Cuento 1

  • April 2020
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  • Words: 1,447
  • Pages: 6
LAGUNAS (cuentos) Germán Parmetler POR POCO NO LO ARRASÓ

I.

Iba manejando distraída. Pensaba en Juan. Se había separado –tenía una hija. Carmen y él habían sido compañeros en la facultad. Filosofía. Ninguno de los dos se había recibido. Esa tarde habían discutido en la cama. A Carmen le había molestado discutir ahí, en el hotel, boca arriba, sin mirarse. Aunque después Juan la había acariciado un buen rato. La entendía, había dicho. Juan aún esperaba que Carmen hablara con su marido (estaba lo suficientemente enamorado como para no esperar). Sin embargo, esa tarde había dicho que no aguantaba más esos encuentros, y que se sentía un poco usado. A Carmen no le había gustado que Juan dijera “encuentros”, y se lo había reprochado. Nunca creyó, había dicho, que fuera un encuentro el hecho de encontrarse con él. Y si él no confiaba en ella ni en sí mismo, si se sentía tan poca cosa, ella había dicho que, lamentablemente, no podía hacer nada por él. Después había vuelto sobre lo de “construirlo juntos”. Construir qué, había estado a punto de decir Juan. Pero terminó balbuceando algo sobre la confianza, y que no había querido decir lo de “encuentros”. Todo poco claro. Luego se había dado vuelta en la cama. Después de unos minutos con la vista perdida entre el velador y los azulejos del baño, Carmen le había besado la espalda. Y de vuelta habían comenzado a hacer el amor.

Carmen y Juan charlaban: se contaban sus sueños y sus desilusiones, sus historias familiares, etcétera. Juan tenía buen humor, y hacía reír a Carmen. Carmen aún creía que Juan no era lo que necesitaba. Juan creía que la amaba como no había amado nunca a nadie. Ella decía que quería “dar un paso”; él quería que dejara de decirlo y que lo diera. Una vez ella le había dicho que su matrimonio era enfermizo, “pero toda la gente está enferma,” había agregado, como justificándose. Estaban fumando y Carmen había dicho que Luis (su marido) ya no le gustaba, que casi no hablaban. A veces –esto no lo dijo–, cuando Luis preguntaba algo, ella no contestaba. Quería que Luis se enojara. Pero esto a Luis lo tenía sin cuidado. Nunca levantaba la voz. Sabía que su matrimonio era ridículo y no se molestaba en cambiar nada. Pero Carmen seguía sufriendo. Luis reconocía –frente a su amigo– ser un cínico. Pero no un sádico. Aún prefería no escribir algo al respecto. No tanto por sentirse un escritor fracasado, como por miedo a seguir cayendo en la misma (el eterno retorno a la historia del derrumbe). Pero Carmen quería salir, no entendía qué estaba haciendo. Su hijo. Se quería convencer de que lo único que la mantenía junto a Luis era su hijo. Porque su hijo adoraba a papá. Su hijo estaba ahora en el cumpleaños de una amiga, y Carmen iba a buscarlo. Iba manejando distraída.

II.

Frenó a veinte centímetros del último auto de una fila de cuatro, parados en medio de la calle. La barrera del paso a nivel estaba baja. Carmen no se había dado cuenta. Tampoco había escuchado las campanadas que anunciaban el tren.

Mientras esperaba, miró una mancha de fibra en el asiento del acompañante. Miró su cartera abierta, y, dentro de la cartera, un cepillo de dientes y el atado de cigarrillos. Cerró la cartera. Miró la manivela para bajar y subir el vidrio de la ventanilla. Estaba rota. Miró, a través del vidrio, un afiche de desengrasante a la entrada del supermercado. Miró la sonrisa de la mujer que sostenía el envase del afiche. Miró la parte de atrás del teléfono público en la vereda del supermercado. Se miró en el espejo retrovisor y torció una sonrisa. Tenía los dientes amarillentos. No daba para un afiche. Atrás se había formado una larga cola esperando que alzaran la barrera. Carmen se dio vuelta y miró los autos uno tras otro. Se fijó en los colores. (No recordó el cuento que una vez le había contado Luis cuando eran novios –el del embotellamiento en la autopista). Tan sólo pensaba en los autos y el color de los autos. Lo cierto por cotidiano. El tren no sería un carguero, ya casi no pasaban. Sería el interurbano de pasajeros, un tren de dos vagones que parecía de juguete. Había comenzado a andar hacía poco en Lagunas. Carmen encendió la radio y la apagó. Dijo “la concha de su madre” entre dientes, y pisó el pedal del embrague. Se aferró al volante. Al fondo de la fila, apareció un hombre en moto y se puso a maniobrar. Frenó, torció el volante, se ayudó con una pierna y pasó con la moto entre dos autos. Carmen lo vio cuando pasaba junto al suyo. Se escuchó la bocina del tren. El de la moto llegó a la barrera y Carmen se quedó mirándolo. Por un momento pensó que quería suicidarse. Entonces apareció el tren. El de la moto pasó por el espacio libre en el medio de las barreras, y aceleró sobre las vías. Dos segundos después, pasó el tren. Por poco no lo arrasó.

