Cuentos De Los Ryujin 1

  • October 2019
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Cuentos de los Ryujin (1)

Por Sandra Viglione Presentado al Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América, 2007.

Cuentos de los Ryujin 1 Por Sandra Viglione

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El papel rodó por la calle, aleteando en la brisa. Era un pedazo de papel amarillento, arrancado de una bolsa de supermercado o algo así. Rodó un poco por aquí y un poco por allá, como si buscara algo. —¿Buscando algo, un papel?— me dije. — Querida, estás enloqueciéndote. — Pero el papel siguió su camino. La brisa se detuvo un momento, y luego sopló más fuerte. La llamábamos Ciudad del Viento, sólo por broma, pero era de verdad una ciudad ventosa. Un montón de ruinas azotadas por la brisa. La brisa se había convertido en viento ahora. La siguiente ráfaga se llevó el papel fuera de la vista, y yo volví mi atención a asuntos más importantes y más urgentes. Ya lo había olvidado cuando volvió. — Este papel está buscando a alguien... — pensé de nuevo, y entonces, el papel amarillo rodó directo hacia mí, a pesar de la brisa. Lo levanté. Tenía una sola palabra escrita en él. Leí: Alexia...

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Parte Uno. La Reina Capítulo 1. Bentén.

El sol brillaba claro sobre los campos. Era casi el tiempo de la cosecha. Una chica descendía por el camino sinuoso que venía de la villa. Era joven, alta y hermosa, y saltaba con agilidad, descuidadamente, sobre los montones de rocas desparramadas. El sol se reflejaba en su cabello largo y oscuro, y la corta carrera le hacía brillar los ojos. La brisa enredaba su cabello que había dejado suelto y ella se lo alisó con la mano. Una sonrisa se demoraba en sus labios: había eludido a los guardias de las puertas y nadie la había visto salir. Se volvió para asegurarse de que nadie la seguía, y volvió a sonreír cuando vio el camino completamente vacío. La tarde los volvía somnolientos a todos, al parecer. Nadie vio siquiera a la chica vestida de rojo fuego huyendo de la villa. Ni siquiera aquellos que supuestamente debían vigilarla. Ahogó una risita y apresuró el paso. La chica tomó el camino que zigzagueaba entre los graneros y siguió hacia los campos de heno. Ella sabía que un grupo de Cosechadores estaría allí hoy, y si tenía suerte... Los campos descendían en suaves ondulaciones bañadas por el sol, y los olores en el campo recordaban que la cosecha ya se acercaba. Ella respiró profundamente. Los otoños en estas tierras solían ser generosos. Miró alrededor a los campos dorados y suspiró. A veces pensaba que le gustaría viajar a algún otro lugar, pero una y otra vez no se decidía a partir. Ya tendría tiempo de viajar lejos alguna vez...

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El sonido de los ronquidos hacía temblar el suelo, y Bentén soltó una risa silenciosa. Los Cosechadores trabajaban en verdad. Pero el sol se sentía bien sobre su espalda, envolviéndola en tibias caricias de calor. De modo que lanzó una piedra en dirección de los ronquidos, y un gemido ahogado le indicó que había dado en el blanco. Bentén se rió de nuevo y corrió a lo largo del camino hacia el puente sobre el arroyito. Lo cruzó y se sentó bajo el viejo árbol. El gruñido bajo hacía temblar nítidamente el suelo ahora. Venía de todas partes a la vez. Ella miró alrededor pero no pudo encontrarlo. — ¡Niji! ¡Sal! ¡No juegues conmigo! — gritó. Hubo una vibración en el aire, fuerte, poderosa; y un dragón color cobre aterrizó frente a ella. Había estado escondiéndose sobre el árbol. — Por favor, transfórmate — pidió la chica. — En humano. Quiero hablar contigo, y nuestras voces naturales podrían despertar a los otros. — Humano... — protestó Niji mientras se transformaba en un chico de unos dieciocho años. — No sé porqué te gusta esta especie. Estas... extremidades... — Sacudió los brazos como si tratara de volar. — Muy largas para caminar y muy delgadas para volar... ¿Para qué las quieres? La chica se rió otra vez. — Para esto... — susurró, y le echó los brazos al cuello. El se tambaleó un poco hacia atrás, y perdió control de su transformación. Una nube de humo se levantó junto con su exclamación. — ¡Ey! ¡Bentén! — Pero sostuvo a la chica por la cintura. — Estoy seguro que esto está prohibido... — Sabes que no me importa. No te transformes ahora, no quiero que me quemes...

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— Está bien... — Él la besó en la mejilla y la soltó. Los jóvenes caminaron un momento en silencio. La tarde estaba hermosa, tibia, y el olor del aire recordaba el verano que ya se iba. Niji dijo con suavidad: — La Fiesta del Tigre Blanco se acerca... Bentén lo miró enojada. — Ya lo sé... Pero tú sabes lo que pienso de eso. En la Fiesta del Tigre Blanco las muchachas más jóvenes (las que no se habían casado aún) debían elegir marido. Muchas de las jovencitas de la villa ya tenían novio, y estaban esperando la Fiesta para hacerlo oficial. Bentén no quería un marido. Ella hubiera preferido seguir siendo niña por otros cien años o más. Pero las Ceremonias no la iban a esperar para siempre. Ella tenía responsabilidades con su familia. Niji lo sabía bien. Nikkijh-jin, del clan de los Cosechadores, era amigo de Bentén. Él había estado ahí la vez que ella se metió en problemas en los pantanos... Ella había escapado, como siempre, y se metió en terrenos prohibidos, como siempre. Y unas extrañas criaturas que parecían estar hechas de agua la habían atrapado. Las criaturas eran como manojos de tentáculos que salían directamente del barro oscuro de la ciénaga; cientos de tentáculos gigantescos y viscosos, que la aprisionaron rápidamente, siseando al tocarla. Ella pensó que su fuego le bastaría para liberarse, pero los tentáculos eran demasiado numerosos y demasiado fuertes. ¿Se trataba de una sola criatura, o eran muchas? Porque los tentáculos, todos a la vez se habían lanzado contra ella, envolviéndola y enredándola en un abrazo de hielo. Ya empezaba a resentir el helado toque del agua en su interior y perdió fuerza. En ese momento un relámpago castaño irrumpió. Los tentáculos exteriores sisearon, hirvieron y desaparecieron, y más de ellos

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fueron a combatir al nuevo agresor. Bentén estaba muy debilitada para pelear, o siquiera para huir, pero lanzó sus últimos fuegos para ayudar a su salvador. Luego se desmayó. Niji le dio los primeros auxilios, y la primera reprimenda. — ¡Se supone que no debes entrar ahí! ¿Estás loca? ¿Quieres matarte? No sabes lo que son, ¿o sí? No lo sabes todo, así que cuando te dicen que no vayas ahí, sólo obedece... — la rezongaba mientras le vendaba la pata delantera y la cola. Los cortes de hielo le ardían como quemaduras. — No me rezongues. Yo soy... — No me importa quién eres. Te llevaré a casa, — le dijo él de mal humor. No había sabido quién era, ni siquiera cuando la dejó junto a las puertas del palacio, sucia y humillada. Pensó que era una doncella, o la hija de algún funcionario de la corte. Nunca creyó que fuese la Princesa. Ahora ella lo llamó. — ¡Niji! ¿Estás escuchando? — N-no... — dijo él con calma. — No tengo que hacerlo. Siempre estás diciendo lo mismo... Bentén lo miró molesta, pero luego, de pronto se rió. — Tienes razón, — dijo ella, recostándose en la pendiente donde se habían sentado. — Pero es porque ellos siempre me dicen lo mismo a mí... — Reclinó la cabeza en el brazo de Niji. — Bien, deberías prestarles más atención. Ella hizo un ruido de disgusto. — ¿Debería quedarme en mis habitaciones bordando, tejiendo y siendo una buena niña como Mikori hasta que vengan a decirme "Niña, éste será tu marido"?

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— La Princesa Mikori es una perfecta representante de la Familia Real. Deberías imitarla, en lugar de criticarla... — Entonces, plebeyo, deja de tocarme con esas manos llenas de tierra y oliendo a campo, — dijo ella. — ¿Olor a campo? Ya verás, presumida. ¡No sabes lo que es oler a campo! Y él la empujó mientras se transformaba en el dragón marrón. Insinuó que la iba a envolver en sus anillos, apretarla y sofocarla, pero ella también se transformó. El largo cuerpo de serpiente color rojo rubí se deslizó entre los anillos del otro dragón y trató de escapar volando. Él la siguió, enredándola una y otra vez, enroscándose a su alrededor, y arrastrándola hacia arriba o abajo, o a cualquier lugar adonde ella no quisiera ir. Él era más fuerte, y siempre se lo hacía notar en el juego. — ¿Adónde vamos? — preguntó ella finalmente, después de rendirse, cuando él la condujo sobre las nubes y empezó a planear lentamente. — Mm... Una sorpresa, — dijo él. Ella se removió un poco, tratando de protestar, pero sus garras se le clavaron en los costados y se quedó quieta de nuevo. — ¡Dímelo! — protestó. — No. — Grrr... — Ella amenazó soplar fuego sobre la cara de su compañero, pero él se rió e hizo una voltereta. Se zambulleron en una gran nube blanca y después de unos segundos, ella vio. — ¡Guau! La Montaña... — dijo sin aliento. — Ahá. La encontré aquí esta mañana... Y creí que te gustaría ver la puesta de sol desde la cima... — Niji, es... — Ella estaba atónita ante la vista.

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— Hermosa. Y no tendrás otra oportunidad como esta en mil años... — ¿Cómo lo sabes? — dijo ella burlona. Se estaba recobrando de la impresión. — Bueno, Princesa. Soy mayor que tú, ¿sabes? — Ja. Sólo cien años más viejo y crees que lo sabes todo, — dijo ella forcejeando para liberarse otra vez. — No es el número de años... Es cómo los uses... — dijo él. Ella se había soltado al fin. Con una llamarada juguetona hacia él lo desafió a seguirla y voló hacia abajo, a la asombrosa Cascada en la ladera este de la Montaña.

La Montaña era uno de los lugares mágicos del Mundo Superior, posiblemente el principal. Existían muchísimas leyendas acerca de la Montaña, pero sólo unos pocos (humanos o dragones) la habían visitado o la visitarían alguna vez. Estaba oculta y protegida... por Nadie. La magia fluía de ella como agua de la roca, o la lava de un volcán, y fluía hacia todo el mundo, alcanzando aún los lugares más lejanos. Una de las leyendas, tal vez la más antigua, o sólo la que le habían contado más veces a Bentén, decía que el corazón de la Montaña era un Cristal Viviente, nacido de la propia Tierra. Y el Cristal latía como un verdadero corazón, o tal vez respiraba; y la respiración, o el latido de ese Cristal era la Magia. Era tan sólo una leyenda, pero de hecho, la montaña se movía como si estuviera viva y animada por una voluntad propia. Estaba un día aquí y al siguiente allí, y nunca podías adivinar dónde estaría la próxima vez. Estaba en Todas Partes... La Montaña tenía muchos secretos, y aún más maravillas. Tenía caras como si fuera un diamante tallado, unas caras lisas y tersas, como talladas con cincel, y otras erizadas de gemas brillantes. En una de sus caras menos labradas, hacia el oeste, había una cueva, la Casa de los Vientos; el lugar en donde los vientos descansaban cuando no

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estaban trabajando; la entrada al país de los Vientos, tal vez, custodiada por los Tennin. En otra de sus caras, estaba la Cascada. El Río Dorado nacía allí, en la cara que miraba al este. Las doradas aguas manaban de la roca negra y pulida y llenaban un gran cuenco que se derramaba en una Cascada. Una Cascada gigantesca de nieblas doradas y miríadas de arco iris, rugiendo incesantemente desde las profundidades del abismo. La Cascada corría hacia arriba por la otra pared del precipicio, como si las leyes de la gravedad no se aplicaran allí, y borboteaba para alimentar el Río Dorado. Nacido de la mezcla de la luz de lo alto y la oscuridad del abismo, el río recorría muchos lugares, corriendo desde la cima de la Montaña hasta la más profunda grieta en el fondo de los océanos. Siempre brillante, destellando en cientos de reflejos, llevando la luz desde la cima hasta la base, manteniendo los dos mundos en contacto. Ah, sí. Había un montón de leyendas sobre el Mundo de Abajo también. Nadie vivía allí, en el Corazón de la Tierra... Pero mientras jugaba con Niji, girando en remolinos de fuego alrededor de las aguas que caían doradas, haciendo piruetas y persiguiéndose el uno al otro, ella no pensaba en nada de eso. — ¡Ey! ¡Alto!... necesito descansar, — él gritó al fin. — Gusano viejo, — dijo ella, pero también se sentía cansada. Se escondieron en una caverna, y se sentaron tras la cortina de agua, y Niji empezó a salpicar con la cola. Bentén empezó a quejarse otra vez. — No sé por qué las chicas tienen que elegir marido antes de los doscientos... Niji se rió. — Porque ustedes tienen que poner los huevos. Si esperas demasiado, no podrás controlar tu fuego y cocinarás a tus hijos, en lugar de empollarlos. — Bobadas. ¿Por qué no vas y los empollas tú? — Lo haría si tuviera mis huevos... o una esposa.

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— Pero los muchachos no tienen que elegir esposa en la Fiesta de Tigre. Nadie los presiona... Niji se encogió de hombros. — Los solteros no son bien vistos tampoco. Deja de quejarte y limítate a elegir. — ¿Y si te elijo a ti? — dijo ella sentándose vivamente. — No tendríamos que poner huevos, ni nada... Él la miró con pereza. — No digas tonterías. Las Princesas no se casan con Cosechadores que huelen a campo, — bostezó. — No, no. Escucha. Si te elijo, ellos tendrán que aceptarlo. Es la tradición. Y tú y yo... Él no estaba escuchando de todas maneras. En ese momento estaba retorciendo su cola para alcanzar algo que traía enredado en ella. — ¿Qué es eso? — preguntó ella. — Un regalo. Para ti, si dejas de decir tonterías, — dijo él. Tenía un collar hecho de gotas del Río Dorado. A medida que lo acercaba a sus manos, las gotitas se transformaron en perlas de luz. — Es hermoso. ¿Por qué? — preguntó Bentén. — Porque es nuestro aniversario. Úsalo esta noche... Dime, Princesa. ¿Ya seleccionaron un Sucesor? — ¿Eh? No, no lo eligieron. Están esperando algo... ¿Por qué me lo preguntas? — Por nada en especial... Ya pasaron cinco mil años desde la última Sucesión, y quizá ya sea el momento de la siguiente... — Mm... — A Bentén parecía no importarle. Le echó una mirada rápida, y dijo después de un momento:

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— El ocaso se acerca. Subamos a la cima. — ¿No te extrañarán, allá abajo? — preguntó ella. — No. Le dije a Nuri que estaría ocupado. Cree que tengo novia... — Y hablando de eso... — intentó ella de nuevo. — No. — Y el dragón de color cobre entró en la pared de agua y voló hacia arriba en una nube de vapor, seguido por el dragón rubí.

El rojo sol se hundía en el horizonte. Sentada junto a Niji, Bentén pensó cuán bello era, y cuánto le gustaba estar ahí con él, sin preocupaciones, sin exigencias; confesémoslo, sin obligaciones. Acurrucada contra él, bajo su enorme ala, ella enroscó la cola alrededor de la de él y miró el cielo teñirse con todos los colores de las llamas. Suspiró. El volvió la cara hacia ella, curioso. — Es hermoso... — dijo ella suavemente. — Y es tarde. Dicen que el Rey vuelve hoy. Deberías estar preparada. — ¿¡Mi padre vuelve hoy!? ¿Cómo lo sabes? — ¿Alguna vez aprenderás a leer las señales? ¿Qué clase de princesa eres? — se burló él. — Si miras para atrás, verás la Estrella del Dragón, el Ojo, mirando la puesta de sol con nosotros. — ¿Tienes ojos en la nuca? — preguntó ella, volteando. — No. Lo vi mientras volábamos aquí arriba. Mira la Corona Roja sobre el sol. Tu padre ya está en casa. — ¡Es tarde! ¡Me van a matar! — gimió ella. Niji se rió y escupió una bola de fuego montaña abajo.

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— Vayamos, entonces, — dijo, y mientras la nieve derretida se volvía a congelar formando una pista, empujó a Bentén por ella como si fuera un tobogán.

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Capítulo 2. La Familia Real.

Bentén se escurrió en el cuarto de las niñas por la ventana. Su idea había sido cambiarse de ropa antes de que Mikori la echara de menos. Pero no pudo. — ¡Bentén! — chillaron dos vocecitas, y se vio enredada por las gemelas. Las tres rodaron por el piso. Las gemelas se habían transformado en dragón, y los restos de sus vestidos de gala revoloteaban enredados en sus colas. — ¡Te tengo, Saris! ¡Ay, ay! ¡Vasti, por favor, no me muerdas! — ¡No te puedes mover! — ¡Ríndete! — ¡Ay, no! ¡Mi cola! Las dragoncitas gritaban y se reían sonoramente, y de repente una voz congeló a las tres. — ¡¿Qué está sucediendo aquí?! Una de las gemelas estaba bajo la cola de Bentén, y la otra, encerrada en una bola de fuego vivo que Bentén hacía rebotar con su garra. — ¡Noo! ¡Bentén! ¡Mira lo que hiciste! — Bentén soltó a las gemelas de inmediato. Mikori estaba en la puerta, mirando consternada los jirones de vestido alrededor de las chiquitas. — Ya las había vestido... Y mírate un poco, niña. ¿Dónde rayos te habías metido? La seda del vestido de Vasti crujió con un ruido muy nítido cuando Saris la pisó al levantarse. Se miraron una a la otra con susto. Pero Mikori estaba rezongando a Bentén ahora.

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— Es tardísimo y no estás pronta... —¿Ya está papá en casa? — preguntó Bentén. Una luz de orgullo lució brevemente en los ojos de Mikori. Bentén había aprendido, al fin. — ¿Leíste los signos? ¿El Ojo del Dragón? — dijo Saris. — ¡Y la Corona sobre el sol! ¡Mikori nos enseñó! — coreó Vasti aplaudiendo. — También le enseñé a Bentén, — dijo Mikori con suavidad, — hace mucho. Ahora... — Te ayudaré con ellas... — ofreció Bentén. — No. Yo las vestiré. Ve y métete al baño. Le dije a papá que estabas tomando un baño de burbujas. Debes lucir limpia esta noche. — Te amo, Mikori, — dijo Bentén besando a su hermana. — No sé lo que haría sin ti. — Comportarte como una... Olvídalo. Vete. — Y Mikori se volvió para arreglar los vestidos de las revoltosas gemelas.

Bentén estuvo de regreso en pocos minutos. Miró en silencio desde la puerta cómo Mikori adornaba el cabello de las pequeñas con joyas adecuadas antes de ocuparse del propio. Se veía hermosa en su vestido de seda blanca, el favorito de la Reina. Y aunque ella era todavía una Princesa, el color de las Reinas le sentaba tan bien. Ella sería una Reina perfecta, pensó Bentén, exactamente como decía Niji. Mikori parecía de diecisiete en forme humana, aunque tenía doscientos setenta y ocho. Era casi una niña y apenas una mujer. Tenía dulces ojos castaños, tan oscuros como su cabello, largo, negro y fragante. Solía llevarlo en una redecilla con perlas, que recordaba las estrellas en el cielo. Lo mismo hizo esta noche, y se puso la corona de Princesa encima.

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— ¿Por qué no lo dejas suelto? — preguntó Bentén acercándose y acariciando el cabello de su hermana. Todavía estaba envuelta en toallas. Mikori la miró a través del espejo y sonrió. — Por la misma razón que tú no te comportas como princesa. Porque me gusta más así, — dijo. — ¿Dónde estuviste toda la tarde? — Por ahí... — Bentén... — El tono era de advertencia, aunque la voz se mantuvo suave. — Fui a la Montaña a ver la caída del sol, — contestó. — ¿La Montaña? ¿Estaba cerca hoy? Bentén asintió con la cabeza. Se estaba poniendo el vestido rojo oscuro que Mikori había seleccionado para ella. — ¿De nuevo de rojo? — preguntó. Pero Mikori no la dejó cambiar de tema. — Sí, es tu color, — dijo. — Cuéntame de la Montaña. Había una extraña ansiedad en la curiosidad de Mikori. Bentén la miró. — Es... grande. Es... una Montaña. Cascada de un lado, cima llena de nieve... Yo qué sé. — ¿No viste nada extraño en ella? — No. Es una Montaña viajera. ¿Qué es lo que quieres que tenga de extraño? — Bentén vio asombrada cómo Mikori enrojecía. Luego se encogió de hombros, y para ocultar su turbación se levantó y comenzó a cepillar el desprolijo cabello de Bentén. — La Fiesta del Tigre se acerca... ¿A quién piensas elegir? — dijo Mikori después de un rato. — No elegiré. No quiero un marido. No pueden obligarme. — Bentén estaba molesta. — ¿Y tú? Ya vas casi ochenta años tarde. Nunca tuviste que elegir...

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De pronto, Bentén se dio cuenta que Mikori era la única princesa que no se había casado a la edad habitual. El color cubrió las mejillas de su hermana otra vez. — Es diferente. Mi mano ya había sido pedida mucho antes. No tuve que elegir, — dijo. Y añadió en un susurro: — ¿No te parece que yo hubiera preferido elegir, como todas las demás? — No había levantado la voz, pero el tomo amargo le advirtió a Bentén acerca de no seguir insistiendo. Después de un rato, Mikori volvió a cambiar de tema suavemente: — Deberías comportarte más... apropiadamente. Después de todo, tu padre es el Rey Dragón... Podrías ser la siguiente Reina. — ¿La Reina? ¿Yo? No. Ese es tu papel. Serás una perfecta Reina, Mikori... y yo no tendré que casarme, y viviré aquí, con Saris y Vasti, y seremos niñas tanto como queramos... molestándote a ti y jugando con tus hijos... — Pero... ¿Y si yo no me quedo aquí? — dijo Mikori con lentitud, mirando pensativa sus reflejos en el espejo. — ¿Y si yo?... La puerta del cuarto de niños se abrió bruscamente y las gemelas irrumpieron. — ¡Bentén! ¡Cuéntanos un cuento antes de la cena! — pidió Vasti. — ¡Si, por favor! — apoyó Saris. Vasti tenía la coronita torcida, y Saris su lazo desatado. De nuevo. — No, no lo creo. Mejor pídanle a papá esta noche... — dijo Bentén. — Excelente idea, — dijo una voz dulce a sus espaldas. — Madre, — dijo Mikori, poniéndose de pie. — ¡Ma! — Olvidando todo protocolo, Vasti y Saris corrieron hacia los brazos abiertos de su madre. La Reina las abrazó y las besó en las mejillas. — Como de costumbre, hiciste un magnífico trabajo con tus hermanas, Mikori, mi corazón, — dijo acercándose y besando también a Mikori.

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— Bentén me ayudó, — dijo Mikori rápidamente. — ¿Ah, si? — preguntó la Reina con una sonrisa, acariciando el cabello de Bentén. — Creí que la había visto entrando a la villa, algo apurada, en compañía de un muchacho marrón lleno de tierra... Bentén enrojeció. — No... yo... — No tienes que ocultarlo, querida. La Fiesta del Tigre Blanco se acerca. Está bien si tienes un amigo. — Ese es el problema. Es un amigo, no un novio, — murmuró Bentén de mal humor. — Es un excelente punto de partida. Dense el tiempo que necesitan... Bentén la miró fastidiada. La Reina se limitó a sonreír y cambió de tema. — Están hermosas como siempre, mis niñas. Pero vine a anunciarles algo. La cena de hoy es especial, una celebración. Deben estar preparadas... y comportarse. — Se había vuelto a las gemelas, que habían estado jugando y se detuvieron de golpe, mirando inocentes a su madre. — ¿Cuál es el motivo? — preguntó Bentén. — Hoy conmemoramos nuestro aniversario cinco mil. Todos sus hermanos y hermanas están aquí... — ¿Todos? — preguntó Vasti. — Tendremos una ceremonia especial después de la cena. Su padre pensó en darles la sorpresa, pero... no quiero inconvenientes. — Deberías decirle a los muchachos... — dijo Bentén entre dientes. La Reina la miró. — Ya lo hice. Te lo estoy pidiendo a ti ahora, — dijo, levantando las cejas.

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— Yo me ocuparé, — dijo Mikori inmediatamente. La Reina sonrió, y luego de besar a cada una de ellas, salió del cuarto.

El Patio de la Reina estaba escasamente iluminado por las antorchas del corredor. La fuente murmuraba suavemente y el aire todavía retenía los olores de la primavera ya ida. Siempre era primavera en el Patio de la Reina. Reina se aproximó al hombre alto que miraba pensativo las rosas, y apoyó una mano en su hombro. — Mi Rey... — saludó. — Mi Reina. — El hombre se volvió sonriendo. Le dio una rosa roja como el fuego, y se inclinó ligeramente. Ella le hizo una reverencia y aceptó el brazo y la flor que el hombre le ofrecía. — ¿Cómo fue tu viaje? — le preguntó. El Rey suspiró. — No tan productivo como me hubiera gustado. El Tirano no cederá. — No es inesperado, — dijo ella con calma. — ¿Iremos a la Guerra? — No todavía, pero... — No quieres dejar un país en guerra a tus hijos, — dijo ella deteniéndose. Habían llegado al centro del diseño del mosaico que adornaba el Patio. Un círculo de oro, de donde salían espirales de colores que alcanzaban a todos los rincones. Cuando el Rey llegó al centro del dibujo, una tenue luz empezó a esparcirse por las líneas, débil al principio, y aumentando luego, a medida que la Reina se acercaba y ocupaba su lugar junto a él. El Rey sonrió. — La Sucesión no puede esperar. Tuvimos cinco mil años de reinado, — dijo.

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— Muy bien. Hagámoslo, — dijo la Reina. Así diciendo, ella sacó una joya blanca que tenía en su collar, escondida entre la ropa. Ninguno de sus hijos la había visto nunca. Se la presentó a su Señor y él sostuvo sus manos, con la Joya entre ellas. Su voz sonó poderosa, aunque nadie sino la Reina pudo escucharla. — Joya de los Reyes; Corazón del Reino. El tiempo ha llegado, es el momento preciso. Debes volar de regreso a tu lugar y levantar a un nuevo Rey o Reina entre los Ryujin. — Elige un corazón puro, un corazón de fuego, para mantener nuestro reino unido y a salvo a través de los buenos y los malos tiempos... hasta que la nueva generación se levante, — susurró la Reina. Encerraron la Joya entre sus manos unidas y soplaron un fuego blanco azulino. Cuando abrieron las manos, a la Joya le habían brotado un par de alas. Voló un momento alrededor de ellos y se alejó hacia el estrellado cielo azul.

***

— ¿No habían dicho que era una celebración especial?— le susurró Bentén a Mikori, sentada junto a ella. Mikori podría haberse encogido de hombros, pero ese era un gesto impropio para la mesa del Rey. Se volvió y sonrió. Pero en ese momento, Rusk, uno de sus hermanos mayores dijo desde detrás de su cáliz: —Disfruten de la fiesta, niñas. La Ceremonia vendrá después de la cena. —¿Qué ceremonia? — preguntó Bentén ansiosa. Pero Rusk tenía el mismo temperamento que ella, y se divirtió enormemente molestándola a lo largo de la comida,

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con tanta malicia que sus compañeros del otro lado de la mesa no sabían a qué se debía el creciente malestar de Bentén. Al final, Mikori miró severamente a Rusk por sobre la cabeza de Bentén. Apenas movió los labios, pero Rusk entendió enseguida. —Deja ya de molestarla, Rusk. Y Rusk asintió y se rindió. Se disculpó con Bentén, pero, aún así, no les dijo de qué se trataba la Ceremonia. —Lo lamento, señoritas, pero no puedo decirlo... Lo disfrutarán. Especialmente tú, Mikori. Mikori miró sin entender. Podía tener un gran poder sobre las mentes de los otros, pero todavía era una jovencita. Rusk sonrió. Era mayor que las chicas, en casi mil años. Su esposa, Sarhu estaba sentada junto a él; una bella Ryujin de doce siglos. Rusk tenía ochenta cuando la conoció, y nunca se habían querido separar. Se habían mudado al norte, a un frío castillo en una tierra llena de hielo y nieve, y sus niños solían jugar con llamas de hielo, más que con los fuegos normales de los Ryujin. Estaban haciendo helados con el postre de frutas ahora, para diversión de Vasti y Saris. La risa de un hombre joven rompió el murmullo de la conversación. Bentén miró en esa dirección. Era Mohr. Vivía lejos, también, pero en un cálido país sureño. Él solía vestir de rojo, casi del mismo color que Bentén, y se reía de algo que su nueva novia le susurraba al oído. Ella pertenecía a otro clan, un clan extranjero. Bentén la observó un rato, y luego de la primera impresión, la encontró hermosa. No llevaba joyas, como las otras, sino sólo flores, extrañas y grandes flores en su cabello, alrededor de su cuello y en su vestido de colores. Un vestido demasiado colorido, pero que hacía juego con su piel bronceada y su cabello negro, lacio y largo. Se reía mucho, como Mohr. Se reían juntos. Una y otra vez. Eso era bueno. La primera esposa de Mohr había muerto en un

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accidente. Había quedado atrapada en una erupción de lava cuando trataba de salvar unos niños de la aldea. La segunda esposa no había muerto, pero ellos se habían separado hacía tiempo. Ella era más... discreta que esta nueva prometida. ¿Discreta o malhumorada? Discreta era la descripción de Mikori. Bentén había pensado que era amargada. Bueno, el punto era que ella no estaba aquí ahora. La hija de Mohr estaba por allí, sentada muy compuesta junto a un joven Ministro y hablando con él. Muy interesada. ¿Podía ser siempre igual? Esa Fiesta del Tigre los tenía a todos pensando en eso. Bentén miró alrededor para encontrar algo más interesante. Todos sus hermanos y hermanas... El Palacio Real no había visto jamás una fiesta como la de esta noche. A algunos de sus hermanos ella no los había visto nunca, como ese hombre alto tan parecido a su padre, hablando con él muy serio y asintiendo. Cuatro mil años lejos de casa, en una provincia lejana, cerca de la frontera... Muchos problemas allí. No había tenido la oportunidad de venir de visita. Su padre sacudió la cabeza con violencia y golpeó la mesa. No podía oír por sobre los ruidos del Salón, pero vio a la Reina volviéndose a ellos asustada. Bentén codeó a Mikori. —¿Qué está pasando? — susurró señalándolos con la cabeza. —Problemas en el Este, — dijo Rusk. —El Tirano nos ha estado dando más problemas que todo el resto de los Reyes y Señores y Jefes de clanes juntos. —¿Qué Tirano? —Ryo-Kuo, la Serpiente Terrible. Vive en el lejano Este... Gracias sean dadas que yo vivo en el Norte... Quiere la Corona del Rey Dragón. —Pero... — Mikori no terminó su pregunta. Rusk levantó las cejas. —Están negociando. No tendremos guerra, — dijo.

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—Eso espero... — dijo Mikori en un leve susurro, tan leve que solo Bentén la escuchó.

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Capítulo 3. La Ceremonia de Reparto.

—Bien, mis niños, — dijo el Rey Dragón luego de los postres. Se había levantado majestuosamente. Era alto y noble, y lucía como un Rey en la plenitud de su fuerza. —Estamos aquí reunidos en este lugar para conmemorar los primeros cinco mil años de nuestro Reino. Deben saber, porque yo mismo se los conté cuando eran niños pequeños, que nuestro poder se sustenta en un pacto. El poder debe ser pasado a la siguiente generación para ser renovado. El tiempo de un nuevo Sucesor ha llegado, — dijo con voz potente. Pero el silencio era denso, y nadie respiraba siquiera para poder escuchar. — El nuevo sucesor puede ser cualquiera de ustedes. Ustedes saben que el Fuego buscará una nueva alma que habitar. Más temprano, esta tarde, su Reina y yo liberamos el Fuego... En las próximas semanas, o meses, o aún años, uno de ustedes escuchará el llamado y lo encontrará.— El Rey miró a sus hijos y nietos más jóvenes con una sonrisa. —Sé que muchos de ustedes no lo entienden ahora, pero si son el próximo Rey o Reina, sabrán lo que deben hacer cuando el Fuego los encuentre, — dijo. Luego se dirigió a todos ellos. —En unos momentos, anunciaré el Reparto del Reino a nuestra gente. Cada uno de ustedes recibirá una parte, y estará obligado a obedecer y asistir al nuevo Rey y Reina. Hubo un silencio. El hombre junto al Rey, el hijo mayor, se levantó, hizo una reverencia a su padre y dijo: —Obedeceré, asistiré y serviré al nuevo Rey como lo he hecho contigo.

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Y uno tras otro, todos sus hermanos y hermanas hicieron voto de obediencia al Rey. Cuando hasta los más chicos hubieron hablado, todos empezaron a aplaudir a la vez, y el sonido fue como el de una avalancha.

La Ceremonia se estaba volviendo muy larga para Bentén. Se sentía cansada de estar ahí parada. Primero habían bajado a la plaza, y allí, parados al mismo nivel que la gente, el Rey Dragón había anunciado que el momento de la Sucesión había llegado y explicó que las responsabilidades debían ser divididas. Aplaudieron. El aplauso fue estruendoso. La gente estaba de acuerdo. Parados en un círculo, rodeados por la gente del pueblo, el Rey comenzó a llamar a sus hijos uno a uno. De pie en el centro en forma humana, se transformaban en dragón frente a su padre y se inclinaban. El Rey habló con su poderosa voz de dragón. —Mohr, mi hijo, tendrás dominio sobre los Fuegos de la Tierra; los volcanes de tu provincia te obedecerán, para que guíes a tu gente en paz y seguridad... Pero recuerda que cuando la Tierra vomita muerte, se puede transformar en vida... El Rey alcanzaba a su hijo un Cetro con un rubí de fuego en su extremo. Cuando lo movió, una niebla dorada se formó entre ellos, y todos vieron la lujuriante vegetación de una isla volcánica, recién formada en una explosión de lava. Mohr no dijo nada. Se inclinó y sostuvo el Cetro, transformándose mientras volvía junto a su prometida. Ella le sonrió y entrelazó sus manos alrededor de las de él en torno al Cetro. Él le sonrió. —Rusk. Tú, mejor que nosotros, sabes que el hielo quema como el fuego. Este es el menos apreciado de los dones, pero solo tú entre mis descendientes sabrás honrar y apreciar este regalo. Tuyo es el poder de gobernar el Hielo y la Nieve.

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Rusk sonrió cuando recibió el Cetro con un diamante que parecía un cristal de hielo. Lo sacudió un poco mientras se transformaba, y una leve lluvia de copos de nieve cayó sobre los asombrados dragones. Muchos de ellos nunca habían visto nieve. Los copos se disolvieron en gotas de agua y desaparecieron pronto. —Bentén, a ti te gustan los ríos y lagos y océanos y pantanos... te gusta vagabundear por ahí como una impredecible gota de agua, a veces nieve, a veces lluvia, a veces nube... De manera que tuyo será el Cetro de las Aguas Medias, y serás la Guardiana de las Aguas... Bentén dio un paso al frente para recibir un nuevo Cetro, este con una gran esmeralda verde brillando en su extremo. Se inclinó sonriendo, pero no intentó hacer nada impresionante con él. Tendría que preguntarle a Mikori cómo debía usar el Cetro... —Mis pequeñas, Saris y Vasti... — Las niñas caminaron hacia el Rey, tropezando un poco con sus colas, y despertando multitud de sonrisas a su paso. La coronita de Vasti estaba de nuevo torcida, y el lazo de Saris a punto de desatarse. Hicieron la reverencia al Rey. —Para ti, Saris, te daré el control sobre los Charcos y las Lagunas... Mi chiquita, todas las Pequeñas Aguas serán tuyas para que cuides de ellas... — y el padre puso una diadema verde azulada sobre su cabeza. —Para ti, Vasti, dado que te gusta correr y saltar y cantar, tendrás la Espuma de las cascadas y los pequeños Arroyos que corren saltando entre piedras... Así diciendo, el padre puso una joya blanca y verde en la corona de Vasti, y besó a las dos niñas con una sonrisa. Luego se puso serio otra vez. —Missar, mi hijo mayor. Tu tienes la más pesada responsabilidad entre todos mis hijos e hijas. Para ti he reservado ésto.

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El Rey tomó una gran Corona con joyas azules, blancas, rojas y verdes engarzadas en su borde. —Gobernarás las Tormentas. El viento y las nubes, el relámpago y la lluvia y el mismo océano estarán a tu servicio... A medida que las iba nombrando, las joyas (azul por el viento, blanco por las nubes, rojo por el relámpago, verde por la lluvia y el océano) centelleaban. Volvieron a destellar cuando el viejo Rey puso la corona sobre la cabeza de Missar. El hombre alto se inclinó profundamente y se apartó majestuosamente. —Y para ayudarte, llamo ahora a Lossar, hijo de Missar, el primero de mis nietos. Hubo un cierto murmullo de asombro. Todavía faltaba Mikori, y después de todo, Lossar era sólo un nieto, mientras que ella era la hija. Pero el Rey continuó. —Para ti, el Cetro del Trueno. Gobernarás el Fuego del Cielo, Ni-jin, el relámpago, y Fu-jin, el trueno estarán bajo tus órdenes. — Le dio al dragón otro Cetro, muy parecido al de Mohr. El rubí rojo amarillento convocó al relámpago cuando Lossar lo movió. —Última de todos, te llamo a ti, Mikori, mi dulce princesa. No hay más Feudos en mi Reino. Pero tendrás tu parte. El Rey se volvió a la Reina, que tomó una corona que había estado oculta en una mesa lateral. Cuando el Rey la sostuvo en alto las joyas destellaron azules y blancas. Mikori la miró con algo de aprensión. —No temas. Los Tennin te envían este regalo: el poder sobre los Vientos. Serás la Guardiana de los Vientos... y su Reina. Y el Rey puso la corona sobre la cabeza de Mikori. En el momento en que tocaba su negro cabello, un viento fuerte hizo temblar el fuego de las antorchas

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alrededor. El vestido de Mikori se movió y las joyas de Mikori destellaron en azul. El viento formó un remolino y tomó la forma de un hombre joven, que se paró allí, mirando a Mikori. Bentén la vio mover los labios. —Tú... — susurró ella, súbitamente pálida. Y Bentén recordó de golpe. Las imágenes cruzaron raudas por su mente mientras observaba la escena. Debía haber tenido la edad de las gemelas. Bentén estaba en su cama, supuestamente dormida, cuando escuchó la voz. —Mikori... Mikori... Un susurro más que una voz. El susurro de la brisa. Vio el camisón blanco de Mikori cuando ella pasó junto a su cama y siguió hasta la ventana abierta. —Mikori... Había un aroma especial en el aire, un perfume robado de alguna tierra lejana. —Mikori... Y Mikori había trepado al antepecho y había salido, acariciada por la tibia brisa. Recuerdos de diferentes momentos se mezclaban en la mente de Bentén. Diferentes escenas amalgamadas. ¿Había sido una noche, o un millar? ¿Cuánto tiempo había estado Mikori viéndose con este hombre de aire? El hombre habló en voz alta: —Soy Céfiro, de los Tennin. Vengo por mi esposa. Mikori enrojeció. —Te dije que estaba prometida a otro... — susurró ella desesperada, retrocediendo un paso y tratando de refugiarse tras su padre.

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—Estás prometida al Rey de los Vientos, — dijo Céfiro. —Y yo soy el Rey de los Vientos. No te lo había dicho antes, cuando entraba por tu ventana, pero te lo estoy diciendo ahora. ¿Serás mi esposa, Princesa Mikori, hija del Rey Dragón? —¡Sí, claro que sí! — gritó una voz en el círculo. La Princesa Melori, la hermana más cercana en edad a Mikori entró en el círculo batiendo palmas de entusiasmo. —¡Claro que quiere! La hiciste esperar demasiado tiempo, y a mí también; ¡si esperábamos juntas! Mi deseo era que nos casáramos las dos el mismo día, y tú lo arruinaste... Al menos ahora mi propia hija llevará la Mariposa de Plata... Y Melori siguió hablando mientras empujaba a la confundida Mikori hacia el Rey de los Vientos. Ella misma unió sus manos bajo la mirada divertida del Rey y la Reina. Mikori sonrió tímida a su príncipe y él la abrazó. Empezó a sollozar en su hombro. Había temido este momento por muchos años, y ahora, todo se había resuelto de una manera inesperada. Todo era perfecto, todo estaba bien. Él la llevó aparte, a un lado del círculo y la Ceremonia continuó. —Y con esto, mi Reino queda repartido entre mis hijos e hijas. Ellos han prometido delante de la Reina y de mí servir al nuevo Sucesor cuando se levante. El juicio de la Sucesión está abierto, y sólo el tiempo mostrará quién es el elegido. Soy el Rey Dragón, y esto he dicho. Una ovación siguió a estas últimas palabras. El pueblo estaba satisfecho del Reparto. Unos momentos más tarde, el chambelán anunció que la celebración seguiría en los jardines, y la música llenó el aire. El Rey y la Reina se retiraron a sus habitaciones, pero la mayoría de los príncipes y princesas más jóvenes se quedaron para danzar entre la gente abajo en la plaza.

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—Ey, Princesa... ¿Todavía atontada? — dijo una voz detrás de ella, y una mano discreta se apoyó en su espalda. —Niji... Estaba pensando en Mikori. Pero tú no pareces demasiado sorprendido, — dijo ella. Había estado mirando a los bailarines por largo rato, no muy consciente de lo que estaba viendo. Algunos bailaban en forma humana bajo los arcos de flores. Pero otros estaban haciendo piruetas en el aire. —No, — dijo él. Ella se volvió hacia él. Lucía apuesto en forma humana y ropa limpia, y eso sorprendió a Bentén. —Tú... No estás lleno de tierra esta noche, — dijo mirándolo de arriba abajo. Él se rió. — No. No podía. Hoy has presenciado una de las más importantes Ceremonias del Reino. Y la hija del Rey Dragón debería saberlo... — se burló él. — Bah... —Hablo en serio. Vendrá un tiempo en que podrías necesitar el conocimiento que hoy desprecias. Presta atención, Princesa. —Hablas como... ¡hablas como Mikori! — dijo ella. No se le ocurrió nada más ofensivo, pero él le hizo una pequeña reverencia. —Me siento honrado. En realidad, tenemos casi el mismo tipo de fuego... — dijo él pensativamente. —¿De qué estás hablando? — se impacientó ella. —Ah, no. La Princesa Mikori debe haberte dicho esto un millón de veces. ¿Cuándo aprenderás las viejas tradiciones? Cada Ryujin tienen una clase diferente de fuego. Tu primera tarea es descubrir de qué clase es el tuyo. La Princesa Mikori y la Reina tienen Fuego de Conocimiento. El mío es parecido: Comprensión. Puedo no saber, pero entiendo.

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—¿Y el mío? — preguntó ella. —Debes descubrirlo por ti misma, — dijo él. — Hagamos algo más útil: vamos a bailar. —Está bien. Y se perdieron ente las parejas que danzaban.

Mikori y el Rey de los Vientos se habían separado del resto. La música los siguió un momento mientras se internaban entre los arbustos de los jardines. Ella se sentó en un banco bajo los pinos, y él la rodeó con los brazos. Muy cerca. —¿Por qué no me lo dijiste? Esto es como un sueño, — susurró ella, mirándolo a los ojos. —Los Tennin viven tanto como los Ryujin, pero nuestro desarrollo es diferente. No podía venir antes. Mi padre y el tuyo han sido amigos desde hace mucho tiempo. Y pensaron que llegaría un tiempo en que sus reinos podrían unirse a través de sus hijos. Esperaron mucho tiempo, hasta que tú naciste... Yo estaba por aquí el día que rompiste el cascarón, y me llenaste con tu primer fuego... Desde ese día te he estado esperando, a ti, a nosotros, nuestro momento... Mikori siguió mirándolo a los ojos. —Te amé desde el primer día, Mikori, — repitió él. —Yo... no puedo explicarlo, pero... Siempre estuve esperando a alguien. Pensé que eras sólo un sueño. — Ella se reclinó contra él y continuó en un susurro suave: — Luego me dijeron que estaba prometida a alguien... Tuve miedo. ¿Y si era...? — Las lágrimas habían aparecido de nuevo en sus hermosos ojos. — Y entonces me llamaste. Fui tras de ti tantas veces en mis sueños... Nunca me atreví a creer que fueras real...

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Ella lo miró. Sus ojos parecían un cielo estrellado, y ella se dejó llevar. Él se inclinó y la besó, lenta y dulcemente. Ella sintió como su vestido y su cuerpo estallaban en llamas, y a él, transformándose en viento en torno a ella y envolviéndola, elevándola. Sus llamas pasaron del blanco al rojo y el viento le arrancó chispas de luz. Luego todo se calmó. Ella brilló más oscura, y su fuego se apagó. Lo miró. Nunca había experimentado una transformación como ésa. Él sonrió y le acarició el cabello. —Tu eres fuego, mi amor. Y yo viento. Cada uno hace que el otro viva... Ella se refugió contra él y cerró los ojos. En ese momento no había ningún otro lugar en el mundo en donde ella quisiera estar.

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Capítulo 4. Cuentos para ir a dormir.

—¿Y dónde está Mikori? — preguntó Vasti. Estaba en los brazos de su padre, y la Reina llevaba a Saris. Las gemelas estaban tan excitadas esta noche que sus padres habían decidido llevarlas a dormir personalmente, despidiendo temprano a los sirvientes. —Está en el jardín, hablando con el Viento, — sonrió la Reina. —Ya la había visto haciéndolo antes, muchas veces... — susurró Saris. —¿La habías visto? — dijo la Reina suavemente. —¿Lo sabías? — preguntó el Rey a la Reina. Ella asintió. —Céfiro ha estado rondando a Mikori desde que era niña. Desde que ambos eran niños. Ella sopló sus sueños de fuego en él, y el la llenó con sueños de brisa... Estaban destinados a estar juntos... —¿Qué quieres decir, ma? — preguntó Vasti, parándose sobre su cama otra vez. El Rey la empujó un poco y la hizo acostarse de nuevo. —Digo que se casarán y tendrán muchos bebés, — sonrió la Reina. —Ah... — Vasti dejó de forcejear con su padre. Estaba tan enredada en su camisón que ya no se podía mover. El Rey la miró divertido. —¿Y Bentén? ¿Por qué no está ella aquí? —Bentén está bailando con un chico de color cobre... Los veo por la ventana, — dijo Saris con calma, provocando que Vasti saltara de nuevo sobre la cama para ver. Se enredó otra vez y cayó sobre los brazos de su madre. —Vasti... — le advirtió ella. La nena la miró con ojos grandes y redondos.

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—Quiero verla... —Está bien. Pero te quedarás en la cama después, — dijo el Rey. Tuvo que sostener a Vasti en alto para que ella pudiera mirar por la ventana, y después de un momento aceptó quedarse acostada. El Rey la arropó de nuevo. —No puedo dormir... No volveré a dormir nunca, — dijo Saris con un suspiro. —Cuéntanos un cuento, pa, por favor... — dijo Vasti en mitad de un bostezo. El Rey y la Reina intercambiaron una mirada y una sonrisa. —Está bien... — dijo el Rey. —Les contaré del primer Ryujin... Sopló su fuego dorado en una columna que se elevó alta entre ellos. Vasti se puso de costado para ver. En las llamas, las imágenes del cuento se irían formando, ilustrando la historia. El Rey empezó a contar. —En el principio, el mundo estaba construido sólo por pensamientos, claros y puros como cristales... Y esos pensamientos eran de diferente naturaleza, y ellos le dieron ser a la esencia de las diferentes cosas: Tierra, Fuego, Aire, Agua... En remolinos de colores, las imágenes cambiaron en la columna de fuego. Una esmeralda verde hacía brotar corrientes de agua y llenaba los océanos con agua clara y olas festoneadas con espuma blanca. Un zafiro azul sopló vientos, suaves y fragantes brisas, húmedas ráfagas con llovizna y vientos salvajes de las tempestades. Un rubí rojo estalló en mil llamaradas, y un topacio amarillo dió ser a llanuras, montañas, valles y colinas. En el centro de todo ese mundo había una gran Montaña, con un brillante corazón de cristal. Latía con luz, y la luz, desbordando de la Montaña formaba un Río Dorado que corría sobre la Montaña y recorría todo el resto de la Tierra. —Okhonajh, la Montaña, la hija de la Tierra, estaba llena de magia y ésta se le derramaba hacia las otras cosas, el resto del Mundo Superior. Okhonajh era generosa, su vida residía en el dar y esto la hacía más poderosa. Ryo, la Serpiente, el hijo del

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Agua, quería el poder para sí. Así que subió furtivamente la Montaña, y Okhonajh no se resistió. No se dio cuenta de las intenciones de Ryo. Vieron, en las llamas, una enorme Serpiente enroscándose alrededor de la Montaña, y la Serpiente era tan grande como ella. La Serpiente puso su boca en el manantial y empezó a beber todas las aguas mágicas de luz, y empezó a crecer. —Ryo tragó avaricioso toda la magia que pudo sacar de Okhonajh, dejando al resto del mundo en la oscuridad. En ese momento una parte de lo que era se separó de la luz y nunca se recuperó: se transformó en el Mundo de Abajo, oculto en el interior de la Tierra, y en el fondo del Mar. — La voz del Rey se volvió más profunda ahora, y sonaba como si él estuviera recordando algo que hubiera presenciado. Pero las gemelas estaban absortas en las danzantes imágenes del fuego. La Reina miró a su esposo y sonrió, dulce, por sobre la cabeza de Saris. Él le devolvió la sonrisa. —La Serpiente empezó a hincharse y a crecer, y se volvió muy pesada, aún para una Montaña... Para este momento, la imagen de la Montaña era casi invisible bajo la Serpiente enroscada a su alrededor. —Y Okhonajh clamó por ayuda. La Tierra llegó primero. Tembló y se sacudió, pero Ryo no se movió de su lugar. Se aferró firmemente a Okhonajh y absorbió el poder de la Tierra a través de sus nuevas garras mágicas. La Serpiente gigante parecía ahora un dragón sin alas. —El segundo en venir fue el Aire. Los Vientos, todos a la vez, soplaron fieramente contra Ryo. Pero él era demasiado grande ahora, y demasiado fuerte. Bostezó (como Saris hace ahora) y tragó a Noto, y a Levante y Céfiro, y aún a Bóreas, que trató de congelarlo.

