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LA S TERTULIAS.
Muéveme ú escribir hoy sobre costum bres marcianas contemporáneas el cer tamen anunciado en este «Semanario», al que me hace concurrir mas el afan de mostrarme cortés al llamamiento, que la esperanza de un galardón, no por modes to ménos honroso y apetecible. Muchas veces acaricié la idea de en sayar mis fuerzas en este género litera rio, tan descuidado en nuestro país desde que ha enmudecido «El Curioso Parlan te,» como digno de ser sèriamente culti vado por cuantos posean el sagaz espíri tu de observación, la sal ática y el sobrio colorido que resplandecen en las «Esce nas Matritenses»; pero siempre aplacé para mas adelante la ejecución de mis proyectos; y en tales quedaran probabl
mente, á no exis tir motivo ían [lodoroso p a ra determinarme á re a li z a r lo s , e a pai te , c o m o e i interés de coutí ibuir al m a j o lucimientodel concurso, aumentando coi este pobre producto de mi ingenio ei nú mero de las composiciones presentadas ¿Ni á qué, tampoco, apresurarse á trasia dar al papel, y en este á las geueracio oes ven ide ra s, los rasgos mas saliente y característicos de nuestra socdal ñso ijomia? Experimenta, la de otras capite les,tan rápidas y trascendentales mudan zas, que el escritor de costumbres no h de darse punto de reposo si quiere copia la en ca d a uno de sus instantes, al modo que el pintor y aun la fotografía instan táne a (que tal es á veces la preaiura) si apresuran á ñ j a r en sus lienzos ó en su cristales los monumentos amenazado por la piqueta revolucionaria. Pero Mur eia, si bien no puede afirmarse en abso luto que no se m u ev e, lo hace tan leni perezosamente que h a y momentos épocas enteras en que parece estaciona se vé; estamos tan distantes ¿ córte que el ferro carril y el telègrafi ser tan rápidos eficacísimos
y da. Ya la coa
y
ageí
tes de traasformacioD, han e mp le a do años y años en ll e g ar hasta nosotros, y , una vez establecidos, han marcado su influencia en el desarrollo de la pública riqueza, promoviendo la expo rta ci ón de ciertos productos; pero no en lo que con el modo de ser de la población se r e la ciona, introdaciendo mejoras im portan tes en ce lle s y paseos, desterrando a ñ e jos usos y preocupaciones en p u g na con la razón y con el espíritu del siglo, y ha ciendo, en fin, de este país lo que por sus e nv id iab le s condiciones de produc ción y dotes de sus hijos está llamado á ser entre las provincias de Es pa ña . ¿Es Murcia, por ve nt u ra , un pueblo re tró gra do que s i g a á su pesar y empujado por los otros la evolución g e n e r a l en todas partes iniciada?No. Sobradas pruebas ha dado,en nuestras harto frecuentescootiendas políticas,de su tem per am en to liberal y progresivo. C a m in a hacia su perfec cionamiento con co nvicción , pero sin en tusiasmo, y deja siempre para la j o r n a da del dia de m a ñ a n a loque por su habi tual indolencia dejó de recorrer en el presente. De aquí su l a m e n t a b le atraso
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en cl ói'den material é in te lectaal; do aquí, también, tipos y costumbres que hallaron en todo su vig or los que vieron alborear el siglo diez y nu eve, y que, probablemente, no veremos desaparecer los que á sus postrimerías asistimos. A u n pululan por sus calles:«el betune ro» ambu lant e, con su caja del tiempo de M a ric a s ta ña , oponiéndose con todas sus fuerzas al establecimiento de los «Gran des salones de limpia-botas»; el basure ro, á cu yo brazo s e g l a r sig ue confiada con m e n g u a de nuestro nombre la poli cía de las calles; el aguador, hechos trusas los calzoncillos y luciendo por los sitios mas céntricos la mu scula tura de sus piernas; aun hiere nuestros oidos, á prima noche.la esquila del animerò, y el esquilón de la Catedral á cualquier hora que la proximidad de una tormenta e x i ge, para ia tranquilidad del ve ci nd a iio y ei inminente riesgo del camf)aoero y del cap el lá n, el a u xi li o de su conjuro; eociéndense hogueras con lostrastos viojos de las casas Ía víspera de San Juan y de San Pedro; tuéstanse cast añ as en medid de las plazuelas, mientras se visitan los
cementerios; cada v i rg e n y cada santo de retablo callejero tienen, como a n t a ño, su ílestecita con música y pólvora, si no es con el aditamento de la v a c a e n maromada corrida por las calles; aUmenan mas cada dia ú los viudos reinnident('s; por último,— si ha de tener fin e st a i'f'lacion,— no iia.ce un ano que los murciauos madrugadores pudieron Yev cómo resucitaba ei "celebérrimo «Rosario de la Aurora» de proverbial y escandaloso acabamiento.¿Qué falta, pues, al cuadro de nuestras act uales costumbres, para ser el mismo del año ? ¿Los í railes? ¡Bah! No ha y que apurar se por tan poca cosa: pronto los veremos entre nosotros si Dios y el Gfjbierno no lo remedian. ü n a cío las costumbres más a rr a ig a d a s Cu el seno de nuestra sociedad, a q u e l la ^ine a m e n a z a durar lo que el pl an et a, son l'is tertulias. No trato de las formadas en una cas a particular, por familias de mas ó menos confianza, y á las que la fraseología moderna ha confirmado con los nombres de «reuniones, ó soirés.»Las fortulias típicas, á que me refiero,son las cuustituidas solo por hombres que sien
