CATEDRAL P.J. RUIZ 2007 REVISIÓN DE 2012
Gabriela miró hacia el cielo con sus ojos negros grandes, hermosos, y todo cuanto vio le encantó. Ya no había rastro de las nubes oscuras que tanto habían descargado la tarde anterior, y el azul presidía un aire que se mostraba fresco, nuevo, limpio del manto que lo había agriado con las tormentas cargadas de polvo del último mes. La maravilla del sol naciente la convenció de que sin duda fue el amanecer más bonito que contemplaba desde hacía mucho, mientras Aldo, su viejo caballo, trotaba lentamente en las últimas etapas del viaje de una semana desde los núcleos que pretenciosamente se tenían por los embriones de una nueva civilización y que tan escasamente civilizados se mostraban. Desde la cima del promontorio de árboles petrificados sobre cuya dorsal se encontraba divisaba una gran distancia de tierra rojiza, salpicada por alguna valiente mancha de hierba que adelantándose al renacer natural de la primavera con alegría pretendía obtener posición aventajada. Y por supuesto los omnipresentes lagos negros. Estaban en todas partes, en cualquier lugar capaz de contener líquido, incapaces aún de filtrarse en su totalidad en el subsuelo debido, según decían, a su densidad. Había que evitarlos. Soplaba una leve brisa que le acariciaba el pelo, sucio y algo greñoso, pero al erizarse por sus recovecos blandía un arrullo oscuro, encantador, sibilante. En todo su cuerpo comenzaba a sentir la imperiosa necesidad del agua fría recorriendo cada poro de la piel hasta dejarla inmaculada, un agua que la hiciese olvidar el duro deambular por llanuras silentes y reviviera el pulso de un corazón algo marchito a base de horizontes con poco sentido, aunque en el fondo esperanzado. No quedaba mucho después de un viaje solitario en el que no había encontrado a nadie, quizás porque había ya muy pocos
a quienes encontrar y los que habían se apiñaban asustados en comunidades silenciosamente meditabundas al caer la noche. El azote al mundo había sido terrible, y ahora los supervivientes pugnaban por abrir el paso a nuevas generaciones, sobreponiéndose a la esterilidad del suelo, duro de reconquistar, y a la consiguiente escasez de casi todo. Nunca nadie pudo imaginar el verdadero aspecto de la nada hasta verla presente, con sus vastísimos campos dormidos, los horizontes perpetuos dominantes, los dichosos lagos negros venenosos y flamígeros que obligaban a rodeos sin fin, las tierras movedizas, el frío, el calor, la noche, el día, el viento, la calma… todo resultaba salvajemente extremo, y hacía de vivir una prueba constante. Por suerte la ausencia de fieras salvajes y alimañas le daba la tranquilidad necesaria para acometer empresas tan peligrosas como desplazarse por los páramos, tal como había hecho otras tantas veces, y no pensar en que cada momento podía ser peor que su antecesor. Ni siquiera los hombres asilvestrados, golpeados y atontados por las secuelas del cataclismo, representaban un peligro real para una mujer bella y solitaria en aquel mundo naciente a pesar del hambre y la miseria. En otros tiempos ello hubiese sido un elemento insalvable, pero hasta los salteadores habían sido aletargados en sus instintos, como si de una gran catarsis moral se hubiese tratado cuanto había acontecido. El dolor, contra todo pronóstico, adormeció al espanto. Lo curioso es que todo parecía muerto aunque no lo estaba, sino que profundamente dormía, y el retorno del silencio después de los años del horrible rugido constante procedente del suelo lo confirmaba. Se fue, se calló y eso sólo significaba que todo se iba normalizando. Ya se podía estar en los páramos escuchando el viento sin el acoso de la Tierra herida murmurando dolor desde las entrañas, sin sus angustiados resquebrajamientos de simas-ficción que se tragaban incluso el aire del caminante antes de triturarlo con fauces pétreas. Sí, ya pasó, pero pese a la placidez de la noche nadie olvidaría jamás el modo en que el suelo crepitó sin cesar durante años como milenios. Todo contribuyó al acoso, al miedo, a una sucesión de desencantos castradores, y el resultado era cuanto veía, un estado de sitio a la creación. Algunos animales pequeños y muchos insectos habían sobrevivido también a la debacle, y ahora pululaban por el mundo unidos simbióticamente a la presencia del ser humano, centrados en la única ardua tarea de pervivir dentro de la gran cadena trófica ¡Como todos! El orden estaba alterado, convulso, y llevaría tiempo reconstruirlo, pues ya nada ni nadie parecía aquel o esto, sino que se pugnaba fieramente por subir. En ese aspecto Aldo era un privilegiado, uno de los escasos animales pertenecientes a razas antiguas que habían sido salvadas a conciencia para servir al enflaquecido y 2
amedrentado hombre en su enésima escalada hacia la superación. Estaba huesudo porque la comida no era abundante aún para nadie, y menos para un caballo, pero se trataba de un buen animal al que tenía muchísimo cariño en tiempos con escasez de todo y superávit de ignorancia. Se estaba perdiendo la sabiduría con el aumento de la estupidez, del laissez faire, y eso era notorio en el increíble y acelerado deterioro intelectual que hacía difícil creer que a la vuelta de la esquina en el reloj de la historia cada cual tuvo una educación y unos conocimientos. Pocos se acordaban ya de escribir o leer, de las reglas aritméticas, más gracias a algunos era un saber a salvo, pues no hay mayor enemigo del hombre que el deterioro, el olvido de sí mismo y la degradación de su concepto. De todos modos se conoce que aunque se pierdan hay cosas que vuelven, como si estuviese decretada su presencia, mares de olvido que se secan y dejan a la luz sus secretos en el momento adecuado para ser redescubiertos. Como si no hubiese pasado nada, como una eterna primera vez feliz gracias a la inmundicia del olvido recurrente ¡Qué ironía aprender una y otra vez lo mismo! Pasaban los días y en su largo trotar nada rompía la quietud proverbial de aquel horizonte, excepto las familiarmente altas agujas de la catedral que en la distancia estaba siendo construida, y de la que lo sabía todo, pues su hermano, Fernando Azul, era el maestro arquitecto principal, y la persona a la que debía entregar el sobre lacrado que con tanto misterio le había sido confiado mucho más allá de las montañas del centro por aquel viejo de pelo canoso al que guardaba reverencia, Sebastián de San Erasmo. Él era uno de los artífices de la tranquilidad de Fernando, y mientras estaba en la ciudad velaba por la seguridad de su familia con mano férrea, como acordaron hacía mucho, cuando todo el futuro había sido diseñado con mimo en alguna losa manchada de brebajes narcóticos que pugnaban por sustituir al vino entre vómitos de corazones ebrios a fuerza de intentar olvidar lo inolvidable. Pero con el tiempo hasta eso se puede olvidar, porque si bien lo grande permanece o reaparece, lo superfluo cesa y se pierde aún siendo igualmente grande. “Es un mensaje que llega directamente desde donde se dirigen los destinos. Eres la única persona a la que confiaría esto, y por eso te lo entrego. Dáselo a tu hermano, y dile que todo esta preparado”. Fueron las palabras que le había dicho, y a las que debía respeto. Nada sabía de lo que contenía el escrito, pero desde luego su importancia estaba fuera de toda duda, y por ello se tiró al monte con su caballo amigo y un petate de provisiones sin perder un sólo día, dispuesta a cruzar las tierras muertas que se habían depositado por centenares de metros sobre las antiguas ciudades del hombre, sus carreteras, pueblos y campos de cultivo que llegaron a ser extraordinarios en el cénit.
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La vieja corteza descansaba profundamente bajo los pies de todos, y era tan recóndita que nadie podría jamás revitalizarla, o quizás con el tiempo ni entenderla. Casi pura leyenda ya para los más jóvenes, pero se había producido una suma real de capas y capas fruto de las sucesivas oleadas de muerte que habían depositado los nuevos estratos cargados de lodo viscoso, sustancias tóxicas, cadáveres y restos vegetales como océanos ponzoñosos. Todo cuanto veía en los páramos, los valles, los llanos o las colinas no era más que un cementerio infinito, solitario, sin cruces pero con todos los nombres lapidados como una muesca en el palio del tiempo que no hacía muchos años dejó de apestar con un tufo hediondo a descomposición y podredumbre. Un mundo-cebolla listo para cocinar. Pero esa sensación familiarmente incómoda ya, como los ruidos del suelo, quedaba atrás. Ahora, las negras y brillantes agujas de piedra que se alzaban ante ella la empequeñecían en grado sumo amenazando las nubes y envolviéndose en la bruma del horizonte. Había llegado a la última loma antes del maremágnum, y desde allí ya no había lugar a la duda: aquello era obra de un nuevo hombre, de otra versión actualizada y en vigor. Mientras se acercaba y distinguía por el otro lado las caravanas de suministros que portaban alimentos y agua para los miles de hombres atareados que levantaban nubes de polvo no cejó de mirar extasiada. La construcción era enorme, desproporcionada, fuera de toda medida y lugar, una maravillosa locura. Aunque la había visto crecer a lo largo de los años, era la primera vez que la observaba casi desnuda de aquellos andamiajes y telas que la habían cubierto por tiempo perenne, y desde luego que se notaba grandiosa. Los trabajadores, mal vestidos y sucios, se movían frenéticos a su alrededor, ausentes de todo cuanto no fuese acabar aquella casa ceremonial en medio de la nada, en un lugar donde por decreto no había más construcciones que las temporales y toscas, asemejando una pequeña ciudad de ratones al pie de la casa del gigante. El sitio distaba mucho del pueblo más cercano, y cuando todo fuese consumado se procedería al desmantelamiento minucioso, por lo que alojaría entre sus misterios el de la soledad más absoluta e inexplicable alrededor del edificio, algo que no había sido cuestionado salvo en pequeños y callados círculos. Nadie se atrevía. En efecto. La construcción, pese a la reverencia que en el sector más llano se le tenía, estuvo siempre envuelta en polémicas de ciudad porque se la había tachado de ser la obra de un loco por los nuevos poderosos, que se tenían a si mismos elevados a no se sabe qué gloria, pero que se sentían apartados y en el fondo deseosos de estampar de algún modo su sello para que perdurase como sus piedras. Sin embargo los dineros necesarios habían fluido sin reparos desde las arcas de la Orden, el misterioso grupo de monjes surgidos después del Gran Golpe, y contra todo pronóstico aquella mole se alzaba ahora orgullosa desafiando a incrédulos que dijeron que nunca se concluiría, gobernantes 4
presuntuosos que la quisieron albergar en sus ciudades para su engrandecimiento parásito, obispos corruptos que pretendieron apoderarse de su belleza para la consagración a dioses ocultando fines expansivos, y almas perdidas que a duras penas recordaban el significado de la palabra fe, pero que necesitaban desesperadamente creer en algo. Eran los tiempos más difíciles para el ser humano desde las secuelas del antiguo diluvio, sin duda alguna, y todo cuanto en ellos se realizaba suponía una tarea desafiante. ¡Y la catedral era tan grande, tan extraordinaria e impresionante…! A medida que aquello ante sus ojos ocupaba todo el horizonte, se internó en los entresijos del campamento, ya a la sombra descomunal de la mole que amenazaba con anochecer a cuanto se le opusiera. Aldo la llevó cansinamente entre un número cada vez mayor de obreros acelerados y desarrapados, bloques de mármol negro aún sin pulimentar, otros de vuelta ya refinados, carruajes y tiendas de campaña de tela manchada que olvidaron ser blancas, humo de herrerías donde se seguían fraguando herramientas sin parar a golpe de forja, cocinas malolientes en las que se calentaba el rancho común, y una vorágine de voces y gritos que la aturdían junto a los martillazos de los maestros canteros desnudando la piedra de virutas laceradas que emanaban polvo hasta el centro de cada pulmón. Y todo ello sin contar con el abundante ganado de cría, los depósitos de cereal, hortalizas y frutas, o la inevitable suciedad callejera incontrolada. El olor era inclasificable, pero fuerte, cargado de humanidad y mugre aderezados con una sequedad que se incrustaba en la garganta resecándola, un olor que contenía notas de sudores, heces, orina, sangre, carne cortada, lejías, resinas… Las flores no habían sido inventadas para hacer perfumes, todo era agrio y elevadamente decadente, pero en realidad resultaba el alentador camino hacia un mañana nuevo retraído quinientos años en gloria. Poco a poco fue acercándose hasta el lugar donde se alzaba la pequeña casa de maderas secas y muy sucias desde la que se dirigía con mano firme y catalejo en mano el finalizante ensamblado de cada componente del monstruo. Estaba situada en un pequeño montecillo desde el que se tenía buena vista del conjunto y de los trabajos de los obreros, aunque ese no había sido su emplazamiento inicial, mucho más cercano a la construcción. De todos modos esta era tan grande que escapaba manifiestamente a la visión desde esa distancia, y desde casi cualquiera. Allí vio a Fernando rodeado de sus asesores, con un aspecto manifiestamente mejorable, ropaje despreocupado y una larga barba negra que no le recordaba, pero que le daba un aire muy apropiado para su función. Una sonrisa amplia se dibujó en la cara de Gabriela cuando dolorida se bajó del caballo, cuando ambas miradas se cruzaron y él se apartó de cuanto estaba haciendo para correr hacia ella - ¡Gabi, hermanita! – Era el 5
cariñoso diminutivo que le profería con extremo cariño, y escucharlo de nuevo le hizo muchísima ilusión. Estaba contenta. Seguía dejándolo todo por ella, y eso la redimía del sufrimiento. Se abrazaron con fuerza en medio de un olor intenso a sudor rancio y ropajes crujientemente apulgarados que no les importaron en aquel crepitar de esencias mortecinas caducas que tapaban al ser. Fue un gesto tierno y duradero que ambos profesaron ante las miradas de peones y jefes de obra, reblandecidos pese a la dureza extrema de sus pechos en permanente tensión. Fernando se interesó cariñosamente por ella y ordenó disponer cuanto mejor podía ofrecerle en su modestia para recompensar su llegada sana y salva. Adoraba a Gabriela, y ella lo sabía, pero lo que más le gustaba es que lo notaba. Una hora más tarde por fin, con una comodidad que le pareció suprema de puro placer que la llenaba, pudo darse el baño que ansiaba con agua limpia bien calentada por las asistentas, un agua no reutilizada, como era costumbre. Eran tres esposas de obreros seleccionadas apresuradamente para ponerlas a su servicio, mujeres gastadas y poco formadas, pero que sabían perfectamente comportarse pese a lo duro de la vida en aquel lugar remoto. Nunca se quejaban porque en el fondo eran felices de poder hacer cosas a diario. Bromearon entre risas de comadre mientras miraban el cuerpo desnudo al que tenían que cuidar, y algunos de aquellos comentarios sonrojó a la bella amazona, ya mucho más cómoda pese al pudor inocente que a veces sentía. Poco a poco todo pareció volver a la normalidad a medida que su piel se deshacía de toneladas de polvo de los páramos vacíos que dejaban una sutil tonalidad rojiza en el agua de aquella bañera practicada en un tronco ahuecado. Dondequiera que hubiese estado el árbol había sido sin lugar a dudas hermoso, pero ¿cómo pudo crecer tanto? Entonces se dio cuenta de que estaba finamente petrificado, y al fin lo entendió. Ya no había árboles así, y ese vacío duraría décadas. Después de que le cepillasen el pelo como si fuese una auténtica reina, se envolvió en discretos ropajes masculinos que ellas le ofrecieron seleccionándolos del espartano armario de Fernando con el mayor gusto del que fueron capaces, y entre prueba y prueba las risas continuaron. Una vez terminado todo el montaje dispuesto para agasajar su llegada, las mujeres se retiraron con el agradecimiento expreso de la hermosa mujer, que nada más quedarse sola dejó la carta celosamente portada sobre la mesa, se tendió con intención de relajar los músculos y se quedó sin quererlo profundamente dormida en el catre duro y hundido relleno de paja que se le había dispuesto. Estaba tan agotada que no notó las irregularidades bajo la espalda o el picor variado.
