Despenalizacion Consumo

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“El problema de La Droga”: un acercamiento a la sustancia del asunto En cierta ocasión, Marco Aurelio, emperador de Roma y merecidamente apodado el Sabio, a instancias de ser informado por uno de sus generales con respecto a una sublevación liderada por Casio, el sabio emperador lo interrumpe y le dice… -No…no… no los sucesos… dime cuál es la sustancia del asunto… Unos dos mil años más tarde, bajo condiciones y circunstancias muy diferentes a las de entonces, volvemos a preguntarnos, al igual que Marco Aurelio: ¿Cuál es la verdadera sustancia del asunto? Pero, esta vez, la pregunta recae en el llamado “problema de la droga”? Sin embargo, la puesta en forma de una pregunta tal, nos condujo, a su vez, a una enredosa madeja de otras preguntas, y así siguiendo hasta que, finalmente, tirando del hilo maestro, casi con el mismo arte que las tejedoras expertas, nos pareció dar con aquello que Marco Aurelio le reclamaba a su general; es decir, la sustancia del asunto, y que se nos presentó, según creemos, bajo la forma de tres preguntas. Helas aquí: 1. ¿Por qué la locura, antes en manos de sacerdotes, médicos espirituales y filósofos, se transformó luego en una cuestión de Estado? 2. ¿Por qué la sexualidad, antes regida por la sabiduría de una ars erotica, se transformó en una cuestión de Estado? 3. ¿ Por qué el uso de sustancias psicoactivas, antes regida por la soberanía del ser y de sus goces, se transformó luego en una cuestión de Estado? Primera pregunta: La locura, originariamente opuesta a los prestigios de la razón y a la que se la consideraba su “bajo fondo”, se presenta luego como una verdad invertida portadora de una palabra divina o perturbadora que debía develarse, hasta que, finalmente, se transforma en una incumbencia del Estado por obra de lo cual se “medicaliza” y deviene objeto de una investigación científica y sistemática. El acontecimiento que consolida este proceso es el surgimiento de la psiquiatría hacia los inicios del siglo XIX. Y lo que hace caer a la locura bajo la incumbencia del Estado es pues, la intersección entre la práctica psiquiátrica y el aparato jurídico. Segunda Pregunta Lo mismo puede decirse de la sexualidad, cuyo pasaje de la ars erotica a la scientia sexualis transforma su práctica en un objeto de estudio científico y riguroso cayendo igualmente bajo la incumbencia del Estado. El acontecimiento “científico”, por así llamarlo, y que consolida este proceso es la publicación en 1886 de la Psychopathia Sexualis del psiquiatra alemán Richard Von Krafft-Ebbing siendo que su único mérito consiste en haber presentado el primer catálogo de las llamadas “enfermedades sexuales”, plegando la práctica sexual al aparato médicojurídico y estableciendo allí un deslinde entre una sexualidad “normal” y otra “perversa”. Tercera y última pregunta Ahora bien, en lo que concierne al uso de sustancias psicoactivas en cuya práctica la humanidad incurre hace más de cinco mil años sin que se hubieran registrado otros excesos o muertes sino las provocadas por la intolerancia; deviene una incumbencia del Estado a partir de un hecho fundacional decisivo y reciente; éste es, precisamente, la prohibición. Nuestro joven siglo, aún intolerante, ha encontrado formas más sofisticadas bajo las cuales contribuir a la consolidación de aquellos procesos siendo su eficacia proporcional a la complejidad de los dispositivos intervinientes y a la ignorancia de los principios que la rigen. Así, he traído ahora los tres grandes demonios; locura, sexualidad y drogas bajo la forma de tres grandes preguntas cuyas respuestas, hasta donde nuestra solvencia nos autorice, procuraremos construir por fuera de los horrores y la ira que la