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tan sus re ale s,d ur an te mueiias horas del día, ante el mostrador do una tienda de comercio. P a r a proceder con método, trataré pri mero de in d a g a r la razón de ser de una tertulia; re gistraré después ei abolengo de las que hoy existen; y llegar é, íioalmente, ai estudio de estas, considerando en e ll a s los mismos tres elementos com ponentes del drama escénico: el lugar, ios personajes ó caracteres, y la acción. N a tu ra l es que la vida e xt e rio r de todo pueblo responda á las condiciones pecu liares de su e x is te n ci a . Así vemos ese bullir incesa nte, que hace,comparablesá inmensos hormigueros, las calles do las poblaciones fabriles ó comerciales. Ese continuo movimiento s ane a la atmósfera social, ren ov á nd ol a ;d el choque y comer cio constantes de tan tosintereses,brota la ilustración, nacen las necesidades, y se crean,por doquiera,centrosde instruccioa y de recreo donde nutrir la i n t e l i g e n c i a j hallar lícito solaz al cuerpo y al ánima fatigados de las diarias tareas. Pero ea Murcia, donde no h a y estímulo á la actb vidad eu u i o g u n a de sus esferas, ¿quél|
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de hacer el hombre,— mejor dicho— qué hace? porque lo que ha de hacer nos lle varía m u y lejos de nuestro propósito. E l murciano de pura s a n g r e , — y si he de ser justo habré de confesar que todos los somos,— despacha sus asuntos, si los tiene, ó no los despacha si no los tiene, ó aunque los te ng a , y en las horas que le dejan libre sus más precisas ocupacio nes, ó ¡as que g u s t a e le g i r entre todas las del die, se en ca m in a al eentro del e s caso movimiento de nuestra capital: á alguna de las pocas ca lle s donde h a y tiendas. Una vez allí, no es gra to pasear de un tirón las tres ó cuatro horas que necesita para m a ta r el tiempo— tal es su Ocupación f a v o r i t a — y pide un a silla en la tienda de un am igo . Se la dan y se sienta: allí, en aquel momento ha na ci do una tertulia. C u en ta un solo indi vi duo, pero no importa; otros se le unirán con la misma necesidad de ma tar el tiem po, y lio tardará en for marse el c a r a c t e rístico círculo. Y como la e x p r e s a d a ne cesidad es de todos los dias, porque el fiempo es una especie de f é n i x ó de hidra r e n ac e sin cesar au nq u e sin cesar
mmm - lö se le mate, la tertulia se reunirá diaria men te , perseverando en su obra de des trucción. De este modo debieron formar se, á principios del siglo, las d el a s li b re rias de Teru el , de Bellido y de Benedicto, centro de los aficionados á la li teratura en a q u e ll a época; la de la botica de Cachapero, especie de club de aquellos libe rales e xa lt a d o s que a l l á por los anos del 20 á s ab ore ab an allí con delicia los números de «El Martillo», órgano como ahora se dice, en la prensa murci an a, de sus e x a g e r a d a s pretensiones; la de don Juan Cortina, heredera del elemento pro gr es is ta de la antei ior y que a m eni zab a de v e z en cuando este buen señor con e x perimentos de física r e c r e a t i v a ; l a de L a G ra s a , que, para el inocente juego de la p e r e g i l a y celebrar las chanzontRas del festivo D. Ramón J u m ü la , reunía en p seno al escultor Bag li et o, á D. F é l i x M a n r e s a , á D . Damian A l m a n s a , á un plateado indiano c a y o nombre no recuer do y á quien conoció toda Murcia, y á tantos otros de feliz memoria; la de la g u a n te rí a de Giménez, que eosordecia al ve ci ndario una vez á la s e m a n a con las
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carcajadas que a r m u c a b a la lectura del Padre C >bos; y muchas mas que en g r a cia de la brevedad, ó por ser menos cono cidas, habré de omitir en este relato. Go mo se ’^^é, las tertulias no buscan pata su instalación un gén ero de tiendas deter minado, si bien han abundado casi s ie m pre en ias boticas y en las librerías: en aquellas á c à u s a , sin duda, de ia antiquí sima costumbre de reunirse en ella s m é dicos, y de prestarse dócilmente á cqnsontirías la monótona vida del boticario; yen estas por las ci rcunstancias de lle var genei'almente an eja un a imprenta y de ser inclinada de s u yo , á la polémica sobre asuntos literarios más ó menos m e cánicos ó clentiticos, la g e n te tras que en todos los tiempos ha solido fiecuentarlas. La tertulia es una de esas plantas cosmopolitas que a rr a ig a n y cre cen ea cualquier terreno; lo ese nci al, la condición «sine qua non» para su e x is leocia, es que el terreno sea el de un a lienda. Pero dis ti nga mo s En toda tienda puede nacer y desarrollarse una tertulia , P-ío no en todas le es i g u a lm e n t e fácil conseguirlo. L a tertulia, por r e g l a g e n e
