenadamente, es cierto que lo que todavía me queda por descubrir es de suyo más difícil y más oculto que lo que he podido encontrar hasta ahora, y por lo tanto experimentarán mucho menos placer en aprenderlo de mí que por ellos mismos; además de que el hábito que van a adquirir, buscando primero las cosas fáciles y pasando poco a poco por grados a otras más difíciles, les servirá más que lo que podrían hacerlo mis instrucciones. Como estoy persuadido, por parte mía, de que si me hubieran enseñado desde mi juventud todas las verdades cuyas demostraciones tuve que buscar después y no me hubiese costado ningún trabajo aprenderlas, quizá nunca hubiera podido llegar a saber otras y al menos no habría adquirido nunca el hábito y la facilidad que creo tener para encontrar siempre otras nuevas en la medida en que me dedique a buscarlas. En una palabra, si hay alguna obra en el mundo que nadie pueda terminar tan bien como el mismo que la comenzó, es ésta en la que trabajo. Como es verdad que respecto de las experiencias que pueden servir para llevarla a cabo, un hombre solo no sería suficiente para hacerlas todas, pero tampoco tendría que emplear con utilidad otras manos diferentes a las suyas como no sean las de los artesanos o las de aquellas personas a las que pueda pagar, y a quienes la esperanza de una ganancia, que es un medio muy eficaz, les hará realizar con exactitud todas las cosas que les ordenen. Pues en cuanto a los voluntarios que se ofreciesen acaso a ayudarle, por curiosidad o deseo de aprender, además de que por lo común tienen más promesas que eficacia y sólo hacen bellas proposiciones que nunca logran realizar, desearían con toda seguridad ser pagados con la explicación de algunas dificultades, o al menos con cumplidos y conversaciones inútiles, las cuales así le costaran tan poco de su tiempo son una pérdida. Y, en cuanto a las experiencias que han realizado ya los demás, aunque quisieran comunicarlas, lo que nunca harían los que las llaman secretas, están compuestas en su mayoría de tantas circunstancias o de ingredientes superfluos que le sería muy difícil descifrar su verdad; sin contar además con que las encontraría a todas tan mal explicadas o incluso tan falsas, por haberse esforzado sus autores en hacerlas aparecer conformes a sus principios, que si hubiera algunas que le sirviesen, no podrían valer el tiempo que sería necesario para escogerlas. De manera que si hubiera alguien en el mundo de quien se supiese con seguridad que es capaz de encontrar las cosas que pueda haber más grandes y más útiles para el público y que por esto los demás hombres se esforzaran por todos los medios en ayudarlo a realizar sus propósitos, no veo que pudieran hacer por él
otra cosa diferente a la de contribuir a los gastos de las experiencias que necesite y, por lo demás, impedir que su tiempo libre le sea arrebatado por la impertinencia de alguien. Pero además de que no tengo tanta presunción como para prometer algo extraordinario, ni me siento tan lleno de pensamientos tan vanos como para imaginarme que el público deba interesarse mucho en mis proyectos, tampoco tengo el alma tan baja como para querer aceptar de nadie ningún favor que pudiera creerse que no merezco. Todas estas consideraciones en su conjunto fueron la causa, hace tres años, de que no quisiera divulgar el tratado que tenía en mis manos, e incluso de que tomara la decisión de no hacer conocer, durante mi vida, ningún otro que fuese tan general ni que por él se pudieran entender los fundamentos de mi física. Pero tuve luego otras dos razones, que me obligaron a incluir aquí algunos ensayos particulares y a dar cuenta al público de mis acciones y proyectos. La primera es que, si no lo hacía, muchas personas que han conocido la intención que tenía de hacer imprimir algunos escritos podrían imaginarse que las causas por las cuales me abstengo serían para mí más desfavorables de lo que realmente son. Pues aunque no me guste la gloria excesivamente, o incluso me atrevo a decir que la odio, en cuanto la juzgo contraria al reposo, al que aprecio sobre todas las cosas, tampoco he tratado jamás de ocultar mis acciones como si fueran crímenes, ni he tomado muchas precauciones por permanecer desconocido; y esto, no tanto porque creyera hacerme daño a mí mismo como porque me habría dado alguna especie de inquietud, contraria al perfecto reposo de espíritu que busco. Y porque siempre me mantuve indiferente entre la preocupación por ser conocido o no serlo, no pude impedir, con todo, adquirir una cierta clase de reputación, he pensado que debía hacer lo mejor que estuviera a mi alcance para evitar al menos que fuera mala. La otra razón que me obligó a escribir fue que, viendo todos los días cada vez más el retraso que sufre mi propósito de instruirme por una infinidad de experiencias que tengo necesidad de hacer y que es imposible que yo haga sin la ayuda de otro, aunque no me jacte tanto de esperar que el público participe mucho de mis intereses, sin embargo no quiero fallar yo mismo como para dar motivo a los que me sobrevivan de reprocharme algún día que hubiera podido dejarles cosas mejores si no hubiese descuidado demasiado hacerles entender en qué podían ellos contribuir a mis proyectos. Y pensé que me era fácil escoger algunas materias que, sin estar sometidas a muchas controversias, y