César Beccaria
Tratado de los delitos y de las penas Al lector Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compilada por orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla, envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados por obscuros intérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de opiniones que una gran parte de Europa honra todavía con el nombre de Leyes; y es cosa tan funesta como general en nuestros días, que una opinión de Carpzovio, una antigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado con iracunda complacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia segura obedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a examinarlas en este libro en aquélla de sus partes que se refiere al derecho criminal; y los desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a los directores de la felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado e impaciente la ingenua indagación de la verdad. La independencia de las opiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustrado gobierno bajo el que vive el autor de ella. Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen, gustan de las verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a la industria, pero rechazado por la razón; y para el que examine bien las cosas en todas sus circunstancias, el desorden actual es sátira y reproche propios de las edades pasadas, pero no de este siglo, con sus legisladores.
Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante todo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que, bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la opinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad la justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra este libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome a interrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectores para cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido celo o a las calumnias de la maliciosa envidia. Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto al fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad en esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no significa excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las más divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones y las arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos distintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todo sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los principios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales, y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas las consecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás. No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la ley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo que resulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tanto que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada inmediatamente por Dios y conservada por él. Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y de las consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a la revelación, puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de un estado de guerra antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estos conceptos en el sentido que los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos de ningún deber o de ninguna obligación anterior, en lugar de tomarlos como un hecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de una sanción expresa. Sería erróneo acusar de
delito a un escritor que considerase las consecuencias del pacto social si antes no hubiese admitido primeramente el pacto mismo. La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia, porque la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la justicia humana, o sea la justicia política, como no es más que una relación entre la acción y el distinto estado de la sociedad, puede variar a medida que la acción en cuestión se haga necesaria y útil a la sociedad y sólo llega a distribuirse bien por el que analiza las complicadas y mutabilísimas relaciones de las convenciones civiles. Desde el momento en que estos principios, que son esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda esperanza de razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los límites entre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad del acto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el punto de vista político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, es asunto del publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro, pues todos vemos que la virtud puramente política debe ceder ante la inmutable virtud que emana de Dios. Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observaciones críticas, no debe comenzar suponiendo en mí principios destructores de la virtud o de la religión, puesto que he demostrado que no son tales mis intenciones; y así, en vez de presentarme como incrédulo o sedicioso, lo que debe hacer es procurar señalarme como un lógico malo o un político imprevisor; no tiemble a cada proposición que sostenga los intereses de la humanidad; convénzame de la inutilidad o del daño político que podrían nacer de mis principios y hágame ver las ventajas de las prácticas admitidas. En las Notas y observaciones, he dado público testimonio de mi religiosidad y sumisión a mi soberano, de modo que sería superfluo responder a otros escritos semejantes. Todo aquel que escriba con la decencia que conviene a los hombres honrados, a la vez. que con la ilustración conveniente, me dispensará de probar los primeros principios de cualquier carácter que sean y encontrará en mí más bien que un hombre que trata de contestar, un enamorado pacífico de la verdad.
Introducción Por lo general los hombres suelen descuidar las precauciones más importantes, abandonándose a la prudencia diaria o a la discreción de aquéllos cuyo interés pueda ser oponerse a las leyes más providentes, de ventaja universal por naturaleza; y resisten asimismo al esfuerzo por el cual tienden a condensarse un poco tanto en unos el colmo del poder y de la dicha y en otros toda la debilidad y la miseria. Por lo cual, si no después de haber pasado entre millares de errores en las cosas más esenciales a la vida y a la libertad, sí después de estar cansados de sufrir los males, y llegados a su extremo, no se entregan a remediar los desórdenes que les oprimen y a reconocer las verdades más palpables, las cuales, escapan por su misma sencillez a los entendimientos vulgares no acostumbrados a analizar los asuntos, sino a recibir las impresiones de golpe, más por tradición que por examen. Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían ser, pactos entre hombres libres, por lo general no han sido más que instrumento de las pasiones de unos pocos, cuando no han nacido de una necesidad fortuita y pasajera; es decir, que no han sido dictadas por un frío estudioso de la naturaleza humana que concentrase en un solo punto los actos de una multitud humana, considerándolas desde este ángulo visual la máxima felicidad dividida entre el mayor número. Felices son las poquísimas naciones que no aguardaron a que el lento movimiento de las combinaciones y vicisitudes humanas, hiciese suceder en el límite extremo de los males un encaminamiento hacia el bien, sino que aceleraron con buenas leyes los tránsitos intermedios; y merece la gratitud de los hombres el filósofo que desde la obscuridad de su despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar entre la multitud las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo infructuosas. Conocidas son las verdaderas relaciones entre el soberano y sus súbditos y entre las diversas naciones; el comercio se ha animado al aspecto de las verdades filosóficas vulgarizadas por la imprenta y entre las naciones se ha encendido una tácita guerra de industrias, la más humana y digna de los hombres razonadores. Frutos son éstos debidos a la luz de nuestro siglo. Pero son poquísimos los que han examinado y combatido la crueldad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales, parte de la legislación que es tan principal y que tan descuidada está en casi toda Europa. Poquísimos son los que remontándose a los principios generales, aniquilaron los errores acumulados por los siglos, frenando, por lo menos con la fuerza que pudieran tener las verdades conocidas, el excesivo libre curso de la mal dirigida fuerza que hasta ahora ha autorizado el largo ejemplo de las frías atrocidades. Y sin embargo, los gemidos de los débiles sacrificados a la
cruel ignorancia y a la rica indolencia, los bárbaros tormentos multiplicados con severidad pródiga e inútil por delitos no probados o quiméricos, la melancolía y horrores de la prisión, aumentados por el verdugo más cruel de los desgraciados, la incertidumbre, además, debieran sacudir el corazón de los magistrados que guían las opiniones de los seres humanos. El inmortal Presidente Montesquieu ha tratado rápidamente este asunto y la indivisible verdad me fuerza a seguir las huellas luminosas de tan grande hombre, seguro como estoy de que los pensadores, a quienes me dirijo, sabrán distinguir mis pasos de los suyos. Me consideraré afortunado si llego a conseguir, como él, la secreta gratitud de los obscuros y pacíficos secuaces de la razón y si logro inspirar el dulce estremecimiento con que las almas sensibles responden a los que sostienen los intereses de la humanidad. El orden de las cosas me conduciría ahora a examinar y distinguir las distintas clases de delitos y la manera de penarlos, si la naturaleza de ellos, variable según las diversas circunstancias de los siglos y de los lugares, no me obligase a un detalle inmenso y enojoso. Me bastará indicar los principios más generales, y los errores más funestos y comunes, para desengañar tanto a aquéllos que, por un mal entendido amor de libertad, quisieran introducir la anarquía, como a los que gustarían de reducir a los hombres a una regularidad claustral. ¿Pero cuáles serán las penas convenientes a tales delitos? ¿La muerte es una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y el buen orden de la sociedad? ¿el tormento es también justo y obtiene el fin que se proponen las leyes? ¿cuál es la mejor manera de prevenir los delitos? ¿las mismas penas son igualmente útiles en todos los tiempos? ¿qué influencia tienen sobre las costumbres? Estos problemas merecen ser resueltos con la precisión geométrica a que no pueden resistir la niebla de los sofismas, la seductora elocuencia y la duda tímida. Si yo no tuviese más mérito que ser el primero que hubiera presentado a Italia con alguna mayor evidencia lo que en otras naciones se haya osado escribir y comenzado a practicar, me consideraría afortunado sólo por ello; pero si, sosteniendo los derechos de los hombres y de la invencible verdad, contribuyese a arrancar de los espasmos y angustIas de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de la ignorancia, igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocente en los transportes de su alegría, me consolarían del desprecio de los hombres.
Origen de las penas y derecho de penar No puede esperarse ventaja alguna duradera de la política moral, si ésta no se funda en los sentimientos indelebles en el hombre. Toda ley que se desvíe de éstos, encontrará siempre una resistencia contraria que al cabo vencerá, del mismo modo que una fuerza, aunque sea muy pequeña, si se aplica muy continuadamente, vence cualquier movimiento violento comunicado a un cuerpo. Consultemos el corazón humano y en él hallaremos los principios fundamentales del verdadero derecho del soberano para penar los delitos. Ningún hombre ha hecho el don gratuito de parte de su libertad en vista del bien público; esta quimera sólo existe en las novelas. Si fuese posible, todos nosotros quisiéramos que los pactos que nos atan con los demás, no nos ligasen; todo hombre se siente centro de todas las combinaciones del globo. La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior con mucho a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía para satisfacer las necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo que reunió a loS primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente otras para resistir a las primeras; y de este modo el estado de guerra se transportó desde el individuo a las naciones. Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación, siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastaba formar este depósito; era preciso defenderle de las usurpaciones de cada hombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito, no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones de los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no adopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de disolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que afectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a la mente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun las más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tanto es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito público más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a los otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; es un hecho, y no ya derecho. Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la salud pública son justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto más sagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos.
Consecuencias La primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda residir más que en el legislador, que es quien representa a la sociedad entera, unida por un contrato social. Ningún magistrado (que es una parte de la sociedad) puede con justicia infligir penas contra otro miembro de la sociedad misma. Pero una pena aumentada más allá del límite fijado por las leyes, o sea de la pena justa, sería otra pena más; de modo que el magistrado no puede aumentar la pena establecida para un delincuente ciudadano, aunque sea bajo el pretexto de un celo mal entendido o del bienestar público. La segunda consecuencia es que el soberano representante de la sociedad misma sólo puede dictar leyes generales que obliguen a todos los miembros de aquélla, pero sin que pueda juzgar más que al que haya violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos partes: una representada por el soberano que afirma la violación del contrato, y otra por el acusado, que lo niega. De modo que es necesario que haya un tercero que juzgue de la verdad del hecho. Aquí tenemos la necesidad de un magistrado cuyas sentencias sean inapelables, consistiendo en meras afirmaciones o negaciones de hechos particulares. La tercera consecuencia es que si llegase a probarse que la atrocidad de las penas, inmediatamente opuesta al bien público y a la finalidad misma
de impedir los delitos, fuese inútil, también en este caso aquélla no sólo sería contraria a las virtudes benéficas, efecto de una razón ilustrada que prefiere mandar más bien a hombres felices, que no a una manada de esclavos en que se mantenga siempre una perpetua circulación de tímida crueldad, sino que sería también contraria a la propia justicia y a la naturaleza del mismo contrato social.
Interpretación de las leyes Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón de que no son legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antiguos padres como una tradición doméstica y un testamento que sólo dejase a la posteridad el cuidado de obedecerlo; sino que le reciben de la sociedad viva, o del soberano que la representa como depositario legítimo del resultado actual de la voluntad de todos; es decir, que las reciben no como obligaciones de un juramento antiguo, nulo porque ligaba voluntades aun inexistentes, e inicuo, porque reducía a los hombres desde el estado de sociedad al de rebaño, sino como efectos de un juramento, tácito o expreso; hecho por las voluntades reunidas de los súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para refrenar y regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es la autoridad física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérprete legítimo de la ley? ¿el soberano, que es el depositario de las voluntades actuales de todos, o el juez, cuyo oficio es tan sólo determinar si tal o cual hombre ha realizado ó no una acción contraria a las leyes? El juez; debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este silogismo debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a la ley; y finalmente, la consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena. Si el juez se ve obligado o pretende hacer, en vez de uno, dos silogismos, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay nada más peligroso que el axioma común de que precisa consultar el espíritu de la ley. Este es al modo de dique roto por el torrente de las opiniones y me parece demostrada esta verdad que parece una paradoja a los entendimientos vulgares a quienes afecta más un pequeño desorden presente que las funestas, aunque remotas consecuencias, que nacen de un falso principio arraigado con una noción. Nuestros conocimientos y todas nuestras ideas mantienen una conexión recíproca y cuanto más complicados son, los caminos que a ellos conducen y que de ellos parten son más numerosos. Cada hombre tiene su punto de vista y en cada diferente tiempo cada cual tendrá el suyo distinto. El espíritu de la ley sería, por tanto, el resultado de la buena o de
la mala lógica de un juez dependiente de una fácil o mala asimilación; dependería del impulso de sus pasiones, de la debilidad del que sufre, de las relaciones del juez con el ofendido y de todas aquellas fuerzas menudas que cambian las apariencias de cualquier objeto en el ánimo oscilante del hombre. Vemos aquí la suerte de un ciudadano cambiar con frecuencia en el tránsito que pueda hacerse a distintos tribunales, siendo la vida de pobres gentes víctima de falsos raciocinios o del fermento actual de sus humores, cuando toma por interpretación legítima el vago resultado de la confusa perspectiva de nociones que se presentan en su mente. Por esto vemos las mismas clases de delitos penados por el mismo tribunal diversamente en tiempos distintos, por haber atendido a la errante inestabilidad de las interpretaciones y no a la constante voz de la ley, siempre fija. El desorden que nazca de la observancia rigurosa de la letra de una ley penal, no debe compararse con los desórdenes que nazcan de su interpretación. Un tal momentáneo inconveniente impulsa a la fácil y necesaria corrección de las palabras de la ley motivo de su incertidumbre; pero impide la fatal licencia de razonar de que nacen las controversias venales y arbitrarias. Cuando un código fijo de leyes que deben observarse a la letra no deja al juez otra tarea más que la de examinar los actos de loS ciudadanos y juzgarlos conformes o disconformes con la ley escrita; cuando la norma de lo justo y de lo injusto, que debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del sabio, no es asunto de controversia, sino de hecho, entonces los súbditos no están sujetos a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crueles cuanto menor es la distancia entre el que sufre y el que ha de sufrir, y más fatales que las tiranías de uno solo, porque el despotismo de muchos no es corregible más que por el despotismo de uno solo, y la crueldad de un déspota es proporcionada no a su fuerza, sino a los obstáculos que encuentra. Es así como los ciudadanos adquieren la seguridad de sí mismos, que es justa, pues éste es el objeto y el fin que llevó a los hombres a la sociedad; y que es, además, útil, porque los coloca en situación de calcular con exactitud los inconvenientes de una mala acción; también es verdad que de este modo, los hombres adquirirán espíritu de independencia, pero no para salirse de las leyes y oponerse recalcitrantemente a los supremos magistrados, sino para oponerse a quienes se hayan atrevido a llamar con el sagrado nombre de virtud la debilidad de ceder a las opiniones interesadas o caprichosas de los poderosos. Estos principios desagradarán a los que se hayan creado el derecho de trasmitir a los inferiores los golpes de tiranía recibidos de sus superiores. Todo deberá temerse si el espíritu de tiranía pudiese conciliarse con el de la lectura; o sea con la capacidad de comprender lo leído.
Obscuridad de las leyes Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que será otro mal la obscuridad que arrastra tras de sí a la interpretación necesariamente; y el mal será grandísimo cuando las leyes de un país estén escritas en lengua extranjera para el pueblo, poniendo a éste entonces bajo la dependencia de unos cuantos que entiendan aquella lengua y sin que pueda juzgar por sí mismo cuál sería el éxito de su libertad o de sus propios miembros; en una lengua que haga de un libro solemne y público algo casi privado y doméstico. Cuando mayor sea el número de los que entiendan y tengan en sus manos el sagrado código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, pues es indudable que la ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la elocuencia de las pasiones. ¿Qué deberíamos pensar de esto, si tenemos en cuenta la inveterada costumbre de gran parte de la culta e ilustrada Europa? Una consecuencia de esta última reflexión es que sin la escritura, una sociedad no podrá tomar una forma fija de gobierno en que la fuerza sea un efecto del todo, y no de las partes, y en que las leyes, inalterables sólo por la voluntad general, no degeneren al pasar por la multitud de los intereses privados. La experiencia y la razón nos han hecho ver que la probabilidad y la certidumbre de las tradiciones humanas disminuyen a medida que se alejan de su fuente. ¿Qué no será cuando no existe ningún monumento estable del pacto social? ¿Cómo resistirían las leyes a la fuerza inevitable del tiempo y de las pasiones? Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las santas leyes al público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de disipado el tenebroso espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante las luces y las ciencias, aparentemente despreciadas, pero temidas en realidad de los secuaces de aquellas tendencias. Tal es la razón de que en Europa haya disminuído la atrocidad de los delitos que hacían gemir a nuestros antiguos padres, unas veces tiranos y otras esclavos. El que conozca la historia de hace dos o tres siglos y la nuestra, podrá ver como del seno del lujo y de la molicie nacieron las virtudes más agradables, tales como la humanidad, la beneficencia, la tolerancia de los errores humanos. Y del mismo modo podrá ver cuáles fueron los efectos de aquélla que equivocadamente se llama antigua sencillez y buena fe: La humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; la avaricia y la ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro y los tronos del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de los nobles tiranos de la plebe, los ministros de la verdad evangélica con las manos manchadas de sangre, aquellas manos que día por día se alzaban hacia el Dios de la mansedumbre ... Todo ello ha dejado de ser obra de nuestro siglo ilustrado que algunos llaman corrompido.
