De Un Color Malva Indefinido

  • October 2019
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  • Words: 2,210
  • Pages: 7
DE UN COLOR MALVA INDEFINIDO

¿Os ha gustado la comida? Mucho, abuela. Cuando vuelvan los papás ya podéis decirles que os hagan algún plato de fundamento en vez de esas pamplinadas en plástico. ¡Andad ahora a la sala! Decidle al tío Iñaki que os cuente algo. Yo tengo que recoger todo esto. ¡Tío! ¡Tío! Venimos a que nos cuentes algo. ¿Cómo que os cuente algo? ¿Qué os voy a contar? De guerras. Cuéntanos de guerras y cosas así. Eso es un rollo, Maite aseguró el tío y dirigiéndose a su sobrino inquirió nuevamente: ¿De qué te gustaría, Iñaki? El niño quedó mudo mirando a su tío que prosiguió: Os podía contar.... ¡Ya está! chasqueando los dedos y mirando fija y alternativamente a sus dos sobrinos, continuó con voz profunda La historia de una bruja que cambiaba con la luna. Se metió en mi vida, casi mato a un amigo y me dieron la torta mayor que he recibido. ¡Cuenta! ¡Cuenta! asintieron ambos. Iñaki inició su relato: Yo era un niño más o menos de vuestra edad. Corrían los últimos días de otoño. Había empezado la escuela. Había empezado a llover. Los suelos aparecían alfombrados de hojas muy tostadas que el sirimiri iba barnizando. Aquel día, al salir del colegio, Fermín, uno de mis mejores amigos, y yo nos dirigimos hacia las pasarelas del río. Bajamos deslizándonos por la Cuesta Rompeculos. Allí ojeamos las chipas e hicimos unas chipichapas. Decidimos luego visitar un antiguo conocido, un peral. Lo tuvimos que saludar de lejos ante la recelosa mirada que nos largó un hortelano que ataba sus cardos. Cuando hubo oscurecido iniciamos la vuelta. Pero, antes de recogernos en casa habíamos de liquidar los restos de la paga del domingo y nos encaminamos hacia el carrico.

¿Qué es el carrico? preguntó Iñaki. Era una especie de tienda de chucherías que tenía ruedas y por la noche se iba a dormir. Bueno, en lo que estaba, cuando subíamos por la cuesta... delante de nosotros subía una mujer. Su pelo rubio, muy rubio y ensortijado, se descolgaba por una espalda corta que a través de una estrecha cintura se redondeaba en un enorme culo que bailaba sobre dos piernas apoyadas en unos zapatitos de un color malva indefinido que nunca había visto. En el momento en que la rebasamos, sin querer, rocé su mano con la mía. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Miré primero aquella mano. Era pálida, pequeña y huesuda. Busqué entonces el rostro. Era una cara de niña con unos ojos azules, casi grises, flanqueando un entrecejo poblado de pelitos grises nuevamente. Sus labios casi no llegaban a dibujarse. Pero... aquel punto gris sobre la nariz imantó por un instante mi mirada. Mas pronto olvidé el encuentro, aparentemente fortuito. Contaba aún con la mitad de la paga del domingo que invertí en cromos de futbolistas. Fermín también se compró sus dos sobres, como yo. Ninguno de los dos teníamos completo el equipo local, Osasuna. A mi amigo le faltaba Sabino y a mí Recalde. La fortuna puso en mis sobrecitos dos Sabinos y en las suyas un Recalde. Justamente al revés de las necesidades de nuestro álbum. Ya oscuro, nos dispusimos a entablar las negociaciones pertinentes. Para ello, nos dirigimos a un parque junto a la plaza de toros. No lo recuerdo muy bien, pero las negociaciones no debieron dar los frutos esperados, porque al poco rato, en vez de intercambiar cromos, intercambiábamos piedras. Estas fueron incrementando su tamaño y peso. No puedo determinar la artillería enemiga. Pero sí recuerdo que la batalla finalizó cuando, tomando un trozo de ladrillo rojo que se colocaba para bordear un cuadrito ajardinado, lo lancé a mi contrincante y éste cayó derribado. Mi primera reacción fue la de acercarme a él. Yo no había querido.... Estaba en el suelo, tendido. La curiosidad convocó a la gente que circulaba por el entorno y en breve un corro de gente rodeaba el cuerpo de mi amigo, aparentemente sin vida. Me esfumé del círculo, pero seguí atentamente los acontecimientos desde una esquina cercana junto a un colegio de monjas. Acongojado levanté la vista en busca de un rayo de luna caliente que no encontré.