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La Serpiente estaba hinchándose más y más. La Montaña era invisible bajo Ryo, y el resto de la imagen estaba hundido en la oscuridad. La única luz estaba en la cima de la Montaña, brillando brevemente antes que la Serpiente abriera su boca y se la tragara también. —Los Vientos luchaban desde el interior, pero era más fuerte. Y la magia de los Vientos brotó en forma de alas para la Serpiente. Ryo en la figura extendió ampliamente sus nuevas alas y aleteó poderosamente. Las montañas alrededor se inclinaron y cayeron en escombros. —Y la voz se elevó desde Okhonajh, pidiendo ayuda, y llegó al Sol, hijo del Fuego. Bajó desde el cielo para luchar con la enorme Serpiente, avariciosa e insaciable. Pero aún siendo el más poderoso entre los hijos de los Elementos, eso no ea suficiente. Ryo abrió su boca y se tragó al Sol. La columna de fuego se había vuelto oscura. La forma sombría de la Serpiente era escasamente visible, y se estaba moviendo. —Ryo había devorado el poder de la Tierra, del Fuego, del Aire, y tenía desde el comienzo el del Agua. Había roto el equilibrio, el principio de distribución que vieron hoy... Y eso lo mató. En su interior los vientos prisioneros, y el Sol y la magia concentrada del Río Dorado unieron sus fuerzas y lucharon. De pronto, sobresaltando a las gemelas medio dormidas, la oscura Serpiente estalló en un millón de pequeños pedacitos, dejando la maravillosa Montaña y su Río Dorado. Los Vientos se levantaron desde su cima en una espiral y volaron lejos, dejando tras de sí estelas de niebla azul; y en el centro, el Sol subió de nuevo a su lugar. —Pero el poder en los pedazos de Ryo era todavía demasiado grande... y cada uno de ellos tuvo un poco de Fuego, un poco de la fuerza de la Tierra, y un poco del

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alma del Viento; y cada uno de ellos se transformó en un dragón. Ellos fueron los primeros Ryujin en el mundo... Los pequeños dragones de la imagen volaron alrededor de la Montaña y se dispersaron en muchas direcciones. La columna de fuego dorado se adelgazó y fue desapareciendo. —Por eso es que cada Ryujin tiene una diferente clase de Fuego, porque cada uno proviene de una parte diferente de Ryo. Somos almas de fuego, en cuerpo de Ryo... Las gemelas estaban dormidas ahora. La Reina y el Rey permanecieron un momento mirando los fuegos que se apagaban.

—¿Qué pasó en la cena, Wo?— preguntó la Reina. El Rey la miró. —Sh... Vas a despertar a las niñas... — susurró él. —No. Dime. ¿Qué te dijo Missar que te preocupó tanto? El Rey suspiró. —Llegó un mensajero, justo antes que partieran hacia aquí para la Ceremonia. Kuo tiene una nueva petición para renunciar a la Guerra. Las cejas de la Reina se levantaron. Ella lo miró, esperando. —Él quiere una de mis hijas por esposa. Ella lo miró todavía un momento. —Bentén, — susurró. El Rey asintió en silencio. —Él ha oído de su belleza e inteligencia... —Y su fuego lo atrae desde lejos. —¿Qué dices, mi Reina? — Él fruncía el ceño.

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—Su poder es muy grande como para tenerlo escondido aquí. Él debe haberla presentido... —¿Crees...? —Su destino la está alcanzando, igual que alcanzó a Mikori... — dijo ella suavemente.

Bentén y Niji estaban todavía danzando en el patio. Habían retenido las formas humanas, y él estaba usando los mismos brazos que había criticado en la tarde para retenerla contra él. Su cabello olía delicioso. Y entonces, rompiendo el sueño, otra pareja se les unió para una danza más vivaz. La música había cambiado. Así que los cuatro empezaron a girar y saltar a su ritmo. Bailaron unos momentos, hasta que Bentén se cansó y besando a la pareja y a Niji, se retiró. Niji la miró alejarse. —La amas... — dijo el hombre. —Todos aman a la Princesa Bentén, — dijo Niji evasivamente. El otro lo miró con fijeza. —Pero ella tiene un destino... Niji separó sus ojos de la chica que se iba y miró al hombre. —Lo sé, Príncipe Mohr. Lo sé muy bien. Y se retiró con una reverencia.

Sonidos muy suaves anunciaron la llegada de Bentén. Se transformó en humana antes de pasar por la ventana para no hacer ruido y despertar a las gemelas. El Rey y la Reina estaban todavía allí, envueltos en un silencio pensativo. —Deberías usar las puertas, — susurró la Reina. —Mamá, papá... — Ella parecía un poco confundida. —Yo...

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—¿Por qué no estás allá abajo? Todavía hay música, — dijo el Rey, tan cálido como su esposa. —Buscaba a Mikori... — dijo ella. —Queridita... Ella está con Céfiro... — susurró la Reina con una sonrisa comprensiva. —Ah... —Se casarán, Bentén. Era su destino. —Lo sé. Debería estar feliz por ella, pero... — murmuró Bentén sentándose junto a la Reina en la cama de Saris. La Reina le pasó el brazo sobre sus hombros. —¿Pero? — susurró. Ella no podía explicar la angustia que sentía. Se volvió a su madre y la abrazó. Su padre se había levantado y se sentó ahora junto a ellas. Le acarició el cabello, y entonces, de repente las apretó a las dos en un abrazo. —Ah, eso se siente bien, — susurró en el oído de Bentén. —Prométeme que tú no te irás en esta Fiesta del Tigre. Extrañaré las escapadas de Mikori, y necesitaré de las tuyas. Bentén se rió y él las soltó a medias. Bentén se volvió hacia él. —¿Las escapadas de Mikori? —Cada vez que el viento olía a flores... — dijo él. —Es la señal de Tenyo. —Eso y la música, — dijo la Reina. —¿Música? ¿Tenyo? ¿Qué están diciendo? —¿Estás pidiendo un cuento de buenas noches, como tus hermanas? —Ve a ponerte el camisón... y te lo contaremos, — dijo la Reina. —Mamá... Mi Reina. Estoy algo mayor para un cuento de buenas noches... — dijo ella desapareciendo tras un biombo para cambiarse de ropa.

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—Pensé que eras una niñita hace un momento... — sonrió el Rey. —¿Qué es ese resplandor, Bentén? —Ah... Un regalo de un amigo... — Bentén salió de detrás del biombo en camisón y sacó el collar que Niji le había regalado. —Guau, está creciendo... — dijo sorprendida. El sencillo hilo de perlas de luz tenía ahora lo que parecía la promesa de un bordado de perlas y cristales. —Es hermoso, mi querida... Gotas del Río Dorado, ¿no? — preguntó la Reina con una sonrisa mientras examinaba el collar. —Sí. ¿Cómo lo sabes? — preguntó Bentén. La Reina sonrió y sacó su propio collar, el que había mantenido oculto entre sus ropas. —Tu padre me dió uno como ese una vez... hace tiempo. — El Rey y la Reina se miraron con una sonrisa. —Nunca lo había visto... — Bentén miró el collar de su madre con curiosidad. Parecía como si el suyo estuviera empezando a formar un diseño similar al de su madre. —¿No le falta una Joya? — Ella señalaba el lugar que antes había ocupado la Joya de los Reyes. La Reina se encogió de hombros. —El tuyo es hermoso, — dijo en cambio. —¿Te lo dio el chico cobrizo? —Es sólo un amigo, — protestó Bentén. —No dijimos otra cosa, — dijo el Rey levantando las cejas. —Cuéntame acerca de Tenyo. —Los de Tenyo son criaturas de Aire, los Hijos del Viento. Suelen envolverse en música y perfume... Pregúntale a tu hermana... —Por favor, pa... — dijo ella trepándose a su cama. El Rey sonrió. Hacía años que ella no lo llamaba "pa;" desde que aprendió el protocolario "padre."

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—Bien... Conocí al padre de Céfiro una vez, hace tiempo... Estábamos luchando con otro clan... En el principio, todos los Ryujin vivíamos juntos al pie de la Montaña, hace casi diez mil años... Yo era apenas un niño... Vivimos allí muchos siglos en paz... Pero un día... uno de nosotros, un dragón poderoso se contagió de la enfermedad de Ryo. Se volvió ansioso de poder, más y más ambicioso, nunca tenía lo suficiente... Trató de convencer a algunos de los ministros de mi padre, pero ellos no lo escucharon. Así que recurrió al pueblo. Nuestra gente era joven entonces, muy joven e inocente... Prometió poder y riqueza a los que le apoyaran, y convenció a muchos, a algunos... al menos los suficientes como para dividirnos en varios clanes. Las luchas internas por el poder nos separaron. Mi padre conservó la vieja Corona y la mayoría de la gente lo siguió... Pero este dragón nos atacó. Una y otra vez, hasta que abandonamos nuestra hermosa ciudad en la ladera, la Vieja Ciudad. Ahora es una ciudad fantasma... la Ciudad del Viento la llaman algunos. Mi padre, el Rey, convocó a aquellos que eran leales, y su rugido fue tal que su voz desgarró las rocas que aprisionaban los pies de la Montaña. Desde entonces, la Montaña se mueve de un lugar a otro. Después, volvió a rugir y desplegó las alas. Nuestra gente voló hacia el oeste, hacia aquí, la Ciudad Central. Aquí, el Tigre Blanco levantó un círculo de montañas para nosotros. Y recuperamos la esperanza. Las montañas nos protegerían, o eso creímos. Pero el Tirano nos persiguió, su ejército cayó sobre nuestra retaguardia y tuvimos algunas bajas. Mi padre rugió por tercera vez, y los Vientos vinieron a su llamada. Los Tennin nos ayudaron, y entre ellos, el rey de Tenyo, comandante de las Tormentas, el padre de Céfiro. Luchamos lado a lado, y él me rescató cuando el Tirano me derribó en una explosión de fuego oscuro... El Rey quedó en silencio por unos momentos. La Reina continuó.

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— El viejo Rey murió en ese encuentro. La vieja Reina salvó a tu padre y a la gente. El Rey de los Vientos levantó una barrera para protegernos, y tu padre se convirtió en el nuevo Rey... —El día que mi madre puso la Corona en mi cabeza, levanté un pacto con el Rey de Tenyo de compartir mi reino con él a través de nuestros hijos. Y ese mismo día, el Tirano nos atacó de nuevo. Me levanté y presenté batalla, y los Tennin estuvieron con nosotros. El Tirano huyó, herido, pero su deseo de venganza nunca murió. —¿Es el mismo Tirano de que hablaba Rusk? ¿Ryo-Kuo? — preguntó Bentén. La Reina y el Rey le lanzaron una mirada penetrante. —¿Qué te dijo Rusk? — preguntó el Rey. Bentén bostezó. —Algo acerca de que es muy problemático... Quiere la Corona... o algo como eso... Mikori pensó que habría guerra, pero Rusk dijo que estaban negociando... —Sí, estamos negociando. Kuo es el hijo del Tirano que mató a mi padre. Es el nuevo Tirano desde hace un par de milenios. —¿Por qué quiere la Corona, papá? — Bentén había cerrado los ojos y hablaba con voz somnolienta. —Por su poder, mi cielo. La Corona del Rey Dragón te hace vivir fuera del tiempo... concentra el poder de nuestra gente... —Ah... — Bentén suspiró y puso las manos juntas bajo la mejilla. Estaba dormida ahora. —¿Crees que lo sepa? — susurró la Reina en menos que un susurro. El Rey se limitó a sacudir la cabeza y llevarla fuera del cuarto de las niñas.

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Capítulo 5. El Lugar de la Reina.

El sol brillaba sobre los campos... Era casi el tiempo de la cosecha. La chica... No; la mujer, tomó el camino que zigzagueaba entre los graneros y siguió hacia los campos. Sabía desde hacía mucho que un grupo de Cosechadores solía trabajar allí en esta época del año. El ligero ronquido la hizo sonreír. Todos los años la misma historia. Lanzó una piedra en dirección de los dragones durmientes y huyó volando, levantando su hermoso cuerpo de serpiente en el aire. Un momento más tarde, oyó el sonido del batir de otro par de alas y planeó hacia la colina donde solían reunirse. —Mi Princesa... — El dragón cobrizo la saludó mientras se transformaba. — Pensé que nos dejarías descansar esta tarde... Esta noche es la Fiesta del Tigre. —Niji... Deberías saber que nunca te dejaré dormir durante tu turno de trabajo, — dijo ella. —Pero quizá ciento ochenta años te habían hecho cambiar de opinión. El hombre joven se recostó indolentemente en la hierba, las manos bajo la cabeza, mirando al cielo azul. —No lo creo... — dijo ella, reclinándose también. El silencio era cómodo, y después de tantos años, la compañía también era una costumbre para ella. Esa visita de otoño, ese vuelo sobre los campos... Él rompió el silencio. —¿Cómo está la princesa Mikori? — preguntó de repente. —La Reina Mikori está muy bien. Viene esta noche. —¿Ya puso su primera nidada? —Mm. No. Es muy joven todavía. No tiene quinientos aún, — dijo Bentén descuidadamente.

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—Y tú tienes casi cuatrocientos. ¿Cuándo vas a casarte, Princesa? —Cuando tú digas que sí. Y este año tenemos otras bodas en mente. Él se apoyó en un codo y la miró con interés. —¿Las Princesas Saris y Vasti? — preguntó. —Ahá. Saris encontró una pareja de gemelos, y convenció a Vasti para conocerlos... — Bentén sonrió recordando. —Las escuché susurrando y cuchicheando sobre ellos durante semanas enteras. Y Saris se salió con la suya, por supuesto. Se conocieron, y bailaron juntos la Fiesta del Tigre pasada. Se comprometerán este año. —En el aniversario de la Princesa Mikori. —De la Reina Mikori. Sí. —Ciento... ¿sesenta? —Ciento cincuenta y tres desde que se fueron. —La extrañas, — sonrió él. Bentén le devolvió la sonrisa. Habían sido amigos por tanto tiempo que ella no se molestaba en ocultar sus sentimientos. —Sí, —dijo simplemente. Y cada uno se sumergió en sus recuerdos de la boda de Mikori.

Luego de la Ceremonia de Reparto, Mikori y Céfiro habían esperado casi treinta años antes de casarse. Céfiro trajo a cada uno de sus hermanos y hermanas a la Ciudad Central. Algunos de los hijos del Rey tenían nombres de los vientos: Noto, Bóreas, Levante y, por supuesto, Céfiro. Y tenían el perfume de su viento homónimo. Sus vientos patronos soplaron sobre la ciudad todo el tiempo que ellos permanecieron en ella, y cada uno de ellos se inclinó ante Mikori y Céfiro.

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Los Tennin eran gente de Aire, del mismo modo que los Ryujin lo eran de Fuego. Muchos de entre la gente de Tenyo eran doncellas. Eran sumamente hermosas cuando tomaban forma humana, y eran tenues como caricias de brisa. Encantaron la Ciudad Central con su gracia y belleza. Los jóvenes entre ellos eran aún más sutiles. Muchas veces uno ni siquiera los notaba. Un ligero cambio de temperatura o en el perfume del aire, o una tenue sensación, y se desvanecían de pronto, elusivos y fugaces. El día de la Boda, el céfiro soplaba sobre los campos, y muchos de los Tennin bajaron de las nubes doradas en que habitaban y llenaron las calles con flores y perfumes. La música de los Tennin siguió a Bentén por días después de eso. Y después de un hermoso día, vino un magnífico atardecer y la más dulce de las noches. El aire se llenó con chispas de luz, las Chispas de Dragón, los Ryo-To, chispas vivientes de Fuego y Viento, arrastradas por la brisa. La música embriagaba los sentidos y todo parecía un sueño. De nuevo todos sus hermanos y hermanas estaban presentes, y en la plaza, el Rey Dragón presidió la Ceremonia. Eryne, la hija mayor de Melori, llevaba el cofrecillo sobre un almohadón de terciopelo. Mikori se veía hermosa envuelta en flores de jazmín y azahar, y la brisa no cesaba de acariciarla, y de mover su largo cabello que había dejado suelto. Las chispas de luz quedaban atrapadas en él, y ella parecía por momentos no la futura Reina de los Vientos sino la Reina de la Noche Estrellada. Y la joya blanca en su escote centelleaba con luz de luna. Céfiro estaba allí, junto a ella, alto y apuesto en su capa azul oscuro. La Corona de los Vientos centelleaba azul sobre su cabeza. Y la Corona de la Reina de los Vientos destellaba en blanco sobre la de Mikori. Pasaron juntos bajo los arcos de flores y se detuvieron frente al Rey Dragón.

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—Mikori, hija del Rey y la Reina de los Ryujin — Ella se inclinó. —Y Céfiro, hijo del Rey y la Reina de los Tennin... —Ahora él se inclinó. — Han decidido hace tiempo unir sus vidas en una... El momento de liberar la Mariposa de Plata ha llegado, para que pruebe su decisión. Eryne dio un paso adelante, y presentó el cofre al novio. Tomando la mano de Mikori, Céfiro lo abrió. La gran Mariposa plateada salió perezosa de la caja. Permaneció un momento posada sobre el borde, moviendo lentamente sus alas blancas, muy lentamente. Parecía que no iba a volar. Bentén se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas en las palmas. Si no volaba, no habría boda. Uno, dos, tres segundos más y ella contenía la respiración. Notó que Céfiro estaba apretando fuerte la mano de Mikori. Y de repente la Mariposa se elevó. Centelleó con una luz plateada y voló alrededor de la pareja tres veces, envolviéndolos en una hebra plateada. Tres veces... Era perfecto. La boda quedaba tres veces bendecida. Bentén no podía pedir más. El Rey retiró la hebra y la pareja extendió un brazo. —Mikori y Céfiro... Han pasado por buenos y malos tiempos, juntos. He visto cómo Mikori esperaba a Céfiro noche tras noche, susurrándole sus sueños a la brisa. He observado cómo Céfiro soplaba su amor alrededor de Mikori, noche tras noche, esperando que el momento de presentarse llegara... Ahora, la Mariposa de Plata ha probado y aprobado su amor. Pueden hacer sus votos. A medida que hablaba, el Rey iba trenzando la hebra plateada sobre los brazos de la pareja. Sus ojos brillaban de orgullo y emoción. —Yo, Mikori, hija del Rey Dragón y la Reina, prometo amarte en tanto haya fuego ardiendo en mí... — dijo simplemente. Pero significaba mucho. El día que un dragón perdía su fuego, ese día dejaba de existir.

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—Yo, Céfiro, Rey de Tenyo y de los Tennin, te prometo vivir y morir por ti en tanto que los vientos, mis hermanos, sigan soplando por el mundo. El Rey había hecho un nudo por cada promesa, y había llegado a las manos de la pareja. Movió su mano mientras decía: —La hebra irrompible de la Mariposa de Plata será testigo entre ustedes de las promesas que han hecho hoy. Y la hebra desapareció. Mikori se inclinó ante su padre, que inclinó ligeramente su cabeza, y se volvió a su esposo. Se inclinó de nuevo, y se suponía que él la tomara de la mano y la condujera de regreso bajo los arcos de flores. Pero no lo hizo. De improviso, las Chispas de Dragón se arremolinaron en torno a ellos, cuando él la tomó por la cintura y la besó. Se transformó en viento a su alrededor y ella estalló en llamas luminosas. Por un momento, la concurrencia quedó en suspenso, y luego empezaron a aplaudir. Y siguieron aplaudiendo hasta que la pareja volvió a la normalidad y bajaron a los arcos de flores para la danza.

Así había sido la boda de Mikori en los recuerdos de Bentén. Siete años más tarde, Mikori y Céfiro habían subido a una carroza de Chispas de Dragón, los Ryo-To, y volaron hacia el palacio de Céfiro, en la Montaña, cerca del cielo. Cada cincuenta años, Mikori y Céfiro volvían para la Fiesta del Tigre Blanco, pero este año... Cuando recibieron el mensaje, Bentén se sorprendió. Reina había sonreído al Rey con una expresión cómplice. Y ahora Niji decía... —¿Por qué me preguntaste si Mikori había puesto ya su nidada? — preguntó ella de repente.

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—¿Eh? ¿Qué? — Él había estado durmiendo. Ella lo sacudió, y una luz maliciosa brilló en sus ojos. —Te la buscaste, — dijo él. Y rodaron por la colina en una pelea fingida a medias. Los coletazos y las explosiones de fuego derribaron e incendiaron un grupo de arbustos, y se detuvieron jadeantes, junto al camino. Bentén miró a Niji a los ojos, y acercó la cara para besarlo. Como de costumbre, él se volvió a un lado y se apartó. —¿Por qué no quieres besarme, Niji? — preguntó en voz baja, enderezándose. —No quiero que nos comprometamos. Besarte con fuego significaría boda el próximo año... —¿Por qué no, Niji? — insistió. Podía percibir claramente su amor, pero él nunca había aceptado el beso. —Tienes un destino, Princesa. Ve y cúmplelo, — dijo. —Yo no soy parte de él. Ella lo miró mohína. Algunas veces se seguía comportando como una chiquilla. —¡Y tú qué sabes! — dijo desdeñosa. Una sonrisa torcida cruzó su cara. —Yo sé... Sé lo que te hace falta, niña traviesa: ¡un baño de barro! Y se transformó en dragón tan repentinamente que ella no tuvo tiempo de transformarse y defenderse. La aferró en su forma humana y la apretó con las garras de tal manera que no se podía transfigurar. —¡Ey! ¡No puedo!... — gritaba, pero él batía alas con fuerza y voló hacia los pantanos. Sobrevoló la niebla por un momento, ignorando los chillidos de Bentén y de golpe la dejó caer en las arenas movedizas. Ella gritó más, transformándose mientras se hundía, y saltó hacia arriba, enredándolo y escupiendo fuego, y arrastrándolo para

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revolcarlo en el limo. Se arrastraron fuera de los charcos con las alas tan llenas de barro y algas que no podían volar. —¡Sucio Cosechador!... Mira cómo pusiste mis escamas... — protestaba ella. —¡Ja! ¿Sucio Cosechador, dijiste? Mírate ahora, Princesa roñosa, — se rió él. La vieja llama brillaba de nuevo el los ojos de ella. Estos últimos años había estado un poco melancólica. La partida de Mikori y el compromiso de las gemelas... debía sentirse sola ahora. —Necesito agua limpia para lavarme. No puedo volver así... —No hay agua limpia aquí. Deberíamos ir a... —¡Sh! —¿Qué? —¡Escucha! Agua corriendo... Niji levantó una ceja. Escuchó, pero no oyó nada. —Por ahí, — dijo ella anhelante. —Vamos. Él la siguió. Ella iba a alguna parte, guiada tan solo por el oído, y parecía haberse olvidado por completo del barro y de la mugre. Él se limitó a seguirla. No podía evitar lo que iba a suceder, pero si había algún peligro para ella, tenía que estar ahí para ayudarla. Las sombras se levantaron y oscurecieron el camino que ella seguía. ¿Había árboles en el pantano? Había creído que no. Y la niebla se desvaneció en un claro perfectamente circular. —Ah... — suspiró ella. Tenía una mirada muy extraña ahora. —Bentén, no hay nada ahí, — susurró él. Tenía un mal presentimiento de todo esto. Y ella entró en el círculo.

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Él no había visto nada antes, pero cuando el dragón rojo rubí entró, la luz llenó el círculo. Trató de seguirla, pero no pudo traspasar el borde. Este lugar le estaba prohibido. Cerró los ojos un momento, y entonces se obligó a abrirlos de nuevo para observar el cumplimiento del destino. El claro estaba lleno de luz dorada. Y la luz tenía una especie de música en ella... parecida a la música de Tenyo, y a la vez, diferente. Era la música de los Ryujin. Bentén avanzó. En el centro del claro había una roca. Un alto cristal, dividido en dos pilares que semejaban manos ahuecadas. Y desde esas manos se derramaba una cortina dorada de agua entre los dos pilares. Bentén avanzó hacia las aguas. Algo en la luz, algo en la música la llamaba. Ella se acercó a las aguas, y casi sin notarlo entró en ellas. El barro se disolvió y desapareció, y en tanto la luz la envolvía, se transformó de nuevo en humana. Aún sus ropas desaparecieron. Se paró allí, bajo el agua, vestida en luz, y Niji vio que su collar, el mismo que él le había regalado hacía tiempo, se había transformado en una red de perlas de luz y cristales de plata. Y una Joya, una Joya de Fuego Blanco, bajó con las aguas y tomó su lugar entre las perlas. Para Niji fue como si viera a Bentén por primera vez. Era hermosa, majestuosa, noble, pura... Era la Reina. La nueva Reina. Y el dolor desgarró su alma una vez más. No era para él. Y él lo había sabido desde el comienzo. La luz se desvanecía ahora, y la música; y Bentén bajaba del sitial. Ella estaba otra vez vestida como siempre, pero la Joya brillaba en su pecho. Salió del claro y la luz desapareció. —Te saludo, mi Reina... — susurró él.

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Ella apoyó una mano sobre su cabeza inclinada, y en ese momento él supo que ella por fin lo había entendido.

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Capítulo 6. La guerra.

Mikori y la Reina estaban allí, en su cuarto cuando ella entró por la ventana, como aquella otra vez, la noche que Mikori conoció a su esposo. — Bentén, ése es un hábito de chiquilla, — dijo Mikori yendo a abrazarla. Bentén sonrió, cálida y la abrazó. Se dio cuenta a primera vista que Niji tenía razón. Había puesto su primera nidada. Pero Mikori se separó con rapidez. —Bentén, tú... ¡Madre! Bentén no había soltado a Mikori. Ahora, la Reina se levantó y se acercó a su hija. No dijo nada. Miró a Bentén y ella abrió el escote para mostrar la Joya. —Así que eres la elegida... — dijo la Reina en un susurro. — Lo esperaba desde el día que nos mostraste tu collar. — Y ella abrió su propio escote para mostrar su collar sin la Joya. —Tu padre me regaló esto el día que nos comprometimos. Después él encontró la Joya. Estábamos caminando en los jardines cuando escuchamos una música... La seguimos, y la Joya nos escogió... ¿Qué pasó con tu amigo? ¿Él?... —Él no escuchó la música, ni pudo entrar al claro... — dijo ella. Una sombra cruzó los ojos de la Reina. —Entonces, él no será el Rey... Lo temía cuando ustedes no se comprometieron... —Él nunca quiso... Y hoy me dijo que no era parte de mi destino. No lo entendí en ese momento. Lágrimas ardientes corrían por su cara. —Lo siento, pequeña, — murmuró la Reina, abrazándola. —Lo siento tanto... —Madre... Debes decírselo ahora... — urgió Mikori en un susurro.

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La Reina asintió, mientras acariciaba la cabeza de Bentén. —Mi corazón... Si hubiera sido cualquier otro año, deberías mostrar la Joya a nuestra gente, y hacer que todos lo supieran, pero... Bentén se separó un poco y miró a su madre. —¿Qué sucede? Me siento muy rara desde que esta cosa llegó a mí... La Reina asintió. —Sientes el peso de la Corona, aunque nunca te la pusiste. Bentén, próxima Reina de los Ryujin. No debes decir lo que has encontrado, y yo no debo repetir el título que te acabo de dar. — La Reina bajó la voz hasta un susurro. —Estamos en Guerra. Bentén miró sin entender. —El Tirano ha roto la tregua, y atacó la ciudad de Missar. Él fue tomado prisionero, y tu padre ha ido a luchar junto a Lossar con nuestro mejores Guerreros. —¿Guerreros? No hemos tenido nunca un clan de Guerreros... — murmuró, confundida. —Sí, los teníamos. Hace mucho. Se mezclaron con los otros clanes, y se ocuparon de otras tareas, pero hoy tu padre los convocó otra vez. Haré el anuncio esta noche. No habrá Fiesta del Tigre este año. —Pero... ¿Y las bodas de Saris y Vasti? ¿Qué hay con?... —Estamos bajo el signo de la Guerra ahora. Tendremos que ser fuertes, resistir y esperar... — dijo la Reina sombríamente. Bentén se inclinó. —Sí, madre, — dijo con suavidad. —No diremos nada acerca de tu... hallazgo, pero te necesitaré a mi lado esta noche. Bentén asintió lentamente y cerró su escote en silencio.

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Le había llevado meses acostumbrarse a su nueva condición. Aunque para el resto de los Ryujin ella era todavía la Princesa Bentén, ella percibía un claro cambio en la actitud de algunos de sus hermanos y hermanas. Por ejemplo Rusk. La invitó a pasar un par de años en su helado castillo en el norte. Ella aceptó. Se sentía sola en la villa, no atreviéndose a ir a ver a Niji de nuevo. La hospitalidad de Rusk era tan cálida como siempre, y regaló a Bentén con todas las maravillas de su extraña y fría tierra. Ella saboreaba el beso del viento en las heladas torrecillas y el viento frío le susurraba las noticias al oído. Una de esas noches, mirando las estrellas del norte, oyó los pasos calmos de Rusk entrando en su cuarto. —Bentén, ¿todavía aquí?— preguntó con amabilidad. —La fiesta está por empezar. —Estaba escuchando al viento. El viento habla en tu feudo, Rusk. —Como lo hace en el de Mikori. Así nos mantenemos en contacto. Los territorios pueden ser diferentes, pero en el fondo las partes son las mismas. ¿No te habías dado cuenta, hermanita? —No. Pero estoy empezando a aprender. ¿Qué está sucediendo afuera, Rusk? ¿Por qué me trajiste aquí? —Eh... — Rusk dudó un momento. Ella se apoyaba sobre la baranda del balcón, mirando la noche. Se veía tan sola... no pudo evitar sentir lástima por ella. Y ella se volvió. Como le había pasado a Nikkijh-jin de los Cosechadores, Rusk de la Familia Real vio a la Reina en su hermana por primera vez. No había visto la Joya, pero no lo necesitaba. Lo que le habían dicho era verdad. Se inclinó ante ella.

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—No deberías llevar esa carga tú sola, hermana mía, — dijo con la voz rota. — Deberías encontrar un marido. —No. El que yo amo no puede ser mi marido, — dijo ella. Rusk miró al suelo por un momento. Cuando volvió a levantar la mirada, sus ojos claros estaban nublados por las lágrimas. —Había una roca, en el corazón del Viejo Reino... Nuestro padre debe haberte contado la historia... La roca tenía una leyenda — o una profecía tallada en ella. "Cuando el Ryujin del Fuego Negro libere la Maldición El Ryujin del Fuego Blanco nos dará Esperanza. Juicio y Liberación en el mismo nido; La Reina Solitaria protegerá lo que el Rey Solitario habrá de matar..." No me gustaría pensar que eres tú. Bentén lo miró. —¿Qué se supone que signifique eso? — preguntó lentamente. —La piedra hablaba de una pareja de gobernantes, un Rey y una Reina, los únicos que permanecieron solos... Uno de ellos trayendo una Maldición sobre nosotros, y el otro, la Esperanza; el poder para liberarnos de nuestro Destino. —¿Y tú crees que les traeré Esperanza y Juicio? —No lo sé. Pero no me gusta la idea que tu destino esté grabado en esa roca... Bentén se volvió hacia él. Él empezó a dirigirse hacia la puerta. —Rusk, dime porqué me trajeron aquí, — pidió ella. No era sólo una pregunta. Era una orden de la Reina. —Mikori lo solicitó, — dijo él con evasiva. —¿Por qué? Rusk suspiró.

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—Bueno, ¿recuerdas el compromiso de Mikori? Bentén asintió. —Ese día, los emisarios del Tirano habían alcanzado a la comitiva de Missar. Traían una nueva petición para hacer la paz con nosotros... —¿Qué quería? —Una de las hijas del Rey Dragón por esposa. —¿Cualquiera? —No. Él quería a la hermosa Bentén. Ella lo quedó mirando por un momento. ¿El Tirano era el Rey Solitario? —El Rey dijo que no. No daría la Corona, pero aún si lo hiciera, jamás entregaría a una de sus hijas al Tirano. Missar no tenía dudas acerca de la respuesta, pero igual tenía que llevar el mensaje a nuestro padre. Bentén guardó silencio por un momento. —Nadie podía saber que tú y la Corona significarían lo mismo en ese momento... — dijo Rusk. —Fue una coincidencia. Bentén asintió, no muy convencida. La profecía... —Lo sé, — dijo con apenas voz. —Y ahora tememos que los ataques a la Ciudad Central empiecen en cualquier momento... Bentén palideció. —Mamá, Saris, Vasti... No me puedo quedar aquí. —Lo harás. Podrás ser la Reina, pero todavía soy tu hermano mayor. Te mantendremos oculta. En un par de semanas, Saris y Vasti irán a la Tierra Jardín de Mohr. Él las mantendrá a salvo ahí. Evacuaremos la gente en pequeños grupos y los

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distribuiremos entre las restantes ciudades. Mamá estará por aquí en un mes. Y tú esperarás aquí. No podemos perder a la Reina. A ninguna de ellas. Bentén se había acercado a la cama, y cayó doblada sobre ella. Rusk se inclinó y apoyó una mano sobre su hombro. —Recuerda que los ataques no han empezado todavía. Están seguras por el momento. Pero Bentén no pudo responder.

Sesenta largos años de guerra habían pasado después de esa conversación. Bentén había permanecido allí, como le habían pedido sólo los primeros diez. Pero luego, empezó a sentirse inquieta otra vez. Fue a la vieja ciudad. Estaba casi desierta ahora. Menos de ocho familias, casi todos campesinos, y dos Cosechadores: Nuri y Niji. —¿Qué estás haciendo todavía aquí? — preguntó después de la acostumbrada piedra en el hocico. Él sopló una irrespetuosa nube de humo sobre ella, y ella se sintió mejor. Nada había cambiado entre ellos. —Te estaba esperando. Sabía que tu hermano, aún siendo un Rey en su tierra no podría tenerte quieta. —Ja, muy divertido. Vine a buscarte. ¿Por qué no te has puesto a salvo? —Por la misma razón que tú. —Insoportable, — gruñó ella. —Y tú lo extrañabas, — dijo él, empujándola colina abajo. Ella rodó gritando y riéndose, y se rió tanto que no pudo levantarse hasta que él la ayudó. Hacía años que no se reía así. —Tú... tú eres...

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—Un sucio Cosechador irrespetuoso, no necesitas decirlo. Pero ahora te sientes mejor. Los últimos partirán luego de la próxima cosecha, cuando los Mensajeros vengan por ella. Había pensado en ir tras ellos, para ayudar a los viejos... —A Nuri, quieres decir. Lo quieres como si fuera tu padre. Niji se encogió de hombros. —Iremos al sur. Puedes venir y ver a tus hermanitas... Creo que la Princesa Saris no esperará para poner sus huevos. —¡Por favor! ¡Todavía es una niña! ¿Cuánto tiene? ¿Doscientos treinta? —Más o menos... Pero ella no quiere esperar. Y tú la conoces. Ella va calladita y hace lo que quiere. Ni siquiera la Princesa Vasti ha sido capaz de detenerla alguna vez. —Está bien. Se los diré... — dijo Bentén. Entonces ella se puso de pie y levantó su mano. El Cetro de Esmeralda que había recibido estaba allí, y ella lo sacudió. Un dragón de agua, una forma de niebla, o rocío, o nube, apareció, juntándose desde la nada. La figura se elevó en el aire y voló como una nube hacia el norte. —Se hará hielo antes de llegar, pero la nieve también es agua. Entregará mi mensaje, — dijo Bentén. Niji la miró con una sonrisa. —Al fin aprendiste algo nuevo. —¿Quieres probarme, campesino? — se burló ella. —Nunca rechazaría una propuesta como ésa... — dijo él, lanzándose sobre ella en forma de dragón y rodando colina abajo otra vez.

Ese viaje había significado unas plácidas vacaciones para Bentén. Volando par a par con Niji, deteniéndose frecuentemente para esperar o ayudar a Nuri, siguiendo la

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estela de los Mensajeros entre las nubes. Y después de la cordillera más alta, las tierras empezaron a descender en colinas redondeadas cubiertas por una jungla densa. El clima se volvió tórrido y húmedo. Después de esa refrescante década con Rusk, Bentén sentía que se cocinaba. Niji se reía frecuentemente de ella. Pasaron sobre unos poblados humanos, la mayoría durante la noche, pero Bentén pudo ver una o dos veces la gente corriendo cuando ellos mostraban la más ligera de las sombras. —¿Por qué nos temen, Niji? Él miró hacia atrás por sobre su hombro y se encogió de hombros. Nuri contestó. —Porque somos diferentes, Princesa. Por muchos años, los Ryujin temieron a los Tennin, hasta que un día el rey de Tenyo salvó al hijo del viejo Rey... Ahora, la hija de ese hijo es la Reina de Tenyo, y los dos pueblos están unidos. Los humanos viven muchos menos años; tienen poca memoria... y nos temen... Ellos no recuerdan... Un día, una doncella de nuestra gente se casará con un mortal y de esa unión tendremos Juicio y Liberación... —¿Qué estás diciendo, Nuri? — preguntó Bentén, acercándose. —Es una antigua leyenda... Dice que de la línea de los Reyes de los Ryujin y de los Reyes de los Hombres vendrá la libertad de una nueva Era... para aquellos que sobrevivan al Juicio... la oscuridad que precede al alba... —¿Podrías ser más claro, Nuri? — pidió Niji. —Nunca me contaste ese cuento... —Es una leyenda, no un cuento. Y no recuerdo los versos. Está grabado en una roca en el Viejo Reino... En la Ciudad del Viento. Bentén suspiró. —¿Qué sucede, Princesa? — preguntó Niji. —Ya escuché historias de esa roca. Creo que debería ir y echarle una mirada... —Mejor que no lo hagas. Está en el territorio del Tirano, — dijo Niji.

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Bentén asintió, pero la expresión en sus ojos no había tranquilizado los temores de Niji. Luego de eso, y después de muchas leguas de jungla, llegaron al océano. Bentén no lo había visto nunca. Se paró en la orilla, dejando que el agua siseara sobre sus pies completamente asombrada. —¡Ey, guardiana de las aguas! No deberías estar tan asombrada — dijo Niji. —¿Habías visto alguna vez algo tan... asombroso? — dijo ella sin aliento, ignorando la burla. —Sí. Ya he estado aquí antes... — dijo él con un gruñido dándole la espalda al océano. —¿Qué le pasa? — le preguntó ella a Nuri. El viejo dragón sonrió pensativamente. —¿No conoces su historia? Lo encontré junto a la orilla cuando era un niño. Éramos pescadores antes de convertirnos en Cosechadores en la Ciudad Central. Sus padres murieron en el océano. Las aguas se tragaron a su madre, y su padre fue tras ella. Nunca regresaron. —¿Y porqué volvió aquí? —Por mí. Yo quiero descansar junto al océano. Y por ti. No te dejará, no importa lo que diga la roca. Bentén miró al viejo dragón por unos instantes, pero no quiso seguir preguntando. Salieron hacia la Tierra Jardín de Mohr en la mañana, y debido al Cetro de Bentén, alcanzaron la isla antes de la puesta de sol. Mohr los recibió con bailes en la playa, y se quedaron allí, con Saris y Vasti por seis o siete años. Luego, ella partió. El palacio submarino de Melori parecía una buena opción, así que allí fue. Luego, al cabo

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de unos quince años, las Chispas de Dragón señalaron el camino a las puertas aéreas de Mikori. También se quedó allí unos años, y volvió a partir. Sin darse cuenta de ello, ella estaba inspeccionando el Reino entero, hablando con sus hermanos y hermanas, escuchando a la gente, observando los daños que la Guerra les había causado... buscando una respuesta entre las historias y leyendas. Y un día, cincuenta años después de dejar las heladas tierras de Rusk, ella se despidió de Nuri y voló a la tierra de Missar — la frontera de la guerra, donde su padre y su sobrino todavía combatían al Tirano.

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Capítulo 7. El Exilio.

—¿Cuándo dejarás de perseguirme? — protestó ella, indignada. —Eh... Nunca — dijo él. Bentén miró atrás furiosa. Los últimos cincuenta años él la había estado siguiendo a dondequiera que ella fuese. La había esperado junto a la entrada submarina de Melori, y junto a los portales aéreos de Mikori... y había entrado tras ella a todos los otros reinos y feudos. —¿Por qué estás haciendo esto? — preguntó ella luego de una inútil voltereta que él aprovechó para morderle la cola. —Porque te conozco, princesa presumida... Estás pensando en algo peligroso. Y te detendré si es necesario. —Eso es lo que crees, — dijo ella, haciendo un movimiento y elevándose súbitamente. Él no cayó en la trampa, y se elevó tras ella. —Ja, ja. Muy graciosa... — dijo él, mordiéndole la cola otra vez. Ella sacudió, golpeándolo en la cara y aleteó con más fuerza. De esta manera llegaron a las puertas de Missar.

Su padre y su sobrino estaban en el Salón de Audiencias. Ella entró sin golpear, en forma humana y ropas de viaje. Niji se había quedado afuera. Después de todo él era sólo un Cosechador. Había un guardia ante el Rey, diciéndole algo. Ella se escurrió silenciosa por uno de los lados hasta los tronos, tratando de escuchar.

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—Sí, mi Señor. Dice que es un Mensajero, no un Embajador, y que no está autorizado a negociar. Sólo pide audiencia porque tiene un mensaje urgente para los Señores. —Tráelo aquí, — dijo Lossar. Pero un gesto autoritario de parte del Rey lo detuvo. —¿Qué estás haciendo aquí? — rugió mirando a la figura que se aproximaba. —Pasaba por aquí... — dijo Bentén descubriendo la cabeza. Lossar abrió la boca, y su padre cerró los ojos. —No deberías estar aquí. —Vamos, papá. Han estado ocultándome por medio siglo. Estoy cansada. ¡Guardia! Trae a ese Mensajero. Queremos oírlo. El soldado se inclinó y salió. —Al menos quédate oculta, — pidió el Rey. Bentén siguió avanzando, lo besó y dijo suavemente: —Está bien, papá. — Besó también a Lossar antes de retirarse a un rincón sombrío y bajar la capucha sobre su rostro. Tres dragones seguían al guardia cuando entró nuevamente. El de color verde oscuro se inclinó profundamente y tomó forma humana. Una antigua y común forma de respeto, el cambiar a la forma que el Rey tuviera estando en su presencia. Pero parecía un Ryujin demasiado joven para el clan de los Mensajeros. Él se inclinó de nuevo y dijo: —Mis saludos, Rey de los Ryujin. Mi nombre es Okho, de los Mensajeros de la Ciudad del Este. Te traigo un mensaje de Ryo-Kuo, el Rey... Okho era el nombre de la Montaña, pensó Bentén con una sonrisa indulgente. Pero el orgulloso nombre del Mensajero, y el Tirano atreviéndose a darse a sí mismo el

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título de Rey provocó cierta inquietud entre los soldados a lo largo de las paredes. Fue recién en ese momento que Bentén se percató que había otros guardias en la habitación. El joven Mensajero, a pesar de su nombre, echo una mirada nerviosa a su alrededor y miró al Rey. —Entregaré mi mensaje, y luego puedes tomar mi vida y enviar mi cabeza al Tirano, porque esa es la única repuesta que merece. Pero te pediré, mi Señor, por la vida de mis hermanos. — El Mensajero señaló a sus dos compañeros, un par de dragones púrpura que no se habían transformado. Parecían apenas niños. El Rey los miró un momento y suspiró. —¿Por qué nos envía Mensajeros tan jóvenes? — preguntó. —Porque somos prescindibles, mi Señor. El mensaje que debo entregar es... — Se interrumpió. Había notado a Bentén. —¿No debería la Dama retirarse? Esto no es... adecuado para mujeres. —Di tu mensaje, Mensajero, — dijo Bentén poniéndose de pie y descubriendo la cabeza. El hombre se inclinó y uno de sus hermanos le alcanzó lo que parecía una bandeja cubierta. Miró avergonzado al Rey y descubrió lo que había encima de la bandeja. Bentén ahogó un gemido y cerró los ojos. No pudo detener las lágrimas que los inundaron. En la bandeja, firmemente sostenida por el Mensajero estaba la cabeza de Missar. El Mensajero habló en voz baja y respetuosa. —Mi Señor dice que éste será el fin de toda tu casta, si no entregas lo que él ha pedido: la Corona de los Ryujin. Y la única de tus hijas que permanece soltera, como compensación por tanta espera y tan larga guerra. Luego se inclinó otra vez, y depositando la bandeja a los pies del Rey, presentó su propia daga.

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—Responde, mi Señor, como el Tirano merece... Pero permíteme que te diga primero que tu hijo resistió hasta las últimas consecuencias, y que el Tirano sólo consiguió la Corona de las Tormentas cuando su cabeza rodó. El Rey había tomado la daga y la revolvía pensativo entre sus dedos. —Si tomo tu vida, ¿me devolverá eso a mi hijo? No, Mensajero. No tomaré tu vida, porque esa respuesta no me honra. Dile al Tirano que no tendrá ni mi hija ni mi corona. Dándole la espalda al Mensajero, el Rey levantó la bandeja. Se la alcanzó a Lossar. —Lossar, el mayor de mis nietos. Cuida que los restos de tu padre reciban el trato debido a su rango y dignidad. Lossar hizo una profunda reverencia y se retiró con la bandeja. Bentén habló por segunda vez. —¿Cómo se encuentra el pueblo bajo el dominio del Tirano? — preguntó. El Mensajero la miró. Todavía tenía una rodilla en tierra. —Mi Señora, la vida en tiempo de Guerra es muy dura para nosotros. Todavía recuerdo las historias de mi abuelo de cuando los Ryujin eran un solo pueblo. Mi padre murió en batalla cuando yo era un niño, y mis hermanos no habían empollado todavía. Ellos no lo recuerdan. No escucharon las historias. Y cada día hay más y más de ellos. Pero muchos de nosotros todavía recordamos que la vida sin Guerra es posible, aunque el Tirano no nos deja mucho tiempo libre para pensar. Está preparando un nuevo ataque... —¿Estás traicionando a tu gente? — preguntó el Rey sin mirarlo.

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—No. Estoy buscando una salida pacífica. Pero eso será imposible con RyoKuo. Cada año que pasa, su odio y su ambición crecen y crecen... No quiero creer que será el fin de nuestra especie. —Tampoco nosotros, — dijo el Rey. —Pero, Mensajero, ya has dicho demasiado. Come, descansa, y mañana en la mañana puedes volver a tu Señor y entregarle mi respuesta. — El Rey sonrió con amargura. —Será fácil de recordar. Solo dile "No." El Mensajero hizo una profunda reverencia y los tres dragones salieron del cuarto.

Varios minutos habían pasado en silencio. Lossar regresó y se sentó a los pies de su abuelo, sombrío y con la cabeza gacha. Bentén se le acercó y apoyó una mano sobre su hombro. Él le tocó ligeramente la mano. —Lossar, lo lamento, — susurró ella. —Debemos pensar en la defensa, — dijo él mirando al Rey. —No, sería inútil. Ellos están preparados para caer sobre nosotros y aniquilarnos, — dijo ella. — ¿Miraste en sus mentes? — preguntó el rey con una sonrisa. Ella asintió en silencio. —Él tenía muchas preocupaciones, aún después de que le perdonaste la vida. Su gente está sufriendo, pero no combatirán al Tirano a menos que se levante un paladín. —Aún así, una revuelta interna podría ayudarnos, — apuntó Lossar. —Y no podemos quedarnos aquí y permitir que asesinen a nuestra gente. —No, debemos sacarlos, — dijo Bentén. El Rey la miró con una pregunta en sus ojos.

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—Sí, estoy segura, — respondió ella. — Llévate a nuestra gente. Díselos esta noche, y tan pronto como el Mensajero se haya ido, volaremos al norte. Levantaré una niebla para cubrir nuestro rastro. —¿Crees que nos espiarán? — preguntó Lossar. —No. Pero el Tirano podría leer sus mentes. Son muy jóvenes, — dijo ella. —Muy bien, mi Reina. El Exilio comienza mañana, — dijo el Rey con una reverencia. Lossar también se inclinó. Su abuelo había reconocido en voz alta lo que casi cada Ryujin estaba rumoreando: que ella era la nueva Reina. La Corona debía pesarle mucho si es que estaba pensando en pasársela a una niña. Luego se sintió avergonzado. Su tía, la Princesa Bentén —Reina Bentén — había sido elegida por el Fuego. Él no tenía nada que... Pensó que la muerte de su padre lo habría perturbado un poco. Pero una idea incómoda lo persiguió a lo largo de la noche.

—¡No me sigas! — gritó ella de nuevo. Era su tercer día de huida, y Niji no se separaba de ella. A mediodía, el primer día, Bentén había levantado el Cetro, y las nubes convergieron sobre la villa, y la niebla cubrió los campos. Los Ryujin aletearon silenciosamente, llevando sus bultos y despidiéndose silenciosamente de su vida anterior. Partieron desapercibidos, bajo un grueso manto de nubes y nieblas, y la lluvia borró las marcas de la tierra y los olores del aire. Dos días más tarde, la gente había comenzado a hablar de nuevo. Niebla y nubes todavía cubrían su retaguardia, y Bentén volaba atrás una y otra vez para apurar a los rezagados. Niji la seguía incesantemente. —Estás tramando algo... Algo peligroso, creo. Quiero asegurarme que no te metas en líos, — dijo él.