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ral m u y quieta y s os ega d a, h u y e del movimiento como de un en emigo encar nizado: así es que elije para campo de sus empre sas una tienda en decadencia, poco turbada por el entrar y salir déla g en te y por la sempiterna charla de hor teras y compradores. Si cuando allí se est a bl e ce queda todavía un asomo de ven ta, el la , con el solo influjo de su pre sencia, por cierta especie de acción cata lítica, que dicen los químicos, se encar g a de hacerlo desaparecer. ¿Quién, siu una e x t r e m a necesidad, se a tr e ve á pa sar hasta el mostrador, íiajo aquel fuego granea do de miradas y piropos, si el quo entra es una compradora jov en y bonita? ¿Con qué cara decir á la faz d e ’ la tertu lia que va á lle va rs e fiada la mercancia, ó descubrir que l o q u e se busca es un afeite para disfrazar los años ó medici na para ciertas dolencias? Una tertulia es un fiscal mas temible que los emplea dos de consumos. De todo se entera; des de lo que pasa en el interior de la ca s a y de la familia hasta lo que pasa por la ca lle, y h a y q u i e n , a l a v i s t a r l a desde fuera, aprieta el paso para e sca pa r cuanto an-
— la tes al r e g i s t r o de t a n t o s mirones. Puede acontecer que la tertulia se pro ponga embestir la posición, que j u z g a e s t r a t é g i c a , de una tienda floreciente, ó que se a a ta ca d a en su propio campo por ei mismo dueño de la que un dia le diera amistoso asiio, al pretender este señor rejo vencer su establecí miente con nue vos artículos ó emprendiendo en m a y o r escala su negocio. Es de ve r entonces la la lucha á muerte emprendida entre la tertulia y los flam antes compradores. Acuden estos en masa; re pliégase aq u e lla contra el mostrador; unos y otra se molestan, se estrujan, pero ninguno ce de; refuérzanse las huestes de una y otra parte; la victoria permanece indecisa un dia y otro, hasta que al fio suele i n cl i narse al más tenaz, y por ende á la tertu lia, á ménos que oblig ad a e s t a á batirse en retirada por el pase del dueño d é l a casa al enem igo , se parapete en la tr as tienda ó h u y a derrotada por la puerta de la calle, si encuentra incómodas ó insufi cientes sas n u ev as posiciones. Pero esto es una excep ci ón . Lo g e n e r a l es que una tertulia eche ralees m u y hondas en eí te-
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rreno quo ana vez co aq a is tá ra , sin que nadie ni nada v a y a á turbar en miiclios años la olímpica tranquilidad de sus ter tulios. ¿Quiénes son estos? ¿A. qué cla s e social pertenecen? Ai ob servar li g er a m en t e su abi g a rra do conjunto, se vé muy difícib sino imposi ble, con te st ar c a t eg ór i ca m e n te á esta pregunta. Porque á una tertulia acuden sin distinción el jóven y el viejo, e l e m p l e a i o y el ce sante, el pobre y el potentado; hombres de ciencia y profesio nes distintas, como el abogado, el médi co, el ca p e ll á n , el catedrático, el inge niero, el militar en act ivo y el de reeru' plazo, etc. etc. H a y individuos que con curren por ma ña na , tarde y noche, y á estos podría apellidárseles tertuiios^ «de fondo», como á ciértas obras de las libre rías: a esta clase suelen pertenecer: el abo gad o y el médico sin cl ie n te la, poi que 00 pueden ó no quieren tenerla; los llamados «ricos por su casa» ó propieta rios, que debieran lla m a rs e agriculto-' res en el propio sentido de la palabra; los rentistas; los negociantes con hipote ca; los cesantes; todos aquellos, en ñn,á
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qnienes oca paciones precisas no impiden tanto hijo de con versació n y de recreo. 0:ra clase mas numerosa, la forman los que solo asisten por ia tarde ó por la no che, á c a u s a de tener ocupada la m a ñ a na, y son ios empleados en g en era l; a estos les llama riam os «medio-pensiooistas». Y finalmente, componen otra sec ción, que denominaremos de vo la nd er os in num erables,sin hora ni día fijo de as is tencia, y en la cua l figuran; el médico que entra á hacer un paréntesis entre dos visitas; el procurador, de v u e l t a del juzgado: el que espera quo pase algu no, el abogado á quien da allí una cita su cliente; y , por no ser su número despre ciable, mencionaré á todos los que para decir que han pasado ocupados todo el dia, prestan animación ú las tertulias el tiempo que no les absorv en sus dos p a siones dominantes: el amor y el ju e g o. Hay el tipo del sedentario: este^ v a por costumbre, lu ego por vicio, se sienta, si puede, siempre en la m i sm a silla, y se despide de ios últimos; el del «curioso», Cuyo e xt re m ado afán de noticias le hace 1‘ecorrer todas las tertulias, recalando
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después en ia de su predilección para res o m ir lo acontecido en ei dia; el del «sabijondo», c u y a especialidad consiste en f a l l a r «ex-cathedra» sobre todas las cuestiones; el del «silencioso,» ocupado e x c l u s i v a m e n t e en afirmar con gr a ve s ca be zad as cuanto sale de boca del anterio. ¿Y á qué seguir enumerando clases y tipos de tertulios, cuando ni el gènio cla sificador de Linneo fuera capaz de com prenderlos todos en ordenado cuadro sinóptico? Sin em b a rg o, la consideración de que son muchos es, y a , como un tè nue ra yo de luz, que comienzo á v i s lu m brar en este càos. Prosigamos en nues tras re flexiones, y acaso estudiando al tertulio en acción, es decir, á la tertulia en su vida íntima, logremos verlo brillar con (odo el explendor apetecido. V e a m o s cómo y en qué emplean las ter tulias la fabulosa suma de actividad de todos sus individuos. ¿Lo creereis? Unas ve ce s en resolver con la m a y o r formali dad las charadas dei «Tio Conejo», ó en proponer y desciíVar alter na tivam en te las que cruza con otro ccíítro charadístico aocálogo; otras en hablar de política