invocación de todo demonio suscita. Locura, sexualidad, drogas…tres demonios sobre los que han pesado los más aberrantes gravámenes morales, médicos, jurídicos y políticos de los cuales vinieron a engendrarse otros más voraces y más depredadores que los que venían a exorcizar. Ahora bien, ¿de dónde proviene el terror que inspiran aún hoy la locura, la sexualidad y las drogas sino de la misma demonización que los Estados, por medio de sus aparatos y dispositivos ha venido a instilar? No es un azar que los Estados hayan ejercido sobre los cuerpos las soberanías más diversas. En el siglo XVIII fue el disciplinamiento del cuerpo destinado a servir como una máquina militar. El siglo XIX, marcado por la revolución industrial, transformó el cuerpo en una máquina productiva, hasta que en los albores del siglo XX, el ingeniero norteamericano Frederick Winslow Taylor, gracias a su organización científica del trabajo, le confiere a aquella máquina su paradigma último y más aberrante. El siglo XX, a su vez, ejercerá el disciplinamiento de los cuerpos no ya sobre su materia visible o anatómica sino sobre una materia más sutil y deletérea, más compleja e impalpable, “la psique”. Una nueva especie de monstruo que, al mismo tiempo de engendrarse hizo necesaria su domesticación. Bestia indómita, deseante, regida sólo por el “principio del placer”, hedónica, egoísta que sólo procura su satisfacción a despecho de las barreras que la sociedad le alza para contener sus furores. Nace aquí el “conflicto psíquico” y la “enfermedad mental”, revés de los ideales disciplinarios del sistema que las terapias, cualquiera sea su signo, reinstalan y consagran bajo la forma de “cura”. De este modo, se transforman las determinaciones que cargan el campo social en un drama “psíquico-familiar” sobre el cual el Estado ejercerá su coerción disciplinaria más refinada y eficaz.. Regresemos ahora a nuestras preguntas. Nótese que hacia los finales del siglo XIX, la tutela que el Estado viene a ejercer sobre aquella trinidad demoníaca, «locura», «sexo» y «drogas», no sólo se refuerza por la aplicación de coerciones, ya sean directas o encubiertas, sino que ingresa ahora en la escena un nuevo “actor”, la “ciencia”, prodigioso y exacto instrumento en cuyo nombre se perpetraron no pocas aberraciones. Un saber impersonal, anónimo, objetivo, trans-individual, irrefutable, y cuyos prestigios, no por azar, se incrementaron sensiblemente hacia la primera mitad del siglo XIX gracias a los “grandes descubrimientos” y que por obra de las tecnologías actuales vinieron a agregarse otros más sorprendentes aún. Para nombrar algunos de ellos, citaremos al “genoma humano”, según el cual se “ha demostrado científicamente” que nuestra conducta posee un determinante “genético”, lo mismo que nuestra agresividad, nuestra solidaridad, nuestro rendimiento intelectual, nuestro aburrimiento, nuestra felicidad, nuestro desprecio, nuestras elecciones, sexuales, políticas, deportivas, tanto como nuestros actos morales e inmorales, etc. Así, el fundamentalismo genético, no azarosamente impulsado por la ciencia imperialista colocará a lo “psíquico” como un epifenómeno de aquel y al entero servicio de las fuerzas que expresa. La segunda mitad del siglo XX engendrará una subjetividad sobredeterminada por fuerzas incoercibles e inexpugnables procedentes de un fondo filogenético místico despojando a la conducta de toda dimensión ética o social para transformarla en una variable genética. Ya no existe la “elección” ni la “vacilación” sino la “sobre-determinación”. El sujeto no deviene sino en aquello que ya estaba prefigurado en su programa genético. He aquí el fin de toda metafísica, el fin de toda filosofía, el fin de toda psicología, el fin de toda sociología, el fin mismo del ser occidental, el fin de toda ética, y en su lugar, el advenimiento de la forma más aberrante de dominio, aquella que se ejerce desde el “pensamiento único”, desde la “doctrina única” y de sus monstruos venideros que ya han comenzado a acechar. PRIMERAS CONCLUSIONES. ¿Qué papel viene a cumplir en los Estados actuales la incorporación de esta deidad severa y rigurosa a la que llamamos “ciencia”?