sin obligarme a declarar mis principios más de lo que yo deseo, no dejarían de mostrar con mucha claridad lo que puedo o lo que no puedo en las ciencias. En esto no podría decir si lo he logrado, ni quiero tampoco anticipar juicios a nadie hablando de mis escritos yo mismo; pero me gustaría que se los examine; y para que se tenga mayor ocasión de hacerlo les ruego a todos los que tengan objeciones para hacer que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero quien me las trasmitirá, y yo trataré al mismo tiempo de darle respuesta a estas inquietudes; de esta manera los lectores, viendo conjuntamente unas y otras juzgarán más fácilmente la verdad. Pues no prometo dar jamás largas respuestas sino solamente confesar mis fallas con mucha franqueza si las conozco bien; si no las puedo percibir, decir simplemente lo que crea que se requiere para la defensa de las cosas que he escrito, sin añadirles la explicación de ninguna nueva materia a fin de no comprometerme indefinidamente pasando de una a otra. Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptríca y de los Meteoros son ante todo chocantes porque las llamo suposiciones y no parezco dispuesto a probarlas, que tengan la paciencia de leerlo todo cuidadosamente y espero que sientan satisfacción con ello. Pues me parece que las razones se ligan de tal manera que, como las últimas son demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras lo son recíprocamente por las últimas, que son sus efectos. Y no hay que imaginar que cometo en esto la falta que los lógicos llaman círculo; pues como la experiencia muestra que la mayoría de estos efectos son muy ciertos, las causas de los que los deduzco no sirven tanto para probarlos como para explicarlos; pero, por el contrario, son las causas. Y no hay que imaginar que cometo en esto la falta que los lógicos llaman círculo61; pues como la experiencia muestra que la mayoría de estos efectos son muy ciertos, las causas de los que los deduzco no sirven tanto para probarlos como para explicarlos; pero, por el contrario, son las causas las que son probadas por ellos. Y las he llamado suposiciones para que se sepa que pienso poder deducirlas de esas primeras verdades que ya expliqué antes, pero que he querido expresamente no hacerlo para impedir que ciertos espíritus que se imaginan que saben en un día todo lo que otro ha pensado en veinte años, tan pronto se les han dicho solamente dos o tres palabras, y que están tanto más sujetos a errar y son menos capaces de la verdad, cuanto más penetrantes y vivaces, no puedan aprovechar la ocasión para construir alguna filosofía extravagante sobre lo que creen que son mis principios, y luego me atribuyen la falta. Pues en lo que respecta a las opiniones enteramente mías, no las defiendo como nuevas, tanto más cuanto que si se examinan bien las razones estoy seguro de encontrarlas tan simples y tan conformes al sentido común, que parecerán menos extraordinarias y menos extrañas que algunas otras que se puedan encontrar sobre los mismos temas. Y tampoco me halago de ser el primer inventor de ninguna de ellas sino solamente de no haberlas admitido nunca, ni porque habían sido afirmadas por otros, ni porque no lo habían sido, sino solamente porque la razón me ha persuadido de su verdad. Si los artesanos no puedan en seguida ejecutar el invento que está explicado en la Dióptrica, no creo que por esto se pueda decir que sea malo: pues así como se necesita tanta destreza y hábito para hacer y para ajusfar las máquinas que he descrito sin que falte ningún detalle, no me sorprendería menos si acertaran con el primer in tentó, como si alguien pudiera aprender, en un día, a tocar el laúd perfectamente por el solo hecho de que se le hubiera dado una buena partitura. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, más que en latín, que es la de mis preceptores, es porque espero que los que sólo se sirven de su razón natural completamente pura juzgarán mejor mis
opiniones que los que solo creen en los libros antiguos. En cuanto a los que unen buen sentido con estudio, los únicos a quienes deseo como mis jueces, no serán, y de esto estoy seguro, tan parciales en favor del latín que no quieran entender mis razones porque las explico en lengua vulgar. Por lo demás, no quiero hablar aquí en particular de los progresos que tengo la esperanza de hacer en el futuro en las ciencias, ni comprometerme con el público con alguna promesa que no esté seguro de cumplir; pero diré tan sólo que he decidido emplear el tiempo que me queda de vida en otra cosa que en tratar de adquirir un conocimiento tal de la naturaleza, que se puedan sacar de él reglas para la medicina más seguras de las que se han tenido hasta el presente, y que mi inclinación me aleja con tanta fuerza de cualquier clase de propósitos diferentes, principalmente de los que no pueden ser útiles a unos sino a costa de dañar a otros, que si algunas circunstancias me obligaran a dedicarme a ellos no creo que sea capaz de lograrlos. Para lo cual esta declaración que hago aquí, sé bien que no puede servir para volverme famoso en el mundo, pero tampoco tengo deseo de serlo; y siempre me sentiré más obligado con los que con su favor disfrutaré sin impedimentos mi tiempo libre, pero no lo haría con los que me ofrezcan los más honrosos empleos de la Tierra.