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interior y exterior, con más e xte ns ió n de ia primera por ser más menuda; y con bastante frecaeiicia en h a c e r l a crónica de lo que pasa en ia capital, tema m u y socorrido de co nve rsación, sobre todo si lo que pasa tiene cierto tufillo es c a n d a lo so. Cuando estos asuntos se g a s t a n ó se a g o ta n , la tertulia se a li m e n ta , como el calenturiento, á e x p e n s a s de su propio organismo, y e x p lo ta la s debilidades ó fiaqiiezas de sus miembros, entre los que no deja de haber a lg u n o que hace el pa pel de víctima. De estas a g ru p ac io n es de i n te lig e nc ia que en otro medio a m biente podriandar tan beneficiosos resul tados, salen proyectos y empre sa s tan útiles como ju g a r ju nt os un décimo de lotería, pasar un dia de campo en la F uensa nta, ó celebrar con una comilona el santo de cada uno de los cofrades. L a s tertulias cumplen, pues, á m a r a v i l l a el propósito de aquel murciano que conside ramos como su fundador y piedra a n g u lar: el de matar el tiempo, ó lo que es lo mismo, ei de perderlo, porque, lo que se ma ta, se pierde. Y hé aquí la c l a v e del enigma: no es posible en um e ra r ni clasi-
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ílca r á todos los tertulios, pero todos aspirao á un mismo ü q , a perder tiempo, y e a este so!o ra s g o los reconozco á todos: los tertulios somos todos los marci an os, y las^ tertulias la en car nac ió n v i v a de Murcia. Si; excepción hecha de las clases j o rn al er a y comerciante, v e r d a d e r a m e n te trabajadoras, todos pasamos a l g u n a vez, ó machas, por una tertulia, prestán dole con nuestra presencia, aunqu e solo s e a un átomo de s a v i a , y á todo ^ nos a l c a n z a la responsabilidad de su fat al flo recimiento. ¿Nenesitais una prueba de que Murcia está perfectamente retratada en una tertulia? V o y á dárosla. C a da pueblo se complace en mostrar al viajero los monumentos, las iustituciones, las costumbres que puede osten tar con orgu llo como otros tantos títulos á la g e n e r a l consideración; este sus fá bricas, aquel sus acad emi as y sus m u seos, el de mas a ll á los adelantos de su a g ri c u l tu ra ód e su industria. Ahora bien: ¿Sabéis en lo que Murcia aspira á com petir con todas las provincias? No es en unas esculturas conocidas de todos, por pocos apreciadas y obra, al ñ o , de un so
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lo murciano, el ilustre Salcillo; tampoco eü e lc v a d ís im a torre, pues sabe que es mas a l t a ia Giralda de S ev il la ; es en una obra de tocios: en Casino. ¿Y qué es el casiao? ¡Ah! El Casino es ia tertulia que pros per a,y no cabiendo y a e^nel reducida espado de u í u i tienda, ha invadido uu verdadero palacio. ¡Y este edificio sun tuoso va año por año dilatando sus domiuiüs y a m e n a z a a b s or v er la poblacioa eiUera! 8e m e a*‘g ñ i r á q ü e oo es posible pasar toda la vida trabajando, y que ias ter tu lias no son otra cosa que centro de pasatioiiipo y de recreo; pero contestaré^ di ciendo que los pueblos vi ril es y activo s imposibilitan de todo punto la creación fie tales c e n tro s . Allí trab ajan todos d u dante el dia en el ejercicio de su profesión, estudiando las mejoras y adelantos que fiimiamente se hacen en todos los ramos, escribiendo para ilustrar su nombre y inteligencia de sus conciudadanos. El ficsoanso se deja para la noche; y entonse acude á los teatros, á los liceosj á acad emi as, y hasta la s diversiones deportan el provecho que nace de la coa-
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templacioQ de las obras artísticas y ias controversias c i e n t í f i c a s ó lite ra rias. No se crea que e x a g e r o y doy dema siada importancia á las tertulias couei fin de zaherir ni criticar á las que exis ten. Huyendo de este escollo, no he eoosiderado ciertas escenas y ciertos tipos, ni entrado en detalles que pudieran pai recer alusiones; y además, no es iícit-j suponer tal intención en quien ha perte-necido á a l g u n a s y no ha renunciado todo via, á fuer de buen murciano, á fre cu e nt a rl a s a l g u n a que otra vez. Las ter tulias no son la c à u s a , sino la conse cuencia, el resultado de este mal queei el marasmo en que todos yacemos; } mientras no nazcan en nuestra saciedad estímulos que nos despierten,seguiremos! vi vi en do tr anquilamente en tertulia pot los siglos de los siglos. I Después de todo no h a y porqué !n0Si apuremos. Si a lg u ie n nos reconviene po' nuestra desidia, nosotros, á semejam^ del pueblo de Israel que inm ola ba uQ cordero á la divinidad y l a n z a b a otro desierto carga do con los pecados de to*
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dos, echaremos la culpa de lo que nos sucede á otro infeliz cordero acostumbra do de antiguo á llevarla por nosotros; al clima.'
