DESDE LA CIMA
DESDE LA CIMA de aquel cerro el dios y su nahual habían visto los collados: colinas, valles, barrancas no muy hondas. ¿Depresiones? También, y una tras otra. Arriba se veían nubes sospechosamente blancas, que caminaban lentamente, luego se detenían, y volvían a caminar. Abajo la vista se perdía en un paisaje igual, donde el cielo parecía haberse adelantado a los viajeros para unirse, siglos antes que ellos, con la tierra. Allá, o más allá, deberían llegar. Ellos también, los viajeros incansables en que parecían haberse convertido el dios y su nahual. ¿Cuándo? Quién sabe. Tan igual era el paisaje que nadie, ni el propio Quetzalcóatl, podía calcular si era corta o muy larga la distancia. Los amigos se quitaron las máscaras y se miraron, sonrientes y contentos, a los ojos. ¿Seguirían de inmediato su camino? ¿O tomarían algún descanso? El primero en hablar fue el nahual de Quetzalcóatl, y dijo: —Si la distancia es corta, llegaremos muy pronto; si la distancia es larga, será mejor que empecemos de inmediato; si lo hacemos así, siempre llegaremos antes. Y dejando al dios sin posibilidad de negarse, a buen paso de viajero se adelantó a su amo. Cerca aún del brillo caliente del Itztépetl, no se habían dado cuenta de que ahora caminaban por un terreno helado. —¡Brrr...! —dijo el nahual. —¡Brrr...! —le contestó, entelerido, Quetzalcóatl. Ya reanudaban el dificultoso viaje, cuando comenzó a nevar.