Según nuestra hipótesis, la ciencia, en tanto saber anónimo e irrefutable, le confiere a las acciones públicas el marco de objetividad necesario tras el cual se encubren no sólo los mecanismos de control y de dominación, sino la satisfacción de los intereses corporativos y sectoriales que éstos expresan. Sin embargo, el desenmascaramiento del “argumento científico” ha permitido, no sólo exponer su origen ideológico, sino exhibir los vínculos estructurales que la ciencia establece con el poder político y los dispositivos del Estado. Foucault llamó a este fenómeno “relacionamientos de poder”, siendo que bajo esta expresión se pone en manifiesto la convergencia entre el “saber” y el “poder”, o bien, valiéndonos de una expresión conocida; su “alianza estratégica”. En efecto, mientras la ciencia le confiere al poder un fundamento irrefutable no sujeto a la dialéctica de la refutación; el Estado, por su parte, le ofrece a aquella su posibilidad de replicación a través de sus dispositivos por los cuales la ciencia consolida su hegemonía, piedra basal de los ingentes negocios químicos derivados de la farmacocracia que los Estados contribuyeron a instaurar. De este modo, los dispositivos de obediencia y dominación por los que todo Estado garantiza la reproducción del sistema, alcanzan el grado de estructura “objetiva”. He aquí la transacción estructural entre la ciencia y el poder; mientras la primera le confiere al poder la legitimidad que éste necesita para preservarse a sí mismo, el poder, por su parte, delega en la ciencia los aspectos “técnicos” de la dominación que aquella ejecuta bajo la forma de “terapias compulsivas”, tratamientos forzosos de recuperación, y para las cuales, en nombre de la “ciencia” y su misión salvífica, se legaliza el secuestro de personas y se interrumpen las garantías constitucionales, justificadas, en este caso, por la “obediencia debida” a razones de Estado. He ahí una de las razones que pueden explicar el pasaje de la locura, la sexualidad, y el consumo de sustancias psicoactivas a la incumbencia del Estado y de sus dispositivos. Sin embargo, el problema es más complejo aún de lo que imaginan los burócratas, tecnócratas, funcionarios, políticos y técnicos aquejados todos ellos de pensamiento lineal y furor electoralista. En efecto, el campo social es un espacio en el que convergen y se entrelazan múltiples atravesamientos de los que retenemos solo lo que permiten las categorías y los modelos rudimentarios de análisis que utilizamos para otorgarles visibilidad. De una tal simplificación proceden afirmaciones del tipo: “El consumo de drogas incrementa la tasa de delincuencia”. “El consumo indiscriminado de sustancias psicoactivas provoca alteraciones en la conducta social”. “Una gran porcentaje de quienes consumen sustancias psicoactivas se ha visto implicado, al menos en un hecho policial”. De este modo, se establece una relación causal entre “droga-delincuenciamarginación”, encubriendo aquella otra delincuencia, más depredadora, más desvastadora, y de mayor alcance que la delincuencia solitaria e informal imputada al “adicto”. Nos referimos precisamente a la que el prohibicionismo ha venido a engendrar. El prohibicionismo dio nacimiento a una de las industrias ilegales más vastas de toda la historia, y concomitante a ello, a una prodigiosa ingeniería de “lavado de dinero” en el que se encuentran involucradas respetables instituciones bancarias y financieras, puente y vehículo de financiamiento de no menos respetables corporaciones industriales, holdigns, consorcios, etc. Al abrigo del prohibicionismo crecieron toda suerte de asociaciones ilícitas y corporaciones delictivas aplicadas al tráfico, se expandió geométricamente la tasa de ocurrencia de delitos, y al mismo tiempo, dio nacimiento a una lucrativa industria de la “prevención” que provee no sólo voluminosas ganancias, sino que se constituye como la gran usina moral del que se vale el sistema para reforzar los circuitos de obediencia. ¿Qué daño puede infringir a la sociedad un “adicto” caído en la delincuencia que sustrae lo que no le pertenece comparado con el que puede provocar una corporación