LA F i l l f 1 1 1 M L f 1 1 1 ,
M u y p ró xi ma s á la celeb rad a Fuente de Gaitero, h a y dos b ar ra cas de pobre y m i se ra b le aspecto. Sus costados mueS' tran el desnudo de sus cañizos. El mantillo,que las cubre,se lo v a l le va nd o cada . día, poco á poco y en girones, el viento j de «a rriba».Sus cruces parecen m a s bien I la s d e s e p u i t u r a s ol v ida das ,qu e la s de vi vie nd a s de cristianos. E n c or va d as sus cim a s , a g u j e r e a d a s sus «leras», caí comidas sus puertas sin cerraduras ni aldabas, aque llas barracas son un poco mas que
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chozas 37 UQ poco meaos que hogares do dos familias, ü a a de ella s tiene eti ia puerta u a a parra que la a c a ri c ia coa sus retoños; y la otra, á uno d e s ú s lados, ua corpuiecíto sauce, que parece está allí colao para llorar ia total ruina de aquel a l bergue. Pues, sin em b a rg o , en esas dos barra cas vfVian hace cosa de un año dos fa m i lias. Eo la que se e uc uen tr a primero. Q u e es ia mas pró xi ma á la men cio na da fuente, v i v í a n : Blas Correntilla, su m u jer y un hijo de unos veinte años, en ten dido y conocido en la Al bata) ía y e n Espinardo por «El Correntilla», que era el apodopatroíiíraico, lo úoico-queel mu cha cho ha bia de heredar en la c a s a paterna, fi Correntilla padre y el Correntilla hijo eran basureros; con la diferencia de que el hijo lo era por ia fuerza, y el padre lo era con orgullo. El hijo, de e'ntrar y sal ir ec las ca s a s de Murcia, habia visto a lg o fiel mundo: habia visto que a lg u no s com pañeros su yo s , arrojando el «mocho», eabian entrado en la corriente del proSt'pso, desempeñando ca r g o s de luci miento, como el de encendedor del Gas ó
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fogonero del Tren, y no se humillaba hasta recoger de las vias públicas el de tritus que benéficamente les deja á los de su oficio la policía urbana, sino con la esperanza de alcanzar el dia de su eman cipación. La mujer de Correntilla era la vandera: total, que la industria de los D Correntillas no era la perfumería. Pero, vamos á la otra barraca, que es tá como un tiro de bala de la primera. Allí vivia el «Conde», la «Condesa», que era naturalmente su mujer, y la «Condesiquia», que así se llamaba en el partido á su hija Cármen, una muchacha de diez y seis años, que era una primavera. El Conde era, hasta cierto punto, un perso naje; por algo le habrían puesto ese aristocrático apodo, pues su nombre era An tonio Frutos. Era lo que se llama^ en la huerta un «périto», esto es, práctico eo la agricultura.Elsabía apreciar, con pre cisión matemática, las «rejas» y el abo no que tenia un bancal;fios beneficios que tenían un par de novillos, criados á me dias; tasaba, sin discrepar eu nada, la hoja de las moreras de cuarentatahullas; cubicaba, á ojo, un monton de estiércol;
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kforaba una garbevu;
,se sabia de memoria, no s p o g s Uioe c fio la Huerta, sino los usos y
E L S '^ .« .y T S ; muy
bien la im portancia
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■'•■ ''k f k S i i T / . k T . r u r i » . . : asa maner a y s e g u u buo como él decia, l®,S"®PU^uier del Conde •lirarse» coa nadie. era modista, dig ámoslo a ^ , con ^
La muj
mismos Armadores V todas las aquel paraje, armillas y , a l g u n a s ve ce s, ha^ a e Hiñas. hija Carm en se
de Su
man ocupaba en los
afanes caseros.
