Con Autoridad.docx

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Con autoridad En la tarea de educar tenemos que contar con los premios y los castigos. Sin embargo, hay que saber utilizarlos, porque de lo contrario, de ser nuestros mejores aliados pueden convertirse en los peores enemigos. Respecto a los segundos, se podría decir que propiamente castiga el que castiga mal; si lo hacemos bien, simplemente estamos educando. El castigo tiene la finalidad de corregir y encauzar un determinado comportamiento, así como conseguir que nuestros hijos obedezcan. La obediencia no significa sumisión, sino docilidad para dejarse educar. El niño que comienza obedeciendo a sus padres, acaba obedeciéndose a sí mismo, se hace autónomo y responsable. Pero sólo se hace obedecer y tiene potestad para premiar y castigar quien posee autoridad y la sabe ejercer. Aquí, a quien compete ejercer la autoridad sobre los hijos es a los padres. No obstante, la autoridad no viene legitimada por quien la ejerce, sino por cómo la ejerce. Así, hay padres que no tienen autoridad, mientras que otros sí, simplemente porque unos no la saben usar, y, en cambio, otros la entienden como un servicio por el bien de sus hijos. Respecto al ejercicio de la autoridad, podemos distinguir cinco tipos de padres. Los proteccionistas, incapaces de castigar ni hacerse obedecer, no tienen autoridad porque no son capaces de ver lo que realmente conviene a sus hijos. Los desertores, que han renunciado a desempeñar su función porque la educación se les hace muy cuesta arriba. Los permisivos, los cuales nunca castigan ni se imponen porque piensan que eso es coartar la libertad de sus hijos. Los autoritarios, que hacen uso de una excesiva autoridad pero no se la han ganado. Consiguen que se les obedezca más por miedo que por respeto, doblegan las conductas pero no llegan al fondo. Por último, están los padres con autoridad, que la entienden como la forma natural de querer y educar a sus hijos, como la manera de hacerlos crecer. La autoridad la ganan los padres gracias a una actitud positiva ante la educación de sus hijos que tiene ingredientes como estos: tiempo de dedicación, respeto, justicia, criterio firme, saber escuchar, dar razones de las decisiones tomadas, saber buscar las cosas positivas, demostrar afecto, no usar la violencia, coherencia…

Saber mandar El peor enemigo de la educación es la falta de voluntad. La persona abúlica se deja llevar por el ambiente o por otras personas porque no es capaz de darse órdenes a sí misma, en el fondo, porque no ha aprendido a obedecer. El niño que obedece a sus padres se obedecerá a sí mismo en el futuro. Pero para que nuestros hijos aprendan a obedecernos, nosotros tenemos que saber mandar. Porque no se trata simplemente de dar órdenes, sino de un arte que debe contener estos ingredientes: Cariño. En toda relación con nuestros hijos no podemos prescindir del afecto. La determinación de una orden no tiene por qué estar reñida con el cariño, pues no mandamos porque sí o por capricho, sino por su bien. Debemos conseguir que nuestros hijos cumplan lo que les decimos no por miedo a un castigo, sino porque quieren. Si nos alegramos cuando obedecen, querrán obedecernos para vernos contentos y, cuando se vean obligados a hacer algo, pensarán: “a mamá le gustará”. Claridad. Es importante que las órdenes que les demos sean pocas y muy claras. Con ese fin, seleccionaremos unas cuantas, las reforzaremos y, cuando ya estén consolidadas, pasaremos a otras. Nunca daremos órdenes vagas o imprecisas, del tipo “ordena la habitación”, “recoge la mesa” o “ven pronto”, sino concretando más: “coloca los juguetes aquí”, “pon los platos en

el lavavajillas” o “ven a las siete”. Coherencia. Hemos de tener en cuenta que mandar supone exigirnos a nosotros mismos. No podemos intentar que nuestros hijos hagan lo que no somos capaces de hacer nosotros. Colaboración. La obediencia por parte de los hijos es una manera de colaborar en la familia. Si la ven con un modo de colaboración, será para ellos más fácil obedecer. Una forma de motivar es confeccionar un C3 donde podemos ir anotando sus logros en este aspecto. Conformidad. Debemos mandar cosas acordes con la edad de cada hijo. No podemos esperar lo mismo de una niña de cinco años que de un chico de once. Consideración. Siempre resulta altamente positivo razonar las órdenes. Las cosas no se hacen porque sí, sino por alguna razón conveniente. Considerarlo de esa manera ayuda a obedecer. Consistencia. No debemos repetir las órdenes. La madre o el padre que tiene que repetir todo cien veces no suele conseguir que se le obedezca, al contrario, acaba dando gritos y pensando que sólo le hacen caso cuando grita. Ese hijo sabe que cuando le dan una orden le quedan todavía noventa y nueve avisos para ponerse en marcha. Si mandamos a nuestro hijo a la bañera y no nos hace caso, es mejor no decírselo una segunda vez, sino que, sin enfados ni de malas maneras, llevarle a la bañera, de esa forma se acostumbrará a que las cosas se dicen una sola vez. Constancia. La gran aliada de la educación. Si no somos constantes, todo nuestro esfuerzo es en vano. No se trata de hacerlo muy bien de vez en cuando, sino de mantenerse con firmeza cada día. Conveniencia. Hay que saber encontrar el momento adecuado para mandar. Si lo hacemos cuando están jugando con un amigo, por ejemplo, será más difícil que nos hagan caso. Convicción. Tenemos que estar convencidos de que lo que mandamos es bueno para ellos y hacerlo siempre en positivo, con buenas caras, con alegría… Criterio. El padre y la madre deben compartir el mismo criterio, estar de acuerdo y apoyarse mutuamente. Nunca debemos desautorizar al otro ni revocar lo que ha mandado. Si lo hacemos, nuestros hijos se darán cuenta y lo aprovecharán a su conveniencia.