De la detención Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es el convencimiento de la seguridad propia, es dejar que el magistrado ejecutor de las leyes sea dueño de aprisionar a un ciudadano, de quitar la libertad a un enemigo suyo por frívolos pretextos o de dejar impune a un amigo a despecho de los indicios más fuertes de culpabilidad. La prisión es una pena que necesariamente debe preceder a la declaración del delito, a diferencia de cualquiera otra; pero este carácter distintivo suyo, no le quita otro carácter esencial, a saber: que sólo la ley puede determinar los casos en que un hombre pueda merecer la pena. La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que merezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. La fama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de delito, las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del delito y otros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer que se detenga a un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar establecidas por las leyes, y no por los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a la libertad política, cuando no son proposiciones particulares de una máxima general que conste en el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que se acabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los inexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarse para detener a los ciudadanos con indicios que sean más débiles. Un hombre que haya sido acusado de delito, encarcelado y absuelto después no debería llevar en sí nota alguna de infamia. ¡Cuántos romanos, acusados de delitos gravísimos y a quienes se estimó luego inocentes, fueron reverenciados por el pueblo, y honrados con magistraturas! ¿Por qué razón es tan distinto en nuestro tiempo el éxito de un inocente? Porque parece que en el sistema criminal actual, según opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia sobre la de la justicia, porque se arroja confundidos en la misma caverna a los acusados y a los convictos, porque la prisión más bien es un suplicio que la custodia del reo y porque la fuerza interna tutelar de las leyes marcha separada de la externa, defensora del trono y de la nación, cuando debieran estar unidas así. La primera, por medio del apoyo común de las leyes, se combinaría con la facultad de juzgar, pero no dependería de aquélla con inmediata potestad; y la gloria que acompaña a la pompa y el lujo de un cuerpo militar, cancelaría la infamia, más unida al modo que a la cosa, como todos los sentimientos populares; y está probado que en la opinión común las prisiones militares no son tan infamantes como las forenses. Todavía duran en el pueblo, en las costumbres y en las leyes,
inferiores siempre en más de un siglo en bondad a la ilustración actual de una nación, todavía duran las bárbaras impresiones y las feroces ideas de los septentrionales longobardos que expulsaron a nuestros padres...
Indicios y formas de los juicios Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hecho dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí, cuanto mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será la probabilidad del hecho, porque los casos que harían fallar las pruebas antecedentes, hacen fallar también las subsiguientes. Cuando todas las pruebas de un hecho dependen por igual de una sola, no aumenta el número de las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor se resuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas son independientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro modo que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más crecerá la probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye sobre la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito, probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerá la paradoja para quien considere que, rigurosamente considerada, la certidumbre moral no es más que una probabilidad, probabilidad de tal género que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen sentido consiente en ella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad de obrar, y anterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere para considerar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en los actos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse en perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad de que alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la excluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de las segundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar una perfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es posible que alguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo sujeto es imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas imperfectas, de las cuales el reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto sobre quien recaen deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es más fácil de sentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley que establece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la suerte, y no por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que juzga por sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes son claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar un hecho. Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza, si para presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar
del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido simple y ordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos en todo caso y que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a préstamo de sus estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una ciencia! Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano, deben callar todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el juicio no deben obrar ni la superioridad con que el hombre afortunado mira al infeliz ni el desdén con que el inferior mira al superior. Pero cuando el delito sea una ofensa a tercero, entonces el juez debería ser, por mitad, parte del reo y parte del ofendido. Entonces, estando contrabalanceados todos los intereses particulares, que modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de las cosas, sólo hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia que el reo pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y que esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual casi parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el cemento único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que el pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento que inspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende sus verdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requieren semejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.
De los testigos Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar con exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todo hombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas y cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la atención que puede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés que tenga en decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el motivo de rehusar el testimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril la aplicación a los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente la nota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre los abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos, es notable el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado. Los jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muerto civilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener esta bárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y con seria reflexión se ha disputado si la verdad debiera
ceder ante las fórmulas judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un reo condenado no lleguen a un punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué no habría de concederse, incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria del reo como al interés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que, aduciendo cosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al reo mismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son necesarias en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al arbitrio de la administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un juicio no tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como también porque en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres, hacen más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menos de correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán ser fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual, por ser demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna pompa exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la credibilidad de un testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o las relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más de un testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto y prevalece el derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidad de un testigo se hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece la atrocidad de un delito, o la inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por ejemplo, la magia y los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que los hombres mientan en la primera acusación, porque es más fácil que se combinen en varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que no que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que ha quitado a todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombre sólo es cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el temor concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo en el hombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresiones sobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede disminuir algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedad particular cuyos usos y máximas sean no bien conocidos o distintos de los públicos. Un sujeto de esta clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sino también las ajenas. Finalmente, es casi nula la credibilidad de un testigo cuando se refiera a las palabras que puedan mediar en un delito, porque el tono y el gesto, todo aquello que precede o que sigue a las diferentes ideas que los hombres unen a las mismas palabras, alteran y modifican de tal modo los dichos de un hombre que es casi imposible repetirlas tal como fueron pronunciadas. Además, las acciones violentas y fuera del uso ordinario, como son los verdaderos delitos, dejan huellas de sí, con la multitud de circunstancias y efectos resultantes; y cuanto más número de circunstancias se aduzcan como prueba, tanto mayores medios de justificarse se suministran al reo. Pero las palabras sólo quedan en la memoria, que casi siempre es infiel y que a menudo sufre la seducción de los que las escuchan; por eso es mucho mas fácil una calumnia sobre las palabras de un hombre, que no sobre sus actos.
Acusaciones secretas Desórdenes evidentes, aunque consagrados y que en muchas naciones se han hecho necesarios por la debilidad de su propia constitución, son las acusaciones secretas. Esta costumbre hace a los hombres falsos y simuladores, porque cualquiera de ellos puede sospechar entre los demás un delator, es decir, un enemigo; y entonces los hombres se acostumbran a disfrazar sus sentimientos, escondiéndolos a los demás, con lo que, finalmente, llegan a esecondérselos a sí mismos. ¡Infelices los hombres cuando han llegado a tanto! Sin principios claros e inmutables que les guíen, vagan extraviados y fluctuantes en el vasto mar de las opiniones, y siempre ocupados en salvarse de los monstruos que les amenazan, pasan cada uno de los momentos presentes amargados siempre por la incertidumbre del futuro; privados de los placeres duraderos de la tranquilidad y la seguridad, tan sólo algunos de ellos, dispersos acá y allá en la triste vida que llevan, devorados por la prisa y el desorden de su existencia, se consuelan de haber vivido. ¿Y haremos nosotros de esta clase de hombres los soldados intrépidos defensores de la patria y del trono? ¿Encontraremos entre ellos a los incorruptibles magistrados que con libre y patriótica elocuencia sostengan y desarrollen los verdaderos intereses del soberano y que lleven al trono, con sus tributos, el amor y las bendiciones de todos, conquistando para los palacios y las cabañas la paz, la seguridad y la industriosa esperanza de mejorar la suerte, fermento útil y vida de los Estados? ¿Quién será el que pueda defenderse de la calumnia armada con el más fuerte escudo de la tiranía, que es el secreto? ¿qué especie de gobierno será aquél que quien le rija sospeche que tiene un enemigo en cada uno de sus súbditos, viéndose obligado, para el reposo público, a quitárselo a cada cual? ¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas secretas? ¿la salud pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de gobierno? ¡Pero qué extraña constitución aquélla en que el que es dueño de la fuerza y de la opinión, más eficaz que aquélla, teme de cada ciudadano! ¿La indemnidad del acusador? Entonces es que las leyes no le defienden suficientemente y que los súbditos son más fuertes que el soberano. ¿La infamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la calumnia secreta y se castiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las acciones indiferentes, si hasta las que sean útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y los juicios nunca son suficientemente secretos. ¿Podrá haber delitos, es decir, ofensas públicas, en que al mismo tiempo no sea de interés para todos la publicidad del ejemplo, o sea la del juicio? Yo respeto todo gobierno, sin hablar de ninguno en particular. Tal es a veces la naturaleza de las circunstancias, que puede tomarse como caso de extrema ruina suprimir un mal cuando éste sea inherente al sistema de
una nación. Pero si yo tuviese que dictar leyes nuevas en cualquier abandonado rincón del Universo, antes de autorizar costumbre como ésta me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad ante mis ojos. Ha dicho Montesquieu que las acusaciones públicas son más conformes a la República, en que el bien público debe ser la primera pasión de los ciudadanos, que a la Monarquía, en que este sentimiento es muy débil, por razón de la naturaleza misma del gobiemo, y donde es una institución óptima la de crear comisarios que en nombre público ejerzan la acusación contra los infractores de las leyes. Pero todo gobierno, sea republicano o monárquico, debe imponer al calumniador la pena que correspondería al acusado.
Preguntas sugestivas. Disposiciones Nuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un proceso; es decir, aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan sobre la especie, cuando deben interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito; las preguntas, por tanto, que, teniendo una conexión inmediata con el delito, sugieran al reo una respuesta inmediata. Según los criminalistas, las preguntas deben, por decirlo así, envolver espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a él en línea recta. Los motivos de este método obedecen a no sugerir al reo una respuesta que le exponga a la acusación, o acaso también porque parece contra naturaleza que el reo se acuse inmediatamente por sí mismo. Cualquiera que sea el mejor de estos dos motivos, es de notar la contradicción de las leyes que autorizan el tormento a la vez que la costumbre de que hablamos, porque ¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor? El primero de estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor sugerirá al hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la pena mayor con la menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la confesión, para librarse del tormento presente, más eficaz entonces que no el dolor venidero. El segundo motivo es evidentemente el mismo, porque si una pregunta especial hace confesar al reo, contra el derecho de naturaleza, los espasmos del dolor producirán este mismo efecto con mayor facilidad; pero los hombres se gobiernan más por la diferencia de los nombres que por la de las cosas. Finalmente, aquél que se obstinase en no responder a las preguntas que se le dirigen, merece una pena fijada por las leyes, y pena de las más graves que se le intimen, para que los hombres no hagan fracasar la necesidad del ejemplo que deben al público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable que un determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo que las preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del delito cuando hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto. Este último caso es el ordinario, porque la experiencia enseña que en la
mayor parte de los procesos los reos se mantienen en una posición negativa.
De los juramentos Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre nace del juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene el mayor interés en ser falso; como si los hombres pudiesen jurar contribuyendo a su propia destrucción, como si la religión no callase, en la mayoría de los hombres, cuando habla el interés. La experiencia de todos los siglos ha hecho ver cuánto se ha abusado de este precioso don del Cielo. ¿Y por qué motivo habrían de respetarle los malvados, si los hombres tenidos por más prudentes le han infringido con frecuencia? Son muy débiles, por hallarse muy remotos de los sentidos, por lo menos para la mayoría, los motivos que la religión contrapone al tumulto del temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo se rigen por leyes muy distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por qué comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en la terible condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que obligue a tal juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un mártir. Poco a poco, el juramento se va convirtiendo en una simple formalidad, con lo cual se destruye a la vez la fuerza de los sentimientos y la de la razón, única prenda de honradez de la mayor parte de los hombres. La inutilidad de los juramentos la ha hecho ver inútiles, y por consigt1Íente perjudiciales, todas las leyes que se oponen a los sentimientos naturales del hombre. Sucede con ellos lo mismo que con lo que ocurre con los diques opuestos directamente al curso de un río, y que pronto son destruídos o superados, o bien un remolino formado por las aguas los corroe y mina insensiblemente.
Del tormento Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es el tormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, o para descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica e incomprensible purgación de infamia, o, finalmente, por otros delitos en que pudiera haber incurrido, aun cuando no se le acusara de ellos.
No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede suprimirle la protección pública más que cuando este resuelto que aquel hombre ha violado los pactos con los cuales se le concedió la misma. ¿Cuál es, pues, el derecho, si no el de la fuerza, que concede a un juez la facultad de penar a un ciudadano mientras se duda si es verdaderamente reo o inocente? No es nuevo el siguiente dilema: o el delito es cierto, o incierto: si es cierto, no le conviene otra pena sino la que esté establecida por las leyes, siendo inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si el delito es incierto, no se debe atormentar a un inocente, pues tal es, según las leyes, todo hombre a quien no se le ha probado delito alguno. ¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero cómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la tiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito evidente no quede impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido un delito que está sepultado en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hay remedio, no puede ser penado por la sociedad política más que en cuanto influya sobre los demás con el atractivo de la impunidad. Si es cierto que es mayor el número de los hombres que respetan las leyes, por temor o por virtud, que el de los que las quebrantan, el riesgo de atormentar a un inocente debe apreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad de que un hombre, en igualdad de términos, mejor las haya respetado que despreciado. Pero además, yo añadiré que es pretender confundir todas las relaciones, exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusado y acusador y que el dolor se convierta en el crisol de la verdad, como si el criterio de ella residiera en los músculos y fibras de un pobre hombre. La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor; y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os ha concedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros un afecto enteramente contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos, y os mando que os acuséis, diciendo la verdad, aunque sea entre el desgarramiento de los músculos y el quebrantamiento de los huesos. Este infame crisol de la verdad es un monumento aún en pie, de la legislación antigua y salvaje, cuando se llamaba juicios de Dios a las pruebas del fuego y del agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los eslabones de la eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada instante debiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del agua, es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo, mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físico y extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco el hombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y los destrozos, como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los efectos del fuego y del agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es proporcionado siempre a la fuerza de la impresión sensible de que
emana, pues la sensibilidad de todo hombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede crecer a medida que, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de elegir el camino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente. Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego o del agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo, cuando él crea que con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia entre ello desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear para hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y de condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes de este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que los romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan sólo a los esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada. De dos hombres igualmente inocentes, o igualmente reos, el robusto y animoso será absuelto, el débil y tímido será condenado, en virtud de este razonamiento exacto: Yo, que soy vuestro juez, debo consideraros reo de tal delito; tú, vigoroso, has sabido resistir al dolor, y por ello te absuelvo; tú, débil, has cedido bajo él, y por ello te condeno. Creo que la confesión arrancada entre tormentos, carece de fuerza alguna, pero os volveré a atormentar si no confirmáis lo que habéis confesado. De modo que el éxito del tormento es asunto de temperamento y de cálculo, que varía en los hombres a medida de la robustez y sensibilidad; tanto es así, que con este método, un matemático resolvería mejor que un juez este problema: Dada la fortaleza de los músculos y la sensibilidad de las fibras de un inocente, hallar el grado de dolor que le hará confesarse reo de un delito. La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad difícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de un hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las convulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a pesar suyo, la verdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda acción violenta confunde y hace desaparecer las diferencias mínimas entre los objetos por los cuales a veces se distingue lo verdadero de lo falso. Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, es que al inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica el tormento a los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra, pues, o confiesa el delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente, ha sufrido una pena indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él, cuando, habiendo resistido el tormento con firmeza, deba ser declarado absuelto como inocente, cambiando una pena mayor por otra menor. Así es que el inocente sale perdiendo siempre y el culpable sale ganando. En resolución, esta verdad la comprenden, aunque confusamente, aquellos mismos que se apartan de ella. La confesión prestada durante el
tormento, no es válida si, cesado éste, no se la confirma después bajo juramento; pero si el reo no confirma su declaración durante el tormento, se le somete a tormento nuevamente. Hay doctores y hay algunas naciones que no permiten tan infame petición de principio más que por tres veces; pero hay otras naciones y doctores que lo dejan al albedrío del juez. Es superfluo redoblar la ilustración del caso citando los innumerables ejemplos de inocentes que se confesaron reos entre los espasmos del tormento; no hay nación ni edad que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian ni cosechan consecuencias. No hay hombre alguno que haya impulsado sus ideas más allá de las necesidades de la vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, que le llama así con voces secretas y confusas; el uso, que es tirano de las mentalidades, le rechaza, asustándole. El segundo motivo es el tormento a que se somete a los presuntos reos cuando incurren en contradicción; como si el temor a la pena, la incertidumbre del juicio, el aparato y majestad del juez, la ignorancia común a casi todos los malvados y los inocentes, no hubiesen de hacer caer probablemente en contradicción así al inocente que teme como al reo que trata de defenderse; como si las contradicciones, comunes a los hombres cuando están tranquilos, no debieran multiplicarse en la turbación del ánimo, todo absorto en la idea de salvarse del peligro inminente. También se da tormento para descubrir si el reo tiene a su cargo otros delitos distintos de aquéllos de que se le acusa, lo cual equivale a este razonamiento: Tú eres reo de un delito, de modo que es posible que lo seas de otro ciento y como esta duda me atormenta, quiero salir de ella sirviéndome de mi criterio de verdad: las leyes te atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo, porque quiero que seas reo. Se somete a tormento a un acusado para descubrir los cómplices de su delito ¿pero si está mostrado que el tormento no es medio oportuno para descubrir la verdad, cómo servirá para revelar a los cómplices, que es una de las verdades que se trata de descubrir? Como si el hombre que se acusa a sí mismo, no acusara más fácilmente a los demás. ¿Y será justo entonces atormentar a nadie por los delitos ajenos? ¿no podrá descubrirse a los cómplices por las declaraciones de los testigos, por la indagatoria del reo, por las pruebas, por el cuerpo del delito, en una palabra, por todos aquellos medios que han de servir para comprobar el delito del acusado? Por lo general, los cómplices huyen tan luego como cae en prisión su compañero; la inseguridad de su suerte les condena por sí mismos al destierro y libra a la nación del peligro de nuevas ofensas, en tanto que la pena del reo, actuando con su fuerza sobre él, obtiene el único de sus fines, que es el de aterrorizar a los demás hombres, alejándoles de semejantes delitos.