Carmen suspiró. En otro tiempo, le hubiera contado a su marido lo que acababa de ver –en otro tiempo, su marido escuchaba todo lo que le contaba. El tren siguió por las vías. Subieron las barreras y los autos rodaron nuevamente. El hombre de la moto, que había cruzado con la barrera antes que el tren, ahora estaba tirado en la calle, inmóvil, de costado. La moto, atrás de él. El primero de la fila de autos frenó bruscamente: así también los que venían atrás (pero nadie chocó al que tenía delante). El primer auto estacionó. El segundo pasó despacio junto al accidente y siguió. Un viejo salió rápido del primer auto. Algunos conductores pararon y bajaron, otros miraron y siguieron. Carmen estacionó en una esquina. Bajó y se acercó al accidente. Ya se había juntado gente a mirar. -Habrá patinado después de pasar- dijo el viejo, y se apartó. Todos miraban al hombre caído. Se le había salido una zapatilla –tenía una media roja y una pierna encima de la otra. Desde donde estaba, Carmen no podía verle la cara, sí el codo raspado y la remera rota. Le brotaba un hilo de sangre detrás de la cabeza. Un tipo flaco se acercó al herido y se agachó. Otro dijo que no lo moviera, que podía estar quebrado o algo. -No iba a moverle- dijo el flaco -Voy a llamar una ambulancia- dijo Carmen, y todos la miraron-. Hay un teléfono público allá- señaló el supermercado. -Ya llamé, querida- dijo el viejo, y volvió entre los que miraban, mostrando un teléfono celular.

III.

La policía llegó antes. El patrullero se atravesó en medio de la calle y las luces azules rondaron entre la gente que miraba. Bajaron dos policías. Uno fue hacia la gente y, sacudiendo los brazos, ordenó: “vayan para atrás, hagan lugar”. El otro hablaba por radio. Del aparato salía un ruido de lluvia. El policía hablaba en clave. Cortó y sacó un cuaderno del patrullero. Luego lo apoyó sobre el capot y tomó notas. Carmen volvió a su auto. Buscó un cigarrillo en la cartera y fumó sentada, con la puerta abierta. Extrañamente, la invadía cierta clama. Cuando oyó la sirena y vio la ambulancia al fondo de la calle, se acercó de nuevo al accidente. La ambulancia estacionó. El ruido de la sirena se apagó como ahogándose. Carmen miró las luces rojas y verdes que seguían girando. Los enfermeros bajaron, pidieron espacio y atendieron al herido. Lo pusieron en la camilla y lo subieron a la ambulancia. -¿Está bien?- preguntó el tipo flaco. -Sí. Está inconciente, nada más- contestó un enfermero. -¿Necesita alguna ayuda? -No, señor, ¿lo conoce? -No. ¿Va a estar bien?- insistió el flaco. -Sí. Hay que apurarse; ¿alguien lo conoce? Todos dijeron no con la cabeza. El enfermero subió a la parte de atrás de la ambulancia. Cerró la puerta y la ambulancia arrancó. Sonó la sirena. El policía del cuaderno se paró junto a la moto, y dijo a los que quedaban: “El show terminó, circulen, no hay más nada que ver acá”. La noche cálida ya había oscurecido el cielo. Y Carmen iba manejando otra vez. Su hijo esperaba que pasara a buscarlo por el cumpleaños de la amiga. Quizá a él le

contara algo de esto. Seguramente, él le contaría otra cosa, algo del cumpleaños. Carmen pensó que podría hablar con la madre de la amiga de su hijo. Y hasta era posible que volvieran a casa con un pedazo de torta. Carmen recordó que jamás en su vida la habían enyesado.

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