financiera, bancaria o bursátil que, en tan solo minutos, puede arrebatarle a todo un país sus ahorros, trabajos y esfuerzos? ¿A quién temerle? ¿ Al adicto que delinque o al respetable padre de familia, director de una corporación “lavadora” cuya rapiña se inspira en aquel fatal principio de rentabilidad y beneficio? ¿ Joggins, zapatillas, cabezas rapadas, peinados exóticos, tatuajes, aritos, peircing? ¿ Es ésta la forma urbana que adoptan entre nosotros los serafines venidos del infierno? ¿ O aquellos “señores” de costosísimos trajes, lujosos attachés de cuero y celulares sofisticados que habitan la tierra prometida y pródiga de los “paraísos fiscales? ¿ A quién temerle? ¿ A los que perpetran “delitos contra la propiedad? ¿ O acaso aquellos cuya “propiedad” es producto del delito? A éstos últimos, a éstos últimos pues, si los primeros por obra de su acto delictivo transgreden y violan las leyes; los “respetables caballeros”, “respetables padres de familia”, gerentes de “respetables corporaciones financieras y bancarias” perpetran su delito al amparo de la ley que les provee la estructura jurídica necesaria para que su crimen cometido en común con quienes los protegen y necesitan de ellos aparezca bajo formas no-punibles. ¡No..no..no los sucesos, general, dime cuál es la sustancia del asunto! Sin embargo, la educación que recibimos y que sólo algunos logran eficazmente deshacerse de ella, nos condiciona para pensar y proceder como el general de Marco Aurelio. Ateniéndose a los acontecimientos se pierde de vista el proceso que les subyace y los determina. Entonces, el mundo se nos presenta bajo una forma lineal, sucesiva. Primero A, después B y después C, y no ya como los componentes de un sistema. De esta linealidad, de esta simplificación proceden aquellos argumentos que vinculan a la droga y a la delincuencia según una relación causal y necesaria cuando en verdad aquella ecuación se funda en una falla interior y encubierta. Llamase a este procedimiento argumentativo “falacia del accidente”, y si bien, desconocido e ignorado por la gran mayoría de quienes bajo su gestión depende el ejercicio de nuestros derechos fundamentales, aún así lo aplican a diario. Y de esta aplicación no informada del principio que la gobierna, se inspiran las acciones públicas, decretos, resoluciones, y otras especies del ejercicio del poder ¿Deberían acaso nuestros funcionarios recibir instrucción filosófica y lógica? ¿Deberían acaso requerir el asesoramiento de expertos en lógica discursiva y argumentativa? La complejidad que presenta el fenómeno del consumo de sustancias no puede expedirse invocando recetas y fórmulas. Podemos decir que en la Argentina, al igual que en todos los países donde rige un prohibicionismo irrestricto, más bien se ha agravado, y la ausencia de un análisis multidisciplinario es lo que contribuye a su agravamiento. Pero entre el mayor flagelo originado por el prohibicionismo, sea tal vez, la invención de la figura del “adicto”. El “Adicto” como construcción no es más que la figura patética y a veces trágica invocada con fines exhibicionistas para demostrar los “estragos” que provoca la droga en “nuestros jóvenes”. Es la trampa a la que el sistema empuja e instiga, ya que quienes caen en ella lo nutren de las excepciones que aquel necesita para desplegar sus mecanismos de control y de obediencia. El “adicto” es el prisionero de guerra de aquella batalla librada contra las drogas, y que, a diferencia de los prisioneros de guerra, lejos de gozar de los derechos inalienables de todo prisionero, es objeto en cambio de tratamientos compulsivos, no-voluntarios procediéndose a su secuestro y aislamiento en centros de “recuperación” cuya metodología aberrante, similar a la aplicada en los centros de detención clandestina creados por la dictadura militar, no es modo alguno causal. En efecto, “adicto”, proviene de la expresión latina a-dictum, es decir, privado de palabra. Al igual que “alumno” es quien se halla privado de luz, y por ello el docens es quien debe guiarle y “arrojar luz” sobre quien ha sido alcanzado por la tiniebla de la ignorancia. Adicto es también el sujeto privado de la libertad, no de la libertad formal o jurídica, sino de la libertad genuina, la que debe serle