Entre las dos familias de barraca habia la diferencia q resulta, en gustos y_ en
_tre los „ue
que viven del V iA isen io. se sostienen con el esfeerzo ¡„foranLos «Correntillas» eran rudos é ign oran tes: los «Condes» eran afa bl es y Esta diferencia, en su m a n e ra de s e . , los fué separando poco á enemistaron. Siendo l a s a o s
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que habia allí mas p róx im as, eran las i menos unidas. ¡Mire V. que irronia de g e n t e la de los Correntillas! hasta deja ron de contestar á Ca rmen, cuando p a s a b a por la puerta de ellos, y de cía con cariñoso tono; «Buenas tardes nos dé Dios». El «Correntilla» era tac tonto, que, cuando se retiraba el hombre de rondar, d isparaba cerca de la barra ca del «Conde» un pistolon que tenia, y que lo Cargaba hasta la boca, con objeto ae que se c a y e r a n los platos y tazas que la muchacha tenia puestos eu la leja en tre naranjas y limones. El Conde despreciaba todo esto, y lo ma s, cuando el Correntilla hacia cua l quier fechoría d ee sta s, se contentaba con decir: ¡vamos!... «asnas»...! Y á pesar de todo y de la trompa que les tenían los «Correntilla», los moradores de ia otra b ar ra ca eurnpiiaa siempre como buenos vecinos. Estando así, una noche, noche de i n v i erno, oyeron los Condes voces lastimeras en Ja otra barraca: «¡Virgen Santísima!-— d ecí a n— ¡mi mujer se muere! ¡No hay quien nos favorezca! Dios aiio! Diosmioí»
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Aloir Citas voces, do se detuvieroo; él» su mujer y su hija, á t r a v é s de la oscuri dad, tropezando y resbalando por la e s trecha y e sca rc had as en da, iiegaron alláElcua/iro que se encontraron era triste: ¡a pobre la va n d er a se rev ol ca b a en la cama, tendida en el suelo, con un a g u do dolor de costado, y ios liombres, su marido y su hijo, arrodillados cerca de ella, 00 sabían mas que llorar.— «No hay que a p u ra rs e » — entró diciendo el Conde, — «aquí se v a á hacer lo que sea me nester». Y eu efecto, la pobre la v a n d e r a habia estado todo ei dia la vando, con a g u a co mo el hielo, al aire libre, y era necesario reanimar aquel entumecido cuerpo. No queremos sor difusos en estos pormeno res: los C mdes trajeron la ropa de abri go de su casa; el tablado de una ca m a , para le v a n ta r á la enf erm a del suelo; le cocieron tazas de flor de m a lv a s ; la a s is tieron, en fin,con todos los remedios po sibles, y últim am ent e produjeron, con Riedicinas y con palabras cariñosas, la reacción que necesitaba aquella infeliz.
Ei Correntilla hijo, que estaba en uu
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rincón; hecho una a v e fría, se quedó co mo encandilado, viendo á Carmen cómo arreg’laba la ca m a de su madre, le apre tab a la ropa, le mullía las cabec era s y le colocaba sobre ellas la ca b ez a. Cier ta me nte , la mu cha ch a, entre ve rg onz os a y a g i t a d a , est aba encendida como la g r a n a y mas hermosa que una ampola. Por este y otros hechos, que por no ha cer m u y e xte nso este relato no referimos, los Correntillas reconocieron en fin que no solo 00 tenían motivo a l g u n o de re sentimiento con su vecinos, sino que, por el contrario, debían Cctarles recono cidos y has ta besar por donde ellos pi saran. Kl Correntilla y a no d isparaba los tra bucazos de aptes. Al contrario, p a sab a con las m úsicas de las rondas por la puerta de C árm en , can ta ba sus coplas y últim amente echó sus reliochitos a b r a z a do á una morera próxima. En este tiem po es cuando el muchacho protestaba en su interior de renunciar á la profesión paterna. Un dia entró en una casa de un parroquiano á limpiar un palomar, y el dueño le pregu nt ó: — ¿Basurero, tú sabes-
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leer y escribir?— Y o no, dijo Correntilla. Pues entonces— le dijo el otro— siempre serás basurero como tu padre. Esto le hizo pensar mucho:— Cá rm eu sabe leer y escribir, y yo no sé...^— ¡Arre, burra!— y empezó á darle picazazos al pobre animal que conducia por delante. Ultimamente se puso á dar la cart ill a coQ el maestro de e sc u e la de Espinardo, éiba todas las noches á dar su lección después del trabajo del dia. A nt es de conocer las letras, conoció el pobre que est aba enamorado de su veci na,de Cármen la hija del Conde;pero con un amor iliterato,sin retóricas de n i n g u n a especie. Se sintió hombre para querer y basurero para aspirar, y se puso hecho un demonio. (!Dios nos libre¡) En la primera ocasión que tuv o, habló con Carmen; y sin mas rodeos, temblo roso, eracendidos sus ojos, fuera de sí, le dijo: «Yo quiero ca s a r m e contigo». Carmen no contestó; se quedó como turbada ante aqu ella brusca declaración, y por ma s que no desconocía su afecto, nías aún , por mas que oo le era indife rente, ni mucho menos, no pudo articu-
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lar palabra. Sin embargo, al couclair el baile, por que esto pasaba en un desperíollo, cuando Carmen se levantó para ir se á su casa con su madre, echó á Correntilla una mirada de esas que todos los hombres comprenden, y e n lasque todos leen estas palabras: «Te quiero mucho.» Y aquí empiezan los dos á padecer. El Conde, según el decia, habia criado á su hija como la propia rosa, y no estaba por que, así sin más ni más, se la llevara ua mostrenco como Correntilla. Le liizo sa ber á su hija que no queria, y,cuando el novio fué á platicarle del noviaje,lo des pidió con cajas destempladas. Esto au mentó el amor de los dos. Las miradas furtivas fueron más ardientes, y las po cas palabras, que podían decirse, eran mas solemnes, mas apasionadas. Correntilla aprendió á leer y tiró el mocho. Por medio de un conocido suyo de la ciudad, consiguió en arrendamien to algunas tahnllas, y quiso tener casa y fundar una familia. Entonces, se llegó mas formalmente á el Conde, le pidió su hija y, viendo que este seguía en su ae-
gativa. volvióle caWzbajo y meditabua^°4los ¿ias habló coaCármeo y le ‘^’4 ;T Ù me quieres de veras? " ¡ L î ’ b ie n “ e f menester probarlo. K s L S e \ r v i e u e s co om igo .Q me ro carte. E q cuanto oscurezca, te espero
^"I¡rac4de a fa ím a ! ¿Qué vamos á ha-
mas remedio que «Bacarte». — No, no; eso
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nunca...