Un tío de Fermín tenía un taller en una calle contigua. Llegaron unos obreros de buzo azul oscuro, casi negro. Uno de ellos miró en la dirección que yo me encontraba. Ello me bastó para salir de estampida. Sin descanso, y dando un enorme rodeo, vine a casa. No era tarde pero estaba muy oscuro. Entré en la cocina y me senté en la mesa camilla. Mi madre, la abuela, me miró extrañada. El situarme en disposición de estudio era habitualmente el fin de una ardua y laboriosa tarea de la que aquel día, incomprensiblemente para ella, le había liberado. Estaba aterrado. "¿Lo habré matado? Si muere, vendrán a buscarme. Saben que soy amigo suyo. En cualquier momento vendrán a por mí...", pensaba. La abuela, sospechando algo, me miraba de vez en cuando pretendiendo descubrir qué me sucedía. ¿Te pasa algo, Ignacio? preguntó. No mamá, ¿por qué? No sé... Sonó el picaporte en el portal. Tres con repique. El corazón me dio un salto. La abuela salió a la escalera. "Ya estaba. No podía ser otra cosa. Venían a buscarme. ¿Qué no me harían?", pensé. Me temblaba todo. Me acerqué al espejito de afeitar de mi padre que pendía en el ventanillo del balcón. Estaba pálido, casi blanco. Me agaché velozmente y tomé la badila para dar vuelta al brasero. Con la cara entre las faldas de la mesa, mi rostro perdería la palidez. Mi madre, la abuela, de vuelta a la cocina anunció al carbonero. Aquel hombre, un señor enjuto y mal afeitado que cuando bebía se travestía en torero, me quitó de encima un peso mayor que el que vertió en la carbonera. La abuela no me quitaba ojo. Yo intentaba disimular, pero lo debía hacer tan mal que tuve que soportar el termómetro y tomar una manzanilla antes de ir a la cama. Una vez entre las sábanas, no podía arrancar de mis ojos la imagen de Fermín, muy pálido y poblado de pelitos grises. Finalmente, contra todo pronóstico, dormí. Al día siguiente, nada más despertar, pensé que debía enfrentarme a una dura prueba: saber qué había sido de mi amigo. Todo se dilucidaría en el colegio.

Salí de casa, no sin que antes la abuela hubiese escrutado mi lengua y hubiese mantenido en varias ocasiones la palma de su mano en mi frente. La cartera pesaba más que de costumbre. No fui pateando pilonga ni piedra alguna. No intenté quitar el tapón de la válvula a la rueda de ningún coche. Marché cabizbajo y directamente. En la puerta se encontraba el Prefecto de los bachilleres, bajo y regordete, tocado de un bonete y dotado de una aguileña nariz que le había proporcionado mote de rapaz nocturna. El búho me miró. "Lo sabe todo", pensé. "Sabe que soy un asesino y que ayer maté a Fermín". Imaginaba al sacerdote revistiéndose la casulla negra, mientras ascendía las escaleras del coro, puesto que en él se situaba nuestra clase para la misa. Nada más asomarme, pude ver a mi amigo, como recortado de un "Mortadelo", con su cabeza completamente vendada. Mi alegría no tuvo límites. Por una vez las cosas me habían salido bien. Al salir, de fila a fila, la mirada de Fermín y la mía se cruzaron e intercambiaron un saludo acompañado de una leve sonrisa. Llegamos a clase. Fermín se sentaba en la primera fila de pupitres. Todo el mundo le rodeó para preguntarle el motivo de su nuevo atuendo en la cabeza. Por el tipo de vendaje, envolviéndole toda la cabeza, tenía que ser algo gravísimo. El intentaba evadirse de la explicación que resultaba un tanto ridícula y embarazosa, máxime cuando todo el mundo nos tenía por buenos amigos. Pero la evasiva no iba a dar resultado con el Padre Facundo. Este, nada más entrar, se encaminó hacia él. Pero controló su curiosidad y rezó primero. Luego, nos mandó sentar. El estrépito de los asientos de los pupitres al caer no fue acompañado de la habitual reprimenda. Los encargados de la tinta, como todos los días, fueron a por los botellones de Watermans para proceder, al llenado de los blancos tinteros de cerámica. D.Facundo ordenó silencio. Cuando éste se hizo, preguntó: ¡Fermín! ¿Qué te ha pasado? Que Iñaki me pegó una pedrada contestó Fermín. D. Facundo era pequeñito. No llegaría a uno cincuenta, uno cuarenta y ocho o así. Pareció crecer y, sacando un fuerte vozarrón, dijo: ¡Iñaki!