arrancada al sistema que en su lugar provee una libertad vacía, masificada, inerte e inservible. El adicto es también aquel que se halla privado del acto, ya que no es una decisión sino una “compulsión” lo que lo mueve a “actuar” (de hecho, esta es la primera vez en cinco años en la que se le da la palabra a un consumidor en una conferencia sobre política de drogas). Y por último, adicto es también el sujeto privado de identidad, no ya la formal, sino la otra, la que resulta de un proceso de construcción y no de un acto jurídico-administrativo. Pero, estas privaciones no son tan sólo meras carencias, sino que forman parte de una refinada operación semántica, discursiva, ideológica, y particularmente “intervencionista” en la que el sujeto “adicto” es acorralado, encerrado, estigmatizado, demonizado, y luego “salvado” de “sí-mismo” para sumarlo a la “salud pública” como medalla que se ostenta o trofeo que se exhibe. Y es la invocación de aquellas privaciones lo que autoriza toda forma de intervención externa, ya sea psíquica, jurídica, policíaca, psiquiátrica, u otras. He aquí su fundamento. “En tanto tu padeces una “adicción” que te priva del habla y de la libertad de tu acto, y aún de tu identidad como de tu albedrío, debo yo intervenir para devolverte al lugar del que por obra del mal que te aqueja te has exceptuado. Seré, en consecuencia, tu funcionario “interior”, tu policía psíquico, y quien asuma desde ahora la dirección y la administración de tu ser. El periodismo, en este contexto, se suma como un instrumento más a los dispositivos de obediencia civil que el sistema despliega sobre los sujetos, aportando en este caso el componente “visual” o “espectacular” y efectista por el que se ponen en escena los estragos que provoca el consumo de drogas. No es un mero recurso el pixelar la mirada del adicto que, en nombre de una alegada reserva de identidad, viene, en verdad a borrarla y suprimirla ya que, de esta forma se alcanza la categoría universal que sirve de instrucción moral. Gracias a semejante artificio, “este adicto”, el que se está entrevistando ahora, en este mismo momento, se transforma por obra de la alquimia periodística en “todo adicto”, y de ahí hasta alcanzar el rango de “categoría” bajo el cual se encarna la figura de “el adicto”, efectuándose así el sutil pasaje del “estereotipo” al “arquetipo”. Y tan pronto como el relato ejerció ya el calculado efecto de horror, el periodista extrae por fuera de la escena la machina deus final que viene a magnificarlo advirtiéndole al televidente: “Y ese “adicto” que usted vio desgarrarse frente a las cámaras, “puede ser su hijo, señora o señor, excepto que…”. Es así como esta sublime operación psicológica propone el reconocimiento de la condición de “adicto” como una suerte de garantía terapéutica y es esta misma operación la que le extrae la palabra al “adicto” reduciéndolo al peor de los silencios que es el silencio sobre sí mismo. Y tan pronto como la “víctima” de las drogas ha exhibido su miseria y acaecido ya el apocalipsis psíquico ante las cámaras, sobrevendrá el diluvio moral a manos de los “especialistas”, tecnócratas, funcionarios y entre los cuales no faltarán aquellos padres alcanzados por el “flagelo” de la droga. El “adicto”, dicen aquellos, es ante todo, “un ser enfermo”, una “víctima” antes que un delincuente, siendo ahora el pasaje de la delincuencia a la enfermedad el nuevo “paradigma” bajo el cual se inscribe el problema de las drogas. No por nada el progresista avance de la actual ley de drogas hace casi 20 años fue pasar de penar con prisión el mero consumo a obligar a los consumidores a redimirse de su pecado. Ahora ya no se los encierra en cárceles sino en granjas de rehabilitación. Son estos especialistas quienes nos dirán con estadísticas (que los diarios se encargarán de expandir con fastuosos titulares), que por ejemplo la mayoría de los internados por adicción en centros de rehabilitación fumaron marihuana, cuando precisamente estos “adictos” están ahí porque una ley los obligó a encerrarse y recuperarse de haber llevado encima un cigarrillo de marihuana. Una vez más vemos repetirse el fenómeno de la profecía autocumplida. Pero, el reguero moral no se detiene allí. El “adicto”, se dice, necesita “ayuda”, en nombre de lo cual se justifican las exacciones psíquicas de las que es objeto, como así la aplicación de terapias coactivas e involuntarias tendientes a