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No soñó nada. A veces lo hacía pero aquella tarde no. Sus horas pasaron silenciosamente entregadas al placer de la desconexión profunda, muy dentro del imperio de los sentidos dormidos, e incapaz de despertarse pese al ruido exterior. Todo era placidez ahora, aunque no lo sabía. Concluida la jornada, Fernando volvió de sus actividades con una premura poco habitual, pues gustaba de prolongar sus encuentros con los capataces hasta muy tarde, pero era un día especial para él, y había estado impaciente por cerrar las tareas para reunirse con Gabriela. Charlaron largamente. No quiso distraerse de la contemplación de su bella hermana, así que le prestó toda su atención y miró el documento mientras ambos cenaban, desgranando mentalmente las palabras y consumiendo su curiosidad en una hoguera de letras y pensamientos que parecieron entusiasmarle. Después clavó su vista en aquella que llevaba su misma sangre y le dijo un escueto: “Querida mía, descansa y coge cuanto necesites. Trabajaré toda la noche. Hay buenas noticias. Hemos de terminar antes de veinticinco días y tengo que reorganizar a las cuadrillas junto con mis capataces”. Después tiró el papel a la hoguera, le dio un beso en la frente sin darle tiempo para terminar de masticar lo que tenía en la boca y desapareció detrás de la cortina con paso decidido. Aquel mensaje que la mujer había portado con esmero se consumió en pocos segundos ante sus ojos, mientras se daba cuenta de que seguía teniendo sueño. Pese a la reacción de su hermano no tenía la menor curiosidad por lo que hubiese estado escrito en el ya pequeño montoncito de cenizas. Eran sus cosas, y siempre había sabido llevarlas bien, pero era consciente de que finalmente ya había fecha de finalización, luego había un final. ¿Qué pasaría después? Gabriela durmió como si el mundo volviese a ser el sitio amable que fue, y esta vez si soñó sobre cosas que hacía mucho que no recordaba y que a veces le venían como mareas que crecen. Eran telas blancas, impolutas, entregadas al viento como estandartes, y lucían colgadas en medio de campos verdes donde jugaban muchos niños felices. Quizás uno era ella misma, pero nunca lo sabía. Pese a su recurrencia no entendía ese sueño, pero se sentía bien con él, y eso estimulaba su sonrisa. Además, siempre lo recordaba al amanecer y le otorgaba el beneficio de un feliz despertar. Después de pasar la tortura de usar los servicios comunales, un hediondo apartado donde resultaba difícil respirar pero de ineludible tránsito acelerado, pasó por las mesas donde servían los desayunos, y consumió su ración. Ese día exquisito pan de centeno de corte grueso con manteca fresca, un gran vaso de leche y la tranquilidad de que por ser quien era no tendría que conversar con nadie. Su presencia imponía, y la gente sólo miraba de vez en cuando, pero no se acercaba. Lo prefería así. 7
Ya saciada se dedicó a pasear mientras ordenaba lo hermosamente recibido de ese extraño mundo entre respiraciones profundas, y se alegró de que le hubiese quedado casi todo en la memoria, formando un amasijo de intra-sensaciones imposible de volatilizar por la levedad del pensamiento inconsciente. Se encontraba descansada y fuerte, llena de curiosidades y perfectamente libre para sumergirse en la densa legión de hombres atareados, tsunamis humanos al encuentro de una costa yerma que abatir, que despedazar, ¿para qué? ¡Para construir un edificio único, un desafío insolente e imposible, una gran catedral! Para ello bullían por todas partes como una marabunta frenética, una colmena sin ocio llena de un invisible orden que perseguía un fin no igualado jamás, como era la elevación desde la misma nada de un mito que retaría a la eternidad. Es cierto que también se dijo eso antes de otros, se sabía del ego del ser humano en su esplendor y de sus grandes obras, pero al final todas cayeron como la espiga combada por un ciclón, todas fueron trituradas, amasadas, sepultadas o levantadas. La furia celeste era inmisericorde y se había demostrado a sí misma capaz de demoler cualquier estructura humana, pero con esta no podría, porque para eso nació siendo desafío desde las mismas esencias del recuerdo. Todos sabían lo que no había que hacer. Fernando, como arquitecto principal, estaba en la cumbre de todos los escalafones, y desde allí controlaba con tal acierto y seguridad que se había granjeado la confianza y el respeto de cada uno de los hombres que participaban en la magna empresa. Por debajo de él había dispuesto la presencia de varios capataces, cada uno encargado de tareas muy amplias y que le rendían cuentas a diario de los avances e incidencias. El primero era un norteño rudo de pelo canoso muy largo recogido en una gran trenza, Juan de Arza, y estaba a cargo de la extracción de los bloques de mármol en las canteras así como de su transporte por medio de carruajes que crujían y chirriaban sin desmantelarse. Obviamente un trabajo básico. Tenía a su vez varios jefes de sección, encargados del control directo de las faenas, algunos de los cuales residían a enorme distancia del epicentro del conjunto, en pequeños campamentos con vida propia que eran abastecidos mediante una red de intendencia. La piedra no podía dejar de fluir, y era mucha la que se había precisado, montañas enteras. En diversas ocasiones Fernando y el resto de sus arquitectos habían visitado las canteras, y allí había visto como los corazones, los pulmones, los vientres de roca eran despedazados sin más útil que la pericia humana, usando para ello sistemas que ya fueron testados en el antiguo Egipto y en Roma, algunos de ellos hidráulicos. El resultado eran 8
rebajes colosales, cicatrices profundas en el paisaje capaces de convertir cumbres en llanos mientras a gran distancia emergían las Torres del Silencio apuntando inquisitorialmente a algún dios que un día olvidó voluntariamente sus deberes para con el mundo. Visto así podría ser reveladoramente apostásico, pero la verdad es que a veces parecía que la catedral era el nuevo Babel, un intento por llegar a la casa del padre para acribillarlo a preguntas, para saber, entender… Pero no era así, ya nadie quería preguntarle nada. Sabían de su abandono. La finalidad era otra muy distinta. Existir y perdurar. Juan había sido uno de los primeros en ponerse en camino hacia el Sur justo cuando los cielos cambiaron y se tornaron amenazantes, sangrientos. Nadie había imaginado nunca que todo pudiese acabar como lo hizo, pero ello no lo evitó, ni tampoco la ignorancia plena de sociedades regocijadas en sí mismas, incapaces de sobreponerse a la repentina necesidad de existir contra los elementos desatados. Cuando las noticias inundaron la televisión Juan trabajaba en las montañas astures haciendo prospecciones para una gran empresa de lo que antaño fue nación, pero su inquietud natural por el saber le había mantenido bien informado de todo lo que se robó a la opinión pública durante años, por lo que no se sorprendió de nada y ganó un tiempo precioso para bajar por carretera antes de que se decretasen los estados marciales por las revueltas. Los gobernantes se asustaron, las vías de comunicación fueron cerradas y comenzaron las atrocidades. Sin duda alguien pensó que podría contener el espanto mediante el aislamiento, pero no fue así. La masa desinformada y aterrorizada salió a la calle como una marabunta imparable, y ese fue el principio del fin de las sociedades tenidas por modernas, una sucesión de revoluciones sangrientas que llevaron a la más completa anarquía. En una semana todo rastro de civilización en su más justo término había desaparecido entre ruido de sables. Con ello la electricidad, el agua corriente, los abastecimientos, las comunicaciones, el tráfico y lo que era peor, hasta la más recóndita brizna de moralidad. El hombre, deshabituado a convivir con la oscuridad y la certeza de la muerte, devoró al hombre, y el mundo se sumergió en la edad de piedra mientras el suelo seguía aglutinando capas y capas de un finísimo polvo rojo delator llegado del cielo que olía a herrumbre. Poco después se hizo tan espeso que comenzó a negar la luz solar y se extendió la penumbra, convirtiendo lo rojo en negro mate, una gran noche sin estrellas. Cualquiera con problemas respiratorios o insuficiencia cardiaca pereció debido a ello. Los demás se resguardaron en lugares profundos, pero pese a ello el aire enrojecido se abría camino, por lo que hubieron de estar de bruces contra el suelo un tiempo que se les hizo interminable intentando filtrar la respiración con trozos de tela. Sin agua, sin comida, sin poder mirar nada y casi sin aire, en un infierno frío, hubieron de retornar a un estado semiconsciente, ralentizado. Muchos no se levantaron más, pero fueron los que se ahorraron vivir el resto del horror. Era sólo el principio. 9
Juan de Arza fue de los que sobrevivieron gracias a su instinto feroz, y sabía muy bien cuanto le había costado, lo duro que le resultó perder a muchos de los suyos incluso antes de que las piedras comenzaran a silbar en la atmósfera, antes de las lluvias bituminosas, antes de que el horizonte se aclarase sólo para mostrar el color de las llamas. Por eso, cuando miraba la Catedral de Fresas, se sentía el hombre más afortunado del mundo pese a sus muchos problemas respiratorios derivados de las combustiones pesadas, y conminaba a los suyos a buscar la felicidad cada día, sabedor de que el mañana a veces es caro, y otras impagable. En ocasiones la vida se debe, pero ¿a quién si nadie hizo nada por ti? El segundo capataz respondía al nombre de Esteban Azcárraga, un vasco amable y muy serio, buen amigo además de Fernando. Era el encargado de recibir las piedras en bruto desde las canteras para darles la forma requerida según los planos que iba interpretando a diario junto con un selecto equipo de antiguos ingenieros, arquitectos y estudiantes. Contaba con centenares de hombres pertrechados con útiles de metal, musculosos y permanentemente bañados en sudor al que se adherían las volutas desprendidas con los cinceles. Su zona de trabajo era grande y ruidosa, siempre cubierta por nubes de polvo y multitudes que gritaban en un aparente caos, pero nada más lejos de la realidad, porque todo fluía con la precisión de un viejo reloj suizo. Los bloques iban pasando de mano en mano a través de un ingenioso sistema de transporte que hacía que se procediese casi a una talla en serie, y al final eran numerados y apilados para su recogida por operarios de otro nivel, encargados de llevarlos a su destino final en el puzzle. Raras veces el elemento fallaba en más de un milímetro. Los encargados de ese transporte eran los hombres del tercer capataz, el siempre alegre, chistoso y tenaz Arnaldo Rubio. Se servía de una legión de operarios que eran capaces de subir los bloques a alturas considerables con el uso único de la fuerza y los rudimentos más imaginativos que salían de las mentes de su equipo de diseñadores de maquinaria. Eran muchos los tipos de extrañas grúas, polipastos y engranajes que habían sido usados a lo largo de los años, pero todas ellas movidas por tracción animal, bestias de tiro y, en ocasiones, hombres sufridos. Si una vez en su destino la piedra no encajaba era devuelta para su corrección, pero eso hacía mucho ya que no ocurría. Colocarlas, situarlas con precisión era la plasmación de un trabajo bien hecho, de pasos que hacían camino hacia el fin común. El cuarto capataz se llamaba Roberto Faressi, y era de origen italiano antes de que el mundo cambiase, cuando aún había países. Siempre parecía enfadado, y manifestaba una notable 10
hiperactividad que a veces molestaba a aquellos que no lo conocían lo suficiente, pero era una pieza fundamental en la obra desde que se incorporó muchos años atrás sustituyendo al viejo Jonás, fallecido en accidente. Los hombres a su mando se encargaban del tallado en frío de las decoraciones en el lugar de destino final, y solían ejercerlo colgados de las paredes a muchísima altura, haciendo auténticos equilibrismos para conseguir sus objetivos. A veces se los veía allá arriba trabajando cabeza abajo sustentados por sus delgadas cuerdas, por lo que se habían ganado el sobrenombre de “las arañas de Faressi”. Eran los artesanos más hábiles y escogidos de todos los manipuladores del mármol, generalmente gente sin familia, y suyos eran los pulimentos hermosos y arriesgados que atraían la vista de los advenedizos. Trabajaban amarrados con sistemas colgantes, y con frecuencia se los veía comer en ausencia del suelo para no perder tiempo descolgándose. Se tardaba mucho en subir o bajar, y ellos habían aprendido a hacer una especie de vida de pájaro de la que se congratulaban, sabedores de que eran admirados. En cierto modo era su forma de sentirse diferentes, y en muchos aspectos lo eran, en permanente peligro, sin arneses de seguridad ni redes. No eran raros los accidentes, y casi siempre eran mortales, pero hacían de ello un reto más. El quinto capataz era Bartolomé Armillano, procedente de una familia antiguamente acaudalada de la extinta Córdoba, y se encargaba nada menos que de la maquinaria de intendencia. Sus responsabilidades incluían la alimentación de la tropa, distribución de las mujeres, asentamiento de los niños, el flujo constante de agua, el alojamiento, cuidados higiénicos, y las retribuciones por trabajos realizados. Para esta última tarea disponía de un tosco departamento de contabilidad que se encargaba de administrar los recursos y de mantener el buen ánimo de tanta gente. Nada debía faltar en el núcleo de la Catedral ni en los lugares remotos donde se efectuaban las extracciones, por lo que era el que tenía a su disposición el mayor número de carromatos y operarios, que se distinguían porque portaban petos de color amarillo. Los almacenes de alimentos, las cocinas, las lavanderías, los cuidados médicos… Todo estaba a su cargo, por lo que había dispuesto casi treinta jefes de sección en los que delegaba. Era un hombre muy estricto, y había conseguido que el sistema que administraba gozase de una casi perfecta eficacia y sincronicidad. El sexto hombre era Wolfgang Breitner, capataz de hierros y maderas, y obviamente encargado de las herrerías, serrerías y de la extracción de materiales para mantener todo en funcionamiento: carbón para las fraguas, mineral, tala de árboles… Era natural de la ya inexistente Alemania, enterrada ahora bajo un kilómetro de hielo en forma de glaciar como casi todo el norte de Europa. Un hombre de ojos claros, bajito y rechoncho, pero lleno de simpatía y con una agradable sonrisa por bandera. Había emigrado con coraje desmedido hacia el sur en compañía de su familia sobreponiéndose a las 11
temperaturas y la nieve que endurecían la vida gradualmente más allá de los Pirineos. Contaba frecuentemente que había encontrado a su paso por los campos de Francia un blanco permanente, imposibilitando los cultivos y que las lenguas de los glaciares norteños tocaban en ocasiones los Alpes, marcando el límite a partir del cual casi nadie podía vivir, por lo que se habían producido durísimas migraciones de los supervivientes a lo largo de planicies heladas hacia un prometedor sur donde aferrarse a la existencia. Allí donde las aguas no habían llegado, más arriba de la Bretaña, se habían precipitado tormentas blancas colosales que sepultaron en horas las ciudades y la naturaleza, congelando todo para una larguísima noche con aires de eterna. Solo unos cuantos sobrevivieron de manera milagrosa, y él había sido uno de ellos junto con su familia. Menos suerte tuvieron los habitantes de las islas inglesas, desaparecidas 300 metros bajo el mar en sólo unos minutos de pánico. Nadie había podido dictaminar sobre la posición real del Polo Norte en el nuevo orden natural, pero había sectores que apostaban por la posibilidad de que se hubiese desplazado hacia algún lugar de Noruega, lo cual resultaba creíble visto el nuevo estado de las cosas y las mediciones realizadas. Sin embargo de lo que no se dudaba es de que más al sur, en el Norte de África, no había quedado nadie con vida a causa del tremendo impacto directo que había sufrido la zona sahariana. Los que se habían aventurado hacia allí a través de las lenguas de tierra que ocupaban lo que anteriormente había sido el Estrecho de Gibraltar, con un rumbo sur puro, hablaban de una sima sin fondo bordeada de montañas de miles de metros cubiertas de nieves perpetuas. Se había dictaminado que esas cimas eran los anillos que contenían el gigantesco cráter central que volatilizó el entorno en el momento del impacto. Poco después una ola de fuego incendió el mundo para luego devastarlo con nieve, viento y agua en proporciones cataclísmicas, como corresponde a un evento de extinción. Tras el largo enfriamiento lo resultante era un agujero profundo que tocaba el manto interior, y era imposible saber qué había más allá, pero a todos los efectos el nuevo mundo terminaba allí para los supervivientes de las zonas templadas. Sólo quedaba un estrecho hábitat comprendido entre la cordillera Alpina y lo que fueron las Columnas de Hércules, un lugar que debía ser suficiente. Nada se sabía de América, Asia u Oceanía. Non plus ultra. Breitner, como todos, llegó famélico un día tras sobrevivir al durísimo trayecto, en el que había perdido a uno de sus hijos, mirando a todas partes sin entender dónde había quedado la civilización y preguntando qué había ocurrido, pero se tardaron años en recomponer la secuencia de los hechos, e incluso así el error era más que probable. Suponía que se había tratado de una gran catástrofe, pero se 12
sintió impactado al saber que las estimaciones hablaban de miles de millones de muertos y de un descenso a los infiernos para los supervivientes. Ahora era uno de los hombres más importantes alrededor de la Catedral, y ello se debía al supremo esfuerzo realizado para contener la locura, pues era sabido que era sensible en extremo y muy temperamental, pese a su buen humor. Fernando confiaba mucho en él, y hacía bien, porque nunca le falló. Disponía de un gran sistema de transporte desde largas distancias, y era común ver la llegada de carros singularmente largos cargados de maderas de árboles nuevos traídas desde muy lejos y metales arrancados al suelo. Tras el acontecimiento desastroso eran muy pocos y dispersos los bosques supervivientes o nacientes, y hasta allí había sido necesario llegar para ejercer su tala, la pírrica contribución de la naturaleza a la reconstrucción de lo que con saña había arrasado. Puesto en la balanza le quedaba mucho por indemnizar, pero el hombre se encargaría de descontárselo con creces. En cuanto a los metales para refundir, se habían practicado ingeniosas labores mineras a cielo abierto en algunos antiguos asentamientos militares enterrados bien ubicados, en los que se habían ido desmantelando carros de combate, helicópteros, camiones, y cuanto hubiese capaz de aportar hierro a los carromatos especialmente adaptados para grandes pesos y tirados por largas filas de mulas. Todo ese trabajo en la distancia había precisado de múltiples campamentos y mucha mano de obra desplazada y alojada bajo el mando de jefes entregados a la labor y capaces de ejercer la autoridad y justicia en un ambiente a veces difícil por la escasez de recursos. Esas minas aparentaban ser ojos abiertos al aire por los que se proyectaban imágenes del pasado, un viaje en el tiempo al mundo de antes, a sólo unos estratos de distancia. A veces en los vehículos se encontraban cosas, enseres, artefactos y otros menesteres, y en ocasiones restos de humanos que se habían refugiado al amparo de un cobijo que no llegó, pero no se podía prestar atención a lo morboso, sino seguir, seguir, seguir… El tiempo iría sanando las heridas. Una vez traída la materia prima al campamento, el trabajo de transformación era constante y las fraguas no dejaban de soplar para poner los metales al rojo mientras el olor a madera volaba con el viento desde los aserraderos, de donde salían las vigas y la maquinaria necesarias para los andamiajes. Cuando el material era utilizado se reciclaba en las fundiciones o utilizaba la leña en los muchos fogones que se repartían por la zona, y desde luego era incalculable la cantidad que había sido usada a lo largo de los años para apuntalar tanta torre y bóveda descomunal. Por fortuna las lluvias de hidrocarburos en los días oscuros habían dejado los enormes lagos negros, petróleo virgen al que
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acudir para obtener sustancias inflamables, con lo que el recurso era abundante para alimentar esas fraguas, siempre encendidas. Para el trabajo de los metales más duros, como el titanio, había sido necesario crear sistemas que emulaban el funcionamiento de los altos hornos, generando temperaturas verdaderamente elevadas. Estos dispositivos estaban parcialmente enterrados, por lo que su manipulación era pesada y peligrosa, pero se habían mostrado muy eficaces y necesarios durante años, pese a los desgraciados accidentes habidos. La idea para su desarrollo había partido del propio Breitner, que de joven trabajó en las fundiciones de Ries, donde aprendió bien los secretos del oficio y supo transmitirlos a sus hombres. Todo saber era bienvenido, reciclado y aprvechado. El séptimo capataz de obra era Martín Suárez, catalán espigado de pelo rojizo. Se encargaba de los trabajos en vidrio y de la ebanistería. Tenía una esposa, María, de tan fuerte carácter como noble corazón, y con frecuencia era la responsable de algo parecido al protocolo cuando se trataba de llevar a cabo alguna reunión importante. Los conocimientos alquímicos de Martín eran impresionantes, aprendidos de fuentes que nunca quiso nombrar, y los había aplicado con sabiduría para lograr un cristal maravillosamente único en cubas diseñadas por él mismo en las que vertía elementos que antes no habían reposado juntos jamás. A su servicio contaba con Filippo Brassi, un callado y hábil maestro vidriero de Murano, que junto con sus dos hijos disfrutaba muchísimo desarrollando las alocadas ideas de su jefe, y entre todos formaban un equipo sensacional, asesorado en ocasiones por químicos y físicos. También se precisaba para este cometido de la extracción de minerales vítreos, y Suárez disponía de carruajes y obreros en la distancia que hacían posible el fin de mantener los hornos activos con materia prima. Gracias a eso habían surgido los novedosos vidrios usados y los elementos más finos de exquisitas maderas que se diseminaban por el interior de la obra. Su trabajo estaba casi concluido, y la mayoría de sus operarios dedicados a otros fines, pero la magnificencia del logro era una de las cosas que más iban a maravillar a las generaciones por venir. En un medio camino político entre Fernando y la Orden, que corría con los gastos de todo cuanto se precisaba, estaba la figura de Guillermo de Armandal, un hombre callado y siempre envuelto en su hábito que se encargaba de intermediar entre la casi invisible cabeza comunal del colectivo y su arquitecto principal. La relación con Guillermo siempre había sido fluida, a pesar de los muchos sinsabores habidos durante los años de planificación y desarrollo del conjunto. Nunca al arquitecto le 14
había faltado nada de la Orden ni ésta había precisado de llamar a consulta a su hombre de mayor confianza. Por tanto, la figura de Guillermo de Armandal, aunque necesaria, era meramente política y casi amistosa, aunque no resultaba conveniente olvidar nunca su cometido, y eso Fernando lo tenía clarísimo. Como elementos de máxima confianza, al lado de Fernando había dos arquitectos secundarios, Manuel Leyva y Joao Pires, ambos portugueses cargados de hijos. Su misión era supervisar los cálculos y planos a fin de asegurar la corrección de todo el diseño, y tenían potestad para la inspección de cada una de las áreas encomendadas a los capataces. Eran hombres muy del agrado de Fernando, y con frecuencia comían juntos y discutían los pormenores de la obra. Solía decir de ellos que eran capaces de hacer que sus errores de cálculo se convirtiesen en sólidos muros, y con el paso de los años habían alcanzado una excelente comunión, un equilibrio ajustado y competente. Llegaron juntos del antiguo país vecino antes de que del suelo brotasen las cataratas de magma que lo hicieron impracticable y que acabaron con millones de personas en segundos, desgajando una gran porción que se separó del resto del continente una media de 25 kilómetros. Un cañón en el suelo delataba la existencia de una fisura en la placa atlántica debida a los impactos, pero era imposible precisar su longitud, aunque se tenían noticias de que desde hacía poco el fondo ya no se veía ígneo y el océano comenzaba a ganar la batalla por inundarlo definitivamente. La temperatura del manto bajaba, los terremotos había cesado… el mundo se estabilizaba y el nuevo mapa se afianzaba. La grieta pronto sería un largo estrecho marítimo. Y los fallecidos, aquellos que habían quedado en el camino después de dejar el sudor de su vida pegado a las piedras. Fueron muchos, centenares, algunos de más nivel que otros, pero todos entrañablemente recordados y tenidos en cuenta para su elevación a la posteridad. A pocas leguas había sido erigido al principio de las obras un sobrio cementerio donde modestas lápidas comunales de mármol daban cuenta de los nombres de todos esos motores del primer gran evento post-cataclismo. Era un lugar grande, con las tumbas alojadas en el suelo y perfectamente alineadas, sin distinción de clases de tipo alguno. No había normas respecto a los funerales, y era fácil ver tanto ceremonias carentes de espiritualidad como de tipo religioso, católicas, coptas, hebreas, islámicas… En el centro se había edificado una pequeña capilla ecuménica donde se celebraban los ritos, caso de ser solicitados por los familiares. En todos los años de trabajo, aquel lugar no había dejado de crecer, convirtiéndose en un registro fiel del esfuerzo humano llevado al límite y por el que había que rendir el tributo máximo.