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—Has estado vigilándome desde... Ya no me acuerdo desde cuándo. Déjame en paz, ¿quieres? — protestó ella. —¡Uf! Estoy cansada. —Sí, volar sin descanso es agotador... Aterricemos un rato. Bentén se rió. —Extrañas la siesta... campesino, — se burló. Niji la miró un poco sorprendido, y luego sonrió. Ella eligió un grupo de árboles cerca de la curva de un río, y él la siguió allá abajo. Se sentaron junto al agua en forma humana, y ella salpicó con los pies desnudos en los charcos. —¿En qué estás pensando, Princesa? — preguntó él de repente. —¿Qué? Eh... Nada... — En realidad ella no estaba pensando en nada en ese momento. Estaba saboreando el aroma de los árboles y el barro en la orilla, y la fresca sensación del agua. — Es un lindo lugar, ¿no crees? —Sí... Las nubes corrían por el cielo ahora que la caravana de dragones había pasado. El sol se sentía bien sobre la piel. Ella siempre disfrutaba del sol. Tan tibio... —Bentén... ¿En qué estás pensando? — volvió a preguntar él después de un momento. Tan suave... —Nada... Es la segunda vez que me lo preguntas. ¿Qué te pasa? —Yo... Normalmente escucho tus pensamientos, pero hoy estás en silencio... Me estás asustando. Ella lo miró, y él no pudo leer en sus hermosos ojos. Él retrocedió un poco. —¿No puedes leer mi mente ahora? — preguntó ella con una luz en ellos. Él sacudió la cabeza. Y ella se transformó súbitamente en dragón y con un brusco movimiento de cola, le rompió el ala mientras él intentaba transformarse. La transformación se detuvo a la mitad.

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—¡Ey, Bentén! ¿Qué es lo que?... — gruñó él. Ella se había transformado de nuevo en humana, y lo ayudó a sentarse. —Lo siento Niji. Pero tienes razón. Debo ir, y no quiero que me sigas. —Así que tú... —Así que tú no me seguirás. No podrás transformarte hasta que tu ala esté arreglada. Vendrán por ti pronto. —¡Bentén! ¡¿Adónde vas!? — Él estaba asustado ahora. Ella lo miró a los ojos. No necesitó decir nada. —¡Noo! ¡No puedes! Por favor... — dijo sin aliento. Ella hizo una mueca y se acercó para ponerlo más cómodo contra el tronco. —Debo detener esta guerra. Mi padre no puede hacerlo. —¿Y tú crees?... — él la miró con ojos desorbitados. Esto era increíble. — Eres una niña. ¡No puedes dominar al Tirano! —No soy una niña. Soy la Reina. Tengo poder suficiente para ir allí y espiarlo, y quizá recuperar la Corona de las Tormentas... La vida del Tirano no está en la Guerra... no será muerto en batalla... Quién sabe cuál es el destino del Tirano... — dijo ella sombría. Él la miró incapaz de creer lo que estaba sucediendo. —No puedes... —Estaré de regreso pronto. Te lo prometo... — dijo ella, besándolo en la mejilla. —Bentén, tú... Él no había vuelto la cara. Ella no supo lo que hacía cuando lo besó. Sintió su cálida respiración, y luego su fuego. Lo saboreó lentamente, y sin tener consciencia de ello sopló del suyo en él. Apenas se dio cuenta cuando él la abrazó, o cuando los fuegos se mezclaron y los hicieron estallar en llamas. Ella conoció su clase de fuego: no

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Comprensión como le había dicho una vez, sino Presciencia. El sabía las cosas antes de que sucedieran. Y ella supo lo que él percibía en ese preciso momento. No se volverían a encontrar. No prestó atención al dolor. Todos sus sentidos estaban vibrando intensamente en ese beso de fuego mezclado. Toda su vida ardiendo en ese solo beso. Se separó con lentitud, todavía mirándolo a los ojos. Los dos los tenían llenos de lágrimas, y ninguno podía respirar. —Adiós, mi Reina... — dijo él. —Adiós, mi amor... Los dos sabían que no se volverían a ver.

Lossar encontró a Niji un día después. Ya no había nubes en el cielo. —Nikkijh-jin, de los Cosechadores. ¿Has visto a la Princesa Bentén? — preguntó directamente, ayudando a Niji a levantarse. Niji asintió lenta y sombríamente. —Ella fue hacia el este después de romperme el ala para que no la siguiera. —¿¡Cómo pudo...!? —Me tomó desprevenido, — dijo Niji. Lossar estaba arreglándole el ala y sanándosela. —¿Qué va a hacer ahí? — preguntó. —Ella cree que puede detener la Guerra, o espiar, o recuperar la Corona de las Tormentas... Eso dijo. La expresión en la cara de Lossar se volvió súbitamente sombría. —Huye, — gruñó en voz baja. Niji lo miró sin entender.

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—Huye, — repitió Lossar. — No sé si el Rey pueda soportar la pérdida de su hija tres días después de perder a su hijo... Niji miró al Príncipe. Pudo sentir algo oscuro moviéndose en su mente, pero no pudo luchar contra ello. Miró al Príncipe a los ojos y asintió lentamente.

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Parte dos. El Tirano. Capítulo 8. La colina azul.

Bentén voló primero hacia la ciudad de Missar. Oculta en una de las colinas vecinas, vio a los soldados del Tirano arrastrarse como serpientes e invadir la ciudad. Al amanecer, atacaron. Nadie respondió, y quemaron y saquearon las pocas cosas que quedaban en la villa. Registraron los alrededores, pero Bentén ya se había ido para ese entonces. No tenía nada más que ver. Y no dejó rastro que ellos pudieran seguir. Voló toda la noche hacia el este. Se detuvo sólo cuando el sol naciente le lastimó los ojos. Eso, o el dolor por la destrucción presenciada la noche anterior le había llenado los ojos de lágrimas. La ciudad de Missar había sido hermosa. Fuentes susurrantes, bordeadas de flores, pájaros en los árboles, música en las casas. Missar había sido un poeta forzado a actuar como guerrero. Había luchado por proteger la belleza y mantener un rincón pacífico para los suyos. Su esposa, Luna, era de otro clan. Había llegado a la ciudad, a la Ciudad de las Fuentes, en la frontera este, una noche de luna llena... un dragón de plata, hecho de luz de luna. Ella tenía un fuego extraño, con el poder de impartir descanso y dulces sueños a los cansados y los agotados. Luna había sostenido a Missar a través de la Guerra, dándole fuerza más allá de su resistencia natural. Solía hablar en suaves susurros, casi como la brisa. Y desapareció en la luz plateada cuando Missar fue capturado, como si ella misma hubiera sido el sueño de Missar. Mirando el resplandor plateado en los jardines, en la oscuridad del atardecer que precedió a la noche de la destrucción, Bentén creyó ver las sombras de Missar y de Luna vagando por

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ellos. Pero había sido un engaño de la luz, con toda seguridad. En la mañana, los jardines habían sido quemados y las casas y cabañas derribadas, y los escombros esparcidos. Nada quedó de la hermosa ciudad de Missar. Cuando el sol dejó de herir su vista, ella siguió ciegamente hacia el este. Pero... ¿por qué? ¿Por qué el este? ¿Por qué la ciudad del Tirano? ¿Qué creía ella que podía hacer allí? Sus pensamientos permanecían inconexos por el dolor. Voló sobre ríos, y tierras, y un amplio brazo de océano que lamía la tierra firme, sin darse cuenta. Luz y oscuridad significaban lo mismo para ella. Y el cansancio la derribó en una suave colina cubierta de flores. Era otra vez primavera.

— ¡Hola! ¿Qué tenemos aquí? — dijo una voz cerca de ella, y sintió el golpeteo de un bastón. Abrió los ojos y vio una anciana pobremente vestida parada cerca de ella. Se enderezó, llevando las manos a la cara para ver si había tomado forma humana o de dragón. — ¿Quién eres, niña? — dijo la mujer. Había tomado forma humana, afortunadamente. — Ben... — tosió para disimular su turbación. Si era un poblado de humanos, no había problema en decir su verdadero nombre, pero si fuera un poblado de dragones... Miró alrededor. La colina estaba llena de nomeolvides. Myosotis... — Mi nombre es Myo... ¿Quién eres tú abuela? — preguntó cortésmente. — Nelak. ¿Cómo llegaste? ¿Qué estás haciendo aquí, y sola? Veo que eres extranjera... — La mujer lanzaba sus preguntas sin esperar respuestas. Bentén tartamudeó un tímido "No lo recuerdo," y la dejó seguir. La mujer la condujo a una cabaña. Una humilde choza en el medio de la nada.

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"Debería haber algunos árboles, y un jardín..." pensó Bentén vagamente cuando vio el lugar. — Bien, niña. Será más seguro si te quedas aquí. En el pueblo... Bueno, tú conoces a los hombres. Eres joven y... Bentén sonrió involuntariamente. — ¿Joven? ¿Qué edad tienes, abuela? — Ochenta. Pero eso es mucho para una niña como tú y... — ¿Qué edad crees que tengo? — Nuri nunca le había explicado la rapidez de envejecimiento de los humanos. ¿Ochenta años? Según los cálculos de los Ryujin, ella era todavía una niña, y su aspecto era como de diez mil años... para un Ryujin. Ni siquiera el más viejo de ellos había llegado a esa edad con ese aspecto. Bentén estaba asombrada. — Veinte... quizá veinticinco. ¿Qué edad tienes? — Eh... — Bentén dudó. Obviamente, contestar cuatrocientos veintitrés era impensable. — Veintitrés, — dijo, reteniendo solo la última parte del número. A esa edad había tomado forma humana por primera vez. — Ah, — La mujer le echó una mirada calculadora. — Bueno, si quieres quedarte, deberás ayudar con las tareas, — dijo con sencillez. Bentén la miró perpleja. — Lo siento, yo nunca... — Eso es obvio. Mírate esas manos... Y quizá algún día alguien pase por aquí preguntando por una dama perdida. Si huiste, no quiero saberlo. Si quieres quedarte, aprenderás a trabajar, como el resto de nosotros. Si no, puedes marcharte. Bentén la miró un momento. ¿Quedarse? Entonces sonrió ampliamente. — Aprenderé, — dijo.

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La anciana abrió la puerta de par en par y también sonrió. — Entonces, Myo, sé bienvenida a mi casa.

La vida en la casa de Nelak resultó... diferente. Al menos en principio. Luego se volvió tranquilizadora. Día tras día, las humildes tareas que tenía a su cargo (alimentar los animales, revisar los suministros, cocinar, coser, remendar las sandalias, cuidar del fuego) fueron formando una rutina sedante que borró de su memoria la destrucción de la Guerra. Cuando Nelak no miraba, Bentén encendía el fuego con un simple soplido, pero era más complicado cuando Nelak estaba por allí. A veces Bentén extrañaba aquellos plácidos vuelos sobre los campos, pero en el fondo sabía que lo que extrañaba era la compañía de Niji. ¿Dónde estaba él ahora? ¿Cuánto habría tenido que esperar para ser rescatado? ¿La extrañaría él también? Y estos pensamientos le arrancaban un suspiro. Esas veces Nelak se alejaba meneando la cabeza. Semana tras semana y mes tras mes, Bentén fue sembrando involuntariamente su magia en los terrenos de los alrededores. Había sido tierra árida, y nada crecía ahí. Pero un par de días después de su llegada, Nelak había encontrado una pequeña campanilla brotando junto a la puerta. La miró perpleja por un momento, y luego, encogiéndose de hombros siguió con sus tareas. Aquel verano, Nelak comentó sorprendida que el huerto había producido el doble de lo del año anterior. Y se felicitó por haber adoptado a Myo. Bentén también trajo un par de árboles (pinos) y los plantó junto a la cabaña en el otoño, diciendo que la resguardarían de los vientos, pero en el susurro de las hojas, ella escuchaba los ecos de la voz de Mikori. Nelak la sorprendió muchas veces con lágrimas en los ojos cuando se detenía junto a los árboles a escuchar el viento. A través de todo el invierno, Bentén pasó las tardes sentada junto a la ventana bordando una pieza de seda que había encontrado en el viejo baúl de Nelak. Nelak se la

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había dado cuando ella se la pidió. Cada tarde, la anciana miraba con curiosidad el trabajo de Myo, y no veía ningún progreso. Recién para la primavera pudo apreciarlo. Myo había llevado la seda afuera para lavarla, y el sol brilló súbitamente sobre el delgado hilo de oro y se reflejó en los cristales del hermoso bordado. — Guau... ¿qué es esto que hiciste? — preguntó Nelak. —¿Dónde aprendiste a bordar así? Myo se limitó a sonreír. Esperaba un montón de preguntas disparadas en rápida sucesión, pero Nelak la quedó mirando, esperando una respuesta. La sonrisa enigmática no era suficiente. — Mi madre me enseñó... — dijo Myo dudosa. — ¿Tu madre? Esta es Seda de las Hadas... a menos que tu madre fuera un Hada... — Nelak la miró con desconfianza. Myo le devolvió la mirada. — ¿No te gusta? — preguntó. — ¿Gustarme? — preguntó Nelak con las cejas levantadas. —Es bellísima... Pero tu familia te encontrará si tratamos de venderla... Es un bordado único. No hay dinero para pagar por esta clase de trabajo... Myo sonrió. — Ellos no están buscándome. Y hay un comerciante en el pueblo vecino, he oído. Sólo véndesela a él. Así diciendo, se volvió y fue a ocuparse de sus propias tareas. Nelak se quedó allí, admirando la maravillosa tela por un largo rato. Y en el verano... Bentén había empezado a hablar acerca de construir un pequeño estanque junto a la cabaña, para criar unos patos, y aún peces. Nelak dijo que era muy difícil, que llevaría mucho trabajo hacer un hoyo suficientemente grande... y así. Bentén solo la miró con una sonrisa extraña en la cara. Esa noche, unos ruidos

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anormales despertaron a Nelak. Y Myo no estaba en su cama. Nelak no se atrevió a ir a mirar afuera, y a la mañana siguiente lo lamentó. Al amanecer, había encontrado a Myo ya levantada, preparando el desayuno, y cuando salió un hermoso estanque ocupaba el prado izquierdo de la granja. Los animales ya abrevaban en él, y algunos patos, venidos de quién sabe dónde, nadaban en el agua clara. — ¿Qué está pasando aquí? — dijo al entrar nuevamente. — ¿Mm? Bueno, a veces los sueños se hacen realidad... ¿No lo crees? — había dicho Myo con una luz divertida en la mirada. Nelak había sacudido la cabeza, si no disgustada, al menos preocupada. Tanta buena suerte no era cosa buena... Y empezó a vigilar a Myo cuidadosamente.

La noche extendía su manto azul sobre los campos. Bentén se había sentido inquieta y nerviosa toda la tarde. Algo sucedía allá, lejos. Ese silencio en los árboles y en las aguas no podía significar nada bueno. Nelak la observó saliendo afuera una y otra vez, saltando ante el más leve sonido, mirando pensativa por la ventana y tratando inútilmente de ocultar su nerviosismo. Nelak fingía que no veía su impaciencia, y continuaba con sus cosas. Bentén se sentía alterada. Tres años en este tranquilo lugar no le habían traído ninguna noticia acerca del Tirano. Había acompañado a Nelak al pueblo, ese primer año, esperando una ciudad como la villa de Missar: una pequeña ciudad, plena de belleza y maravillas. Pisó las calles barrosas y miró alrededor. Un puñado de chozas, tan pobres y miserables como la de Nelak, un par de perros muertos de hambre y un par de chiquillos sucios corriendo tras ellos. Bentén los miró con curiosidad. Parecían tener la edad de Saris y Vasti cuando tenían veinte o treinta. Nelak le dijo que tenían cinco. Un Ryujin de cinco era apenas capaz de sostenerse sobre sus patas traseras, aunque eran

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completamente capaces de preguntar, y lo hacían constantemente. Recordó su propia niñez, y pensó vagamente que le gustaría tener niños. Luego se encogió de hombros. La mayoría de los Ryujin esperaban a cumplir el medio milenio antes de poner su primera nidada. Solo Saris... Y Mikori, pero el marido de Mikori, como Tenyo, tenía diferentes estadios en su desarrollo. Los Tennin no eran capaces de hablar durante su primer siglo, y no tomaban forma física hasta los doscientos o trescientos. Mikori tendría que esperar mucho antes de poder abrazar a sus bebés. Bentén sacudió la cabeza. Pensar en el pasado no la ayudaría. Tenía que ser humana, al menos por el momento. Había observado la ciudad y supo que no hallaría ayuda aquí. Tampoco información. Siguió a Nelak de una casa a la otra, llevando la canasta con los huevos y la verdura que pretendían vender, y las cosas que habían comprado. Mantuvo la cara oculta y la boca cerrada. Nelak la felicitó por eso cuando volvieron a casa. Bentén no había llamado la atención. Y permaneció en la villa por dos años más. Esta noche era la Fiesta de la Cosecha, la Fiesta del Tigre Blanco, allá lejos, en casa. La noche era fría y tenía ese olor dulzón que se va con el verano. Toda la tarde, Bentén la pasó en una ansiedad creciente, y ahora que Nelak estaba dormida, se levantó silenciosa y salió. El Ojo del Dragón la observaba por sobre los árboles. Subió a la colina de las nomeolvides. Le gustaba mirar las puestas de sol y los amaneceres desde allí, y a Nelak jamás la habían preocupado sus caminatas matutinas. Ahora miraba salir la luna con un presentimiento extraño. Se quedó allí, vio la luna amarillenta levantarse, y el Ojo del Dragón mirándola, rojo. A veces brillaba rojo y a veces blanco. Siempre había brillado rojo antes de un ataque.

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Los ataques... Ya casi había olvidado la inquietud que la había invadido durante años, mientras observaba el cielo helado del norte, o pisaba la cálida arena de las playas de Mohr, y sabía, a pesar que le ocultaban la información, que había habido un ataque. Podía cerrar los ojos y ver en su mente los campos arrasados, los muertos, la destrucción. La última vez, fue la ciudad de Missar, pero... ¿cuántas veces antes de eso ella había visto cómo las ciudades-dragón eran arrasadas por el Tirano? Y él... A él también lo había visto. En los últimos tres años, el Ojo del Dragón había brillado rojo unas pocas veces. Brillaba menos, parecía menos amenazador que antes, pero le producía una mayor desazón, como si el peligro estuviera más cerca. Y las villas de los alrededores habían sido atacadas una a una. Hoy, la estrella brillaba con un rojo intenso. Necesitaba información. Así que levantó los brazos y se transformó. Hacía tres años que no lo hacía. Estiró su hermoso y largo cuerpo de serpiente, y aleteó con fuerza, elevándose en el cielo. Los Ryo-To formaron un camino luminoso, como si las estrellas hubieran bajado a su llamado, y ella desapareció en la puerta bordeada de luz. Nelak la miró conteniendo el aliento llevándose una mano al pecho. No podía creerlo. Si ése era el secreto de Myo... Pero Myo sólo les había hecho bien. Había suavizado el clima, enriquecido las cosechas, traído buena lluvia en el momento adecuado... toda la villa se había beneficiado de su presencia. No, ella no podía traicionar su secreto, y no lo haría. Le había ocultado las noticias de los ataques sobre las otras villas, pero... Pero tenía la impresión de que Myo sabía, de alguna manera. Se lo diría mañana, si Myo regresaba, y entonces le preguntaría... Myo sólo les había hecho bien, no los traicionaría, se repitió Nelak.

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— ¿Por qué no me lo dijiste antes, Señora? — preguntó Nelak cuando Bentén entró en la choza por la mañana. Bentén hizo una mueca. ¡Que recepción! Se dio cuenta de que Nelak debía haber estado despierta cuando ella salió la noche anterior. — Bueno... Somos diferentes. Nuri, un viejo amigo, me dijo una vez que los humanos temían a los Ryujin, y yo no quería asustarlos, o dañarlos... Nelak la miró y asintió. — Ya sé que no querías dañarnos, — dijo. Bentén sonrió. Ella sabía, pero ¿y los demás? Nelak continuó: — ¿Dónde fuiste anoche? Bentén suspiró. Ahí estaba: desconfianza. Siempre estaba ahí. Nelak nunca había dejado de vigilarla en todos estos años. — Fui a ver a mi hermana Mikori, en el Palacio de los Vientos... la Ciudad del Aire. Quería saber de mi familia... Y advertirles. — ¿Está todo en orden? —preguntó Nelak. Bentén sacudió la cabeza. — No. Nuestro enemigo, el Tirano nos está buscando por toda la faz de la Tierra. Nos encontrará un día u otro. Y creo que está preparando un ataque muy pronto... — ¿Tu enemigo? ¿Otro... de los tuyos? — Otro Ryujin, sí. Él... quiere la Corona del Rey. Nelak le lanzó una mirada penetrante. Bentén se sintió de pronto incómoda. — ¿Qué? — ¿Y porqué te sigue a ti? ¿Estás segura que sólo quiere la Corona? — Pero cambió de tema cuando vio la expresión de Bentén. Nelak se dio cuenta de que obviamente, esta chica no tenía noción de cuán hermosa y atractiva era. Adivinó que había otras cosas involucradas en esta situación, pero no se atrevió a preguntarle. Así que dijo: — Hay un dragón azul atacando los pueblos a nuestro alrededor. Empezó casi

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al mismo tiempo que tu llegaste. Tememos que el próximo sea el nuestro... Te está siguiendo, ¿verdad? Bentén la miró súbitamente pálida. ¿Era cierto, entonces? ¿Estaba buscándola, como le habían dicho? ¿La había encontrado? — ¿Por qué no me lo dijiste? — dijo. — Bueno... por lo mismo que tú. No quise preocuparte, —sonrió Nelak, culpable. — Pero no te preocupes, niña. Soy vieja y no tengo miedo de morir. Te esconderé, así no tendrás nada que temer. — Abuela... Soy más vieja que tú, — dijo Bentén con suavidad. — Casi quinientos años. Protegeré a tu pueblo. — No. Ellos no lo entenderían... No puedes, Myo, por favor. Ellos... ellos tienen un plan para matar al dragón... Y no creo que distingan al amigo del enemigo. La anciana le aferró el brazo, pero Bentén se paró y se puso una capa sobre los hombros. — Vamos. — Ellos van a matarte, aún si los salvas... — dijo Nelak. — Por favor, sé razonable... Los conozco... — Vamos, mujer. No mostraré mi verdadera forma, si no es necesario... Nelak suspiró. Era tan obstinada. Como su propia hija solía ser. — Está bien, — dijo al fin. Al menos, yendo con ella podría protegerla un poco.

La gente estaba reunida en uno de los graneros más grandes. Usualmente se reunían allí. La enorme habitación estaba en penumbra, limpia aunque llena de humo y leves sonidos de tos. Los campesinos habían llegado rápidamente, cuando Nelak dio la alarma. Estaban discutiendo si el ataque sería ahora o más tarde, la semana próxima.

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Estaban discutiendo la mejor manera de defenderse, y cómo podrían atraer al dragón a la trampa. No quisieron escuchar la advertencia de Nelak. No querían creer que el dragón estaba en camino. Bentén permaneció embozada en un rincón, sin decir o hacer nada, como Nelak le había pedido. Los campesinos desconfiaban de ella, aún después de tres años. Su silencio no aliviaba las sospechas tampoco. Y ella sabía que su plan de matar el dragón no iba a funcionar. Después de todo, solo tenían cuerdas y lanzas de madera para atacarlo. Deberían darse cuenta de que el fuego de un dragón era mucho más fuerte que un fuego normal. Inclinó la cabeza no sabiendo cómo podía hacer para que comprendieran. Y un ruido súbito en el exterior congeló a los campesinos. — ¡Quédense quietos! — gritó. Recordaba esos sonidos muy bien. — ¡Ellos no tocarán este edificio si permanecen callados! No les interesa el grano. — Y se levantó. — ¡Myo, no! — exclamó Nelak. Varias manos la detuvieron y la hicieron callar. — Voy a ayudar, Nelak. Guarda silencio, — dijo Bentén. Sus ojos tomaron un extraño color amarillo. —¡Sh! ¡Déjala ir! — dijeron los campesinos, reteniendo a Nelak. — Ella no es como nosotros... — susurró uno aterrorizado.

Bentén estaba afuera. Las sombras de los dragones que volaban y las llamaradas no la asustaban. Vio el ligero resplandor de las llamas en un granero más allá del límite, y se imaginó los animales huyendo. Un mugido lejano de una vaca o algo parecido pudo oírse en la lejanía. Ella avanzó lentamente por la calle principal al encuentro de una espesa nube de humo y fuego. — Ah... — gruñó una voz profunda. — Un regalo... Creen que pueden aplacarme con un... bocadillo.

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— No dañarás a estas personas, — dijo Bentén. El humo se disipó un poco, y ella vio una figura de hombre acercándose. Piel oscura, largo cabello negri-azul, ojos fríos y negros. Su boca todavía humeaba curvada en una sonrisa desagradable. — ¿Qué tenemos aquí? — dijo sorprendido, mirándola. Una luz extraña iluminó sus ojos. — ¿Una chica? — Y sopló una ráfaga de fuego sobre ella. Ella no gritó, ni retrocedió, ni siquiera se quemó. Su vestido ardió y se consumió, y ella estuvo vestida otra vez con la túnica roja que usaba entre los Ryujin. El bordado de oro reflejaba los fuegos de más atrás. La sonrisa en la cara de Kuo se acentuó. — Ah... Eso está mucho mejor... — murmuró. — ¿Quién eres? — ¡Myo! ¡Myo! ¡Corre! ¡Sálvate! — Era la voz de Nelak. Un espasmo de odio crispó la cara de Kuo cuando vio a la mujer humana y se transformó de repente en un dragón azul oscuro. Amenazó golpear con la cola y aplastar a la anciana que había salido corriendo del edificio. Algunos campesinos salieron tras ella. Bentén debía hacer algo rápido, o él los mataría a todos. Se transformó en el dragón rubí y se lanzó sobre él, derribándolo y rodando por la calle entre rugidos. — ¡Myo! — Aún en la batalla, Bentén podía oír los gritos desesperados de Nelak. Creyó ver a la gente arrastrando a Nelak hacia un refugio, pero tenía que prestar atención a la batalla. Kuo intentaba desgarrarle las alas con sus garras, y ella sopló fuego en su cara. Él rugió. No lograba quemarla porque ella se retorcía mucho así que la aferró con sus garras y levantó vuelo. Su primera intención había sido estrellarla contra las rocas, pero la luz del sol reflejándose en sus magníficas escamas le hicieron cambiar de opinión. Eso y su manera

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de resistirse. Ella había enredado su cola en la de él, y le hacía perder el control de la dirección, obligándolo a descender. Pero él era más fuerte. Rugió otra vez y sopló más fuego sobre ella para ahogarla, y sus garras sacaron gotitas rojas de sangre de sus costados. — ¡Myo! — Ese fue el último grito que ella oyó. Kuo llamó a sus dragones y se retiraron. Bentén perdió fuerza. Él tenía veneno en sus garras, el primer Ryujin con garras venenosas, y el veneno le hizo perder el sentido.

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Capítulo 9. El Tirano.

Era un cuarto sombrío. El aire olía raro aquí... rancio, encerrado... no era aire fresco. Se le iba la cabeza. — Hola... — dijo la voz de una chica desde las sombras. — ¿Estás bien? — ¿Quién eres tú? ¿Y dónde estamos? — Mi nombre es Violeta. Soy una Curadora. — La luz, suave, débil, empezó a iluminar el cuarto. Era un dormitorio, no un calabozo, pero no tenía ninguna ventana. — Estás en el castillo de Ryo-Kuo, en la Ciudad Este. — ¿Castillo? — Eres una invitada. — Una prisionera, querrás decir, pero este no es un calabozo. Violeta pareció turbada. — No. Es... es uno de los dormitorios de las esposas... — dijo. — ¿Esposas? Lo mataré si trata de tocarme, — dijo Bentén. — ¿Por qué estás tú aquí? — Soy tu doncella. Debo prepararte para... ya sabes. — No sucederá. Puedes ir y decírselo a tu Señor... No sé como pudo desmayarme de esa manera. Nadie lo había hecho antes. Violeta asintió. — Tiene veneno en las garras y en los dientes... Lo he visto... matar prisioneros humanos con eso, — murmuró. — No pude sanarlos después... Se disolvieron en una cosa negra... putrefacta... No sé explicarlo. — No eres suficientemente mayor como para ser una Curadora. ¿Por qué...?

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— ¿Fui designada para eso? La Guerra nos causa muchas bajas y heridos. Cada uno que muestra habilidades para sanar es entrenado. Soy muy joven para seguir a los soldados, pero estaré lista muy pronto. — La expresión de Violeta era sombría. — No parece gustarte la perspectiva. — No me gusta. Mi amigo es... él es un Mensajero. Él lo ha enviado a que lo mataran una y otra vez. Y luego va a enviarme a mí. Sólo somos peones en el juego. Cuando ejecutó al Rey Missar, mi amigo fue el encargado de llevar la cabeza al viejo Rey... Creí que el viejo Rey lo mataría. Bentén pestañeó. Recordaba muy bien al joven Mensajero y sus hermanos. Pero fingió ignorancia. — ¿Y lo hizo? — preguntó. — No. No lo vas a creer, pero el Rey perdonó la vida de mi amigo. Lo alimentó y lo envió de vuelta... — ¿Y cómo reaccionó el Tirano? — Lentamente Bentén empezaba a recuperar el control sobre sí misma. Estiró las piernas, otra vez en forma humana. — Se puso furioso. Reunió a su ejército y cayó sobre la villa del Rey Missar. La destruyeron, me han contado. Bentén suspiró. — Sí, lo hicieron. Ni una fuente, ni una columna, ni un arco florido quedó para recordar la ciudad de mi--- de Missar. — ¿Estabas ahí? ¿Conociste la ciudad? — Viví ahí... un tiempo... — dijo Bentén vagamente. No sabía si debía confiar en esta chica. — Decían que era her... — Ella se interrumpió, pálida de repente. — Está aquí, — susurró, retrocediendo contra la pared. Estaba evidentemente asustada.

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Un ruido vino desde el otro lado de la habitación. La pared allí desapareció y una puerta oculta mostró brevemente un corredor iluminado por antorchas. El dragón azul entró al cuarto y posó sus ojos de serpiente en Violeta. — Fuera, — siseó. Violeta huyó aterrorizada. Bentén miró desafiante al dragón, sin transformarse. Hubiera sido muestra de deferencia hacia él. — Veo que estás de vuelta. Eres fuerte. ¿Cuál es tu nombre? — preguntó. Ella siguió mirándolo, sin dignarse en contestar. Sintió que el ambiente se caldeaba: el dragón se estaba enojando. — ¿Cuál es tu nombre? — volvió a preguntar, acercándose. Había algo definitivamente amenazador en su manera de caminar. Sopló humo sobre ella, y ella siguió mirándolo. Se transformó súbitamente en humano y la tomó por el cabello. — ¡Ey! — protestó ella. Él la estaba arrastrando del pelo afuera de la cama. — Dime tu nombre, — exigió. — ¿Para qué? Ya lo escuchaste. ¿Qué les hiciste? — dijo ella en lugar de responder, imperiosa e irrespetuosamente. Él la soltó tan de repente que ella cayó a piso. — Realmente un corazón de fuego. No hice nada... todavía. Y el hecho de que las cosas permanezcan así depende de ti. De tu obediencia. Bentén se había puesto de pie. Apenas le llegaba al hombro. Él era alto. Y aún así siguió enfrentándolo. — ¿El Tirano ofrece su palabra? ¿El Tirano tiene palabra de honor? — se burló. Él reprimió otro movimiento súbito, y ella sintió la ola de calor golpeándola. Fue tan violenta que la hizo tambalearse hacia atrás.

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— No estoy ofreciendo nada, niña. No necesito negociar. Tomo lo que quiero. — Él avanzó hacia ella y ella se enderezó, preparándose para luchar. Pero él se detuvo y la observó, aparentemente complacido. — Eres fuerte. Y hermosa. Serías una bella reina, Myo, pero debo tener a Bentén, la hija de Wo. Bentén se puso furiosa. — ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a llamar al Rey por su nombre! — gritó, lanzándose contra él. Una mueca torció sus labios mientras la detenía, impidiéndole moverse. Acercó la cara a su cuello y cabello. — Hueles rico, — murmuró. — Apuesto a que la Princesa no... — Pero ella se debatía tanto que él la apretó y le clavó la garra en el cuello, envenenándola hasta que se desmayó. La dejó en la cama, murmurando de nuevo: — Apuesto a que la Princesa no es tan hermosa como tú.

Le llevó semanas a Bentén recuperarse de este segundo envenenamiento. Violeta permaneció junto a ella, refrescando su frente con un paño húmedo, o hablándole en un tono suave para tranquilizarla. Ella temblaba casi constantemente, y a veces parecía no darse cuenta de dónde se encontraba. Pero al fin se recuperó. — Ha estado preguntando por ti de nuevo, — le dijo Violeta un día. — Dile que me morí, — dijo Bentén de mala manera. — Sabes que no puedo. Vendrá un día u otro. Deberías prepararte. — No pondré sus huevos. Deja que Bentén lo haga. — ¿Conoces a la Princesa Bentén? — preguntó Violeta. — Sí, un poco. Todos conocen a la Familia Real en la Ciudad Central.

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— Cuéntame... ¿Cómo es ella? Okho parece haberse enamorado de ella. No puede ni siquiera describirla... — ¿Describirla? — A la Princesa Bentén. Él murmuraba algo acerca... — Violeta se interrumpió bruscamente y enrojeció. — ¿Acerca de qué? Violeta respondió en un susurro. — Él dijo que podía sentir que ella es la Reina... Pero Bentén se rió. — No te preocupes. Bentén no es más que una niña traviesa. Cualquiera de sus hermanas haría una mejor reina que ella... Violeta la miró escandalizada. — ¿Cómo puedes decir eso? — dijo. — Sí. Mikori, la Reina de los Vientos, hubiera sido una Reina hermosa y buena para los Dragones. Ella hubiera terminado esta Guerra. Saris, con su paciencia... aunque es un poco obstinada; o aún Vasti, con su interminable curiosidad... Melori, ella hubiera debido ser la Guardiana de las Aguas... después de todo, su reino es submarino. Sissar, en su trono de sal, en el oeste; ella podría hacer cualquier cosa. Mohr, en su tierra llena de volcanes, ¿Por qué no fue él el Rey del Fuego?... Y Rusk, en el helado norte... Cualquiera de ellos habrían sido mejor Rey o Reina que Bentén. Violeta la miró. Había sonado tan triste. — Los conoces muy bien... — murmuró. — Todos conocen a la Familia Real... — repitió Bentén. Pero los ojos se le habían llenado de lágrimas. Los extrañaba. — Pero sólo tú los amas así...

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Bentén la miró sobresaltada, pero la expresión de Violeta era inocente. Ella no había querido decir... — Cuéntame de Missar... A él lo mataron aquí, ¿no es cierto? Una sombra cruzó la cara de Violeta, y asintió. — Él estaba abajo, en los calabozos. Tuve que ir allí una vez. Él era tan amable y paciente... Bentén sonrió. Missar solía ser amable y paciente. No podía recordar una sola vez en que lo hubiera visto enojado. — ¿Por qué fuiste allí? — Él estaba herido, luego de que el Tirano trató de quitarle la Corona... — Mm. Esa clase de regalos... ¿sabes? Kuo nunca hubiera podido sacársela estando Missar vivo, a menos que él mismo se la diese. — Pero resistió hasta el final... — Violeta miró al vacío un momento con una curiosa sonrisa en la cara. Y habló en un tono suave y confidencial. — ¿Sabes? Corren rumores extraños entre los guardias... Dicen que escuchaban voces, tarde, por la noche, en el calabozo... Dicen que desde la primera noche, cuando la luz de la luna tocó la ventana del calabozo, se llenó de luz, y escuchaban la voz del Rey Missar hablando con alguien. Pensaron que estaba enloqueciendo. Bentén sonrió. — Una voz como el susurro de las hojas le respondía... — adivinó. Violeta la miró con sorpresa. — Sí, — asintió. — ¿Cómo lo sabes? — Su esposa, Luna... ella era plateada y ligera como un destello de luz de luna, y hablaba en susurros como la brisa... Siempre sospeché que no era una verdadera Ryujin...

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— ¿Qué era ella? — No lo sé... ¿Una Tennin de luz? La cosa es que ella se fue cuando Missar fue capturado. Violeta suspiró y sonrió. — Estuvieron juntos hasta el final entonces... — dijo. — Eso es lo que creo... Feliz de Missar, ella permaneció junto a él... — ¿Y tú? — preguntó Violeta de improviso. — Estoy sola, — dijo ella brevemente. — Pero... — Violeta no se atrevió a decir "Ya deberías haberte casado" así que siguió mirándola. — Estoy sola, y siempre lo estuve, — dijo Bentén simplemente. — Es una cuestión de destino. — ¿Destino? No, no quiero saberlo. — Violeta se estremeció. — Myo, él te quiere por esposa... Deberías estar preparada... — No pondré sus huevos, — dijo Bentén. — Antes prefiero morir. — Eso puede arreglarse, — dijo una voz tras ellas. Violeta se puso blanca, y miró espantada. — ¡Fuera! — le siseó el hombre. Ryo-Kuo se había presentado silenciosamente en forma humana. Bentén lo miró con desprecio mientras Violeta huía. — No pondré huevos para ti, — repitió. — Mm... Veremos. Este lugar está un poquito encerrado, — comentó, sentándose con calma en el borde de la cama. Bentén se levantó y caminó hacia el otro extremo del cuarto, cuidando de no quedar arrinconada. Kuo la miró divertido.

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— Sí, lo es, — dijo Bentén con indiferencia. —Pero me dijeron que tú clausuraste las ventanas. — Es cierto. Pero puedes tenerlas de nuevo... si me complaces. No escaparás, Myo. —Se levantó y avanzó hacia ella. Ella se puso tensa, preparada para el ataque. — Soy tu destino. Acéptalo. — Nunca. — Como prefieras, entonces... — Y se transformó en el dragón azul al lanzarse sobre ella.

Las matronas estaban con el nido en la puerta. Y Violeta. Ella se retorcía las manos nerviosa, saltando cada vez que los ruidos de golpes o cosas rotas traspasaban la puerta cerrada. Miró desesperada a las matronas, pero ellas se limitaron a sacudir la cabeza. Se habían ocupado de las anteriores esposas de Kuo, todas ellas ejecutadas antes o después, luego de empollar. Kuo no se ocupaba de hijos o esposas. Los hijos estaban en el ala de los niños, creciendo. Algunos de ellos habían sido entrenados, y estaban ahora entre los soldados. Ningún tratamiento especial. Sus madres habían fastidiado o molestado al Señor y él se limitó a deshacerse de ellas. Las matronas criaban a los niños. Esta chica era solo otra más para ellas... Un par de rugidos las sacudió. Eran rugidos de furia, no de placer. Algo más se estrelló contra la pared y la puerta se abrió. La ira lo envolvía como un manto de fuego. Se dirigió a las matronas. — Entren el nido y esperen en la otra habitación. Tú, Curadora, quédate con ella, — y se fue furioso.

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Violeta entró tras el nido. Las matronas miraron alrededor sorprendidas y salieron sacudiendo la cabeza en silencio. Cada tapiz de la habitación estaba desgarrado o quemado, la cama estaba fuera de sitio, las sillas volcadas y rotas, igual que el par de floreros que tenían las flores que Violeta había traído para alegrar a Bentén. Bentén estaba acurrucada en un rincón, con la ropa en jirones, a medias cubierta con los restos de la colcha. Ojos cerrados. Forma humana. No podía poner los huevos en esa forma, pensó Violeta. Y entonces vio los arañazos, las ampollas, los golpes y la sangre. Ella había resistido hasta las últimas consecuencias. Como Missar había hecho. Se estremeció mientras preparaba la cama, y llevó a Bentén hasta allí. Tenía muchas heridas que curar en ella.

Una semana había pasado. — Por favor, Myo. Transfórmate y pon esos huevos... Te están matando... Bentén había resistido en forma humana. Estaba hinchada, adolorida. Los huevos no puestos la quemaban por dentro. Pedía agua cada pocos momentos, y casi no podía comer. Violeta le rogaba que pusiera esos huevos. De todas maneras, las matronas los empollarían, y ella no tendría que ocuparse de ellos. Pero Bentén no quería. Él la había lastimado, y ella estaba tomando venganza en los huevos. El fuego en su interior la estaba enloqueciendo, la quemazón era insoportable, y sí, probablemente la mataría, pero ella lo encontraba preferible. — Deja que lo hagan... Y dame agua, por favor, — dijo ella. Las matronas revisaban el nido cada mañana y tarde, pero ella no cedía. No lo haría. Jamás. — Ah, gracias.

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Después de una semana, la voz de Kuo no era inesperada. De nuevo en forma humana, se quedó con el agua de Bentén. Se volvió a Violeta. — Fuera, — escupió. — Deberías aumentar tu vocabulario, — dijo Bentén. El temor de Violeta era ahora menos pronunciado. La altanería de Bentén volvía a la joven curadora más segura de sí. Él estornudó una nube de humo, y retuvo el vaso en el campo visual de Bentén, haciéndolo reflejar la luz. — Estaba pensando en ti, mi orgullosa dama... — dijo. — Creo que te di mucha libertad, ¿sabes? Fue mi error, lo lamento... pero lo repararé ahora. Él hizo un gesto con su brazo, y un par de servidores se llevaron la comida (el almuerzo de Violeta y de Bentén). — Primero la comida. Has tenido demasiada, supongo, porque no la estás comiendo. Así que la llevaré. Luego, la compañía. Tu pequeña y orgullosa doncella tendrá otras tareas. Estarás sola, me temo. — No le harás daño, — dijo Bentén con fuego en los ojos. — Oh, no, querida. Me es muy útil. Pero la enviaré tras los soldados. Creo que está pronta. Si no... bueno. Quizá la dejen atrás, pero estamos en Guerra, tú lo sabes. Bentén cerró los ojos. No podía permitirle forzarla en ninguna dirección. Él la estaba observando, ella podía sentirlo a través de sus párpados. — Dame el agua, — dijo. — ¿El agua? Ah, ¿te refieres a ésta? Mm. No. — Él la vertió lentamente sobre el piso delante de los ojos de Bentén. El agua se extendió por el piso y se escurrió. Ella no se movió.

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— Me llevaré también el agua. No tendrás agua o comida o compañía que te alivie hasta que pongas esos huevos. — Él la miró unos momentos. — Cuando estés lista, golpea en la puerta con tu cola y las matronas se encargarán de ellos. — Nunca, — dijo simplemente Bentén. Kuo se encogió de hombros. — Entonces, esta será tu tumba. Adiós, Myo. Te hubiera dado mi palabra en el sentido de que serías más poderosa que la misma Reina Bentén, y tus hijos y no los de ella heredarían mi Reino, pero... La elección es tuya. Bentén vio la punta de su cola cuando la puerta se cerró tras él.

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Capítulo 10. Los huevos.

Las antorchas se habían apagado horas antes. Bentén se daba cuenta ahora de cuan poco había valorado los cuidados de Violeta. El simple toque de sus manos le había traído alivio y su suave voz había convocado un sueño sin pesadillas. Desde que estaba aislada las pesadillas no cesaban de acosarla. Se despertó sobresaltada otra vez, y la luz vacilante la hizo sentirse confundida. Trató de sentarse, pero el tamaño de su cintura se lo impidió. Suspiró. Ella había tenido realmente necesidad de ese último vaso de agua, o eso había creído. Ahora el ardor y la sed eran cien veces peor. En el desvarío que la embargaba, se le mezclaban imágenes de su niñez. La boda de Mikori, la visita a la Tierra Helada de Rusk, Vasti bailando cubierta de flores... el día que recibieron su parte. El Cetro. La idea la sacudió. Ella era la Guardiana de las Aguas. Aún estando encerrada en una caja de piedra, todavía lo era... y el agua manaba de la piedra, después de todo. Hizo un enorme esfuerzo para levantarse y se las arregló para hacerlo. Levantó la mano murmurando la antigua invocación, y el Cetro estaba allí. Hermoso, poderoso Cetro, con la esmeralda brillando en su punta. Tocó la pared con la piedra, y una hebra de agua clara empezó a correr tintineando. Formó un pequeño charco a los pies de Bentén. Ella no lo pensó. Se paró bajo el chorro de agua y el agua siseó en su piel ardiente. Se sentía maravilloso. Se arrodilló bajo el agua, dejando que le llenara la boca y le refrescara el cuerpo. Pequeñas nubes de vapor se desvanecieron sin dejar rastro, igual que el agua excedente. Bebió hasta saciarse, y permaneció allí un largo rato.

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El tiempo pasaba lentamente en la oscuridad. Muy lentamente. Sin la compañía de Violeta para pasar el tiempo, se sentía completamente confundida. Los suaves ruidos de la fuente en el rincón la acunaban, y dormitaba de a ratos. El dolor se había mitigado luego del baño, pero... Una luz verdosa llamó su atención. Desde que no tenía antorcha para iluminarse veía cosas muy extrañas. Pero el centelleo no desaparecía. Parecía el reflejo de la luz a través de un techo de hojas en una tarde de verano, o el reflejo del sol sobre la superficie de un lago. Se volvió a la fuente y vio algo: una forma que la hizo enderezarse y acercarse. Había una cara en la cortina de agua. — ¿Quién eres tú? — susurró. — El Espíritu de las Aguas. Le di a tu padre el Cetro de las Aguas, y luego lo guié para que te lo diera a ti... Como la Reina, puedes ver también el Espíritu del Fuego, y el Espíritu del Viento, y el Espíritu de la Tierra, si miras dentro de las cosas y liberas tu mente... Bentén hizo una reverencia. — Te saludo, Gran Espíritu de las Aguas. Pobre e inútil ha sido el servicio que te he prestado... — dijo. — Lo es, de la manera que es ahora. Estás dejando que te maten, Reina, en lugar de luchar. — ¿Qué quieres decir? Estoy resistiendo tanto como puedo. — Estás luchando de la manera equivocada, Reina. El Tirano es más fuerte aquí, y no lo vencerás de esta manera... — dijo el Espíritu de las Aguas. — No entiendo... — murmuró Bentén. — Hay una sola cosa que él desea y no puede tener: tú. Y tú posees esa cosa. — ¿Qué quieres decir? — Ella se sentía confundida.

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— Que te desea. Su deseo es su debilidad. Puedes dominarlo a través de él... — ¿Dices que debería poner esos huevos? ¿Y entonces qué? ¿Sabes cuál es el destino de estos niños? Empezarán una lucha que condenará nuestra raza... — No. Realmente, Reina... Los huevos de Ryujin necesitan casi sesenta días de fuego para empollar. Tú los has mantenido dentro de un cuerpo humano, un frío cuerpo humano, por casi tres semanas. Los bebés deben estar muertos ya. Aún si pones los huevos, están helados... — Así que maté a los bebés, — dijo Bentén sin ninguna satisfacción. — No les diste una vida, — dijo el Agua. — En tanto tú no los quieras, ellos no pueden empollar, no importa cuan caliente esté el nido... ¿No lo entiendes todavía, Reina? Si tú no quieres esos bebés, no pueden existir. Los huevos estarán vacíos. Tú eres la Reina. — Así que dices que yo debería... — Bentén estaba más y más confundida a cada palabra. — ...poner los huevos. Él desea un heredero. Su deseo te permitirá dominarlo, recuperar tu libertad... Lo verás claramente cuando hayas comido algo. — Sin duda — se burló Bentén. Se sentía tan mareada. — Recuerda... sólo la Reina puede dar vida a sus niños... La cara se había desvanecido. El cuarto quedó a oscuras otra vez. Bentén se reclinó. Necesitaba pensar.

Era tarde en la noche cuando a Violeta se le permitió entrar en las habitaciones de Bentén. Esperó hasta quedar a solas con ella. Se sentó junto a la cabecera de Bentén, y ella apoyó la cabeza en sus rodillas.

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— Al fin lo hiciste... — suspiró Violeta. No parecía feliz. Bentén replicó en un murmullo débil. — Los huevos están fríos. No empollarán. Violeta la miró aterrorizada. — Él se enojará... — se las arregló para decir. — Y vendrá por otro hijo. Y lo estaré esperando, — dijo Bentén con voz dura.

A la mañana siguiente él vino. — Fuera — le dijo a Violeta, como siempre. Violeta lo miró con furia, y apretó la mano de Bentén, mirándola. — Vete. Estaré bien, — dijo Bentén. Kuo la miró desde arriba, y después se volvió a Bentén. — Está bien. Una promesa es una promesa. Te devolví tu comida, tu agua y a tu amiga... — Quiero una ventana, — dijo Bentén brevemente. — ¿Qué? — El precio... Ahora es más alto. Quiero una ventana, — dio ella testaruda. Kuo la miró. Era tan hermosa... y fuerte, y... Y no podía dejarla salirse con la suya. — Está bien, – dijo. Lanzó una bola de fuego contra la pared más lejana, y una pequeña abertura con rejas se abrió allí. Bentén le dio la espalda y quedó mirando a la pared. Se reprimió para no tocarla y salió del cuarto. Pero volvió antes de que otro mes hubiera pasado. — ¡Sal fuera! — le siseó a Violeta. — ¡Ahora!

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Violeta apretó la mano de Bentén. — ¿Me necesitas, mi Señora? — susurró, a pesar de su palidez. Bentén le apretó la mano también, y asintió con la cabeza. — Tráeme el hilo y las agujas, y te enseñaré a bordar como acordamos, — dijo con calma, y se volvió a Kuo. — Bien. ¿Qué pasa ahora? Pero él no estaba de humor para burlas. Sopló una ráfaga de fuego y selló la ventanita. — Tus huevos. No empollarán. Los revisamos esta mañana... Están vacíos. — ¿Ah, sí? ¡Qué pena! — dijo Bentén con crueldad. Él avanzó un par de pasos y la tomó del cabello, tirando hacia atrás. — ¡Ey! — gritó ella, tambaleándose. Él la retuvo y echó humo sobre su cara. — Pondrás otra camada. Y sin trucos esta vez. Bentén volvió la cara a un lado. — No puedo... nos seas estúpido, — dijo. — Sólo una vez cada siglo, lo sabes... — No digas idioteces... ¡Nido! — gritó. Alguien entró empujando el nido y se retiró nuevamente. — No... Sólo una vez cada siglo... lo sabes... — Bentén estaba asustada ahora. Una sola vez cada siglo, esa era la regla... Sintió el fuego de él a su alrededor y tomó la forma dragón antes de que él la quemara viva.