superar una enfermedad artificial engendrada por el poder con el concurso necesario de los saberes públicos, entre ellos, la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis. ¿Pero no son acaso aquellas prácticas los verdaderos dispositivos por los que se ejerce la obediencia antes que ciencias, técnicas o saberes al servicio de una “curación”? ¿Existe algo más infame y degradante que el valerse de los prestigios de la medicina para extorsionar en su nombre con peligros imaginarios, improbables o jamás demostrados, siendo el temor que inspiran aquellos la única prueba de su peligrosidad? Pero detrás de toda construcción existe un fin. Es sabido que una comunidad necesita que sus leyes se transgredan, se violen, a fin de preservarse de la disolución a la que se vería arrastrada. El homicida, por medio de su crimen, consagra el principio de la coexistencia pacífica, el robo consagra el principio de propiedad sobre el que descansa el capitalismo. Ahora bien, ¿qué principio consagra la caída en la “adicción” y su exacerbación? Probablemente el de una salud pública bajo la incumbencia del Estado ¿Pero se debe esperar del Estado el otorgamiento de los derechos, de las libertades, y aún el de la salud en cuya preservación, por lo demás, ha demostrado su proverbial ineficacia? ¿Es el Estado el proveedor de la norma jurídica y al mismo tiempo el proveedor del sentido de la vida o aún del bienestar y de la felicidad? Y en una paráfrasis spinozista cabe preguntarse ¿Por qué alentamos la máquina que nos desgarra y nos desvasta y votamos a sus agentes? No se gobierna a la manada humana confinándola a la ignorancia sino reduciéndola a un perpetuo estado de necesidad pues, detrás de toda necesidad no hay un derecho sino un infame y perverso aparato montado para su preservación. Y si acaso se llama “subsidio” a la humillante limosna otorgada por el poder, llámese al mismo tiempo “trato degradante” a la ayuda pública que incrementa la dependencia con fines políticos. Y llámese “cínico” al político que consagra a la pobreza como valor, a la necesidad como derecho y a la ignorancia como virtud. Llámese también “partícipe necesario” al Estado que le provee la norma jurídica al delito para que no parezca tal y “asociación ilícita” a las bandas de políticos y funcionarios que gozan de sus exacciones y beneficios aplicando, sí, en este caso, voluminosas “retenciones” a la riqueza pública destinadas al pago de favores corporativos y privados. Como vemos, el “adicto” proviene de las grietas del sistema, de sus fallas, de su propagación, de sus líneas de fuga, de las fabricaciones del aparato de control, de la acción combinada de los dispositivos de obediencia y de los saberes sobre los que el Estado legitima su funcionamiento. Puede decirse que el “adicto” es un producto estatal resultante de la prohibición a la que se suma luego la barbarie psiquiátrica, las terapias compulsivas, el secuestro de los cuerpos y las mentes en aquellos centros de recuperación-detención hasta construir aquella fina y cerrada malla por donde el “adicto”, una vez transformado en despojo y trofeo y derrocada su condición de sujeto de derecho, cínicamente, perversamente, se lo obliga a devenir “persona”. He dedicado este breve trabajo, a los sobrevivientes de los centros de recuperación-detención quienes, habiendo rechazado el diagnóstico psiquiátrico que pesaba sobre ellos, y habiendo resistido con todas sus fuerzas y sabiduría el caer bajo el estereotipo del “adicto”, afirmaron nuestra común humanidad y civilización a la cual me jacto pertenecer… Eso era todo lo que quería decir. No los retengo más. Muchas gracias. . De criminales y enfermos. Hacia un consumo “alternativo”. El actual escenario despenalizador, aún incipiente, se ve travesado por dos

grandes líneas opuestas las que, según creemos, ejercerán cada una de ellas y a su modo un efecto condicionante a la hora de promulgar la anunciada ley de despenalización. La primera de ellas proviene de la impronta demonizadora operada por el prohibicionismo que ha declarado “práctica diabólica” al consumo de sustancias psicoactivas. La segunda, en cambio, proviene de la normativa constitucional en la que todo decisorio judicial debe fundarse. El fallo de la Corte Suprema recientemente emitido, si bien ha trazado la diagonal simétrica entre aquellas dos líneas encontradas, es de esperar que una tal decisión no caiga bajo los efectos de las falacias prohibicionistas que, entre otras cosas, ha inspirado y promovido la actual penalización del consumo de drogas aún vigente. Sin embargo, aquella ley no ha impedido que la mirada sobre la droga haya experimentado lo que podría llamarse una cierta “secularización” con respecto a la mirada demónica y casi escatológica sustentada por el prohibicionismo. El pasaje gradual operado entre la criminalización del consumo hacia su medicalización, aunque esto mismo exprese un cambio en la visión oficial, no por ello debe ser considerado un avance. En efecto, según nuestra hipótesis, descubrimos en este pasaje mucho más a los efectos