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¿Y qué era ese motivo, ese edificio especial capaz de englobar tantas voluntades diferentes de un modo tan perfecto en busca de un fin común? Todos la llamaban La Catedral De Fresas, porque estaba asentaba en la cima de un suave y extenso promontorio donde se decía que antaño alguien había cosechado excelentes frutos rojos y bulbosos de ese tipo que se habían convertido en míticos tras su desaparición. Fue en otros tiempos y a muchos metros por debajo del nivel actual, por supuesto. El edificio tenía cuatro agujas, las llamadas Torres del Silencio porque se decía que causaban tal estupor que casi no salían las palabras por la boca de quien las contemplase, lo cual resultaba cierto la más de las veces. Eran dos delanteras y dos traseras, además de una mayor, la Torre Caracola, que atravesaba el crucero de las dos naves principales y se elevaba al cielo desafiando la lógica. Las dimensiones de la planta eran enormes, mucho mayores que todo cuanto se había construido en el pasado, y estaban mensuradas en la nueva unidad métrica, el frem, basado directamente en la proporción áurea y que desplazó el sistema métrico decimal. Un frem equivalía a 1,618 de los antiguos metros. Así la nave central y las dos laterales corrían a lo largo de 388,5 frems, con una anchura de 38,85. La altura de la bóveda central era de 77,7, exactamente la longitud de las tres galerías que surgían desde más allá del crucero. Fuera, las cuatro Torres del Silencio se elevaban hasta los 155,40 frems, y la Caracola hasta unos increíbles 233,10, acentuando una extraña e insultante apología del número siete que no pasaba desapercibida a nadie. ¡Y toda aquella majestuosidad estaba elevada a base de mármoles y nervaduras de hierro! Era como contemplar un conjunto de rascacielos unidos entre sí, o más bien como si todo el edificio no perteneciese a nuestro mundo y tiempo, como si se hubiese posado directamente venido desde otro lugar donde las nociones de la gravedad fuesen muy diferentes de las terrestres. Gabriela miraba aquella imponente mole negra en medio de los mantos de tierra rojiza y no dejaba de fascinarse ante la belleza que emanaba de la obra de su hermano. Con esas dimensiones era fácil llegar a la conclusión de que muchas de las antiguas catedrales hubiesen cabido al completo, juntas y una tras otra, dentro de las naves, por lo que sin duda alguna se trataba del edificio más formidable que sobre el mundo había sido erigido a lo largo de las eras conocidas, mucho más que Baalbeck o las pirámides, que Nan Madol o Machu Picchu ¡Cuánto orgullo de raza había en ello al ser capaces de levantarlo tras un desastre, casi sin medios, casi sin energía…! Toda la estructura estaba ensamblada siguiendo un método antisísmico para resistir enormes presiones y desplazamientos laterales o verticales. Incluso se había ido más lejos, y el desplome estaba calculado siguiendo un esquema de alivio de masas que permitiría al conjunto desprenderse, en el 16
supuesto de crisis extrema, de las capas superiores. Así, por ejemplo, las Torres del Silencio se desplomarían antes de que cediese la bóveda. En ese caso un grupo de ruinas programadas se extendería alrededor de la estructura principal, piramidizando el edificio y fortaleciendo contrafuertes y cimentaciones. Era tan poderoso el ensamblaje que sólo un impacto directo de grandes proporciones podría hacerlo ceder, ya que debajo de las capas externas de mármoles se encontraban las almas armadas de granito y metal, aumentando la dureza y consistencia hasta el extremo. Aunque era un edificio masivamente hueco, la realidad invisible lo convertía en una estructura con sistema óseo, diseñado para perdurar durante muchísimo tiempo ya fuese al aire, bajo el agua o en el embate de vientos o mares embravecidos como los de los días malos. Sí, básicamente todo en él estaba orientado a la máxima imperiosa de existir más allá del hombre mismo. Aún tapada por algunos andamiajes de madera, sogas gruesas y telas que poco a poco se iban desmontando, la fachada se adivinaba lisa y pulida hasta las alturas, sólo cruzada por arabescos finos labrados por los artesanos de Faressi. Ninguna imagen o busto humano quebraba los efluvios matemático-geométricos del conjunto, consolidado por contrafuertes que acababan al pie de las bóvedas, cubiertas por una techumbre de láminas graníticas, también fortalecidas por almas de acero. De ahí hacia arriba, los increíbles límites de las torres parecían penetrar el firmamento y desgarrarlo con la sinuosidad de sus curvas. Aunque su planta era cuadrangular, la imaginación de Fernando las había retorcido en espiral hasta convertirlas en conos irregulares que coronaban en campanarios insólitamente elevados sobre la llanura. De los cinco, destacaba el central, la Torre Caracola, enorme y perforada por las bocas de los resonadores para emitir al exterior el sonido del gran órgano a manera de trompetas colosales. Gabriela caminó alrededor del edificio, esquivando a los obreros que trabajaban, en ocasiones orgullosos y en otras, las más, ignorantes de su hazaña y que a veces la miraban con ojos lascivos a pesar del atuendo de hombre que disimulaba la feminidad en un lugar en el que el placer hacía pocas concesiones. Muchos de esos trabajadores llevaban meses sin tener a una mujer, y eso los hacía objeto de consideraciones adicionales que evitaban otras complicaciones. No todo el mundo había quedado estéril e inapetente por las radiaciones, y la debilidad de la carne hacía estragos a veces entre hombres sin acceso alguno al placer sexual. Cuando eso ocurría era posible observar incluso brotes de sodomía y alguna que otra violación, pero afortunadamente esto último no era frecuente, y además la pena que se imponía como correctivo ejemplar resultaba durísima.
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Inmersa entre la muchedumbre ocupada e impredecible, Gabriela Azul se admiró de que aún hubiese un lugar en el mundo donde estuviesen reunidas tantas personas, y tener que empujar a más de uno para abrirse paso era algo casi irreal, pero así era el bullicio alrededor de la Catedral de Fresas. Mientras se acercaba iba advirtiendo más detalles del bello grado de perfección logrado en el acabado. Allí donde permanecían lisos, los muros se veían llenos de vidrieras cuyo colorido no era discernible ahora desde el exterior por la posición que ocupaba el sol, pero que se adivinaban grandiosas en su conjunto de miles de frems cuadrados. Hacía tiempo que los talleres donde se había trabajado el cristal mágico y el plomo a cargo de Martín Suárez habían sido desmantelados para almacenar el granito de los techos, pero recordaba perfectamente el olor ocre de aquellos elementos sometidos a altas temperaturas durante el proceso de construcción de tan bellos mantos transparentes, y su aspecto mientras eran creados en plano sobre plataformas de madera cubiertas de techos improvisados. Había oído que el pulimento y los efectos prismáticos alquímicos dados a las piezas en su ausencia eran tan abrumadoramente hermosos que incluso emitían brillo con la simple luz de la luna llena, y estaba deseando constatarlo. Sí, lo más misterioso de todo había sido la consecución de ese nuevo tipo de vidrio extremadamente refinado cuyo secreto era celosamente guardado por el maestro alquimista, un vidrio iridiscente capaz de retener la luz diurna y proyectarla en la noche, una especie de fosforescencia de gran nivel que hacía a aquellos cristales verdaderamente únicos. Gabriela aún no había tenido la oportunidad de contemplar ese efecto, pero si era así podría tratarse de algo casi lindante con lo profano, un herético placer sólo administrable por manos tocadas por la gracia divina o el poder de lo oculto ¿De qué otra manera, si no, podía contenerse el impulso maravilloso de la luz en un trozo de cristal cual agua de cielo? No podía imaginarlo. En la parte de atrás, que daba al norte, el conjunto terminaba en un ábside que se extendía más allá de las torres. Estaba todo perforado por miríadas de brillos coloridos que refulgían al sol de la mañana como si fuesen grandes diamantes engarzados en el mármol. La pericia de los artesanos había sido infinita para incrustar sin fisuras semejantes elementos en la dura piedra, y ahora Gabriela comenzaba a darse cuenta de que cuanto le habían contado era sobrepasado por la realidad. Un acabado sencillamente sensacional. Los dos pórticos laterales se mostraban integrados en una geometría oval pulcra y elegante, ornamentada con volutas que parecían flotar en el aire totalmente ajenas a la gravedad. Sí, el conjunto 18
sin duda quería volar y elevarse al infinito, guardando una aparente relación con el primitivo gótico de épocas pasadas, pero sobrepasando en mucho su espectacularidad al adquirir una vida pétrea irreproducible con palabras. Una matemática perfecta aplicada sin error. A veces, mientras miraba, tenía la sensación de que en cualquier momento aquella mole preciosa iba a despegar del suelo como si fuese un cohete de los que antaño asaltaron el firmamento, llevándose a todos con ella, que se iba a ir y abandonaría el mundo. Si lo hiciese se convertiría en la mayor y más linda estrella fugaz – pensó -. La mareaba vertiginosamente mirar hacia arriba tanto tiempo, pero la atracción resultaba irresistible. Era un abismo al revés. En torno a las puertas, las incrustaciones de mármol rojo rompían el brillo azabache del conjunto exterior, aportando formas y relieves que sólo la mente mágica de su hermano podían imaginar. Se acercó y tocó algunas de aquellas figuras geométricas en espiral percibiendo el maravilloso pulido al que habían sido sometidas por el ímpetu casi magistral de hombres con mano de ángel ¿Cómo se podía lograr tanta perfección sin las máquinas de antaño? ¿Cuánto sudor, cuantas horas de fricción profunda se habían vertido sobre semejante belleza? Al principio comenzaron como canteros toscos, pero al paso de los años su técnica había llegado a ser magnífica, y era ahora cuando lo logrado se mostraba ante los ojos de la mujer. Fernando y sus adjuntos habían sabido dirigir sabiamente su aprendizaje y las zonas imperfectas estaban bien ocultas en el basamento, guardando para el final los detalles impactantes que ahora veía y podía percibir con los sentidos para constatar que lo perfecto está a nuestro alcance si lo perseguimos con ímpetu y concedemos a la paciencia su importancia. Pero donde más notorio resultaba el acabado magistral era en el triple pórtico delantero, el principal, con sus grandes pivotes rojos emanando como nervaduras desde el corazón de la piedra negra. Era como un árbol sanguíneo engastado, como un sistema arterial pleno de vida que se expandía por entre las grandes ojivas, saliendo en ocasiones de los límites del mismo muro y flotando en el aire cual si gozase de una imposible circulación hacia algún corazón de piedra reblandecida que bombease con la energía de un millón de seres. Incrustados en aquel entramado de nervaduras rojas pulidas por procedimientos que desconocía pero que resultaban más que efectivos, miles de cristales de color aportaban brillos extraños y formas grotescas a un universo de reflejos que estaba pensado para extasiar a los peregrinos que llegasen a lo largo de las épocas ¿Gaudí? Fue el mejor de su tiempo, nadie podría competir con su recuerdo. Eso decían algunos, pero ella sabía que no, que esto era mucho más que eso. Aunque el genio barcelonés había influenciado siempre a Fernando estaba claro que había sido rebasado con holgura. Quizás se notaba más la esencia de Thomas Thorn y su sinergia del 19
paraboloide, aquellos trazados imposibles que desarrolló con ayuda de máquinas pensantes hacía tanto, y que él había estudiado con pasión mientras nacía aquella facultad increíble de edificar con escasez de medios lo que otros no podían ni tan siquiera pensar ¿Cómo había podido imaginarlo? ¿Cómo después hacerlo? Los hombres se harían esas preguntas por milenios. Más arriba, justo entre las bases superiores desde las que despegaban las dos Torres del Silencio delanteras, se alojaba un gran rosetón heptagonal, formado por cristales irregulares que recorrían el corazón de la piedra. Para su construcción los especialistas habían ideado un sistema por el que hacer penetrar el vidrio líquido a través de los nichos previamente abiertos en el mármol. El resultado era una integración única del cristal en la roca, recorriendo todo el interior de una manera irregular y aportando mezclas de colores y brillos que sólo la naturaleza residente en los sueños humanos podía crear con sus elementos puros en perfecta simbiosis. ¡Qué hermosa palabra! La mujer se dio cuenta de que en realidad todo el conjunto era un homenaje a esa simbiosis mostrada: unión y mezcla perfecta de líneas, espacios, geometrías, elementos, resonancias, colores… Elementos irreconciliables conciliados. Un súmum de belleza simbiótica donde cada milímetro justificaba y engrandecía al siguiente, si. La Catedral de Fresas parecía un enorme ser vivo que abría sus bocas y te devoraba plácidamente entre luces y sombras que embriagaban. Tocó una de aquellas nervaduras de mármol rojo que surgían del suelo y pensó como resumen previo a la entrada, que todo en el exterior era, sencillamente, magnífico, consciente de que esa palabra emulaba una sombra de otras que habrían de inventarse para darle auténtica dimensión a cuanto aquello sugería. Se sintió hormiga en casa de gigantes. Pero traspasar aquellas enormes puertas de cedro, suficientes para preservar el palacio de cualquier dios antiguo, sí que le supuso un impacto tremendo, pues no esperaba lo que en el interior del gigante naciente se iba a encontrar. La primera impresión fue la de estar inmersa en un arco iris, una explosión de luz producida por la óptica que se había dado con mimo a cada pequeña pieza de cristal de color, de tal forma que los rayos que lo cruzaban eran proyectados contra muros y columnas, a veces descomponiendo prismáticamente cada rayo. No había lugar que no estuviese recorrido por sugerentes puntos de color que se movían con el lento discurrir del sol y brillaban en el magnífico mármol blanco bañado en 20
colores intensos, traído desde montañas a mil kilómetros con gran esfuerzo por carretas y bueyes que desafiaron a la lógica y a una naturaleza leonina que atosigaba. No había ni una sola vela encendida, pero la visión de cada ángulo era perfecta en lo que sin duda resultaba toda una demostración del mejor saber humano y un desarrollo completo de las teorías conocidas sobre la óptica y el movimiento de la luz. Descubrir aquello no debió ser casual ni fácil, casi más lindante con los arcanos secretos transmitidos en libros ancestrales que con la ciencia. Cada vez estaba más convencida de la profunda herejía que había tras la formulación de semejante oda a la arquitectura divina, un poema luminoso alejado de las posibilidades del hombre, pero sin embargo realizado por manos golpeadas contra todo devenir ¿Saber o más allá? Ya no había diablo a quien venderse, aunque eso no despejaba totalmente la duda, puesto que de haberlo sin duda estaba allí, atrapado, cercenado al infierno por el poder de un espacio superior. ¡Y esa sobrecogedora ausencia de imágenes o cruces, tan habituales en los antiguos templos…! Nada allí dentro evocaba el fin o el culto al que se iba a consagrar la obra, y eso desconcertaba a muchos y transformaba el ímpetu constructor en una muestra de fe de carácter superlativo. Todo habría sido más fácil si se hubiera dispuesto de un dios al que rendir semejante tributo, como había sucedido en el pasado cuando se erigieron los grandes monumentos religiosos, pero esos condicionantes y motivaciones habían desaparecido, borrados adrede y suprimidos de cualquier intención. Sin embargo, había bastado la palabra de la Orden para que todos se pusiesen a trabajar durante décadas, sumidos en parte en el deseo de olvidar y de dar forma a algo en lo que creer ¡Eso y… el oro. Muchísimo oro! ¿De dónde había salido? Corrió a mares, alimentando la débil codicia de las gentes y estableciendo nuevas distribuciones de poder, ya bien conocidas antes. La bajeza humana es tan resistente como el acero, se sabe desde hace mucho. Siguió caminando dentro del conjunto intentando distraerse de ideas malévolas y atrapando cada pensamiento evocado para desgranar su significado, con la misma coherencia con la que un sumiller desborda su copa con los labios y extrae lo mejor del fruto. La sensación era la de estar en un universo atrapado en las tres naves que recorrían el tramo hasta el crucero central, a considerable distancia, como si hubiese sido absorbido y retirado del firmamento para no dejarlo ser ya más nunca vacío. Las columnas que se elevaban estaban constituidas por nervaduras de mármoles rojos, verdes, azules y negros sobre fondo blanco, que se iban entrelazando y remezclando de tal suerte que no había dos iguales ni repetibles, fruto del capricho de misteriosos obreros geómetras. Cada una era en sí una 21
obra de arte personalizada que se estiraba hasta casi desaparecer entre el tendido de brumas que se hacían perennes muy arriba, poco antes de las bóvedas. Si, en efecto. Las naves eran tan altas que se condensaban nubes en el interior, y a veces había llegado incluso a producirse una curiosa lluvia que sorprendía a todos con su magia, como si en verdad se pasease por un páramo ajeno, exento del nuestro, capaz de fomentar credos y naturalezas vivas. El sistema interno tenía su propio y estable microclima, dando fe de que allí se dimensionaba un imposible lleno de ritmos y pulsos que sobrecogían, y que el observante no era más que un vehículo para las emociones perpetuadas en piedra. Fuera estaba el mundo. Gabriela siempre había admirado a Fernando, pero ahora, al ver su pensamiento realizado más allá de los bocetos, en perfecto estado de gracia, se sentía francamente confundida, empequeñecida y casi incrédula al ser consciente de que tenía la misma sangre del hombre que había imaginado tanta hermosura. Cuanto veía sobrepasaría sus propios nombres y se internaría en la noche de los tiempos evidenciando el poder creador de la mente humana, firmado aquí, en medio de ninguna parte, en forma de aparente locura monumental. Dio unos pasos y se alineó con la nave central, donde aquellos hilos de luz parecían un enjambre que se expandía por todos lados, y caminó sobre el suelo de mármol rosado pulido a espejo. Instintivamente dejó sus zapatillas atrás y sintió el frío místico y secreto de aquellas losetas mientras se internaba en la espléndida galería de proporciones singulares, ahora silenciosa y establemente gélida. Los mármoles de la solería habían sido unidos según su tono de rosa, formando trazos geométricos que evocaban a los laberintos de monumentos antiguos, Chartres, Carnal, incluso antiguas cavernas montañosas, una vez más siguiendo la estela del pensamiento de Thomas Thorn, que desentrañó la presencia en esas formas de mensajes ocultos destinados al futuro ¿Qué fue de ese futuro? ¿A dónde se marchó? Ahora el futuro era piedra. ¡Se sintió tan minúscula! ¡Tan frágil y volátil sobre aquellos trazos! Al fondo, a un paseo aún considerable, se elevaba el entramado base de lo que su hermano había diseñado como el sistema de soporte de la gran torre central, que ahora adivinaba allá arriba, muy alta sobre el techo que mantenía el conjunto clausurado al cielo. Para cualquiera que hubiese conocido las aún peligrosas e inestables orillas marinas era fácil ver por qué se denominaba a esta torre la Caracola. 22
Estaba labrada en el mármol más blanco que había visto, uno que resaltaba sobre los otros. Reverberaba en el interior de aquel submundo, y estaba sustentada por cuatro enormes columnas retorcidas sobre sí mismas que se elevaban mientras crecía su diámetro hasta entrelazarse en perfecta unión muy arriba, formando la concha espiral de una especie de animal marino que crecía y crecía alejándose hacia la cúpula, donde se ramificaba formando cuatro enormes alas espirales que cubrían todo el crucero como una hélice angelical dispuesta a girar absorbiendo todo camino de las alturas. Entrecruzándolas en todas direcciones se irradiaban los tubos de metales y maderas exóticas, millares, del gran órgano cuya sonoridad sobrecogería a quien quiera que anduviese por las naves. Recordaba cuando los andamiajes cubrían cuanto ahora estaba lleno de vacío aire fresco, y las sensaciones que tuvo al ver como crecía aquella red entre las maderas traídas aventuradamente desde bosques supervivientes del Este de África, más allá del punto de impacto, y el rictus de los obreros, asustados por mover esos pesos a alturas tan grandes. Desde abajo todo era grande, pero desde arriba… Los hombres se veían allí como insectos diminutos, como una fila incansable de pequeñas criaturas asustadas, pero organizadas. La vida valía poco, pero sanaba al mundo con el esfuerzo que quita los miedos. Cuando se iba acercando, Gabriela percibió que los tubos más grandes del órgano penetraban en espiral en el tronco central de las columnas entrelazadas de mármol, en el que se abría un vacío por el que discurría el haz en un descenso fulgurante desde el teclado situado sobre el crucero, justo en el lugar donde las cuatro se abrían definitivamente para sustentar la gran torre que tocaba el cielo y que emergía desde lo que era una cúpula que se expandía hacia el exterior, aguzándose de manera tal que desafiaba a la razón como las demás piezas del conjunto. Todo descansaba sobre las cuatro moles retorcidas que ahora tenía alrededor, y que, en su magnífico equilibrio, constituían la auténtica joya arquitectónica de esta Catedral de Fresas. El Baldaquino de San Pedro, en Roma, no hubiese servido ni como andamiaje. Imaginó a Sansón amarrado en el templo de los filisteos, y pensó que si hubiese estado aquí, con las cadenas uniéndolo a semejantes columnas, jamás habría escapado del efluvio de Dalila, que no hubiese derribado la estructura. Sólo tuvo suerte de no coincidir con su hermano, de tener otros tiempos.
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Allí, bajo el conjunto central formado por los atormentados pilares y tubos de órgano, había un espacio circular en el piso formado por losetas rojas veteadas de azul y verde sobre el que se situarían los altares en las extrañas ceremonias que suponía habrían de venir oficiadas por seres cuya religión probablemente aún ni siquiera había nacido. La visión desde ese punto hacia arriba cortaba la respiración y empequeñecía todo intento de cálculo o descripción. La confluencia de luces de color sobre el mármol blanco hacía que el alma permaneciese retraída y embelesada mientras la inspiración flotaba muy alto a remolque de la bruma, que aquí era más densa y casi ocultaba las cuatro alas emplumadas de óseo color. Uno no se cansa del cielo, se supone, y por tanto ¿no era aquel un trozo de ello? Fuera de la Caracola, a izquierda y derecha, se extendían las dos naves laterales con sus altos rosetones pentagonales incrustados en los muros como un estallido de luz, y hacia el fondo corría la galería terminal, donde debería instalarse un altar aún inexistente, y que estaba recorrida por enormes vidrieras verticales rectilíneas y marcadamente coloristas que parecían hacer poesía con el movimiento de la luz. Y mucho más allá, como impertérrito vigilante del futuro, se hallaba el reloj, el auténtico legado del conjunto. Se mostraba incrustado en la ojiva final al pie del suelo, y su diámetro de 7,77 frems lo hacía mucho más grande que cualquier otro que ella conociera. Aunque revestido de mármol, su maquinaria había sido construida en titanio extraído por maestros orfebres de embarcaciones de guerra encalladas en las montañas del sur tras el Gran Golpe, y se le suponía capaz de resistir el paso de las épocas y acontecimientos sin detenerse durante un periodo infinito de tiempo, en una incansable cuenta atrás hasta una fecha lejana, exactamente el 18 de Junio del 7137, a 5090 años vista. Mucho, muchísimo tiempo sin duda para anticipar a quien por entonces hollara la tierra el final del nuevo ciclo recién empezado. Era, en suma, un calco fidedigno y actualizado del gran calendario centroamericano, aquel que con insolente precisión había gritado a un mundo sordo lo que iba a acontecer. -
Hola, señorita Azul. Celebro que estés aquí. – Era la voz de Andrés, el viejo y
ducho maestro organista, que había sido capaz de llevar a la realidad el sueño alocado de Fernando respecto al instrumento que presidía el lugar. Si la catedral era grandiosa y el reloj perfecto, se decía que en el artefacto sonoro que recorría la Caracola el rizo había sido rizado.