— ¡Cúrala! Eso fue todo lo que él dijo cuando Violeta entró en la habitación otra vez. Encontró a Bentén desmayada en la cama. El nido estaba todavía ahí, vacío. Violeta no entendía. ¿Por qué no ponía los huevos? ¿Estaba planeando hacer lo mismo otra vez?

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Revisó a Bentén cuidadosamente y sacudió la cabeza. Ella no tenía las horribles heridas de la vez pasada, así que no lo había provocado. No se había resistido. Pero entonces... ¿dónde estaban los huevos? Debería haber puesto al menos uno... Unió sus manos sobre Bentén y sopló fuego violeta, dejándolo caer suavemente sobre ella. El fuego curativo se fundió en las escamas color rubí de Bentén. Ella se estremeció, pero no abrió los ojos. Algo andaba mal. Violeta la miró frunciendo el ceño, y pronunció la antigua invocación, recurriendo a todo su poder. Una luz dorada se formó entre sus manos y bañó a Bentén por un momento. Pero se desvaneció demasiado pronto. Violeta deseó furiosamente por unos momentos tener poder suficiente... pero era tan joven. Trescientos eran demasiado pocos para una Curadora... pero era suficientemente mayor para saber lo que tenía que hacer.

El Salón de Audiencias estaba desierto salvo por el Tirano, posado en forma de dragón sobre el Trono. — ¿Qué estás haciendo aquí? Tienes una tarea, — le dijo de mal humor. — ¿Qué le hiciste? — ¡Niña! Estás olvidando a quién le hablas, — dejo, irguiéndose entre nubes de humo. — Ella no está bien. Yo... no tengo suficiente magia para curarla... Violeta estaba tan perturbada que había perdido todo el miedo. Miró al Tirano con sus inocentes ojos color lila llenos de lágrimas. Y se sorprendió de encontrar una expresión de sombría preocupación en los de él. — Mi Señor... — tartamudeó, y recordó hacer la reverencia. — Por favor ven y mírala. Creo que algo está mal en ella... no lo entiendo... Él no dijo nada. Simplemente se levantó y Violeta tuvo que correr tras él.

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Bentén estaba todavía temblando cuando entraron en el cuarto. Un rastro de sangre iba desde la cama hasta el nido donde había algo que parecía un pedazo roto de cáscara. Violeta la abrazó, sin ocuparse del Tirano, y preguntó: — ¿Qué pasó, Myo? Bentén se estremeció. — Sólo una nidada cada cien años... Esa es la regla... Tú lo sabes... — murmuró. — ¿Qué regla? Nosotros empollamos cada vez que queremos... — dijo Violeta con suavidad. — No. No en Ciudad Central. No en las tierras de Wo, no entre la gente de Wo... Vivimos en clima suave y tierras pacíficas... Las doncellas se casan a los doscientos, pero esperan a los quinientos antes de poner su primera nidada... y después, solo una camada cada cien años, no más de dos o tres huevos cada vez... Vivimos así por tanto tiempo que es una regla imposible de romper para nosotros... — Nosotros vivimos en guerra... muchos de los nuestros han muerto en batalla, en las fronteras, o durante los entrenamientos... Debemos... — Violeta se había sentado a su espalda y le sostenía la mano, abrazándola. Pero se calló. Bentén estaba desmayada, o quizá dormida. Violeta sintió el toque del Tirano en su hombro. Él le indicó que se retirara, y tuvo que hacerlo en silencio. Ella estaba tan pálida, pensó él. Aún en forma de dragón rubí se veía opaca y fría, como si estuviera muriendo. Podía entender la preocupación de la Curadora. Se sentó junto a ella, y se inclinó para mirarla de cerca. Su aliento caliente de dragón la hizo estremecerse de nuevo.

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— Duerme... — murmuró, acercando la cara todavía más. Ella olía siempre tan bien. Extendió la mano y la tocó. Tan fría... Se tendió junto a ella, respirando caliente sobre ella para hacerla entrar en calor. Él había tenido fuego curativo una vez... cuando era niño. Después había cambiado. Su padre se lo había exigido. Quizá pudiera todavía curar... — Niji — suspiró ella, refugiándose contra él. Él se levantó sobre un codo para mirarla. Todavía dormida. La abrazó más fuerte y ella suspiró otra vez, tranquila. — Niji... — Sh... — la tranquilizó, enredando su cola en la de ella, y apretándola todavía más. Ella se volvió. El hechizo la mantenía dormida. Se acurrucó contra él y levantó la cara. No lo rechazó cuando se inclinó a besarla. Recibió su beso de fuego sin ninguna reserva y sopló de su fuego en él. Entrega total. — Niji... — suspiró ella por tercera vez cuando él la dejó ir. Él siguió acariciando su hermoso cuerpo color rubí por un largo rato.

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Capítulo 11. El engaño.

Ochenta años habían pasado. Habían sido años extraños. El Tirano se había mostrado un poco más considerado. Al menos, no irrumpía en sus habitaciones. Cuando todavía estaba convaleciente, había entrado en su cuarto, y después de una mirada sumaria sobre Violeta, abrió una ventana con balcón. — Espero que esto te ayude a recuperarte, — dijo. Parecía esperar algo. Bentén lo quedó mirando. — Ah. No te enseñaron modales en tu Ciudad Central. — Modales... Me tienes prisionera, y quieres modales... — dijo ella. Y se levantó. Realizó la reverencia real con fina gracia y un fuego de desprecio en los ojos que no apartó de su cara. — Gracias, mi Señor, – se mofó, volviendo a sentarse. — De nada. Puedes conservar tu ventana, — dijo. Sus ojos negros también estaban llenos de fuego. Pero a pesar de sus palabras, Bentén apreciaba esa ventana. Cuando a la mañana siguiente, él volvió, la encontró sentada al sol. Ella trató de pararse y disimular, pero él ya lo había notado. Esta vez hacía que trajesen plantas para el balcón. Él no dijo nada. Se limitó a echarle una mirada fugaz y salir. Dos meses más tarde había añadido un par de habitaciones a la de ella; un estudio y un recibidor para las visitas. — No tengo visitantes. Todos entran directamente,  había dicho ella. — Ahora tendrás esta habitación para las visitas, — dijo él. — Sólo yo entraré por la otra puerta.

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Ella lo miró con odio. Él no agregó nada más. El nido no había vuelto a aparecer, y él no la había reclamado. Violeta estaba aún a su servicio, y parecía disfrutarlo. Ella le contaba a Bentén historias de su familia y su ciudad, y Bentén le contaba del Viejo Reino, los mismos cuentos que su padre le había contado. Pasaban el tiempo bordando, leyendo o simplemente charlando. Bentén preguntaba frecuentemente por la Guerra, pero Violeta tenía poco acceso a la información, o era demasiado discreta. De hecho, ella parecía tener una secreta preocupación. Bentén le preguntó una o dos veces, pero Violeta parecía turbada, y aún asustada, de manera que supuso que tendría que ver con el Tirano. Violeta estaba molesta, más que eso, enojada consigo misma. La mujer que ella llamaba Myo le agradaba mucho. Le tenía lástima, y admiraba la manera en que había resistido, pero... Ella había recibido la orden de dejarla sola por las noches. Debía retirarse a sus propias habitaciones cuando Bentén se dormía, y regresar en la mañana. Muchas mañanas encontró la cama de Bentén con signos de haber sido ocupada por alguien más. Bentén nunca dijo nada, y su único compañero podía ser el Tirano. La manera como ella lo trataba le hacía suponer que ella no lo sabía. Él debía estar hechizándola. Y entonces, una tarde... Bentén la había enviado por seda para un nuevo bordado. El corredor estaba vacío cuando ella tropezó con el mismo Tirano. — ¿Qué estás haciendo aquí? — le espetó. — Mi Señor... Buscaba seda para la Señora... — murmuró con la cara inclinada. — No debes dejarla sola, salvo por las noches. Y no debes comentarlo con nadie. Violeta lo había mirado a la cara, y encontró la llama helada que los iluminaba, y que ella conocía muy bien. Se inclinó. — Como diga mi Señor... — murmuró, y se escurrió tan rápido como pudo.

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El sueño era extraño. Debía ser un sueño. Ella volaba con Niji. La sensación era maravillosa. El aire fresco en la cara, el ligero toque de sus alas sobre las de ella... En este sueño, Niji no temía tocarla... Sentía su respiración en la espalda y torció el cuello hacia atrás para besarlo. Él no la rechazó en este sueño. Parecía deseoso de besarla una y otra vez. Ella sentía como su fuego la invadía, y se sentía extraño. Pero era un sueño. Y en sus sueños, Niji siempre la besaba así... tan apasionado, tan lleno de deseo. Ella lo había besado con fuego un millar de veces en sus sueños. Mucho más que antes, cuando ella era libre y Niji era real. Ahora ella sopló su fuego en él y lo sintió estremecerse expectante. — ¿Pondrás huevos para mí? — le preguntó con una voz curiosamente ronca. — Sólo un gran amor puede romper la prohibición, lo sabes... — se rió ella. Ella sólo se reía en sus sueños. — Los cien años no han pasado aún. — Yo te amo, mi Reina... — y trató de besarla otra vez. — Transfórmate en humano... — pidió ella, haciendo lo propio. De pronto, en el sueño, estaban en la colina azul de las nomeolvides. — No sé por qué te gusta esta especie... — protestó él. — Por esto... ya te lo dije, — y ella volvió a reír mientras lo abrazaba. Él empezó a acariciarla una vez más.

Violeta trató de entrar en las habitaciones de Bentén esa mañana, pero un soldado la detuvo en la puerta. — ¿Qué sucede? — Nadie puede entrar aquí sin el permiso del Señor, — dijo. Violeta frunció el ceño. Escuchando con atención, no podía oír nada. ¿Debería tranquilizarla? Bueno, no lo hacía. Asintió educadamente y se retiró. Fue a las

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habitaciones de servicio contiguas. Tenía un pasaje secreto para entrar a las habitaciones de Bentén. Ella y Bentén lo habían abierto mágicamente varios años atrás para prevenir algún arranque de mal genio del Tirano. Notó que alguien había estado allí, esperando durante algún tiempo. Los almohadones estaban aplastados. También había paja en el piso. ¿El nido? Atravesó el cuarto y abrió la puerta detrás del espejo. El pasaje secreto era corto y conducía directo al armario de Bentén. Por entre las ropas, Violeta espió dentro de la habitación. Estaba oscuro, y no se oía nada. Sólo una respiración. Rítmica, pausada, calma, relajada. Entró. Estaba caliente adentro. Y oscuro; pero el movimiento atrajo su atención hacia un rincón. El nido estaba allí, y sobre él, vigilante, estaba el propio Kuo en su forma dragón, envuelto en sus alas. La miró con fuego en los ojos. — ¡Fuera! ¡Ahora! — dijo. Hubo un tenue gemido, y la punta de una cola roja se asomó debajo del ala de Kuo. — Sh... Duerme... — murmuró. La enorme ala cubrió el nido y su contenido. Él estaba cuidándola, calentándola con su aliento mientras ella empollaba los huevos. ¿Cómo podía ella? ¿Y él? Los dos. Violeta abrió la boca con indignación. — Vete, — repitió el Tirano. —En silencio.

Violeta trató de entrar en las habitaciones de Bentén una y otra vez durante los siguientes dos meses. Cada vez que se asomaba por el armario, los llameantes ojos de Kuo la descubrían y oía el gruñido: — ¡Fuera! Corto, imperioso. Parecía no estar durmiendo en absoluto. Por supuesto, si había echado alguna clase de hechizo sobre Bentén, debía estar despierto para mantenerlo.

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Además, estaba cuidándola personalmente, manteniéndola caliente mientras empollaba. Nunca había hecho eso por ninguna de sus esposas. De hecho, ningún Ryujin solía hacerlo así. Solamente si la mujer estaba enferma, o débil... Bueno, más o menos ése era el caso. Bentén nunca empollaría por sí misma o por su propia voluntad. Violeta se dio cuenta (espiando desde el armario) que ella murmuraba en sueños, y él la tranquilizaba con palabras suaves. Ella estaba dormida. Él había entrado en sus sueños y los había usado para forzarla. Empezó a contar los días para que rompieran el cascarón.

Día cincuenta y seis. No, no... Día cincuenta y tres. Extraños rumores habían estado corriendo en la ciudad. El Tirano no estaba ahí, en el Castillo. Nadie lo había visto por días, semanas. Sus Ministros no sabían qué hacer. Y cuando llegó el último informe de Guerra, empezaron a caminar nerviosamente, tratando de decidir. — El Señor ha dicho que no quiere ser molestado, — dijo uno de ellos. — Pero esto es importante, — objetó un General. — Esto podría ser el fin de la Guerra, — dijo un tercero. Su padre y su hermano habían muerto recientemente, y en opinión de sus compañeros, era demasiado joven para el puesto de Ministro. — O nuestra derrota. Podría ser una emboscada. Debemos decirle. — Era la opinión de otro General. — No interrumpiré. No me atrevo, — dijo el primero. — Pero eres el mayor, — dijo el joven Ministro. — Eres un cobarde, – dijo el General en voz baja. — Esta noticia significará la muerte para todos nosotros si no advertimos al Señor, — dijo un joven Mensajero con calma. — Yo iré y le diré, si me dicen donde

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está. Si resulto muerto, que es lo más probable, ustedes deben cuidar que él no se desquite con la gente. — Eres demasiado joven, no tienes derecho a decirnos cómo hacer nuestro trabajo... — Curiosamente, era el Ministro joven, apenas cincuenta años mayor que el Mensajero. — ¿No? ¿Quién de entre ustedes ha estado en el campo de batalla recientemente? — preguntó el joven. Él sabía que ninguno de los Ministros había pisado nunca un campo de batalla, y los Generales... bueno, los Generales solían dirigir desde la retaguardia. — No somos soldados, — dijo el primero altivamente. — En un país en guerra cada hombre y mujer es un soldado. Pero no quiero que sean soldados: quiero que sean guerreros. Quiero que controlen al Tirano y protejan al pueblo. — Estás pidiendo demasiado, — protestó uno de ellos. — Entonces, resuélvanlo como puedan, — dijo el Mensajero, levantándose. — ¡No, espera! — dijo el viejo Ministro, deteniéndolo. — Está bien. Cuidaremos del Señor y protegeremos a la gente, — dijo. Sus compañeros se movieron incómodos. — Entonces iré y le diré de las últimas derrotas. Deséenme buena suerte. Un gruñido inarticulado fue la única respuesta.

A pesar de sus palabras, el joven Mensajero tuvo un momento de duda frente a la puerta cuando el sirviente lo dejó allí. Violeta lo encontró allí. — ¿Okho? ¿Qué estás haciendo aquí? — Violeta... — sonrió él. Y extendió los brazos hacia ella. — Te extrañé tanto.

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— Y yo... — dijo ella ahogadamente contra su pecho. — ¿Por qué—? — Ellos están ahí, ¿no? — preguntó Okho. Violeta asintió. — Están empollando... — susurró ella. Una expresión de disgusto cruzó la cara de Okho. — Pensé que ella nos ayudaría, no que nos daría un nuevo enemigo, — dijo enojado. — Él la embrujó. Ella no tiene la culpa de esto. Okho la miró sin creerle del todo. — No debería pedirte esto... Él probablemente me matará, pero... ¿Entrarías ahí conmigo, Violeta, mi amor? Violeta asintió y golpeó suavemente a la puerta. — ¡Fuera! — fue la gruñida respuesta. Y luego les llegó el ronroneado: — Duerme, mi amor, duerme... Violeta abrió la puerta. — Te dije que te fueras, — dijo el Tirano. Tenía un fuego de locura en los ojos. El cuarto estaba todavía oscurecido, y él parecía no haberse movido en los dos meses. — Señor, tengo que entregar un mensaje... — dijo Okho. — Es urgente. El fuego en los ojos de Kuo se volvió más intenso. Estaba furioso. — Dilo, — dijo él bruscamente. — Recibimos nueva información de nuestros espías. Luego de las últimas derrotas... Fuimos emboscados en el estrecho de Monakhiro, y perdimos cinco mil soldados; en Allenais, ocho mil; en la Colina Azul, un poblado humano, perdimos dos exploradores. El rumor de que el Señor no está con nosotros fortalece a nuestros

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enemigos. Cinco batallas perdidas en los últimos dos meses. Luego de eso, llegó un mensaje del Príncipe Lossar, hijo de Missar. Los Ministros no lo han escuchado. — ¿Qué es lo que quiere? — Dice que quiere una reunión, — dijo Okho con una reverencia. Sus sentimientos estaban perfectamente ocultos ahora. — ¿Cuándo? — En dos días. — ¿Y qué hay de los rumores sobre Bentén? — Ella no está. Nadie parece saber dónde está ella. Envié más espías a la Ciudad de Hielo, sin permiso de los Generales... — Había excedido su autoridad en esto, pero el Tirano no reaccionó. — Hiciste bien, — dijo. —Debo encontrarla. Ve y convoca a los Ministros y los Generales. Deben dar cuenta de las pérdidas. Okho palideció súbitamente. Eso significaría la muerte para ellos, más probablemente. — Curadora. Tu te ocuparás de ella. Manténla tibia y dormida, — dijo. Se había bajado del nido donde Bentén yacía enroscada alrededor de dos huevos. Ella los cubrió con el ala cuando sintió el cambio de temperatura y brilló en un tibio tono rojo oscuro. Kuo la miró un momento, y ella escondió el hocico bajo el ala también. Él sacó la manta de la cama y la cubrió cuidadosamente. — Manténla abrigada. Si ella pierde estos huevos, pagarás con tu vida, — gruñó a Violeta. Y susurró en los oídos de Bentén: — Duerme, mi amor. Duerme y sueña mientras empollas... Y salió seguido por Okho.

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Día cincuenta y seis. Sí. Día cincuenta y seis. El Tirano se había ido. Violeta había permanecido junto a Bentén, manteniendo el cuarto oscuro y caliente como Kuo había hecho. Pero no podía mantener el hechizo que la retenía en el sueño. Escuchó varias veces a Bentén llamando a alguien de nombre Niji, y usó su fuego curativo en ella. Y eso rompió el hechizo de Kuo. El día cincuenta y siete, Bentén empezó a volver en sí. Pidió agua y dijo, todavía en sueños, que hacía mucho calor. Violeta abrió la ventana un poco, y la corriente de aire fresco la hizo sonreír y dormirse otra vez. El día cincuenta y ocho se despertó sobresaltada. — ¿Dónde estoy? — preguntó, todavía confundida. — En tus habitaciones, — dijo Violeta. — ¿Cómo te sientes? — Dormí demasiado. ¿Qué es esto? Se había percatado del nido. Miró a Violeta asustada. — Él te hechizó. Dormiste todo el tiempo, y tus huevos se abrirán mañana o pasado... Bentén se movió a un lado y miró los huevos con un estremecimiento. — Tuve un sueño... Estaba lejos de aquí... — murmuró. — ¿Con alguien llamado Niji? Lo llamabas en sueños, — dijo Violeta. — Lo lamento, Myo. — Nunca hubiera puesto huevos para él, así que tuvo que engañarme... Sólo un gran amor podría romper la prohibición de los cien años... Luego miró a los huevos. Se estremeció otra vez con una expresión indescifrable en la cara. Para ella, esos huevos eran de ella y Niji. Kuo no había tenido nada que ver. Y sin embargo... — Debo matarlos, — dijo.

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Violeta se puso pálida, pero asintió. Era necesario. Los herederos del Señor eran peligrosos, lo sabía bien. Bentén se había vuelto y golpeó el primer huevo con la cola. La cáscara se quebró, pero ella no había golpeado con suficiente fuerza como para aplastarlo. No podía. Hubo un sonido y ella detuvo el segundo golpe. Una cascarita cayó y un hociquito verde olfateó el aire con curiosidad. Bentén dejó escapar un gemido. — No puedo hacerlo... – dijo. La puerta se abrió en ese momento. Violeta miró hacia allí y vio entrar a Okho. Le indicó con un gesto que cerrara la puerta. — ¿Qué está pasan---? Señora... — ¡Sh! — pidió Violeta. Bentén, en forma dragón, echó una rápida mirada. No la había reconocido. Volvió su atención al pequeño dragón verde que trataba de romper el cascarón. Contuvo la respiración mientras observaba. El bebé se quejó un poquito, forcejeó un poco más, y de repente hipó una bocanada de humo y se liberó. Él (era varón) se tambaleó en dirección a Bentén y se acurrucó en su falda. Ella lo abrazó, y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas. — No puedo matarte... — dijo, cerrando los ojos. — No puedo... Okho y Violeta la miraron impotentes. Aún si hubieran estado decididos, no podían matar al bebé tampoco. Bentén había retrocedido hasta el nido y todavía abrazaba a su pequeño cuando el otro huevo empezó a sacudirse. — El segundo... — murmuró Violeta. Vieron al huevo sacudirse un poco más, y una forma oscura golpeando desde el interior. No podía romper la cáscara. Bentén acercó la cara y sopló su aire caliente sobre

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él; eso solía ayudar. El huevo se sacudió un poco más y se quedó quieto. Bentén y Violeta se miraron la una a la otra, y Bentén rompió la cáscara con la garra. Allí, enroscada en la mitad rota del huevo había un bebé, una niña, en completa forma humana.

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Capítulo 12. Yi.

— Señora... mi Reina... — suspiró Violeta. Ella y Okho se inclinaron y cayeron sobre sus rodillas. Bentén no los oyó. Había tomado forma humana y acunaba a la bebé en sus brazos, mientras su hijo dragón se acurrucaba alrededor de su cuello, haciendo un ruido como un ronroneo. — Mi bebé... — susurró. — Por favor, vive... — Había agachado la cabeza y estaba concentrando inconscientemente todo su poder sobre su hija. El bebé se movió y abrió los ojos. Bentén sonrió. — Mi Reina... — repitió Okho, retrocediendo hasta la puerta. — Sh... Ellos oirán... ellos sabrán... Bentén pestañeó y lo miró, y luego a Violeta, todavía de rodillas. La Joya blanca de los Reyes brillaba sobre su pecho. — Sólo la Reina podía tener un bebé humano... — dijo Violeta con reverencia. — Eso es lo que dice la leyenda. Eres la Reina Bentén. — Por eso nunca la encontramos... — agregó Okho. Bentén asintió con lentitud. — Vine aquí buscando la Corona de las Tormentas que Ryo-Kuo robó a mi hermano Missar, — suspiró ella. En este momento una explicación parecía necesaria. — Después no pude escapar. No deben decirle... — Se dará cuenta en cuanto vea a tu hija... La leyenda dice que la Reina Solitaria tendría un bebé humano. La Esperanza y el Destino anidando juntos... Bentén miró a los bebés.

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— Yi y Aleena. No, aunque pudiera prever cuál de ustedes traerá la Maldición, no sería capaz de dañarlos. — No puedes darle nombre. Es derecho del padre... Bentén miró a Okho furiosa. — Ellos no tienen padre, — dijo. Okho retrocedió un paso y se inclinó. — Ahora... Kuo no debe ver a Aleena. Él la mataría si la viese. Y se daría cuenta, como dices. Violeta, tú la ocultarás cuando él venga. Okho, necesito que me traigas algo... con huesos. Intenta en la cocina. Dirán a las matronas que enloquecí y quemé el nido. El segundo bebé nació muerto. Ella miró a su alrededor desorientada y suspiró. — ¿Cuándo volverá? — preguntó de repente. — En una semana o algo así. Antes si se entera que los huevos ya se abrieron. — ¿Por qué se fue? — Un espía trajo un mensaje del Príncipe Lossar pidiendo una reunión. El Tirano quería tomarlo como prisionero para intercambiarlo por... por ti. — ¿Por la Princesa Bentén, quieres decir? Ellos no pueden responder a esa demanda. — Pero el Tirano no lo sabe, mi Reina, — dijo Violeta. — Violeta, no me llames así. Debo seguir escondida... pero por ahora podemos hablar con libertad. ¿Cómo va la Guerra? — Peor cada día... Es un conflicto sin solución. Muchas pérdidas en ambos lados. Pero desde que tú llegaste él le está prestando menos atención. Ahora quiere negociar... — No son esas las noticias que estoy pidiendo. Quiero saber de los rebeldes, — dijo Bentén. Okho miró fugazmente a Violeta.

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— No, ella no me lo dijo, — dijo Bentén. — ¿Qué hay de los otros? ¿Cuántos son? — Menos de cincuenta en esta ciudad, – dijo Okho sombríamente.— El Tirano nos ha estado persiguiendo por décadas, aún siglos. Nos olfatea, y nos mata... Ni siquiera necesita ejecuciones, sólo los envía al frente... nunca regresan. — Pero, ¿estoy hablando con el líder? Okho asintió, pálido. Su poder era grande, lo había percibido antes. Podía leerle la mente cuando el mismo Tirano no podía. De verdad había crecido en estos últimos años. — Ahora debo esperar por los niños. Pero antes de que el siglo haya pasado debo huir. Tengo que quitarle el poder. Entonces, manos a la obra. Encontrarán dónde ocultó la Corona de las Tormentas, y yo hallaré la manera de derrotarlo. Okho se inclinó profundamente. Ella era la Reina que él había estado esperando.

El Tirano había irrumpido en el cuarto. — ¿Qué sucedió aquí? — rugió, golpeando a puerta. El cuarto estaba desordenado, media cortina colgaba en un lado, quemada, y había charcos de agua sucia en todo el piso. Habían apagado el fuego en esta misma habitación. Violeta no estaba aquí; Bentén le había pedido que llevara a Aleena a un lugar seguro. El bebé en brazos de Bentén lloró con voz aguda. Kuo se detuvo. — ¡Cállate, bestia! — le siseó Bentén. No tenía miedo ahora. — Vas a asustar a mi bebé. — ¿¡Qué!? — repitió él, pero el tono era más suave. — ¿Otro bebé? ¿No mataste...?

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Él estaba confundido, por supuesto. No se lo habían dicho. Y de esa manera lo quería Bentén. No sonrió, y atrajo el bebé hacia sí, negándoselo a su padre. Kuo se detuvo y la miró enfurecido. — Es mi hijo. Dámelo, — exigió. Pero una pared de humo se interpuso entre él y el bebé. — Tu hijo heredó tu veneno, Señor... — la crueldad en la ironía era evidente, y el tono era cortante como un cuchillo. — Se arañó tratando de romper el cascarón, y está muerto. Este es mi hijo, Yi, el Camaleón. — No tienes derecho a... — empezó él, pero encontró un par de ojos llenos de fuego. Retrocedió un par de pasos. — Tú no tienes derechos aquí. Si tratas de sacarme a mi hijo lo mataré, — dijo ella. Por primera vez, él no se atrevió a discutir. Había visto el nido quemado y las matronas le habían contado que ella enloqueció cuando vio al bebé muerto. No quería que nada le sucediera a este otro. Él... se sentía perplejo por su reacción, y pensó que ya tendría tiempo de recuperar a su hijo. Lo primero era calmarla. Luego, ya se vería... Se retiró de la habitación sin otro reclamo, y escuchó romperse un jarrón contra la puerta, y el murmullo de ella, canturreándole al bebé.

Bentén se estiró perezosa. Kuo estaba ahí, y no se había molestado en disimular que pasaba las noches con ella desde que el bebé había nacido... diez años atrás. No había pedido otra camada, como temía Bentén. Y así se habían ido pasando los años. Esa mañana, Yi se arrastró sobre la cama de Bentén lloriqueando. Era tan alto en forma de dragón como Bentén en forma humana, pero todavía no podía transformarse.

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Era sólo un bebé. Ahora frotaba su espalda contra su mamá quejándose. Estaba medio dormido y algo lo molestaba. — ¿Qué pasa? — preguntó Kuo desde el otro lado. — Yi tiene un nuevo problema... Apuesto que... — Bentén soltó una risita. — Sí, un nuevo problema: sus alas. Estiró la mano y masajeó los bultos en la espalda de Yi. El bebé se quejó. — Dame un cuchillo, — dijo. — ¿Para qué? — gruñó. — Dámelo, — dijo ella. Se había transformado en humana. Kuo demandaba forma de dragón para dormir, y después de diez años, ella ya sabía que era más seguro estar de acuerdo con él. Cuando ella no lo provocaba, él no era tan malo. Él le alcanzó el cuchillo y la miró. Ella acercó el cuchillo a la espalda de su hijo y la mano le empezó a temblar cuando al tocar las escamas levantadas el bebé gritó. — Mujeres... — protestó Kuo. Su mano, también en forma humana, sostuvo la de ella y la condujo con firmeza para hacer los cortes. Aflojó unas pocas escamas a lo largo de los bultos y las quebró. Bentén lo miró. — Violeta me dijo que ustedes no acostumbraban a separar las escamas cuando les salían las alas... — dijo. Kuo hizo una mueca. — Vi a mi madre haciéndolo a mis hermanos menores una y otra vez, sin que mi padre lo supiera. Había una expresión extraña en su cara cuando lo dijo eso, y Bentén apartó la mirada, sintiéndose un poco perturbada. Había sentido su fuerza, su poder a través de la mano cuando él se la sostuvo. Lo había sentido antes, y no quería hacerlo. Así que le dio la espalda, pero él todavía retenía su mano cuando usó un poco de fuego curativo sobre

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los cortes. El bebé humeó con alivio y cerró los ojos. Bentén liberó su mano de Kuo y abrazó al bebé, de nuevo como dragón. — Alguien va a tener que enseñarle a volar. Y no voy a permitir que lo apartes de mí, — dijo. Kuo se había sentado y se limitó a resoplar. — Veremos, — dijo. Bentén volvió la cabeza para mirarlo y lo vio de pie contra la luz. Era atractivo en forma humana. Volvió la cabeza otra vez. Debería recordar que él era el enemigo. No debía olvidarlo. Él se puso la túnica por encima y salió con una vaga sonrisa en la cara.

Un par de meses más tarde, ella recibió la orden de bajar al patio de entrenamiento con Yi. Bentén se sorprendió. Nunca se le había permitido salir de su cuarto. Kuo pensaba que ella trataría de escapar probablemente. Pero hoy, un hermoso día de primavera, el sol se sentía maravilloso sobre la piel, y las escamas color jade de su hijo destellaban aún más que sus chispeantes ojos. Estaba excitado. Era su primer día afuera. El Tirano estaba posado en forma de dragón sobre una plataforma, observando el entrenamiento de los jóvenes reclutas. Los encuentros eran duros y despiadados. Entrenadores y alumnos eran igualmente rudos y Bentén no quiso mirar por mucho tiempo. Yi parecía interesado. La luz en sus ojos se volvía fría, como la que los ojos de Kuo mostraban en este momento. — Ah, ya llegaron. Ven, hijo. Sube aquí... Tú también, Myo. La plataforma era sólo para la realeza, Myo no debería estar allí. — Guau... — soltó Yi. Estaba mirando entusiasmado alrededor. Sólo había conocido las habitaciones de Bentén y el armario de Violeta.

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— ¿Te gusta? — dijo Kuo con suavidad. — Este es tu ejército, hijo mío. Entonces echó la cabeza hacia atrás y rugió. Las luchas abajo cesaron de inmediato. — ¡Saluden a su próximo Rey! — gritó con voz fuerte. Bentén le echó una mirada furiosa, pero no se atrevió a intervenir. No aquí, frente al ejército. Era distinto en su habitación. Estaba mejor protegida ahí. En público, él podría sentirse obligado a matarla para defender su derecho. Así que miró, pálida de ira cómo los soldados saludaban a su hijo como heredero del Tirano. Apretó los dientes y guardó silencio. — Sí... — dijo Kuo en voz muy baja, — sé lo que piensas, pero él es mi hijo. — No. Es mío, — gruñó ella, ronca. — ¡Saluden a su Reina! — aulló él, tirando de ella para ponerla de pie. La sostenía de una manera que no podía retroceder. Vio, pálida, el mar de caras que tenía frente a ella, y notó a Okho, allá atrás, mirándola directo a los ojos. Se estremeció y se quedó quieta, rígida, con los ojos cerrados. Era el primer anuncio público de su relación con el Tirano. ¿Qué consecuencias podría traer? ¿Qué pasaría si alguien (cualquiera de los soldados) se daba cuenta que ella era la Reina? ¿Y si alguno era un espía y la reconocía? ¡Y le decía a su padre! O peor de todo, ¿si alguno de ellos le decía a Kuo que ella era Bentén? Apretó los dientes otra vez. — Ahora tienen la mañana libre. ¡Retírense! Los soldados se miraron sorprendidos entre sí, y se retiraron rápido y en silencio. Kuo se volvió a Bentén. — Bien, Myo, querida. Supuse que no te negarías a la posibilidad de ver el cielo otra vez, y estirar las alas un poco. Ve, enséñale a tu hijo a volar. Pero... — y él clavó su

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garra en el brazo de ella, — recuerda que hay arqueros prontos a disparar si tratas de huir. Bentén miró más allá de él, a su propia ventana, donde Violeta se había quedado con Aleena. — No tenía intención de huir, — dijo. Kuo se volvió, pero sólo vio a Violeta en el balcón. Frunció el ceño. — Te estaré vigilando, — dijo. Así empezó la lección de vuelo. Kuo observaba divertido, desde cierta distancia, cómo Bentén le explicaba a su inquieto retoño cómo posarse sobre la barra, y la manera apropiada de mantener el equilibrio y ganar velocidad sin esfuerzo. — Mamá... no me molestes, — protestaba Yi una y otra vez. — ¡Presta atención! — gritaba ella. Y la respuesta en tono de cansancio. — Estoy escuchándote... Al fin, Kuo dijo: — Eres demasiado teórica. Déjalo que intente. — Sí, mamá. Déjame intentarlo. Bentén resopló. — Está bien, sabelotodo. Trata, — dijo. Hinchado de orgullo y alegría mezclados, Yi se posó en la barra y aleteó. Pero se había sujetado muy fuerte a la baranda, y cayó hacia delante. Bentén estiró el cuello y lo sostuvo antes de que tocara el piso. — ¡Aay! – gritó el niño. Una y otra vez, Yi trató y cayó, o se enredó, o no pudo elevarse más que unos pocos metros. Para el almuerzo, Kuo se les acercó gruñendo.

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— Mujeres... Como siempre, si quieres un trabajo bien hecho tienes que hacerlo tú mismo... Asió a su hijo por el cuello con su zarpa derecha y se lanzó hacia arriba. Bentén lo siguió chillando: — ¡Mi hijo! ¡No te atrevas...! Pero él no fue muy lejos. Solo tomó altura suficiente y dejó caer al bebé. Yi cayó como una piedra, y Bentén se lanzó tras él. Kuo fue más rápido. La retuvo entre sus garras y le impidió todo movimiento. — Quieta. Volará, — dijo con calma. A pesar de sus palabras, Bentén sentía su tensión y se dio cuenta que volaban muy cerca del bebé que caía. Y Yi captó la idea de pronto. Aleteó desesperadamente al principio, para después, cansado, plegar las alas y empezar a caer de nuevo. Una y otra vez, un poco arriba, un poco abajo... y de pronto desplegó completamente las alas copiando a su padre, y planeó como él. En ese momento Kuo liberó a Bentén. — Síguenos, Myo, — dijo. — Ven, hijo mío, — invitó. Y batió alas enormes y poderosas partiendo hacia el este. Yi lo seguía con dificultad. Era demasiado joven, y era su primer vuelo. Bentén seguía a su hijo. Volaba en círculos a su alrededor, sin quitarle los ojos de encima. — ¡Ey! ¡Espéranos! — gritó. Kuo los miró por sobre el hombro y su respuesta llegó con fuego. — ¡Vuela! — rugió. El tono era autoritario. Bentén golpeteó a su hijo un poco y susurró: — Sosténte de mi espalda, cariño... — No, — jadeó Yi. — Tengo que hacerlo. — Y aleteó desesperadamente para mantener el paso de su padre.

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Su determinación era admirable, dada su corta edad. Bentén encontraba difícil el seguirlos, porque había estado encerrada por casi un siglo. Le dolía la espalda y el pecho, y sentía calambres en las alas. Podía imaginarse que su hijo sentía lo mismo. — ¡Vuelen! — ordenó Kuo otra vez. Pasaron por sobre una grieta de la cual soplaba un viento fuerte. Bentén fue arrastrada varios metros lejos de su hijo, y dejó escapar un grito. Kuo volvió la cabeza y rugió otra vez: — ¡Vuelen! Ella continuó. Yi se las arregló para quedar al lado de su padre. Ella estaba detrás. Sobrevolaron una pared de roca y se posaron sobre la cresta del precipicio. Las tierras se extendían allá abajo, como un mapa: la ciudad de los dragones, las tierras de cultivo, los bosques hacia el sur, y la línea brumosa del horizonte hacia el oeste. — El Tigre Blanco... — susurró ella, mirando al oeste, a una enorme nube. — El reino de nuestros enemigos. Estamos bajo el signo del Dragón Azul, — dijo Kuo. Le dio la espalda a ella y habló sólo para Yi. — Hijo mío. Éste es tu Reino, a tus pies. Cuando tenía tu edad, el día que aprendí a volar, mi padre me trajo aquí, y me dio esto... Sacó un medallón de su pecho y lo puso alrededor del cuello de Yi. — Ahora es tuyo. Tú serás el Rey después de mí, — dijo solemnemente. Yi miró a su padre con ojos enormes y redondos. — Yo... yo... — No digas nada. No es necesario. Ahora volemos a casa. — Miró atrás a Bentén, todavía jadeante en el piso. — Pero creo que tu madre no podrá. Y tú estarás cansado. Sosténte de mi espalda. Los llevaré a los dos, — dijo. No dijo que su padre había dejado a su madre atrás, y que él, Kuo, había tenido que ir a buscarla en secreto

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una semana más tarde. Ella nunca se había recuperado por completo. No le haría lo mismo a Bentén. La aferró con delicadeza y voló hacia el castillo bajo un sol magnífico.

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Capítulo 13. Traidores y espías.

Mes a mes, y año tras año, Bentén fue ganando el derecho de caminar libremente por el Castillo y sus alrededores. A veces olvidaba que no debía alejarse demasiado, y esas veces, Kuo en persona iba tras ella y la traía de regreso, a veces sosteniéndola amablemente entre sus garras, y otras arrastrándola del cuello o de la cola. La había mordido muchas veces, y ella ya conocía los efectos de su veneno lo suficiente como para no provocarlo. Él sentía que la estaba dominando, y estaba complacido. Y no se daba cuenta de la creciente libertad e independencia que Bentén estaba obteniendo. Los sirvientes, todos ellos, preferían obedecer los pedidos de Bentén antes que las órdenes de Kuo. Ella trataba de disimularlo, pero muchas veces ellos habían ocultado a Kuo sus desobediencias y la habían protegido. Diez años más o casi habían pasado, y Yi y Aleena aprendieron a transformarse. Aleena se transformaba en una hermosa chica dragón de color miel, un dragón de luz dorada, casi como Mikori había sido. Bentén y Violeta no habían tenido necesidad de ocultarla luego de que se transformara. Kuo la vio una o dos veces rondando las habitaciones de Bentén, jugando con Yi. La miró con curiosidad y le preguntó a Bentén quiénes eran sus padres. — No lo sé. Un par de Cosechadores, supongo... — dijo Bentén vagamente. — Violeta la encontró y como tiene la edad de Yi, la trajo. Kuo frunció el ceño. Un dragón de luz dorada. Eso le recordaba algo... algo relacionado con el destino. Un dragón dorado estaba destinado a derrotarlo... pero la profecía decía que de su propia familia, su propia sangre. Dorado, no de color miel.

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— Crees que puedes casarlos, ¿no es así, Myo? ¿Y que tendrán al Dorado? Pero mi hijo se casará con una Princesa, no con la hija de unos Cosechadores. Bentén lo miró de arriba abajo. — ¿Con una Princesa? ¿Así como hizo el padre? — se burló. Kuo reaccionó con violencia, torciéndole el brazo a la espalda. — Ten cuidado con lo que dices, niña, — le advirtió. — Podrías encontrar consecuencias inesperadas por abrir tu boca. Ella pudo sentir el calor de su respiración, y el estómago se le encogió, pero en ese momento los niños entraron y Kuo la soltó. No habían vuelto a hablar de la chica dragón y el supuesto casamiento de Yi.

Y los años siguieron pasando. Los cien años estaban terminando y Bentén empezó a temer que Kuo reclamara otra nidada. Sentía que su actitud hacia ella estaba cambiando. Lentamente al principio, y más pronunciadamente ahora, su amabilidad estaba desapareciendo y sus respuestas bruscas y reacciones violentas eran más frecuentes. A menudo se quejaba de no haber encontrado a Bentén, y un día le explicó que ese matrimonio forzaría a Ryo-Wo, el Rey, a aceptarlo como sucesor. — ¿Por qué? — preguntó Bentén. — Todos lo saben, todos lo dicen. Bentén es la nueva Reina. ¿Viviste en la Ciudad Central y no lo sabes? ¿Cómo puede ser? Cuando la tenga, su poder será mío, — dijo. — Si ella te lo da, — observó Bentén. — Lo hará... o morirá. Y tu hijo será el Heredero. — Bentén notó qué él ya no hablaba de hacerla Reina. Ahora era prescindible. Y un día recibió un visitante inesperado.

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Los golpes en la puerta habían sido suaves. Violeta estaba afuera con los niños. Ambos en forma humana, habían estado jugando en los jardines, seguidos por Violeta. Bentén misma abrió la puerta. — Mi Señora... — saludó Okho. Bentén lo miró sorprendida. Okho se inclinó y entró, mirando primero a ambos lados del corredor. No había nadie. — Violeta no está aquí, — dijo Bentén. — Lo sé, mi Señora. Debo hablarte. Bentén lo miró interrogativa. Él la había estado informando a través de Violeta todos estos años. La Guerra había incrementado su violencia hacía unos cincuenta años. Ella se había acercado a Kuo, pidiendo más participación en la educación de Yi. Ella lo distrajo, permitiéndole que entrenara a Yi como guerrero, y los conflictos externos habían disminuido. Había sido un alto precio para ella. Yi empezó a admirar a su padre, y ella perdió influencia sobre él, aunque la ganó sobre el Tirano. La Guerra se había suavizado. — Dime, Mensajero, — dijo ella. — Mi Señora... ¿Recuerdas hace cincuenta años, las últimas batallas? Bentén asintió. — Interviniste de una manera muy efectiva, pero hubo algo más que me han informado recientemente... Hace treinta años, en la última batalla en que el Tirano participó, tomaron un prisionero, un espía. Todavía está en los calabozos... Luego de que fuera atrapado, recibimos órdenes de involucrarnos sólo en refriegas superficiales, para mantener la atención fuera de aquí. — Así que el prisionero es importante. ¿Quién es?

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— El Rey Lossar. Lo siento, mi Señora, pero él ha estado pasando información a nuestro lado durante el último siglo. — Okho parecía perturbado. — ¿Lossar ha estado traicionándonos? Es imposible. No puede. Y si lo hiciera, ¿Por qué lo habría atrapado Kuo? — Ella frunció el ceño. — No lo sé. Pero quiere probarte. Te pedirá que veas al prisionero. Quiere ver si él te reconoce, y mostrarle a su hijo, quizá. Bentén lo miró un momento. Una extraña luz pasó por sus ojos. Ella respiró profundamente y se levantó. — Él me pedirá que interrogue al prisionero, — dijo ella. — Sí ¿Cómo lo sabes? — Hemos estado hablando acerca de leer mentes recientemente, — dijo ella con una mueca. — No sospeché... — Debo llevarte con él ahora, — dijo Okho. — Vamos, — fue toda su respuesta.

Ella se había presentado en su acostumbrada túnica roja. Kuo la miró de pies a cabeza. Ella se había dejado el cabello suelto y le caía más abajo de la cintura. Sus ojos brillaban desafiantes, con ese fuego indomable que lo había atraído desde el principio. Ahora había llegado el momento de saber. — Myo. Luces bien, — dijo desdeñoso. Hacía más de tres meses que no iba a sus habitaciones. Pensó que ella vendría a las suyas... No lo hizo, pero el chico sí. Yi había estado siguiéndolo a dondequiera que él fuese por años. Y él estaba complacido. Su hijo. Yi era suyo más que de ella. En esto, él había ganado. Ahora miró a Myo haciendo una reverencia burlona. — Llamaste, mi Señor. Estoy aquí, — dijo ella.

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— Sí. Bien, Myo. Quiero que interrogues a un prisionero. Ahora, — dijo llanamente. Sus ojos negros la escrutaron cuidadosamente en busca de rebeldía o miedo. Ella lo miró sin reaccionar. — ¿Qué prisionero? — preguntó. — ¿Y porqué yo? — Lo verás ahora. Creo que miente. Quiero que lo interrogues. Y como es un antiguo vecino tuyo... — dijo. — Vamos. — Había bajado del Trono y la tomó del brazo sin ninguna consideración.

Su actitud había cambiado por completo cuando llegaron al calabozo, seguidos por los guardias. Hizo un gesto autoritario, y los guardias abrieron la puerta. Un dragón de un verde profundo estaba acurrucado contra la pared más lejana. Abrió un ojo amarillo y se movió hacia Bentén. — Transfórmate, — dijo ella. — Debemos hablar. El dragón se movió de nuevo sin una palabra, y las cadenas que aprisionaban su cuello y patas fueron visibles para ella. No había separado sus ojos de ella. — No puede. Cadenas mágicas, ¿sabes? Interrógalo de esta forma, mi Reina, — dijo Kuo con frialdad, pero siguió observando al prisionero. — No puedo. ¡Ey! — Un bulto verde la empujó y se lanzó hacia el prisionero, humeando y escupiendo fuego. Bentén se movió con rapidez. — ¡Yi! ¡Alto! — Ella le tiró de la cola hacia atrás. — Nunca te lances contra un hombre caído, — dijo. — ¿Por qué? — quiso saber Yi, sorprendido. Eso no era lo que le habían enseñado. Ella podía sentir la penetrante mirada de Kuo. No se perdía un solo gesto de ella. No dudó.

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— Porque podría levantarse y derrotarte a su vez. Quédate atrás. Kuo, lo necesito en forma humana, si quieres que le saque información. Kuo la evaluó con la mirada. — Está bien, — dijo finalmente. Se acercó al prisionero y lo miró desde arriba. Le retiró el collarete, pero dejó las cadenas de las manos y piernas. Lossar se transformó en humano y se paró derecho, rígidamente mirando a Bentén. Ella sintió miedo de repente de que él hablara en ese momento. No había podido advertirle todavía. Él no dijo nada, pero su boca era una línea pálida y recta. — Tú... — empezó ella cuidadosamente. — Tú traicionaste a tu gente. — Tú también, — fue la ruda respuesta. Las cejas de Kuo se levantaron. No había habido tono de respeto como él había esperado. Pero él había sido muy familiar con ella. ¿Pertenecía ella a la Familia Real, quizá? Esto se volvía muy interesante. — Mm. No lo creo. ¿Sabes? No tuve elección — dijo ella en voz baja. — ¿Qué dices, mi dama? Puedes irte cuando quieras. Es mi hijo quien no me dejará. — Kuo apoyó la mano en el hombro de Yi. En forma humana, tenía la apariencia de un chico de unos diez años, ojos negros y cabello oscuro como su padre, pero su piel era clara como Bentén y la familia de Wo. Ella y Lossar se veían pálidos y tensos en el oscuro calabozo. — ¿Puedo? Me encadenaste aquí por casi un siglo. Sin puertas ni ventanas al principio, ¿ya lo olvidaste? Y arqueros sobre los techos para vigilar que permaneciera en el patio, noche y día. Ahora, ¿qué información quieres que obtenga de este hombre? — dijo ella. — Mujeres... Trátalas bien y esto es lo que consigues... — comentó Kuo como si Lossar fuera un amigo en un banquete. — Bien, él no quiere reconocer estos objetos que mis espías han estado recolectando para mí.

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Un sirviente trajo una bandeja cubierta y se retiró con expresión asustada. Kuo la descubrió. — El prisionero no quiere declarar si están todos, o cuántos faltan, y dónde se encuentran. Allí, en la bandeja, estaban en orden de importancia la mayoría de los símbolos del Viejo Reino. La Corona de las Tormentas, robada al padre de Lossar; el Cetro de las Profundidades, la parte de Melori; el Cetro de la Nieve, que debería estar en poder de Rusk; los siete Cetros de los Vientos, la herencia de los hijos de Mikori... Bentén miró a Lossar y luego a Kuo. El Cetro del Trueno y el Relámpago (el cetro de Lossar) no estaba allí. Él también había sido traicionado, pero no había vendido su parte. Y Lossar vio que el cetro de Bentén, el Cetro de las Aguas tampoco estaba allí. Él supo que podía confiar en ella. — Éstos son los símbolos del Viejo Reino, lo sabes. Todos presenciaron el Reparto hace cuatrocientos años. El Rey Missar recibió la Corona de las Tormentas, la Princesa Melori, Reina del Mundo Submarino recibió este Cetro para mantener apartados a los demonios de las profundidades, y los demás recibieron los otros... — ella señaló los símbolos desde lejos, sin tocarlos, pero aún así, centellearon y brillaron cuando ella se acercó, como notó Kuo. — ¿Falta alguno? — preguntó Kuo mirándola. Ella miró a Lossar. Responder que sí significarían más batallas. Responder que no significaría la muerte para los dos. — No lo sé. Ryo-Wo tuvo muchos hijos, — dijo finalmente. En su confusión había llamado al Rey por su nombre. Sólo la Familia Real... Kuo reprimió una sonrisa, y siguió actuando. Lanzó una bocanada de humo disgustado y se volvió a Lossar. — Repítele lo que me dijiste, — dijo. Bentén miró alternativamente a uno y a otro. Lossar no habló.