operados por el prohibicionismo y su prédica que a un desplazamiento auspicioso del eje del problema. Si acaso la “despenalización” del consumo se verá seguida por una “medicalización” gracias a la cual el consumidor de drogas deja de ser un delincuente para transformarse en un “enfermo”; el escenario despenalizador, en consecuencia, no será propicio a una nueva inscripción social del consumidor la cual, según creemos, la ley de despenalización debe favorecer. Y si bien la mirada dirigida hacia el delincuente no es la misma que la mirada dirigida al enfermo, lo cierto es que, tanto uno como otro, sin perjuicio de lo que representen−ambos−, por fuerza, se ven obligados a asumir una identidad social marcada por un fuerte componente negativo. Esta minusvalía psicológica inicial, por sí misma, representa un menoscabo perpetrado sobre aquella “integridad psico-social” declamada tan enfáticamente por todos los organismos internacionales como un derecho fundamental de las personas y, según se dice, objetivo fundamental de todas las terapias de “recuperación de adictos”. Ahora bien, la categoría de “enfermo” aplicada al consumidor de drogas, desplaza el núcleo del problema hacia un plano estrictamente médico que, caído bajo las banderas del asistencialismo puede, muy bien, servir de cobertura a prácticas lesivas de derechos fundamentales protegidos por la Constitución. En efecto, la medicalización del consumidor, por su parte, reinstaura la triste figura del “adicto” en cuyo nombre el sistema hace recaer sus extorsiones morales legitimando con ello la aplicación de mecanismos represivos y disciplinarios. El “adicto” es el único prisionero de guerra de aquella batalla librada contra las drogas, y que, a diferencia de los prisioneros de guerra, lejos de gozar de los derechos inalienables de todo prisionero, es objeto en cambio de tratamientos compulsivos, no-voluntarios procediéndose a su secuestro y aislamiento en centros de “recuperación” cuya metodología aberrante, similar a la aplicada en los centros de detención clandestina creados por la dictadura militar, no es modo alguno causal. Por todo lo expuesto, sostenemos aquí que la medicalización del consumidor en la que se recupera el legado dejado por la penalización, lejos de constituir un “avance”, antes bien, es la operación por medio de la cual se reinstaura, bajo la falsa bandera del asistencialismo, el “tratamiento compulsivo” del adicto. Instrumento éste que, en manos de la psiquiatría, deviene funcional a los fines disciplinarios del sistema antes que a una resolución terapéutica. ¿Debemos darle crédito a un tratamiento cuyo fin terapéutico coincide con los objetivos disciplinarios del sistema? El llamado “problema” de la droga sigue oscilando entre dicotomías rigurosas e inexpugnables. Así, la dicotomía “delincuente-enfermo” no deja espacio para la apertura del problema hacia planos diferentes reduciéndolo, en cambio, a tan sólo dos polos posibles. Sin embargo, el problema de la droga no es un problema médico sino “ético” y, es éste, el pasaje que, en verdad, debe prevalecer en lugar de

aquel otro. La proyección del consumo sobre una dimensión ética, por cierto, hace estallar las rígidas coordenadas político-institucionales en dirección hacia un consumo responsable y consciente abriéndose hacia nuevos planos que es necesario explorar e investigar aún y que hemos agrupado aquí bajo la categoría de “consumo alternativo”. La despenalización del consumo, en consecuencia, no debe quedar atrapada en el interior de una concepción lineal del problema sino, antes bien, debe desencadenar, a partir del marco jurídico, el proceso social que termine inscribiendo el consumo de sustancias en un espacio no restrictivo ni discriminatorio y sobre el que hoy se constatan mucho más los efectos del prohibicionismo y su demonización que los de la enfermedad pretendida. El pasaje de la delincuencia a la enfermedad, claramente, es el heredero de la penalización del consumo y al que aquí oponemos aquel otro pasaje; el de la medicina a la ética según el cual, el consumo de sustancias psicoactivas puede abrirse ahora sobre planos creativos, exploratorios, “conscientes”, es decir, no-compulsivos y según dosis adecuadas. El verdadero “avance” del problema es aquel que hará posible una inserción social del consumo opuesto así a la estigmatización que nos propone el sistema bajo la forma de una medicalización sospechosa.

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