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-
¿Cómo estás, Andrés? Yo también celebro volver a verte. Veo que lo habéis
conseguido – dijo apartando la vista del reloj y señalando hacia arriba, donde los tubos de mayor diámetro, capaces de bajar sus tonos hasta casi los diez hertzios, se apilaban con los más reducidos. -
Si. Ha sido un muy duro trabajo, pero así es. Tu hermano es un visionario,
Gabriela. Ni yo mismo creía en lo que estaba haciendo, pero ahora, cuando veo el resultado, sólo puedo admirar el modo en que esa mente ha sido capaz de imaginar todo esto. A veces pienso que no es un trabajo de humanos, sino de brujos, e imagino a los duendes fabricando esos más de cincuenta mil tubos ¡Da miedo! Madera y piedra, es increíble… Pero no temas ¡Yo mismo he visto como eran realizados por hombres de carne y hueso! ¿quieres oírlo? -
¿Bromeas? ¡Por supuesto que si! – respondió con una encantadora sonrisa.
-
Quédate aquí abajo. Voy a hacer unas pruebas y tocaré para ti. Ya verás como te
arrebata el alma. Y en efecto, lo hizo. Fue maravilloso. Los primeros tonos graves emitidos por los tubos y trompetas tenían una suntuosidad extraordinaria, alternándose con el fuego exacerbado y reverencial de las notas agudas de uno de los movimientos más dramáticos del tríptico de Verini que Andrés estaba interpretando a casi 50 frems de altura. Dado el tamaño y la distancia entre las trompetas, el sonido adquiría un efecto envolvente cargado de dimensionalidad mientras se abría paso entre las naves. Muy arriba la expansión de los graves alteraba la capa de bruma haciéndola moverse en convulsiones extrañas alrededor de las alas emplumadas, alterando la luminosidad y por tanto siguiendo la cadencia de la música. Todo cuanto se veía entró en movimiento. Sin duda había sabido escoger la pieza para demostrar hasta donde era capaz de llegar la máquina que se enraizaba desde sus dedos a las bocas de los tubos y trompetas formando un todo, una única realidad volátil y expandible. ¡Y cómo se expandía! La catedral entera resonaba y participaba de aquella fiesta sonora, reverberando como nunca antes había hecho lugar alguno, y haciendo confluir todo un mar de sonidos en los espacios blanco-rosados coloridos llenas de puntos de luz. Era mucho más que magia lo que Gabriela sentía en aquel momento único en el que cerró los ojos y se sintió flotar hacia las alturas, como un pájaro o una nube, pero impregnada del espíritu de la piedra y la música de un modo que ya jamás olvidaría en toda su vida. A veces nos asaltan momentos que recordamos especialmente, y éste era uno muy especial para ella. Toda aquella soledad llena de notas 25
y vientos silbantes enraizados desde su cabellera hasta la más alta bóveda era mucho más de lo que nadie podía vivir sin que se le conmoviese el corazón. Tocó una de las columnas y percibió la poderosa vibración del mármol en sus dedos. Inequívocas notas inyectadas en materia que entraba en vida al ser traspasada. Le saltaron dos lágrimas emocionadas desde los ojos cerrados que corrieron por sus mejillas para llevar a la comisura de sus labios un tibio sabor salado que le supo a partituras y cadencias rescatadas al pasado. Cuando los graves fueron acentuados a través del viento emitido por las trompetas mayores de la Caracola podía sentirlos en su vientre, aspirar el aire removido por las ondas de choque que se desplazaban eternas a través de cada rincón del extraordinario santuario, invadiendo como oleajes bravíos la suntuosa experiencia de confluir, algo muy parecido a bañarse en la orilla de un mar antiguo. Era como si el tiempo se hubiese detenido y ya nada tuviese importancia. Como si nada hubiese pasado y todo amaneciera del modo habitual, sin recuerdos, sin males, sin miedos… Si Gabriela hubiese tenido el don de la ubicuidad, habría observado como en el exterior todos los obreros se habían detenido en sus tareas, absortos por el sonido espléndido que se irradiaba desde la torre a través de aquellas bocas enormes, ahora apretadas por las manos magistrales de Andrés hasta entregar un imponente fortíssimo como un millón de gargantas del cielo. El entramado de resonancia ideado por Fernando amplificaba en muchos decibelios el sonido original, implosionando el viento que fluía a presión elevada por los recovecos de la torre antes de ser lanzados al exterior como cañonazos musicales, por lo que el margen sonoro era verdaderamente fuerte. Impresionaba muchísimo, y para conseguir ese efecto había diseñado un panal de agujeros de gusano refundidos en materiales diversos que horadaban la zona central de la torre, con un fundamento parecido al que se utilizaba en las antiguas turbinas de antes del Gran Golpe. El aire expulsado por los tubos era en parte canalizado hasta este sistema, donde iba comprimiéndose a través de pasos cada vez más angostos, para ser finalmente expulsado por las trompetas en todas direcciones. Cuando Andrés cesó el crescendo de su último acorde, la reverberación permaneció vibrante varios segundos mágicos dentro de la Catedral de Fresas y terminó en un denso silencio que ahora parecía haber tomado cuerpo para envolver el de la mujer con ojos cerrados situada en la zona de los altares. Pareció sentir cada impulso, cada eco, cada flash tímbrico lanzado por aquellas naves de luces brillantes. Las fluctuaciones en el éter habían cesado y de repente todo volvió a su increíble normalidad. 26
Permaneció envuelta en el mar de reflejos dos cortos minutos hasta que la voz del organista resonó desde lo alto, aún descendiendo la estrecha escalera adosada a una de las columnas. -
¿Qué te ha parecido?
-
¡Sensacional, maestro! Nunca oí algo así.
-
Si, la sonoridad es magnífica. No hubo catedral antigua que sonase de este modo.
-
Seguro. Pero eran también hermosas – dijo con un arrullo de melancolía.
-
Desde luego. Mi padre fue organista mayor en una de ellas.
-
¿Ah, si? ¿En cual?
-
Bueno… no es que lo haya olvidado. Pero ya prefiero no pronunciar su nombre.
Eso de que ahora esté enterrada aún me sigue doliendo, porque a sus pies estaba mi casa, y yo pasaba de niño muchas horas escuchando al viejo mientras tocaba. Son recuerdos que he de olvidar para adecuarme al presente. -
Entiendo. No pasa nada. Seguro que esa catedral era tan preciosa como tus
recuerdos. -
Lo era
-
¡Quién sabe! Igual algún día la desentierran.
-
Si, quien sabe nada ya.
La marca, siempre la dichosa marca en la memoria. Queda grabada indeleblemente en las personas que sobrevivían a acontecimientos pavorosos y colectivos, quedando una parte del cerebro impregnada de tal manera que hasta llegaba a transmitirse de generación en generación mediante la herencia genética. Siempre había sido así, significando en el fondo una especie de advertencia para los descendientes: “cuidado, no olvidéis y estad atentos”. El ingenio de la mente a veces se escapa a nuestro entendimiento, y en el nuevo mundo ese patrimonio terrible estaba marcado cáusticamente en cada pensamiento. Gabriela salió por la puerta este, la que daba a la zona desde la que Fernando supervisaba la construcción con sus capataces, y le sorprendió ver una fila de hombres encapuchados que iban entrando en una reja de forja abierta en la que antes no se había fijado, quizás porque quedaba algo oculta bajo el nivel del suelo. Eran de la Orden, eso era evidente, y nadie se interponía jamás en sus funciones, no sólo porque fuesen los verdaderos dueños de cuanto se hacía allí, sino porque se les tenía un gran respeto. Al parecer aquella entrada penetraba en el subsuelo bajo el monumento, a zonas que 27
ella actualmente desconocía, aunque siempre supo que todo estaba dispuesto en varios niveles y eso la intrigó. Se acercó alegremente bajando las escalinatas de salida y se dispuso a cruzar el marco cuando una mano fuerte, decidida, la paró desde atrás agarrándola por los hombros. -
No. El acceso está prohibido a esta zona.
-
Soy Gabriela Azul, hermana de Fernando. El me permite el paso a todas las
estancias – dijo con tono seguro mientras se sacudía la mano del hombro con un ademán resuelto y ojos agresivos. El hombre que la miraba desde detrás de la capucha no se impresionó en absoluto. -
Sé quien es usted, señorita, pero le repito que el acceso está prohibido. Haga el
favor de retirarse – eran ojos que no admitían discusión, misóginos, radiantes de seguridad e intolerancia. No había nada que decirles. -
¡Muy bien! ¡Hablaré con mi hermano! – sentenció muy indignada mientras se
quitaba de la entrada que acababan de prohibirle y se dirigía a la explanada entre obreros que parecían no prestar atención a lo que acababa de ocurrir. El encapuchado no dio más importancia al incidente y permaneció atento al paso de la fila de hombres al interior. Se sintió avergonzada y ultrajada, como una niña a la que habían quitado sus caramelos delante de los demás mientras la miraban con sorna. La conversación nocturna con Fernando fue más que interesante aquella noche mientras cenaban. Estaba muy entusiasmada por cuanto había visto en la casi terminada catedral, y tenía ganas de hacérselo saber. -
¡Veinte años, Fernando! ¡Veinte años te ha llevado hacerla! Y en todo ese tiempo
nunca te he visto desfallecer – dijo mientras comía del rancho que los cocineros habían preparado para el campamento. Era una comida fuerte, como correspondía a personas que habían trabajado muy duro, pero su sabor era bueno, y no se preguntó qué era ni de qué estaba hecha. Presentía que sería mucho mejor, y a fin de cuentas, saber mucho nunca fue garantía de mayor felicidad. -
Ya me conoces. Soy tenaz. Quizás no tanto como tu, eso es cierto, pero lo soy.
-
Si, pero ¿por qué algo tan magnífico aquí, alejado de todo?
-
¿Cómo que por qué?
-
Verás. Hoy cuando he entrado y he admirado la grandiosidad de la obra ha habido
un momento en el que no he llegado a comprender el motivo por el que ha sido levantada en 28
este lugar inhóspito. Debería estar a la vista en el centro de alguna ciudad, y sin embargo no es así por razones que se me escapan. Sé que esta es una duda de vulgares, y he estado muchos años sin tenerla, omitiendo preguntar, pero hoy tengo que hacerlo. ¿Por qué? – Fernando pensó un instante antes de contestar. Su rostro reflejó seriedad mientras pensaba. -
El lugar fue escogido con mucho cuidado y mimo, créeme. Fueron grandes los
hombres a los que fue encomendada esa tarea, y algunos de ellos aún viven para ver el resultado de su apuesta. Ahora ya está hecha, levantada y desafiante, dispuesta para su cometido. El sitio no debe ser objeto de cuestión. No es bueno. -
Sabes que nunca he intentado inmiscuirme en los motivos fundamentales de esta
obra ni en ese cometido del que hablas, pues siempre has sido celoso en su secreto y te he respetado, no sólo como hermano mayor, sino como líder al que seguir, pero hoy, cuando esos hombres encapuchados me han negado la entrada al recinto inferior me he sentido verdaderamente mal… preocupada. -
Son las criptas, Gabi. El acceso a ellas sólo está permitido a los miembros de la
Orden, y recuerda que ellos son los que han pagado cuanto ves. Tienen derecho a dictar sus leyes y nosotros la obligación de cumplirlas mientras estemos en su suelo. -
Ya. Pero no es la negativa lo que me preocupa, sino lo que se esté haciendo allí
abajo. Me pregunto si no será algo inconfesable y por ello se mantiene el secreto. -
Mira… allí abajo sólo hay galerías oscuras, humedad y amplias salas en las que
desconozco qué ocurre. No es mi propósito saberlo, y tampoco debería ser el tuyo. ¿Acaso no es suficientemente hermoso cuanto ves? – dijo levantándose y descorriendo con fuerza la cortina de la tienda, de la que se precipitó una oleada de polvo. Ahora ambos divisaban el cuerpo negro inmenso de la catedral elevándose en el cielo ocupado por una gran luna llena que la hacía refulgir con innumerables puntos de color reflejados en los minúsculos cristales. Mirar a aquel espacio sin estrellas era como ver la negrura de la noche cuajada de diamantes, esmeraldas y rubíes, topacios, amatistas, jaspes… Aquellos cristales no sólo reflejaban la luz, sino que la amplificaban del mismo modo que la Torre Caracola hacía con el sonido del gran órgano. Gabriela era consciente de que cuanto le habían dicho era cierto – Esta obra no sólo está hecha para dar luz a quien entre, hermana, sino también a quien la contemple desde fuera. Todo en ella es sublime. Todo es fulgor incontenible hasta el punto de que no es necesaria la iluminación de día o de noche ¡Hemos ahuyentado la penumbra hasta de las almas! ¡Y es mi obra! ¡Yo soy Fernando Azul, y en pocos días mi nombre estará impreso en el interior para conocimiento de futuros peregrinos y pueblos! Deberías estar orgullosa de que tu apellido se
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perpetúe, tal como lo estarían nuestros padres, y olvidar las preguntas que nadie te va a responder. -
Veo que no he sabido expresarme, Fernando. Perdóname. Sin duda esto es de un
nivel único, y me siento muy orgullosa de ti. – dijo mirando al monumento con una lágrima a punto de brotar de su ojo derecho. Lo que veía era indudablemente la pieza maestra de un genio, de un hombre que había sido escogido entre centenares de talentos cuando ella era una muchachita y él no tenía aún 25 años para llevar a buen puerto el primer cometido de la nueva humanidad y traspasar el saber antiguo a los pueblos del futuro. – Dios, ¡Cuánta gente se habría salvado si alguien en el pasado hubiese hecho algo así, hermano! ¡Cuánta gente! -
Bueno… no sabemos si lo intentaron, ¿no?
-
Cierto, pero si fue así no tuvieron éxito, y eso nos condenó.
-
Te quiero, Gabi. Sólo deseo lo mejor para ti, y a veces puedo ser un poco rudo,
perdóname, pero por favor: aléjate de esa gente. Yo me encargo de ellos y no nos incumben para nada sus misterios. – y la abrazó con dulzura mientras la cortina caía y ocultaba la catedral. Pero había estado abierta el tiempo suficiente como para que Gabriela pudiese ver machaconamente a varios de aquellos monjes con hábito penetrar a través de la reja portando lo que parecían cofres. Las instrucciones que habían llegado a Fernando con el mensaje que ella había portado a través de los llanos eran precisas y no dejaban resquicio a la duda. El 14 de Julio a medio día la catedral tenía que estar terminada y dispuesta para ser entregada. A ese acto sólo podrían asistir los artífices del monumento, por lo que todo el proceso de acabado y retirada de los andamiajes y zonas de soporte fueron aligerados al máximo. Por las mañanas, Gabriela pasaba mucho rato con su hermano, ayudándolo mientras despachaba y dirigía. Le gustaba verlo así, entregado y poderoso, capaz de llevar adelante cuanto le propusiesen. Sus hombres lo veneraban y respetaban en extremo, entre otras cosas porque demostraba que era capaz de aceptar las críticas y rectificar, y eso le valía para ser el líder que precisaba una empresa como la que estaba a punto de concluir. También era el encargado de administrar justicia entre los obreros, y lo hacía de un modo equilibrado y firme fuera cual fuese el delito o la persona que lo había cometido. Eso le había costado disgustos y problemas existenciales al principio, pero ya no. Además la presencia de los encapuchados le confería mucha fuerza por el temor que suscitaban. 30
La Orden fue creada seis años antes del Gran Golpe por alguien sencillo del que nadie sabía su nombre exacto, pero que respondía por el curioso apodo de “El Ciego”. Aunque efectivamente estuvo impedido de la vista, poco antes del cataclismo la recuperó en circunstancias milagrosas, lo cual le había conferido enorme carisma entre sus adeptos. Además la naturaleza le había dado un magnífico poder: la inteligencia más extrema y visionaria. Durante años estudió muchos textos antiguos y los cotejó con los avances científicos más sobresalientes (había cursado astrofísica con resultados brillantes), llegando a conclusiones extraordinarias que resultaban revolucionariamente ofensivas en su momento. Él creía en la existencia de ciclos inalterables de cambio extremo en los que la superficie de los planetas interiores era azotada por eventos de carácter cósmico que hacía muy difícil la supervivencia para las especies naturales. Gran defensor de las teorías de Velikovsky, se apartó de los postulados conservadores y continuistas de la época para promulgar la llegada de una de esas fechas inevitables, lo cual resultó destructivo para lo que hubiese sido una magnífica carrera. No le importó. En los últimos tiempos de la pasada humanidad fue organizando a un grupo de personas escogidas para lo que según él, y fruto de sus investigaciones, había de venir, y estableció un estricto código a fin de preservar la capacidad de maniobra que necesitaba. Así fue como se formó el núcleo inicial de la Orden, con Santiago Manudeo, Arístides Fierro y Clairard du le Fleur entre otros miembros fundadores, todos hombres de gran valor y prominentes estudiosos de diversas ciencias que dejaron lo mejor de sus vidas en el diseño de un vasto plan maestro que se perfiló con secretismo y voluntad. Gracias a la colaboración y apoyo incondicional de estos expertos en campos diversos, la Orden apostó con fuerza por la evidente llegada de ese fenómeno cósmico periódico, cuyo ciclo habría sido legado a nosotros por los antiguos, pero que quedó oculto de manera suicida a nuestro conocimiento por un brote de amnesia colectiva, disolviendo su efecto en forma de leyendas y cuentos. Pese a los reiterados intentos de dar a conocer sus teorías, El Ciego no halló más que rechazo entre la comunidad académica, escepticismo en el pueblo y la repulsa de los gobernantes, que lo acusaban de lunático y sectario. Cuando finalmente el cielo se tiñó de rojo y ya fue tarde para la mayoría, los acontecimientos le dieron la razón y comenzaron a desatarse los demonios como una jauría de lobos hambrientos. A pesar de la improvisación final con que pese a todo hubieron de actuar, los integrantes de la Orden pudieron salvar a miles mediante el uso de las ocultas redes de túneles que hay bajo la corteza y que fueron construidos por civilizaciones que no han dejado rastro en nuestra 31
historia debido a otros cataclismos terribles que nos preceden. De ese modo se cumplía uno de los mandatos con que se había dotado al grupo de seguidores juramentados arropados en túnicas y capuchas: sobrevivir a cualquier precio. Los otros dos eran preservar e informar. Preservar e informar cuanto fuese posible de la cultura arrancada al mundo, evitando así lo ocurrido en otras ocasiones, y dejar una cronología exacta de los cataclismos que habrían de repetirse miles de años más tarde en su agónico ciclo, a fin de que la nueva humanidad gozase de una oportunidad para burlar al destino por primera vez en sus muchas reposiciones. Habían pasado 35 años desde el Gran Golpe, y en medio de un mundo remozado por las destructivas fuerzas naturales donde la civilización había sido menguada hasta quizás unos cuantos cientos de miles de personas relegadas a la edad de piedra, aquellos hombres encapuchados se habían erigido de motu propio en los depositarios del saber y en valedores de los designios del futuro. Por ello vivían al margen de leyes y normas, enclaustrados y ajenos a cuanto no les interesase, y desde hacía mucho entregados a la obra que estaban a punto de terminar. Aunque las pequeñas ciudades reunían ya los embriones de los primeros poderes fácticos y alojaban a los supervivientes de las diversas políticas y religiones, constituidos caprichosamente en sacerdotes y obispos en una nueva y absurda búsqueda del poder y de la coacción a las almas de los hombres, a nadie pasaba por alto que el legado auténtico residía en aquellos encapuchados a los que en gran medida había que venerar como artífices de la salvación de cuanto aún estaba en la superficie. Nadie se metía con ellos jamás ni cuestionaba sus actividades. La catedral representaba la cumbre para toda la obra, y ya fue ideada por El Ciego antes de morir a causa de las radiaciones adquiridas por una letal lluvia después de los tres años de oscuridad. Fue una tragedia inesperada, pero todo estaba ya firmemente cimentado. La intención era crear un edificio único cargado de significado en el que alojar el conocimiento que no se debía perder para que llegase intacto a otras épocas venideras. Fue pagado con oro, moviendo de mano en mano enormes reservas que de algún modo la Orden había conseguido acumular. Aquellas agujas elevadas al cielo, sostenidas entre bóvedas y columnatas imposibles heredadas del conocimiento de una época pasada, tenían la misión de impresionar allende los tiempos, y no se reparó en nada para erigirlas.