Otro ridículo motivo del tormento es la purgación de la infamia, según la cual el hombre a quien se considera infame por las leyes, debe confirmar su deposición a costa de sus propios huesos. Este abuso no debería tolerarse ya en el siglo XVIII. Se cree que el dolor, que es una sensación, limpia de la infamia que es una mera relación moral. ¿Acaso el dolor es un crisol y la infamia un cuerpo mixto impuro? Pero la infamia es un sentimiento que no está sometido ni a las leyes ni a la razón, sino tan sólo a la opinión. El propio tormento ocasiona a su víctima una infamia real. De manera que con este método, se trata de quitar la infamia produciendo la infamia misma. No es difícil remontarse a los orígenes de esta ridicula ley de purgación de la infamia, porque los absurdos que adopta una nación entera tienen siempre alguna relación con otras ideas comunes respetadas por la propia nación. Esta costumbre parece proceder de las ideas religiosas y espirituales que tanto influyen sobre el pensamiento de los hombres, sobre las naciones y sobre los siglos. Un dogma infalible nos asegura que las manchas adquiridas por la debilidad humana y que no han merecido el enojo eterno del Gran Ser, deben purgarse mediante un fuego incomprensible; ahora bien, la infamia es una mancha civil y así como el dolor y el fuego limpian las manchas espirituales e incorpóreas ¿por qué los espasmos del tormento no borrarán la mancha civil de la infamia? Yo creo que la confesión del reo, que algunos tribunales exigen como esencial a la condena, tiene un origen semejante, porque en el miterioso tribunal de la penitencia, la confesión del pecado es una parte esencial del Sacramento. Aquí vemos como los hombres abusan de las luces más seguras de la Revelación, y como estas luces son las únicas que quedan en las épocas de ignorancia, a ellas recurre la dócil humanidad en todas las ocasiones, aprovehándolas para las aplicaciones más absurdas y lejanas. Estas verdades ya las conocieron los legisladores romanos, que no usaron el tormento sino en relación exclusiva con los esclavos, que carecían de toda personalidad; también las ha adoptado Inglaterra, nación en que la gloria de las letras, la superioridad del comercio y de las riquezas, y por lo mismo del poder, y los ejemplos de virtud y de valor, no dejan duda alguna de la bondad de sus leyes. El tormento ha sido abolido en Suecia y también le ha abolido uno de los más sabios monarcas de Europa (Se refiere a Federico II de Prusia, nacido en 1712 y muerto en 1786), el cual, habiendo llevado al trono la Filosofía y como legislador amigo de sus súbditos, les ha hecho iguales y libres en la dependencia de las leyes, que es la única igualdad y libertad que los hombres razonables pueden exigir en las presentes combinaciones de las cosas. El tormento tampoco le han creído necesario las leyes militares, es decir, del ejército, compuesto, en su mayoría, de la escoria de las naciones, aunque parezca que los soldados debieran servir mejor para ello. ¡Cosa extraña, para el que no considere cuán grande sea la tiranía del uso, ésta de que las leyes pacíficas deban aprender el método más humano de juzgar de las almas endurecidas en la sangre y el estrago!
Procesos y prescripciones Conocidas las pruebas y calculada la certeza del delito, es necesario conceder al reo tiempo y medios oportunos para justificarse; pero un tiempo tan breve que no perjudique a la prontitud de la pena, la cual, como ya hemos visto, debe ser uno de los frenos principales de los delitos. Un mal entendído amor de humanidad, parece contrario a esta brevedad de tiempo; pero se desvanecerá toda duda si se reflexiona que los peligros de la inocencia crecen con los defectos de la legislación. Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a las pruebas de los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él quien debiese decidir del tiempo necesario para probar un delito. Del mismo modo, los delitos atroces, cuya memoria queda en los hombres cuando están probados, no merecen ninguna prescripción en favor del reo que se haya sustraído a la justicia con la fuga. Pero los delitos menores y obscuros deben, con la prescripción, suprimir la incertidumbre de la suerte de un ciudadano, porque la obscuridad en que han estado ocultos largo tiempo, elimina el ejemplo de impunidad y permite al reo la posibilidad de ser mejor. Me bastará aludir aquí a estos principios, porque el límite preciso de las prescripciones sólo puede fijarse para una determinada legislación y en determinadas condiciones de cada sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación la moderación de las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitos disminuyan o aumenten el plazo de la prescripción, o el de las pruebas, haciendo una parte de pena de la prisión preventiva y del destierro voluntario, suministrarían una fácil división de algunas penas leves para un gran número de delitos. Pero los plazos de que hablamos no deberán crecer en la proporción exacta de la gravedad de los delitos, pues la probabilidad de los delitos está en razón inversa de su atrocidad. Por tanto, deberá disminuirse el tiempo para recibir las pruebas y aumentarse el plazo de la prescripción. Parecería esto una contradicción a lo que tengo dicho, o sea que pueden imponerse penas iguales a delitos desiguales, apreciando el tiempo de prisión y de la prescripción, anterior a la sentencia, como una pena. Para explicar al lector mi pensamiento, distinguiré dos clases de delitos: La primera clase es la de los delitos atroces, que principian por el homicidio, comprendiendo todas las perversidades ulteriores; la segunda clase es la de los delitos menores. Esta distinción tiene su fundamento en la naturaleza humana. La seguridad de la vida propia es un derecho natural y la seguridad de los bienes es un derecho procedente de la sociedad. El número de motivos que arrastran a los hombres a despreciar el sentimiento natural de piedad, es mayor con mucho de aquellos otros que por la natural avidez de ser felices les impulsan a violar un derecho que no encuentran en sus corazones, sino sólo en las convenciones de la
sociedad. La máxima diferencia de probabilidades de estas dos clases de delitos, exige que se regulen con principios diversos. En los delitos más atroces, como son los más raros, debe reducirse el tiempo del examen para aumentar las probabilidades de inocencia del reo; pero debe crecer el tiempo de prescripción porque de la sentencia definitiva de inocencia o culpabilidad de un hombre depende suprimir el atractivo de la impunidad, cuyo, daño crece con la atrocidad del delito. Pero en los delitos menores, como las probabilidades de inocencia del reo disminuyen, debe aumentar el tiempo del examen y debe disminuirse el tiempo de la prescripción, por ser menor el daño de la impunidad. Semejante distinción de los delitos en dos clases, no debería admitirse si el daño de la impunidad menguase tanto como creciese la probabilidad del delito. Piénsese bien que un acusado cuya inocencia o cuya culpabilidad no consten, aunque sea puesto en condición libre por falta de pruebas, puede quedar sometido otra vez a detención y a indagatoria por causa del mismo delito, mientras no se agote el tiempo de la prescripción de éste. Por lo menos, me parece que éste es el temperamento oportuno para defender la seguridad y la libertad de los súbditos, pues es muy fácil que la una no se favorezca a expensas de la otra; de modo que ambos bienes, que forman el inalienable e igual patrimonio de todo ciudadano, no estén protegidos y custodiados, uno por despotismo abierto o enmascarado, otro por la alteración anárquica popular. Hay algunos delitos que a la vez son frecuentes en la sociedad y difíciles de probar; y en estos delitos la dificultad de la prueba ocupa el puesto de la probabilidad de la inocencia; en cuanto al daño de la impunidad, que es tanto menos apreciable cuanto la frecuencia de los delitos en cuestión depende de principios distintos que el peligro de la impunidad, el tiempo del examen y el de la prescripción deben disminuir igualmente. No obstante, los adulterios, las lascivias, que son delitos de prueba difícil, son los que, según los principios recibidos, admiten las tiránicas presunciones. las cuasi-pruebas, las semi-pruebas (como si un hombre pudiese ser semi-inocente o semi-reo o sea semi-punible o semiabsolvible) en que el tormento ejerce su cruel imperio en la persona del acusado, en los testigos, y hasta en toda la familia de un infeliz, como con inicua frialdad enseñan algunos doctores que se señala al juez como norma y ley. En vista de estos principios, parecerá extraño al que no reflexione que la razón no ha sido casi nunca legisladora de las naciones, que los delitos más atroces o los más obscuros y quiméricos, aquéllos cuya improbabilidad es mayor, sean probados por conjeturas o por las pruebas más débiles y equívocas. Como si las leyes y el juez no tuviesen interés en investigar la verdad, sino en encontrar delitos; como si en condenar a un inocente no hubiese tanto mayor peligro cuanto la probabilidad de la inocencia supera a la del delito.
En la mayoría de los hombres falta el brío necesario tanto para los grandes delitos como para las grandes virtudes; por lo cual parece que los unos van siempre contemporáneos con las otras, en las naciones que se sostienen más por la actividad del gobierno y las pasiones que se dirigen al bienestar público que por su masa y la bondad constante de las leyes. En estas naciones de que hablo, las pasiones atenuadas parecen más aptas para mantener que para mejorar la forma de gobierno. Y de aquÍ se logra la importante consecuencia de que no siempre en una nación los grandes delitos prueban su decadencia.
Atentados, cómplices, impunidad Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que comience con algún acto que manIfieste la voluntad de realizarle, deja de merecer una pena, aunque ésta sea menor que la debida a la ejecución misma del delito. La importancia de prevenir el atentado autoriza la pena; pero como entre el atentado y la ejecución puede haber intervalo, la pena mayor, reservada para el delito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento. Otro tanto diremos cuando haya varios cómplices de un delito y no todos sean ejecutores inmediatos, aunque por una razón distinta. Cuando varios hombres se unen para un riesgo, cuanto tanto mayor sea éste, tanto más buscarán que sea igual para todos, y por tanto será más difícil hallar quien se contente con ser su ejecutor, corriendo un riesgo mayor que los demás cómplices. La única excepción sería la del caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio, pues entonces, mediando una compensación por causa del riesgo mayor, la pena debería ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al que no considere cuán útil debe ser que las leyes procuren los menos motivos posibles de acuerdo entre los compañeros de un delito. Algunos tribunales ofrecen la impunidad al cómplice de un delito grave que descubra a sus compañeros. Este recurso tiene sus inconvenientes y sus ventajas. Los inconvenientes son que la nación autoriza las traiciones, detestables hasta entre los malvados; porque son menos fatales a una nación los delitos de valor que los de vileza; porque los primeros no son frecuentes por sus autores y porque sólo esperan una fuerza benéfica directora que le encamine al bien público; en tanto que los delitos de carácter vil son más comunes y contagiosos, concentrándose siempre en sí mismos. Además, el tribunal pone en evidencia su misma incertidumbre y la debilidad de la ley, que implora la ayuda de quien la ofende. Las ventajas, en cambio, son la prevención de delitos importantes que atemorizan al pueblo por ser manifiestos sus efectos y ocultos sus autores; además de lo cual, contribuyen a mostrar que quien falta a la fe de las leyes o sea, al público, probablemente faltará a los particulares. A mí me parece que una ley general que prometiese la impunidad al cómplice que evidenciara cuaLquier delito, sería preferible a
las declaraciones especiales en cada caso particular, porque de este modo podrían preverse las maquinaciones con el temor recíproco que cada cómplice tendría de no exponerse más que a sí mismo, por lo cual el tribunal no acrecería la audacia de los malvados que ven solicitada su cooperación en un caso particular. Sin embargo, esta ley a que aludimos debería agregar a la impunidad la proscripción del delator, dejándole sometido a bando ... pero en vano me atormento a mí mismo para acabar con el remordimiento que siento, autorizando a las sagradas leyes, monumento de la confianza pública y base de la moral humana, a la traición y el dísimulo. ¿Qué ejemplo se daría a la nación si se faltase a la impunidad prometida, y tras largas cavilaciones, se arrastrase al suplicio, con vergüenza de la fe pública, al que hubiese respondido a la invitación de las leyes?; ejemplos de esta clase no son raros en las naciones, como tampoco son raros los que sólo tienen de una nación la idea de una máquina complicada en que los más diestros y poderosos manejan los resortes a placer suyo: fríos e insensibles a cuanto forma el goce de las almas tiernas y elevadas, excitan con imperturbable zagacidad los sentimientos más caros y las pasiones más violentas, siempre que puedan ser útiles a sus fines, tañendo los ánimos como los músicos los instrumentos.
Mitigación de las penas De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resulta evidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político que lejos de obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones particulares ¿puede albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y del fanatismo, o de débiles tiranos? El grito de un infeliz, ¿podrá evitar que el tiempo, que no retrocede, deshaga acciones ya consumadas? La finalidad de las penas, por tanto, no es otra sino la de impedir al reo que nuevamente dañe a sus conciudadanos, impidiendo también que los delitos los cometan otros tantos. Con esto queremos decir que las penas y el modo de infligirlas, deben estudiarse de tal manera que guardando la debida proporción, hagan una impresión más eficaz y duradera sobre el espíritu de los hombres, y a la vez menos tormentosa sobre el cuerpo de los reos. El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los tormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todas sus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a quienes la miseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han favorecido a pocos y ultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado regreso al primer estado de naturaleza, o a quienes acusó de delitos
imposibles urdidos por la tímida ignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles a sus principios, hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas pasiones, lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundo espectáculo de una fanática multitud? Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma exceda del bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta la infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lo demás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por la acción repetida de los males que conocen, y no por la de los que ignoran. Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la escala de las penas proporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor sea la servidumbre perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular método de ejecución sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cual consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendo uso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimas fracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la misma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba a hombres condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicado al célebre Calas, quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en el año de 1762, y tiempo después rehabilitado por el mismo Parlamento, después de que Voltaire demostrase su inocencia, así como el gravísimo error judicial cometido en ese tristemente célebre caso).