Dime cómo castigas… …y te diré cómo educas. Pues el uso de los premios y castigos conforman estilos educativos (o antieducativos) que van desde la rigurosidad más inhumana a la permisividad más absoluta, pasando por el justo medio, donde el buen uso de los premios y los castigos los hacen imperceptibles y casi prescindibles. Pero la voluntad necesita una autoridad que la vaya orientando y robusteciendo. Con el fin de formar la voluntad de los hijos, los padres debemos ejercer la autoridad, no como una prerrogativa que nos otorgara la paternidad o la maternidad, sino como la forma natural de quererlos. En este entrenamiento de la voluntad entran en juego, entre otras acciones, los premios y los castigos. Premiar y castigar no resulta tan sencillo como puede parecer. Son actuaciones que tienen un mecanismo propio que hay que conocer. Por ejemplo, debemos tener en cuenta que tanto el premio como el castigo deben estar relacionados con la acción a premiar o a castigar. Si un hijo rompe un jarrón, el castigo debe ser, por una parte, proporcionado a la acción (jugar a la pelota en casa) no al valor del jarrón; y, por otra, relacionado con lo que ha hecho, en este caso podría consistir en colaborar con su paga en la compra de otro. Dejarle sin regalos de Navidad porque no ha estudiado lo suficiente o prometerle una bicicleta si saca buenas notas, son correctivos o recompensas que

están en un plano diferente a la acción que se quiere reprender o premiar. Una forma más adecuada de plantearlo sería castigarlo sin ver la tele para que haga los deberes o premiarlo con un libro o una película especial por haber sacado buenas notas. Lógicamente, habrá que tener en cuenta las circunstancias y las características de cada hijo.

El cachete antipedagógico De ninguna manera, ni en este ni en ningún otro tema, debemos infligir a nuestros hijos violencia ni verbal ni física. Una torta bien dada nunca está bien dada. No hay ningún momento adecuado para una bofetada a tiempo. El llamado cachete pedagógico no es más que un recurso antipedagógico al que se echa mano cuando hemos perdido los nervios o nos sentimos derrotados. Muchos padres reclaman el cachete como último recurso, cuando sólo es educativo el penúltimo. Podemos adiestrar a golpes, pero no educamos. En este sentido, debemos evitar que los premios ni los castigos sean habituales, de lo contrario pierden todo su efecto. Hay madres que dicen “estoy todo el día castigando y ni por esas”, y no se dan cuenta de que es justamente por esa asiduidad por la que no consiguen lo que pretenden. También hemos de intentar no castigar delante de otros: hermanos, familiares, amigos… Como criterio general: siempre elogiar en público y recriminar en privado. Un castigo no puede privarle de cosas positivas, como quedarse sin hacer deporte o sin un campamento de verano. Rehusemos los castigos duros y duraderos. Los hay degradantes, como el de aquel padre que había encerrado a su hijo en el trastero, y demasiado duraderos, como el que tenía a su hija castigada todo el verano. En ambos casos se produce un reflujo contrario a lo que se pretende conseguir. Para no caer en todos estos errores hemos de procurar no improvisar los premios ni los castigos. Especialmente a la hora de castigar vale más esperar que no improvisar un castigo inapropiado. Lógicamente no podemos dilatar demasiado la decisión, porque entonces no tendría efecto.

Castigos razonables Los castigos sirven para formar el sentido de la responsabilidad, pero para ello nuestros hijos deben conocer las repercusiones que tendrán sus acciones. Si sabe que dejar la habitación desordenada le va a acarrear perderse su programa preferido porque la tendrá que ordenar antes de ponerse a ver la tele, será más fácil que lo haga. Siempre debemos escuchar sus razones antes de imponer un castigo. El castigo debe seguir con la menor dilación posible a la acción que se quiere sancio nar; no obstante, hay que evitar castigar sin ton ni son y, sobre todo, hacerlo sin un motivo justificado. A veces hay una razón que les ha llevado a infringir una norma doméstica y hay que tenerlo en cuenta. Antes de ejecutar, escuchar. Pero no basta con recriminar, también hay que corregir y explicar cómo deberían haber actuado: qué han hecho mal y cómo tendrían que haberlo hecho. Puede ocurrir que, si no se les explica, no sepan por qué se les castiga. Una niña nos decía: “Sé que he hecho algo mal cuando me castigan, pero no sé el qué”. Dejemos bien claro que se castiga la acción no a él o a ella. Podemos decirle cosas como: “Te quiero mucho, pero eso que has hecho no ha estado bien”. No se castiga para fastidiarle, sino para educarle, porque le queremos. Una vez impuesto, no debemos levantar un castigo. En este sentido, castigar implica castigarse, porque debemos hacer cumplir lo que hemos determinado y seguirlo hasta el final. Si somos demasiado blandos, no tendrá el efecto que pretendemos. A partir de cierta edad, de los nueve años en adelante, por ejemplo, ellos

mismos pueden imponerse el castigo o pactarlo con nosotros. Por último, hemos de tener siempre muy en cuenta que vale más elogiar lo que hacen bien que recriminar lo que hacen mal. Deberíamos felicitarles diez veces por cada una que les reprendemos. La llamamos la ley de la desproporción.

Situaciones a evitar Felipe: “Está castigado todo el año sin paga”. Benito: “Les castigo muchísimo pero, como me dan pena, siempre acabo perdonándoles el castigo”. Raquel: “Me paso el día gritando y diciéndole lo que hace mal. Me resulta imposible encontrar algo positivo para felicitarle”. Carol: “Me enfado tanto que termino diciéndole que estoy harta de él, que no le aguanto y que va a acabar conmigo”.

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