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Según El Ciego ya se había hecho eso antes en la antigüedad, concretamente en Egipto, y la forma elegida fue la pirámide, pero los saqueos posteriores robaron al mundo el conocimiento sobre su pasado, con lo que una vez más, además de borrar todo lo pretérito, quedamos indefensos a los designios del cielo. Aunque el mensaje que nos dejaron los antepasados fue claro, no llegó casi nada de él a nuestro tiempo. Después de eso, ni siquiera las cronologías maya o Indú, certificadas en forma de escritos y calendarios maravillosos, fueron capaces de alertar a una egocéntrica humanidad sobre lo que se acercaba, y ello fue la causa por la que fue barrida en un sólo día de la Tierra como un hormiguero en medio de las aguas. El Ciego supo gracias a sus estudios lo que iba a suceder, y pudo obrar en consecuencia. Su filosofía para el periodo post cataclismo se basaba en evitar que ello volviese a acontecer en el futuro, aportando una información precisa que desafiase al tiempo dentro de un magno edificio que asombrase a cuantos viniesen en camino. Para eso la catedral debía reunir entre sus formas perfectas un compendio de sabiduría que no pasase desapercibido a través de la geometría y la arquitectura imposible, y un reloj perfecto, inagotable y eterno en el que fuese marcada la cuenta atrás hacia el nuevo Día del Juicio. Elementos ambos que no pudiesen ser robados por saqueadores desalmados, como ocurrió con las pirámides tanto tiempo atrás. A ese efecto, el saber estaría hermetizado e inviolable. Esa historia era bien conocida, pero Gabriela llegó a la conclusión de que lo que los miembros de la Orden estaban metiendo en las criptas debía ser algún tipo de biblioteca o museo de útiles antiguos ya inservibles desde el día fatídico, pero notablemente elocuentes sobre nuestro pasado. Sería un modo lógico de cumplir con los principios de preservar e informar. Esa respuesta más o menos la satisfacía, pues era perfectamente creíble. No en vano aquellos hombres debían tener una ingente cantidad de material recopilado, y qué mejor sitio para preservarlo que los bajos de su casa definitiva, a los cuales solo podría accederse de un modo controlado. Pero la gran pregunta seguía estando en el aire, molestando cada vez más y con un peso casi aplastante: ¿por qué construir tanta belleza en ese lugar solitario y desértico? ¿Qué había impulsado al Ciego a designar este lugar inhóspito y caro para edificar un imposible como sede de su arca del conocimiento? ¿Acaso no había un centenar de lugares más cercanos a canteras, bosques, minas o asentamientos?
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Las dudas la consumían cada vez más, y eso era demasiado para su infinita curiosidad. Por ello esa tarde, mientras su hermano estaba fuera a pie de obra, se metió en la cabaña donde estaban los planos y los extendió sobre la mesa de diseño con la ayuda de algunos ayudantes que no pusieron objeción alguna en ayudar a la hermana del maestro. Aunque no sabía nada de arquitectura o geometría estaba familiarizada con ese tipo de documentos desde muy niña, y no le costaba nada interpretar lo que veía en forma de trazos y líneas. En los planos de planta no observó nada extraordinario o relevante que le llamase la atención pese a inspeccionarlos con mimo. Allí estaban las naves, columnatas, la Caracola… todo. Los apartó y buscó los de la cripta. Cuando los tuvo ante sí extendió el mayor y observó que era un subterráneo descomunal, mucho más grande de lo que había esperado. No sólo ocupaba toda la superficie de la catedral, sino que el detalle sobre el alzado revelaba que tenía dos niveles de profundidad, dándole un tamaño excepcional y poco lógico si no se pretendía introducir allí algo enorme. Las anotaciones hacían mucho inciso en la necesaria estanqueidad del conjunto, para lo cual se había dispuesto un ingenioso sistema de presión y alcantarillado que hacía imposible la entrada de aguas desde el exterior mediante la aplicación del principio de los vasos comunicantes. Una vez terminadas en su integridad, aquellas dos plantas sustentadas por arcos semicirculares y atravesada por los pilares principales de las naves de la catedral se convertían en dos delicadas y elegantes cavernas dotadas de una única entrada, lo cual la hacía defendible y controlable. Todo estaba rodeado de muros de granito gris recubiertas de titanio de un espesor descomunal, evitando la entrada a través de algún tipo de túnel en el futuro. Pero entonces observó algo que le llamó la atención. En el segundo nivel, justo al final de la nave central y bajo el reloj se iniciaba lo que parecía una angosta galería que iba hacia el norte, alejándose de la catedral. Sin embargo no se había continuado con su trazado, que terminaba en una línea de puntos, lo cual sólo podía significar que éste había sido omitido en el plano. Eso o que formaba parte de un secreto sobre el que no se debían dar datos. ¿Una pista? Rebuscó entre los demás rollos el que le permitiese saber a donde iba ese conducto, pero no había ninguno más que hiciese referencia al lugar. Sin embargo, la divina providencia iba a recompensar su curiosidad con un hallazgo que no esperaba y que la sorprendió en grado sumo: tras el reloj, dibujada con el trazo perfecto e inconfundible de Fernando, aparecía la clara figura de una pequeña, estrecha y empinada escalera que bajaba hasta un acceso situado en el inicio de la extraña galería.
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-
¡No deberías seguir dándole vueltas a lo mismo, hermanita! – Fernando la había
pillado con las manos en la masa. No tenía palabras para excusarse, y se ruborizó rápidamente. Notó un calor en la cara que la desagradó y llenó de vergüenza como si fuese niña – Además veo que has encontrado detalles que no debías ¡Siempre supe que no tendría que haber dibujado eso, chica lista! – dijo señalando a los trazos que marcaban la misteriosa galería levemente señalada en el mapa. -
Hermano, se que no soy nadie para saber, pero…
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Tranquila, Gabriela. Te contaré a donde va esa galería, pero tienes que darme tu
palabra de que no intentarás acercarte a ese lugar de ninguno de los modos. – La sorprendió su reacción. La estaba invitando a conocer, ni más ni menos. -
Pero…
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Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas. – Fernando estaba muy serio, gesticuló con
firmeza con su brazo derecho, y ella conocía bien ese gesto. Significaba algo así como “y hasta aquí hemos llegado”. La mujer se apartó de los papeles enrollados, y con una voz resuelta y no carente de orgullo respondió. -
Acepto ¡Claro que acepto! Ya me conoces.
Así que esa noche Fernando Azul reveló a su hermana un extraño misterio que sólo unos cuantos elegidos conocían, y sobre el que ella debería guardar secreto durante toda su vida. Cuando acabaron de cenar se aseguró de que nadie estaba en las inmediaciones de la amplia tienda, se sentó junto a Gabriela con dos tazas de té y comenzó a hablar en voz muy baja. - No es capricho que la obra esté en este lugar, como ya has supuesto, diablillo. Hace 21 años, cuando me concedieron el privilegio de poder desarrollar el proyecto que había presentado a petición de un grupo de hombres encapuchados como los de ahí fuera, propuse como emplazamiento algunos de los más hermosos sitios que el nuevo mapa terrestre pone a nuestro alcance: los acantilados de Roda, la ciudad puente de Babres o el bosque petrificado de Arum, entre otros, sitios que conoces bien porque todos ahí fuera hablan de ellos continuamente. Lugares increíbles y llenos de encanto, capaces de magnificar el esplendor de mi obra y hacer que la imagen natural se compenetrase con la arquitectónica ¡Y mucho más baratos en términos de coste de materiales! Sin embargo, El Ciego y sus ayudantes ya tenían elegido un lugar preciso sobre el que no iban a admitir la menor discusión: eran las Llanuras de los Páramos Vacíos, un lugar solitario, estéril, lleno de lagos negros, sin amparo y muy caro para hacer cualquier cosa. Y no un sitio cualquiera, sino éste 35
exactamente en el que estamos, con toda su enorme carencia de todo o la superabundancia de nada, según se vea. Ya ves que aquí sólo hay depósitos de barro acumulado por lo que pasó, zonas petrificadas y algo de vegetación perezosa a la que le cuesta nacer, además de muchísimos fósiles de montones de especies, entre los que por desgracia se encuentran grupos de humanos cuyos huesos asoman por todos lados, apilados y destrozados como si fuese una gran tumba colectiva pasada por una batidora. Sí, las aguas de las olas rompieron aquí, y dejaron montañas de restos orgánicos que habían sido arrastrados durante centenares de kilómetros, desde las costas de lo que fue Portugal por encima de montañas y valles. Yo mostré con respeto mi desagrado por un emplazamiento tan oscurecido, inhóspito, triste, ventoso y alejado de las canteras y núcleos civilizados, así que pedí que lo reconsiderasen, pero no tuvieron el menor signo de duda. Decían que era mucho más importante lo que el lugar sería en el futuro que lo que es en la actualidad, y yo entonces no supe entenderlo, pero no me quedó más remedio que callar y aceptar ante semejante argumentación. Aquella noche, sin perder tiempo como negociador hábil que era, El Ciego me citó en su casa, una modesta construcción levantada con piedra, pero no carente de cierto confort, e hizo que me atendieran maravillosamente, adulándome con una cena magnífica, poco habitual en él, y muchos cumplidos. Evidentemente quería agasajarme, y yo me dejé sin pensarlo. La charla fue amena, y cruzamos opiniones sobre el diseño y las obras a realizar, los movimientos de tierra, los costes… esas cosas. Me sentí abrumado. Aquel hombre era muy inteligente, Gabi. Rezumaba sabiduría y una nube de encanto irresistible que era notable a su alrededor. Te puedo asegurar que estaba siempre un paso por delante de cuanto le iba contando, y eso no es habitual para nada. Cuando pasamos a los postres y quedamos a solas, El Ciego me hizo una confesión que yo no me había atrevido a esperar, y me aclaró que lo que iba a contarme no debía salir de mis labios, cosa que ahora estoy incumpliendo, pero con el deseo de que la sangre de mi sangre, que eres tu, sepa llevar el peso de cuanto va a oír. Me dijo que sólo el hecho de que yo fuera a ser el hombre que iba a levantar la llave del futuro que él había perfilado me hacía acreedor, según su criterio, a conocer la verdad en el mayor grado, a fin de que pudiese trabajar durante años libre de curiosidades o prejuicios y entregado a la función de coronar la empresa. Es lo que he hecho desde entonces, y nunca nadie me ha cuestionado o preguntado por temas escabrosos. Salvo tú.
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Me contó que durante sus muchos estudios de textos escritos en lenguas muertas había topado con historias antiguas fascinantes, algunas reales y otras míticas, pero que, básicamente, hablaban unánimemente de un tiempo en el que el hombre coexistía con otra raza mucho más avanzada a la que servía con veneración. Esos seres fueron los dioses de antaño, y tuvieron papel preponderante en el pasado de nuestro mundo, pues fueron ellos quienes organizaron nuestras primeras ciudades y nos instruyeron en las artes y las ciencias. Nos dieron el grano, el pastoreo, fomentaron la agricultura y establecieron jerarquías, llevándonos a los albores de civilizaciones humanas extintas que desgraciadamente han quedado olvidadas en el tiempo. Nuestras primeras civilizaciones. Pero de todas las cualidades de aquellos seres, la inteligencia, la estatura, el refinamiento o la tecnología, había una que intrigaba sobremanera a los hombres de su época y que los apartaba definitivamente de cualquier parecido con los humanos: su extrema longevidad. El Ciego constató que vivieron muchos miles de años, ya que las mismas figuras aparecían en épocas alejadísimas de tiempo con frecuencia, cosa que era certificada por la diversidad de fuentes que de los hechos se hicieron eco, y aquello lo intrigó profundamente, por lo que se dedicó a recopilar cuanta información caía en su poder y a trazar argumentos y teorías que poco a poco se convirtieron para él en certezas. Del mismo modo halló en tiempos recientes residuos de informes sobre personas que habían sido identificadas sin ninguna duda en épocas separadas centenares de años entre sí, demostrando que al parecer había cierta minoría capaz de existir más allá de cualquier extremo de la vida humana. Saint Germain es sólo un ejemplo de esto, pero muy notable, y eso seguía excitando los pensamientos de El Ciego hasta hacerlo perseverar en la búsqueda de cierto elixir, algo milagroso que había hecho a algunos hombres y muchos dioses perpetuarse a lo largo de las eras. Finalmente la verdad buscada acabó encontrándole, y tras muchas indagaciones un tratante clandestino de arte, enterado de sus pesquisas, le ofreció un curioso y exótico documento plasmado en piel de gacela muy antigua, pidiendo una fuerte suma por él. El Ciego exigió examinarlo detenidamente como paso previo, y cuando lo hizo no dudó en empeñar cuanto tenía para pagar lo que aquel ladrón de élite le solicitaba. Así, tras incontables peripecias, cayó en sus manos lo que llamó “el Mapa de Vida”, y se dedicó a estudiarlo y traducir sus anotaciones con ayuda de los primeros integrantes de la Orden, entre los que ya destacaban los nombrados Manudeo, Fierro y Du le Fleur. De ese modo supo como eran las
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tierras antes del diluvio bíblico, de dónde fue extraído el oro en ingentes cantidades por los dioses para sus fines, los trazados de sus galerías subterráneas, y los emplazamientos de instalaciones y ciudades. Encontró incluso inscripciones sobre una torre que alcanzó los cielos, quizás reminiscencias del mito de Babel, pero le sorprendió averiguar que los hechos se desarrollaban en lo que hoy es Sudamérica, muy lejos de la Mesopotamia comúnmente tenida por escenario de esta historia. Se decía brevemente que desde allí se arrojaron hacia la Luna porciones enormes del núcleo fundido de la Tierra en la búsqueda de lo que parecía ser la necesidad de un equilibrio en las estaciones, algo muy grande e inexplicable. Algunos estudiosos, entre los que figuraba un español, habían insistido en la veracidad de esa leyenda, e incluso habían encontrado el emplazamiento de lo que pudo ser el epicentro del complejo en la antigua Argentina. Eso fue muy poco antes del Gran Golpe, pero El Ciego nunca quiso participar en esos temas, aunque les pretase atención. Estaba en otras cosas. Sí, el compendio del mundo antiguo estaba allí, desmenuzado en un mapa antiquísimo, pero sobre todas las cosas había una que era la que le había impelido a hacerse con el enorme trozo de piel: en un lugar singular de las tierras del oeste aparecía un punto al que el impensable dibujante había denominado “La Fuente”, en torno al cual había instalaciones que parecían muy bien defendidas. La importancia de los emplazamientos era definida en el mapa por círculos concéntricos, de tal modo que un sólo círculo señalaba un lugar poco representativo, dos un poblado, tres una ciudad o instalación, cuatro un sitio de la realeza, cinco un punto de investigación o industrial crítico… ¡La Fuente tenía nada menos que ocho círculos concéntricos! ¡Ocho, Gabi! ¿Puedes imaginar cuanta importancia tenía el enclave para esa raza perdida? Ese interés supremo de los dioses, cómo no, excitó muchísimo la curiosidad de El Ciego. Después de profundizar sobre el enigmático lugar, descubrió que las referencias a un manantial en la literatura antediluviana son frecuentes, y relativas al sitio al que los dioses iban cuando estaban en el fin de sus vidas o con problemas de salud. Una vez allí, se sumergían en unas apacibles aguas cristalinas y luminosas en las que permanecían un tiempo determinado, pasado el cual volvían a la vida diaria rejuvenecidos y curados. Tan sólo estaba prohibido introducir un cadáver en esas aguas, pero las veces que se había hecho este había vuelto a vivir con total normalidad, cosa que no era bien vista entre sus congéneres. Por tales características es lógico que a lo largo de las leyendas nos haya llegado el atisbo de su existencia con el muy sugerente nombre de “La Fuente de la Vida”. Por vez primera estaba tras la pista de lo que habían buscado muchos, entre ellos Lope de Aguirre bajo el
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mandato de Isabel la Católica, el gran Alejandro por Asia, y que al parecer encontraron otros como Saint Germain o Nicholas Roerich. Lo que parecía una locura iba tomando sentido real. Aquí tienes el origen de los mitos del árbol de la vida, de la laguna Estigia, del talón de Aquiles (te recuerdo que única parte del cuerpo del héroe que no fue sumergida en la fuente y por la que era vulnerable) de la panacea universal buscada por Paracelso y que curaba todos los males, de la piedra filosofal de los alquimistas y tantos otros. Hasta los que idearon el vampirismo conservaban el recuerdo subliminal de que bebiendo determinado líquido se podía llegar a la inmortalidad, todo basado de un modo u otro en un elixir que sanaba los males. Eran reminiscencias de lo que en el pasado se había perdido, posiblemente oculto tras la devastación provocada por el Diluvio y la destrucción casi total de la información en una tragedia de la que sólo se salvaron Noé y unos pocos. Con el paso del tiempo lo que había sido certeza sublime pero cotidiana se convirtió en leyenda, las ciencias en brujería y la historia finalmente en silencio. Así funcionan las cosas cuando no hay registros que den fe de lo sucedido. El hombre, antropocéntrico natural, trazó una historia de su pasado basada en la prisa, el inmovilismo y lo poco que había quedado, anudando cabos que no eran del mismo hilo, y falseando todo su origen con el opulento ademán de quien se cree, además, en posesión de la verdad. Sin embargo, con el Mapa de Vida en su poder dándole pistas tan importantes, El Ciego movió a los más resueltos y cercanos componentes de su grupo a investigar en determinados lugares en torno al punto marcado a fin de encontrar restos del misterioso emplazamiento, y un día, contra todo pronóstico, no sólo encontraron la gruta, sino la mismísima agua fluyendo con sus tonos celestes luminiscentes a treinta frems de profundidad en un recipiente circular a manera de estanque. Me imagino la emoción de aquellos hombres y a veces he sentido envidia de no estar presente en semejante logro, Gabi. ¿Te imaginas? Nada menos que el poder de la vida eterna brillando ante tus manos. ¡Ufffff! Lo cierto es que aunque los discípulos le dijeron que habían hallado el sitio ninguno se atrevió a tocar el líquido, en parte asustados y en parte seguros de que no correspondía a ellos hacerlo, pero El Ciego fue rápidamente y con tanto miedo como valor se sumergió en la luminiscente agua, sabedor de que era el momento de caer en el ridículo más espantoso o de triunfar definitivamente, persuadido de que pudiese ser que el efecto deseado fuese muy diferente en la piel humana ¡Si es que había efecto, claro!
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Lo que sucedió para sorpresa de todos es que en pocas horas recuperó la visión y la salud. Los médicos presentes no salían de su asombro ante el cambio físico operado en aquel cuerpo, nadie tenía explicación y aquello lo ayudó a lograr una posición de ventaja ante los muchos enemigos que comenzaban a salirle al paso, como a cualquiera cuyas tesis revolucionan y asustan. Se convirtió en mito amado u odiado de la noche a la mañana, lo cual fue decisivo para todos nosotros, Gabriela. Desde ese momento una legión de seguidores movilizados en torno a sus palabras permitieron que por ejemplo nuestra misma familia obtuviera un refugio seguro durante aquel fatídico 23 de Diciembre en que la Tierra se incendio y a lo largo de los meses posteriores, hasta que la atmósfera se estabilizó lo suficiente como para ser respirada. En cierto modo ese descubrimiento lo autentificó y ratificó como algo más serio que un santón paranoico, tal como pretendían endosarle los poderosos de la época que abogaban por un continuismo capitalizado e idiotizante con el que someter aún más al hombre. Cuando ocurrió el desastre y observó el grado de destrucción, El Ciego lloró profundamente por todos los que no había podido salvar. Se ratificó en que aquello no debía volver a ocurrir, y por ello pensó el modo de perpetuar lo que había sucedido para que llegara a conocimiento de la nueva humanidad en el futuro. No quería que se convirtiese en mito nuestra existencia y que todo quedase de nuevo expuesto a una regresión que él sabía inevitable. Al pasar los tres años de invierno y oscuridad La Orden ya tenía sus ramificaciones bien instrumentalizadas y un buen grupo de hombres dispuestos a seguirle sin dudas, motivados por tener un líder tan sólido. Posibilitó el reencuentro de los núcleos humanos que había salvado con su previsión y promovió las nuevas ciudades al calor del sol, que acabaron aclamándole como a un ídolo. Después, cuando el sistema básico se restableció mínimamente, buena parte de esos monjes que ves ahí fuera excavaron solitariamente en los lugares aún secretos donde los dioses guardaron sus reservas de oro antes de elevarse hacia las estrellas, y con ellas se pagó más tarde la catedral que me fue encargada entre otras muchas cosas. Si hay algo claro es que el oro siempre tendrá valor, eso seguro, y él optó por su uso como moneda de cambio. Así, un día de cielo azul comenzamos a excavar los cimientos del sitio y a remover de las entrañas del barro convertido en roca todo el hediondo resto de nuestros antepasados reducidos a cuerpos más o menos fosilizados, como los animales que fueron. A partir de ahí ya nunca paramos, y el resultado es lo que estamos a punto de concluir, una gesta única en la historia hecha en un tiempo absurdo, repleto de carencias y dolor, signo del insufriblemente grandioso poder humano. 40
Bajo ese lugar, hermana, está el pasadizo que lleva a la Fuente de la Vida, el que tú has visto insinuado en los planos. Sé que la Orden lleva meses almacenando cosas en las criptas, pero me da igual, yo no pregunto. Lo único que a mi me merece veneración y que se me antoja más grande que ninguna otra cosa en el mundo es ese agua que fluye en silencio y cuyo conocimiento ha sido ocultado al ser humano desde hace quizás doscientos cincuenta mil años. El Ciego quiso que su milagroso poder sólo sea administrado por la Orden, y que algunos de sus componentes vivan durante milenios para preservar el conocimiento y asegurarse del buen fin de su obra. Esa es la verdad hasta donde yo conozco. -
Es fascinante cuanto me dices, una historia preciosa y que no podría imaginar
jamás ni creería de no salir de tus labios, pero ¿no va eso de la sanación total o el rejuvenecimiento contra los principios médicos elementales? -
Indudablemente. También contra los postulados científicos, pero créeme: todos
estaban en un error de bulto, y muy lejos de entender el correcto funcionamiento del ser humano, sus puntos débiles y sus mecanismos de sanación. Sin embargo los dioses antiguos si que llegaron a ese logro, estuvieron muy por delante de nosotros en perfección y tecnología, y, de algún modo supieron usar ese recurso vital de un modo habitual. -
Hermano, me dejas asombrada. ¿Tu has estado allí? ¿La has visto? ¿Has
contemplado ese agua? – Fernando la miró con dulzura unos segundos y después, atusándose la barba, le dijo algo sorprendente. -
¿Recuerdas aquella cicatriz que me recorría la mejilla izquierda hasta la barbilla?