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— ¡Díselo! — dijo Kuo aproximándose. Bentén vio complacida cómo Lossar no retrocedía. Se limitó a mirarlo, enfrentando fríamente la amenaza de Kuo y su propia muerte. Bentén se interpuso. — Déjalo, — dijo. — Príncipe Lossar, Rey de la Cuidad de las Fuentes... Dime lo que le dijiste, por favor. — Su tono había sido hipnótico, relajante, tranquilizador... Y apoyó la mano en el hombro de Lossar, como había hecho la víspera del exilio. Lossar inclinó la cabeza. — Tuve que decirle acerca de la Joya de los Reyes, ahora en manos de la nueva Reina, — dijo en voz baja. — Y Bentén la tiene. ¿Todavía está perdida? — preguntó Bentén. Un relámpago de sorpresa cruzó los ojos de Lossar, y no pasó desapercibido para Kuo. — Confía en mí. No te haré daño. Ella se había acercado a Lossar. Él captó la idea de inmediato. Se estremeció y cayó sobre sus rodillas, abrazando su cintura. Ella lo abrazó y se tambaleó en dirección al catre. — Déjanos solos, — le dijo a Kuo, mientras acariciaba maternalmente la cabeza de Lossar. Kuo miró a la pareja por un momento. Ella había empezado a murmurar suavemente en un lenguaje que él no conocía. El lenguaje del Viejo Reino. Su padre lo había prohibido mucho antes de su nacimiento. Sólo sus espías y los rebeldes lo hablaban. Ahora Lossar, el traidor se había acurrucado contra ella y hacía unos ruidos estrangulados que ella parecía entender. ¿Debía confiar en ella? No. Seguro que no. Pero de todas maneras se retiró del calabozo con su hijo, y esperó afuera, después de enviarlo escaleras arriba. — Tuve que decirle de la Joya, mi Reina... — murmuró Lossar en el antiguo lenguaje.

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— Sh... yo no. Él no sabe quién soy... Dime de nuestra gente. Una vez que los guardias estuvieron afuera, Lossar dejó de actuar. Le hizo la reverencia debida y le contó en un susurro bajo que había fingido convertirse en traidor para entrar en las fuerzas del Tirano. Su plan era, una vez infiltrado, seguir y minar el poder del Tirano, y si fuera posible contactar a los rebeldes y ayudarlos. Por esta razón él había pasado realmente información acerca de los viejos símbolos. Había esperado que no los consiguieran. Y una reunión... Bueno, simplemente no le permitieron regresar. Habló por mucho rato. — Ahora dime tú... ¿Cómo llegaste aquí? — Fui capturada, — dijo ella brevemente. — Empollé para él... dos huevos. Él sólo conoce a Yi. Aleena nació con forma humana... Pero ninguno de ellos es dorado. — De todas maneras, el Destino nos alcanza. Nuestro Juicio ya está sobre nosotros. — Juicio y Esperanza anidando juntos... — suspiró Bentén. — Te liberaré pronto. Llevarás de regreso tu herencia y los otros símbolos a mi padre... mi tiempo aquí también se está acabando. — ¿Qué harás, mi Reina? — Lo que debo hacer... Combatir la Maldición y engañar al Destino por tanto tiempo como pueda... Lossar la vio levantarse y llamar a los guardias. Ellos volvieron a ponerle el collarete y se acurrucó nuevamente como dragón en un rincón.

Kuo estaba fuera del calabozo. Bentén lo miró sorprendida. — No dijo nada importante. El Rey está cansado de la Guerra y la Reina ha estado enferma. Bentén sigue perdida, nadie la ha visto o sabe dónde está ahora. Están

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pensando en otro de los príncipes o princesas para suceder al Rey a pesar de la Joya de los Reyes... — dijo. Pero él la había aferrado por el codo y la miraba fijamente, como si la estuviera viendo por primera vez. — No me preocupa ella, — gruñó con una extraña sonrisa en sus labios. — Vamos a tu cuarto, Señora. — Los cien años no pasaron todavía... — dijo ella. Él la arrastró a las escaleras, todavía sonriendo. No dijo nada hasta que estuvieron en su habitación. — ¡Salgan! — dijo de mala manera a Violeta y a los chicos. — Y llévatelos. Yi miró a su padre y pestañeó. Abrió la boca para decir algo, pero Violeta lo arrastró afuera. — Sh. Vamos al patio. Tengo algo que mostrarles a los dos, — murmuró apresuradamente. Echó una mirada preocupada sobre Bentén, pero ella había liberado su brazo y estaba besando a los niños. — Esta noche les contaré un cuento, ¿está bien? — prometió. Aleena también la miró preocupada. Pero no dijo nada. Temía mucho a su padre. Tomó un vaso de la mesa y escupió una burbuja de fuego dorado. Se lo tendió a su madre, la besó y se retiró tras Violeta y Yi. Bentén dejó el vaso sobre la mesa de noche. — Los cien años no han pasado. ¿Qué quieres de mí? — dijo ella. — Ah... ¿El nido, quieres decir? ¿Sabes? Ya no lo necesito. Los cien años de Myo pueden no haber terminado, pero los años de Bentén acaban de iniciarse. Hoy me he dado cuenta porqué es que mis mejores espías no la encontraron en casi un siglo... Ella estaba en el único lugar en que yo nunca busqué... Aquí. Él avanzó hacia ella. — Estás loco, — dijo ella retrocediendo. Su espalda golpeó contra la pared.

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— ¿Lo estoy? No lo creo... Pero... te probaré de todas maneras... — Y Bentén sintió su fuego quemando alrededor de ella, consumiendo sus ropas y obligándola a mostrar su hermoso cuerpo de serpiente al desnudo. La luz de la Joya se reflejó en los ojos de Kuo cuando se lanzó hacia ella.

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Capítulo 14. La huida.

Era medianoche. Kuo estaba todavía sobre ella, y la única cosa que lo había calmado y hecho dormir era el fuego de Aleena. Bentén gateó de debajo de su garra y él murmuró en sueños. — Duerme... — le susurró ella. Él se estremeció y suspiró. Ella se levantó y volvió a tomar forma humana. Sentimientos confusos y mezclados la embargaron al mirarlo. Él había sido su carcelero, pero también su marido. Un marido que ella no había pedido, pero que no pudo rechazar. Sacudió la cabeza mirando alrededor. Esta habitación... no podía considerarla un hogar, pero ahora, pensando en abandonarlo para siempre, experimentó una extraña sensación. Miró a Kuo de nuevo, reuniendo cada brizna de odio que pudo y entonces salió por el pasaje secreto a las habitaciones de Violeta y los niños.

Ella había ido silenciosamente al calabozo y había ordenado a los guardias que le abrieran la puerta. Lossar había mirado con un ojo medio cerrado cuando le pidió al guardia que entrara con ella. Ella sopló fuego desde atrás, súbitamente, y Lossar desde el frente. Atrapado entre los dos fuegos, el guardia cayó sin sentido. Ella liberó a Lossar, y subieron a los pisos principales. Lossar no necesitó sus instrucciones para seguirla, pero ella se tambaleaba y se doblaba con los retortijones de tanto en tanto. — ¿Qué pasa? — preguntó. — Él se dio cuenta. Tengo que poner los últimos huevos... — murmuró ella. Lossar la miró, y la sostuvo por la cintura, ayudándola sin decir palabra.

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El Salón del Trono estaba vacío cuando entraron. Un profundo silencio pesaba sobre el cuarto y sus pisadas no eran suficiente para romperlo. — ¿Por qué estamos aquí? — preguntó Lossar casi sin voz. Bentén se llevó una mano al pecho, donde la Joya destellaba brillante. La sostuvo en alto, y un rayo de luz les mostró la dirección. Bentén avanzó hacia allá, y en un nicho oculto tras el trono encontraron los símbolos robados. — Toma la herencia de tu padre, — susurró ella, poniendo la Corona de las Tormentas sobre la cabeza de Lossar. Las joyas destellaron cuando ella las tocó, como habían hecho en el calabozo. Tomó los otros símbolos y los puso en una bolsa. Luego trató de levantarse y el dolor la hizo doblarse de nuevo. — Ah... Debo hacerlo, — gimió. Pero una luz extraña brillaba en sus ojos. Se arrastró en forma de dragón hacia el Trono y se acurrucó sobre él. Estuvo allí un rato, ahogando gemidos y quejidos. Después de un momento bajó. Parecía aliviada. — Está hecho, — dijo. — ¿Dejarás...? —Lossar estaba horrorizado. ¿Abandonar los huevos? Parecía tan antinatural. — Están vacíos, — dijo ella. Y con un repentino golpe de cola mostró lo que quería decir. Las cáscaras se rompieron, y no tenían nada dentro. Ni siquiera clara o yema. Los pedazos rotos quedaron ahí y Bentén se transformó de nuevo en humana sin mirarlos siquiera. — Vámonos. Debemos huir esta noche, — dijo. Lossar la siguió en silencio.

Violeta y Okho esperaban en el patio interior, donde Bentén solía conseguir permiso para quedarse. Los niños estaban con ellos.

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— Me iré, mis amigos. Y me llevaré a los niños, — dijo Bentén. —Ustedes deberían venir también. Se enojará mucho y temo que... — No. Alguien debe cuidar de él, — dijo Violeta. — Hemos soportado su furia antes. Si nos vamos, ¿quién evitará que borre cada ciudad dragón de la faz de la tierra? Tenemos que controlarlo, — dijo Okho. — Él sabe quién soy, — dijo Bentén con suavidad. — Su furia no conocerá límites. Como si fuera una respuesta, un rugido terrible desgarró la noche. Una bola de fuego salió del balcón de Bentén. — Vámonos, vengan con nosotros, — les urgió ella. — Vuela lejos, mi Reina, — dijo sencillamente Okho. — Nosotros lo distraeremos. Se transformó en dragón, y junto con Violeta corrieron hacia las puertas. — Vamos, chico, sosténte de mi espalda, — le dijo Lossar a Yi. Yi lo miró con desconfianza. — Vamos, Yi. Es tu primo, — dijo Bentén. — Aleena... La chica se había aferrado firmemente a la espalda de su madre. Bentén desplegó sus rojas alas y se levantó hacia el cielo, seguida por Lossar. — ¿Adónde? — Al norte. El ruido era fuerte, pero el griterío en los patios y en el Castillo lo disimuló. Muy pronto sólo vieron la luz de la luna llena centelleando sobre los campos, y los ruidos desaparecieron en la distancia.

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Habían volado casi seis horas antes de la primera parada. Bentén y Lossar eligieron un pequeño grupo de árboles junto a una corriente de aguas susurrantes. Se tomaron de las manos y pronunciaron la antigua invocación mágica para ocultarse. Luego se acurrucaron alrededor de los niños, cada uno apoyando la cabeza en la cola del otro. Aleena sonrió, sintiéndose protegida, se durmió de inmediato, pero Yi no dejaba de moverse. Al fin Bentén le preguntó: — ¿Qué te pasa, chiquito? — ¿Dónde está papá? — No está aquí, mi amor... — Ella se preguntó cuanto debería decirle a su hijo. Era casi un bebé para ella. No dijo nada. — Quiero ir con él, — dijo Yi. No era inesperado. Lossar tosió. — Él quería lastimar a tu mamá, — dijo llanamente. — No podemos regresar. Yi lo miró desconfiado. — ¿Es verdad? — preguntó casi acusatoriamente, mirando a Bentén. Ella asintió con lentitud. — ¿Por qué? — Porque soy Bentén, próxima Reina de los Ryujin, y no una simple campesina como él creyó al principio. Ella se preguntó de nuevo cuánto podría entender Yi. Ella misma, habiéndose ahogado en el fuego de Kuo, no había comprendido su compulsión hacia el poder, su necesidad de él... Sintió los ojos de su hijo clavados en ella. Estaba tratando de leer en su mente lo que ella no podía decir. Se sintió súbitamente desnuda. — ¿Quería la Corona? — preguntó Yi. Bentén asintió. — ¿Y te lastimó para tenerla? Bentén volvió a asentir en silencio.

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Esperaba más preguntas, pero Yi estiró su cuello color jade sobre ella y cerró los ojos. — Yo te cuidaré, mamá, — murmuró. Bentén sonrió y se durmió con un suspiro.

Los ruidos despertaron a Bentén sobresaltada. Levantó la cabeza, y vio la de Lossar recortada contra la luz. — Están aquí, — dijo él en voz baja. — Tan rápido... — ella frunció el ceño. — Te está rastreando. Puedo olerlo desde aquí... — ¿Nos verá? — No. Pero... puede sitiarnos. No puedo protegerte, mi Reina, pero puedo darte tiempo... Lossar se levantó. Aleena se había despertado y de pronto empezó a llorar. Bentén la abrazó. — No lo hagas, — dijo. — No es tu culpa. Una sonrisa amarga cruzó la cara de Lossar. — ¿No lo es? Le dije a los espías donde podían encontrar los símbolos. Sólo fueron incapaces de entrar en los feudos de Mikori y Mohr. Cuando todos los lugares fáciles fueron tomados, me emboscó. Me había prometido devolverme la Corona de mi padre... Si no hubiera sido tan... estúpido. Bentén había calmado a Aleena. Yi los escuchaba sin perderse palabra. — Tú y él tienen la misma clase de fuego, Lossar. Ambición, no estupidez. No es malo, si lo controlas... Te necesito de nuestro lado. Mi padre te necesita. Harías un mal rey, lo lamento, pero eres un excelente general...

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— No puedo protegerte, Bentén. —Le mostró sus garras, que había estado ocultando todo el tiempo. Habían sido arrancadas, golpeadas y reducidas casi a muñones. — No necesito un protector. Salva a mis niños, llévaselos a mi padre... Yo iré y me rendiré. Me llevará de nuevo al Castillo, y tú... — ¡No! Papá te matará. Lo conozco. — Bentén miró a Yi con sorpresa. Ella también conocía a Kuo, y sabía que esa era la reacción más probable de su parte. Pero no había esperado que Yi se diese cuenta de ello. Aleena empezó a llorar otra vez, aferrándose a ella con desesperación. — Sh... No tengas miedo, mi cielo... Estarás a salvo, — murmuró. No se dio cuenta de la mirada de inteligencia que Yi y Lossar intercambiaron. Pero lo vio saliéndose del círculo. — ¡Yi! — Su aullido fue ahogado por la rápida mano de Lossar sobre su boca. — Estará a salvo, — siseó. — No... Mi hijo... — sollozó Bentén forcejeando. — Mamá, por favor... Nos encontrarán a todos, — suplicó Aleena. — ¡Yi! — Lo siento, — susurró Aleena, clavándole las garras en el cuello. — Yi... Y con esa última exhalación, quedó paralizada. Lossar miró a Aleena con nuevo respeto. — ¿Cómo...? — Garras envenenadas. Herencia de mi padre... Lo siento mamá. Yi estará bien. Ama a su padre... y su padre a él. Los ojos de Bentén relampaguearon su furia impotente y su desesperación.

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— Miren. Escuchen... — dijo Lossar. Yi había arrastrado silencioso a través de los arbustos y había llamado desde otro grupo de árboles. Salió a la luz rengueando en forma humana. En un remolino azul y negro, Kuo aterrizó frente a su hijo. — ¿Dónde está ella? — preguntó, sacudiéndolo por el hombro. — Está loca, padre. Fue hacia el sur... No pude seguirla. Dijo que volvería por mí, pero me escapé... no quiero ir con ella... — dijo hipando y sollozando. Kuo lo miró, sosteniendo su mentón para mirarlo a los ojos. El silencio se hizo pesado. Okho, el Mensajero había posado cerca de ellos, a una discreta distancia. — Ven, chico. Te llevaré a casa, — dijo la voz de Kuo. El batir de alas ahogó el gemido de Bentén.

Un día y una noche habían pasado, y Bentén todavía temblaba bajo los efectos del veneno. — Debemos salir de aquí, — dijo Lossar a Aleena. — Lo sé. Pero no puedo curarla... Ella no quiere... — Aleena la miró con lágrimas en los ojos. — Ella es testaruda. No es que no te ame. Es sólo que no puede soportar haber perdido a su hijo. Cuando nos perdone, se pondrá bien... Aleena se volvió para verla, y ella volvió la cara. — Yi le dijo a mi padre que fuimos hacia el sur. ¿Qué hay en el norte? — preguntó. Lossar la miró. Ella era una chica inteligente, sin duda. — El reino de Rusk. La Ciudad de Hielo, en la Tierra Helada. Pero tienes que cruzar el mar y llegar a las tierras más allá... — Entonces ¿tenemos que conseguir un bote? — preguntó ella a medias.

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Por esa razón partieron hacia el puerto más cercano.

El bote se mecía suavemente sobre las olas. Ella reexaminó por centésima vez cómo había llegado a esta situación. Primero, este primo Lossar... De alguna manera, había puesto a su padre sobre la pista de la verdadera identidad de su madre. Bentén, Reina de los Ryujin, Señora de todos los reinos libres de los Dragones. Su padre había atacado a su madre y ella había tenido que huir. Ella los llevó a ella y a su hermano consigo. Su padre los había encontrado, y Yi lo había distraído. Al principio, Aleena pensó que volvería, pero no lo hizo. Amaba a su padre... Y su padre a él. Por dos días ella esperó, pero a medida que se alejaban del lugar donde lo habían dejado, ella perdió toda esperanza de volver a verlo. Habían encontrado una población de humanos, y se disfrazaron como humanos. ¿Cómo podía el Tirano permitir un poblado de humanos en sus tierras? Preguntando a uno y a otro, se dieron cuenta que la villa era reciente, habían llegado hacía unos cincuenta años solamente. Era mucho tiempo para la gente de allí, pero apenas un abrir y cerrar de ojos para los dragones. Compraron un bote, y desde los muelles, Aleena lanzó el hechizo para protegerlos. La gente creyó que los saludaba, y la despidieron deseándole buena suerte. ¡Buena suerte! De verdad que la necesitaban. Lossar no era marinero, y su madre no se había recuperado todavía. Se estaba tomando mucho tiempo para hacerlo. Así que tomó una decisión. Lo hizo cuando Lossar estaba dormido sobre el timón. Había percibido la intensa pasión de Lossar y su incontrolable deseo de poder. Lo rodeaba como un aura. Y no quería que la vista de la Joya las privara de la única ayuda con la que contaban.

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Sacó el collar de su madre y la Joya de Fuego en él. La sostuvo en alto. La luz brilló blanca e intensa en señal de reconocimiento. Sangre real, aunque no fuera Reina. — Por favor, Joya de Luz... muéstranos el camino, o tráenos ayuda... — pidió con todo el corazón. Hubo un relámpago. No, un chisporroteo. Millones de chispas salieron de la nada, como si las estrellas estuvieran bailando a su alrededor. Y formaron un camino de luces. Una mujer bajó las escaleras. Aleena la miró asombrada. Era hermosa. Cabello largo y negro, dulces ojos oscuros y una sonrisa amable. Se presentó como Mikori, Reina de los Vientos. Ella habló con una voz suave como la brisa. Aleena apenas entendía lo que veía. La mujer rozó apenas la vela del barco, y la tela cambió en seda púrpura que se hinchó al viento. Tocó el mástil y la madera de la borda, y la nave se transformó en nácar y perlas. Un bote plateado que despedía un suave resplandor al deslizarse sobre las aguas. Se llevó a Lossar con ella, y le dijo a Aleena que no se preocupara. Todo saldría bien. Lossar sería restaurado, y ellas... seguirían su camino, dondequiera que condujese. Todo saldría bien, repitió con suavidad. Apoyó una mano suave sobre su cabeza, y Aleena se sintió soñolienta. Se durmió con la imagen de esa mujer todavía en los ojos.

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Parte tres. La Hechicera. Capítulo 15. Kiyomori.

— ¿Qué es eso? — preguntó súbitamente el Capitán del barco. — No lo sé, — dijo el contramaestre. Los dos miraron el blanco bote de nácar acercándose, ligero y luminoso, flotando a la deriva a pesar de las olas y la brisa en su vela de satén escarlata. La misma brisa se había detenido. Los hombres dejaron los remos. Había una extraña calma todo alrededor, una calma y un silencio que presagiaban cosas extraordinarias. El bote se detuvo junto al barco. Kiyomori, el Capitán se asomó sobre la borda. El bote parecía hecho de conchas marinas y tenía el brillo nacarado de las perlas. Era una joya más que una embarcación. El transporte de una Reina... o de una Diosa. Dos figuras yacían envueltas en la misma manta harapienta, aparentemente desmayadas, o... muertas. El bote se detuvo junto al barco, blanco, misterioso. Un silencio súbito había inundado la gran embarcación. Una expectativa casi mágica. Kiyomori no dudó. Saltó sobre el pequeño bote. Oyó las voces de sus hombres, gritándole que no lo hiciera, pero no pudo contenerse. Era como si sus sentidos hubieran sido bloqueados por un hechizo. Avanzó hacia las figuras y las descubrió. La primera era una chica. Pestañeó sorprendida. — ¿Cómo te llamas? — preguntó con suavidad. La chica abrió la boca, pero no dijo nada. Retrocedió asustada hacia la segunda figura. Kiyomori avanzó y la descubrió. El aire se escapó de sus pulmones y por un momento no pudo decir nada. La segunda figura era una mujer. Una mujer tan hermosa que quedó mudo por el momento. Estaba desmayada, y no se atrevió a tocarla. No podía

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sacarle los ojos de encima. Fue el griterío lo que le hizo volver en sí. El bote se estaba desvaneciendo, y él sintió que el agua le mojaba los pies. Miró alrededor confundido. Entonces levantó a la chica y la entregó a las varias manos extendidas hacia ellos. La chica fue izada y puesta a salvo justo a tiempo. El bote se había desvanecido, y la hermosa mujer se hundía sin remedio. Todavía estaba sin sentido. Kiyomori se zambulló y nadó tras ella. Debía ser un truco de las algas o la sal en sus ojos, porque hubiera podido jurar que la forma de mujer cambiaba bajo las aguas, como si se transformase en otra cosa. No prestó atención, ni siquiera a las sombras como serpientes que huían y se ocultaban en las profundidades verdes. Una, dos, tres brazadas y la alcanzó. Parecía no respirar. Nadó desesperadamente hacia arriba y su cabeza rompió la superficie líquida. Todavía arrastraba a la mujer con él. Los hombres les echaron una cuerda y los trajeron de vuelta a la embarcación. La chica corrió hacia la mujer, soltándose de las manos que trataban de retenerla. Murmuró algo y la abrazó. Kiyomori las miró en silencio, y lo mismo hizo la tripulación. Vieron a la chica frotando las sienes y muñecas de la mujer, y soplar en su cara. No vieron el fuego, pero Kiyomori podría haber jurado que él sí lo había visto. De todas maneras, la mujer se movió, pestañeó y abrió los ojos. Su expresión fue de terror. Abrazó a la niña contra ella, protegiéndola, miró a la tripulación con ojos llenos de fuego. Kiyomori avanzó un paso. — Mi Señora, mi nombre es Kiyomori, gobernador de esta Provincia, y Capitán de esta nave. ¿Quién eres? Bentén se limitó a mirarlo, y apretó a Aleena contra su cuerpo.

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— Mamá... — susurró Aleena. Kiyomori se volvió hacia ella. — ¿Cuál es tu nombre? — Aleena. — Su acento sonaba extraño en los oídos de los hombres. — ¿Y el de tu madre? Aleena se volvió a medias. ¿Qué nombre debía decir? ¿A quién buscaba su padre? ¿A Myo o a Bentén? — Bentén — dijo finalmente. Bentén se estremeció clara y visiblemente. — ¿Son extranjeras? — interrumpió el contramaestre. — Ella está... enferma. Tenemos... tenemos que cruzar este estrecho y llegar a las tierras de más allá... — murmuró Aleena. Kiyomori asintió. Su penetrante mirada había adivinado que huían de alguien. Pero el bote mágico... Había un sinnúmero de preguntas que le hubiera gustado hacer, pero quizá no frente a sus hombres. — Muy bien, señoras. Debemos cruzar estas aguas de todas maneras, y ustedes deberán venir con nosotros. Su bote... se hundió. Los hombres asintieron. La desaparición era demasiado increíble como para ser recordada. Preferían pensar en un naufragio natural. — Pueden permanecer en mi camarote, — dijo Kiyomori. — Nadie las molestará allí. Le indicó a uno de los marineros que condujera a las damas a sus propias habitaciones, y él permaneció en la cubierta, mirando pensativamente el horizonte.

El tiempo había sido increíblemente apacible desde que estas mujeres habían llegado a bordo. Kiyomori observaba a la niña en la proa, riéndose al mirar la espuma de las olas. De vez en cuando, levantaba la mano y saludaba a las gaviotas, y se volvía

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para sonreírle a su madre. La madre no había hablado aún. Se limitaba a agradecer por las comidas con una inclinación de cabeza, y vigilaba celosamente sobre su hija. Kiyomori no había visto la más leve sombra de una sonrisa en ese hermoso rostro, curvando esos labios de miel, tiñendo de rosa esas mejillas pálidas como la luna. Miraba a esa mujer, y ella todavía le quitaba el aliento cada vez que la veía sobre la cubierta. Este viaje parecía haberse vuelto mágico, pensaba a veces. Había esperado poder hablar con esta mujer, Bentén, pero ella no había permitido que nadie entrara al camarote, ahora su dominio. Los hombres le echaban miradas fugaces, casi temerosos de su figura de mármol y su belleza distante. Ella no les había hablado. A veces, por la noche, Kiyomori había oído una suave voz de mujer respondiendo a la de la chica en un susurro. Había escuchado a la chica cantando y tarareando en voz alta, tarde por las noches, hablando en un lenguaje extranjero. Había permanecido afuera, indeciso acerca de si debía interrumpir e interrogar a la mujer. ¿De quién estaban huyendo? Ahora vio a la chica enderezarse y mirar hacia el este con el ceño fruncido. Miró a la mujer y percibió su tensión. Pero la chica se relajó. Sonrió y volvió al lado de su madre. Kiyomori las oyó susurrar y las vio entrar en sus habitaciones. Subió a la cubierta principal y escrutó el horizonte. Una lejana y débil niebla lo empañaba, pero eso no podía significar más que lluvia para mañana o algo así. ¿Qué podía haber visto la chica?, se preguntó. Pero dejó las preguntas para la semana entrante. Cuando llegaran a puerto, y él retomara sus tareas como Señor de la Provincia, la mujer y la chica estarían obligadas a responder a sus preguntas. Era sólo cuestión de tiempo.

— Aleena, — Kiyomori llamó. La chica había salido del camarote principal media hora más tarde. Se volvió hacia él con una sonrisa cortés y se inclinó, respetuosa. — Señor...

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— Capitán es mejor por el momento. ¿Puedo preguntarte algo? La encantadora sonrisa apareció otra vez. Asintió. — ¿Por qué tu madre no habla? ¿Es muda? — preguntó en tono confidencial. Aleena casi soltó una risita franca. — No. Ella... ella está enferma, ya te lo dije. Pero se repondrá. — Miró alrededor, buscando una salida. Kiyomori volvió a preguntar. — ¿Qué tiene? Aleena lo miró con ojos redondos, sorprendida. — ¿Qué? Eh... Está... molesta porque perdimos a mi hermano. Él se quedó atrás para protegernos... Mi madre no me ha perdonado por retenerla cuando él salió de nuestro escondite... Aleena parecía nerviosa. Obviamente estaba hablando más de la cuenta. — ¿De quién huían? — preguntó Kiyomori directamente. Aleena lo miró a los ojos. Un humano de cuarenta, fuerte y poderoso entre su gente. Era un chico, casi un bebé para las cuentas de los Ryujin, pero ella lo percibía como un hombre completo. — Mi padre, — dijo. — El Tirano. Kiyomori la miró sin comprender. La expresión en la cara de la chica había cambiado, y de repente pareció mucho mayor de diez años. La chica aprovechó su momento de duda y se volvió para irse. Él no agregó nada. Tenía muchas cosas que considerar. Huir de un marido, más que eso de un Tirano, un Rey, era una grave felonía. Podía significar la muerte para cualquiera que ayudase a las fugitivas. Pero... el bote de conchas marinas y perlas desvaneciéndose en las aguas... No eran mujeres comunes. Por lo tanto, quizá tampoco fuera un Tirano común. Kiyomori miró a la chica pasando entre los remeros. Se detuvo junto a Akhu. Él tenía desde hacía mucho una fea herida en el

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hombro, que nunca habían podido sanar. La chica miró la costra por un instante y posó la mano en el hombro del hombre. Kiyomori vio que Akhu se estremecía y miraba sobresaltado a la chica. Luego ella siguió hasta su lugar favorito en la proa. Sus risas llenaron la embarcación inmediatamente. Kiyomori se acercó a Akhu. Su hombro estaba limpio. — ¿Qué te dijo? — preguntó Kiyomori. — Nada, Capitán. Sólo sonrió y yo sentí como si un fuego se me metiera en el hombro... — Se miraron el uno al otro y la misma idea apareció en sus mentes. La chica era una hechicera.

Era de noche. El barco se sacudía violentamente con las olas. Los golpes en la puerta no esperaron respuesta, y Kiyomori entró en el camarote de las damas. Ellas estaban ya vestidas. — Lo siento, deben ponerse a salvo. La tormenta es terrible... — dijo. Bentén lo miró. Y él escuchó su voz por primera vez. — No te preocupes. Yo lo solucionaré, — dijo. Ella se levantó y se dirigió a la proa, al lugar que usualmente ocupaba Aleena. Kiyomori la siguió. — Señora... ¡Las olas! ¡Te arrastrarán! Pero mientras que él tenía que gritar a toda voz para hacerse oír y sostenerse de las cuerdas para no ser barrido por las olas, ella caminaba tan fácil y libremente como si el barco estuviese amarrado en el muelle. Caminó, casi flotando y se paró, alta y hermosa en la proa del barco. Levantó la mano y pronunció una invocación. Las palabras quedaron grabadas en la mente de Kiyomori, tan claras y poderosas como Bentén las había pronunciado, aunque nunca las pudo repetir en voz alta después de ese

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día. Un centelleo blanco y verde fue la respuesta, y en la mano levantada de Bentén Kiyomori vio un Cetro. Bentén habló otra vez, en ese desconocido lenguaje, y chispas de luz aparecieron sobre el mar, señalando y abriendo un camino. Algo, gigantesco, enorme, fantástico, venía por ese camino. Un dragón amarillo verdoso, saliendo de las aguas, y aleteando se posó sobre cubierta. En un pestañeo se había transformado en una mujer que se arrodilló ante Bentén. Más chispas habían formado un sendero hacia las nubes, y también de allí otra forma enorme y maravillosa se acercaba. De hecho eran dos formas. Un dragón blanco plateado, y uno verde azulado. Aletearon un momento, y al igual que el otro, se posaron sobre la cubierta y se transformaron en una pareja: un hombre con corona, y una mujer vestida de blanco brillante. También se inclinaron ante Bentén. — Mi Reina... — dijo el hombre. Bentén apoyó la mano sobre su hombro. — Las necesito, hermanas... y a ti, sobrino. Viene tras de mí, y necesito que cubran mi rastro y luchen con él... — dijo. — Melori, Reina del Feudo Submarino, llevarás esta nave y nos ocultarás... Mikori, Reina de los Vientos, tú enviarás a tus sirvientes sobre ellos para enlentecerlos... Y Lossar, hijo de Missar, Señor de la Tormenta y del Trueno... Soplarás esta tormenta encima de ellos para hacerlos retroceder... Bentén miró a cada uno, y ellos se transformaron de nuevo en dragones. — No lastimen a mi hijo, por favor... — agregó ella débilmente. Pero los dragones ya habían volado lejos. El dragón verde amarillo se había quedado cerca. Voló en círculos alrededor del barco y lo hundió envuelto en una burbuja bajo las aguas turbulentas. Kiyomori vio aterrorizado cómo las aguas se cerraban sobre su cabeza, y él y su tripulación eran conducidos hacia las profundidades del mar. Perdió la noción del tiempo y del lugar.

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*** El mar estaba calmo como un plato. El sol se reflejaba en las aguas a medida que se acercaban a la isla. No había conversaciones en el barco. Aleena ya no se reía jugando con la espuma y las gaviotas. Tres días habían pasado en silencio a bordo, y los recuerdos confusos del tiempo que habían pasado bajo el mar mantenía a los marineros silenciosos y desconfiados. La isla se acercaba más y más. — ¿Es ésa? — preguntó Bentén a Kiyomori. — Sí, mi Señora. Allí estarán a salvo. Él era el único capaz de hablar. Y suficientemente osado como para hacerlo. La tripulación no la había visto como Reina de los Dragones, pero él sí. Su memoria no había sido tocada. Él había visto la provincia de Melori y todavía estaba asombrado de su belleza y armonía. Cerrando los ojos, podía ver todavía el magnífico palacio, sus salones, sus luces tenues y sombras verdosas, sus columnas de madreperla, su trono de perlas y nácar, puertas de concha, sus corrientes sinuosas y sus algas vacilantes... Sólo tenía que cerrar los ojos para estar ahí de nuevo, nadando y flotando de la mano de Bentén. La isla estaba ya al alcance. Había prometido a la Reina que la dejaría en un lugar seguro. Y recordó la isla. Así que puso proa al noroeste, hacia la isla donde el sol poniente ardía rojo y los amaneceres eran de fuego. Desde hacía mucho tiempo los hombres la llamaban la Isla del Fuego, y pensó que sería el lugar más apropiado para la Señora. Ordenó que bajaran el bote. Bentén y Aleena bajaron con él. Remó él mismo hacia la playa dorada. Era casi el atardecer y ya la penumbra cubría la playa cuando desembarcaron. Los árboles del bosque crecían casi hasta el mismo borde del agua. Un grupo de ciervos se les acercaron sin miedo. Bentén los miró un momento con una

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sonrisa. Luego tomó la mano de Aleena. Miró hacia las colinas donde el sol se había ocultado y dijo suavemente. — Gracias, mi Señor. Kiyomori la miró, pero ella ya no estaba allí. Dos nuevos ciervos, uno de ellos rojizo como el vestido de Bentén y el otro color miel, como el de Aleena, trotaban hacia el resto del grupo. Se desvanecieron entre los árboles. Kiyomori suspiró. — Adiós mi Reina — dijo en un susurro. Y, dando la vuelta, regresó a su barco.

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Capítulo 16. El Templo que se Inunda.

La vida en la isla de Miya-shima había sido pacífica. Aleena pasaba sus días jugando en la playa o corriendo salvaje con los ciervos en el bosque. Su madre le enseñaba la antigua magia de los Ryujin, pero no le permitía transformarse en dragón. — Tu padre podría olfatearnos... Aún cuando Lossar y Mikori lo hayan derrotado... — Ella nunca terminaba esa frase. Aleena sabía que todavía temía a Kuo. Su última noche como dragón había sido aterradora. Su madre no hablaba de eso, pero Aleena lo sabía bien. Ella había visto a los hombres (humanos) alcanzando la playa dos años atrás y descargar materiales. No se lo había dicho a Bentén. Ella habría conjurado una tormenta para expulsarlos. Ella prefería la isla vacía, reconfortantemente desierta, y vivir en el secreto de los bosques. Pero Aleena deseaba compañía. Aún compañía humana, eso era mejor que nada en absoluto. Así que había ocultado a los humanos y sus actividades de Bentén. Al principio había pensado que pretendían construir una villa. Pero no encajaba. Los materiales... maderas blancas y rojas, mármol rojo y verde, tallado para simular algas y corales, nácar, perlas, hermosas esculturas y delicadísimos ornamentos, todos estaban destinados a un único edificio. Parecía un palacio, construido sobre la misma orilla del mar. Y un día, vio al arquitecto. Kiyomori. El viejo amigo, el Capitán, más viejo ahora, luciendo algo más canoso, pero con el mismo porte de siempre. Se le acercó con forma de ciervo, y lamió sal de su mano. Él la miró frunciendo ligeramente el ceño y luego le acarició el cuello. — No le digas a tu madre hasta que haya terminado... — susurró y Aleena huyó.

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Pero lo había hecho. Por más de un año más ella había ocultado las actividades humanas en la isla. Siempre que Bentén miraba hacia la orilla ella la llevaba a dar un buen paseo, o una larga caminata por los bosques que cubrían las colinas. Hasta una noche... Una dulce noche de verano cubría de azul los bosques. El aire olía a flores, y las estrellas brillaban arriba, en el cielo. Aleena había ido a volar en la orilla opuesta, entre las rocas y precipicios. Siempre lo hacía en primavera o verano. Se transformaba en águila y volaba enloquecida de uno a otro lado, jugando con el viento. A veces Bentén pensaba que debería permitirle que tomara forma de dragón, pero... nunca se atrevía. Kuo no estaba suficientemente lejos. Podía oler su odio desde aquí. Y haber perdido a Yi, aunque necesario, había sido demasiado para ella. No podía soportar perder a Aleena. Así, año tras año, había pospuesto la decisión, y continuaron de la misma manera, y una docena había pasado antes de que se diera cuenta. Ahora miró hacia la orilla y vio luces que se desvanecían en la orilla. Un bote regresando a un barco, iluminado como si una nube de estrellas hubiera descendido al mar. Un enjambre de Ryo-To... Se transformó en un ciervo rojo, y bajó ágilmente por la pendiente, apresurándose hacia la playa. Hombres... Sólo Kiyomori había retenido el recuerdo de este lugar. Ella había cedido a su ruego, y en un momento de debilidad había creído en su palabra. Pero el resto de sus hombres deberían haber olvidado todo lo que habían presenciado. La terrible batalla y la magnífica ciudad submarina de Melori. Y Kiyomori había prometido no decir nada a nadie, y no regresar jamás. Había prometido mantener el secreto y protegerlas, a ella y a Aleena, por tanto tiempo como su familia perdurase. Era un corto tiempo, porque los humanos vivían tan poco. Quizá él pensó que ellas habían muerto. O quizá otro grupo de hombres había encontrado el camino hacia la isla a pesar de los hechizos que ella se había cuidado de poner.

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La playa estaba desierta cuando ella llegó. Escuchando con toda su atención sólo pudo oír el viento y el mar. Avanzó con cautela. El edificio, un templo, se levantaba alto y majestuoso ante sus ojos. Lo rodeó olfateando desconfiada. Sentía los aromas de las distintas maderas, y el perfume salado del océano, y un perfume suave y dulce, como incienso. No había olor a humanos. Las olas lamían los escalones de la entrada. El patio frontal estaba ya inundado, y las puertas abiertas. La brisa la empujó un poco para que entrara en ese lugar, y ella dio su primer paso adentro junto con la primera ola. La espuma se enredó en sus cascos de ciervo. Entró cautelosamente, escuchando al mar tras ella, pronta para huir tan pronto como oyera cerrarse las puertas a su espalda. Caminó tensa hasta el centro del salón. Y entonces, lámparas flotantes, velas encendidas en pequeños botes se desprendieron de las paredes e iluminaron el lugar, mientras la suave música de la vina llenaba el aire. Ella conocía esa canción. La sorpresa la hizo tomar forma humana. Miró alrededor con asombro. Este templo era una copia del Palacio Real de Melori, con verdes algas talladas en mármol alrededor de las columnas, el reflejo del agua atrapado en las pulidas superficies, el suave toque de las olas acariciando sus pies con cada embate de la marea. Se volvió en redondo, suspirando y sonriendo a cada detalle Y alguien encendió las antorchas junto al trono. — Mi Señor Kiyomori, — dijo al verlo. — Mi Reina. — Como siempre, le faltaron las palabras. Doce años habían pasado, y ella tenía la misma asombrosa belleza que él había visto cuando la encontró desmayada en el bote, una náufraga sin esperanza. Ella sonrió. Él intentó encender las antorchas para iluminar el salón, pero ella lo detuvo, posando una mano tibia sobre su brazo.

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— No. Esto requiere de otra clase de fuego... — dijo. Y él presenció otra vez la extraña danza y la antigua invocación, y cuando ella levantó la mano, el aire se llenó de chispas de fuego, los Ryo-To, verdaderas Linternas de Dragón, flotando en el aire y en el agua. Se posaron sobre las antorchas y las lámparas flotantes, y el imperecedero fuego empezó a iluminar el templo. — Chispas de Dragón, — dijo Bentén. — ¡Muestren el poder de mi gente! Y las Chispas brillaron en diferentes colores, reflejando la luz en las móviles aguas, dándole al lugar un aspecto magnífico y mágico bajo la noche que se asomaba.

— ¿Por qué regresaste, mi Señor? Habían pasado tres o cuatro horas, y estaban en la cabaña de Bentén. Kiyomori estiró las piernas debajo de la mesa y la miró. — Estoy muriendo, mi Señora. Y no quería dejar este mundo sin verte una vez más. — ¿Muriendo, mi Señor? Sé que los humanos viven pocos años. Ustedes son ancianos mientras que nosotros somos todavía niños... pero... No eres lo suficientemente viejo. Kiyomori suspiró. — Es extraño... Pensé en esto miles de veces. Miles de veces imaginando cómo te diría esto, mi Reina... Y ahora, no sé qué decir... — Él había estado mirándose las manos, que tenía juntas sobre la mesa. Bentén apoyó las suyas sobre las de él. — Mi Señor Kiyomori, nos salvaste a mi hija y a mí, y nos protegiste manteniendo esta isla en secreto. No te negaré nada que me pidas, aún cuando trajiste hombres a este lugar a pesar de mi pedido.

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— No regresarán. Retuve el mapa y la brújula, y ellos son gente leal que juró mantener el secreto... Los necesitaba para construir tu Templo... Es un regalo para ti. Bentén sonrió e inclinó la cabeza. —No era necesario... — dijo. — ¿No lo era? Tu nombre es desconocido en todas las playas que visité. Tu gente es menos que un recuerdo en cada país que he visitado... — Pero conocen a Ryo-Kuo, — dijo ella. — No. Ellos temen a la Tormenta de Fuego, y no saben quién la trae. Mi gente sufre, y si él lo decide, no sobreviviremos... — Busca un sucesor que pelee a tu lado. Kiyomori se levantó. — No necesito esconderme tras un heredero. Pero mi gente está muriendo, son cazados y exterminados por un enemigo que no son capaces de afrontar. Bentén lo miró caminar nerviosamente de un lado a otro de la habitación. Se detuvo de repente y la miró. Ella se acercó y él cayó a sus pies. — Lo siento mi Señora, mi Reina. Esa no es la razón de mi presencia aquí. Vine para verte una vez más antes de morir. Llevaré tu imagen en mi mente, y mientras realizo mi última visita a mi Provincia, construiré templos para ti en cada playa en la que desembarque. Tú guardarás a mi gente del Tirano que nos acosa con tormentas de fuego desde el cielo. — ¿Por qué dices que estás muriendo, mi Señor? — preguntó ella. Este hombre... Este hombre era un mortal, pero tenía un fuego en su alma que ella no podía resistir. — El próximo mes penetraremos en el Mar de las Tormentas, E-no-shima, mi vieja tripulación y yo. Buscaremos al demonio que causa las tormentas y lo mataremos

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si es posible. Sólo yo sé que él es tu Tirano, y que esta hazaña significará la muerte para todos nosotros. Bentén se había levantado, y él la abrazó por la cintura. Ella cerró los ojos. — ¿Por qué lo haces entonces? — preguntó. — Porque no puedo, no quiero vivir separado de ti. Bentén miró a Kiyomori. No supo cómo había pasado. Sus caras se aproximaron, y súbitamente, mágicamente, ella saboreó todo el sagrado fuego de una pasión humana. Cayó en sus brazos y se rindió.

La mañana era brillante y el sol lucía en todas las ventanas. Kiyomori salió de la cabaña se topó con Aleena. La chica, en forma humana, le sonrió. — Pareces cansado... — dijo. Kiyomori sonrió no sabiendo qué decir. Ella continuó. — Mamá fue por el desayuno. Puedes ir a buscar agua, nuestras reservas están escasas. Así diciendo, le colgó un balde de cada mano y lo empujó hacia la parte de atrás de la cabaña, donde una pequeña cascada se transformaba en un pequeño hilo de agua. Todavía pestañeando, Kiyomori llenó los baldes y regresó a la casa. — ¡Mi Señor! — fue la escandalizada exclamación de Bentén. — Aleena, ¿¡cómo pudiste!? Ella se apresuró hacia él, pero él no le permitió cargar los baldes. — Mi Señora, soy un soldado. Soy perfectamente capaz de hacer esto, y de muchas otras cosas para sobrevivir también, — dijo él.

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— ¿Y cocinar? — interrumpió Aleena, entusiasta. — ¿Puedes hacerlo mejor que mamá? ¡Por favor! Hace ciento cuatro años que no tenemos algo decente para almorzar... — ¡Aleena! — Bentén enrojeció. Pero Kiyomori se rió. — ¿Ciento cuatro? ¿Es esa tu edad? Temo preguntar la de tu madre... — Casi seiscientos, — dijo Bentén con brusquedad. — Somos longevos. — Ya lo veo... Bien, soy el niño aquí. Cuarenta y dos. Así que tendrán que mimarme, — dijo de buen humor. Bentén se rió. Y Aleena sonrió. Nunca había oído a su madre reírse tan libre y feliz. — Está bien, — dijo. — Hoy cocino yo. Mañana, ustedes lo sortean.

Esa noche, Bentén había bajado al iluminado Templo con Kiyomori. Había danzado para él en el desierto salón, bajo la mágica luz de las antorchas y los suaves sones de la vina, envolviéndose en remolinos de voladoras Chispas de Dragón. Lo había hecho sentar en el trono, y cuando la danza terminó, se acercó y se sentó a sus pies, apoyando la cabeza en sus rodillas. Miraron levantarse la luna desde el oscuro mar, y su brillo tiñendo de plata la cresta de las olas; y el Ojo del Dragón, la gran estrella, siguiéndola. — Mi Señor... — susurró ella. — Mi Señora, mi Reina... — Debes ir y cuidar de tu gente, — dijo ella con calma. — Pero cada vez que la luna brille en este color... cada vez que el Ojo del Dragón brille a su lado como hoy, encontrarás el camino para regresar aquí. Nadie más lo hará... Kiyomori no dijo nada. Sabía que no podía permanecer a su lado sin ser consumido. Su fuego era demasiado poderoso.

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— En cuanto a tu misión, — Bentén se levantó. — Te proveeré de ayuda. Él se levantó. Algo se movía bajo las aguas. Algo que brotó frente a Bentén, y Kiyomori volvió a ver a la mujer de verde claro que había visto una vez en la cubierta de su barco. — Melori, mi hermana... — saludó Bentén. Melori hizo una profunda reverencia, pero luego miró alrededor y sonrió. Dijo algo que hizo sonreír a Bentén. — Este mortal lo diseñó... para que los otros no olvidasen. Melori, Reina del Feudo Submarino... Quiero que tus sirvientes cuiden de su flota. Ninguna de sus naves debe hundirse, ninguno de sus marineros debe ahogarse... Él luchará junto a nosotros contra el Tirano. Melori hizo una reverencia, y retiró un cristal que pendía de una cadena de entre sus ropas. La puso alrededor del cuello de Kiyomori. — Esta joya gobierna las mareas. Nunca encallarás, ni serás arrastrado por corrientes contrarias, — dijo. Luego se hizo a un lado. Otra figura se formaba de la nada. Otra mujer, muy parecida a la anterior. Se sonrieron la una a la otra. Y esta nueva mujer también hizo una reverencia a Bentén. — Mi Reina, — dijo con una sonrisa. — Mi hermana, Mikori, Reina de los Vientos. Quiero que tus sirvientes cuiden de este hombre y su flota. Deben encontrar siempre vientos favorables para regresar a puerto... Misión tras misión, él combatirá al Tirano con nosotros... Mikori se inclinó y ella también sacó un cristal de entre sus ropas. También lo colocó en la cadena en el cuello de Kiyomori. — Esta joya comanda los vientos. Serás capaz de navegar tan rápido como si estuvieras volando, o levantar un muro de viento para estorbar el paso de tu enemigo... — dijo. Luego se hizo también a un lado, frente a Melori.

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Una tercera cosa venía de las aguas, centelleando con la luz de la luna. Un puñado de luces, como luciérnagas gigantes, que formaron un camino bajo las aguas, y una tras otra subieron hacia la superficie. Las aguas se separaron, y Kiyomori vio una carroza tirada por serpientes marinas. — Debes irte esta noche, mi Señor... — dijo Bentén. — Pero recuerda: cuando el Ojo del Dragón brille como esta noche, esta misma nave te estará esperando para traerte a mí. Kiyomori se inclinó profundamente, besando su mano, y subió a la carroza sin decir palabra.

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Capítulo 17. La Serpiente Blanca.

Diecisiete años más de guerra habían pasado lentamente. Los chicos corrían con Aleena en el bosque. Bentén los miró un momento con una sonrisa. Diecisiete años... Habían pasado como un suspiro para ella. Pero no para Kiyomori y sus hijos. — ¡Mamá! ¡¿Qué te pasa?! — había preguntado Aleena un día, once años atrás. Bentén había llevado la mano a su vientre. — Estoy embarazada, — dijo con sencillez. — Y ¿Por qué no pones ese huevo? — No es un huevo... Es un bebé humano... nacerá como bebé humano, igual que tú. — Pero yo no soy medio humana, — dijo Aleena. Era la primera vez que se atrevía a tocar el tema. — No. Pero fuiste concebida en forma humana... así que tienes mayor afinidad por esa forma. Cuando tengas tus hijos, algunos de ellos nacerán con forma humana, también... — ¿Y este bebé? — Aleena miró a su madre, tranquilamente frotando su vientre una y otra vez. — Será humano. Quizá adquiera alguno de los poderes de nuestra gente, pero... no lo creo. Vivirá más que otros mortales, tal vez. Aleena no preguntó nada más por el momento. La satisfacción en el rostro de su madre no le permitió preguntar quién criaría a este bebé: ¿ella o su padre? Kiyomori vivía en otra isla, siempre ocupado con la guerra y la sucesión. Estaba más viejo ahora, aunque todavía era fuerte. Pero Bentén ya había pensado en ello.