Yo diré que la primera temerá tanto a su pena mayor como la segunda; y si hubiese alguna razón para transportar a la primera las mayores penas de la segunda, esta misma razón serviría para acrecentar las penas de la última, pasando sensiblemente desde la rueda a tormentos más lentos y estudiados, hasta los últimos refinamientos de una ciencia que es muy conocida de los tiranos. A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres, que, al modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que le circundan, estos espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva de las pasiones hace que después de cien años de crueles suplicios, la rueda aterrorice tanto como antes aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena hace atreverse tanto más para esquivarla, cuanto es más grande el mal contra el cual marcha, haciendo que se haya cometido más de un delito con este propósito. Los países y los tiempos de los suplicios más atroces han sido siempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias, porque el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que regía la del parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas atroces de esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo a inmolar a los tiranos para crear otros. Hay dos funestas consecuencias que derivan de la crueldad de las penas, contraria al fin mismo de precaver los delitos. La primera es que no es tan fácil mantener la proporción esencial entre el delito y la pena, porque aun cuando la industriosa crueldad de las penas llegue a variar muchísimo la especie de éstas, no pueden nunca traspasar la fuerza última a que está limitada la organización; y la sensibilidad humana una vez que se ha
llegado al extremo, no encontraría ya para los delitos más dañosos y atroces una pena mayor correspondiente, como sería forzoso para prevenirlos. La otra consecuencia es que la propia impunidad nace de la atrocidad de los suplicios. Tanto para el bien como para el mal, los hombres están encerrados entre ciertos límites y un espectáculo demasiado atroz para la humanidad, sólo puede ser un furor pasajero, no un sistema constante, como deben ser las leyes. Pues si verdaderamente éstas son crueles, una de dos: o se reemplazan por otras o fatalmente la impunidad nace de las leyes mismas. Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa al estado de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresiones sobre las almas endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado de salvajismo. Para abatir a un león feroz que resiste al disparo de un fusil, se necesita un rayo. Pero a medida que las almas se ablandan en el estado de sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella, debe mermar la fuerza de la pena, si quiere mantenerse constante la relación entre el objeto y la sensación.
De la pena de muerte La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a los hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justa en un gobierno bien organizado. ¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sus semejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes. La una y las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertad particular de cada cual, y representan la voluntad general, que es una agregación de las particulares. ¿Quién podrá ser aquél que haya querido dejar a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo en el mínimo sacrificio de la libertad de cada cual puede estar incluído el del máximo entre todos los bienes, que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal principio con aquel otro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte? Pues en realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a la sociedad entera. Por tanto, la pena de muerte no es un derecho, puesto que he demostrado que no puede serIo, sino que es una guerra de la nación con un ciudadano, en que se juzga necesaria o útil la destrucción de éste. Pero si llego a demostrar que la muerte no es ni útil ni necesaria, habré ganado la causa de la humanidad. La muerte de un ciudadano sólo puede considerarse necesaria por dos motivos.
El primero, cuando, aun estando privado de libertad, tenga todavía tantas relaciones y tal fuerza que su muerte interese a la seguridad de la nación; es decir, cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida. La muerte del ciudadano se hará necesaria cuando la nación recupere o pierda con ella su libertad, o bien en tiempos de anarquía, cuando el desorden reemplace a las leyes. Durante el reinado tranquilo de las leyes, en una forma de gobierno en la que los votos de la nación se encuentren reunidos, estando ella bien provista en el interior y en el exterior de sus fronteras de fuerza y opinión, pues esta última acaso es más eficaz que la fuerza misma, en una nación cuyo mando pertenezca sólo al verdadero soberano, en que las riquezas sirvan para comprar placeres, y no autoridad, yo no veo que haya necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino tan sólo cuando la muerte del mismo sea el verdadero y único freno para impedir a los demás ciudadanos que cometan delitos. Este es el segundo motivo que puede hacer creer justa y necesaria la pena de muerte. Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicio nunca disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplo de los ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la Emperatriz Isabel de Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblos ejemplo tan ilustre, que equivale a muchas conquistas compradas con la sangre de los hijos de la Patria (referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el Grande, quien en diez años continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, no hubo ninguna ejecución) cuando todo
esto no persuadiese a los hombres a quienes el lenguaje de la razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridad es siempre eficaz, bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir la verdad de mi afirmación. No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano sino su extensión, la duración de la pena misma, porque nuestra sensibilidad es tal que actúan sobre ella con mayor facilidad estabilizadas las impresiones que, aun siendo mínimas, se repiten mediante un movimiento, aunque sea pasajero, más bien que fuerte. El imperio de la costumbre es universal, sobre todo ser que siente; y como el hombre habla, anda y atiende a sus necesidades bajo su ayuda, así las ideas morales no se imprimen en su mente más que a través de sacudidas duraderas y repetidas. No es el terrible, pero pasajero espectáculo de la muerte de un malvado, sino el largo y prolongado ejemplo de un hombre privado de libertad que, convertido en bestia de carga, recompensa con sus servicios a la sociedad a quien ha ofendido, como el freno más fuerte contra los delitos. Pues, en efecto, a menudo nos repetiremos a nosotros mismos palabras como éstas: También yo me veré reducido a tan larga y mísera condición, si cometo iguales males, siendo ésta una idea más poderosa que la de la muerte, que los hombres ven siempre en, una obscura lejanía. La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple al pronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y
que se ve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual son aptas para producir revoluciones como aquéllas que hicieron de hombres vulgares o bien persas o bien lacedemonios; pero en un gobierno libre y tranquilo, las impresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes. La pena de muerte se convierte en un espectáculo y en un motivo de compasión desdeñosa para algunos; ambos sentimientos ocupan más el ánimo de los espectadores que no el saludable temor que pretende inspirar la ley. Pero en las penas moderadas y continuas, el sentimiento dominante es el último, porque es también el único que inspiran. El limite que el legislador debiera fijar al rigor de las penas, parece consistir en el sentimiento de compasión, cuando comienza a prevalecer sobre cualquiera otro en el ánimo de los espectadores de un suplicio, más bien hecho para ellos que para el reo. Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que la intensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión, puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo suficiente para apartar a cualquiera del ánimo determinado de delinquir. Añadiré que todavía hay más. Son muchísimos los que miran la muerte con rostro tranquilo y firme: éste por fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre acompaña al hombre incluso más allá de la tumba; quien por una última y desesperada tentativa de no vivir o de salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entre cepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en que el desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse en sí mismo por un momento para resistir a los primeros pero su vigorosa elasticidad no basta para resistir la larga y repetida acción de los segundos. Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a la nación, supone un delito; y en la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres vean con frecuencia el poder de las leyes, las condenas de muerte no deben distanciarse mucho unas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de los delitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que no ejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra manera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto, igualmente cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices de la servidumbre penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden sobre toda la vida y aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo ésta la ventaja de la servidumbre penal, que asusta más al que la ve que al que la sufre, porque el que la ve considera toda la suma de los
momentos infelices; y en el que la sufre, la infelicidad del momento presente le distrae de la infelicidad futura. Todos los males se agrandan en la imaginación y el que los sufre encuentra compensaciones y consuelos desconocidos o no creídos por los espectadores, que cambian su sensibilidad propia por el ánimo encallecido del infeliz. He aquí, sobre poco más o menos, el razonamiento que hace un ladrón o un asesino que para no violar las leyes no tienen otro contrapeso más que la horca o la rueda. Bien sé yo que es un arte saber desarrollar los sentimientos de nuestro ánimo, un arte que se aprende con la educación; pero porque un ladrón no sepa expresar bien sus principios, no por eso dejarán de obrar menos en su ánimo: ¿qué leyes son éstas que yo debo respetar y que dejan tan gran distancia entre mí y el rico?; éste me niega la moneda que yo busco y se excusa recomendándome un trabajo desconocido para él. ¿Quién ha hecho estas leyes?; sin duda hombres ricos y poderosos que jamás se han dignado visitar las míseras chozas de los pobres, que jamás han partido un negro pan entre los inocentes gritos de los hambrientos hijitos suyos y las lágrimas de su mujer. Rompamos estos vínculos fatales para los más y útiles sólo para algunos pocos e indolentes tiranos; ataquemos a la injusticia en su fuente. Regresaré con esto a mi estado de independencia natural, viviré libre y feliz por algún tiempo con los frutos de mi valor y de mi industria; acaso llegará el día del dolor y del arrepentimiento, pero este tiempo se va en breve y tendré un día de fatiga por muchos años de libertad y placeres. Rey de un pequeño número, corregiré los errores de la fortuna y veré a los tiranos palidecer y temblar en presencia de aquéllos a quienes, con insultante lujo, posponían a sus caballos y a sus perros. La religión aparece entonces ante la mente del desgraciado que abusa de todo, y, con un fácil arrepentimiento, le presentan casi la certidumbre de la eterna felicidad, disminuyendo con mucho el error de la última tragedia. Pero aquél que ve ante sus ojos un gran número de años, o hasta todo el curso de la vida, pasar en la servidumbre penal y en el dolor, frente a frente de sus conciudadanos, con los que vive libre y sociable, pero él esclavo de las leyes mismas que le protegían, hace una comparación útil de todo ello con la incertidumbre del éxito de sus delitos y la brevedad del tiempo en que aprovecharía sus frutos. El ejemplo continuo de aquéllos a quienes ve actualmente víctimas de su propia imprevisión, le causa a él una impresión mucho más fuerte que el espectáculo de un suplicio que le endurece más que le corrige. La pena de muerte no es útil por el ejemplo de atrocidad que da a los hombres. Si las pasiones, por la necesidad de la guerra, han enseñado a verter la sangre humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los hombres, no deberían aumentar tan fiero ejemplo, tanto más funesto cuanto que la muerte legal se otorga con estudio y formalidades. Me parece absurdo que las leyes, que son expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, cometan ellas mismas también uno, ordenando un homicidio público para alejar a los ciudadanos del
asesinato. ¿Cuáles son las leyes verdaderas y más útiles? ¿Lo serán los pactos y condiciones que todos quisieran observar y proponer cuando calla la voz, siempre escuchada, del interés privado o se combinan con la del interés público? ¿Cuáles son los sentimientos de todos en cuanto a la pena de muerte? Podemos leerlo en la conducta de indignación o de desprecio con que todos miramos al verdugo, inocente ejecutor de la voluntad pública, buen ciudadano que contribuye al público bien, instrumento necesario para la seguridad interior como lo son los soldados para la exterior. ¿Por consiguiente, cuál es el origen de esta contradicción? ¿y por qué es indeleble en los hombres tal sentimiento, a despecho de la razón?; porque los hombres, en lo más secreto de su ánimo, en aquella parte del mismo que conserva más que otra alguna todavía la forma original de la antigua naturaleza, han creído siempre que la vida propia de cada cual no está en poder de nadie, a no ser la necesidad con que su centro de hierro rige el Universo. ¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a los graves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidad suya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso con la secreta complacencia de su autoridad propia, se dispone a gustar de los placeres y comodidades de la vida? ¡Ay!, dirán los desgraciados, ¡estas leyes no son más que pretextos de la fuerza; y las meditadas y crueles formalidades de la justicia sólo son un lenguaje convenido para inmolarnos con mayor seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible maleficio, ahora le vemos aquí usado sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo. La muerte violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones que se nos hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho menos lo será en quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en ella de doloroso. Estos son los funestos paralogismos que, si no con claridad, confusamente por lo menos, se hacen para su uso los hombres dispuestos a los delitos, en los cuales, como ya hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión misma. Si se me opusiese el ejemplo de casi todos los siglos y de casi todas las naciones que imponen la pena de muerte a algunos delitos, yo respondería que este ejemplo se aniquila frente a la verdad, en contra de la cual no hay prescripción de ninguna clase; y que la historia de los hombres nos causa la impresión de un inmenso piélago de errores entre las cuales flotan algunas verdades pocas y confusas y a grandes intervalos distantes. ¿Los sacrificios humanos no fueron comunes a casi todas las naciones y quién podrá excusarlos por eso? Que tan sólo algunas pocas sociedades, y por tiempo escaso solamente, se hayan abstenido de dar la muerte como pena, es más bien favorable que
contrario a lo que vengo sosteniendo, pues tal es la fortuna de las grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en la larga y tenebrosa noche que envuelve a los hombres. No ha llegado todavía la época afortunada en que la verdad sea patrimonio del mayor número, según hasta ahora es el error; y de esta ley universal sólo se han exceptuado hasta el día las verdades que la Sabiduría Infinita ha querido separar de las demás, revelándolas. La palabra de un filósofo es demasiado débil contra el tumulto y los gritos de aquéllos a quienes sólo guían las costumbres; pero los pocos sabios esparcidos sobre la faz de la Tierra, me harán eco en lo íntimo de sus corazones; y si la verdad pudiese llegar hasta el trono, a través de los infinitos obstáculos que la alejan de un monarca, incluso a pesar de éste, sepan que ella irá unida a los deseos secretos de todos los hombres, que callarán frente a la sanguinaria fama de los conquistadores y que la justa prosperidad les concederá el primer puesto entre los pacíficos trofeos de los Titos, Antoninos y Trajanos. ¡Feliz, la humanidad si por primera vez se le dictasen leyes, ahora que vemos colocados en los tronos de Europa monarcas buenos, amantes de las virtudes pacíficas, de las ciencias, de las artes, padres de sus pueblos, ciudadanos coronados cuya autoridad aumentada constituye la felicidad de sus súbditos, puesto que suprime el despotismo intermediario, más cruel por cuanto menos seguro que sofocaba los deseos sinceros de los pueblos, y siempre faustos cuando pueden llegar hasta el trono! Si estos monarcas, diré, dejan subsistir las leyes antiguas, ello depende de la dificultad infinita de borrar en tales errores la añeja roña de muchos siglos. Este será para los ciudadanos ilustrados un motivo para desear, con mayor ardor todavía, el continuado aumento de su autoridad.
Bando y confiscaciones El que turba la tranquilidad pública, el que no obedece a las leyes, o sea, a las condiciones bajo las cuales se soportan los hombres comerciando entre sí y defendiéndose, los que deban ser excluídos de la sociedad, han de ser pregonados en bando. Parece que el bando debería ser publicado contra aquéllos que, estando acusados de un delito atroz, cuentan con grandes probabilidades, aunque no con la certidumbre, de ser realmente reos. Pero para esto sería necesario laborar un estatuto lo menos arbitrario y lo más preciso que fuese posible, condenando a bando a todo aquél que pusiera a la nación en la fatal alternativa de temerle o de ofenderle, dejándole, no obstante, el sagrado derecho de probar su inocencia. Por consiguiente, los motivos de un bando debieran ser mayores contra un nacional que contra un
extranjero, contra un inculpado por primera vez que contra quien ya lo fue varias veces. Pero el que ha sido sometido a bando y está excluído para siempre de la sociedad ¿deberá ser también privado de sus bienes? Esta cuestión presenta aspectos diferentes. Perder los bienes es pena mayor que la del bando; de modo que deberá haber algunos casos en que, proporcionalmente con los delitos, se aplique la pérdida de todo o parte de los bienes, y algunos otros casos en que no se aplique. La pérdida de la totalidad de los bienes, se producirá cuando el bando con que intima la ley sea tal, que aniquile todas las relaciones que existan entre la sociedad y el ciudadano delincuente; entonces muere el ciudadano, quedando tan sólo el hombre, en relación con el cuerpo político, el bando debe producir el mismo efecto que la muerte natural. Parecería, pues, que los bienes que se le quitasen al reo deberían pasar a sus sucesores legítimos, más bien que al Príncipe, porque la muerte y el bando de esta clase son la misma cosa, en relación con el cuerpo político. Pero no es por esta sutileza por lo que yo me atrevo a desaprobar la confiscación de bienes. Si algunos han sostenido que la confiscación pueda ser freno de las venganzas y excesos particulares, no piensan que, aun cuando las penas produzcan un bien, no por ello son siempre justas, porque para ser tales deben ser necesarias y una injusticia útil sólo puede ser tolerada por aquellos legisladores que quieren cerrar todas las puertas a la vigilante tiranía, que halaga con el bien momentáneo y la felicidad de algunos sujetos ilustres, despreciando el exterminio futuro y las lágrimas de infinitos obscuros ciudadanos. Las confiscaciones ponen precio a las cabezas de los débiles, hacen sufrir al inocente la pena del reo y a los mismos inocentes los colocan en el desesperado trance de delinquir. ¿Podrá haber espectáculo más triste que el de una familia arrastrada a la infamia y a la miseria por los delitos de quien es cabeza de ella, cuando la sumisión ordenada por las leyes impidiera prevenirlos, aun habiendo medios para ello?