¿La que me hice cuando me caí por la pendiente el año pasado y casi me abre la mandíbula? Se podía ver el hueso y tuvieron que darme varios puntos de sutura. ¿La recuerdas? – Gabriela se estiró cuando captó lo que le estaba intentando decir y arrugó los ojos sorprendida. -
¡Dios mío! ¡La barba!
-
Si, hermanita. Me la tuve que dejar para ocultar la escabrosa verdad a mis
hombres y evitar preguntas embarazosas. Ahora sin duda, gracias a tu inteligencia y suspicacia, ya puedes suponer lo ocurrido – Gabriela se abalanzó sobre su hermano y comenzó a meter los dedos por la densa mata de pelo, buscando aquella cicatriz. Recordaba que era muy profunda y que había dejado la piel decolorada a falta de los pigmentos perdidos. Fue un accidente que le había dado mucho sufrimiento en su día, y que aún estaba demasiado reciente como para haber sido borrado. No halló ningún resto, y poco a poco sus dedos fueron deteniéndose mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Abrazó a Fernando con fuerza y no dijo nada más mientras 41
intentaba encajar cuanto acababa de oír junto con el peso aplastante de la prueba. Sabía además que decía la verdad porque no recordaba ninguna mentira de aquella boca. -
Fernando, la gente sigue muriendo en todos lados – le dijo casi llorando - Las
radiaciones han hecho mucho daño. Si lo que hay allí abajo cura deberíais entregarlo al pueblo y aliviar su mal. No se puede tener algo así en propiedad. -
Mi querida, dulce e inocente Gabriela… ¡Qué poco sabes del espíritu humano!
Verás. Eso se consideró en su momento, pero hay imponderables que tener en cuenta. El hombre no está preparado como especie para un bien como este, Gabi, porque sigue siendo cruel y egoísta. Ya has visto el rumbo que toman las nuevas ciudades a sólo 35 años del Gran Golpe, y básicamente es el mismo de las de antaño, con su plaga de defectos inherentes a las masas humanas. Aparecen los líderes, las supersticiones, la injusticia y el afán de poder desmedido. Si se difundiera la presencia de algo así tardaríamos poco en tener las primeras guerras tribales por su posesión, y eso es intrínsecamente malo. Hemos de erradicar los enfrentamientos, sean cuales sean los motivos, ese es el principio correcto para llegar a algún sitio. La Orden sabrá no sólo mantener el secreto, sino administrar su uso del modo acertado para ayudar a la humanidad, no a unos cuantos poderosos como ocurriría si se hiciese público. -
Entiendo que tienes razón, pero hay tanto sufrimiento…
-
Lo hay, es cierto, pero si los planes de El Ciego llegan a buen puerto serán
capaces de devolver un motivo común que aporte esperanza y futuro a los pueblos del mundo. Hemos de tener paciencia y obrar con rectitud, sabedores de que el sufrimiento y los pesares son una lacra de nuestra época que hemos de rebasar para sobreponernos como especie y ser mejores cada día. Lo que se está cimentando con esta catedral maravillosa es grande, hermana, y debemos luchar por ello para que haya un tiempo de esplendor en que nuestra raza se libere de sus males y consiga alcanzar las estrellas. Eso es mucho más importante que la perpetuación de unos pocos sólo porque sean poderosos. Gabriela, conmovida por las palabras de su hermano, se levantó y lentamente descorrió la cortina. La luna estaba tapada, pero las gigantescas vidrieras cargadas de luz se mostraban bellísimas en medio de aquella sombra opaca gigantesca. Aunque estaba fuera, sabía que el interior del recinto se hallaba iluminado por colores hermosos y únicos procedentes del mineral mismo. -
La Catedral de Fresas, hermano. No me canso de mirarla ¡Qué maravilla! – y
sintió como los brazos de Fernando la abrazaban desde atrás por la cintura dándole un tibio beso en la mejilla. Se encontraba muy bien y recordó sin venir a cuento como él la arropaba 42
cuando era niña. Hacía mucho de eso, pero el cariño entre ambos había sabido sobreponerse a pérdidas, amores y hasta a la mismísima hambre que tanto perseguía a los hombres. Pero pasaron los días como saetas, y llegó el amanecer del 14 de Julio, fecha en la que la obra maestra de la nueva humanidad debía ser entregada a sus dueños. A media mañana todo el campamento estaba desmantelado, a excepción de un grupo de tiendas que habían sido reubicadas a cierta distancia, entre las que estaba la de Fernando. El gran órgano sonaba expulsando sus notas enormes y magnificentes a los cuatro vientos desde la Torre Caracola, mientras en una gran ceremonia las caravanas de obreros con todas sus pertenencias montadas en carros fueron despedidas al pie de las escalinatas que ascendían al pórtico principal de la ahora totalmente descubierta catedral, recibiendo una generosa cantidad de oro en salario por la culminación de la obra. Algunos iban con lágrimas en los ojos, porque habían estado veinte años de su vida levantando el monumento cuyos escalones besaban con devoción. Habían dejado mucho sudor y toneladas de esperanza en cada faena, y ahora sólo quedaba la hermosa tarea de contar a sus hijos y nietos que ellos estuvieron allí participando en la realización del milagro. Fernando despidió cariñosamente a todos uno a uno, y les agradeció tanto trabajo y disciplina. A su lado estaban los capataces, que también se quedaban para la entrega, y más atrás, formando un tétrico coro de figuras fantasmales, 77 integrantes de la Orden enfundados en sus hábitos blancos y cubiertos hasta los ojos por las capuchas, encabezados por Guillermo de Armandal. A sus pies tenían el baúl donde los planos, todos numerados meticulosamente, habían sido depositados para ser guardados en la cripta. Gabriela miraba la escena desde el frente y lamentó no tener una de aquellas antiguas cámaras fotográficas para inmortalizar el momento, pero pensó que no sería mala idea encargar un lienzo. Retuvo la imagen en su mente. Tras dos horas de callada ceremonia entre el vaivén de notas orgánicas que estremecían el aire sólo quedaron aquel pequeño grupo de responsables de obra y los encapuchados, que procedieron a tomar el baúl y a llevarlo sin demorarse hacia el lateral por donde se accedía a la cripta. Gabriela corrió hacia Fernando y lo abrazó. Sabía que era un momento muy emocionante para él y quería estar a su lado. Él le tendió señorialmente el brazo, le sonrió y con voz segura le dijo: -
Entremos, Gabi. Mi tiempo aquí ya ha concluido, y ahora sólo quiero vivir lo que mi mente imaginó.
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Y lo hicieron. El pórtico principal refulgía como un mar de espejos, arañando trozos de cielo y tierra que resplandecían victoriosos. Cuando penetraron a través de las gruesas puertas la melodía que el maestro Andrés pulsaba en su larga interpretación les conmocionó el espíritu. Era la tocata y fuga BWV 565 de Bach, que se abría paso por las naves cortándoles la respiración en medio de un volumen atronador. Eran las doce del medio día, y el sol impactaba directamente en el rosetón principal, proyectando reflejos de apariencia líquida que cubrían el suelo y jugaban con la bruma interior, en la que ahora distinguían sombras alargadas que casi tocaban el crucero en la distancia. Nada hecho por el hombre en ninguna época pasada podía igualar esa belleza, y sería muy difícil en el futuro hallar la motivación para acometer nada parecido. Frente a ellos, incrustada en la base del segundo pilar derecho de la nave central, una lápida de quince frems de altura rezaba: “Obra de Fernando Azul para la Orden, en el año de nuestro señor de dos mil cuarenta y siete” Bajo la inscripción, y en trazos muy pequeños había hecho que fuesen esculpidos los nombres de las exactamente 58765 personas que habían trabajado en la construcción a lo largo de los años, según constaba en los libros de registro. Quería que compartieran el honor por toda la eternidad. Avanzaron hasta que la hizo detenerse, tomándola por los hombros. Minutos después estaban justo donde terminaba el tramo de nave central que desembocaba en la Caracola. -
Mira arriba. Te voy a revelar algo que nadie sabe.
Y su hermana miró sin ver el motivo, pero expectante a la explicación que sabía próxima. Muy por encima, justo tras una capa de bruma que aquel día no era muy densa, se veía la bóveda descomunal de la nave, un medio cañón henchido de brillo perfecto en el que remataban las columnas con motivos de exquisitas geometrías. -
La gran loseta de forma hexagonal que está justo sobre nosotros es la clave exacta
de la Catedral de Fresas, Gabi. Ahí se cierra el esquema de fuerzas y pesos en su integridad, y es lo que hace que el edificio sea estable y perfecto. Todas las tensiones confluyen o emergen de ella, y sin su presencia puedo garantizarte el desplome de casi cuanto ves, pero es algo que nadie sabrá nunca. Es una piedra tan importante y significativa que en una de sus caras hice 44
esculpir tu nombre por el mejor de mis canteros. Es el único de todos los aquí reseñados que no está a la vista, pero posiblemente el último que se borre tras un millón de años. Ese es mi regalo para ti por estar siempre pendiente de mí. Se abrazaron y contemplaron mientras ella admiraba y sentía el valor máximo del agasajo recibido. Fue el último instante feliz que tuvo con su hermano en aquellos días de alegría. Después de vivir la impresionante belleza del momento se despidieron conforme a lo convenido con gestos cariñosos y cargados de prometedor futuro. Con tristeza y resignación ella montó a Aldo, bien provisto en sus alforjas de agua y provisiones, para cabalgar en una larga marcha hacia la ciudad donde estaba el resto de la familia, cruzando de nuevo las llanuras muertas y los páramos. Las instrucciones eran precisas para la entrega, y ella también debía poner tierra por medio. Fernando le dijo que la vería pasados unas semanas, cuando todo hubiese terminado y recogiese sus cosas, pero algo en su mirada no dejó del todo tranquila a Gabriela Azul. No sabía si volvería verlo, pero prefirió ignorar ese pensamiento. Y esperó. Y no llegó ¡Hasta que desesperó! A partir de ahí y durante muchas semanas en la ciudad todo fueron intentos infructuosos de saber qué había sucedido, pero no consiguió información alguna que la ayudase. En lo que a ella respectaba y sabía, Fernando no había salido del área de la Catedral de Fresas, pues nadie pudo darle razón de ello. Simplemente se lo había tragado la tierra, y aquello resquebrajaba su alma. Visitó a personas que habían trabajado allí, pero nadie pudo decirle algo que no supiera ya. Por supuesto, los integrantes de la Orden a quienes conocía no le ayudaron en nada, respaldados por el secretismo hermético de sus normas. En la calle la noticia de que el edificio estaba terminado y abierto había corrido como un reguero de pólvora, y eran muchísimos los que partían a diario con objeto de cubrir las etapas y admirar la obra erigida entre el barro hecho suelo. En algunas tiendas se vendían telas estampadas con 45
la imagen de la catedral, pero ninguna parecía reflejar lo que sus ojos recordaban con tanta precisión. Sin duda el encuentro de aquellas personas sencillas con el monumento les aportaría un grado de estupor del que ya nunca se librarían, ensalzando la leyenda que sobre el particular comenzaba a fraguarse. En ocasiones, muchas, las mujeres la paraban por la calle para preguntarle curiosidades que ella intentaba responder con frescura, pero la intranquilidad debida a la ausencia total de Fernando la incomodaba tanto que estaba empezando a sentir cierta animadversión por todo lo referente a lo que se había convertido en la gran noticia de los nuevos tiempos. Finalmente meses después, enfrascada en una búsqueda que no daba respuestas, muy preocupada y de modo inevitable en contra del consejo de su familia, volvió al único sitio donde sin duda alguna podría obtener información. Así retornó mucho antes de lo esperado a la catedral por una ruta que conocía muy bien pero que ahora bullía de viajantes, y lo que vio era muy diferente de lo que recordaba. Encontró ya a muchos peregrinos hipnotizados con su contemplación, moviéndose por las galerías devotamente, algunos incluso arrastrando sus huesudas rodillas. La voz se había extendido como la pólvora por el mundo carcomido, atrayendo a multitudes que se congregaban con solemnidad, pero ni rastro de Fernando entre los densos olores a suciedad y sustancias aromáticas. La entrada a la cripta estaba cerrada y protegida por cuatro miembros permanentes de la Orden, que como ella esperaba declinaron darle ningún tipo de información. Ni siquiera el identificarse como hermana del maestro arquitecto le concedió el menor privilegio ante aquellos hombres férreos a los que no había manera de perturbar. Le llamó la atención la cantidad de peregrinos que había por todos lados, incluso acampados alrededor ya del embrión de un pequeño asentamiento donde había una tienda de alimentos, depósitos de agua, abrevaderos para las bestias y algunas casitas de madera hechas con los despojos del campamento de los obreros. Pasó mucho rato sentada en lo que era la zona dispuesta por la Orden para dar de comer a los miles de visitantes, donde aprovechó para recuperar fuerzas al lado de una familia con tres niñas preciosas que no dejaban de observarla con curiosidad. Sus miradas eran inocentes y llenas de vida. La más peque, una morenita de ojos azulados, jugaba con algo parecido a una muñeca, una burda recreación hecha con más cariño que habilidad por alguien para distraerla. No tendría ni cinco años, y sus padres apenas veinte y algo. Aquellos que no habían sido esterilizados manifestaron una consiguiente necesidad de procreación, y de ese modo la naturaleza iba llenando huecos en el 46
esquema humano con premura, aunque eran muchos los bebés deformes que llegaban fruto de los ambientes cargados de elementos nocivos. Gabriela le guiñó un ojo y la niña le devolvió una sonrisa en la que se dejaban ver unos dientes blancos carentes de la suciedad del mundo, un premio hermoso en medio de un planeta lleno de cosas feas. En toda la zona alrededor se escuchaban cánticos y plegarias, invocaciones de presuntos santones llamando al rezo, y era fácil ver situaciones en las que la devoción sorprendía. Sin duda la noticia del edificio había tocado la fibra sensible de una humanidad que surgía desde el foso de la decadencia, y el primer gran monumento de la nueva civilización era ahora el lugar que más deseaban visitar los supervivientes, que desde los cuatro puntos cardinales, empezaban a trazar lo que posteriormente sería conocido a lo largo de las eras como “El Camino de las Fresas”. Gabriela comió en silencio envuelta en el extraño tumulto, tan diferente del que meses antes había resonado en el mismo lugar. No dejaba de pensar en Fernando y de preguntarse qué había sucedido después de que lo viese por última vez. Cuando terminó se levantó y miró una vez más a la pequeña, que ahora le mostraba sus ojos abiertos como dos reflejillos de cielo. Le sonrió por última vez y se alejó, abriéndose paso entre personas insanas, cuerpos deformes y animales sudorosos camino de una de las grandes puertas. Dentro del edificio, en medio de los reflejos de luces imposibles que tan mágicamente habían sido creados, todo el mundo guardaba un reverente silencio y mantenía los sentidos abiertos con asombro, paseando como almas atormentadas por los mares de brillos y resplandores de aquel día espléndido de octubre, descompuesto casi prismáticamente a través del vidrio alquímico. Algunos peregrinos harapientos estaban arrodillados al fondo ante el gran reloj, al que ya muchos habían comenzado a llamar “del Juicio Final”. Otros se veían tirados de bruces con la cara pegada al suelo, desgranando oraciones que sólo eran audibles como susurros quedos por quien estuviese muy cerca. Gabriela estaba impresionada de lo necesitada que estaba la humanidad superviviente de creer en algo, y se alegró de que eso sirviera para aportar fe en tiempos tan duros, porque en sí era la esencia que se había pretendido infundir al lugar para su transmisión. ¡Pero ni rastro de Fernando! Un brazo la tomó entonces por el hombro y la cálida y conocida voz del maestro organista llegó a sus oídos confiriéndole la alegría de la salvación momentánea y la amistad. 47
-
Hola, Gabriela. Veo que has vuelto.
-
¡Andrés! Me alegro mucho de verte. Si, llegué esta mañana – el rostro del
organista le pareció apacible y amistoso, un solaz entre tanta muchedumbre cansada. -
¿Has comido? La comida para los peregrinos es buena en el campamento.
-
Si, lo hice. Gracias.
-
Espero que tu camino haya sido bueno. Por aquí ya ves que la cosa se va
animando. -
Si, es cierto. Esto ha cambiado mucho desde que me fui.
-
Dime una cosa. ¿Estás buscando a tu hermano?
-
Si, desde luego. Desde el día que me marché no se nada de él y estoy muy
preocupada ¿Sabes algo? -
Quizás no todo cuanto debiera, pero algo sí que sé.
-
¡Gracias a Dios! Dime, ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
-
Eso tendrás que averiguarlo tú misma, Gabriela - No esperaba esa respuesta tan
críptica. -
¿Y como puedo hacerlo? Llevo todo el día intentando que alguien me responda,
pero no he conseguido nada. Si sabes algo, por favor, te suplico que me lo digas. -
Tranquila, tranquila. Haz una cosa. Espera a la noche escondida y observa la
marcha de los peregrinos. Cuando no haya nadie acércate al reloj y espera a que marque un minuto emitiendo su característico tic. Entonces di en voz baja y clara “domine ad portas”, y espera. Lo demás es cosa tuya. -
¿Lo demás? ¿Qué ocurrirá?
-
No, Gabriela. Ya te he ayudado bastante, y ahora sólo me queda esperar que no
sepan que lo he hecho. Ojalá que te sirva de algo. -
Pero…
-
Sé prudente y buena suerte, niña. Adiós.
-
Adiós, Andrés.
El hombre se dio la vuelta sin esperar y desapareció con un grupo de peregrinos a la par que ella lo miraba con agradecimiento, respeto y demasiado miedo como para pasar por alto que sabía más de lo que le había revelado. Entonces recordó los planos en los que había visto aquella escalera oculta e inaccesible tras el reloj, y comprendió lo que pasaría cuando dijese aquellas palabras. Su agradecimiento al viejo organista no tendría fin si eso servía para encontrar a Fernando, pero ahora su 48
objetivo no era otro que esperar a que la zona quedase despejada en el instante sonoro tic. Se agazapó en un lugar discreto y esperó a que con el paso de la tarde los peregrinos fuesen saliendo, hasta que anocheció. Allí abandonada en soledad pareció otra devota más en busca de milagros… ¿y acaso no era así? La luz de la luna era amplificada al pasar por los cristales de color de vidrieras y ventanales, dándole al interior el maravilloso aspecto de las horas nocturnas. Si durante el día los tonos eran multicoloristas, en la noche prevalecían el azul y el blanco, permitiendo la visión de cada recodo sin problema alguno pero instalados en una sutil frialdad. Aunque Gabriela estaba en tensión aquella atmósfera la relajaba sobremanera bajo las bóvedas altísimas, que semejaban ser el cielo allá arriba. Así pasaron las horas, y con infinita paciencia esperó mientras por su cabeza desfilaban montones de dudas que pretendió contener sin demasiado éxito. ¿Encontraría bien a su hermano? ¿Corría peligro al entrar en lugares sensibles? ¿Qué había detrás de cuanto estaba pasando? ¿Acaso no era evidente que Fernando había sido, como mínimo, apartado de la vida ordinaria para lo que no podía ser otra cosa que la necesidad de mantener un gran secreto? ¿Era realmente la Fuente de la Vida el objeto de ese cuidado extremo? ¿O había algo más?... Dudas, dudas, dudas sin límite, sin respuesta, pero dudas trascendentes en el frío de aquel suelo. Miraba constantemente en dirección al Reloj del Juicio Final y notaba el trasiego incesante de personas a su alrededor que se mostraban llenos de sensaciones que los extasiaban en su adoración sobrenaturalizada. Algunos se arrodillaban con los brazos en cruz, otros se restregaban hasta besar la base entre lloros, plegarias, susurros, gritos que eran acallados… Resultaba un espectáculo místico y alocado del que no pudo quitar ojo, sintiendo un profundo desgarro en el alma. Había mucho sufrimiento y necesidad en aquellas personas. Cuando el número de peregrinos disminuyó de manera ostensible, llegó una mujer vestida de negro con un niño y se arrodilló a escasos metros del guardián de mármol. Estuvo así muchísimo tiempo, hasta que se quedó completamente sola con él. Gabriela pensó que era su hijo, un chico muy joven que sorprendentemente no causaba el menor alboroto entre el resto de diversificados penitentes. Se preguntó qué historia terrible tendría detrás, pero deseando íntimamente que se fuese de una vez con todos los demás y así todos permitiesen la exploración que necesitaba realizar.