Yo me puse en pie. ¡Sal del pupitre! ordenó. Cuando me encontraba en medio de las dos hileras de pupitres, vino hacía mí y me soltó la torta más hermosa y sonora que he recibido a lo largo de toda mi existencia. Me tambaleé. Su mano pequeña y huesuda quedó impresa en rojo sobre mi piel. Pero aquella torta, la mayor de mi vida, me hizo feliz. No me volví a sentir culpable. Había pagado. A partir de entonces fue un maravilloso día. Al salir deambulé con mi amigo Fermín por el parque de la Media Luna. Nos regalamos los cromos que nos faltaban. Ambos nos sentíamos satisfechos de nuestra amistad. Como me quedaban dos reales, nos encaminamos al carrico para comprar unos caramelos en forma de limón, limonicos. Al llegar, no estaba sola la mujer pequeña y gorda que habitualmente ocupaba el interior. Este lo compartía con otra que se me quedó mirando. Unos instantes aturdido y caí en la cuenta. Se trataba de la misma mujer que me había helado el día anterior. Sólo que en vez de cabellos rubios, su melena era negra. Sus ojos no eran azules, sino negros también. Su entrecejo era limpio y ninguna tonalidad gris pintaba su rostro. Unos labios gruesos, como hechos para besar, abrieron para mí una cálida sonrisa. Me quedé cortado. ¿Era la misma mujer o se trataba de un acusado parecido? ¿Por qué me miró así el día anterior y hoy me miraba con calor? ¿Había tenido algo que ver en la pelea con mi amigo?, me preguntaba. Hice caso omiso a mis interrogantes y saqué mi moneda de dos reales solicitando limonicos. La dependienta habitual hizo bailar velozmente su mano pringosa sobre las golosinas y, retirando de mi palma los dos reales, depositó cinco limonicos. Voy a regalarles uno más, chica, así los pueden repartir y no reñirán sugirió ella fijando en mí sus ojos mientras pronunciaba el verbo reñir. Su mano, una mano morena y carnosa, se aproximó a la mía y depositó el nuevo limonito. El mero roce de su piel con la mía me hizo sentir un descarga. Una descarga, en esta ocasión de calor, invadió mi cuerpo como si aquella mano, una mano de acariciar, me hubiese envuelto por completo en una caricia. No obstante, en cuanto el sexto limonico se reunió con los restantes, me di la vuelta rápidamente. Estaba confuso, muy confuso. No me daba miedo, pero....

Miré entonces al cielo, una luna finísima, como una barca luminosa con su proa elevada, colgaba en lo alto. !Tío!, pero, ¿cómo sabías que era la misma? Igual te imaginabas... Sí, era la misma. Cuando esperaba la sexta golosina, de puntetas, pude observar sus zapatos. Eran unos zapatos de un color malva indefinido que no había visto más que una vez. ¿Ya está? Aún no. A los días, falleció el Padre Facundo. Todos fuimos al funeral y los de su clase bajamos al cementerio. Estábamos todos apelotonados a un costado del panteón y nuestra escasa altura nos impedía contemplar el acto. Estando allí, entre roquetes sotanas y gabardinas con brazalete negro, descubrí unas manos... Eran unas manos fuertes, bien formadas, de piel morena, tersa y brillante, unas manos de acariciar. Sostenían una rosa roja. Cambié de lugar pretendiendo descubrir la dueña, ya conocida, de aquellas manos. Lo más que conseguí fue entrever unos gruesos labios de besar entre bonetes y calvas. Luego, agachado, unos zapatos de color malva indefinido entre botas y sayas negras. ¿No viste más? Me robaron sus ojos. Volví sobre mis pasos y me dirigí a la única puerta de acceso al camposanto. Me situé allí seguro de alcanzar mi propósito. Pero pasó el cortejo y ella no estaba en él. Volví atrás pensando que tal vez podía haberse quedado rezagada. Nada, todo estaba vacío. De repente al final de un prolongado pasillo flanqueado de cipreses, me choqué con una luna gigantesca. Desde su redondez me miraba bailando sobre un cielo de un color malva indefinido. ¿Os ha gustado? preguntó Ignacio a sus sobrinos. Iñaki, abriendo desmesuradamente sus ojos, contestó: Mucho. Y, ¿sabes?, me gustaría, cuando sea mayor, tener unos labios de besar y unas manos así, de acariciar, como las de la Luna. ¿Qué luna? preguntó el tío no sabiendo por dónde iban los pensamientos de su sobrino. ¡Ahí va!, pues la de los zapatitos de color malva indefinido. ¡Ah, ya! asintió pensativo y, volviéndose hacia Maite, inquirió a su vez Y, ¿a ti, Maite, qué te gustaría ser cuando seas mayor?

Maite frunció el ceño y, distanciando sus rechonchas manitas, contesto: ¿A mí? Poder tirar piedras así de gordotas, como tú.

JAVIER MINA, Pamplona, noviembre de 1990

Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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