'" ü p u e s me dejarás á P|*-q,®Jf“ Jíne Carmen lloraba Xgntilla) no le este era el nombre del cayesen faltaba mucho para que se ‘“ ¿ K S I o
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¡Virgen Santísima!—Diio Carmen
era que pudiese v e n f p ”/ í l g u S s íe V e f f t ' d L a sb n t' cuerpo y revestian^L f iT A* tomaban r . : r ¿ r B
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y mi padre ¿qué hará’
uireceion Lj.,. Paeo como loco, sin
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sai* siquiera en que era dueño de la m u jer que a m ab a. Cármen no haci a mas que suspirar, sembrando por aquellas sendas las lá g ri m a s ardieutes de sus hermosos ojos. — ¡Paco de mi vida! ¿Qué se dirá de
mí,
Paco contestó bruscamente: — ¿Qué se h a de decir? N a d a . . . pasado m a ñ a n a y a somos marido y mujer. A ú n siguieron andando un poco tiem po, y al pasar por delante de una c a s a de regular apar ie nci a, dijo el Corren-
tilla:
— Ahora v e r á s . . . Se aproximó á la puerta y empezó á lla m a r dando fuertes golpes con el palo que l l e v a b a en ia mano. A los dos ó tres golp es, una voz bronca contestó desde dent ro: — ¿Quién l l a m a á estas ho ras?— y Paco, con toda la fuerza de sus pulmoues, respondió desde fuera: «¡Fa vor á Isabel Segunda!» grito es pesar de todas las se indica que el dá
! Este
§tan apuro.
tradicional en la huerta, á revoluciones, y con él que lo se halla en un
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L a p ue rt a se abrió, y a p a r e c i ó , con uq caQdil en la man o, un hom bre que no l l e v a b a m a s ropa que un c a m is ó n y unos zaragüelles. — Sr. Alcalde ¡favor á Isabel Segunda! — gritó por s e g u n d a vez Correntilla. —¿Pero qué es, hombre?— dijo el pe dáneo. |Yi — N a . . . na... que he sacao á mi novia y v e n g o a depositarla en su casa de V. El A lca ld e, enterado como e st a b a de l a s cosas del partido, comprendió al mo mento la situación, y dijo: — ¡Cármen! ¡mujer! V á l g a m e Dios!... P a s a , hija, pasa que m a ñ a n a veremos lo que es esto... L a mujer del A lc a ld e tam bié n se habia le va nt a d o, y al oir las últimas palabras de su marido, salió á la puerta, en el momento de recibir en sus brazos á la pobre Cármen, que c a y ó ea ellos casi desmayada. Entre el A lcalde y su mujer entraron á Cármen eu la alcaldia, digámoslo así, y la prodigaron todo género de consuelos, haciéndola acostar y procurando tran qui lizarla.
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Correntilla se quedó paUiiìqad^^ viendo i m p a s i b l e m e n t e / e l A lc a ld e cerraba ia puerta y seijo defaba en ia caile. Después se ioternd¡aQ un paniz o,qu e habia enfrente, y sen tid ^ , a| pié de,una rn a*era estuvo toda iá? nóche mirando ia ca sa . ; A otro dia, el Alcal de , m u y de mañaua, se personó en la barraca del Conde, que e st a ba ... para pedirle un favor. — Conde, le dijo el pedáneo, tu bija e s ta ea mi casa. Contestación del Conde: -~Yo no tengo bija ningun a; una que tenia se murió. — No «sa» muerto, nó. — Que «sa» muerto, te digo... y fuera de mas conversación. — S i l a vieras... no hace más que decir: «iPadre de mi alma! ¡Madre de mi alma! }o no se lo que me he hecho». sabes lo que te digo? que el v e r l a llorar le par to el corazón á cua lq uie ra ... Conde, h a y dye «hacer mundo».... y últim am ent e, tú no la quieres por hija, y o la recojo, por mí mismo y como autoridad.