Infamia La infamia es una señal de la desaprobación pública que priva al reo de los sufragios públicos, de la confianza de la patria y de la especie de fraternidad que la sociedad inspira. Pero la infamia no depende del albedrío de la ley. Por tanto, precisa que la infamia que aplica la ley sea la misma que nace de las relaciones de las cosas, la misma que inspiran la moral universal o la moral particular que dependa de los sistemas relativos, legisladores de las opiniones vulgares y de la nación en cuestión. Si la una es diferente de la otra, o la ley pierde la veneración pública o las ideas de moralidad y de probidad se desvanecerán a despecho de las reclamaciones, que nunca pueden resistir a los
ejemplos. Aquél que declare infame acciones que por sí mismas son indiferentes, disminuirá la infamia de las acciones que verdaderamente sean infamantes. Las penas corporales y dolorosas no deben imponerse a aquellos delitos que, fundándose en el orgullo, recaban del dolor mismo gloria y provecho, cuando mejor le convendrían el ridículo y la infamia; penas que refrenan el orgullo de los fanáticos con el de los espectadores de las mismas y de las cuales la propia verdad se libra difícilmente con lentos y obstinados esfuerzos. De este modo, oponiendo unas fuerzas a otras fuerzas y unas opiniones a otras opiniones, el prudente legislador quebranta la admiración y sorpresa ocasionada en el pueblo por un falso principio, cuyas bien deducidas consecuencias suelen velar al vulgo su absurdo originario. Las penas de infamia no deben ser ni demasiado frecuentes ni recaer sobre un gran número de personas a la vez. No lo primero, porque los efectos reales y demasiado frecuentes de las cosas de opinión, debilitan la fuerza de la opinión misma; no lo segundo, porque la infamia de muchos se resuelve en la infamia de nadie. Esta es la manera de no confundir las relaciones y la naturaleza invariable de las cosas, la cual, no estando limitada por el tiempo y obrando incesantemente, confunden y desarrollan todos los reglamentos limitados que se separan de ella. No sólo las artes de gusto y placer, que tienen como principio universal la imitación fiel de la naturaleza, sino también la política misma, al menos la verdadera y duradera, está sujeta a la máxima general que hemos establecido, pues no es otra cosa que el arte de dirigir bien los sentimientos inmutables de los hombres, haciéndoles útiles.
Prontitud de la pena La pena será tanto más justa y útil cuanto sea más pronta y más vecina al delito cometido. Digo más justa, porque ahorra al reo los tormentos inútiles y fieros de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y el sentimiento de la debilidad propia; digo más justa, porque, siendo la privación de la libertad una pena, no puede preceder a la sentencia, sino cuando la necesidad lo pide. La cárcel, por tanto, es la simple custodia de un ciudadano mientras al reo se le juzga; y esta custodia, siendo, como es, esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo posible y además debe ser lo menos dura que se pueda. El menor tiempo de ella debe ser medido por la duración necesaria del proceso y por la edad de quien tenga derecho a ser juzgado antes. La estrechez de la cárcel sólo puede ser la necesaria para impedir la fuga del delincuente
o para que no oculte las pruebas de sus delitos. Todo el proceso debe acabarse con la mayor brevedad posible. ¿Podrá haber contraste más cruel que el de la indolencia del juez y las ansias de un reo, que las comodidades y placeres de un magistrado insensible, por una parte, y, por otra, las lágrimas y la demacración de un preso? Por lo general, el peso de la pena y las consecuencias del delito deben ser lo más eficaces para los demás y lo menos duras que sea posible para quienes la sufren, pues no es posible llamar sociedad legítima a aquélla en que no sea principio infalible el de que los hombres sólo han tratado de someterse a los menores males posibles. He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto menor sea el tiempo que transcurra entre la pena y el delito, tanto más fuerte y duradera será en el alma humana la asociación de estas dos ideas: delito y pena, de tal suerte que insensiblemente se consideren, la una como razón, y la otra como efecto necesario indefectiblemente. Está demostrado que la asociación de las ideas es el cemento de toda la fábrica de la inteligencia humana, sin el cual el placer y el dolor serían sentimientos aislados y de ningún efecto. Cuanto más se alejan los hombres de las ideas generales y de los principios universales, es decir, cuanto más vulgares son, tanto más obrarán por las asociaciones más inmediatas y próximas, olvidando las más remotas y complicadas, útiles sólo para los hombres fuertemente apasionados del objeto a que tienden, toda vez que la luz de la atención aclara tan sólo un objeto, dejando a los demás a obscuras. Del mismo modo sirven a las mentalidades más elevadas que han adquirido el hábito de descubrir rápidamente muchos objetos de una vez, teniendo la facilidad de contrastar muchos sentimientos parciales unos con otros, para que el resultado, que es la acción, sea menos peligroso e incierto. Así es como vemos la suma importancia de la vecindad entre el delito y la pena, si se quiere que en las rudas mentes vulgares se asocie inmediatamente la idea de la pena con la sugestiva pintura de un delito provechoso. El largo retraso de la pena con el delito no puede producir otro efecto más que el de desunir las dos ideas; y aunque el castigo de un delito cause impresión, lo será menos como castigo que como espectáculo, y no la causará sino cuando se haya atenuado en los ánimos de los espectadores el horror de un tal delito particular que servirá para reforzar el sentimiento de la pena. Otro principio hay que sirve admirablemente para apretar siempre la importante conexión que debe haber entre la acción punible y la pena, y es el de que la pena debe ser conforme, cuanto más se pueda, a la naturaleza del delito. Esta analogía facilita admirablemente el contraste que debe existir entre el estímulo para el delito y la repercusión de la pena; queremos decir que ésta, la pena, debe alejar y conducir el ánimo del reo a un fin opuesto al que le encamina la seductora idea de la infracción de la ley.
A los reos de los delitos más leves se les castiga enviándoles a la obscuridad de una cárcel o a que sirvan de ejemplo en naciones a quienes no han ofendido, con la lejana y casi inútil esclavitud del destierro o de la deportación. Si los hombres no se deciden en un momento dado a cometer los delitos más graves, la pena pública de una gran maldad se considerará por la mayoría como algo extraño e imposible de realizar; pero la pena pública de los delitos más leves, a que el ánimo está siempre más vecino, hará una impresión tal que, al apartarle de ellos, le alejará aún más de aquellos otros. Las penas no sólo deben ser proporcionadas entre sí con los delitos en cuanto a su fuerza, sino en cuanto al modo de infligirlas.
Certidumbre de las penas. Gracias. Uno de los más grandes frenos del delito no es la crueldad de las penas, sino la infalibilidad de las mismas, y, por consiguiente, la vigilancia de los magistrados y la severidad de un juez inexorable, virtud útil que, para serlo, debe ir acompañada de una legislación mitigada. La certidumbre de un castigo, aunque éste sea moderado, siempre causará más impresión que no el temor de otro más terrible al que vaya unida la esperanza de la impunidad, porque los males cuando son ciertos, aunque sean pequeños, asustan siempre el ánimo de los hombres, y la esperanza, don del cielo que a todos se extiende, aleja siempre la idea de los males mayores, sobre todo cuando aumenta su fuerza la impunidad que otorgan con frecuencia la avaricia y la debilidad. Algunos se libran de la pena de un delito leve cuando la parte ofendida les perdona: acto conforme a la beneficencia y a la humanidad, pero contrario al bien público, como si un ciudadano particular pudiese suprimir con su remisión la necesidad del ejemplo, a la manera que se puede condonar el resarcimiento de la ofensa. El derecho de penar no es sólo de un ciudadano, sino de todos ellos y del soberano. Los particulares sólo pueden renunciar a la porción de derecho que tengan por vivir en sociedad y no pueden anular la porción correspondiente a los demás ciudadanos. A medida que las penas se suavizan, la clemencia y el perdón se hacen menos necesarios. ¡Feliz la nación en que estos bienes fueran funestos! Por consiguiente, la clemencia, virtud que a veces es para un soberano suplemento de todos los deberes del trono, debería quedar excluída en una legislación perfecta, en que las penas fuesen suaves y regular y fácil el método de enjuiciar.
Esta verdad parecerá dura a quien viva en el desorden del sistema criminal; sistema en el cual el perdón y las gracias son necesarias en proporción de lo absurdo de las leyes y la atrocidad de las condenas. La gracia, el indulto, es la prerrogativa más hermosa del trono, el atributo más deseable de la soberanía, la tácita desaprobación que los benéficos dispensadores de la felicidad pública dan a un código que, con todas sus imperfecciones, tienen en su favor el prejuicio de los siglos, el voluminoso e imponente equipo de infinitos comentaristas, el grave aparato de las eternas formalidades y la adhesión de los más insinuantes y menos temidos semidoctos. Pero debe tenerse en cuenta que la clemencia es virtud del legislador, y no del ejecutor de las leyes, que debe resplandecer en el código y no ya en las sentencias particulares; que hacer ver a los hombres que los delitos pueden perdonarse o que la pena no es consecuencia necesaria de los mismos, es fomentar la promesa de la impunidad, hacer creer que, toda vez que las condenas pueden perdonarse, las no perdonadas son más bien violencias de la fuerza que emanaciones de la justicia. ¿Qué se dirá luego, cuando el príncipe conceda la gracia del indulto, o sea la seguridad pública aun particular, el decreto público de la impunidad, con un acto particular de beneficencia no siempre acertada? Por consiguiente, las leyes deben ser inexorables e inexorables los ejecutores de las mismas en los casos particulares; quien debe ser suave, indulgente, humano, es, el legislador. Semejante aun sabio arquitecto, el legislador debe levantar su edificio sobre la base del amor propio, debiendo ser el interés general resultado de los intereses de cada ciudadano, y así no se verá obligado, con leyes parciales y con remedios tumultuosos, a separar a cada momento el bien público del bien de los particulares, alzando el simulacro de la salud pública sobre el temor y la desconfianza. Profundo y sensible filósofo, deje que los hombres, sus hermanos, gocen en paz de la pequeña parte de felicidad en el inmenso sistema establecido por la Primera Causa y de todo lo que se permite gozar en este ángulo del universo.
Asilos Aun me quedan dos cuestiones que examinar, siendo una de ellas la de si son justos los asilos y si es útil, o no, el pacto que las naciones hacen de devolverse recíprocamente a los reos. Dentro de las fronteras de un país, no debe haber lugar alguno independiente de las leyes, porque la fuerza de las mismas debe seguir a cada ciudadano como la sombra sigue al cuerpo. La impunidad y el asilo sólo se diferencian en más o menos; y como la impresión de la pena más consiste en la impresión de la seguridad de encontrarla que en su propia fuerza, los asilos invitan más a los delitos que las penas los alejan de ellos. Multiplicar los lugares de asilo es crear otras tantas pequeñas soberanías, pues donde no hay leyes que mandan, allí podrán formarse leyes nuevas opuestas a la común y, con ello, un espíritu opuesto al del cuerpo entero de la sociedad. Todas
las historias enseñan que de los asilos nacieron las grandes revoluciones en los Estados y en las opiniones de los hombres. Algunos han sostenido que donde quiera que se cometa un delito o sea una acción contraria a la ley, pueda ser penado el delincuente, como si el carácter de súbdito fuese indeleble, sinónimo, y hasta peor, que el de esclavo, como si uno pudiese ser súbdito de un dominio y habitar en otro y como si sus acciones pudiesen sin contradecirse, estar subordinadas a dos soberanos y a dos códigos contradictorios a menudo. Algunos creen igualmente, que una acción cruel, cometida en Constantinopla, por ejemplo, puede ser castigada en París, por la razón abstracta de que quien ofende a la humanidad merece tener por enemigo a la humanidad entera, con la execración universal, y como si los jueces fuesen vindicadores de la sensibilidad de los hombres, y no más bien de los pactos que les ligan entre sí. El lugar de la pena es el lugar del delito, pues solamente en él, y no en otros lugares, los hombres se ven forzados a ofender a un particular para prevenir la ofensa pública. Un malvado que no ha roto los pactos de una sociedad de la que no era miembro, puese ser temido, y, por lo mismo, ser desterrado y excluído por la fuerza superior de aquella sociedad misma, pero no puede ser castigado con las formalidades de la ley, que son vindicadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca de las acciones. Pero si sea útil entregarse recíprocamente los reos entre las naciones, no me atreveré a decidirlo mientras las leyes más conformes a las necesidades de la humanidad, las penas más suaves y extinguida la dependencia del arbitrio y de la opinión, no aseguren la inocencia oprimida y la virtud detestada; mientras la tiranía no venga del todo de la razón universal, que siempre une los intereses del trono y de los súbditos, confinada en las vastas llanuras de Asia. Aun cuando la persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdone a los verdaderos delitos, sería un medio eficacísimo de prevenirlos.
Del poner a precio la cabeza de los reos La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a precio la cabeza de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo de cada ciudadano, hacer de ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro de los confines nacionales, o fuera de ellos. En el primer caso, el Soberano estimula a los ciudadanos a cometer un delito y les expone a un suplicio, cometiendo una injuria y una usurpación de autoridad en los dominios de otro, y a la vez. autorizando de este modo a las demás naciones para que hagan lo mismo con respecto a él. En el segundo caso, muestra la misma debilidad. El que tiene fuerzas bastantes para defenderse, no procura comprarlas. Además, el edicto poniendo precio a la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y virtud que el menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes invitan
a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los lazos de familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los rompe y los desprecia; siempre contradictorio consigo mismo, ora invita a la confianza el ánimo sospechoso de los hombres, ora siembra la desconfianza en todos los corazones. En vez de prevenir un delito, hace que nazcan cientos. Estos son los recursos de las naciones débiles cuyas leyes no son más que reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso que cruje por todas partes. A medida que crece la ilustración en una nación, la buena fe y la confianza recíproca se hacen necesarias en ella, tendiendo siempre más a confundirse con la política verdadera. Los artificios, las cábalas, los caminos obscuros e indirectos son más previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad de cada uno en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral pública obliga a los hombres a obedecer a la privada, sirven de instrucción y experiencia a los siglos ilustrados. Pero las leyes que premian la traición y que suscitan una guerra clandestina, esparcen las sospechas recíprocas entre los ciudadanos, se oponen a tan necesaria reunión de la moral con la política, a que los hombres deberían su felicidad, las naciones su paz y el universo algún intervalo mayor de tranquilidad y reposo a los males que se ciernen sobre él.
Proporción entre los delitos y las penas No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los obstáculos que detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a medida que sean contrarios al bien público y a medida de los impulsos que arrantren a ellos. Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas. Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la otra nacerá la tanto menos observada contradicción cuando más común es, de que las penas deben castigar los delitos que hayan hecho nacer. Si una pena igual se impone a dos delitos que ofenden a la sociedad desigualmente, los hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si con ello va unida una mayor ventaja. Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y difíciles de producirse en el alma humana, hasta el
punto de que se creyera que para la germinación de ellos hubiera sido necesaria la ayuda de los motivos más sublimes y un gran aparato de graves formalidades. Imposible es prevenir todos los desórdenes posibles en el combate universal de las pasiones humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en razón del interés que toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar las penas va aumentando siempre. La fuerza, semejante a la gravedad, que nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene sino a medida de los obstáculos que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la serie confusa de las acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del hombre; el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que contribuyen a la fuerza del edificio. Dada la necesidad de la reunión de los hombres, dados los pactos que necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados, hay una escala de desórdenes cuyo primer grado está en los que destruyen la sociedad inmediatamente y el último en la mínima injusticia posible hecha a los particulares, miembros de aquélla. Entre estos extremos se hallan comprendidas todas las acciones opuestas al bien público llamadas delitos, todas las cuales, por grados insensibles, van decreciendo desde lo más elevado a lo más ínfimo. Si la geometría pudiese adaptarse a las infinitas y obscuras combinaciones de las acciones humanas debería haber una escala correspondiente de penas, que descendiesen desde la más fuerte a la más débil; y si hubiese una escala universal de las penas y de los delitos, tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía o de libertad, del fondo de humanidad o de maldad de las distintas naciones. Bástele al prudente legislador, señalar los puntos principales de la misma, sin turbar el orden, de modo que no decrete para los delitos de primer grado las penas del último.
