Desarrollo

  • June 2020
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El caso del agujero de ozono Probablemente éste sea un ejemplo paradigmático de la confusión creada por ecologistas y algunos oscuros intereses mercantiles. Para empezar, el agujero de ozono no es un agujero, sino un adelgazamiento local y estacional de la capa de ozono. A fines de los años 70 del siglo pasado se inició esta psicosis. Pero las sospechas de errores en los instrumentos que controlan la merma en la cantidad de ozono durante los meses de primavera dieron lugar a estudios más severos. Así, el Instituto de Tecnología de Massachusetts emitió a mediados de 1996 un dictamen señalando que el promocionado "efecto invernadero" -cierto veloz recalentamiento de la Tierra, susceptible de provocar catastróficos cambios climáticos- es, en realidad, "un tema de ciencia ficción", alentado por la ignorancia científica de los ecologistas. Richard Lindzen, autor del documento aludido, señaló decisivamente: "Todas las predicciones en ese campo son tonterías. No es verdad que las emisiones de gas provenientes de la actividad humana puedan aumentar la temperatura terrestre". Por añadidura, los biólogos no han podido detectar una relación entre la merma de ozono y el cáncer de piel. La capa de ozono ha tenido siempre cíclicos cambios en su grosor, pero antes de los años setenta no se habían verificado por la inexistencia de instrumentos adecuados. Los satélites de nueva generación han hecho observaciones más certeras, comprobándose que se producía periódicamente una recuperación del adelgazamiento. Existe un ciclo anual de reversión, como si la naturaleza compensara tales alteraciones, producto del complejo equilibrio natural. En este ejemplo, la psicosis ecologista fue apoyada por intereses comerciales, porque según muchos científicos todo se reduciría a un argumento de mercado para vender cremas protectoras, especialmente en verano. Suena a premisa frívola, pero nunca se sabe. Más allá de estas teorías, lo importante es despertar una conciencia entre científicos y seres humanos comunes sobre la deconstrucción del humanismo implícita en las campañas llamativamente costosas de los grupos ecologistas. Defender a capa y espada entinemas de color verde implica abatir el adelanto de la civilización, acaso el sentimiento más importante y constante del devenir histórico. Por Armando Alonso Piñeiro Para LA NACION El autor es historiador y presidente del Consejo Argentino de Estudios Económicos, Jurídicos y Sociales.

Tengo la certeza de que el presente trabajo va a molestar a muchos, en particular, por supuesto, a los ecologistas. Pero es tal la campaña mundial desplegada desde los años 70 -y con especial énfasis a partir de los noventa- por quienes se dicen defensores del ambiente, que han logrado la irónica consecuencia de crear un clima asfixiante al cual no he podido sustraerme. Antes que nada, una precisión necesaria: no debe hablarse del medio ambiente (lo cual podría crear la errónea idea de la eventual existencia de un cuarto de ambiente o de equis décimas de ambiente). Ambiente pues, sin previo aditamento de ninguna clase. En enero de 1993, en una reunión celebrada en Caracas por la Asociación Latinoamericana para la Familia, la venezolana Christine Vollmer se opuso a los postulados ecologistas que "tratan al hombre como a una plaga". Recordó que las investigaciones científicas permiten anticiparnos a los problemas que se presenten en el futuro y empezar a solucionarlos. Y criticó las afirmaciones sobre el crecimiento de la población, capaz de causar severas crisis ecológicas en corto plazo. "Esto no ha sido probado", fue su conclusión. Tanta razón tenía que cabe evocar a Paul Erlich, quien en 1960 publicó su libro La bomba poblacional , en cuyas páginas profetizaba que miles de millones de personas morirían de hambre hacia 1980 "a causa del deterioro ambiental". Nada de eso ha sucedido. Hay una enorme cantidad de personas que, efectivamente, se mueren de hambre en buena parte del mundo, pero no se ha verificado que las cifras alcanzaran a "miles de millones".

He aquí un ejemplo clásico de las exageraciones del ecologismo. Sus partidarios no entienden que la naturaleza posee una gran capacidad de autorrecuperación, y como bien se ha afirmado recientemente, cuando postulan la

prohibición de la tala, uno tiene la incómoda sensación de que estos extraños teóricos desean un mundo sin libros ni diarios. El fanatismo ecológico ha llegado al extremo de instaurar un dogma tan discutible como equivocado: todos los animales cumplen una función en el ecosistema planetario, y por ello hay que respetarlos. Ratas y cucarachas -y me abstengo de citar una larga nómina de otras alimañas- ocasionan enfermedades en el ser humano. Ocioso resulta subrayar que el hombre está primero. Precisamente la concepción ecologista del hombre resulta tenebrosa, porque ha caído en una intolerancia aberrante, poniendo al ambiente por sobre las funciones naturales, científicas, tecnológicas y ergonómicas de la criatura racional.

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