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El artilugio de mármol y titanio era grande, sí. La esfera cogía buena parte de su superficie como si fuese un retablo en el que incidían los coloristas rayos emitidos por los cristales. Había motivos finamente grabados en diversos lugares dentro de aquella obra genial de precisión, pero hubo tres que llamaron la atención de la mujer, porque sabía perfectamente lo que significaban. Uno era una escena del Diluvio Universal en la que se veía una representación del Arca de Noé y una fecha, el 14 de Julio del 9770 antes de Cristo. A su derecha, centrada en el cuerpo del reloj, se mostraba lo que parecía ser la representación de volcanes enormes en erupción al paso de algún tipo de estrella. Su fecha era 15 de Febrero de 3113 antes de Cristo, y más a su derecha la imagen nítida de lo que sin duda eran cinco cometas estrellándose con el suelo y los mares del planeta levantando grandes olas. La fecha era esta vez tristemente muy conocida por todos, el 23 de Diciembre de 2012. El día del Gran Golpe. Aunque casi formaba parte de sus recuerdos más lejanos aún llevaba en su mente la sensación de todo temblando dentro de las galerías, de la falta de oxígeno y los gritos angustiados de la gente junto al miedo que se expandió mientras el mundo ronroneaba como si el mismo planeta estuviese muerto de miedo, contrayéndose a causa de la agresión recibida. Nunca hasta años después fue consciente de lo que a muchos metros por encima de su cabeza había acontecido, algo que marcó su destino y el de la nueva y débil humanidad. Era un recuerdo horrible, lleno de angustia, pero a su vez del nacimiento de una nueva esperanza, y era con esto último con lo que había que quedarse para no enloquecer. Mucho había pasado desde entonces, pero siempre, como todos, albergaba la sensación de la levedad de existir de un modo muy distinto a como se había hecho antes de aquel día. En esa tesitura se debatía cuando media hora después por fin las dos figuras se incorporaron. La mujer mostraba signos de tener las rodillas muy doloridas. Se alejaron silenciosamente y Gabriela vio llegado el momento de actuar. Con prudencia se aseguró de que no quedaba nadie cerca que pudiese importunarla o poner en peligro la revelación de Andrés y se situó ante el gran reloj cuya aguja aparentemente estacionaria se movía con lentitud casi perfecta hacia el futuro. Al verlo desde tan cerca pudo observar detalles que antes le habían pasado desapercibidos, como las incrustaciones de metales variados que había en el titanio de la aguja. Sólo las diferentes generaciones podrían dar fe de su movimiento, pues estaba previsto que completase una única vuelta en su ciclo enorme de tiempo. No obstante, a fin de permitir la supervisión de su correcto funcionamiento, le había sido dada la posibilidad de emitir ese modesto tic cada minuto. Un sutil, seco y bajísimo tic en un fragor de silencio. 50
El que ella esperaba con la respiración entrecortada, preguntándose si sus palabras tendrían alguna consecuencia en aquella mole, o si simplemente el mecanismo que se activase haría un ruido delator. No se concedía en aquel momento pensar en lo que podía esperarla al final de aquella escalera que suponía bajo el reloj. Entonces el tic sonó, y apresuradamente pronunció las palabras que le abrirían su particular cueva de Alí-Babá: “domine ad portas”. Con un rumor casi inaudible, el bloque entero del reloj con todo su peso exorbitante se adelantó casi un cuerpo haciéndola retroceder y permitió la vista del tramo de escalones que descendían temerariamente y cuya existencia ya conocía. Pese a estar sorprendida de que todo estuviese yendo del mejor modo posible, no dudó y se adentró allí mientras encima oía cómo el pasaje se cerraba de nuevo justo al bajar los primeros siete peldaños. Se dio cuenta de que no sabía como abrir desde dentro, pero no le importó, quizás por el exceso de adrenalina que sentía en la sangre. Era todo muy emocionante. La suerte estaba echada, y ya habría tiempo de averiguar. ¡Si es que volvía! Apartó esa idea de su mente y descendió una altura considerable, quizás quince ó veinte frems de escalones, antes de salir al conducto misterioso que había llegado a ubicar en los planos de su hermano. El túnel referenciado aparecía teñido de una luz verdosa que irradiaba desde las paredes excavadas en la roca y que daban la impresión de ser muy antiguas, excavadas con medios toscos. Sin embargo su aspecto era cristalino, como si estuviese caminando por el interior de un cuello de botella. Cayó en la cuenta de que exactamente así fueron las galerías en las que El Ciego y su grupo alojaron a miles de humanos justo antes del día final, y en las que sobrevivieron a base de agua filtrada por la corteza, musgo y repugnantes animales de las profundidades. Recordaba esa luz de cuando niña, era la misma que llevaba en su mente bien marcada, y le provocaba cierta aprensión. Tenía miedo mientras se internaba por el verdor luminiscente. El mismo miedo que arrastraba toda su generación y que había castrado al ser humano en sus adentros, dando lugar a muchas de las escenas de confusión religiosa que contempló horas atrás dentro de la Catedral de Fresas. Ella se había repuesto de todo eso, en parte gracias a Fernando, que siempre la había sabido llevar por el sendero de la razón. Le debía mucho, y eso le infundía vigor y fuerza incluso en situaciones como las que estaba 51
viviendo en el interior de galerías trazadas por manos distintas, unas cuevas que había creído que nunca volvería a ver. La ruta era ligeramente descendente ahora, y había comenzado a percibir algo de frío, pero caminaba entre el resplandor sin alterarse a pesar del ritmo elevado de las pulsaciones en su pecho. No sabía si encontraría a alguien y qué podría pasar en ese caso, pero la ausencia de alternativas hace mucho en situaciones límite. No iba a detenerse. Finalmente, y tras cubrir una distancia bajo tierra que no podía precisar en lo que recordaba que era dirección norte en los planos (aunque eso podía ser algo perfectamente engañoso), el túnel desembocó en una galería circular de unos cuarenta frems de diámetro con la parte superior en roca viva, semejante al interior de una cúpula y totalmente cristalizada por aquel método extraño. Sin embargo, el tono de la luz verdosa había cambiado aquí al azul claro, y ahora no parecía emanar de los laterales, sino del centro y abajo, de algún lugar que no alcanzaba a ver. Se trataba, sin duda, de un reflejo. Una especie de muro de granito rodeaba en toda su circunferencia lo que parecía ser un gran agujero que ocupaba buena parte de la estancia, y desde él parecía expandirse la luz. Tendría unos diez frems de diámetro, y desde donde Gabriela estaba era imposible adivinar su fondo. Todo era muy antiguo, eso se notaba, y olía a tierra húmeda, a principio de los tiempos pero no del modo repelente que a veces hay en lugares así, sino de una forma mucho más sugerente, perfumada. Entonces, mirando a ambos lados para certificar su impunidad, reuniendo la voluntad necesaria y consciente de que el tiempo corría en su contra, dio varios pasos adelante, se asomó y por fin la vio. ¡Agua! ¡Una pequeña y deliciosa laguna de agua transparente hasta la que descendía una escalinata espiral bordeando todo el interior del pozo! Irradiaba luz celeste y una levísima neblina iridiscente, pero sobre todas las cosas que se elevaban de allí lo que más la turbaba e impactaba era el misterio de lo incomprensible. Aunque su hermano meses atrás le había contado la singularidad de lo que tenía ante sus ojos, la realidad desbordaba cuanto había imaginado. Que te hablen de lo oculto está bien. Puedes creer o no, según muchos parámetros. Pero verlo ante ti te hace sentir la mayoría de las veces como un idiota que ha perdido su tiempo pensando que el mundo es un lugar conocido y familiar. ¡Y desde luego que en el fondo no lo es!
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Acababa de llegar a la Fuente de la Vida, uno de los secretos mejor guardados de la historia del tiempo, un tesoro incalculable de pasado arcano, algo que ya conocía por referencias pero que sólo ahora tomaba cuerpo en su cerebro como la realidad que era, pasando de una vez la frontera de la probabilidad que nos protege de cuanto amenaza con romper nuestros esquemas. La sensación que tenía mirando aquellas aguas plácidas fue de serenidad, y agradeció a la providencia estar allí. También era consciente de que estaba corriendo un gran peligro permaneciendo en semejante lugar. ¡Pero no podía apartar la mirada! El estanque, cristalino, no tenía mucha profundidad, y el líquido se filtraba hasta él desde los laterales con cierta constancia provocando pequeñas ondas en la superficie, que se reflejaban como sombras en el fondo. Era hipnotizante ser consciente de lo que aquello representaba. -
Me da la impresión de que tenemos que poner fin a su curiosidad, señorita.
Aunque sólo en una ocasión en la vida había oído aquella voz, que resonó atronadora en el reflejo confuso de ecos cavernosos, no la había olvidado. Era la del encapuchado que le había cerrado el paso a la cripta hacía meses, y sintió como el vello se le erizaba mientras se daba la vuelta muy asustada. ¡La habían descubierto! Eran tres, y la tenían perfectamente rodeada, pero sin embargo no se sintió especialmente amenazada. -
Le ruego que nos acompañe, por favor. Alguien desea verla.
Sus hábitos les conferían un aspecto lúgubre, que resaltaba en aquel lugar secreto. No opuso la menor resistencia, y avanzó detrás del primer hombre tal como la habían invitado. Los otros dos se colocaron detrás, y nadie más habló mientras abandonaban los tonos azulados y recorrían a la inversa la galería de color verde. La cúpula quedó atrás, y con ella la maravillosa fuente que acababa de ver y que seguía persistiendo en cada parpadeo. Allí se habían bañado los dioses creadores en el pasado, y adquirido la inmortalidad… Quizás el atributo que más los distanciaba de los hombres de su tiempo. Pero, ¿estaba el hombre preparado para asumir el papel de un dios? Muchas eran sus dudas. Pasaron al poco junto a la escalera por donde había bajado desde el reloj, y se internaron en lo que tenía que ser la cripta a través de un pórtico espectacular con símbolos ininteligibles en su parte superior que supuso de contenido arcano y que hubiese jurado que con anterioridad no estaba.
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A partir de allí y bajo una luz ambarina proveniente del techo siguieron andando entre múltiples estantes cargados de libros, colecciones de discos, objetos de todo tipo ordenados por características, y en general un compendio de conocimientos de la humanidad muerta acumulados en un recinto imposible de mensurar. Tal como se le había dicho, una cámara del saber diseñada para instruir al hombre futuro sobre quienes fueron nosotros. -
El conocimiento es poder, Gabriela, y aquí hay mucho. – La voz sonaba desde el
frente. Allí había una figura oscura en la que no había reparado, de poca estatura para lo imponente de su voz. Hizo un gesto bien estudiado y los tres hombres que la habían escoltado se esfumaron entre las colecciones de cosas como si nunca hubiesen existido, y supo que estaba a solas con el misterioso hombre. -
¿Quién es usted?
-
Yo soy aquel al que todos llaman El Ciego.
-
¡Vaya! ¡Debí imaginar que no estaba muerto como decían!
-
Tal vez si, tal vez si… Pero eso ya da igual, ¿no?
-
¿Dónde está mi hermano? ¿Qué le han hecho?
-
Me temo que esa no es la pregunta correcta.
-
¡Déjeme de estupideces! ¡Me importa una mierda si es la pregunta correcta o no!
¡Respóndame sin rodeos! ¡Si es necesario y ello le complace se lo pediré por favor! -
Creo que no eres consciente de quien manda aquí. Te lo demostraré para que
podamos hablar con más tranquilidad. En ese momento, como garante de la amenaza recibida, una descarga eléctrica la recorrió hasta la nuca con violencia. Se sintió caer mientras se repetía una y otra vez, y se dio cuenta de que la habían dejado sobre una superficie metálica desde la que le estaban aplicando algún tipo de energía que la dañaba. Vomitó, y descubrió que aquello dolía mucho. Se notó paralizar. -
¡Basta! ¡Basta! – gritó.
-
¿Estamos de acuerdo entonces?
-
Si. No es necesario…
-
Bien. – La figura se acercó con pasos lentos – Toma esto y relájate. No voy a
hacerte daño alguno si guardas la compostura – Le tendió un pañuelo que ella usó para 54
limpiarse la boca con ambas manos temblorosas - Ahora respira e intenta formular la pregunta correcta. -
No sé cual es esa pregunta.
-
Piensa, Gabriela. Piensa en lo que sabes, en cuanto has visto…
-
De acuerdo. ¿Cuál es el gran secreto que pretendéis mantener? ¿Cuál es la
realidad que escondéis tras todo esto? -
¡Dos preguntas! ¡Muy bien! Los progresos de nuestra comunicación son
evidentes. Veamos las respuestas… Está claro que tu hermano te habló imprudentemente del agua de la vida, pero no te contó todo ¡Bien hecho! Hubo un tiempo en el que en ese lugar magnífico que ahora conoces se bañaron los dioses inmortales de las tradiciones antiguas y lo mantuvieron en el mayor secreto. Se sumergían dentro del agua de la vida y sus males desaparecían, con lo que consiguieron prolongar su existencia durante muchísimas épocas aportando una de las características más llamativas a la divinidad, como es la extrema longevidad. Es emocionante, ¿verdad? Pero eso ya lo sabías y no te causa mayor sorpresa. Cuando ellos se fueron sólo quedaron los posos de la realidad, y poco a poco esta fue convirtiéndose en leyenda hasta casi desaparecer, como tantos otros mitos del pasado que envuelven inquietantes y maravillosas verdades. Pero hay una cosa que hemos de tener en cuenta: los usuarios de este lugar hacían miles de kilómetros hasta aquí, y no hay trazas de que existiese otro sitio similar en el mundo, a pesar de que sus residencias estaban lejísimos. La pregunta que me hice fue ¿por qué? Y ello me quitó el sueño muchas noches hasta que la verdad se hizo paso a golpe de fortuna. No es casual que ese manantial esté sólo aquí de entre toda la Tierra, no. Verás. Aunque no resulte notorio desde arriba, toda la fuente está contenida en una especie de vasija cóncava circular perfectamente manipulada. Al principio pensamos que sólo era un recipiente de algún tipo y que lo importante era el líquido, pero después, al sacar el agua, observamos que perdía totalmente sus cualidades, por lo que comenzamos a estudiar ese recipiente con mucho más detenimiento. Descubrimos que está constituido de un tipo de metal recubierto de roca cristalizada que no tenemos en el planeta, o al menos en nuestros registros, eso lo averiguamos pronto, pero lo más sorprendente fue lo que vino después. Cuando perforamos una galería apuntalada por debajo para averiguar la forma completa del recipiente descubrimos que es una esfera perfecta sólo truncada por la concavidad que es visible desde arriba, la que tú has observado y que asemeja una laguna. Nada interrumpe el resto de su superficie 55
exterior salvo una pequeña zona heptagonal sellada por nosotros sobre la que está impreso el molde dejado por una mano de cinco dedos de alguien ligeramente mayor en estatura que nuestra media. Creíamos que era un dispositivo de apertura o activación de algún proceso, pero afortunadamente la prudencia nos hizo no probarlo y colocamos unos sellos para mantenerlo intacto. Muy cerca encontramos pegado con resina un escrito redactado en siete lenguas antediluvianas por alguien que no se identificó, pero que se dio cuenta de la importancia del lugar y pretendió hacerla saber a futuros investigadores. Evidentemente no tuvimos problema para traducirlo dado el interés que ese alguien había puesto en que así fuera, y rápidamente supimos el tamaño de nuestro descubrimiento y sus implicaciones. Era una fascinante advertencia en forma de poema épico bellamente escrito. Narraba que cuando Dios crea mundos como el nuestro los sitúa alrededor de estrellas con un ciclo de traslación peculiar, de tal forma que cada varios miles de años cruce por lugares que desestabilicen el planeta y acaben con su civilización, si es que la hay. Al inicio de su periplo celeste aloja en ellos una semilla perfectamente cargada con la esencia de la vida y después deja al tiempo hacer. Cuando las condiciones del entorno son las apropiadas, de ella surgen las materias primordiales, las primeras células cargadas de ADN y demás, aportando el germen necesario para la eclosión de las especies ¡Y entonces todo se dispara y el boom de la naturaleza resulta imparable! Al suceder esto, el recipiente vacío queda de algún modo activado y actúa como un trazador que avisa a su dueño indicando que el proceso se ha iniciado y el lugar exacto donde se ubica. Cuando millones de años después una civilización avanza lo suficiente en ese planeta, suele ser pulverizada por el ciclo alrededor de su destructiva estrella, como sucedió hace poco. Pero por otro lado si avanza mucho y encuentra la semilla enterrada su tendencia natural es intentar abrirla imponiendo una mano sobre la marca trampa dejada para ello, y entonces se produce lo que podríamos denominar un método de emergencia. Todo el sistema estelar queda volatilizado mediante una nova, una nueva estrella en expansión que destruye la materia y la devuelve a su estado plasmático. De cualquiera de estos modos Dios evita que una cultura avance tanto como para descubrirle, fastidiar sus fines o rivalizar con él entorpeciendo sus funciones, pero sí se asegura que lleguen justo al estado evolutivo que a él le interesa. El estado de madurez para que la vida fluya esplendorosamente y la cosecha sea recolectada ¡Es perfecto! La otra espeluznante realidad que narra el escrito es que Dios precisa tener mundos así, llenos de sustancia natural, porque con ella desarrolla una especie de gran industria alrededor de las 56
endorfinas animales, con las que comercia a través de otros universos. Somos una granja, Gabriela, se nos usa para obtener una droga sofisticada de nuestros cerebros, y eso de ahí, lo que contiene al agua, es la mismísima caja de Pandora. De ella manó la vida y de ella puede brotar también el fin de cuanto conocemos. Todas las leyendas antiguas confluyen aquí, todas hablaban de este sitio, y nosotros tras encontrarlo fortuitamente lo hemos protegido para preservar el secreto del mejor modo que sabemos: creando un dogma que perdure y sacralizando el lugar para que nadie jamás pueda investigar en él ¿Quién va a atreverse a perforar debajo del más sagrado recinto? -
¡Pero eso que dice es una completa herejía! Habla de Dios como si fuese un
monstruo. -
¿Qué hay de malo en asociar una inteligencia universal con intereses particulares?