Medida de los delitos Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos.
Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten cuadrantes ni telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de cualquier mediana inteligencia, sin embargo, por una combinación maravillosa de circunstancias, no han sido conocidas más que por algunos contados pensadores, hombres de todas las naciones y de todos los siglos. Pero si las opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de autoridad y de poder, muchas veces por insensibles estímulos, y otras pocas por violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los hombres, disiparon las sencillas nociones que formaron acaso la primera filosofía de las sociedades nacientes y a las que la luz de nuestros siglos parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que puede suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y por sus propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera medida de los delitos está en la intención de quien los comete. La intención depende de la impresión actual de los objetos y de la disposición precedente de la mente, variando en todos los hombres, y hasta en cada uno de ellos, con la velocísima sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias. Si así fuese, si se admitiese aquel error, sería necesario formar, no sólo un código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para cada delito. Con la mejor intención, algunas veces los hombres causan el mayor mal a la sociedad y otras veces con la más mala voluntad procuran el mayor bien. Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que por la importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la verdadera medida de los delitos, toda irreverencia al Ser de los seres, debería castigarse con mayor atrocidad que el regicidio, por ser la superioridad de la naturaleza una compensación infinita a la diferencia de la ofensa. Finalmente, algunos piensan que la gravedad del pecado interviene en las medidas de los delitos. La falacia de esta opinión saltará a la vista del que más indiferentemente examine las verdaderas relaciones que median entre los hombres y entre los hombres y Dios. Las primeras son relaciones de igualdad. Sólo la sociedad ha hecho nacer del choque de las pasiones y de las oposiciones de los intereses, la idea de la utilidad común, base de la justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un Ser Perfecto y Creador, que se ha reservado el derecho de ser legislador y juez, al mismo tiempo, porque sólo él puede serIo sin inconvenientes. Si El ha establecido penas eternas contra los que desobedecen a su Omnipotencia, ¿cuál será el insecto que se atreverá a suplir a la Justicia Divina, que quiera vindicar al Ser que se basta a sí mismo, que no puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor y que, único entre todos los seres, obra sin reacción? La gravedad del pecado depende de la inescrutable malicia del corazón, que no puede ser conocida, sin revelación, por seres finitos.
¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este caso, los hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al ofenderle, también pueden estarlo al castigar.
División de los delitos Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la representa; otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su vida, sus bienes o su honor; y algunos otros son actos contrarios a lo que cada cual está obligado a hacer o a no hacer en vista del bien público. Cualquiera acción que no esté comprendida dentro de estos límites, ni puede ser llamada delito ni castigada como tal, sino por aquéllos que tengan algún interés en llamarla de tal modo. La incertidumbre de estos límites ha producido en las naciones una moral que contradice a la legislación, por ser diversas las legislaciones que se excluyen recíprocamente, con el ejemplo de una multitud de leyes que al más prudente le exponen a las más rigurosas penas. Por ello son tan vagos y oscilantes los nombres de vicio y virtud, con la incertidumbre consiguiente que produce el letargo y el sueño fatal en los organismos políticos. La opinión que debe tener todo ciudadano de poder hacer cuanto no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente más que el que pueda nacer de la acción misma, tal es el dogma político en que los pueblos deberían creer, así como sus supremos magistrados. con la incorrompible custodia de las leyes, debidamente predicada: sacro dogma sin el cual no puede haber sociedad legítima, justa recompensa del sacrificio que los hombres hicieron de aquella acción universal sobre todas las cosas, que es común a todo ser sensible y que no tiene otros límites más que las fuerzas propias. Tal es el convencimiento que forma las almas libres y fuertes y las mentalidades luminosas lo que hace vigorosos a los hombres, virtuosos, con aquella virtud que sabe resistir al temor, y no con la prudencia acomodaticia, digna tan sólo del que puede sufrir una existencia precaria e incierta. Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las naciones, hallará casi siempre que los nombres de virtud y de vicio, de buen ciudadano y de reo, cambian con las revoluciones de los siglos, no en razán de las mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y, por consiguiente, siempre conformes al interés común, sino en razón de las pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o's distintos legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo forman la base de la moral de los siglos venideros; que las pasiones fuertes, hijas del fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y roídas, digámoslo así, por el tiempo, que reducen todos los fenómenos físicos y
morales al equilibrio, poco a poco forman la prudencia del siglo y el instrumento útil en manos de los fuertes y hábiles. De este modo nacieron las obscurísimas nociones de honor y de virtud, pues así como la acción del tiempo hace que se cambien los nombres de las cosas igual que se cambia el de los ríos y las montañas, dentro de los confines de la física; así sucede también con la geografía moral.
Delitos de lesa majestad Los delitos llamados de lesa majestad, son los primeros de todos y los mayores, por ser los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden otorgar este nombre, y por consiguiente, la mayor de las penas, a delitos de naturaleza diferente, haciendo a los hombres, igual que en otras mil ocasiones, víctimas de una palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la sociedad; pero no todo delito procura la inmediata destrucción de ella. Las acciones morales, lo mismo que las físicas, tienen su limitada esfera de actividad, y están diversamente circunscritas, como todos los movimientos de la naturaleza, del tiempo y del espacio; y sólo la interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la esclavitud, puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus inmutables relaciones.
Delitos contra la seguridad de los particulares, violencias, penas de los nobles Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de los partículares. Como la seguridad de los particulares es el fin primario de toda asociación legítima, no puede dejar de asignarse a la violación del derecho de seguridad, adquirido por cada ciudadano, alguna de las penas más considerables establecidas por las leyes. Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.
Los atentados contra la seguridad' y la libertad de los ciudadanos, son delitos de los mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o hurtos cometidos por los plebeyos, sino también los de los grandes y los magistrados, cuya influencia obra a mayor distancia y con mayor vigor, destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y de deber, reemplazadas por la del derecho del más fuerte, tan peligroso finalmente en quien le ejerce y en quien le sufre. Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en determinados eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa; veríamos entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la multitud de combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento es el secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es en manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y los débiles. Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas las apariencias de libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en cualquier ángulo ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga y se engrandece. Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta; pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un camino tanto más seguro cuanto más oculto. ¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles, cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es verdad que constituya un poder intermedio que limite los excesos de los dos extremos, o si más bien forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los demas, encierra toda circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo, como aquellas fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las desigualdades sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero también que ella, la desigualdad misma, deba residir más bien en las clases que en los individuos, es decir, fijarse en una parte del organismo político, en vez de circular por todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango noble, asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y el último de los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los honores o en las riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe suponer que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que sea más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus sucesores; el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no tema menos que los otros
hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad es que estos decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero insiden en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas que se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus inconvenientes; lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando el paso a la impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no es medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más favorecido está el que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo puede ser extrínseca, por ser realmente diversa en cada individuo; y que la infamia de toda una familia, puede apartarse por el Soberano con demostraciones públicas de benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y admirador?
Injurias al honor Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de las simpatías que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben castigarse con la infamia. Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias del cuerpo y bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y las leyes de lo que se llama el honor, presididas en todo por la opinión. Esta palabra de honor, es una de las que han servido de base a largos y brillantes razonamientos, sin adherirse a ninguna idea fija y estable. ¡Mísera condición de las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y menos importantes ideas de los movimientos de los cuerpos celestes le estén presentes con un conocimiento más preciso, que las vecinas e importantísimas nociones morales, siempre fluctuantes y confusas, según el viento de las pasiones las arrastra y las recibe y transmite la ignorancia! Pero esta aparente paradoja desaparecerá al considerar que así como las cosas muy próximas a los ojos se confunden, del mismo modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace que con facilidad se mezclen con las muchísimas ideas simples que las componen, confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu geométrico que trata de medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y disminuirá del todo la maravilla del indiferente indagador de las cosas humanas, que sospechará acaso que no sea necesario tanto aparato de moral ni tantos compromisos para hacer que los hombres sean libres y felices. Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son un agregado, no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente complicadas, que al presentarse de un modo vario ante la mente, unas veces admiten y otras excluyen algunos de los elementos que las
componen, sin conservar más que algunas pocas ideas comunes, al modo que las cantidades complejas algebraicas admiten un divisor común. Para encontrar este común divisor en las válidas ideas que los hombres se forman del honor, es necesaria una rápida mirada a la formación de la sociedad. Las primeras leyes y los primeros magistrados nacieron de la necesidad de reparar los desórdenes del despotismo físico de todo hombre. Este fue el fin institutor de la sociedad, y este fin primario de ella se ha conservado siempre, realmente o en apariencia, a la cabeza de todos los códigos, incluso los destructores. Pero las relaciones de los hombres y el progreso de sus conocimientos, hicieron nacer una infinita serie de acciones y necesidades recíprocas de los unos para con los otros, siempre superiores a la previsión de las leyes e inferiores al poder actual de cada uno. De esta época data el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los otros aquellos bienes y de alejar aquellos males que las leyes eran insuficientes para atender. La opinión es lo que atormenta al sabio y al hombre vulgar; lo que ha puesto en crédito la apariencia de la virtud por encima de la virtud misma; lo que convierte en misionero incluso al malvado porque en ella encuentra su propio interés. Así es como las simpatías, las opiniones de los hombres, se hicieron no sólo útiles, sino necesarias, para no caer por debajo del nivel común. De modo que si el ambicioso conquista el honor como útil, si el vanidoso le mendiga como testimonio de su mérito, el hombre de honor ha de exigirle como necesario. Este honor es una condición que muchísimos hombres ponen a su propia existencia. Nacido después de la formación de la sociedad, no ha podido ser puesto en el depósito común y hasta es un retorno instantáneo, al estado natural, una substracción momentánea de la persona propia a las leyes, cuando éstas no defienden suficientemente a un ciudadano. En resolución, en la extremada libertad política, igual que en la extrema dependencia, desaparecen las ideas del honor o se confunden perfectamente con otras; porque en la primera de aquellas dos situacines, el despotismo de las leyes inutiliza la busca de otros sufragios y simpatías; y en la segunda, porque el despotismo de los hombres anulando la existencia civil, reduce a ésta a una personalidad precaria y momentánea. De modo que el honor es uno de los principios fundamentales de las monarquías que tiene el carácter de un despotismo disminuído; y en ellas está lo que está en las revoluciones en los estados despóticos: un momento de regreso al estado natural, un recuerdo que se le hace al amo de la igualdad antigua.
De los duelos De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados, cuyo origen se encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se pretende que estos duelos los desconoció la antigüedad, acaso porque
los antiguos no se reunían sospechosamente armados en los templos y en los teatros, o con los amigos; acaso porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que daban al pueblo los gladiadores, esclavos y envilecidos, de modo que los hombres libres desdeñaban ser considerados y llamados gladiadores, al participar en combates singulares. En vano los edictos de muerte contra todo aquél que aceptara un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo fundamento está en algo que algunos hombres temen más que a la muerte, porque, privado de los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor se ve expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un estado insufrible para un hombre social, o bien a convertirse en blanco de los insultos y la infamia que con su acción repetida superan el peligro de la pena. ¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo no se bata en duelo tanto como los grandes? No sólo porque está desarmado, sino porque la necesidad de los sufragios ajenos es menos común en la plebe que en aquellos otros, que, siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha y envidia. No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor método de prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera ocasión al duelo, declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya, se ha visto obligado a defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión.
Hurtos Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena pecuniaria. Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser empobrecido de lo propio. Pero como por lo común este delito es propio de la miseria y la desesperación, el delito de tan infeliz porción de hombres a quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso no necesario derecho) no ha dejado más que una existencia desnuda; como las penas pecuniarias aumentan el número de los reos por encima del de los delitos y quitan el pan a los inocentes como a los malvados, la pena más oportuna de los hurtos sería aquella especie de servidumbre que pudiera llamarse justa, o sea una servidumbre temporal del trabajo y de las personas en favor de la sociedad ordinara, para resarcir con la propia y perfecta dependencia del injusto despotismo usurpado sobre el pacto social. Pero cuando el hurto vaya acompañado de violencia, la pena debe ser también una aleación de castigo corporal con la servidumbre penal. Otros escritores antes que yo han demostrado el desorden evidente que nace de no distinguir bien las penas de los hurtos violentos de los no violentos, estableciendo la absurda ecuación de una importante suma de dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que hablamos son de naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el axioma matemático de que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que las
separa. Pero quizá no sea superfluo repetir lo que casi nunca se haya cumplido. Las máquinas políticas conservan más que otra alguna el movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro movimiento nuevo.
Contrabandos El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la nación; pero su pena no debe ser infamante, porque cometerle no produce infamia en la opinión públIca. ¿Pero por que este delito no infama a sus autores, siendo como es, un hurto que se leo hace al Príncipe, y por consiguiente, a la nacón misma? Responderé a esta pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres creen que no pueden hacérseles, no les interesan tanto que baste para producir la indignación pública contra el que las comete. Así es el contrabando. Los hombres a quienes las consecuencias remotas impresionan muy poco, no consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y hasta más bien aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando más que el daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus sufragios al contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto privado, el que falsifica un documento y comete otros males de éstos. Es un principio sensible evidente el de que todo ser sensible sólo se interesa por los males que conoce. El delito de contrabando nace de la misma ley, porque al crecer el impuesto crecerá siempre la ventaja, y por tanto la tentación de cometer el contrabando; y la facililidad de cometerle, crece con la circunferencia que haya de custodiarse y con la disminución del volumen de la mercancía misma. La pena de perder la mercancía prohibida y lo que la acompaña, es justísima; pero será tanto más eficaz cuanto sea más pequeño el impuesto, puesto que los hombres sólo se arriesgan en proporción de la ventaja que produciría el éxito feliz de la empresa. ¿Pero deberá dejarse impune tal clase de delitos contra quien nada tiene que perder? No hay contrabandos que interesan de tal modo a la naturaleza del tributo, parte tan esencial y difícil en una buena legislación, que el delito en cuestión merece una pena considerable, incluso hasta la prisión y hasta la servidumbre penal; pero prisión y servidumbre conformes a la naturaleza del delito mismo. Por ejemplo: la prisión del contrabandista de tabaco no debe ser común con la del sicario o del ladrón; y el trabajo del primero, limitado al servicio de la propia renta a que se ha querido defraudar, será el más conforme a la naturaleza de las penas.
De los deudores La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir igual pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una pieza de metal acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el insolvente inocente, el que, tras un riguroso examen, ha probado ante sus jueces que la malicia o la desgracia ajenas, o vicisitudes inevitables de la prudencia humana, le despojaron de sus bienes ¿por qué bárbaro motivo deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien que le resta, o sea la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables, la desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en que vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío dejar de ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los débiles sufren con la esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana, que nos hace creer que los sucesos desfavorables deben ser para los demás y los favorables para nosotros! Los hombres, abandonados a sus sentimientos evidentes, gustan que las leyes sean crueles, aun cuando, sujetos a las mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen moderadas, por ser mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas. Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación debe ser inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que se le hubiere otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de la parte, o de trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que debería estar comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso proporcionalmente a las ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo, como la seguridad del comercio o la sagrada propiedad de los bienes, podría justificar una privación de libertad que sería del todo inútil, salvo el caso de que los rigores de la prisión pudieran servir para revelar los secretos del supuesto insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso examen? (El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de ella, sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en todas las ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo mismo he caído en las ediciones precedentes, cuando decía que el insolvente inculpable debiese ser tenido en custodia, como prenda de sus deudas, o utilizado como esclavo trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo de haber escrito tales palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He ofendido los derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del autor).
Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la leve de la inocencia completa; asignando al primero de estos casos las penas de los delitos de falsificación; a la segunda, penas menores, pero con privación de libertad; reservar al último caso la libre elección de los medios de restablecerse, y en el tercero reservar a los acreedores la libertad de la elección misma. Pero la distinción entre lo que sea grave y leve en la culpa debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la peligrosa y arbitraria prudencia de los jueces. La fijación de los límites es tan necesaria en la política como en las matemáticas, así en la medida del público bien como en la de las dimensiones. ¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El registro público y manifiesto de todos los contratos y la libertad de los ciudadanos para consultar los documentos respectivos, bien ordenados; un banco público constituído con fondos prudentemente tomados de los tributos sobre las mercancías buenas, destinado a socorrer con sumas oportunas a los infelices e inculpables que lo merecieran, no presentarían ningún inconveniente real, y, en cambio, podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador para extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de todo. Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales...
De la tranquilidad pública Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado, están los que van contra la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, tales como los alborotos y tumultos en las calles públicas, destinadas al comercio y tránsito de los ciudadanos, los discursos fanáticos que excitan las fáciles pasiones de las multitudes curiosas, envalentonadas por la curiosidad y por la frecuencia y número de los oyentes y sobre todo por el obscuro y misterioso entusiasmo, no en cambio, por la razón, clara y tranquila, que jamás obra sobre las grandes masas de hombres. El alumbrado público, los guardias distribuídos en los diferentes barrios de la ciudad, los sermones sencillos y morales de la religión en el silencio y sagrada tranquilidad de los templos protegidos por la autoridad pública, las arengas encaminadas a sostener los intereses particulares y públicos en las reuniones de la nación, en los parlamentos y donde resida la
majestad del Soberano, todos éstos son medios eficaces para prevenir la peligrosa acumulación de las pasiones particulares. Todo esto es materia de un ramo principal de la vigilancia del magistrado que los franceses llaman Policía; pero si los magistrados de este orden obrasen mediante leyes arbitrarias, que no estuvieran establecidas por un código circulando en manos de todos los ciudadanos, sí abriría una puerta a la tiranía, siempre acechando todos los confines de la libertad política. Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a saber, que todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente. Si los censores, y en general, los magistrados arbitrarios son necesarios en algunos gobiernos, ello se debe a la debilidad de la propia constitución de éstos, y no a la naturaleza de un gobierno bien organizado. La incertidumbre de la suerte propia, ha sacrificado más víctimas a la obscura tiranía, que no la crueldad pública y solemne. Aquella rebela los ánimos más que los envilece. El verdadero tirano siempre comienza reinando sobre la opinión y el valor sólo puede llegar a resplandecer a la clara luz de la verdad, en el fuego de las pasiones, o en la ignorancia del peligro.
Del ocio político Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la industria. Yo llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la sociedad ni con el trabajo ni con la riqueza; a todo aquello que gana sin perder nunca, a lo que, siendo venerado por el vulgo con admiración estúpida, el sabio lo mira con desdeñosa compasión hacia sus víctimas; lo que, careciendo del estímulo de la vida activa, que es la necesidad de conservar o aumentar las comodidades de la vida, entrega todas sus energías a las pasiones de la opinión, que no son las menos fuertes. Los austeros declamadores han confundido este ocio con el ocio de Ias riquezas acumuladas por Ia industria; por lo cual son Ias leyes las que deben definir el ocio punible, no la austera y limitada virtud de algunos censores. Políticamente hablando, no es ocioso el que goza de los frutos de los vicios o las virtudes de sus antepasados, vendiendo por placeres actuales el pan y Ia vida de la pobrez.a trabajadora; el que ejerce en paz Ia tácita guerra de Ia industria con la opulencia, en vez de la guerra incierta y sanguinaria con la fuerza. El ocio de que hablamos es necesario y útil a medida que la sociedad se dilata y la administración se restringe.
Del suicidio y de los emigrantes
El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha, supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar una estatua, sería injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de los hombres supone necesariamente que las penas sean meramente personales. Los hombres aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les confirma en este amor. La imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo engaño de los mortales, por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con algunas pocas gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la impunidad necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano desesperada del suicida? Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias, mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la fuerza de la sociedad consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a sí mismo y darse a una nación vecina, el emigrante hace un doble daño que aquél que simplemente con la muerte se aparta de la sociedad. Por consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o perjudicial para las naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de la sociedad a que pertenecían. Toda ley que no va armada o a quien deja insubsistente la naturaleza de las circunstancias, no debe prolongarse; y como sobre los ánimos reina la opinión, que obedece a las lentas e indirectas impresiones del legislador, resistiendo a las que son directas y violentas, las leyes inútiles, despreciadas por los hombres, comunican su envilecimiento hasta a las leyes más saludables, a las que se considera más bien como un obstáculo que deba superarse que como depósito dél bien público. Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea la veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto menos de aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de la felicidad pública, puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que acabamos de sentar; pero el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto, el cual no es otro que demostrar la inutilidad de hacer del Estado una prisión. Una ley de este género será inútil, pues, a no ser que haya escollos inaccesibles o mares innavegables que separen un país de todos los demás ¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo custodiar a los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado, después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después de haber sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los hombres, y no sus actos; sería imponerse a la intención, que es una parte enteramente libre del hombre, independiente del imperio, de las leyes humanas. Por otra parte, castigar al ausente en las
cosas que haya dejado tras de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no puede suprimirse sin tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en nación. Penar el delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se reparase el mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales del mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para que no penetren en el mismo. ¿Qué deberíamos pensar de un gobierno que no tuviese otro medio sino el temor para retener a los hombres en su patria, a la que están naturalmente unidos por las primeras impresiones de la infancia? El modo más seguro de fijar a los ciudadanos en su patria, es aumentar el bienestar relativo de todos. Del mismo modo que debe hacerse toda clase de esfuerzos para que la balanza del comercio esté en favor nuestro, así también el máximo interés del Soberano y de la nación es que la suma de felicidad de los súbditos sea mayor que en cualquier otra parte de las naciones circundantes. Los placeres del lujo no son los elementos principales de esta felicidad, aun cuando sean un remedio necesario a la desigualdad, que crece con el progreso de las naciones, pues sin ella las riquezas se condensarían en una sola mano. (Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del mismo, el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el número de los habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto menor sea la industria, mayor será la dependencia de la pobreza en relación con el fausto, y tanto más dificil y menos temida será la reunión de los oprimidos contra los opresores, pues las adoraciones, los oficios, las distinciones, la sumisión que hacen más sensible la distancia entre el fuerte y el débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de muchos, pues los hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y tanto menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque anima a la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece demasiados placeres y comodidades al rico para que la ostentación que aumenta la impresión de dependencia, destaque sobre todo. Asi puede observarse que en los Estados grandes y débiles, por despoblados, si no median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el lujo de ostentación prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados, el lujo de comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.- Nota posterior del Autor). Pero el comercio y el paso de los placeres de lujo tienen el inconveniente de que, aunque se haga por medio de muchos, siempre terminan en pocos y sólo una pequeñísima parte aprovecha su mayor número; de modo que no impide el sentimiento de la miseria, más bien ocasionado por la comparación que por la realidad. Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la
población y sin las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales más generosos y los pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y en los bosques inaccesibles, abandonando las campiñas fértiles y risueñas al hombre que los acecha, así los hombres huyen hasta de los placeres, cuando se los distribuye la tiranía. Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio no es delito ante los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer sobre el reo, cae sobre su familia: Si alguno me opusiese que la pena del suicidio podría por lo menos, apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le respondería que aquél que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la existencia de aquí abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.
Delitos de prueba dificil Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y difíciles de probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el infanticidio. El adulterio es un delito que, considerado políticamente, tiene su fuerza y dirección en dos motivos: las leyes variables de los hombres y la atracción fortísima que impulsa a uno de los sexos hacia el otro. (La atracción de los sexos es semejante en muchos casos a la gravedad, fuerza motriz del Universo, porque, igual que ésta, disminuye con las distancias, y si la una modifica todos los movimientos de los cuerpos, así lo hace la otra con casi todos los del alma, mientras dura su tiempo. En cambio, es desemejante en que la gravedad se equilibra con los obstáculos, mientras que la atracción de los sexos por lo general aumenta a medida que crecen los obstáculos que se oponen a ella.-Nota posterior del Autor). Si yo tuviese que hablar a naciones faltas todavía de la luz de la religión, diría que también hay otra diferencia considerable entre éste y otros delitos. Este nace del abuso de una necesidad constante y universal a toda la humanidad; necesidad anterior, y hasta fundadora de la sociedad misma; en tanto que los demás delitos destructores de ella, tienen un origen más determinado en pasiones momentáneas que en una necesidad natural. La necesidad sexual, para todo aquél que conozca la historia y el hombre, es
siempre igual en el mismo clima, y tiene una cantidad constante. Si esto fuese cierto, serían inútiles y hasta perniciosas, las leyes y las costumbres que intentasen disminuir su suma total, porque su efecto sería cargar una parte de las necesidades propias y ajenas, de modo que serían más sabias, por el contrario, aquellas otras leyes que, por decirlo así, siguiendo la fácil inclinación de la pendiente, dividiesen y derramasen la suma en tantas porciones pequeñas e iguales, que impidiesen uniformemente en todas partes la aridez, y el desbordamiento. La fidelidad conyugal es siempre proporcional al número y libertad de los matrimonios. Allí donde estas cualidades se combinan y disuelven, la galantería rompe secretamente los prejuicios imperantes, cuando la potestad doméstica, a despecho de la moral vulgar, cuyo oficio es declamar contra los efectos, olvidándose de las causas, ataca los vínculos contraídos. Pero no hay razón para estas reflexiones, viviendo en la verdadera religión, cuyos sublimes motivos corrigen la fuerza de los efectos naturales. La acción del delito a que aludimos, es tan instantánea y misteriosa, está tan cubierta por el velo que las leyes le han puesto (velo necesario, pero frágil, y que aumenta el precio de la cosa, en lugar de mermarlo); sus ocasiones son tan fáciles, sus consecuencias tan equívocas, que más está en manos del legislador prevenirle que corregirle. Regla general: en todo delito en que, por su naturaleza, la impunidad sea fácil, la pena se convierte en un incentivo. Es propio de nuestra imaginación que las dificultades, cuando no son insuperables o demasiado difíciles ante la pobreza de ánimo de cada hombre, exciten más vivamente la imaginación, agrandando su objeto, pues son casi otros tantos reparos que impiden a la vagabunda y voluble imaginación salirse de su objeto, y constriñéndola a recorrer todas las relaciones, se detiene más estrechamente en la parte agradable a que naturalmente se afecta más nuestro ánimo, que no en la dolorosa y funesta, de que huye y se aleja. La Venus ática (Beccaria se refiere, mediante el uso de este término, a la inversión sexual, esto es, al homosexualismo), tan severamente castigada por las leyes y tan fácilmente sometida a los tormentos vencedores de la inocencia, tiene menos fundamento en las necesidades del hombre aislado y libre que en las pasiones del hombre sociable y esclavo. Su fuerza la adquiere no tanto en la saciedad de los placeres cuanto en la de la educación, que comienza por hacer a los hombres inútiles a sí mismos para que sean útiles a los demás; en los lugares en que se condensa la ardiente juventud, en los que habiendo un dique insuperable a cualquier otro comercio, todo el vigor de la naturaleza que se desarrolla, se consume inútilmente para la humanidad, anticipando la vejez. En cuanto al infanticidio (mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable contradicción en que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad o por violencia. Quien se encontrase colocado en la disyuntiva de la infamia o la muerte de un ser incapaz de sentir los males ¿cómo no preferirá esta última solución a la miseria infalible a que quedarían expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera de evitar este
delito, sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la tiranía, la cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la virtud. Yo no pretendo disminuir el justo horror que merecen estos delitos de que hablamos; pero señalando sus fuentes, me creo con el derecho a obtener una consecuencia general, a saber: que no puede llamarse precisamente justa (lo que quiere decir necesaria) la pena de un delito mientras la ley no ha utilizado el mejor medio posible para prevenirle, dadas las circunstancias de una nación.
De un genero particular de delitos El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha cubierto a Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que servían de alimento a las llamas cuerpos vivos humanos, cuando era alegre espectáculo y grata armonía para la ciega multitud oír los sordos y confusos gemidos de los desgraciados, a través de los remolinos de humo negro, humo de miembros humanos, entre el crujido de los huesos carbonizados y el chirriar de las vísceras aun palpitantes. Pero los lectores razonables tendrán en cuenta que el lugar, el tiempo y la materia, no me permiten examinar la naturaleza de esta clase de delitos. Sería ajeno y apartado de mi asunto demostrar que debe ser necesaria una perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en contra del ejemplo de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí solamente por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la capacidad humana, pueden también perturbar el bien público, cuando una no esté autorizada con preferencia a otras; y como la naturaleza de las opiniones está compuesta de tal modo que mientras algunas, las verdaderas, se aclaran y sobrenadan con el contraste, fermentando y combatiendo juntas, las falsas se sumergen en olvido, y otras, mal seguras en su desnuda substancia, requieren ser vestidas de autoridad y de fuerza. Sería muy largo probar que, aunque parezca odioso, el imperio de la fuerza sobre las mentalidades humanas, cuyas conquistas únicas son la disimulación, y con ella el envilecimiento, aunque parezca contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad aconsejado por la razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de todo, necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente probado y conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay quien lo haga con reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los delitos que emanan de la naturaleza humana y de la naturaleza social, pero no de los pecados, cuyas penas, incluso las temporales, deben regirse por otros principios distintos de los de una limitada filosofía.
Falsas ideas de utilidad Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que se forman los legisladores. Falsa idea de utilidad es la que antepone los inconvenientes particulares al inconveniente general; la que manda a los sentimientos, en vez de dirigirlos hacia la lógica, haciéndoles obedecer a ella. Falsa idea de utilidad es la que sacrifica mil ventajas reales aun inconveniente imaginario o de escasas consecuencias, como sería la de suprimir a los hombres el fuego, porque incendia y el agua porque aniega, y la de no reparar a los males más que con la destrucción. Las leyes que prohiben llevar armas son de esta clase, pues no desarman más que a los que no están inclinados ni determinados a los delitos, en tanto que los que se atreven a violar las leyes más sagradas de la humanidad y las más importantes del código ¿cómo van a respetar las menores y las puramente arbitrarias y cuya contravención es tan fácil, con la impunidad consiguiente y cuya ejecución exacta suprimiría la libertad personal, que el hombre quiere tanto y que el legislador inteligente debe querer también, sometiendo a los inocentes a todas las vejaciones debidas a los reos? Leyes como éstas empeoran la condición de los agredidos y mejoran la de los agresores, sin que hagan disminuir los homicidios, antes bien los aumentan, porque es mayor la confianza en asaltar a los que van desarmados que no a los armados. A estas leyes se les podría llamar más bien leyes miedosas de los delitos que no previsoras de ellos, y nacen de la tumultuosa impresión de algunos casos particulares, no de la meditación razonada de los inconvenientes y ventajas de un decreto universal. Falsa idea de utilidad es la que pretendiera dar a una multitud de seres sensibles la simetría y el orden que sufren la materia bruta e inanimada; la que olvida los motivos presentes, únicos que con constancia y fuerza obran sobre la multitud, prefiriendo motivos lejanos cuya impresión es brevísima y débil, cuando una fuerza de imaginación, que no es ordinaria en la humanidad, no suple a todo agrandando el objeto en lontananza. Finalmente, es una falsa idea de utilidad la que, sacrificando la cosa al nombre, separa el bien público del bien de todos los particulares. Entre el estado de sociedad y el de naturaleza, hay esta diferencia: que el hombre salvaje no daña a los demás más que cuando ello sirve para procurarse bien a sí propio, en tanto que el hombre sociable a veces se ve obligado por leyes malas a ofender a los demás, sin que por ello se procure bien personalmente. El déspota proyecta el temor y el abatimiento en el ánimo de sus esclavos; pero si se le reprende, vuelve con mayor fuerza a atormentar su ánimo. Cuando el temor es más solitario y doméstico, tanto es menos peligroso a quien hace de él el instrumento de su provecho; pero cuanto es más público y actúa sobre una multitud mayor de hombres, tanto más fácil es que entre ellos se encuentre el imprudente, el desesperado o el audaz hábil que haga servir a los hombres a sus fines
propios, suscitando en ellos sentimientos más gratos y tanto más seductores cuando el riesgo de la empresa recae sobre un número mayor; y entonces el valor que los infelices dan a su existencia propia, disminuye en proporción de la miseria que sufren. Esta es la razón por la cual las ofensas hacen brotar ofensas nuevas, pues el odio es un sentimiento tanto más duradero que el amor, cuanto que el primero adquiere su fuerza en la continuación de los actos que debilitan al segundo.