—¿Y
^1 Conde empezó á hacer pucheros, y
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el A lc a ld e, aprovechando aqu ella debi lidad de padre,' le dijo:«— V a s á venir á v e r la y le v a s á dar un abrazo.» — ¡Vamos, sí vamos!... dijo el Conde. En efecto, volaron á ca s a del Alcalde. Cuando Carmen vió á su padre, oo le temió; sabia lo bueno que era y cuánto la q u e r ia , y arrojándosecon entera coofiaoza á sus brazos, regó con sus puras lágri mas el rostro del pobre viejo. Solo le dijo m u y bajo:— «Padre, y o s o y pura é ino cente, como cuando salí de la casa». Su padre entonces la besó en la frente. L a a lca ld esa separó al padre y á la hi ja; y a l v o l v e r s e el Conde, para ir al ; tinajero á beber un poco de a g u a , se en- ¡ contró al Correntilla que est a ba detrás | de él, arrodillado, con la cab ez a baja y más humilde que la tierra. — T í o Antonio, yo te ngo la culpa de ^ todo: V . es el cuchillo y yo soy la c a r n e ; ' corte V. por donde quiera. ! El primer impulso del Conde fué Ian-, zarse sobre .el Correntilla y estrangular lo; pero reflexioDÓ un momento, se pasó m u y despacio la mano por la frente, mi ró á su hija qne e s t a b a lívida, esperando
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el fio de aquella escena, y ’ultimameote le dijo á su futuro yerno: —Bésame la mano. Correntilla se abalanzó á ella y besán dola y rebesándola decia: —Yo le querré á V. mas que á mi pa dre, mucho mas. Cármen, con todas estas cosas, creia que soñaba y que veia el cielo abierto. Fin
de los
C uadros
de
C o s t u mb r e s .
El perro es el modelo, el verdadero proto-tipo de la amistad: cada especie se distingue por su atributo particular que es, por decirlo así, un homenaje ren dido á ese noble y generoso sentimiento; ul uno es especialmente dedicado aguar dar los ganados, el pastor solitario le
confia sin temor sus más queridas espe ra nz as : el otro v e la en torno de nuestra morada, y nos dá la seguridad en medio de nuestras inmensas posesiones. Nos dormimos bajo la fé de su instiuto vigi la n te y protector. El perro hace utilizar todos los dias en provecho del hombre los dones mas raros de que la naturaleza le ha colmado. Él busca, interroga, sigue prudente mente el rastro de ia presa que persig;ae el ávido cazador. S e d i r i a que ia adhe sión que tiene á su amo, a g u z a en alguo modo toda la delicadeza d a su ñ a í s i m o olfato. No es menos cierto que se expone pof él, cuando se trata de combatir á los m á s terribles habitantes de las se lv a s j le demuestra á cada iustaute su iafati* g a b l e intrepidez. Pero consideremos, sobre todo, esos, vale rosos ao i males en rat'dio de los hie los ( p monte de San Bernardo, prestan-' do asistencia a los viajeros que s e extra v i a n , les gu ian en el seno de los tìiif* b la s, les crean caminos en medio de loS torrentes, á través de mil abismos, j, comparten coa los hombres mas venera
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dos los cuidados peligrosos de uua bieuhechora hospitalidad: ved los perros de Ter ra no va, lanzarse eo las olas, afron tar su ira, luchar brav am ent e coa el des euc ad eaa mi eü to de los vientos y de la tempestad, renuirse para mejor resistir la corriente de los rios, sumergirse en los abismos de la mar, y traer hacia la p la y a ios desgraciados náutragos. ¿Quién no ha oido hablar de los perros de la Siberia? Parece, sin em bargo, que no se ha celebrado bastante su in te lig e n cia, su abnesraciou, sus servicios, su g e nerosidad. Estos anima les sirven á la v e z para ios siberianos de bestias de c a r g a ' de bestias de tiro. Ellos manifiestan un admirable vigor y trasportan fardos á distancias prodigiosas. Se les e n g a n c h a á los trineos. Mas listos que nuestros Corceles, ellos saben abrirse salidas á tr a v é s de las sendas mas escarpadas. No hacen mas qne tocar el suelo, y pasan rá pidamente sobre la nieve sin jam ás hun dirla. Tan sobrios como laboriosos, les es suficiente para su manuteuciou algunos pescados que se escabeclidia poniéndose en co nserva.
Pero lo que hay de mas maravilloso ei
las costumbres de esos buenos perros, es que quedan libres y entregados á ellos mismos todo el curso del estio. Mientras no se tiene necesidad de su asistencia, vivea de su sola industria. Solo con ana señal que se les hace des pués de la aparición de ios primeros íVios, acuden afectuosamente cerca de sus amos, para darles todos los servicios de que estos tienen nece idad. Ellos les dirigen durante las tinieblas de la noche y eo medio de las mas terribles tempes tades. Cuando los siberianos caen entumeci dos sobre la tierra cubierta de escarcha, sus perros vienen á cubrirlos con sus cuerpos y á comunicarles su calor na tural. ¿Pero qué hace el hombre, para todo tan ingrato,por tantos buenos oíicios?Esperan que lleguen á viejos, para curtir su piel y vestirse con ella.
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AYUNTAMIENTO DE MURCIA ARCHIVO
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