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Tres años después del nacimiento de Kiyomoto, Bentén dio a luz a una niña, Aliko. Kiyomori estaba complacido. Su única queja era no poder vivir todos juntos. Y los años siguieron pasando. — Crecen tan rápido... — se quejaba Aleena. Bentén se reía. Un chico de once parecía un Ryujin de cien... Kiyomoto y Aleena discutían permanentemente, y a veces rodaban por la colina luchando, y una bocanada de fuego hacía que Bentén corriera afuera para verificar que ninguno estaba herido. Aliko era más tranquila. Se parecía más a Saris, pensaba Bentén. Y el intenso deseo de ver a las mellizas se apoderó de ella. Fue a la parte de atrás de la cabaña. La pequeña cascada estaba allí, con su eterno rumor, blanco plateada y destellando al sol de la mañana. Llenaba un pequeño estanque redondo que se derramaba en una pequeña corriente. Levantó la mano para tomar el Cetro de las Aguas, y tocó la fuente con la joya de su extremo. Una risa llegó, mezclada con el sonido de las aguas, y la cara de Vasti se asomó en la cascada. Bentén tocó el estanque, y Saris también estuvo allí. — Mi Reina... — sonrió Saris. — ¡Hermanitas! — Bueno, bueno. No somos tan pequeñas. Y tú estás más vieja ahora, — empezó Vasti. — ¿Cómo están tus niños? ¿Por qué no llamaste antes? Y tu esposo mortal, ¿dónde está? — Cuando Vasti empezaba, no acababa. Bentén miró a Saris. — Siempre igual, ¿no? — dijo. Vasti se interrumpió. — ¿Igual a qué? ¿Qué estás insinuando, hermana? Podrás ser la Reina, pero si salgo de aquí ya verás... Bentén se rió. — También te extrañé, Vasti. Mi esposo está en camino... lo espero esta noche. Los chicos están crecidos. Los bebés humanos crecen muy rápido. Kiyomoto tiene once,

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y Aliko ocho. Él tiene el aspecto de Aleena. Y Aleena está impaciente por conocer a nuestra gente. — Bien. Avísanos, y la traeremos aquí... si no cambiaste de idea, — dijo Saris. — Nunca entendí porqué insistes en permanecer ahí tan lejos... — agregó Vasti. Bentén sonrió. La misma discusión otra vez. — Porque el Tirano puede olfatearme desde aquí. Mientras permanezca en este lugar no irá tras ustedes... Pero una expresión de duda cruzó las caras de las gemelas. — ¿Qué pasa? — preguntó Bentén. Saris miró al piso, y Vasti hizo una mueca. — La Guerra continúa, contigo o sin ti... Tuvimos un violento ataque en una de nuestras villas, — dijo de mala gana. — ¿Cuál? — El tono había sido el de la Reina. — La Tierra Jardín. Bentén, lo lamento. El Tirano ha estado asaltando nuestras villas una tras otra. Los Señores menores han sido borrados, la mayoría muertos, y algunos se pasaron a su lado. Reunimos a los sobrevivientes, y les dimos refugio. El año pasado, para la Fiesta de la Primavera, fue sobre la Tierra Jardín. Los vigías de Mohr vieron la Tormenta de Fuego incendiando el horizonte y dieron la alarma... Vasti se apartó para permitir que Bentén viera las imágenes en el agua. El horizonte en llamas, y las estrellas que se apagaban a medida que el humo avanzaba sobre el mar. Vio a la gente corriendo, padres transformándose en dragones y tomando a sus hijos entre sus garras para huir desesperados. Mohr se levantó. Popolik, su esposa estaba junto a él. Él levantó el Cetro del Fuego, y una pared de lava se levantó entre ellos y sus enemigos. Bentén vio a Mohr volviéndose a Popolik, y adivinó que le decía que se pusiese a salvo. Ella asintió con sonrisa dulce, y se transformó. Su castaño

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cuerpo de dragón se elevó en el aire, pero Bentén la vio ayudando a la gente. Una y otra vez Mohr le gritó que se fuera. Él también se había transformado, y ahora sólo su largo, enorme, poderoso, hermoso cuerpo de serpiente evitaba que la lava desbordada inundara la isla. Sus escamas se incendiaron. El fuego de la Tierra era más poderoso que el fuego de un Ryujin... Las lágrimas en sus ojos no le permitieron ver el resto. La voz de Saris la trajo de regreso. — Popolik vino a entregar el Cetro a Akunave, su hijastra. Ellas se reconciliaron, creo, pero Popolik se fue la misma noche... — No sabemos dónde está... — dijo Vasti. Pero Bentén miró a Saris. — Tú sí lo sabes, ¿no es verdad, Saris? — Vasti también la miró a Saris. Ella enrojeció un poco y asintió ligeramente. — Fui con Akunave para traer a la gente de regreso. La lava había formado un anillo, una pared separando el lago interior del mar afuera. Encontramos un árbol extraño en la pared de lava... un árbol petrificado, pero le habían brotado flores, flores vivas, como las que Popolik solía usar en su cabello... — Así que fue con él... — susurró Bentén. — Ella se zambulló en la lava para morir con él. La escuché muchas veces decir que no viviría un solo día separada de él... — dijo Saris suavemente. — Así que Mohr está perdido. — Ella cerró los ojos otra vez para apartar las lágrimas. — ¿Qué hay del resto? — Sobrevivimos. Padre ha pensado en mudarnos otra vez. Sarhu le mostró un lugar en el cristal... Bentén asintió. Sarhu, la esposa de Rusk, Señora de la Tierra Helada, tenía un cristal mágico. Ella tenía antigua sabiduría y maravillosos poderes. Bentén conocía muy

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bien ese espejo de hielo. Ella había mirado en él, una vez, cuando era una niña traviesa y orgullosa, y creía que el mundo se doblegaría ante ella. Había visto cosas que no había querido creer entonces, y nunca le había contado a nadie lo que había visto allí. Era demasiado... No. Era un destino que debía combatir. Demasiadas cosas habían pasado que la habían acercado a ese destino, y ella no quería pensar en eso. Estaba a salvo aquí. Todo estaba bien ahora. Volvió su atención al relato de Vasti. — Ella encontró una tierra escondida en la nieve. Rusk dice que puede levantar paredes de hielo alrededor del lugar. Los llama glaciares. Y Akunave... — Akunave dice que puede usar el Cetro de su padre para calentar el corazón de esa tierra y construir jardines en ella... — Lo llaman la Tierra Escondida... — Es una buena idea. El Tirano no los perseguirá tan lejos. Lo distraeré... — dijo Bentén. Saris y Vasti la miraron asustadas. — ¿Qué vas a hacer? — preguntó Saris con cautela. — Combatirlo. El reino de Mikori es seguro, oculto entre las nubes. Y Melori también está cerca, aunque su gente está dispersa bajo los mares. Mis niños irán con su padre. Es tiempo de que crezcan como humanos. Había pensado en ir con ellos, pero... iré con el ejército. — No. No puedes. Lossar está a cargo de eso, — dijo Vasti. — Él lo está haciendo muy bien. No te necesita, — agregó Saris. Bentén las miró un momento. — ¿Por qué no me quieren ahí? — Lossar se está comportando muy extraño... No muestra piedad al enemigo... — Saris dijo con prudencia. — Él fue un prisionero. Es lógico...

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— No, Bentén. Hay algo oscuro en él. Puedo sentirlo, pero él no quiere hablar de eso. Bentén hizo una mueca. Ella sabía lo que era. El terrible fuego de Kuo potenciaba el no menos terrible fuego de Lossar. Habían nacido para la guerra, y no era sólo el salvar a los Ryujin lo que movía a Lossar. Verdaderamente disfrutaba la campaña y la batalla. Y el haber estado prisionero lo volvía más agresivo en su deseo de vengar su afrenta. — Seré cuidadosa. Lossar necesita ayuda. Y mi esposo humano. Dominar la furia del Tirano ha sido muy difícil todos estos años. — Está bien, Reina de los Ryujin. Haz tu voluntad, — dijo Saris con una reverencia. — Nuestra gente seguirá vigilando desde cada arroyo y fuente, — dijo Vasti. Bentén se inclinó y las caras se desvanecieron en las aguas. Mohr estaba muerto. La Guerra continuaba, cada vez peor. Suspiró y se lavó la cara en el claro estanque. Kiyomori no se lo había dicho nunca. Él la quería oculta y a salvo. Había intentado escapar de sus obligaciones en este rincón del mundo, pero sus obligaciones la habían encontrado. Ahora el tiempo de enfrentar al destino había llegado.

La nave mágica se llevaba a los niños. Bentén siguió sacudiendo la mano por largo rato. Habían sido tres días de fiesta, y al fin, Bentén les había dicho a los niños que irían con Kiyomori. Kiyomoto y Aliko quedaron atónitos, y luego empezaron a saltar y a gritar de alegría. Luego, poco a poco, se dieron cuenta que su madre no vendría, y la abrazaron. — ¿Y Aleena? — preguntó Kiyomoto.

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— Aleena vendrá a visitar a la tía Mikori y a la tía Melori... La tía Melori tiene una casa igual a este templo... — dijo Bentén. — ¿No se quedarán aquí? ¿Por qué no podemos estar juntos? — preguntó Aliko. Bentén suspiró. Miró a Kiyomori. Él lo había entendido y aceptado hacía tiempo sin pedir explicaciones, pero los chicos eran diferentes. — Porque ustedes son solo medio humanos. Su padre es humano. Yo no. — ¿Y Aleena? — Ella no es humana. Somos Ryujin. Aliko miró interrogativamente a su madre. — Muéstrame, — pidió. Kiyomori se movió incómodo. — No. Mejor no... — empezó. Él nunca se había enfrentado a la forma dragón de su esposa. No estaba seguro de si quería hacerlo. Pero Bentén sonrió. — Está bien. Verás el cuerpo en el cual nací cuando dejen de ver esta tierra. Entonces, desde el barco, miren hacia aquí y me verán elevándome y volando alrededor de la isla. Aleena volará conmigo. Aleena la miró sorprendida. — ¿Me permitirás...? — Bentén pasó un brazo sobre los hombros de ella. — La vieja Guerra continúa, y el tiempo de ocultarse ha pasado, mi niña... — dijo suavemente. — Iremos a la Ciudad del Aire, a la tierra de Mikori primero. Veré a Lossar y planearemos nuestro próximo movimiento. Kiyomori le sostuvo la mano. — ¿Estás segura de esto? Ella asintió con una sonrisa, pero sus ojos estaban llenos de fuego cuando dijo: — Sí, mi Señor. Estoy segura.

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Y los años de la Guerra continuaron. Esta Guerra parecía interminable. Esta Guerra parecía ser la Maldición de los Ryujin. Cuarenta años más, acampando aquí y allá, persiguiendo al enemigo en sus islas, ampliando su dominio, desafiando al Tirano a presentar batalla cuando no estaba listo, golpeando una y otra vez... siempre distrayéndolo de los campesinos que huían, ya fuesen de una u otra especie. Los humanos lo llamaban el Círculo de Fuego. Las batallas parecían volcanes y terremotos. Kiyomori tenía noventa y nueve años para este momento. Estaba envejecido, y la guerra y las penurias lo habían extenuado. Bentén había permanecido junto a él los últimos veinte años, casi permanentemente. Su fuego lo había mantenido fuerte y con vida. Pero el tiempo no se podía detener... y el suyo llegaba a su fin. Bentén alcanzó la playa desde el mar. Había pasado la última semana en el palacio de Melori. Había ido allí para encontrarse con sus padres. La reunión había sido más emotiva de lo que ella había esperado. De alguna manera sabía que no los vería de nuevo. Y la semana pasó sin que ella se diera cuenta de ello. Un Ryo-To trajo la noticia. El fuego en el Templo que se Inunda se desvanecía: Kiyomori estaba muriendo. Bentén se apresuró a su lado. Yacía en el Templo. Sólo sus hijos estaban junto a él, la isla estaba prohibida a todos los demás. Bentén salió del mar junto con la marea, y entró en el Templo con las primeras olas. Los niños — un hombre y una mujer, ya no más sus bebés — se volvieron hacia ella. Ella no dijo nada. Pasó por el salón oscurecido y fue directamente hasta su esposo. — Mi Señor Kiyomori... — susurró ella, tomándole la mano. — Mi Reina... Siempre tan... hermosa... — dijo él. Sus ojos estaban un poco nublados, y su cabello era completamente blanco ahora. Trató de acariciarle la cara,

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pero se quedó sin fuerzas. Ella le levantó la mano y apoyó la mejilla en ella. Él sonrió. Abrió la boca para decir algo más, y sus labios se movieron un poco. Sólo Bentén leyó en ellos. Y suspiró por última vez. Ella se dobló un momento sobre él, estremeciéndose con los sollozos, abrazándolo. — Mi Señor... mi amor... — susurró con la cara bañada en lágrimas. — No me dejarás... Estarás siempre conmigo, como lo querías. Y se inclinó para besarlo en los labios. Un beso de fuego. Las llamas y el humo blanco se elevaron y cubrieron el cuerpo. Se redujo a cenizas. Aliko ahogó un gemido. Con los años, ella había llegado a aceptar el hecho de que su madre fuera dragón, pero al principio había sido muy difícil. Se había volcado a su padre, y él la había protegido hasta que se casó. Había sido más sencillo para Kiyomoto. Había sido entrenado como soldado y como gobernante. Heredaría (de hecho ya lo había hecho hacía casi veinte años) la Provincia de su padre. Había sido aclamado como Señor veinte años atrás. ¿Qué le quedaba a ella? Y Aleena. Ella heredaría el reino y el linaje de los dragones... vio enderezarse a su madre con la cara surcada de lágrimas. El cadáver de su padre era ahora un puñado de cenizas, y ella sopló suavemente sobre ellas. Las cenizas volaron y se mezclaron con la espuma del mar. — Aliko, hija mía. Tu padre me había pedido hace tiempo que esto fuera pasado a ti. Pero no podía hacerlo antes de su muerte. Estas son las Joyas de Ryujin y Tenyo. Esta controla las mareas, y esta otra, los vientos. Tu misión, desde ahora, y la de tus herederos, será cuidar del bienestar de tu gente, en tanto que tu hermano cuida de su seguridad... Bentén puso el doble collar alrededor del cuello de Aliko. Aliko pestañeó para apartar las lágrimas, avergonzada.

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— Yo creí... Creí que no me querían... — murmuró. Bentén tiró de ella para acercarla y la abrazó fuerte, acariciándole el cabello. — ¿Cómo podría, mi querida? — dijo. — ¿Cómo podría? Bentén la dejó ir luego de un momento. Luego sopló de nuevo las cenizas. Una serpiente blanca (tan blanca como las cenizas) se movió y trepó a su cintura. — Ahora debo pedirles algo, — dijo Bentén. — Los suyos han sido los únicos nacimientos en esta isla, y la del Señor Kiyomori ha sido la única muerte. No quiero ningún otro nacimiento ni ninguna otra muerte aquí... para no perturbar su memoria... Ella se veía tan majestuosa en ese momento; una verdadera Reina. Kiyomoto se arrodilló y besó la mano de su madre. — Como lo desees, mi Señora, — dijo. Aliko también se inclinó. — ¿Puedo traer a mis niños aquí, madre? Bentén asintió. — Abriré este lugar a los humanos. No viviré más aquí. — Miró alrededor con los ojos llenos de lágrimas. Y posó la mirada en la cara de Aliko. — Pero iba a pedirte que me permitieras visitar a mis nietos... Aliko no pudo decir nada. Se tambaleó hacia adelante y abrazó a su madre otra vez.

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Capítulo 18. La Colina Amarilla.

— ¿Sabes qué? No quiero casarme, — le dijo Aleena a su cola. Estaba tomando sol. La primavera era tibia, y la brisa agradable. Movió una garra y dijo: — No necesitas hacerlo... — Luego se desperezó y rodó de lado, patas arriba para dejar que el sol le acariciara el vientre, e hiciera destellar sus escamas ventrales. El aire caliente de su suspiro hizo temblar las siemprevivas. Cerró los ojos. Un siglo había pasado desde que había dejado la Isla del Templo, Miya-shima. Al principio ella y su madre habían ido de un feudo a otro, entrevistando a los Señores. Ella no presenció las reuniones. Su madre había estado muy ocupada con eso. La había dejado sola por largos períodos, pero Aleena entendía que era debido a su decisión de hacerle la Guerra al Tirano — ella no pensaba en él como su padre. Su madre la había demorado tanto como pudo, pero ahora... Inevitable. La palabra saltó a su mente como si hubiera estado acechando. Se movió incómoda. Mientras su madre estaba ocupada, Aleena exploró los distintos reinos y conoció a mucha gente. Gente de los Ryujin. Muchos jóvenes dragones deseosos de conocerla y complacerla, y halagarla hasta el hartazgo. Pronto se cansó de eso. Había vivido en secreto en las habitaciones de Violeta por mucho tiempo, y luego, sola con los ciervos en Miya-shima; demasiado tiempo como para disfrutar el falso brillo de la vida pública. Tomó la costumbre de huir a los bosques o a las colinas cerca de los poblados, de preferencia sola. Pero tenía que soportar las muchas recepciones en su honor. Lo hizo junto a su madre. Bentén nunca estaba sola por ese entonces. La serpiente blanca estaba siempre con ella. Enroscada alrededor de su cuello, acurrucada en su cintura, o alrededor de su

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brazo, descansando su cabeza en su hombro; siempre estaba cerca de ella. Nadie hizo preguntas, pero Aleena sabía que era el alma de Kiyomori. Como humano, él había estado preso del encanto de su madre, y aunque ella nunca había usado su poder para atraparlo, él nunca había querido ser liberado. Le había pertenecido en alma y cuerpo, y todavía era suyo, aún después de la muerte. ¿Y su madre? Ella lo había amado. Se notaba en la manera como acariciaba distraída la cabeza de la serpiente, y le susurraba al oído. Pero una sombra de tristeza cruzaba su mirada a veces. La tía Mikori le había contado de un muchacho dragón... que desapareció cuando Bentén huyó. Ahora que ella estaba de nuevo entre los dragones, su ausencia la hacía sentirse triste, sin duda. Y además el Tirano. Su padre estaba todavía combatiendo a los Ryujin. Y Yi, el heredero estaba a su lado. Bentén debía sentirse dividida, tanto como Aleena misma se sentía. Aleena rodó de costado para que el sol le calentase la espalda, y con otro suspiro volvió sus pensamientos a sus hermanos humanos. Aliko y Kiyomoto habían muerto hacía treinta o cuarenta años, a edad muy avanzada. Ambos habían sobrepasado el siglo. Kiyomoto había tenido tres hijos, pero había sido el hijo de Aliko quien heredó la Provincia. Él también había muerto hacía unos años, pisando los cien años, y su hija había tomado el gobierno en sus manos. Su marido era muy... suave como para ser capaz de gobernar, pero la chica... No, la mujer; ella era fuerte como su abuela Aliko. Y su bisabuela Bentén. Tenía ahora alrededor de cincuenta años, y era tan firme y fuerte como si tuviera veinte. Y testaruda como si tuviera quince. Había levado adelante la Guerra contra la Tormenta de Fuego con la fuerza de Kiyomori y la furia de Bentén. — No te necesitan, — se repitió Aleena. Y tomó forma humana, apoyando la cabeza sobre los brazos, mirando al claro cielo.

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Después del viaje por las ciudades de los Ryujin, Bentén había querido tomar un descanso. Fue a cierta villa humana, cerca de una colina azul de nomeolvides. Bentén la había llevado directo a una granja cercana a la colina, pero ésta había desaparecido. Un extraño templo, hecho de cristales azules y gemas, con un techo transparente para mirar las estrellas se levantaba en el lugar en que ella había esperado encontrar la casa. Se acercaron cuidadosamente, con forma humana y vestidos humildes, y un joven sacerdote les contó la historia de una mujer que había vivido en ese lugar y había albergado a una doncella-dragón... casi cuatrocientos años atrás. La chica les había traído bienestar y riqueza, pero otro dragón había atacado la villa, pocos años después. La chica había combatido con él, y volaron lejos. Nunca habían vuelto a ver a ninguno de ellos. — ¿Y porqué construyeron este Templo? — preguntó Aleena, notando la extraña manera en que el sacerdote miraba a su madre. — Esa mujer... sus descendientes alojaron a un viajero, un día. No lo reconocimos, pero era el gran Kiyomori. Le preguntaron por la doncella-dragón, como la vieja Nelak solía hacer. Ella siempre esperó volver a encontrarla. Le contaron la historia... él sonrió, y no supimos por qué. Y entonces construyó este Templo. — El joven sacerdote vio las lágrimas en los ojos de Bentén, y continuo: — Veo que eres piadosa... ¿Querrías entrar? Bentén había estado mirando alrededor. Kiyomori... Nelak le había enseñado a sus nietos acerca de los Ryujin. Miró de pronto al sacerdote a los ojos. — ¿Dónde están los otros? — preguntó. — En la Fiesta, en el pueblo... Yo quedé para cuidar del Templo. — Entonces, sí, sacerdote. Entraré. Pero no con estas vestiduras, — dijo. Y ante el asombro del hombre ella se transformó en el dragón rojo. Pasó junto al asombrado

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sacerdote que se tambaleó hacia atrás, y entró en el Templo. Miró alrededor del Salón central y sopló fuego azul en las antorchas. Ella giró, transformándose de nuevo en humana, y bailó como una llama en el centro del Templo. A medida que giraba alrededor de las columnas, ellas se encendían con Ryo-To, las luces vivientes de los Ryujin. El sacerdote cayó de rodillas. — No necesitamos esa clase de adoración, sacerdote. Ven, únete a nosotros. Ésta es la verdadera celebración, — dijo Aleena. Y sopló su fuego sobre él. Mientras ella lo tomaba de la mano, las luces formaron un camino, y la gente de Mikori bajo al llamado de Bentén. Fue una noche maravillosa. La música de los Ryujin se mezcló con la de los Tenyo esa noche, llenando los sentidos y llevándolos más allá. Doncellas Tenyo danzaron con el sacerdote en el aire, en tanto los Ryo-To dibujaban círculos de luz a su alrededor. Bentén golpeó el suelo en el centro del salón, y un manantial comenzó a manar en ese sitio. Las aguas se extendieron e inundaron el piso, reflejando las luces de las antorchas. Parecía el palacio de Mikori... y la luz en los ojos de Bentén mostraba cuán complacida estaba. Eso había sido hacía mucho tiempo, pensó Aleena. Dedicó todavía un momento a recordar el asombro en la cara del sacerdote cuando se levantó la mañana siguiente. La luz de las antorchas era todavía azul, y la fuente estaba todavía allí. Había mirado alrededor, frotándose los ojos y descubrió a Aleena. Cayó sobre sus rodillas, y Aleena se rió, feliz. — No fue un sueño, sacerdote. Dile a todos que la Reina Bentén ha venido a consagrar este templo... — Se inclinó hacia él y le dio un pequeño beso de fuego. — El Don de Curar es para ti. Úsalo bien.

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Y se fue. Por lo que había sabido, el sacerdote lo había hecho. Había partido por los pueblos, contando la historia y compartiendo su maravilloso regalo durante toda su vida. Después de eso, mamá se había quedado cerca de la Colina Azul durante algunos años, y luego fue al viejo Templo que se Inunda, pero ella se había mudado a este lugar. La colina de las siemprevivas amarillas era su lugar favorito. La Isla del Creciente se levantaba de las aguas, alta, escarpada, con una corta playa blanca entre las colinas oscuras que brillaban con las flores doradas al sol de la mañana. Ahora, desperezándose una vez más prestó atención al canturreo de sus amigos humanos, trepando hasta su cabaña. Se dejó deslizar como por un tobogán por el polvoriento rastro que su propia cola había dejado al subir.

La cabaña estaba oscura. Se había olvidado de correr las cortinas. Estaba bien. El olor en el aire, la oscuridad en el interior, le daban un aspecto misterioso de lo más apropiado: ella era la bruja del pueblo. Se echó encima una capa gris, y sopló fuego bajo el caldero. Miró burlonamente las llamas anaranjadas. Inútiles y sin poder, salvo para cocinar. Si se quería un hechizo bien hecho se necesitaba fuego púrpura, o verde. Azul para limpiar, blanco para purificar... Amarillo (dorado, de hecho) para energizar, rojo para atraer la pasión... ¿Naranja? Oscilando entre la energía y la pasión y sin identidad propia... No le gustaba el fuego naranja. La madera de sándalo perfumó el cuarto casi instantáneamente. Eso era bueno. Tendría que ir por más hierbas la próxima luna llena. Y quizá estirar las alas un poco. Estaba poniéndose haragana aquí... El canturreo se acercó a la puerta, deteniendo sus pensamientos. — Hola... Los esperaba, — dijo asomándose a la puerta completamente cubierta por la capa, a pesar del tiempo cálido. El asombro en las caras de los campesinos era

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divertido. Ellos creían que ella era una anciana y probablemente sorda mujer de casi cien años. Aún cuando no le veían la cara (todavía estaba encapuchada) su voz no temblaba y obviamente los había oído. Ellos no sabían que el oído de los Ryujin era mucho más agudo que el humano. — Entren de a uno, y hagan su pedido... — ordenó Aleena, entrando de nuevo. Y empezó a escuchar los ruegos de los campesinos.

Cada creciente los jóvenes y a veces hombres adultos subían a la colina para pedir consejo y ayuda de parte de la bruja. Cada menguante, las chicas y las mujeres lo hacían. Pedían cosas tan diferentes... y tan parecidas. Querían las mismas cosas, y una y otra vez tropezaban con las mismas barreras. Este chico que tenía enfrente, por ejemplo. Hacía tres meses que subía a la colina y se retiraba sin atreverse a hacer su pedido. Y ella lo había estado esperando por casi seis meses. Estaba enamorado de una chica, la hija de un comerciante. Ella era rica, y hermosa, y perfecta, y... Por casi vente minutos antes de detener al muchacho, Aleena tuvo que escuchar los muchos elogios acerca de ella. El muchacho podría haber seguido por horas. La chica, por supuesto, había llegado primero. Lo había visto, y sonrojándose, le había dicho a Aleena que le gustaba mucho. Pero él era tan tímido, había dicho ella... Aleena sabía que ese no era el problema. Él era tan pobre. Hijo de pescadores. Y de la misma manera que les había sucedido a sus padres, el dinero había puesto una barrera entre ellos. Luego de un momento, cuando el muchacho terminó su historia, Aleena preguntó: — ¿Y cuál es tu pedido, Nikko? El muchacho respiró profundamente. — Quiero que ella me ame... — dijo con inocencia. — Ella ya lo hace. Sé honesto. ¿Qué es lo que quieres, Nikko?

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El muchacho miró al piso con una expresión perpleja que hizo que Aleena sonriese. Él enrojeció. — Yo... Necesito... No. No puedo pedirlo. La sonrisa de Aleena fue ahora visible para él aún bajo la capucha. — Necesitas riqueza para impresionar a sus padres. Pero sabes que no te respetarías si no te lo ganas. De modo que ven conmigo. Ella se había levantado y caminó lentamente hacia la pared de atrás. La tocó con una mano que era todo menos vieja. Nikko la miró, pero ella estaba todavía oculta bajo la capucha. La pared se desvaneció y un túnel se abrió allí. Aleena entró en él, y Nikko tuvo que correr para alcanzarla. La siguió por un largo corredor. Ella canturreaba algo que él no entendía, pero que le sonaba muy familiar, como si lo hubiera escuchado antes, mucho tiempo atrás. Y en cierto momento ella se detuvo. Metió la mano en la pared de roca y miró lo que tenía en ella. — Esto servirá... — dijo.— Es el momento, ¿sabes? — Y luego siguió caminando. Salieron de la cueva junto al mar. Las olas rompían contra la roca, salpicando espuma y gotitas saladas. — Tengo un tesoro aquí. Mira, — dijo Aleena abriendo la mano. La hermosa mano mostró una esmeralda verde, del tamaño de un huevo de gallina. La lanzó al mar. — Esta joya es tuya. Ningún otro hombre la encontrará. Pero si la quieres, tendrás que buscarla en las aguas verdes, donde las algas ocultan la luz del sol, y ni siquiera los peces se atreven a nadar, — dijo. Y echó atrás la capucha. Nikko la miró asombrado. — Puede que encuentres a algunos de mi pueblo allí.

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Y después de un momento de mirar las verdes olas, agregó: — Y ahora que conoces el secreto de la bruja, el mismo secreto que tus padres conocieron cuando les ofrecí una salida para su problema, te diré algo: naciste en esta misma cueva, Nikko, y yo fui la partera. Tu madre dejó a su familia para ser la esposa de tu padre. A veces la solución está más cerca de lo que crees.

Aleena estaba de vuelta en la cabaña. Por un momento se permitió imaginarse lo que sucedería cuando Nikko encontrara la joya y la presentara al padre de Ikuno. Él seguramente la reconocería, y llevaría a Nikko directo hasta su abuelo. Él anciano quería un heredero, desde que su hija se había ido. Estaba más viejo ahora, y su desconfianza hacia los pescadores enamorados se había suavizado. Harían las paces con su hija, y aceptaría a Nikko como sucesor, y él sería rico y poderoso como para pedir la mano de Ikuno. Tres historias de dolor sanadas en un solo movimiento. Sólo tienes que esperar al momento adecuado, pensó. Pero los humanos viven tan poco que necesitan ayuda con eso... Sonrió pensando en Nikko e Ikuno, y reprimió un pensamiento fugaz hacia su propia familia. Se obligó a revisar las noticias que había obtenido de los campesinos. La Guerra no había tocado estas islas por años. Escondida tras la isla principal de Kiyomori, nunca habían escuchado de la Tormenta de Fuego que borraba villas e islas enteras a su paso. Esta era una isla pequeña, con la forma de la luna creciente, siempre sonriendo al sol de la mañana y mirando melancólica al oeste. Cuando el sol caía, Aleena podía adivinar la silueta de la Isla del Templo entre la niebla, al límite de la vista. En las noches de verano, trepaba a la cima y se posaba allí en forma de dragón para ver las luces del Templo que se Inunda...

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A pesar de la paz, el Señor vendría por el pueblo en los meses siguientes. Aleena no se sentía nerviosa por ello. Un Señor u otro... eran lo mismo para ella. Este era un primo lejano de la nieta de Aliko. Un joven Señor lleno de entusiasmo, deseoso de conocer sus dominios e impaciente por aumentar su riqueza. Bien, si eso significaba prosperidad para la gente... Aleena suspiró. Abrió la ventana para ver las estrellas y vio con sorpresa el Ojo del Dragón envuelto en niebla. "El tiempo de encontrar lo que fue perdido..." pensó, y se fue a dormir envuelta en un extraño sentimiento.

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Capítulo 19. La Bruja y el Dragón.

— ¿Estás seguro? Esto no puede estar sucediendo... — dijo el Señor, llevando una mano a su cabello. — Sí, mi Señor. Hay un dragón en la Punta Este... Está incendiándolo todo. Nadie puede detenerlo. — Esto sólo sucede en la tierra de la Reina Mikiko... Mi prima ha estado metida en esa guerra fantástica por más de un siglo. Su conflicto imaginario ha caído sobre nosotros... — El Señor empezó a pasearse nervioso de un lado a otro del cuarto. — ¿Qué hay del ejército? — Miró fijamente al Ministro. Éste sacudió la cabeza. — No. Podrían intentarlo, pero perderíamos un grupo tras otro sin capturar a la bestia... El Señor hizo un gesto violento. — ¡La bestia! Sabes que son solo un puñado de rebeldes quemando los campos, y lo llamas la "bestia." ¡No hay tal bestia! Estaba a punto de decir algo más, cuando un sirviente golpeó suavemente y entró en el cuarto. Se dirigió al Ministro y habló en su oído. La expresión de su cara fue de sorpresa. — ¿Qué sucede? — preguntó el Señor. — Mi Señor... El mensaje es para mí. Un comerciante de una pequeña villa pide audiencia. Las cejas del Señor se alzaron. — Ve, entonces. Espero que al menos eso sea algo que puedas solucionar... El Ministro se retiró con una reverencia.

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La oficina del Ministro era amplia y suntuosa. Las colgaduras oscuras le daban un aspecto elegante y una distante frialdad que hacía estremecerse al padre de Ikuno. Prefería el púrpura antes que el azul. Lo sentía menos frío. — Mi Señor. Un pescador de mi pueblo encontró esto... Y creí que querrías verlo... — tartamudeó el hombre. Bueno, era un comerciante de una villa pequeña. Seguramente era poderoso en su pueblo, pero el Palacio Real lo intimidaba. El Ministro, le indicó que se acercara al escritorio. El comerciante se inclinó y le presentó un pequeño cofrecillo. Miró, nervioso la cara del Ministro y bajó los ojos nuevamente. — No reconozco este objeto. ¿Por qué creíste que querría verlo? — preguntó con calma. La gente, especialmente los campesinos siempre asumían que cualquier cosa, lo que fuera, sería una buena excusa para pedir una entrevista. — No, no... No el cofre. Por favor, mi Señor, ábrelo. El Ministro lo hizo, y su expresión fría cambió de inmediato. — ¿Quién te dio esto? ¿Dónde fue encontrado? — preguntó tenso. — Los pescadores de la Playa Blanca junto a la Colina Amarilla... Hay un chico, su nombre es Nikko. Él lo encontró. — Un muchacho... ¿Pescador? — Los ojos del Ministro escrutaron los del comerciante. Éste asintió. — Tráemelo. El comerciante palideció. Eso era inesperado. Y el tono había sido autoritario. Retrocedió hasta la puerta. — Y tráeme también a sus padres, — agregó el Ministro.

La madre de Nikko estaba nerviosa. Lo ocultó tanto como pudo, pero el ser llamada por el Ministro... Limpió y arregló la ropa de su hijo y de su marido lo mejor

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que pudo, y se puso lo mejor que tenía. Eran pobres y se notaba, pero no era eso lo que le molestaba. Estaba muy perturbada. ¿Cómo podía saber el Ministro? ¿Y porqué? Después de tantos años... Entró en la elegante oficina un paso detrás de su marido y se detuvo junto a él. El Ministro estaba de espaldas, mirando hacia afuera por la ventana. Habló sin mirarlos. — ¿Trajiste al muchacho, comerciante? — Sí, mi Señor... — El comerciante empujó a Nikko un paso hacia delante. — Está aquí. — Mi Señor. Mi nombre es Nikko... Soy pescador en la Playa Blanca... Estoy a tu disposición, — dijo Nikko con calma. — Has sido bien instruido. Dicen que tú encontraste la joya que está sobre el escritorio... — El Ministro no se había vuelto a mirarlos. — Sí. — ¿Dónde? — En las aguas verdes... Donde la bruja dijo que estaría. — Ahá. Una bruja... ¿Y la mostraste a tu madre? — No, mi Señor. — Hazlo ahora. Nikko se acercó al escritorio y tomó la joya. Pero su madre no estaba mirándolo. Tenía la vista clavada en el Ministro, que seguía mirando afuera. — No es necesario, — dijo ella de repente. Un ligero temblor recorrió la espalda del Ministro. Ella no tenía permiso de hablar en público. — Mujer... ¿Sabes lo que es? — preguntó lentamente.

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— Sí, — dijo ella. El respetuoso "mi Señor" faltaba. Nikko la miró. Ella había avanzado un paso y miraba fijamente la espalda del Ministro. Él no se había dado vuelta todavía. — ¿Y sabes que le diste a tu hijo el nombre de mis ancestros? ¿Mi propio nombre? — Sí. — De nuevo el desafío en la voz. De nuevo el faltante "mi Señor." Las manos del Ministro aferrando el antepecho de la ventana eran visibles para Nikko desde donde estaba. — ¿Y sabes que debes respetar a tus superiores? — Lo sé. Pero soy tan orgullosa como mi padre. — Y tan hermosa como tu madre, — dijo el Ministro dándose la vuelta. Había una luz extraña en sus ojos. Y Miowe sonrió al acercarse. Extendió los brazos hacia él, pero fue imposible decir cuál de los dos dio el primer paso. Se abrazaron cálidamente para sorpresa de Nikko y del padre de Ikuno. El padre de Nikko sacudía la cabeza desde un par de pasos más atrás. — Estoy viejo, Miowe... estás aprovechándote de eso, — protestó al separarse de ella. Ella sonrió, lo besó en la mejilla y le secó las lágrimas con la manga. — Viejo y terco siempre lo fuiste, papá. — ¿Papá? — tartamudeó Nikko. — Abuelo para ti. Veo que la cuidaste bien, yerno. El padre de Nikko se sonrojó y se inclinó. — Lo... lo lamento, mi Señor por... — ...¿haber robado a mi hija? ¡Hombre! Ni siquiera el ejército del Señor a mi mando la hubiera detenido cuando huyó para irse contigo. La hiciste feliz, y le diste un hermoso hijo. Déjame verte, Nikko.

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Nikko avanzó un poco. — Sí, un lindo muchacho. Fuerte como su padre, independiente como su madre... Espero que no tan obstinado. Miowe se rió. — No. Se parece más a mamá. Son perfectos... — dijo con suavidad. La mano del Ministro estaba alrededor de la cintura de su hija, y sonrió complacido. — Ahora tú, mi amigo, — dijo dirigiéndose al comerciante. — Me disculpo por haberte asustado en la última entrevista. Era la única forma de forzar a Miowe a venir. Ahora... ¿Qué pedirás como recompensa por haberme devuelto a mi familia? Los ojos del comerciante brillaron. Por un segundo pensó ambiciosamente cuántas cosas le hubiera gustado pedir. Pero luego su sonrisa brilló clara. — No debería pedir nada, mi Señor. Pero lo haré. Te pediré tu consentimiento cuando tu nieto pida la mano de mi hija, — dijo. El Ministro sonrió ampliamente asintiendo, y golpeó las manos para llamar a los sirvientes. — Quiten los ornamentos de luto de mi casa. Esta noche celebraremos, — dijo. — Mi familia ha regresado. Y tenemos un compromiso que celebrar...

Era una fiesta curiosa, pensó el Señor, mirando divertido cómo su noble y digno Ministro bailaba con su hija. La obstinada chica había huido para casarse con un pescador de una de las más pobres villas de la Playa cuando tenía quince, y el orgulloso padre no había querido perdonarla. Casi veinte años habían pasado, y el anciano había cedido. Pero parecía feliz ahora. Eso era algo. ¿Qué podía decir de sí mismo? Nada de ese estilo. La tierra heredada le había traído más problemas que satisfacciones, y ahora el asunto del "dragón." ¡Un dragón! Los dragones no existen, se repitió. Debía ser un

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grupo de rebeldes, gente cansada y violenta, tratando de aliviar su malestar derribándolo. ¡Dragones! Sólo esa... loca de su prima creía en esas viejas fantasías del Rey Dragón y la Tormenta de Fuego. Volvió su atención a las parejas que pasaban. Más allá, el muchacho danzaba con su prometida. Susurraban entre ellos, y después de unos momentos se sentaron a su misma mesa. El muchacho, Nikko, parecía un joven inteligente, y el viejo Ministro seguramente le enseñaría y le heredaría su puesto. Debería llamarlo, pensó. — Nikko, ven, siéntate aquí. — Era un honor que le estaba dispensando. Un honor que en el Palacio hubiera despertado las más fieras rivalidades. Pero esta era una fiesta informal. El Señor se preguntó por un momento si Nikko estaba siquiera remotamente al tanto de ello. La mirada que la pareja intercambió le dijo que sí, ellos lo sabían. — Mi Ministro dice que ustedes tienen una interesante historia de cómo encontraste a tu familia, — dijo el Señor. Nikko sonrió, más tranquilo ahora. Ser llamado por el Señor no era cosa común para él. El Señor sonrió indulgente. Necesitaría algún tiempo, después de todo había sido sólo un pescador, y de repente se encontraba como el futuro Ministro Mayor, como su abuelo lo había sido para el padre del Señor. — Sí, lo es. Pero Ikuno la cuenta mejor, si mi Señor quiere escucharla. La chica enrojeció cuando el Señor la miró, pero inclinó la cabeza cuando el Señor le hizo una seña con la mano para que comenzara. Ella se levantó y atravesó el salón hacia los músicos. Pidió la vina y se sentó en el borde de la plataforma. Miowe sonrió y condujo a su padre hacia su sitio junto al Señor. Ella se sentó a sus pies. E Ikuno comenzó a cantar. Sus manos blancas y delgadas pulsaban delicadamente las cuerdas y su voz se elevó en el cuarto, contando la historia de un joven encontrando a

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una chica en una playa blanca besada por las olas. La simple historia fue embellecida por la poesía de Ikuno y ella alabó el coraje del muchacho, nadando hacia las profundas aguas verdes y luchando contra extrañas alucinaciones para recuperar la joya que la bruja había dicho le traería lo que necesitaba para obtener la mano de la chica. La canción terminó, y la conversación volvió a llenar el salón. — ¿A quién le diste la joya de tu madre, Miowe? — preguntó el Ministro. — Una bruja en la colina de las siemprevivas. Ella me ayudó cuando Nikko nació... Ella la ocultó para que tú no me encontraras... — Una expresión extraña había invadido sus ojos. Nikko dijo: — La bruja de la colina ha estado ahí por años y años. Pensé que era una mujer muy vieja, pero... — La expresión de su madre lo hizo interrumpirse. — ¿Pero? — preguntó el Señor. Miró a Nikko, pero él miraba a su madre. — ¿Quién es esta mujer? — le preguntó a ella. Miowe sacudió la cabeza. — Ella es una de las antiguas diosas de los cuentos. Estoy segura. Pero nunca vimos su verdadera forma, — dijo clara y lentamente. El Señor reprimió una mueca. — No, Miowe. Esas son solo supersticiones... — dijo el Ministro con prudencia. Pero Miowe se limitó a sacudir la cabeza otra vez.

Esa fue la razón por la cual un mes después la compañía real se aproximaba a la Colina Amarilla, aunque no era creciente. Aleena los vio venir desde la cima. Había estado cazando mariposas de fuego allí. El grupo que se acercaba no le resultó del todo inesperado. Ya se había enterado del compromiso de Nikko e Ikuno, y supuso que el Ministro sentiría curiosidad. Así que se transformó en ciervo y bajó hacia la cabaña.

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Llegó casi demasiado tarde. Su apresurado soplido encendió las maderas aromáticas en la estufa y la chimenea tiró bien. Una nubecilla de humo azul manchó el cielo. — Ella los está esperando... — dijo Nikko en voz baja. — Ella siempre sabe cuando alguien viene. El Señor miró significativamente a su Ministro. La vista desde la cima era buena. Cualquier soldado lo hubiera notado, pero Nikko había sido educado como pescador. — Probémosla, — dijo el Señor. Estaban disfrazados como comerciantes, y el Ministro captó la idea de inmediato. — Sigue nuestra historia, Nikko, — le dijo a su nieto. Y se acercaron a la puerta. La vieja mujer envuelta en una harapienta capa gris estaba doblada sobre los canteros de flores. Se volvió cuando la llamaron. — Mujer... Vinimos a ver a la bruja. La mujer se enderezó con lentitud. Su cara arrugada mostraba una sonrisa sin dientes. — Ella no está en casa, mi Señor. Sólo escucha pedidos en la víspera del creciente y del menguante... Cualquiera del pueblo podría decírtelo. El Señor hizo un movimiento impaciente y apretó el brazo del Ministro. — No somos campesinos, mujer. Nuestro asunto es urgente. Debemos hablar con la bruja. ¿Cuándo crees que podamos encontrarla? — preguntó el Ministro. La anciana apoyó una mano cansada sobre sus caderas. Miró alrededor y dijo, sacudiendo la cabeza.

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— Mm... No sé. Quizá mañana. O la próxima semana, — dijo lentamente. — Y si no están acostumbrados a trepar, practicarán. Ella no dijo si pensaba volver o cuando lo haría. — Está bien. Volveremos mañana... — dijo el Ministro después de una pequeña vacilación. Las respuestas de la mujer no lo habían satisfecho. Se volvieron para marcharse, y Aleena liberó las mariposas con un movimiento furtivo. Si ellos tenían un poco de visión, como ella creía... Las mariposas volaron alrededor de la cabaña y siguieron alrededor de la colina y sobre los campos. Los visitantes normalmente no las veían, pero éstos las siguieron con la mirada, y el Señor volvió la cabeza para mirar a la vieja. Ella había vuelto a su trabajo, pero un rizo castaño no tocado por la edad había escapado de su manto. — ¡Alto! — dijo imperiosamente. — ¿Quién eres? La mujer se levantó sin dificultad y echó la capucha hacia atrás. Sonrió e hizo una reverencia. — Te felicito, Señor. Muchos hombres pensaron que eran más inteligentes que la bruja y volvieron tres veces sin encontrarla en la colina. — ¿Por qué quisiste engañarnos? Nunca lo haces con los campesinos, — preguntó Nikko. Aleena sonrió. — Ellos nunca tratan de engañarme a mí. Entren, por favor. Mi Señor debe estar cansado por la escalada, y el Ministro está viejo para estas bromas... — Ella se había dirigido correctamente a cada uno, sin dejarse engañar por los disfraces. El Señor se rindió. Ella era. Unos momentos después, estaban sentados frente a Aleena, tomando té en cuencos redondos.

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— Dime cuál es tu asunto urgente, mi Señor, — preguntó Aleena directamente al Señor. Obviamente no le preocupaba el protocolo. El Señor se preguntó por unos momentos si ella sabría cuál era la manera correcta de dirigirse al Señor, y luego miró su mano alrededor de la taza. Esa mano sabía de ser besada. La dueña de esa mano sabía de ser llevada ante un Señor, quizá ante un Rey o un Emperador. Miró su anillo unos momentos. Un anillo con antiguos signos de una antigua casa. No los reconoció, pero se dio cuenta que la bruja era mucho más que una bruja campesina. — Queríamos conocer a la mujer que retuvo la joya de mi familia para devolverla en el momento más inesperado... — dijo el Ministro cuando el silencio del Señor se prolongó demasiado. Sabía qué clase de hechizo estaba lanzando ella: el más viejo del mundo, ese que cualquier mujer hermosa hecha sobre cualquier hombre joven. Pero la bruja se levantó. — Sean honestos, — dijo sencillamente. Se agachó, atizando el fuego, y éste se levantó en un estallido de color. La bruja no retrocedió. — No pueden mentirme. El Ministro miró al hipnotizado Señor. Él habló ahora. — ¿Ya sabes porqué estamos aquí? — preguntó a medias. — No. Pero puedo oler sus mentiras. ¿Cuál es tu asunto, mi Señor? — Bien, mi Señora... — El título se le había escapado naturalmente, como si fuera la manera en que debía dirigirse a ella. — Un dragón está devastando la Punta Este. Se está acercando hacia el centro de la isla, quemando los bosques y los campos de cultivo... Aleena y el Ministro fruncieron el ceño. Ella porque pensó que había entendido mal. Él porque eso no era lo que habían acordado decirle. — ¿Un dragón? — preguntó ella incrédula. — Ésa no es su manera de luchar. Deberías preguntarle a la Reina Mikiko.

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— No puedo. Ella ha estado luchando contra su Tormenta de Fuego por tanto tiempo que temo que esté un poquito... paranoica acerca de eso. Los labios de Aleena se curvaron. — ¿Paranoica? ¿Tú no crees que la Tormenta de Fuego sea causada por Dragones? — No. La respuesta había sido terminante. Aleena se encogió de hombros. — ¿Para qué me lo dices, entonces? ¿Qué es lo que quieres de mí? — Bien, eres bruja, ¿verdad? Necesito que des a mis soldados una protección efectiva contra el fuego. Aleena siguió mirándolo. — Verás, mi Señora, — dijo el Señor sin pensarlo. — No creo que el problema sea un dragón. Creo que se trata de un grupo de rebeldes incendiando los campos para tener una revolución. Si mi ejército puede controlar los fuegos, controlarán al... "dragón." Aleena hizo una mueca. Sí, eso se parecía más a lo que había en su mente. Pero una sutilísima idea estaba tomando forma detrás de sus otros pensamientos. ¿Y si el dragón era real? Ella ocultó la burla en su voz. — Quieres que te de un arma para controlar a un puñado de rebeldes, o a un dragón, si existiera. Quieres capturarlo vivo, si existe. Sé sincero, mi Señor, — dijo posando sus ojos verdes en los del Señor. Una sombra se movió y se ocultó tras ellos. — Sí... — dijo él sin inflexiones en la voz. El Ministro lo miró sobresaltado. Esto estaba yendo demasiado lejos. — Piensas que puedes aumentar tus riquezas y tierras con él a tu servicio, si existe... — dijo ella.

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— Sí... — Y solo en el fondo te preocupan los rebeldes. O los campesinos... La respuesta llegó con más dificultades esta vez. Él luchaba para liberarse. Aleena lo dejó ir. — Está bien, mi Señor. Te ayudaré. Llévame contigo y te ayudaré a atrapar a tu "dragón" — dijo. El Señor la miró confundido todavía por un momento. Luego se levantó y la saludó con una profunda inclinación.

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Capítulo 20. Hermano y hermana.

— Ella es una bruja, — susurraba alguien. — Claro que lo es. ¿Para qué crees que la quiere el Señor? — Ni idea. Aleena estaba arropada en su capa gris. No había permitido a nadie que le viera la cara. Una o dos veces en este viaje de tres días, el Señor se había acercado con su caballo a la carroza y le había hablado en voz baja. Los hombres no oyeron las respuestas. De hecho ella le había dado pocas respuestas. Para su fastidio, ella conducía la partida, diciéndole a los exploradores cuál camino debían tomar, e ignorándolo. Parecía saber adónde iban. Y además, todavía no había visto nada de ese famoso hechizo que los protegería del fuego. Por su lado, Aleena tenía muchas cosas en que pensar. Se había transformado en dragón por años en este lugar, y cualquiera de los Ryujin, aún los partidarios de Kuo podrían haberla olfateado en la isla. Ella no había sido cuidadosa. No compartía ni por un segundo la teoría del Señor acerca de una banda de rebeldes. Estaba segura que el Señor tampoco lo creía, en el fondo. Ni siquiera Nikko o el Ministro. Pero ¿la manera que el dragón permanecía en tierra? No era su manera normal de pelear. Lo usual era un rápido aterrizaje, varios incendios en los campos, un par de golpes para marcar la tierra, y una fuga más rápida aún. Por alguna causa, no podía despegar, y entonces destruía las tierras. Siendo uno de los partidarios de Kuo, ella sabía que no habría una razón. Pero podría ser uno de los partidarios de su madre. ¿Quién era este dragón? Y este hombre, el Señor. Era extraño. Le despertaba un viejo y casi olvidado sentimiento... El sentimiento

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que la inundaba cuando estaba en presencia de su padre. Una parte de respeto, una parte de reverencia, y una gran parte de miedo... Se sentía atraída por este hombre, podía leer la ambición en sus ojos, la misma llama inextinguible que iluminaba los ojos de su padre. Había pasado dos siglos sin pensar en el Tirano. Protegida en el regazo de su madre, había bloqueado todo recuerdo del resto de su familia. Y ahora olfateando el aire otra vez, se dio cuenta quién era el dragón que estaban cazando. Era Yi. Un estremecimiento la sacudió y notó que el Señor se acercaba otra vez. El camino que seguían se bifurcaba. — ¿Por dónde, Señora? — preguntó en un tono fingidamente educado. — No lo sé... Lo siento, mi Señor. Viene niebla. Creo que sería mejor hacer un alto. El Señor la miró con sospecha, pero asintió. De todas maneras, la noche estaba ya sobre ellos.