Del espíritu de familia Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como una reunión de familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o sea veinte mil familias, compuestas, cada una de cinco personas, incluyendo en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se hace por familias habrá veinte mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la asociación es de hombres, habrá cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer caso tendremos una República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen. En el segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y en las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de los jefes de las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a poco en la República misma y sus efectos sólo serán frenados por los intereses opuestos de cada uno, pero no por un sentimiento que respire libertad e igualdad. El espíritu de familia es un espíritu de detalle, que se limita en pequeñeces. El espíritu regulador de la República, dueño como es de principios generales, ve los hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien de la mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del jefe, mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una existencia que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer en la edad más juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos modificados por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían resistir a los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los cambios vigorosos? Cuando la República es de hombres, la familia no es una subordinación de mando, sino de contrato; y los hijos, al llegar la edad que extingue la dependencia natural, que es la edad de la debilidad y de la necesidad de educación y defensa, se convierten en miembros libres de la ciudad,
sujetándose al jefe de familia para participar de las ventajas de ésta, igual que hacen los hombres libres en la sociedad mayor. En el primer caso, los hijos, que son la mayor parte de la nación y la más útil de la misma, están a la discreción de los padres; en el segundo, no existe más vínculo impuesto que el sagrado e inviolable de suministrarse recíprocamente los auxilios necesarios, y el de la gratitud por los beneficios recibidos, sin que este último sufra menoscabo por la malicia del corazón humano más que por una mala entendida sujeción ordenada por las leyes. Estas contradicciones entre las leyes de familia y las fundamentales de la República, son una fuente abundante de otras contradicciones entre la moral doméstica y la pública, las cuales engendran un perpetuo conflicto en el ánimo de cada hombre. La primera inspira sujeción y temor; la segunda, valor y libertad; aquélla enseña a restringir la beneficencia a un pequeño número de personas sin elección espontánea; ésta, a extenderla a toda clase de hombres; aquélla impone un continuado sacrificio de sí mismo a un ídolo vano llamado bien familiar, bien que muchas veces no es de ninguno de los que componen la familia misma; ésta enseña a servIrse de las ventajas propias, sin ofender a las leyes, o excita a inmolarse a la patria con el premio del fanatismo que previene el acto. Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por encontrarla confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la obscuridad de los objetos, tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces cuando un hombre recuerda sus acciones pasadas, se asombra de encontrarse poco honrado! A medida que la sociedad se multiplica, cada miembro de ella se hace una parte más pequeña del todo y el sentimiento republicano disminuiría proporcionalmente si las leyes no cuidaran de reforzarle. Igual que los cuerpos humanos, las sociedades tienen límites circunscritos, creciendo más allá de los cuales se peturbaba su propia economía. Parece que la masa de un Estado debiera estar en razón inversa de la sensibilidad de quienes le componen, pues de otro modo, si crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al prevenir los delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una República demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y unificándose en varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo puede obtenerse esto?; tan sólo podría lograrlo un dictador despótico que tuviese el valor de Sila y tanto genio para edificar como el que tuvo Sila mismo para destruir. Un hombre de esta clase, siendo ambicioso, logrará la gloria de todos los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de sus ciudadanos le recompensarán de la pérdida de la autoridad, si es que no hubiese llegado a ser indiferente a su ingratitud. A medida que se debilitan los sentimientos que nos unen a la nación, los sentimientos hacia los objetos que nos rodean se refuerzan. Por esto es por lo que bajo el despotismo más fuerte, las amistades son más duraderas y más comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares, siempre mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance de la mayor parte de los legisladores.
El fisco Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias (Refiérese Beccaria a las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres eran entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública eran objeto de lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía interés en que se la ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un pleito entre el Fisco, (exactor de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil, contencioso, privado más bien que público, que daba al Fisco más derechos que los exigidos por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente del Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como en este sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del Fisco, propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito, combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales, se convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre mucho después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los órdenes criminales. Sin la confesión de que hablamos, un reo convicto por pruebas indubitables tendrá una pena menor que la establecida y no sufrirá el tormento por otros delitos de la misma especie que pudiera haber cometido. Pero mediando confesión, el juez, se apodera del cuerpo de un reo y le aflige con metódicas formalidades para adquirir todo el provecho que pueda, como si fuera un fondo adquirido por él. Probada la existencia del delito, la confesión forma prueba convincente y para hacerla menos sospechosa, se la exige entre ios espasmos y la desesperación del dolor, como si fuese una confesión extrajudicial, tranquila, indiferente, sin el poderoso temor de un juicio tormentoso que no basta para la condena. Se eliminan las investigaciones y pruebas que aclararían el hecho, pero que debilitarían las razones del Fisco. No es en favor de la miseria y la debilidad por lo que alguna vez, se ahorran al reo los tormentos, sino en favor de las razones que podrían perjudicar a tal ente imaginario e inconcebible. El juez, se convierte en enemigo del reo, de un hombre entregado en prenda a la flaqueza, a los tormentos, al porvenir, el más terrible de todos; no busca la verdad del hecho, sino que busca en el preso al delito, insidiando alrededor de él, creyendo perder y sin conseguir aquella infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas. Los indicios para decretar la captura del reo están en poder del juez, para que alguien pruebe que es inocente, tiene que ser declarado reo antes. A esto se llama proceso ofensivo (Proceso inquisitorial), y así son en casi todos los lugares de la ilustrada Europa, en el siglo XVIII, los procedimientos criminales, siendo de poquísimo uso en los tribunales europeos el verdadero proceso, el informativo (Proceso acusatorio), que
consiste en la investigación indiferente del hecho, el que la razón manda, el que emplean las leyes militares, usado hasta por el mismo despotismo asiático en los casos tranquilos e indiferentes. ¡Qué complicado laberinto de extraños absurdos, increíble sin duda para la posteridad, más feliz! Tan sólo los filósofos de entonces podrán hallar en la naturaleza del hombre la posible aplicación de un sistema semejante.
Cómo se previenen los delitos Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y males de la vida. Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las constantes y sencillísimas leyes de la naturaleza no impiden que los planetas no se perturben en sus movimientos, así también en las infinitas y opuestas atracciones del placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de aquéllas, sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería menester privar al hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya que impulse a los hombres a cometer un verdadero delito, hay mil que inducen a cometer las acciones indiferentes llamadas delitos por algunas leyes malas; y si la probabilidad de los delitos es proporcional al número de los motivos, ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la comodidad de algunos. ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que, por el contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced que las leyes favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres mismos. Que los hombres las teman y que sólo teman a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el temor de unos hombres hacia otros es fecundo en delitos. Los hombres esclavos son más viciosos, más libertinos, más crueles que los hombres libres.
Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación, admiran asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres esclavos, satisfechas con el día presente, buscan en el estrépito del libertinaje una distracción al aniquilamiento en que se ven; acostumbrados a la incertidumbre del éxito de todo, el de sus delitos se hace problemático para ellos, en ventaja de la pasión que los determina. Si la incertidumbre de las leyes recae sobre una nación indolente por su clima, esta incertidumbre mantendrá y aumentará su propia indolencia y torpeza; si recae en una nación voluptuosa, aunque activa, desperdiciará su actividad en un infinito número de pequeñas combinaciones e intrigas que esparcirán la desconfianza en todos los corazones y que harán de la traición y el disimulo la base de la prudencia; y si recae sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al fin, no sin formar antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y desde la esclavitud a la libertad. ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad. Los males que nacen de los conocimientos están en razón inversa de la difusión de los mismos, y los bienes lo están en razón directa. Un impostor atrevido, que siempre es un hombre no vulgar , es sujeto de la adoración de un pueblo ignorante y de la burla de un pueblo ilustrado. Facilitando las comparaciones entre los objetos y multiplicando los puntos de vista para considerarlos, el conocimiento de las cosas contrapone entre sí muchos sentimientos que proceden de ellas y que se modifican recíprocamente con tanta mayor facilidad cuanto se anticipan en los otros los mismos puntos de vista y las mismas resistencias. En presencia de las luces esparcidas con profusión en la sociedad nacional, la calumniosa ignorancia calla y tiembla la autoridad desarmada de las razones, permaneciendo inmóvil la fuerza vigorosa de las leyes, pues no hay un hombre ilustrado que no ame los públicos, claros y útiles pactos de la seguridad común, comparando lo poco de inútil libertad sacrificada con la suma de todas las libertades sacrificadas por los demás hombres, libertades que pudieran conspirar contra él si no existieran las leyes. Todo aquél que tenga sensibilidad en su ánimo, se verá obligado a bendecir el trono y a quien lo ocupa, repasando un código de leyes bien hechas, al ver que no ha perdido nada con ellas sino la funesta libertad de causar mal a otro. No es cierto que las ciencias sean siempre dañosas a la humanidad; y cuando lo sean, será éste un mal inevitable para los hombres. La multiplicación del género humano sobre la faz de la Tierra fue el origen de la guerra, así como de las artes más rudas, igual que el de las primeras leyes, pactos momentáneos que nacían con la necesidad y que perecían con ella. Tal fue la primera filosofía de los hombres y con la que se contentaban éstos, en sus pocos elementos, porque su indolencia y poca sagacidad los preservaba del error. Pero las necesidades se multiplicaban siempre más, según se multiplicaban los hombres. Por consiguiente, eran necesarias impresiones más fuertes y duraderas que les disuadiese de los repetidos regresos al primer estado de insociabilidad, cada vez más funesta. De modo que fueron un gran bien para la humanidad los
primeros errores que poblaron la Tierra con falsas divinidades (quiero decir, gran bien político) y que crearon un universo invisible regulador del nuestro. Bienhechores de los hombres fueron aquellos otros que se atrevieron a sorprenderlos, arrastrando a los altares la dócil ignorancia. Presentándoles objetos situados más allá de los sentidos, que huían ante ellos a medida que creían alcanzarles, jamás despreciados, por lo mismo que nunca eran suficientemente conocidos, reunieron y condensaron las pasiones divididas en un solo objeto que les preocupaba mucho. Tales fueron las primeras vicisitudes de todas las naciones formadas por pueblos salvajes; esta fue la época en que se formaron las grandes sociedades, y tal fue su vínculo necesario y acaso único. No hablo del pueblo hebreo, elegido de Dios, que en lugar de la humana política, tuvo en su favor los milagros más extraordinarios y las gracias más señaladas. Pero como es propiedad del error su subdivisión hasta el infinito, las ciencias que nacieron luego hicieron de los hombres una fanática multitud de ciegos, que chocan y se confunden entre sí de tal modo que algunas almas sensibles y filosóficas llegaron a envidiar el antiguo estado salvaje (Referencia a Juan Jacobo Rousseau). He aquí la primera época en que fueron dañosos los conocimientos, o mejor dicho, las opiniones. La segunda época de éstas se encuentra en el difícil y terrible tránsito de los errores a la verdad, de la obscuridad no conocida a la luz. El choque inmenso de los errores útiles a los pocos poderosos contra la verdad útil a los muchos débiles, el avecinamiento y fermento de las pasiones que se destacan en semejante ocasión, causan infinitos males a la pobre humanidad. Aquél que reflexione sobre las historias, que tras ciertos intervalos de tiempo se asemejan entre sí en cuanto a las épocas principales, hallará varias veces una generación entera sacrificada a la felicidad de las que las sucedieron en el luctuoso, pero necesario tránsito de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la filosofía, y desde la tiranía a. la libertad, que son sus consecuencias. Pero cuando. calmados los ánimos y extinguido el incendio que ha purgado a la nación de los males que la. oprimían, la verdad, cuyos progresos primeros son lentos y luego acelerados, acompaña a los monarcas en sus tronos y tiene culto y altar en los parlamentos de las Repúblicas ¿quién podrá asegurar jamás que la luz, que ilumina a las muchedumbres sea más dañosa que las tinieblas y que les sean funestas las verdaderas y sencillas relaciones de las cosas bien conocidas por los hombres? Si la ignorancia ciega es menos fatal que el saber mediano y confuso, porque éste añade a los males de aquélla los del error, inevitable para el que tenga una vista limitada ante los confines de la verdad, el hombre iluminado es el don más precioso que pueda hacer a la nación, y hasta a sí propio, el soberano que le hace depositario y custodio de las santas leyes. Acostumbrado a ver la verdad y a no temerla, privado de la mayor parte de las necesidades de la opinión, nunca bastante satisfechas y que ponen a prueba la virtud de la mayor parte de los hombres; acostumbrado a contemplar a la humanidad desde los puntos de vista más elevados, su propia nación se convierte para él en una familia de hombres hermanos y la distancia, desde los grandes hasta el pueblo, le parece tanto menor
cuanto es mayor la masa de humanidad que tiene por delante. Los filósofos adquieren necesidades e intereses que no conoce el vulgo, y principalmente el de no proyectar en la pública luz los principios predicados en la obscuridad, así como también adquieren la costumbre de amar la virtud por sí misma. Una selección de hombres de esta clase, forma la felicidad de una nación; pero felicidad momentánea, si las buenas leyes no aumentan el número de ellos de tal modo que atenúen la probabilidad siempre grande de una mala elección. Otro medio de prevenir los delitos es el de interesar a la observancia de las leyes más que a su corrupción. Cuanto mayor es el número que compone el conjunto, tanto menos peligrosa es la usurpación de las leyes, por ser más difícil la venalidad entre miembros que se observan unos a otros y que se encuentran tanto menos interesados en aumentar su autoridad, cuanto menor es la porción de ella que tocaría a cada cual comparada, sobre todo, con el peligro de la empresa. Si el Soberano, con su aparato y su pompa, con la autoridad de sus edictos, permitiendo las querellas justas e injustas de quienes se crean oprimidos, consigue acostumbrar a sus súbditos a temer más a los magistrados que a las leyes, éstos se aprovecharán más de este temor que lo que pueda ganar la seguridad pública con ello. Otro medio de prevenir los delitos es el de recompensar las virtudes. Sobre este asunto, yo encuentro un silencio universal en las leyes de todas las naciones de hoy. Si los premios ofrecidos por las academias a los descubridores de verdades útiles han multiplicado los conocimientos y los buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos por la mano benéfica del Soberano no habrán de multiplicar también las acciones virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en manos de un sabIo distrlbuidor. Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los límites que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se refiere demasiado intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no haya sido siempre, hasta los siglos más remotos, un campo estéril de la felicidad pública, cultivado tan sólo acá y allá, por algunos pocos sabios. Un grande hombre que ilumina la humanidad que le persigue (Beccaria vuelve a aludir a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles sean las máximas principales de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo cual consiste menos en una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión de los mismos; en sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales cuanto físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en desviarlos del mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no con la incertidumbre del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y momentánea.
Conclusión De cuanto hemos visto hasta aquí, puede obtenerse un teorema general muy útil, aunque poco conforme con el uso del legislador ordinario, más que otro alguno, de las naciones; a saber: para que cualquier pena no sea una violencia de uno o de muchos contra un ciudadano particular, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria la menor de las penas posibles en las circunstancias dadas, proporcional a los delitos y dictada por las leyes.