Vértigo Entrada 2 €. Simulador Discovery III. Sus dos hijos
y ella ascienden por la
escalera que conduce a la cabina y se introducen en ella. Afuera quedan los plazos de la hipoteca, la entrevista de trabajo, la cita con la maestra…empieza el irrefrenable descenso por una pendiente de hielo glaciar. Abraza a los niños en la oscuridad. No soporta la intensidad del reflejo de la nieve. Aprieta los ojos; bandean los tres cuerpos movidos por el instinto de evitar que inmensos bloques de hielo se precipiten sobre la vagoneta en la que viajan. Siente la presión de las manos del mayor que buscan donde secar el sudor y sabe que en la penumbra artificial los ojos del pequeño buscan donde alojar su indefensión. Transcurridos tres minutos finaliza la sesión. Atrás queda la experiencia del descenso. Al salir, aprieta con fuerza la mano de los niños. Ella siente el vértigo verdadero.
luz laminada La gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa más allá de su puerta. Stefan Zweig
Vivo una vida ruinosa abierta a un futuro gris en una casa esquiva al sol de los vecinos. En un edificio de fachada ruinosa, en una estrecha calle húmeda que muere en una plazoleta soleada. En el otro extremo, en la encrucijada con otra calle, hay un pescadería. Un mozo, impecablemente vestido de blanco, limpia todos los días el establecimiento con los productos más publicitados del mercado. Tiene las manos cuarteadas, enrojecidas por el hielo que manipula a diario, pendiente de las órdenes de la dueña. El agua que desprecia, una vez ha blanqueado las losas del pescado, la derrama por el suelo. La escasa pendiente de la calle hace que se forme un reguero pestilente que desfila con aire adormecido hasta la alcantarilla. Por la calle no pasea nadie. El hedor a pescado sobrepuesto a los detergentes disuade a los visitantes. Es una calle de segunda. Como la mayoría de las viviendas dan a otra calle más céntrica y concurrida, sus habitantes viven de espaldas a ésta. Yo no. Mi casa no hace esquina, así que nunca ve el sol. Me gusta mirar por las rendijas de la persiana la casa que queda justo enfrente y que disfruta momentos de un sol perpendicular y fugaz. Pierdo las horas suspendida en el silencio mirando cómo al otro lado de la calle, en la ventana del piso vecino aparecen y
desaparecen, como en un juego de sombras chinas, bultos de diferentes alturas en constantes idas y venidas. Ahora asoma una cabeza de niño, después un busto de mujer... y la
espalda trajeada colmada por los pliegues de la nuca
inconfundible del agente inmobiliario. Son los nuevos vecinos. Empieza el trajín.