El campamento estaba pronto, y los soldados estaban cenando. El Señor buscó alrededor con la mirada una o dos veces, pero no vio a Aleena. Se levantó antes de que la cena hubiese terminado. Salió discretamente y revisó los límites del campamento. Ella estaba ahí, como él había esperado, un paso más allá del límite, sobre el camino, frente a una gruesa pared de niebla, mirándola fijamente. Él se acercó. — Está cerca, — murmuró ella. — Y esta niebla huele a humo. No es niebla normal. Sabe que estamos cerca... El Señor siguió mirándola. Jirones de niebla amenazaron borrarla de la vista. Se acercó un paso más. Y ella se descubrió la cabeza y aulló. Debió ser un truco de la niebla, pensó el Señor después, porque creyó que su cabeza se había transformado en

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algo monstruoso. La aferró por el brazo. Y la respuesta llegó, clara y nítida. Un poderoso y terrorífico rugido de dragón que hizo temblar las tiendas. Los hombres saltaron fuera de ellas, empuñando las armas. La niebla se levantó como una pared frente a ellos. El Señor tiró del brazo de Aleena de regreso a las tiendas. — Está muy cerca... — le susurró ella. — Fue el dragón. Dos veces. La bruja dice que está cerca, — dijo el Señor a sus hombres. Dos veces. No había otra posibilidad. — Mañana será nuestro. Estén preparados.

Al amanecer, la niebla aclaró un poco. El Señor la llamó a la revista de las tropas, y de nuevo le reclamó el hechizo. Esta vez ella estuvo de acuerdo. — Esta compañía tomará aquel camino, y nosotros iremos por el otro, con el resto de tu ejército, — dijo Aleena. El Señor la miró enojado. La confusión de la noche pasada había pasado. La mente del soldado estaba funcionando, fría y clara. — ¿Quién crees que eres para dar las órdenes? — soltó. — ¿Quieres el dragón, mi Señor? Las dos compañías lo atraparán. Hay una pared de piedra un par de kilómetros más adelante. Pueden acorralarlo ahí... — ¿Cómo sabes que hay una pared de piedra? — preguntó el Ministro con el ceño fruncido. — No hay mapas de esta región. — Por los ecos, cuando rugió anoche... — sonrió ella, y se volvió al Señor. — Ahora querrás la protección que pediste para tu ejército... El Señor la miró con fuego en los ojos. No confiaba en ella. — Sí, bruja, — le espetó. — Está bien, mi Señor.

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Fue hacia la carroza y tomó una bolsa gris de entre sus cosas. La abrió cuidadosamente y sacó un puñado de cenizas blancas que sopló sobre los soldados, gritando unas palabras al viento. Luego se enderezó mirando hacia el este, directo al sol que se levantaba. Se quedó quieta como si estuviera esperando algo. El Señor se movió nervioso, y ella lo detuvo con un gesto. El sol se levantó un poco más y de pronto centelleó con un relámpago rojo. Ella abrió bruscamente la bolsa y la sacudió, y un puñado de mariposas de fuego revolotearon sobre los hombres. Algunas de ellas se posaron sobre los soldados. El destello rojo en el sol se apagó y la luz volvió a ser blanca. Aleena se volvió al Señor. — Las mariposas de fuego se han transformado en carbón. En tanto tus hombres las guarden en el bolsillo o las sostengan en la mano, serán inmunes al fuego del dragón. Esta noche, al caer el sol las mariposas volverán a vivir y deben liberarlas. De otra manera los quemarán vivos, — dijo en voz alta. Luego hizo una reverencia y regresó a la carroza. El Señor levantó el brazo e hizo el signo de la partida.

Aleena estaba concentrada en el traqueteo del coche, con los ojos cerrados. El olor del dragón era muy definido ahora, y pensó que pronto los caballos se pondrían nerviosos. Por el momento, trotaban silenciosamente por los bordes herbosos del camino. Se preguntó si debía decirle al Señor. Él se había comportado tan desagradable en la mañana... Abrió los ojos y vio sorprendida que él subía al coche. El fuego en sus ojos la asustó. Él se movió con rapidez, y ella no tuvo tiempo de retroceder o gritar. Él la redujo en pocos movimientos, y la dejó atada y amordazada en la parte de atrás del coche.

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— Lo siento, mi Señora. Pero tengo el presentimiento que tú preferirías ayudar al dragón antes que a nosotros, — susurró. — Te liberaré cuando todo haya terminado. Saltó del coche a su caballo, y ni el conductor ni los soldados notaron nada.

Era el final de la tarde cuando el Señor saltó al coche de nuevo. Aleena estaba furiosa. Habiendo realizado el conjuro en el campamento, ella no había sido capaz de romper las cuerdas, que estaban tan encantadas como el resto del equipo. Flechas, lanzas, espadas, hombres, caballos, todo lo que había en el campamento era inmune al fuego del dragón. Y tan firmemente atada, tampoco se podía transformar. El Señor no sabía hasta qué punto sus precauciones habían sido precisas y efectivas. La miró un momento, con una luz de triunfo en sus ojos oscuros. Por un segundo los pensamientos de Aleena volaron hacia su padre, pero él se inclinó hacia ella y le habló en voz baja. — Todo está hecho. La bestia es nuestra. Si no gritas, te liberaré ahora. Te llevaré a verlo después de cenar... Ella lo miró con furia, pero no se movió ni dijo nada mientras él la desataba. Se enderezó. — Lo lamento, — dijo el Señor. — Te dije que no confiaba en tu lealtad hacia nosotros... Ella le echó una mirada fugaz por sobre el hombro y se frotó las muñecas sin una palabra. Luego de un momento dijo con brusquedad: — ¿Cuántos heridos? — Ninguno. — Él la miraba con expresión ligeramente culpable. Ella lo miró otra vez. — Quiero ver al dragón ahora.

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El Señor abrió la boca. Pensó que sería mejor si ella se tranquilizaba un poco antes de ver al monstruo. Pero luego observó la expresión de sus ojos. Ella parecía ansiar el poder tanto como él. Después de todo era una bruja. Cerró su boca y asintió. — Como lo desees, mi Señora.

El enorme dragón verde estaba custodiado por media docena de soldados. Estaba quieto, con los ojos cerrados, pero el movimiento de sus narinas le dijo a Aleena que estaba completamente despierto. Una de sus alas estaba correctamente plegada, pero la otra sólo a medias, y a veces se estremecía involuntariamente. Estaba rota, y probablemente le dolía. Por eso era que no había abandonado la isla. Bajo el ala, una fea herida le cruzaba el pecho. La herida estaba sucia de polvo y sangre coagulada. Aleena se estremeció. Era su hermano, después de todo. Lo miró un momento y después se acercó. — No, mi Señora... — dijo el Señor ansiosamente. — Es peligroso. — Está herido, — dijo ella con sencillez. Caminó hacia el gran hocico y apoyó una mano sobre él. El ojo amarillo se abrió y la miró, para cerrarse enseguida. No hubo otra reacción. Aleena golpeteó el hocico y caminó hacia el ala. — Aflojen esta cadena, — ordenó. — ¡No! Es peligroso. El dragón se escaparía... — advirtió el Señor. — Mi Señor, no querrás una bestia agonizante, sino una saludable y bien domada. Afloja esta cadena para que pueda curar su ala y su pecho, — dijo ella con fría calma. — Está bien. Pero estaré cerca... por si acaso, — dijo el Señor sacando la espada y haciendo una seña a sus soldados.

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Aleena echó una mirada burlona al Señor y su espada, y le dio la espalda para aproximarse al dragón. El ala era tan grande que ella podía estar de pie bajo ella. Examinó cuidadosamente la herida, canturreando para sí. Tomó un puñado de polvos de la bolsa en su cintura y las sopló sobre la herida. Una nube plateada fue la única cosa que los hombres vieron, pero ella sopló fuego dorado curativo en el ala de su hermano. El ala se extendió bruscamente y el dragón la movió con cierta violencia. Los hombres saltaron y gritaron. — ¡Las cadenas! ¡Sostengan las cadenas! Aleena no prestó atención. Yi trataba de rodar y pararse, pero ella estaba bajo su ala. Lo tocó donde sabía que a él le gustaba, como había hecho miles de veces antes, y el dragón dejó escapar una especie de mugido. Aleena se rió desde atrás del ala. El Señor se acercó nerviosamente. Ella se había inclinado junto al corte, golpeteó en el pecho del dragón. Él rodó de costado para dejarla trabajar. Ella volvió a soplar polvos plateados, pero esta vez, el Señor vio el fuego dorado. Frunció el ceño. ¿Qué estaba haciendo ella en realidad? ¿Quién era ella? Cuando retrocedió el pecho del dragón estaba sano. Ella se alejó y sonrió en dirección al Señor. Luego se dirigió a la cabeza del animal otra vez. Los ojos amarillos estaban abiertos, y la bestia la observaba. Ella apoyó una mano en su hocico. Lo miró un momento. El Señor estaba helado. Ella parecía comunicarse con la bestia... Era muy peligroso. ¿Y si el animal la poseía? Entonces el sol tocó el horizonte oeste. De los bolsillos de los soldados, los carbones, transformados de nuevo en mariposas de fuego, empezaron a volar. Algunos de los hombres tomaron los carbones en las manos y dejaron salir las mariposas. Otros trataron de retenerlas, y gritaron cuando las mariposas los quemaron.

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Aleena gritó algo, y el dragón se levantó súbitamente. Una poderosa sacudida de cola la liberó de las cadenas, y el movimiento de las alas arrancó el resto de ellas. El dragón dejó escapar una espesa nube de humo y fuego, y topando con la cabeza, hizo que Aleena montara sobre su cuello. Aleteó y se alejó antes que los soldados pudieran reaccionar.

Estaban completamente fuera de la vista, y la noche se había llenado de estrellas cuando Aleena se transformó en dragón para volar junto a Yi. Él hizo un juguetón anillo de humo para que ella lo atravesara. Después ella amagó una carrera, y él la siguió. Él era más rápido, y más fuerte. Por supuesto, su padre lo había entrenado como soldado. Volaron hasta el amanecer sin altos. Aleena condujo a Yi a la cabaña y le dijo que descansara. Él se durmió enseguida y no se despertó hasta la mañana siguiente. — Mm... Huele bien... Tengo hambre, — dijo Yi a manera de buenos días. Aleena se rió. — Buenos días para ti también, hermano. Siempre fuiste un glotón. Yi se encogió de hombros. — La comida te da fuerzas... Hermanita, tus amigos humanos vendrán pronto ¿no? — No. Tres días para ir, cuatro para volver. Creo que se perderán en los pantanos. Tienen narices torpes, ¿sabes? Yi dejó escapar un gruñido. Podía haber sido una risa, pero no estaba acostumbrado a las formas humanas. Miró a su hermana fijamente, asombrado de cuánto tiempo había pasado Tenía un millón de preguntas que hacer, pero no pudo elegir ninguna.

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— ¿Cómo está... la Guerra, hermano? — preguntó Aleena primero. — Mm... A veces bien, a veces mal... La mayoría del tiempo horrible. Mi padre sólo tiene un pensamiento en su cabeza: tu madre. Aleena se volvió y lo miró con el ceño fruncido. Él cambió inmediatamente su expresión descuidada. — Lo siento. No sabía que todavía te afectaba... — se disculpó. — Pero eres adulta ahora. Deberías entenderlo. ¿Te has casado? — No. No tengo ganas de conseguir marido. ¿Y tú? — No tengo tiempo para eso. Padre y su Guerra consumen todo el mío. ¿Y mamá? Aleena se sonrojó, pero Yi sonreía. — Sí, lo he oído de mis espías. Padre no lo sabe, por supuesto. Los hubiera matado. A mí me hubiera gustado ir... de visita, ya sabes... Pero Padre podría haberme seguido. No confía en nadie... — Yi bajó la voz hasta un susurro. —... y hace bien. Los rebeldes están a punto de tomar el poder... Aleena lo miró con curiosidad. — ¿Qué te pasará a ti si eso sucede?— preguntó. — ¿A mí? Nada. Soy la Serpiente Camaleón, no te preocupes. En cuanto a nuestro padre, será asesinado... antes o después. Su gente no puede soportarlo más... — Yi miró pensativo al fuego. — Sabe de ti, — dijo de repente. — ¿Qué? — Hay — había una roca oculta en el castillo. La trajeron de la antigua ciudad fantasma, la Ciudad del Viento. La vi una vez... Leí las inscripciones... Y después, Padre la hizo ocultar fuera de palacio. No quería que yo la viese. Contaba acerca del Rey

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Solitario y la Reina Solitaria... Pensé que eran ellos, ¿sabes?... — Yi seguía mirando el fuego pensativo. — Y su descendencia. Tú y yo traeremos la Maldición y la Esperanza sobre los nuestros. Ese era y es el destino de la Reina Bentén. — Tonterías, — dijo Aleena molesta. El destino la fastidiaba. Yi le echó una mirada fugaz y volvió a hablar en voz baja. — Por eso no quieres un marido Ryujin. Temes traer esa Maldición sobre ellos. Ella lo miró y resopló. Él se encogió de hombros. — No importa si crees en el destino o no. Sucederá de todas maneras. Es lo mismo que me pasa a mí, no te preocupes. No quiero traer ninguna Maldición sobre los Ryujin. Padre es un castigo demasiado pesado de soportar como para traer otro... Hablemos de algo más divertido. Cuéntame de nuestros hermanitos mortales... Y la expresión de Aleena cambió por completo. Empezó a hablarle de la Isla del Templo y los tiempos que pasaron allí con su madre y Kiyomori.

Ese día y el siguiente habían pasado en calma. Hablaron de un millón de cosas, después de todo, hacía casi dos siglos que no se veían. Para el segundo atardecer, Yi observaba desde la cima de la colina posado en forma de dragón, y se transformó en humano súbitamente. Aleena estaba a su lado. — ¿Qué sucedió? — preguntó. — Tu amigo viene, — dijo él. — Sólo un jinete. Es tiempo de que me vaya. — Está bien, pero no desde aquí. Podrían verte. — Y ella lo condujo de regreso a la cabaña.

El pasaje secreto se abrió a su toque y caminaron por el largo pasillo.

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— ¿Adónde vas a ir ahora, Yi? — le preguntó ella. — No lo sé. Tendré que volver a Padre, sabes que debo... pero... Me gustaría ver a mamá de nuevo. Y en este momento, él no me está siguiendo. Aleena sonrió. Sí, a ella también le gustaría ver a mamá. Pero podía hacerlo en cualquier momento. — Espera... — Ella introdujo la mano en la pared de roca y sacó tres joyas. Limpió la de color miel y sopló fuego en ella. — Toma ésta. Me verás en el reflejo de la luz... — dijo entregándosela. Limpió la de color verde y le pidió: — Sopla ésta para mí, hermano. Yo también quiero verte de vez en cuando... Yi sonrió y sopló sobre el cristal. Aleena limpió la tercera joya, un rubí. —Esta es para mamá. Sopla conmigo, ella podrá vernos a los dos... Yi hizo como ella pedía, y guardó las joyas en un bolsillo. Le sonrió. — Eres una verdadera hechicera, hermanita... Aleena se rió. — Mamá me enseñó... — dijo empezando a caminar otra vez. Salieron de la cueva junto al mar. La misma cueva que Nikko había visto apenas un par de meses atrás. — El Señor vendrá por ti, ¿lo sabes? — dijo Yi de improviso. — Sí, lo sé. Me las arreglaré... Vuela hacia el oeste, hacia el sol rojo, hasta que veas las estrellas sobre la playa... — dijo ella. Yi pestañeó y la miró con las cejas levantadas. — Encontrarás a mamá en el Templo que se Inunda... Es la temporada que ella pasa allí... en unos días es el aniversario de la muerte del Señor Kiyomori... Yi miró el sol rojo, ahora hundiéndose en la niebla de un horizonte en llamas.

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— Al menos ella tuvo su poquito de felicidad... — murmuró él. Aleena lo miró. Y encontró sus ojos negros. Negros exactamente como los de su padre. No se atrevió a preguntarle lo que había querido decir. Él se acercó y la besó suavemente en la mejilla. — Adiós, hermana... — dijo, y el movimiento de los brazos se transformó en el aleteo de las alas del dragón, llevándolo hacia el horizonte ardiente.

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Capítulo 21. El Señor.

La cabaña estaba oscura cuando el Señor irrumpió mirando alrededor. Aleena estaba agachada junto al fuego, de espaldas, y se dio vuelta sólo a medias. — ¿Estás...? ¿Estás bien? — jadeó él, acercándose, y tirando de ella para ponerla de pie. — Mi Señor... esta no es la manera de entrar a una casa... — empezó ella. Pero él no estaba escuchando. La había aferrado por la cintura y la miraba con ojos enloquecidos. La acercó más y de repente la besó. — Mi Señor... tú... yo... — Aleena no podía hablar. Él la besaba una y otra vez, apretándola tanto que apenas podía respirar. — Creí... que te había devorado... — jadeó él entre un beso y otro. — No quiero perderte... Sé mi esposa... — Aleena se quedó paralizada de terror, y él la apretó más contra sí. — Sé mi esposa ahora... — dijo, dejando de besarla y mirándola a los ojos. Aleena pensó en gritar "¡No!," empujarlo, transformarse y huir. Se quedó inmóvil por una docena de segundos, sosteniendo la respiración. Y cuando abrió a boca, dijo con apenas una hebra de voz: — Sí.

Trece años habían pasado. Aleena se movió un poco, y su mano se deslizó por su costado, recordándole que debía fingirse dormida hasta que él se levantara. Suspiró. Trece años. Sólo un parpadeo, pero él envejecía tan rápido. Su cabello empezaba a platearse, y su temperamento a ser insoportable. Aleena había pensado en huir muchas

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veces, pero noche tras noche no podía abandonar sus brazos protectores y cálidos. Noche tras noche, su fuerza la anonadaba, y se rendía noche tras noche. Sintió cómo él se levantaba y lo espió con los ojos entrecerrados. Él la estaba mirando, con la misma luz brillando invariable en sus ojos. — Sé que estás fingiendo, bruja... — murmuró, y se inclinó a besarla en los labios. Ella abrió los ojos y sonrió. — Tienes que trabajar, mi Señor. Yo no debo retenerte aquí... — dijo ella. Él se limitó a hacer una mueca. No le creía. Nunca le creía. Y se retiró sin más comentarios. Aleena se estiró un poco, y por un momento de pereza dejó que su mente volara hacia su luna de miel. Él había ido tras ella, después que ella liberase a Yi. Le había pedido que se casara con él, y la tomó por esposa. Así de fácil. Le tomó años a Aleena entender sus razones. Como el dragón se había ido, recurrió a la siguiente fuente de poder: la bruja. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa amarga. Pero aquella noche, ella no lo había sabido. Aquella noche, su luna de miel... Si las cosas hubieran sido diferentes, él podría haberla amado... con el tiempo. Pero ella estaba tan nerviosa. Él había sido muy amable con ella, tan suave y paciente. Ella había creído que él nunca se comportaba así. La hizo sentir como una niña. Y entonces... ella perdió el control. Un estallido de llamas se le escapó involuntariamente. Las cortinas de la cama tomaron fuego. Él había saltado afuera, envolviéndola en la manta, y la sacó, abrazándola asustado. Los sirvientes irrumpieron. — ¡Una de las antorchas cayó sobre la cama! — exclamó él. Aleena lo miró todavía más asustada. ¿Cómo podía ignorar lo que había pasado en realidad? — Limpien este desorden. La sacaré de aquí.

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Extraño que él la cuidara personalmente. ¿La interrogaría? Aleena se sentía muy confundida, pero él no hizo eso. La acunó, tomándola cálidamente entre sus brazos, hablándole suavemente en sus oídos hasta que ella se durmió. Aquellos fuegos habían sido difíciles de extinguir. Era común con los fuegos de dragón. Pero el Señor no había querido prestar atención a las explicaciones de los sirvientes. Había acogido a Aleena en sus habitaciones privadas, las habitaciones que ni las esposas ni las concubinas debían invadir. Dos días después, ordenó mudar a Aleena al Patio de las Siete Fuentes, un hermoso lugar en el corazón del Palacio, con árboles en flor y rocas simulando fuentes y manantiales, y muchos pájaros. El cuarto se comunicaba con el patio a través de una celosía que filtraba la luz de la luna en las noches de verano y el tímido sol del invierno. A Aleena le gustaba ese lugar, y por muchos años no se dio cuenta cuán encerrada estaba allí. Él lo había diseñado para ella, solía decirse, de la misma manera que Kiyomori había diseñado cientos de Templos para su madre. Pero este hombre no era Kiyomori. Kiyomori había aceptado a Bentén tal como era, y nunca había pedido nada. El Señor nunca aceptó el hecho de que ella fuera una mujer dragón. Cerró los ojos a toda evidencia de la verdadera raza de Aleena, y se negó a escuchar. Se limitó a encerrarla en la parte más profunda del Palacio. Y los años pasaron, y ella lucía siempre igual, mientras él envejecía, tercamente ciego. La vida había continuado. El viejo Ministro había muerto y Nikko lo había sucedido. Era ahora el Mayor del Consejo, aunque era el más joven. El Señor solía decir que sus consejos eran siempre apropiados, y su visión de las situaciones precisa y exacta. Aleena sonreía en silencio. Ikuno, la esposa de Nikko, y Miowe, la madre de Nikko, eran sus damas favoritas. Ella estaba completamente informada de lo que se hablaba en las reuniones del Consejo.

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Había ayudado a Ikuno a dar a luz a su primer bebé. Una labor dificultosa. Ella y Miowe le habían dicho a las otras damas, algunas de ellas tratando honestamente de ayudar y otras sólo tratando de ganar un puesto más cerca de Aleena, que se fueran. Aleena se transformó frente a Ikuno y Miowe. Era la única manera que tenía de liberar fuegos curativos suficientemente poderosos sobre la mujer. Ikuno había estado muy cerca de la muerte esa noche. Miowe permaneció junto a ella, y ayudó tanto como pudo. Aún llegó a enfrentar al Señor y le dijo cuán duro había trabajado Aleena para salvar la vida de Ikuno. Y el Señor, que había estado muy enojado al principio, refrenó su enojo y dejó descansar a Aleena. Dos días después del nacimiento, Aleena voló lejos para traer una joya mágica para la dote de la hija de Ikuno. El bebé necesitaba protección, y las viejas joyas harían un buen trabajo con ella. Había ido silenciosamente al patio esa noche. Era verano, y el aire estaba lleno de aromas extraños. Se transformó mientras se elevaba en el aire y batió alas hacia su vieja cabaña. La luz de la luna centelleó en sus escamas, y no pudo evitar embriagarse en el sentimiento de estar libre otra vez. Hizo un par de piruetas y se estiró hacia la playa en un vuelo alborozado y silencioso. El viaje no era largo, pero ella lo demoró cuanto pudo. Hacía mucho tiempo que no salía a volar. Aterrizó silenciosamente frente a la cabaña y abrió la puerta. La cabaña estaba oscura y polvorienta. Tenía un deprimente aspecto de abandono. Suspiró. Después de todo, había sido su hogar durante muchos años. Sacudió la cabeza y se dirigió a la pared del fondo y el pasaje secreto se abrió para ella. Lo siguió hasta la playa, y se sentó allí, en la roca, saboreando las gotitas saladas que llenaban el aire. La brisa le hablaba, contándole historias de tierras lejanas. La música del mar le hablaba, llenándola con recuerdos del Feudo Submarino

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de Melori. Esperó allí, sosteniendo la joya verde de Yi entre sus manos y pensando en su familia hasta la salida del sol. Al amanecer se levantó. Alzó la joya y dejó que la luz del sol naciente a su espalda la atravesara. La luz se concentró frente a ella y pudo ver a su hermano. Estaba bien, parecía, pero entonces se dio cuenta que estaba discutiendo con alguien. Concentró su poder sobre el cristal, y la imagen se expandió lo suficiente como para incluir un enorme dragón azul: su padre. Él echaba humo con furia, y de pronto ella lo vio soplando su fuego sobre su propio hijo, y se enzarzaron en una pelea. No podía escuchar la discusión, y sólo las rocas oyeron sus gritos. Su hermano terminó envuelto en llamas y sus emociones fueron tan intensas que la joya verde estalló en pedazos negros, borrando la imagen. — Morirá... Debo ir... — gritaba Aleena mientras corría de vuelta a través del pasaje hacia la cabaña. Estaba buscando las antiguas medicinas que guardaba en la caja que escondía bajo la cama cuando la puerta se abrió de un golpe. Su marido estaba en el umbral, con la cara crispada en una expresión extraña, ansiosa, asustada. — No me dejarás... — gruñó. Aleena se detuvo y lo miró. — No, yo no... Es mi hermano... Está enfermo... Mi padre... él... no puedo explicarlo. Iré y lo curaré, y estaré de regreso pronto... Lo prometo... — dijo entrecortadamente. Él no la escuchaba. No podía soportar que ella se fuera. Había avanzado hacia ella, y como había hecho aquella vez en el carro, la redujo y la amarró. — Tú-no-me-dejarás... Nunca, — dijo lentamente, hablando cerca de su cara. Ella vio aterrorizada cómo él sacaba la caja, pero en lugar de abrirla la lanzó al fuego. Las llamas blancas que ella misma había encendido para abrir una puerta para viajar junto a su hermano instantáneamente devoraron y consumieron la última y

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única esperanza de su hermano. Ella luchó inútilmente con las cuerdas, pero el Señor no prestó atención. Había conservado aquellas cuerdas que ella una vez no había sido capaz de cortar, cuidadosamente preservadas en caso que alguna vez las necesitara. Y cuando volvió a sus habitaciones y no la encontró, no perdió un solo segundo. Ella debía darse cuenta que él nunca la dejaría ir. — Eres mía ahora. No necesitas este lugar, — dijo. Y encendió una antorcha en las llamas blancas. La llevó afuera, e incendió la cabaña. Aleena lo miraba con los ojos desorbitados de terror. Él habló otra vez, sin mirarla. — No tienes pasado, no tienes ligaduras, ni ningún otro lazo. Eres mía, bruja... Mi Señora. Recuérdalo. Luego montó en su caballo y la trajo de regreso al castillo.

Ella no había querido hablarle en los días que siguieron. Si Yi había muerto era culpa suya, se repetía. Y se retiraba al rincón más alejado del cuarto cuando él trataba de entrar. Y los días fueron pasando. Ella sintió claramente el momento en que su hermano murió, un par de horas después que ella estuviera de regreso en el castillo. No dejaba de pensar que si hubiera estado cerca... si hubiera estado junto a él... Ella... ella hubiera compartido su vida con él; si hubiera sido necesario, se la habría dado toda. Era su hermano. Él había renunciado a todo, arriesgado todo para salvarlas a ella y a su madre, hacía tiempo, cuando huían del Tirano. Y entre sus lágrimas, sus pensamientos se volvieron al Tirano. El Señor no había tenido nada que ver con la muerte de Yi. Era el Tirano el que había quemado vivo a su hijo. El Tirano había matado a su propio hijo... Día tras día, Miowe solía decirle:

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— No puedes continuar así. No puedes culparlo. Aleena solía desviar la mirada, y luego de un momento, lograba decir: — ¿No? No puedo salir de estos patios porque me arrastra de vuelta por el pelo. Soy prisionera aquí. — Todos somos prisioneros de nuestro rol. Somos humanos. Es nuestro destino. En esos momentos Aleena miraba a Miowe a los ojos. Ella siempre contenía las palabras, pero ella sabía que Miowe no había olvidado. Y Miowe nunca agregaba nada más en voz alta. Humanos y Ryujin estaban igualmente ligados a su destino. Y sometiéndose a su destino, Aleena perdonó al Señor. Eso había sido unos siete años atrás.

Desde esa lejana mañana luego que el Señor quemara su cabaña, ella le había negado su compañía en las mañanas. Acostumbraba a fingirse dormida, o dormir realmente hasta tarde para evitar sus caricias matutinas. Por las noches él estaba normalmente tan cansado que se dormía en sus propias habitaciones la mayoría de las veces. No habían tenido niños. A Aleena no le preocupaba. Era demasiado joven para los cálculos de los Ryujin. Pero el Señor empezaba a ponerse nervioso por ello. Esa mañana, luego que el Señor se fuera, Aleena se levantó y fue hacia su cuarto de labores. Llamó a Ikuno y le pidió que trajera a su hija, por entonces una niña de siete años. Ikuno se inclinó, un poco sorprendida y fue por la niña. Aleena empezó a trabajar en silencio. — Mi Señora... — la voz de la niña tembló un poco. — Hola, dulce. ¿Cómo te llamas? — le sonrió Aleena. Pero continuó con su labor. La chica se aproximó. — Sakuya-Hime.

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— Ah, la Doncella de las Flores de Cerezo... Un bello nombre... — Aleena mantuvo sus ojos sobre la seda que estaba bordando con oro y cristales. — ¿Cuál es tu nombre? — le preguntó la niña. Ikuno se sobresaltó. Ellas nunca habían preguntado el nombre de la Señora. Ella era la Bruja. — Aleena... — dijo ella con suavidad. — En idioma muy antiguo significa "la que trae esperanza..." — Ah... — La niña iba perdiendo el miedo. Se acercó y observó atentamente el trabajo de Aleena. — Guau, es maravilloso... — soltó de repente. Aleena dio las últimas puntadas y terminó. Se inclinó hacia atrás con una sonrisa. — ¿Te gusta? — Es hermoso... — repitió la chica. — Es Seda de las Hadas... Puedes usarla para envolver tus sueños en ella y preservarlos... La chica se acercó y tocó el bordado con la punta de los dedos. — Es para una novia... — susurró. Aleena vio complacida que los cristales centellearon al contacto de la chica. — Sí. Para ti. Es mi regalo para tu dote, Sakuya. — ¿Para mí? Yo... Gracias. Ikuno la miró. Dio un paso adelante. — No podemos aceptarlo... Es demasiado hermoso para nosotros... Es el regalo para una Reina. Aleena la miró a los ojos. — Lo es, — dijo simplemente. Luego dejó vagar la mirada más allá, a través de la celosía, a las móviles aguas de la fuente más cercana. — Hace siete años, fui por una joya para tu bebé, para protegerla y enriquecer su dote. Pero no la conseguí. Presencié la

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muerte de mi hermano, y mi esposo me encerró aquí. Nunca traje esa joya, así que pensé que podría compensarte por eso. Me tomé el tiempo necesario para una Seda de las Hadas, y realicé una de ellas para tu niña. Contiene la mayoría de los recuerdos de mi niñez. En cierta forma, vale lo que la vida de mi hermano... — Aleena hizo una pausa Luego habló con una voz clara que nunca le habían oído antes. — Esta seda te dará poder, Sakuya-Hime. Poder para proteger, poder para curar, poder para defender al pobre y necesitado... Te dará larga vida y riqueza, y memoria, y sabiduría; los de una Reina. Úsalos apropiadamente. Miowe miró a Aleena frunciendo ligeramente el ceño. Ikuno se inclinó y dijo: — Gracias, Señora, por este maravilloso regalo. Es más de lo que un mortal debería recibir. — Es lo que tu hija merece. — Aleena la miró con una tenue sonrisa. Se sentía extraña ahora. — Miowe... Necesito seda roja y dorada para un nuevo trabajo... pero piezas más pequeñas... — Se reclinó y cerró los ojos. Su voz bajó hasta un susurro y se perdió. — Hebras de plata y perlas para ellos, y un par de zafiros del Salón del Tesoro... — y se desmayó. Miowe e Ikuno la llevaron a su cama cambiando miradas preocupadas entre ellas.

— Mi Señora... Mi Señora... — susurraba una voz. Tan suave. Ella abrió apenas los ojos. La luz era todavía clara. Era mediodía, o algo así. El Señor nunca venía a mediodía. Lo miró. — Mi Señora... ¿estás bien? Me dijeron... — Su expresión era de preocupación, y su tono tierno. Ella no dijo nada. Sólo levantó la cabeza y lo besó de una manera como nunca lo había besado antes.

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La luz no se había ido de la celosía, y ella apretaba las manos de él contra su vientre. Tembló un poco y suspiró. — Tendré a tu hijo, mi Señor Kawataro, — susurró de repente. Él se levantó sobre un codo, y se inclinó sobre su hombro desnudo. Era la primera vez que ella lo llamaba por el nombre. — Mi Señora... ¿Cómo lo sabes? — preguntó lenta y desconfiadamente. Un poco de rosa tiñó sus mejillas. — Soy bruja, ¿recuerdas? Él la besó en la oreja. — ¿Estás segura? ¿Tendrás un bebé sólo así? Ella cerró los ojos y sonrió. Él la hizo volverse y empezó a besarla de nuevo.

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Capítulo 22. La Playa del Grito.

Seis meses más tarde, Aleena paseaba por entre las Siete Fuentes de su patio. Estaba envuelta en una capa de piel. Tenía frío casi todo el tiempo, aunque el tiempo era tibio. Miowe e Ikuno la acompañaban. Después de todo eran sus damas favoritas, y compartían su secreto. La cuidaban con toda solicitud. Esa mañana, Aleena se detuvo junto a la última fuente. Miró pensativamente el agua susurrante por un momento y sacó los dos zafiros. Eran los que ella misma había pedido para los mantos de los bebés. Dos mantillas reales, una de ellas roja y la otra dorada. Pero cuando empezó el bordado se dio cuenta que los trabajos eran muy diferentes... como si estuvieran destinados a diferentes personas. La seda roja requirió un labrado similar al de la seda de bodas de Sakuya-Hime. La misma clase de cristales y perlas, en un diseño idéntico y a la vez complementario. Serían amigos, pensó Aleena, o algo más cercano. La seda dorada exigía un trabajo diferente. Plata y perlas resultaban inadecuadas. Se requerían cristales azules, y verdes y rojos en un extraño diseño de flores. Parecían nomeolvides y siemprevivas, y hojas verdes brillando en un rocío de diamantes. A medida que su embarazo progresaba, se dio cuenta que iban a ser mellizos. Y a medida que el bordado de la seda dorada crecía, empezó a descubrir los viejos símbolos en él. Algo en su interior se movió inquieto, y esa era la razón por la que estaba ahora aquí. Miró alrededor por un segundo, y sólo estaban Ikuno y Miowe allí. Ellas sabían, y guardarían el secreto. Así que pronunció la antigua invocación en un susurro, y lanzó los zafiros a la fuente. El aire alrededor tembló ligeramente, y algo se formó tras las aguas.

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La mujer de rojo brotó de la fuente y salió del agua con una sonrisa en la cara y los zafiros en la mano. Ikuno y Miowe la miraron con la boca abierta. — Aleena, mi niña, — dijo la mujer, y abrazó fuertemente a Aleena. — Mamá... Bentén se separó un poco e hizo que Aleena diese la vuelta. — Déjame verte... ¿Más nietos? Y son dos... — dijo, y su hermosa sonrisa brilló otra vez. Acarició el vientre de su hija y algo cruzó por su mirada. Miró a Aleena. Aleena cambió al antiguo lenguaje. — Por eso es que te llamé. Estoy asustada... Necesito tu ayuda. Bentén se acercó y volvió a abrazar a Aleena. — La tienes... Aleena suspiró aliviada. Luego recibió los zafiros en su mano. — Mamá, ¿lo harías? — Sopla conmigo. Soplaron juntas algo de su fuego sobre los zafiros, y los calentaron. Uno de ellos se volvió casi negro, mientras que el otro tomó un color azul profundo. — Uno de tus hijos será humano... mortal. El otro... es de los nuestros, — dijo Bentén con calma. — No te preocupes. Yo lo cuidaré. Aleena retrocedió y se sentó pesadamente. — Mi esposo no lo aceptará nunca, — dijo. Bentén se sentó junto a ella y le tomó la mano. — Estas piedras tuyas los protegerán a los dos, estoy segura. No te preocupes. Todo saldrá bien. Aleena miró sombríamente a su madre. — Eso es lo que Yi solía decir, y ahora está muerto.

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La expresión de Bentén cambió. Inclinó la cabeza y se hizo un silencio. — ¿Sabes cómo murió? — preguntó finalmente. — Padre lo hizo, — dijo Aleena brevemente. — Mm... Pero eso no es todo. Kuo descubrió al líder de los rebeldes. Okho no pudo huir a tiempo, y lo atraparon. Violeta se interpuso... Recordarás a Violeta. Ella te cuidó por muchos años. También me curó muchas veces. Y a Yi... Cuando Kuo los condenó a muerte, Yi intercedió. Trató de cambiar su sentencia. Si sólo eran encarcelados, él podría arreglar una huida... por eso era la discusión. Kuo sospechó las intenciones de Yi, y pelaron. Kuo tomó desprevenido a Yi cuando le sopló encima el peor de sus fuegos. Después trató de apagar las llamas. Yi ya estaba muerto. Y Kuo perdió sus garras. Se las quemó... — Si hubiera ido allá... —se quejó Aleena. — No hubieras podido hacer nada. Yi ya estaba perdido cuando cayó al suelo. Aleena miró a su madre. ¿Cómo podía ser tan fría? Y entonces vio las pequeñas lágrimas en sus ojos. Todavía lo lloraba. — ¿Cómo lo sabes? — Violeta y Okho están conmigo. Escaparon después de la lucha, mientras Kuo estaba todavía desmayado. Trajeron a muchos a nuestro lado. Pensaron que Kuo moriría, y... Bueno, el hecho es que no murió. — Yi me dijo que su muerte no está en la Guerra... La expresión de Bentén se endureció un tanto. — Leí esa leyenda también... — dijo. —Pero ahora debemos ocuparnos de ti y tus bebés... Tráeme esas mantillas de bebé. — Ikuno, Miowe, por favor... — llamó Aleena. Ikuno se tambaleó un poco cuando se acercaron. Pero Aleena les sonrió.

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— Esta es mi madre... La Reina Bentén, hija del Rey Dragón. Miowe se inclinó profundamente y tiró del brazo de Ikuno para que ella también se inclinara. — Señora... — susurró. Pero Bentén sonreía. Las hizo levantarse. — Por favor... No aquí. No es necesario, — dijo ella. — Ikuno, tráeme las mantas de los bebés, por favor, — pidió Aleena. Ikuno se inclinó y se retiró. Estuvo de vuelta muy pronto, trayendo dos piezas de seda cuidadosamente dobladas. Aleena extendió la seda roja primero. — Mm... Un rey, — murmuró Bentén con una sonrisa. — Como tu abuela, te daré riqueza y salud, e inteligencia para mantener a tu gente en armonía a través de tus tiempos... — dijo suavemente. Colocó el zafiro en el centro de la mantilla y lo tocó con la joya blanca de su collar. — Tendrás la provincia de Kiyomori además de la de tu padre, porque la Reina Mikiko ha olvidado la vieja tradición, y la Tormenta de Fuego caerá pronto sobre ella... Miowe la miró sobresaltada. ¿La Reina Mikiko? ¿Cómo podía saberlo? Bueno, era la Reina Dragón, eso debía ser suficiente. ¿Debería advertir a su hijo? Sabía que el Señor y su hijo estaban planeando una visita a las tierras de la Reina Mikiko... Sí. Se lo diría. No arriesgaría a su hijo. Sus pensamientos no le hicieron perder detalles de lo que sucedía, sin embargo. Una luz blanca, enceguecedora, corrió por las hebras de plata y centelleó en cada cristal y perla. Aleena sonrió y dobló de nuevo la manta. — Gracias, mi Reina, — dijo. Y tomó la segunda mantilla. Esta vez Bentén la examinó muy seria, y después levantó los ojos hasta Aleena.

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— Mi querida, ¿sabes cual es el significado de esto?— preguntó con lentitud. Aleena miró a su madre y sacudió la cabeza ligeramente. — El dueño de esta mantilla tendrá grandes poderes entre su gente. Será el más grande de todos... Mira aquí: le diste el poder de la Tierra, que es el de curar... y el del Agua, que es intuición... Y Fuego, que es pasión... Y aquí... Le diste una búsqueda eterna... — Bentén iba señalando diferentes partes del bordado. En este punto miró a Aleena. — Tu hijo es el que estábamos esperando... — dijo con suavidad. — Mamá... No puedes cargar a un bebé que ni siquiera nació con semejante destino... — protestó Aleena. Había llevado las manos a su vientre como protegiéndolo. Bentén sacudió la cabeza lentamente. — Está bien... Le daré a tu hijo resistencia y voluntad... Tendrá, por supuesto, riqueza, pero de una clase diferente de la de su hermano... Riqueza de espíritu, y conocimiento... Salud para vivir y hacer vivir a los otros... Poder más allá del poder de su gente, y más allá de sus propias expectativas... Siempre recordará las viejas tradiciones, y tendrá la sabiduría para conducir a su gente a la paz... Mientras hablaba, Bentén colocó el zafiro negro en el centro de la manta dorada. Centelleó brillante, como lo había hecho el otro, y una onda de luz cruzó la seda. — Gracias, mamá... — dijo Aleena. Pero Bentén tenía una curiosa sonrisa en su cara ahora. — No puedo quedarme, Aleena, dulzura, tú sabes... Pero te dejaré a mi amigo. Cuando lo necesites, irá por mí y me traerá adondequiera que estés... Diciendo así, palmeó suavemente la cabeza de la serpiente blanca. Aleena la miró. — Mamá... no puedes...

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— Sí, puedo. Te amamos, Aleena, y él estará feliz de cuidarte como lo hacía cuando era un hombre... Bentén besó la cabeza de la serpiente y la dejó caer al suelo. La serpiente se escurrió bajo las rocas de la fuente. — Gracias, mamá... — Tu marido viene. Mejor me voy... Bentén abrazó a su hija otra vez y la besó antes de entrar a la fuente y desaparecer.

Tres meses más habían pasado y el Señor no estaba en casa. Aleena caminaba nerviosa de uno a otro lado del cuarto. Tres semanas sin noticias de él... Había rogado, suplicado, llorado... pero el Señor se había limitado a sonreír, besarla e irse. Dijo que estaría de vuelta para el nacimiento, pero ese momento estaba cerca, y en las últimas semanas no había tenido ninguna noticia. Recordaba muy bien la advertencia de Bentén, y se la había repetido (cuidadosamente, sin decirle la fuente de su información) No sirvió de nada. El Señor no le creyó. Ahora el momento del nacimiento había llegado, y él no estaba... Miró a Miowe, y ella entendió. — Está bien. Todas afuera... — dijo Miowe. — Ikuno... prepara las mantillas... Las otras damas no se atrevieron a discutir. Miowe no era la clase de mujeres cuyas decisiones uno pudiera discutir. Ikuno preparó el otro cuarto para recibir a los bebés. — No le digas del segundo... Si él... — Aleena no completó la frase. Pero Miowe no lo necesitó. La calmó con las mismas palabras que Aleena había usado con ella treinta años atrás. Pero Ikuno no oyó el pedido. Estaba en el otro cuarto. Salió y se tropezó con Nikko. Él le tomó las manos.

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— Vienen los bebés... — susurró apresurada, liberándose. — ¿Los bebés?— La sorpresa le inundó la cara. — Enviaré un mensaje al Señor... Ikuno sonrió y besó a su esposo, dándole cuenta justo ahora que al fin habían regresado. — Y pagaremos nuestra deuda de gratitud con ella... Todo estará bien ahora. Nikko también sonrió.

— Tráeme la seda roja... — escuchó ella un par de horas más tarde. Se apresuró a entrar al salón, pero Aleena estaba reclinada en los almohadones, sonriendo a pesar de su cara cansada. Forma humana. Miowe había cuidado muy bien de que nadie viera a Aleena en su forma natural. Ahora tomó la seda roja y envolvió al bebé. Un varón. Se lo acercó para que Aleena pudiera verlo. Su sonrisa se amplió. — Hola, bebé... — susurró ella. — Tu padre vendrá pronto, y él te dará un nombre, mi pequeña llama... — Besó la frente del bebé, pero pronto apartó la cara con una mueca. — Viene el segundo... — dijo Miowe. — Cuida del bebé, Ikuno. El segundo parto fue aparentemente más complicado que el primero. Pero Ikuno no tuvo tiempo de prestar atención a los ruidos que le llegaban del cuarto contiguo. Nikko había entrado, detrás del Señor. Al fin había regresado. — Mi Señor... — susurró Ikuno. Y olvidó la reverencia, feliz de acercarse para presentarle su hijo al Señor. El Señor también olvidó el protocolo. Sus ojos brillaban cuando tomó al bebé y lo levantó. Hubo un silencio. — Mi hijo... Ignara... el Hijo del Fuego. Ése será tu nombre, — murmuró. Luego se volvió a Ikuno. — ¿Cómo está mi esposa?

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Ikuno miró a Nikko, y él sacudió la cabeza. — No se lo dije... — dijo. — Mi Señor... Son dos bebés... Son mellizos... —dijo ella con una sonrisa. El Señor la miró con los ojos agrandados por la sorpresa. Ella sonrió todavía más y él preguntó: — ¿Dos? ¿Dos en lugar de uno? — La alegría le inundó la cara, y miró de nuevo a su hijo como si no pudiera creer que estuviera realmente allí. — ¿Así que tienes un hermano? Ikuno lo hizo sentarse, y se preparó para esperar.

— ¡Ikuno! — La voz de Miowe les llegó desde el otro cuarto. — ¡La mantilla dorada! ¡Date prisa! La voz sonaba extraña, y un murmullo llegó del cuarto. No hubo llanto. El Señor se levantó vivamente, desencajado. — No, espera aquí... — dijo Ikuno. El Señor todavía tenía a su hijo en los brazos. Ella se volvió y se apresuró hacia las habitaciones de Aleena. — Miowe, ¿qué pa...? — Y soltó ruidosamente el aire que retenía en los pulmones. El bebé que Miowe tenía en brazos era humano solo a medias. Tenía escamas, manos como garras y aún cola... como un dragón. Un medio-dragón. No pudo evitar mirar horrorizada a Aleena. — Debo llevárselo a mi madre... — dijo ella débilmente. Y entonces el espanto le inundó la cara. La sangre huyó de su rostro y abrió grandes los ojos. Murmuró: — Mi Señor...

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Ikuno se volvió sorprendida. El Señor la había seguido a la habitación de Aleena. Pero él no miraba a su esposa. Miraba a la cosa que Miowe tenía en brazos. Se acercó a ella y retiró la manta dorada. — No, mi Señor, no... — suplicó Aleena, sentándose con dificultad. La expresión en la cara del Señor era indescriptible. Horror, repulsión, asco... aún dolor pasando en rápida sucesión. — Ryujin... — dijo. — Es un Ryujin... — Y su mano fue hacia la empuñadura de la espada. — ¡Noo! — Aleena se había arrastrado fuera de la cama y se paró en medio. Su camisón estaba manchado todavía. Sopló fuego frente a él y arrancó el bebé de las manos de Miowe. — ¡No lo dañarás! — jadeó mientras tropezaba hacia el patio. — ¡Bruja! ¡Vuelve! — aulló él, saltando por sobre las llamas para seguirla. Y la gran serpiente blanca se levantó delante de él, deteniéndolo. Siseó amenazadora, pronta para defender a Aleena y al bebé. El Señor no lo pensó. Sólo reaccionó. Blandió la espada y cortó la cabeza de la serpiente. Pero no alcanzó a Aleena. La única cosa que vio fue la punta de su cola elevándose en el crepúsculo.

La playa estaba desierta. Aleena tembló mientras pronunciaba la invocación para convocar la carroza de Ryo-To para llevar a su hijo junto a su madre. Luego regresaría por su otro hijo. Quizá pudiera todavía manejar a su marido y no tendría necesidad de huir... Eso pensaba mientras las luces iban formando un sendero bajo las aguas y salían a la superficie, abriendo el camino mágico. Algo grande y oscuro venía por él.

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— ¿Mamá? — preguntó Aleena. Pero se oía un griterío cerca. Miró atrás por sobre su hombro. El Señor en su veloz caballo estaba a pocos metros a su espalda. Los gritos provenían de la gente, un poco más lejos. Sus amigos del pueblo. Aquellos a quienes la bruja de la colina había ayudado alguna vez. Nikko era el más cercano, seguido por Miowe e Ikuno con el bebé de Aleena. Ella distinguía la mantilla roja flameando al viento. — ¡Mamá! — gritó desesperada. El bulto escarlata iba tomando forma y se elevó. El Señor desmontó junto a ella con la espada desenvainada. — ¡Es un monstruo! ¡Brujería! Esa criatura... debemos matarla... — jadeó él. Sus ojos mostraban una luz de locura. — ¡Dámelo! — ¡No lastimarás a mi hijo! — gritó ella, retrocediendo. La espada avanzó peligrosamente. — ¡No! — chilló ella. Volvió el cuerpo para proteger al bebé y sintió el hielo del acero en su carne. Vio a su madre de pie frente a ella en forma humana, con los ojos completamente abiertos de espanto y le entregó al bebé antes de caer. Pero no cayó sola. El Señor había sido traspasado por dos o tres flechas de su propia gente. Los sonidos y las imágenes se fundieron en una niebla y no vio más. Bentén miró a la pareja sangrando sobre la arena blanca, y las sangres mezcladas la manchaban de negro; y el dolor la hizo perder el control. — ¡Aleena! — gritó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una larga llamarada hacia arriba, aullando, y transformándose en dragón. La voz del dragón rodó como trueno. — ¡Te maldigo, Isla del Creciente! ¡El huracán y la tormenta te golpearán hasta que te hundas en el fondo de las aguas, de donde nunca debiste haberte levantado!

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La tormenta comenzó de inmediato. Nikko tuvo el tiempo justo de envolver a su esposa y al bebé en su propia capa y empujar a la gente tierra adentro, a un lugar seguro antes de que las olas salvajes barrieran los cuerpos de la playa y alcanzaran las rocas. Las golpearon como si quisieran borrar la isla entera de la faz de la tierra.

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Capítulo 23. Familia.

Ryujin, el hijo de Aleena, había crecido de una manera extraña. Bentén estaba todavía asombrada. Había crecido a velocidad de humano. Pero hacia los quince su rápido desarrollo se detuvo y continuó creciendo con la rapidez de cualquier Ryujin. Ella trató de darle un nombre al principio, un nombre verdadero, pero él nunca se lo permitió. De alguna manera recordaba que esa era la única cosa que su padre le había dado. Y ella misma recordaba que le había dado el don de la voluntad desde antes de su nacimiento. Así que siguió llamándolo Ryujin, como si él fuera la encarnación de toda la raza. Y probablemente lo era. Muy pronto sus escamas tomaron un inconfundible color dorado, y muy pronto también aprendió a tomar completa forma humana o de Ryujin. Pero su sangre humana limitaba sus poderes, y no podía mantener ninguna de ellas indefinidamente. Necesitaba frecuentes descansos. Debía ser entrenado. Y Bentén lo hizo. Le enseñó magia antigua, y antigua sabiduría, como lo había hecho con Aleena y Yi. Le enseñó cómo sanar casi cualquier clase de herida, y cómo transformarse en casi cualquier clase de criatura. Le enseñó la historia del Viejo Reino, y le contó acerca de Ryo-Wo, el Rey Dragón, que vivía en el lejano norte. Pero nunca le dijo de su abuelo, el Tirano. Y aunque Violeta y Okho vivían con ellos, y Ryujin sabía que no era el único, Bentén nunca lo llevó al Viejo Reino de los Ryujin. La Ciudad Central ya no existía, y la Tierra Escondida debía permanecer así: escondida. De hecho, le pidió a Violeta y a Okho que no le dijeran de Kuo y el clan del este. De esa manera, en una feliz ignorancia, los años de la niñez de Ryujin fueron pasando.

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— ¡Okho! ¡Espera! — el joven Ryujin gritaba a toda voz. Okho se sacudió con la risa y voló más rápido, fuera del alcance de Ryujin. — ¡Espérame! ¡Le diré a la abuela! — gritó de nuevo. Estaba al límite de su fuerza y de su capacidad de transformación. Casi veinte horas volando en forma de dragón... Era demasiado para él. Sintió que iba perdiendo el control de la transformación, y voló más bajo para aterrizar en cualquier lugar en donde pudiera descansar un par de horas. Okho había desaparecido tras la montaña. Ryujin pensó que volvería en cuanto lo echara en falta, y buscó un refugio entre las rocas de la desnuda pendiente. Había una pequeña caverna, en realidad un agujero. Dejó caer su bolsa de viaje sobre una roca y se preparó para esperar a Okho. La abuela era molesta a veces, pensaba Ryujin, mientras se acomodaba lo mejor que podía entre la roca de la entrada y la pared de piedra. Hacía un escándalo por todo. Todo era motivo de preocupación para ella. El año pasado, él había pedido ir a buscar las hierbas mágicas a la Playa Negra, cerca de la Colina Amarilla, en la Isla del Creciente. Debería ir antes de la tormenta, dijo. Ella había palidecido. Enojada. Más que enojada, estaba furiosa. Dijo que no entre nubes de humo. Él trató de explicarle que en esa isla crecían hierbas que no crecían en ninguna otra parte: Estrellas de Fuego y pequeñas Flores Luna. Ella no lo escuchó. Y Violeta como siempre lo había llevado afuera. Ella no le explicó lo que había sucedido a su abuela pero él supo que estuvieron hablando un largo rato después. Aún así, él no había obtenido permiso para ir allí, ni tampoco información acerca de lo que había pasado. Cada vez que trataba de preguntar, Violeta lo hacía callar y lo llevaba afuera. Luego había querido ir a la Montaña. Estaba cerca ese mes. Su abuela no había dicho que no, pero estaba perturbada... triste. Violeta se lo había llevado, pero

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obviamente ella estaba tan confundida como él. Tampoco consiguió información esta vez. Violeta no lo sabía, y su abuela no quería hablar de eso. Y ahora. Había pedido otra vez para ir a buscar las hierbas. Las hierbas mágicas curativas se estaban acabando. Afortunadamente Okho intervino. Dijo a la abuela, pisándole un pie para mantenerlo callado, que él cuidaría de Ryujin, y que no se acercarían al lugar-que-ya-sabes. La abuela empezó a humear, pálida. ¿Qué lugar-queya-sabes? Él no sabía de ningún lugar. Okho partió hacia el norte, y Ryujin lo siguió en un silencio hosco. No le habían dicho nada, y él quería ir al este. Una vez fuera de la vista y del alcance del oído, Okho le dijo que aterrizara en un pequeño promontorio rocoso. Se transformó en humano y le explicó en un susurro bajo que Bentén había tenido una muy mala experiencia en el este, y que él no debía recordárselo. Por esa razón ella no quería que fuesen a E-no-shima. — ¿E-no-shima? — Sí. Te llevaré al este, pero no debes decírselo a la Reina, — dijo Okho en voz baja. — Y debes ser cuidadoso. La Tormenta de Fuego ha ido al sur estos días, pero puede volver en cualquier momento. — ¿La Tormenta de Fuego? — preguntó Ryujin. Okho asintió, y una sombra le cruzó la mirada. Había querido decirle a Ryujin mucho antes, pero Bentén lo había prohibido. Por su parte, él continuaba en contacto con los rebeldes de la ciudad del Tirano y sabía que su fuerza menguaba. Su fuego estaba apagándose. Okho sabía que si los rebeldes se rendían no habría esperanzas para la Ciudad Este y su gente. Sus hermanos estaban todavía allí. Sus amigos. Su familia. La familia de Violeta... Tenía una responsabilidad con ellos. Todos ellos dependían de él. Y él sabía que sólo el Ryujin dorado era capaz de hacer revivir la agonizante esperanza en sus corazones. Debía presentarle a Ryujin a los rebeldes. El viejo refugio

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estaba en la frontera norte de los dominios del Tirano, cerca de la ciudad fantasma, las ruinas de la Ciudad del Viento. Así que, después de una consulta secreta a sus espías, condujo a Ryujin a las montañas al norte de las tierras de Kuo. Ryujin no sabía dónde estaba ahora. Okho no se lo había dicho. Y Okho había desaparecido. Luego de tres o cuatro horas de descanso, él podría haberse transformado... pero no tenía ganas de hacerlo. Exploró los alrededores de la cueva, y mirando al oeste, se decidió a pasar la noche allí. El sol se hundía en un horizonte rojo sangre. Sacó su manta, y después de una cena sumaria, se acurrucó en el fondo del agujero para dormir.

La luna brillaba blanca cuando un ruido lo despertó con un sobresalto. Parecía el batir de alas. Alas de dragón; los pájaros no volaban en estas alturas, ni a la luz de la luna. Se asomó cautelosamente, y no vio nada, de manera que se reclinó nuevamente. Debió haber sido su imaginación, o su deseo de encontrar a Okho, probablemente. Bostezando, miró a la luz que se arrastraba sobre las rocas a sus pies. Algo brillaba allí. Se frotó los ojos y se enderezó. La somnolencia había desaparecido. La hebra de luz se movía como una serpiente de plata, dibujando letras y palabras a medida que pasaba. Se enrolló y se detuvo en una especie de nudo, en la pared de atrás. Ryujin se levantó y la tocó. No había sido capaz de descifrar los símbolos (Bentén no le había enseñado la antigua escritura), pero cuando tocó el nudo de luz, la pared se desvaneció y se abrió un pasaje. Entró sin dudarlo. Algo parecía arrastrarlo allí, a la oscuridad y la luz del otro lado. El pasaje penetraba profundamente en la montaña, y trepaba en una escalera caracol tallada por manos anónimas en el corazón de la roca. Parecía conducir a la cima. Ryujin pensó en detenerse, pero esa consideración fue rápidamente descartada. La

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curiosidad era más fuerte que la prudencia... o el miedo. No tenía miedo, en realidad. La serpiente de luz le iba mostrando el camino. El pasaje se abrió al exterior a pocos metros del borde del precipicio. La luna bañaba la corta repisa y contrastaba con el negro del abismo. Un hombre estaba agachado junto al borde, observando la oscuridad. Hebras plateadas manchaban su cabello negro. No se movió cuando Ryujin se aproximó. — Ten cuidado. Podrías caerte, — dijo Ryujin suavemente. El hombre volvió la cabeza a medias. Tenía algo entre las manos que mantenía apretadas contra su cuerpo. Miró a Ryujin por un momento, y se levantó lentamente. Algunas piedras crujieron bajo sus pies y cayeron haciendo ruidos que se perdieron en la distancia. Pero el hombre no se tambaleó. — ¿Quién eres? — preguntó autoritario. Era alto, pero Ryujin también lo era. Eran de la misma estatura, pensó Ryujin mientras el otro lo escrutaba desafiante. — Ryujin, — respondió. El otro hizo un gesto de disgusto. — Ése no es un nombre. Es tu raza. ¿Quién eres? — Mi nombre es Ryujin. ¿Quién eres tú? — Ryujin... — repitió el hombre pensativamente, sin molestarse en contestar. Mostró los dientes en una mueca cruel. — Mi hijo tenía un nombre parecido al tuyo. Ryo-Yi. Ryo es el patronímico de mi casa. Los ojos del hombre expresaban un frío delirio. Estaba desvariando. Ryujin lo miró de pies a cabeza. Notó sus manos. — Tie... tienes las manos quemadas, — murmuró. El otro se miró las manos. — Sí... — dijo vagamente. Ryujin había dado un paso adelante y extendió las manos hacia el hombre.

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— Permíteme... Había sujetado las manos del otro y se preparó para soplar su fuego dorado (el Fuego Curativo) sobre ellas. Tomó aire y de repente sintió como un choque eléctrico. Soltó al otro sobresaltado. El otro lo miró fijamente. — Lo siento... Lo haré bien esta vez. Te sanaré... — tartamudeó Ryujin. El otro continuó mirándolo. — ¿Qué edad tienes? ¿Quiénes son tus padres? — exigió frunciendo el ceño y reteniendo las manos de Ryujin. — Cincuenta y ocho. Y... — ¿Cincuenta y ocho? Tienes la apariencia de al menos un siglo y medio. ¿Quiénes son tus padres? — Le oprimía fuertemente las manos. Ryujin no contestó. En ese momento Okho aleteó cerca y aterrizó a su lado. No había visto al hombre. Pero el hombre sí lo vio. — ¡Traidor!— gruñó el hombre de repente en una voz ronca llena de odio. Estaba apretando muy fuerte a Ryujin ahora. — No, es un amigo... — empezó Ryujin tratando de tranquilizarlo. — No queremos hacerte daño... Okho había tomado forma humana, y se puso en medio, empujando atrás a Ryujin. Kuo se lanzó frente a él, transformándose en dragón. Okho también se transformó. No tuvo tiempo de decirle nada a Ryujin. El muchacho vio sorprendido cómo los dos dragones lucharon en el aire, tratando de desgarrar el pecho y el vientre del otro con sus garras. — ¡Okho! ¡Deténte! ¡Es viejo! ¡No sabe lo que está haciendo! — gritó desesperadamente. No le habían dicho que había otros de su especie cerca. Sólo aquellas historias de un Rey... Pero debía haber otros. Y entonces se dio cuenta que este

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dragón conocía de antes a Okho. Y Okho lo conocía a él. Evitaba las garras envenenadas cuidadosamente, retorciéndose y esquivando cada golpe. Los rugidos desgarraban las rocas que caían al abismo destrozadas. Los dragones también caían, golpeándose contra las paredes del oscuro precipicio. Ryujin se transformó en dragón sin pensarlo dos veces. Se zambulló en la oscuridad, batiendo alas hacia los dragones que luchaban. — ¡Alto! — aulló. Junto con su grito, una ráfaga de fuego dorado iluminó el precipicio. Las llamas se estrellaron contra las rocas. A la luz de las llamas, distinguió a Okho apartando las garras envenenadas del viejo dragón de su garganta. — ¡Ryujin! ¡Quédate atrás! ¡Huye y escóndete! — gritó, y el viejo dragón dejó escapar una carcajada desdeñosa. Ryujin se detuvo en seco. ¿Huir? Nunca. Debía ayudar a Okho. Se concentró y sopló con todas sus fuerzas.

Su fuego se levantó como una pared entre los

combatientes, separándolos. Los fuegos se curvaron alrededor del viejo dragón y Ryujin tuvo el tiempo justo de acercarse y sostener a Okho antes de que cayera desmayado. Estaba envenenado.

Okho abrió los ojos y no reconoció el lugar. — Ah, estás de vuelta, — dijo la voz de Ryujin. Pero no sonaba tan amable como siempre. No más docilidad, no más inocencia. Estaba a punto de convertirse en un hombre. — ¿Dónde estamos? — preguntó Okho, tratando de posponer lo inevitable. — En el mismo lugar en que me dejaste ayer. Tú y el otro dragón cayeron al precipicio anoche. Él te envenenó, pero pude agarrarte antes de que cayeras. No pude

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rescatar al otro... — dijo. Hablaba en frases cortas, como si sus pensamientos estuvieran cortados de esa manera. — ¿¡Está muerto Kuo!? Es imposible. Okho se había enderezado y Ryujin lo empujó para acostarlo de nuevo. — ¿Quién? Okho lo miró por un segundo, y desvió la mirada. — La Reina me ordenó no decírtelo... — empezó. — Y también te ordenó que no me trajeras aquí. E igual lo hiciste. ¿Quién es este dragón? — Ryo-Kuo, el Tirano. Él... — Okho cerró los ojos y lo soltó de una vez. — Es tu abuelo. — ¿¡Qué!? — Secuestró a tu abuela. Ella puso dos huevos para él. Tu madre, Aleena, nació del segundo huevo. — ¿Y el primero? — Tu tío Ryo-Yi. Murió para salvarnos a Violeta y a mí... — ¿Cómo? ¿Cuándo? — Yo era el líder de la resistencia. Todavía lo soy... Queríamos derrocar al Tirano. Él... me atrapó, y Violeta trató de rescatarme. Kuo nos apresó a los dos. Nos condenó a muerte. Yi intercedió por nosotros para ganar tiempo y poder preparar nuestro escape... Kuo se enojó... Se dio cuenta de sus intenciones, o quizá leyó su mente. Lucharon, y Kuo quemó vivo a su hijo... Ryujin lo miró sin saber que decir. Okho continuó en voz baja. — Luego trató de apagar las llamas con sus manos. Perdió las garras, y algo de su propio veneno lo afectó. No ha sido el mismo desde que Yi murió...

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— Está loco. ¿No lo viste en sus ojos? — dijo Ryujin en voz baja. Okho asintió. — Violeta y yo huimos esa noche, hace sesenta y cinco años... Fuimos con la Reina y nos quedamos con ella. Fue antes de que tu llegaras, Ryujin... — Hubo un silencio. Luego Ryujin preguntó: — Mi abuela no quería que supiera que hay otros. ¿Por qué? — Hay una profecía... tallada en piedra en el corazón de esta misma montaña... — Ryujin recordó brevemente las letras de luz de luna que había visto la noche anterior. Okho continuó: — Yo nunca la leí, pero tu abuela sí. Es acerca de un dragón dorado que combatirá la Maldición y nos liberará... — Okho hizo una pausa. Miró al vacío cuando agregó: — Tú eres el primer dragón dorado que yo haya visto. — Y tú y Violeta y mi abuela creen que soy el de la profecía. — No. Tememos que lo seas. Lo lamento, chico. Tu abuela sólo quería protegerte. Siendo medio humano, Kuo podría matarte fácilmente. — ¿Por qué debería? Una sonrisa torcida curvó los labios de Okho — Porque él es nuestra Maldición. La Guerra entre Ryo-Wo y Ryo-Kuo ha durado casi ocho mil años... Está matando a nuestra raza. — ¿Crees que debería...? — Ryujin era un chico otra vez. Un chico confundido. — Creo que deberías ir con tu abuela, la Reina Bentén, y pedirle a ella que te cuente toda la historia. Ella te llevará a la corte de Ryo-Wo. Allí aprenderás lo necesario y esperarás hasta que llegue tu tiempo. Si llega. Ryujin asintió en silencio. Preguntar, aprender y esperar. Lo que hubiera sonado terriblemente molesto en otras circunstancias sonaba bien para él ahora. Había visto pelear al dragón azul. No era un cobarde, pero una confrontación directa con el hombre

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que había conocido... Kuo, la Serpiente... Había sentido su poder cuando tocó sus garras quemadas. Sabía que no estaba listo para enfrentarlo... y que quizá nunca lo estaría. — Está bien, vamos. Si puedes volar, — dijo. — Seré capaz. No tenemos tiempo. Y los dos dragones volaron hacia el oeste, hacia el hogar de Bentén. No vieron la sombra oscura desprendiéndose de las rocas negras, volando tras ellos en silencio.

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Capítulo 24. La última batalla.

La Ciudad Este estaba en ruinas. Uzume miró alrededor sombríamente, reprimiendo un estremecimiento. Había amado esta ciudad... su ciudad. Aunque la vida aquí era dura... muy dura... ésta había sido su ciudad. Ella empujó una montaña de escombro a un lado con la cola y olfateó el lugar. No... No había más sobrevivientes. Los arranques de furia del Tirano habían ido demasiado lejos. Los últimos habían demolido los edificios y estaba destruyendo la ciudad entera. Casi cada aniversario de la huida de Bentén, o de la muerte de Ryo-Yi, si no estaba de campaña, destruía algo. Al principio habían sido solo las habitaciones de Bentén y sus lugares favoritos en el Palacio. Luego, se hizo extensivo al resto de la ciudad. Esta casa porque tenía una fuente como las que le gustaban a ella. Aquel edificio porque tenía el color de sus escamas. El otro porque había sido levantado el día del cumpleaños de Ryo-Yi. Después las razones desaparecieron. La locura se apoderó de él. Estaba completamente loco, y los Ministros, incluido el padre de Uzume, el Ministro Mayor, no eran capaces de controlarlo. Sólo Okho, el joven Mensajero había sido capaz... una vez. Eso había sido mucho tiempo atrás, antes de la muerte de Ryo-Yi. Ryo-Yi había sido un buen Ryujin. Habría sido un buen Rey. Era bueno, y muchos de sus actos estaban dirigidos a corregir los abusos de su padre. La gente lo amaba, pero había muerto. Uzume conocía bien las circunstancias. A veces pensaba que si la gente, la gente común, la de la calle, supiera cómo había muerto el Príncipe, habrían matado al Tirano con sus propias manos. Pero, mientras volteaba los escombros de una casa derrumbada dejó de prestar atención a sus pensamientos. Un olor... un olor y un sonido.

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— ¡Ey! ¡Aquí! ¡Alguien que me ayude! — gritó. Pero nadie podía venir. Tendría que arreglarse sola. Los Rescatadores estaban ocupados en otro lugar. Después de todo, el último ataque había destruido la mitad de la ciudad, como un terremoto. Concentró sus poderes en hacer levitar los escombros y esparcirlos lejos. El débil ruido se repitió, y un movimiento. Algo polvoriento se movió ligeramente. Uzume se acercó y lo tocó. — ¡La ayuda viene! ¡Resiste! — dijo, fingiendo calma. Sus poderes eran insuficientes para mover el pedazo de pared y techo que aprisionaban al dragón herido. La cola se movió otra vez. — Mi bebé... — dijo la voz. — Espera... Trataré de... — Muy tarde... — jadeó la voz. — Salva a mi bebé... La cola se movió un poco más, y una pata trasera empujó un huevo que rodó afuera. Uzume lo abrazó. — Lo tengo. Encontraré ayuda para ti... — dijo. — Muy tarde... Cuídalo... Las últimas palabras le llegaron con humo. Su último fuego. La madre había muerto. Uzume miró helada la punta de la cola y el huevo que tenía entre los brazos. Sabía que era inútil, pero intentó mover los pedazos de pared. No pudo. — Uzume, necesitamos... Ella se estremeció y se volvió. El jefe de los Rescatadores. — Oh. ¿Quién está ahí? — preguntó. — No lo sé. Ella está muerta. Intenté... Ayúdame... — ¿Un huevo? No te preocupes. Llévalo al hospital. Nos encargaremos de esto...

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Se volvió y llamó a dos de sus asistentes. La hicieron a un lado, amables pero con firmeza, y ella se dirigió al hospital. Era, después de todo, su primer día como Rescatadora. No era mucho lo que podía hacer. Pero habían convocado a todos los que podían ayudar. El último ataque de locura del Tirano había sido terrible. La gente no podía, no debía soportarlo más, pensaba Uzume, mientras recorría las calles buscando un camino que no estuviera bloqueado para llegar al hospital. Ella tenía que hacer algo. Un movimiento en sus brazos le recordó el huevo. Le sopló aire caliente encima para tranquilizarlo, pero la cáscara se quebró, y un par de ojos dorados la espiaron. Los miró asombrada: no tenía huevos propios, nunca había empollado. La cáscara se resquebrajó un poco más y un pequeño dragón púrpura, una niña, saltó sobre ella, acurrucándose en su regazo. Ella la abrazó con fuerza. — Andarienna... — murmuró volviendo involuntariamente al antiguo lenguaje. Significaba bienamada. Pero un movimiento sobre su cabeza reclamó su atención. Un relámpago dorado, un dragón dorado, volaba sobre la ciudad. Uzume lo miró atónita. El Ryujin Dorado llevaba a Okho, el Mensajero. Debía llamar a los otros. ¿Pero el bebé? El segundo de duda fue suficiente para que el dragón dorado se desvaneciera en la oscuridad. Pero ella debería... Una sombra azul oscura que ella conocía muy bien cruzó el cielo como una flecha tras los dos dragones. El Tirano... Si había tenido alguna duda, la desechó al momento. Apretó a la bebé púrpura contra su pecho y corrió, no ya hacia el hospital (no había tiempo para eso) sino para el lugar de reunión de los rebeldes. Aullaba desesperada la alarma mientras corría.

— ¡Mi Reina!

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Bentén salió del Templo que se Inunda. No admitía ser molestada durante la semana que pasaba allí cada año. Nunca lo había permitido. Su cara mostraba todo su enojo cuando salió. — Mensajero... ¿Qué...? — Pero sus ojos fueron atraídos por otra cosa. La mancha azul en el horizonte estaba bordeada de fuego, y se acercaba rápidamente. — ¿Adónde lo llevaste? — siseó, mirando más allá. Okho se volvió y se puso pálido de repente. — Nos siguió... — ¿Por qué no me dijiste, abuela? — dijo Ryujin. Bentén lo miró pero no le respondió. Hizo un giro, y un extraño movimiento que Ryujin nunca había visto. Ella levantó la mano, y un Cetro con una gran esmeralda brilló en su mano. Su vestido cambió, de la túnica blanca que llevaba a un lujoso vestido de gala rojo, bordado en oro y plata, con mangas anchas y un escote amplio en el que brillaba un magnífico collar con una Joya blanca. Su cabello centelleaba con joyas doradas y plateadas, tejiendo una corona alrededor de sus sienes. Ella era la Reina, y Ryujin tomó conciencia de ello por primera vez. Ella golpeó en el suelo con el Cetro tres veces. La joya verde centelleó, y un hombre (un Ryujin en forma humana) apareció y se arrodilló frente a ella, besándole la mano. — Mi General Lossar... — saludó Bentén. — El Tirano está aquí. El hombre se enderezó y miró en dirección que ella señalaba. Frunció el ceño. La nube de fuego azul estaba más cerca, y él se inclinó ante Bentén una vez más. — Estaré listo. Sopló una alta columna de fuego rojo, de donde comenzó a salir un ejército de Ryujin, ya ardiendo en llamas y prontos para la batalla.

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Bentén avanzó hacia la orilla, y tocó tres veces en las aguas con el Cetro. Un camino de luces vivientes, los Ryo-To, se abrió para dar paso a un dragón verde claro, que se transformó en una hermosa mujer al llegar a la playa. Se inclinó ante Bentén. — Hermana... Mi Reina. — Melori, Señora del Reino Submarino... Refuerza la guardia sobre los monstruos marinos... La última batalla está sobre nosotros. Melori se inclinó profundamente, y un cuerpo de soldados (dragones de agua, éstos) se reunieron con la ardiente armada de Lossar. Bentén se había vuelto hacia las colinas. Movió extrañamente el Cetro, como si estuviera llamando a una puerta invisible. De nuevo, las chispas de dragón se unieron en el aire, indicando un camino hacia el cielo. La puerta invisible se abrió, y otra mujer, vestida de blanco, bajó, caminando sobre el viento. — Mikori, Señora de los vientos... Necesitamos ayuda. La Guerra está sobre nosotros... Cuida de mi nieto Ryujin... — dijo Bentén. Ryujin la miró. ¿Cuidarlo? Podía cuidar de sí mismo. No necesitaba niñera. Pero el batir de muchas alas detuvo sus protestas. El Tirano estaba aquí. — Esposa... — gruñó, dirigiéndose a Bentén y mirándola con una llama helada en sus ojos negros. — Mentirosa y traicionera como siempre. — ¿Mentirosa? Nunca te mentí. ¿Qué quieres aquí, Kuo? Él hizo una mueca. — La Corona, por supuesto, — dijo. La locura se asomó a sus ojos. — Y a ti... Y la vida del Ryujin Dorado. — No. No te daré la vida de mi... — empezó Bentén. Pero Lossar se interpuso.

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— No, — dijo. — No tienes que explicarle nada. — Desafiaba a Kuo con la mirada. — Cállate. Los muertos no deberían hablar, — dijo Kuo desdeñosamente, avanzando hacia él, tratando de alcanzar a Bentén. — No, — repitió Lossar. — Pero no estoy muerto todavía. La mueca en la cara de Kuo era cruel y se deformó horriblemente cuando se transformó de nuevo en dragón. Lossar también se transformó. El golpe de los cuerpos al trabarse en lucha hizo temblar la tierra. Rodaron sobre la playa, pero Bentén no dio la orden a la armada para que interviniese. Las llamaradas se disparaban en todas direcciones. Los fuegos se levantaron en la orilla. Bentén parecía paralizada, mirando la lucha sin un movimiento. No parecía darse cuenta de los muchos dragones que aterrizaban alrededor de la pareja que luchaba. — ¡Grrr! — Una nueva llamarada de Lossar dio de lleno en la cara de Kuo. Arañó ciegamente, y alcanzó a Lossar en el brazo y el pecho. El veneno le arrancó un grito. Cayó y rodó a un lado bajo la mirada burlona de Kuo. Él avanzó sobre el dragón caído, presto a terminar con él, pero una forma se puso en su camino. El fuego de Lossar lo había cegado momentáneamente, y no podía ver al intruso. — No. No lo matarás... — ¡¿Uzume?! — Sonó sorprendido. La vista empezaba a volver. Vio a su gente alrededor, aún aquellos supuestamente leales a él. Estaban prontos a traicionarlo. Uzume, la hija de su Ministro Mayor lo desafiaba. La furia lo cegó de una manera que el fuego no había sido capaz. Avanzó y la tomó por la muñeca, torciéndola. Resopló humo, listo para quemarla viva, pero una cosa chiquita y púrpura corrió sobre el brazo de ella y le mordió la mano. — Tú... ¡lagartija! — gruñó, soltando la mano de Uzume.

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— ¡Déjalos en paz! — Lossar se había levantado. — ¡Traición! — aulló Kuo mirando alrededor. — Ustedes... Ustedes... — No te seguiremos más. Debimos hacerlo mucho antes, — dijo Uzume. Él avanzó un paso en su dirección, pero Lossar, aunque herido, estaba allí, cubriéndola a ella y al bebé con su cuerpo. Okho, el otro traidor estaba ahora a su lado, y la fría mirada en los ojos de los Ryujin lo detuvo. — ¡No los necesito! — gritó. — ¡Renegados, bestias traicioneras! ¡No los necesito! — Y dio un terrible bramido, un sonido ensordecedor que hizo temblar la tierra. Bentén se estremeció de repente, porque reconoció las palabras en el aullido. Estaba convocando a los demonios de las profundidades. Se volvió al ejército y gritó un par de palabras. Pero la formación de batalla estaba escasamente arreglada cuando el mar se puso negro y burbujeó, y las formas oscuras de los demonios empezaron a subir a la playa. Los soldados Ryujin se mantuvieron en posición, observando a la muerte arrastrarse sobre las arenas, y de pronto, todos a la vez, gritaron y se lanzaron al encuentro del destino. Los soldados de Kuo se volvieron a un lado y al otro. El tirano los había abandonado a los demonios. Solo los denodados esfuerzos del ejército de la Reina los mantenía alejados de sus esposas e hijos y familias que los habían seguido. No les llevó mucho tiempo pensarlo. Le dieron la espalda al Tirano y enfrentaron a los demonios lado a lado con los soldados de la Reina. Pero el poder del Tirano era menor de lo que solía ser. Pronto se dio cuenta que no podría dominar a los demonios. Se acercó a Bentén aprovechando la confusión. — Sólo quiero la Corona. Debes dármela, — repitió. Su gruñido era bajo y amenazador. Estaba muy cerca de ella ahora, y Okho vio que no podría alcanzarlos a

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tiempo para protegerla. Las piernas de Lossar ya no lo sostenían, y cayó sobre Okho. Lo recostó en el suelo y se levantó de nuevo. Ryujin avanzaba a proteger a su abuela.

— Esto te dolerá, pero es necesario... — susurró Uzume. Desgarró el arañazo envenenado con su propia garra y presionó para hacer salir el veneno. No tenía cuchillo para hacerlo apropiadamente. Sopló el mejor de sus fuegos blancos y Lossar soltó un aullido. — Necesito quemar el veneno, o te matará... — se disculpó Uzume. Pero cuando ella sopló por segunda vez, Lossar perdió el sentido.

Ryujin estaba frente a su abuelo. — No la tocarás, — dijo. La mirada burlona no lo hizo retroceder. Kuo resopló. — Nieto... — murmuró. — El Dorado es mi propio... Adivinó las manos de Bentén tratando de mantener atrás al dragón dorado y gruñó. — ¡No! Mujer, tú no... Kuo se lanzó sobre Ryujin y rodaron sobre la arena como él y Lossar habían hecho. Pero Ryujin había observado su manera de luchar. Enterró las uñas en el cuerpo de Kuo y aleteó antes de que él o alguien más pudiera intervenir. Arrastró al dragón que se debatía más allá de las colinas y desaparecieron tras ellas.

Bentén se acercó a Okho. Lossar estaba todavía desmayado. La batalla se alejaba, y los encuentros se esparcían por la playa. Aquí y allí, un par de soldados de la Ciudad del Aire atrapaba a un demonio en una nube dorada y lo llevaba de regreso a las

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profundidades, a los calabozos de Melori en el fondo del mar. Los dragones de Lossar y los de la Ciudad Este luchaban lado a lado ahora, todas las diferencias olvidadas. — ¿Cómo está él? — le preguntó Bentén a Okho. — Estará bien... en unos días, — dijo Uzume. — La cicatriz... Okho interrumpió: — Era la cicatriz o la vida. Conoces los venenos de Kuo. Bentén asintió pensativa. Luego dijo: — Lleva a la gente a la tierra de Mikori. Ella los enviará a la Tierra Escondida con mi padre... — Mi Señora... ¿Qué vas a hacer? — preguntó Okho. Parecía asustado. — Salvaré a mi sangre. La vida del Tirano no está en la Guerra... — murmuró. La luz en sus ojos era extraña. El fuego de la Joya había subido a ellos. Okho se estremeció. Ella iba a afrontar su destino.  Cuida de ellos... — dijo. Se transformó en el dragón rubí y partió. La noche se volvió de repente más oscura.

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Capítulo 25. El precio de la libertad.

Lossar miró al techo, azul y blanco, como el cielo de una tarde de primavera. Era el palacio de Mikori. Miró alrededor a través de las pestañas, tratando de no moverse. El dolor era terrible cada vez que lo hacía. — ¿Cómo te sientes, Lossar? — preguntó Mikori. Ella era siempre tan dulce. Le sonrió. — Regular. Preferiría morirme. ¿Dónde están la Princesa Ciruela y la pequeña Lagartija? Uzume no se había separado de él desde que habían llegado. No, desde antes. Desde que rodó a sus pies cuando luchaba con Ryo-Kuo... tres semanas atrás. Y Andarienna, la pequeña Lagartija, no se había separado de Uzume. — En el patio. Las envié para que descansaran un poco. Uzume se está poniendo demasiado pálida... Lossar sostuvo la mirada de Mikori unos momentos. Luego bajó los ojos. — Envíalas a la Cuidad Escondida, con el resto. Yo estoy muerto, y la recámara de un moribundo no es lugar para criar un bebé. Mikori seguía mirándolo. ¿Era piedad lo que veía en sus ojos? — Está bien, pero se lo dirás tú, — dijo al fin.

Lossar cerró los ojos. Sus recuerdos eran confusos. Tenía todavía una buena cantidad de veneno en él. Bentén había dicho... Sí. La Reina había ordenado poner la gente a salvo en la tierra de Mikori. Él combatía la debilidad que se había apoderado de

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él. Okho llamó a Violeta. Ella tenía grandes poderes... Ella y Uzume entrelazaron las manos y soplaron fuego curativo sobre él. Pudo dominarse un poco más. Okho lo ayudó a levantarse. Convocó a los Ryo-To, y ellos abrieron el sendero a la tierra de Mikori. Los sorprendidos Ryujin necesitaron las palabras tranquilizadoras de Okho para atreverse a volar hacia las puertas que se abrían. Uzume también habló. Ellos les dijeron que el tiempo de temer al Tirano se había ido para siempre, y les recordaron la vieja profecía según la cual el Ryujin Dorado liberaría la gente... Lossar no pudo hablar. Se sentía mareado. Se preguntó qué estaría pasando tras las colinas donde Ryujin y Bentén habían desaparecido. De vez en cuando, los relámpagos iluminaban el horizonte. Cerró los ojos. Abrió los ojos. Uzume estaba a su lado. Los dragones volaban, algunos más lento, otros más rápido. Los más viejos ayudados por los jóvenes y los niños ayudados por sus padres. No había signos de la batalla, y los últimos soldados se unían a las filas de refugiados. — Vuela. ¿A qué estás esperando, chica? — gruñó. — Tengo un nombre: Uzume. — Flor de Ciruelo, — tradujo él. — ¿Y qué? Vuela con el resto antes de que seas ciruela pasa. Las puertas no estarán abiertas para siempre. — Te estoy esperando. No podrás volar en este estado, — dijo ella con calma. La bebé roja estaba acurrucada alrededor de su cuello como una bufanda. — No iré. Tú sí. Y apúrate, — dijo bruscamente. Estaba más acostumbrado a ordenar a los soldados que hablarle a las damas. Pero ella era obstinada. — Si no te transformas y extiendes las alas, te levanto y te dejo caer, —dijo ella. Él trató de enderezarse, pero se tambaleó y tuvo que apoyarse en la roca otra vez.

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— No iré. Ve y díselo a Okho. Él cuidará de ti y de tu lagartija... Ella hizo una mueca y se fue. Entonces él se recostó contra la pared y cerró los ojos dispuesto a morir. El ruido de unas alas lo volvió a despertar. Uzume y su bufanda roja estaban de regreso. — Decidimos que no te abandonaremos, — dijo, y se sentó junto a él. — Pero te traje esto. Mitad tímida, mitad mandona, lo arropó en una manta. La bebé se estiró y se acurrucó sobre su pecho tan pronto como sintió el calor que desprendía. Lossar suspiró y volvió a cerrar los ojos. Se sentía demasiado cansado para discutir, y de verdad, no los podía mantener abiertos. Se despertó cuando sintió algo caliente en su oído y algo frío en su frente. Uzume lo refrescaba con un paño húmedo, y Andarienna humeaba en su cuello. Hizo un esfuerzo y se sentó. Era de día otra vez, y las puertas al Feudo de Mikori estaban cerradas. — Todavía no puedes volar, supongo, — dijo ella. — Te dije que te fueras. — No seas maleducado conmigo, o no tendrás tu almuerzo. Lossar la miró, pero no replicó. La bebé se deslizó y se apoyó en sus rodillas. Sacó una mano y la acarició con suavidad. — ¿Es tuya? ¿Qué le pasó al padre? — Sí. Y no tengo ni idea. Está probablemente muerto, como la madre. Lossar levantó los ojos con curiosidad. — No soy su madre. La encontré en un derrumbe. — Y la conservaste. Te gustan los huérfanos y los moribundos.

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Uzume levantó una ceja, pero no dijo nada. Lo cuidó hasta que vinieron por ellos. Okho se había transformado en humano frente a ellos, unos días después. — ¿Mi Señora? — Ah. Llegas justo para el almuerzo, — saludó Uzume. — ¿Almuerzo, Señora? Hemos estado esperándolos por tres días. ¿Qué hacen todavía aquí? — Él no puede volar. Demasiado orgulloso para pedir ayuda, y demasiado pesado para mí sola. Okho miró a Lossar, y luego se aproximó a ella. — No está bien. ¿Por qué? — le preguntó en voz baja. — Todavía tiene veneno adentro. No puedo sacárselo, — dijo ella con suavidad. — Creo que quiere morir. — Llevémoslo a la Ciudad del Aire. Así, Uzume bajo su ala derecha y Okho bajo su izquierda, llevaron a Lossar al palacio de Mikori.

— ¿Qué tontería es esa? — El grito lo despertó de repente. El pequeño dragón rojo saltó sobre él y corrió para enroscarse sobre su pecho. — Andarienna... Pequeña Laggy... — La bebé respondía más a su apodo que a su verdadero nombre. — Laggy... — Uzume tiró de la cola de la bebé y se sentó junto a Lossar, empujándolo para hacerse lugar. — ¿Qué tontería es esa? — repitió. — No sé de qué... — dijo él en voz baja y cansada. — Quieres que me vaya. ¿Por qué?

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Lossar suspiró. — Estoy muerto, Princesa Ciruela. Tú y tu lagartija necesitan un lugar mejor donde quedarse. — No-estás-muerto, — dijo ella, clavándole el dedo en el pecho. — No quieres ser sanado, que no es lo mismo. Eres terco. Y un tonto. — Estoy de acuerdo, — dijo Mikori desde la puerta. — Es la hora de la cena. Me llevaré a Andarienna. Disculpen. Lossar frunció el ceño mientras Mikori se retiraba con la bebé. ¿Por qué no se había llevado a Uzume? Quería morir, y poder descansar al fin. Habían habido demasiadas cosas mal en su vida como para continuar con ella. — Vete a cenar, Princesa Ciruela. Uzume sonrió. — Sólo tú me llamas así... — susurró. Lossar se encogió de hombros en la cama y cerró los ojos. Ella tendría que conseguirse un esposo. — Tienes razón, — dijo ella. ¿Había hablado en voz alta? Hubiera sido tan... — ¿Descortés? Lo fue, — dijo Uzume. — ¿Me estás leyendo los pensamientos? — preguntó él. — Sí. Trató de recordar qué había pensado desde que la conoció. No pudo. Ella se quedó allí, quieta. Esperando. Él podía sentir su calor a través de las mantas. Trató de separarse un poco y el movimiento le provocó una punzada. Tenía los ojos cerrados, pero la sintió inclinarse sobre él. — No sé porqué no me permites curarte, Príncipe Lossar...

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Podía sentir su respiración y su perfume, tan cerca. De repente quiso... pero bloqueó el pensamiento de inmediato. La sintió apoyar la mano sobre la cama a su lado, y de pronto sus labios estuvieron sobre los de él. El fuego de ella disolvió su resistencia, y las sábanas se mancharon con los restos de veneno que salió de sus heridas. — No fue tan difícil, ¿o sí? — murmuró ella. — Soy demasiado viejo para ti, Princesa Ciruela... — dijo él. Ella estaba todavía demasiado cerca. Él todavía podía sentirla respirar. Y el latido de su corazón. No se había apartado. — ¿Qué edad crees que tengo? Hice de madre para mis hermanos y hermanas desde que mi propia madre murió. No es la cantidad de años, sino cómo los vivas... — dijo todavía sobre su boca. Podía sentir el roce de sus labios, suaves, incitantes... Quiso besarla, pero se quedó quieto. — Hazlo... — le rogó ella en un susurro. — Por favor, hazlo... Todavía por un segundo pensó en rechazarla. Pensó en decirle "No está bien" o algo como eso. Abrió la boca para decirlo, y terminó por besarla como los dos habían estado deseando.

Tres semanas atrás... Ryujin se llevó la mano a la frente. Si cerraba los ojos lo reviviría todo de nuevo. Las colinas se levantaban oscuras contra la noche. El sol se había ido, pero el dragón azul que se debatía entre sus garras brillaba con un resplandor oscuro. Se dio cuenta que él también brillaba con una especie de luz dorada.

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Al pasar las colinas, Kuo se liberó con una violenta sacudida. Ryujin salió rechazado hacia atrás contra las rocas. Pero él era joven, y más fuerte de lo que él creía. Se recuperó pronto y voló hacia la nube azul de fuego y humo. Se trabaron en batalla, retorciéndose el uno contra el otro, esquivando golpes y zarpazos envenenados. El fuego fundía las rocas a sus espaldas, y Ryujin las oía caer entre sus aullidos. Pero Kuo era astuto. Y todavía era poderoso. Y había conservado gran parte de la magia de los símbolos que había robado largo tiempo atrás y que Bentén recuperara. Gritó un par de palabras en el antiguo lenguaje, y la Corona de las Tormentas que una vez había tenido en sus manos, brilló sobre su cabeza. Se rió mientras se la quitaba y le soplaba humo azul encima. La playa cercana se levantó en olas de espuma blanca y nubes venidas desde todas partes oscurecieron el cielo. La tormenta golpeó fuertemente la playa y las colinas, y pronto la lluvia hizo imposible volar. Ryujin se aferró a una roca y la inundación lo arrastró. Bentén no le había enseñado a luchar contra la tormenta. Kuo se rió otra vez. Volaba fácilmente bajo el diluvio y el viento no lo molestaba. Golpeó la roca de la que Ryujin se sostenía, y los dos cayeron al abismo: Ryujin y la roca. Kuo le gritó algo mientras caía, pero no pudo escucharlo. Sacó fuerzas de quién sabe dónde y aplastó la roca que lo arrastraba hacia abajo. Voló hacia arriba como una flecha y se dio cuenta que él estaba brillando más fuerte. Su luz proyectaba arcoiris contra las nubes negrísimas. Y vio a Kuo ordenando al Fu-jin y al Ni-jin, los demonios del trueno y del relámpago que lo atacaran. Debía pensar rápido, pero no le llegó ninguna idea Se acurrucó como una pelota de fuego dorado, preparándose para resistir, y su fuego brilló todavía más, como si un pequeño sol hubiera bajado para iluminar el mundo. Fu-jin se paró en seco y Ni-jin huyó. Rai-jin, el demonio del viento se puso de

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su lado. Sopló loca y salvajemente, empujando las nubes a uno y otro lado, y arrancando la Corona de las Tormentas de la cabeza de Kuo. La Corona cayó, y Kuo y Ryujin se zambulleron tras ella. Pero ninguno de ellos la obtuvo. Bentén había llegado. Tomó la Corona y se la puso. El cielo se aclaró y la luna plateó la piel negra y mojada de las colinas. Sostuvo su Cetro en alto pronta para atacar a Kuo, pero él había sujetado a Ryujin desde atrás y estaba llevándoselo lejos, hacia el fondo del Mar Interior. Bentén los perdió de vista, y aullando con desesperación se sumergió en las aguas verdes, gritando el nombre de Ryujin.

Las profundidades del océano eran más oscuras que la noche. Por un segundo pensó que se ahogaría, y luego se dio cuenta que podía respirar bajo el agua al igual que Kuo. Vio el lejano destello de la Ciudad de Melori, pero Kuo estaba sujetándolo con fuerza, y lo arrastraba hacia las profundidades. No podía liberarse por sí mismo. Kuo lo empujó hacia un oscuro agujero en el fondo. Las aguas se arremolinaban allí como en un desagüe. La corriente arrastró a Ryujin y en su desesperación aferró a Kuo. Los dos fueron atrapados por la corriente. Escuchó los gritos de Kuo. Gritaba algo en un idioma desconocido, y de nuevo Ryujin se preparó mentalmente para otra lucha. Como lo había supuesto, girando en el remolino, los demonios de las profundidades respondían al llamado de Ryo-Kuo. Algunos ayudaron a Ryo-Kuo a salir, y los otros se lanzaron al remolino para atacar a Ryujin. Pero el fuego se le escapó, asustando a los demonios. Estaban acostumbrados al frío y la oscuridad, y este fuego dorado era doloroso y atemorizante para ellos. Y una cuerda blanca lo alcanzó desde afuera. La aferró y en unos pocos tirones alguien lo sacó. Kuo estaba todavía tratando de salir. Sus ayudantes habían huido, y Ryujin vio que

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quien lo había rescatado era Bentén. Su joya blanca brillaba clara sobre su corazón de dragón. Kuo la vio en ese momento. Una expresión extraña le crispó la cara, y bramó: — ¡Te maldigo! ¡Que tu número nunca crezca!... ¡Nunca!... — soltó. Bentén pestañeó un poco, y cruzando una mirada con Ryujin, se aproximaron y tomaron las manos de Kuo. — Te llevaré al juicio del Rey, — dijo ella con calma. — Él es justo y... Nunca terminó esa frase. Tan pronto como sus patas traseras tocaron suelo sólido, él saltó sobre ella y enredándola, voló hacia arriba, hacia la superficie y el cielo abierto. — ¡Noo! — gritó Ryujin, volando tras ellos. Los había seguido por días, sobre colinas y montañas, y bosques y valles, y nunca los alcanzó. Kuo era fuerte, y su resistencia parecía inquebrantable. Había golpeado a Bentén contra las paredes de los precipicios una o dos veces, pero ella resistió. Estaban lejos de las montañas, en una tierra de suaves colinas y grandes llanuras cuando ella por fin pareció reaccionar. Ryujin vio de lejos las llamas rojas levantándose para envolver al fuego azul. Se apresuró, pero estaban muy lejos. Sus fuegos crecieron, incendiando las nubes, y cambiaron de color a una luz enceguecedoramente blanca. Luego todo se oscureció. Ryujin se esforzó, tratando de alcanzar a la pareja. Si su fuego se había apagado, podría significar que su abuela... No, no quería pensar en eso. Sólo batió alas furiosamente casi hasta desgarrárselas.

El lugar era extraño. Frío. Un bosque bajaba por la colina, y había un lago junto a ella. Una roca se levantaba sobre la colina, curiosamente señalando el cielo. Un mojón

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o una señal. El humo trepaba y se enroscaba a su alrededor, acre. Escocía en los ojos. Pestañeó para apartar las lágrimas y los pensamientos. Un hombre encorvado estaba parado allí, mirando a la cueva que se abría bajo la roca. El humo se desprendía de la entrada. Ryujin se acercó en forma humana. Alcanzó al hombre. Sus ojos eran blancos: estaba ciego. — No mires en la cueva. Sólo hay cenizas y humo ahora, — dijo. Ryujin lo miró. Una lágrima le corría por la mejilla. — ¿Quién eres? Una mueca curvó los labios del hombre. — Un viejo amigo. Estaba esperándola. Pero ella entró ahí... los dos entraron juntos. El destino se ha cumplido. — El ciego inclinó la cabeza. Luego tendió la mano. Ryujin la tomó. — Ven, — dijo. Condujo a Ryujin a la entrada de la cueva. — Sólo humo y cenizas, pero todavía siento su perfume. Su fuego blanco era la última cosa que esperaba ver... — dijo con suavidad. — Adiós, mi Reina. — Era más un suspiro que un saludo. Algo blanco rodó fuera de la cueva. El ciego lo detuvo con su bastón. — Tómalo, — dijo. Ryujin lo hizo. Era la Joya de Bentén. — Guárdala. Debes entregársela al Rey Dragón. — No... No me iré de aquí... No puedo... — empezó Ryujin. No pudo detener las lágrimas y empezó a llorar. El hombre sacudió la cabeza, y apoyó una mano en el hombro de Ryujin. — Vamos, chico. Te llevaré a casa, — dijo, conduciendo a Ryujin a una pequeña choza en la linde del bosque. — Cuidaré de ti.

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— ¿Alexia? — me pregunté. No conocía ninguna Alexia. Pero, aún así, puse el papel en mi bolsillo. — ¡Ey, Mandy! — ¿Bob? — Él solía llamarme Mandy. Era su jefa, y él decía que era mandona. Después de dos años de eso, resultaba un apodo cómodo. — ¿Cómo está tu esposa? — Bien. Tendremos gemelos. — ¡Felicitaciones! Y me debes una. Él miró sin recordar. Yo le había apostado que eran dos bebés, mientras que él insistía que era sólo un gran muchacho. — Pagarás la cena, — le dije, y él se rió. Después fuimos directo a los negocios. — ¿Cómo va la excavación? — Callejón sin salida. Estamos en el lugar equivocado, te lo dije. Suspiré. Sí, me lo había dicho. Pero yo tenía mis órdenes. Así que los alcornoques del Museo nos tuvieron escarbando inútilmente por seis meses en el lugar equivocado. Después me encogí de hombros. No era mi culpa. Metí la mano en el bolsillo y encontré el papel amarillo de nuevo. Lo saqué. — ¿Qué es eso, Mandy? — Un papel... — dije. ¿Cómo podría explicarle porqué lo había guardado? No tenía sentido. — Ah... — Parecía interesado en él. Y cuando se llevó la mano al bolsillo sentí que mi corazón se detenía. Lo vi sacar un pedazo de papel amarillento, que parecía arrancado de una bolsa de papel. La misma escritura. Bordes coincidentes. Leímos: La Roca Cristal está en... y luego una sola palabra: Alexia

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