¿No es más cínico pensar en ella como un ente benefactor sólo porque sí? ¿Quiénes nos creemos que somos para merecer tanto? No, algo falla en el esquema. La verdad es que hay muchas pruebas en el pasado de la maldad de ese recolector de estrellas al que llamamos Dios, Gabriela. Lo siento por tu fe, pero así es. Y la más grande la acabas de ver hace medía hora. Verás… El trajo la vida, si, y eso para nosotros fue bueno, pero después dejó que nos criásemos como niños solitarios sin prestarnos atención, y lo peor es que nos regaló un caramelo envenenado sabiendo que tarde o temprano, cuando aprendiésemos a quitar el envoltorio, nos lo llevaríamos a la boca. Dios nunca ha estado interesado en que lo miremos a los ojos tal como pretendemos, eso es evidente, y por ello, como habrás deducido, dejó previsto nuestro perfecto suicidio. -
Pero si el Dios del que hablas está ahí fuera esperando, si sabe que existimos ¿por
qué no se comunica con nosotros? ¿Acaso no siente curiosidad por su obra? -
Dime: cuando paseas por un campo de trigo… ¿le hablas a las hormigas? ¿O
miras como los agricultores siegan las espigas sin importarte cuanto hay debajo? – La comparación le resultó abrumadoramente clara. -
A pesar de todo mi fe está intacta, señor. Lo que dice se me escapa, pero no soy
capaz de imaginar que lo que dice sea cierto. Y dígame: ¿como puede estar seguro de que la Orden conseguirá mantener el secreto de tan enorme poder? ¿No es esa catedral un perfecto reclamo para investigadores y curiosos? ¿Quién le asegura que la corrupción no aparezca a lo largo del tiempo como pasó con la antigua iglesia católica, y alguno de los suyos se desmarque de los fines marcados, revelando a todos la existencia de la Fuente? -
Lo aseguro yo, Gabriela, porque junto con otros mandatarios de la Orden
sobreviviremos a lo largo de las épocas sin permitir que eso suceda. Nadie fuera de estos muros 57
sabrá nunca de la existencia de la Fuente, y a medida que el tiempo pase nuestra religión, basada en el hombre y su obra y no en dioses interesados, se hará mucho más grande en el exterior, convirtiendo este monumento en la cabeza visible a donde acudir como centro de la nueva fe del mundo. Todo lo que hay sobre nosotros será Tierra Sagrada, y eso pesa mucho en los gobernantes mundanos, ¿no te parece? -
Pero… ¡Eso es megalómano! ¡Una locura! Pueden perder el punto de vista con el
paso de los siglos y el cansancio de la soledad, llegando al consiguiente caos. -
Eres muy inteligente, si. Ya hemos tenido eso en cuenta, pero he de reconocer que
es el gran peligro. No obstante no hay otro remedio que intentarlo. -
¡Lo hay! ¡Destruyan ese lugar! ¡Entiérrenlo para siempre! ¡No se comprometan en
una cruzada cuyo resultado no puedan garantizar! -
Ya estuvo enterrado por miles y miles de años, y sin embargo lo encontramos. La
verdad es que las cosas así, capaces de pervivir, se abren camino. Es una máxima natural. Si hacemos eso que dices, ¿qué te garantiza que su previsible re-descubrimiento en el futuro por gente menos prudente que nosotros no signifique el fin de todo? -
¿Piensa que la fe que intenta crear servirá para detener la perversión de los que
vengan en el futuro? ¿Qué pasará cuando quieran entrar en la cripta? ¿Cuándo haya guerras? -
Entrarán en la cripta, desde luego, pero sólo en la primera. El acceso a la que
pisas ahora está debidamente escondido gracias al ingenio de tu hermano. Además, contamos con el espíritu humano que verá en la Orden la expresión máxima de la divinidad en la Tierra. Mi plan es a muy larga distancia, pero está muy meditado, créeme. -
¿No es eso de crear una religión vacía usurpar el nombre de Dios y engañar al
hombre? -
No estimamos que vayamos a crear eso que dices. En primer lugar vamos a dar al
hombre una religión basada en él mismo por primera vez, sin culto a dioses invisibles que no hacen nada por nosotros. Por otro lado, la base de toda religión es la fe, y de eso vamos a entregar muchísima, y no puede ser malo algo capaz de unir a los pueblos hacia un objetivo común. Eso es quizás lo único bueno de las religiones antiguas, y nosotros lo vamos a copiar en nuestro plan sin dogmas ni santería. Hechos, mi querida mujer, sólo hechos. Pero si lo estimas así, piensa que si con ello salvamos al mundo y damos una oportunidad a la humanidad… -
Entiendo. Usted y los suyos han decidido ya nuestro futuro y lo van a controlar
con su poder religioso, su oro y sus conocimientos. Entiendo perfectamente. Esos desgraciados
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que rezan arriba de rodillas, a fin de cuentas, seguirán tan engañados y ajenos a la verdad como siempre, pero da igual porque el gobierno en la sombra dirigido por usted velará por ellos, ¿no? -
Empiezas a ver las cosas claras, si. Nosotros seremos el centro de cuanto gire, el
eje invisible. Mantendremos el aislamiento de la Fuente de la Vida y controlaremos el modo en que evoluciona el conocimiento humano para que nunca ninguna raza superviviente olvide el Gran Golpe. Cuando de nuevo llegue el día, que lo hará, nuestra civilización estará prevenida y dispuesta para dar el salto que Dios nos ha impedido muchas veces ya con sus argucias. Le cogeremos desprevenido, Gabriela, porque habremos desmantelado su sistema de alerta ¿Acaso no lo ves? Ese será el premio a la fe de los que arriba rezan, y constituirá nuestro triunfo. – Gabriela se sintió incapaz de seguir con aquella conversación porque se escapaba de su campo de visión – Algún día alguien de esta Tierra, gracias a esta obra descomunal, gracias a nuestra catedral, logrará mirar a los ojos de Dios de tu a tu, y lo hará porque habremos saltado hacia un nivel superior que él nos prohíbe. Estamos haciendo volar por los aires su sistema de alerta. -
¡Muy bien! Haga lo que quiera con su locura, pero dígame: ¿qué ha sido de mi
hermano? ¿Qué será de mí ahora? -
Tu hermano está con nosotros y esperando para verte si ese es tu deseo, pero
ninguno de los dos podréis volver nunca a la superficie, como ya habrás imaginado. Tengo un sitio apropiado para ambos, un lugar que aún no conoces, pero que está muy profundo bajo nosotros, donde podréis llevar una vida plena. No os faltará de nada. -
¿Y cómo es eso?
-
A la vez que se desarrollaba la obra en la superficie mis hombres excavaban lo
que podríamos llamar un auténtico reino de las profundidades, y extraían los materiales entre los restos de la cimentación. La zona es cavernosa, y hemos adaptado enormes grutas para la vida. No necesitamos nada de la superficie, créeme. Además, tu mismo hermano ya ha dado el visto bueno al complejo en persona. -
¿Dónde está? ¡Quiero verlo!
-
Búscalo tu misma. Y la figura desapareció en las sombras dejándola en plena confusión y amedrentamiento.
Aunque comenzaba a estar harta de acertijos, Gabriela caminó entre las colecciones de libros y objetos que se extendían a ambos lados deseosa de consumar el deseo que tenía de hallar a Fernando. Se trataba de ejemplares viejos, procedentes de antes del cataclismo, y reunidos mediante expediciones que se abrieron paso hasta las antiguas bibliotecas devoradas por el barro. 59
El trabajo de restauración había sido largo, pero finalmente se habían conseguido reunir obras de Platón, Bocaccio, Shakespeare, Cervantes, Rushdie, Tagore y un sinfín de autores inmortales, ahora a buen recaudo y encaminados en la ruta de los tiempos de un modo seguro, participando en la misión de mantener el conocimiento humano a buen recaudo. Era fascinante estar entre tanta erudición escrita, pero la mujer, aún algo aturdida por las descargas eléctricas y la conversación con El Ciego, no estaba en disposición de pararse a saborear su excelencia. El pasillo era amplio y terminaba en un cruce de caminos allí donde el misterioso gurú de los nuevos tiempos había estado. Miró a ambos lados y vio medio centenar de filas perfectas similares a la que cruzaba, dándose cuenta de que su exploración sería larga si tenía que incluir toda esa superficie a la búsqueda de su hermano, pero siguió adelante, segura de que iba en dirección sur, y las estanterías continuaron hasta terminar bruscamente en lo que supuso que era el lugar donde arriba comenzaba el crucero. De ser así se hallaba bajo la Caracola, y efectivamente, en el suelo aparecieron a pocos metros las marcas familiares de un heptágono de color dorado, un heptágono enorme, similar a aquel desde el que partían las columnas retorcidas de la torre central. En su centro había una estilizada escalera que descendía, de corte circular e inclinación suave y sintió un impulso que le recorrió las cervicales al ver al hombre que al fondo de ella aparecía erguido. -
¡Fernando! Se dio la vuelta aparentando no oírla y descendió, obligándola a avanzar tras él. Ella se
detuvo al borde de aquella provocación prometedora que se prolongaba con amplios escalones, y observó que el resplandor luminoso se tornaba allí dentro de un rojo anaranjado. Pensó que era como descender las rampas del infierno, pero algo muy dentro la empujaba, y no era sólo la curiosidad, sino un profundo e irracional amor filial sumado a la necesidad de la protección que siempre había hallado en su hermano. Bajó despacio, atenta a un prometedor fondo que poco a poco iba apareciendo, ya sin escalones, ya liso. Y allí estaba la forma inconfundible de su hermano, alto y con un aspecto excelente. Se había quitado la barba. Vestía una especie de mono de color ámbar, y le extendió los brazos en un gesto cariñoso. Se sintió desfallecer y corrió hacia él hasta que abrazó a la persona por cuya vida había temido. 60
-
Hola hermanita.
-
¡No me lo puedo creer, Fernando! ¡Por fin!
-
Si. Por fin.
-
¿estás bien? ¿Te han hecho daño?
-
¿Daño?... no. Nada de daño. Aquí estamos bien. Sabía de tu tenacidad y te
esperaba hace tiempo – Se separó de él con un empujón no carente de rabia. -
¡He sufrido mucho por ti! ¡Si ibas a quedarte podías habérmelo dicho!
-
Tal vez, pero piensa que no lo tenía tan claro.
-
¿Te han obligado?
-
No exactamente. La verdad es que estoy aquí porque quiero.
-
Ya, pero me hubieses ahorrado preocupaciones si me lo hubieses insinuado.
-
Lo sé. Ahora eso terminó, y tú también formarás parte de este proyecto.
-
No, hermano. No es bueno que estemos recluidos en este lugar extraño. Tenemos
que intentar escapar. -
¿A dónde? No hay nada ahí afuera que te pueda dar lo que aquí vas a encontrar.
Dices eso porque aún no has visto nada. -
Me sorprenden tus palabras. ¿Qué puede haber entre estas grutas aparte de vacío
disfrazado de erudición? Ya he visto la Fuente, y es impresionante, si. ¡Pero no nos pertenece! ¡No tenemos nada que hacer aquí! – Fernando sonrió pícaramente y le tendió la mano. -
Anda, ven. Te enseñaré algo. – Ella no supo qué decir y se dejó llevar. La cogió y
la puso a su diestra, cerca, y caminaron por un pasillo cristalino no muy alto que se ramificaba continuamente en forma de laberinto, pero de un modo claramente organizado y artificial. Gabriela era consciente de que sería muy difícil salir de allí si se perdían, pero confiaba ciegamente en Fernando, del que aún no sabía qué pretendía decirle allí adentro. Hubo un punto a partir del cual las paredes estaban llenas de inscripciones hechas con una hermosa caligrafía de signos que no podía entender, pero que resaltaban con su color negro sobre aquellos resplandores rojizos. Era como si flotasen en las vitrificaciones, con volumen propio, y en cierto modo le provocaron cierto desasosiego. -
Verás. Cuando te hablé hace meses de la Fuente de la Vida te dije que estaba
rodeada de una serie de instalaciones. Instalaciones defensivas. -
Si, lo recuerdo.
-
Pues no era exactamente así, aunque definirlas de ese modo suene convincente.
Tienes que perdonar mi falta de sinceridad en ese aspecto, pero era necesario. Lo que aquí 61
hallamos fue algo muy diferente, y que desde luego revolucionó el modo de pensar en las cosas que hasta entonces teníamos. La primera vez que lo vi entendí por qué la catedral debía estar exactamente sobre este lugar y no en otro. -
No comprendo.
-
Lo sé, pero eso acabará pronto. Básicamente te diré que este sitio está construido
a modo de catacumba, y que en ella hay una especie de nichos que contienen a seres encerrados hace muchísimo tiempo. Seres que no están del todo muertos, pero que siguen en un estado latente que desconocemos y del que no entendemos el modo de sacarlos. Ellos dejaron esas preciosas escrituras por las paredes, una especie de simbología gráfica lineal muy hermosa, cargada de geometrías peculiares. Nunca habíamos visto algo parecido. -
¿Quiénes eran esos seres? – sintió como se le erizaban los pelos de la nuca ante lo
que estaba formándose en su cerebro poco a poco en medio de aquel ambiente extraño, irreal. -
No lo sabemos con certeza pues aún no hemos descifrado los símbolos
caligráficos, pero suponemos que eran algo así como los guardianes de la Fuente. Hay muchas posibilidades de que fuesen enviados por el mismo Dios para llevar a buen fin su cometido. -
¿Cómo deducís algo así? Eso es algo muy grande y pretencioso.
-
Dímelo tu misma. – le espetó mientras se detenía señalando al frente. Ella abrió
los ojos enormemente al intentar asimilar lo que estaba percibiendo. Se adelantó unos pasos. -
¡Dios mío! – Lo que Gabriela estaba viendo era un ser de aspecto humano
contenido dentro de un gran cilindro cristalino que partía del suelo y se incrustaba en el techo de la caverna. Estaba inmerso en una especie de líquido, una solución transparente en la que parecía estar suspendido. Pero lo que hacía verdaderamente mágico el conjunto visual eran las características del ser en sí. Su pelo era rubio ondulado, muy largo y cuidado, rodeando una cara bellísima en la que era imposible distinguir si se trataba de un varón o una hembra. De hecho parecía casi asexuado. El rostro, con ojos azules muy expresivos y llenos de algo parecido a la vida, miraba hacia abajo a la derecha con una expresión de paz sobrecogedora, casi más propia de las estatuas de Miguel Ángel que de las personas. Era para temer, pero no causaba ningún miedo, sino muy al contrario una dulce sensación de paz, de relajación. La piel era muy clara, de un tono rosado carente de máculas o vello. El cuerpo estaba cubierto con una túnica blanca impoluta abrochada con pasadores de lo que parecía ser oro. Era imposible ver más detalles, pero ahora venía lo más increíble. Aunque sus manos eran delicadas y armónicas, con uñas cuidadas y limpias, los pies se curvaban y terminaban en cuatro dedos largos huesudos cubiertos de vello muy largo, como si fuesen enormes zarpas, notablemente impropias y fuera de lugar en un ser de tan singular belleza. Para dejar aún más perpleja a 62
Gabriela mientras giraba alrededor del cilindro no pudo más que abalanzarse sobre el contenedor para asegurarse de que no soñaba al ver que desde la espalda le surgían como si fuese un mágico sueño un par de alas emplumadas blancas y espléndidas, levemente abiertas, que llegaban casi hasta los talones. Su fisonomía y características parecían similares a la de las grandes aves, con todas sus plumas hermosamente repartidas, muy densas, y con un aspecto suave. También percibió que el tamaño general del ser era mucho más alto que cualquier hombre que hubiese conocido, pero en ese momento ya estaba más que segura de que lo que estaba allí inmerso en líquidos no era un hombre ni lo había sido jamás. Era otra cosa. -
Es un ángel, Gabriela. Uno de verdad. Esto que ves fue contemplado por quien
quiera que penetrase aquí hace miles y miles de años con la misma sorpresa que tienes tu ahora. Posiblemente algunos incluso se fueron corriendo dejándose llevar por el miedo, al salir lo contaron en el exterior y eso dio lugar al aluvión de mitos sobre los ángeles alados y su belleza mágica. ¡Alados y caídos! -
Pero… ¡Esto no puede ser! ¡Debo estar volviéndome loca!
-
No, para nada. Hay muchos más, hermana. Por todos lados a partir de aquí.
Hemos encontrado doscientos noventa y tres, la inmensa mayoría en perfecto estado – la revelación fue como un portazo en la mente de la mujer, que no terminaba de salir de su asombro. Doscientos noventa y tres ángeles alados, nada menos. Si, entonces se dio cuenta de que había más, muchos… -
¿Qué sabéis de ellos? – dijo mientras se acercaba a un nuevo cilindro y miraba
otro de esos seres extraordinarios con los que las madres habían sugestionado a los niños durante épocas para brindarles protección mientras dormían. Su rostro y la suavidad dulce de la mirada le transmitían una curiosa y melancólica sensación de paz incluso en el estado latente eterno en el que al parecer dormitaba. No se diferenciaba casi nada del anterior, excepto en la postura de las alas, más retraídas contra la espalda. Por lo demás su belleza seguía siendo proverbial. -
No mucho, pero sí, y esto es muy importante, que la mayoría de ellos están vivos,
a juzgar por su aspecto y la luz que está en el pedestal marcando lo que parece ser la secuencia de los latidos, muy baja por cierto incluso para una hibernación según los doctores de La Orden. Como te he dicho, no hemos descifrado la escritura angélica, y eso es un problema, porque este lugar está repleto de ella y seguro que lleno de explicaciones magníficas sobre lo que aconteció. Pero algo sí que hemos descubierto. Lo que inunda los tubos es una saturación de una sustancia parecida al plasma, un conservante biológico por así decirlo. No hay impulsos eléctricos ni nada parecido que hayamos notado, pero desde luego algo los mantiene en estado 63
latente, y no sabemos lo que es. Deben llevar ahí desde poco después de que la Fuente fuese colocada en su sitio más o menos, o así pensamos. -
Su belleza… Su belleza es sublime, Fernando. Son más hermosos que todos los
ángeles que fueron pintados por los mejores artistas. No les hicieron honor nunca al retratarlos. -
Si. Impresionan mucho, es cierto. Pero dime, ¿cómo se puede retratar o esculpir la
perfección? -
¿Los habéis tocado?
-
Cuando llegamos aquí encontramos varios contenedores deteriorados, y
convenimos en apoderarnos de algunos de los cuerpos para investigarlos, si. Pero tranquila, no me mires así. Pudimos constatar que esos estaban muertos a pesar de su buen estado de conservación. Muertos del todo. Ello nos permitió saber sobre su fisiología detalles tan importantes como que tienen dos corazones, pulmones aparentemente normales pero que funcionan como sacos aéreos, un cerebro diferente al nuestro, riñón único, y músculos en la espalda y hombros muy importantes para mover las alas con eficacia, aunque pensamos que quizás su vuelo tenga mucho más que ver con la levitación. -
¿Realmente volaban?
-
Si, sin duda. Eso deducimos de los estudios biomecánicos que hemos hecho.
-
¿Y esas…garras de los pies?
-
Bueno… Ten en cuenta que en el fondo estás contemplando a un híbrido de
hombre y pájaro. Esas garras son típicas en las aves, y nos demuestran que verdaderamente podían volar y posarse sin mayor problema en lugares imposibles para nosotros. -
Vale, veo que tenéis el asunto fisiológico bastante estudiado, pero… ¿qué hacen
aquí? Teniendo en cuenta su relación que parece evidente con la Fuente de la Vida, ¿por qué no se fueron cuando su terminaron lo que quiera que vinieran a hacer? -
Eso también lo sabemos. Aunque podían volar o levitar no estaban capacitados
para sobrevivir al vacío exterior, como demuestra la presencia de sacos aéreos y gases fluyendo por su sangre, por lo que la pregunta principal es… ¿cómo llegaron aquí? Si averiguamos eso sabremos tal vez por qué no se fueron, ¿no te parece? Pasa por ese túnel a la sala siguiente. Así lo hizo con Fernando siguiéndola muy de cerca. Estaba muy excitada, emocionada, casi impaciente por conocer todo lo posible de lo que de repente se había convertido en una especie de nido angélico. El pasaje descendía levemente entre más contenedores con sus hermosos seres, todos con aspecto maravilloso, casi imposible de distinguir entre sí. Más abajo el piso se anchaba hasta
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desembocar en una gran galería circular cuyo límite se perdía porque algo se interponía cortando la visión con reflejos que tardó en identificar como evidentemente metálicos. Algo grande. -
No sabemos nada de su tecnología, así que no preguntes, Gabi – dijo Fernando
adelantándose a las palabras y pensamientos de Gabriela, que estaba aún razonando lo que sus sentidos mandaban a su más que sorprendido cerebro. Estaba siendo una jornada que nunca podría repetir en su vida, pero cada segundo iba siendo rebasado por el siguiente. -
Pero es… es…
-
Si. Lo es. Carros de los dioses, Gabriela, Carros de los dioses. Tienes uno de ellos
ante ti. Lo primero que la impactó fue el eco en medio del silencio devolviendo aquellas palabras imposibles. En la medida en que alcanzaba a ver el objeto parecía perfectamente cilíndrico y se elevaba del suelo alrededor de diez frems, terminando en una forma semiesférica roma. No había Aristas ni salientes de tipo alguno en su superficie pulida y tan pulcra como si acabase de ser abrillantada. El diámetro no era inferior al doble del alto que divisaba desde su posición. Fernando se adelantó y la habló desde cerca del objeto, mientras era perfectamente reflejado por la superficie casi cristalina. -
Lo que ves es sólo la parte superior, algo que se podría denominar proa. Ahora
mismo estamos en el piso catorce de un gran agujero en la roca reforzado por esas extrañas cristalizaciones de las paredes que ya conoces sobradamente. Básicamente el objeto es un cilindro perfecto de casi ciento cuarenta frems de altura colocado en posición vertical en esta especie de silo, y lo que ves es la punta, su parte superior. Debajo no hay indicios de toberas o mecanismos propulsores, pero desde luego eso llegó desde arriba y por el motivo que sea no consiguió volver a elevarse. Es un artefacto magnífico, niña. Asómate al filo de la plataforma y mira hacia abajo. – Lo hizo y observó como la bruñida y resplandeciente pared teñida de reflejos se hundía en la distancia pasando las plataformas de las otras trece plantas inferiores, mostrando la enormidad de sus dimensiones. Pensar que aquello había surcado el universo cargado de ángeles portando la semilla de la vida era una locura que le ponía los pelos de punta, una especie de elucubración propia del sueño más creativo. -
¡Dios mío! ¿Qué ocurrió aquí? ¿Cómo y por qué está esto enterrado? 65
-
¿Dios? Si. Supongo que él tuvo algo que ver con todo. Verás. Esos seres alados
quizás llegaron al planeta (y esto es una suposición) cuando todo estaba en el caos y los océanos acababan de aparecer. Es probable que eso que ves ahí tuviese la cualidad de perforar o disolver la roca, por lo que se enterró profundamente en el suelo para estar a salvo mientras los ocupantes desarrollaban sus tareas, usando para ello las galerías que tan hábilmente ves excavadas, y que sin duda fueron realizadas desde aquí mismo, siguiendo una expansión radial. Su misión era seguramente colocar la semilla que ya conoces, cuyo fundamento y finalidad ha sido estudiado claramente. Pero cuando hicieron su tarea, algo que desconocemos les impidió volver a su lugar de procedencia. Seguramente cundió el pánico por lo inesperado del problema. Quizás antes de venir a nuestro planeta estuvieron en un millón de mundos, no lo sabemos, pero fue aquí donde se encontraron con la sorpresa de verse atrapados como nunca antes se habían sentido. Lanzaron mensajes de alerta, intentaron remedios de urgencia… todo. Pero no funcionó, con lo que inevitablemente tuvo que llegar el desamparo y la desolación. Tal vez entonces decidieron asegurar la nave y entrar en esa extraña hibernación en los túneles, quizás a la espera de que una futura misión de salvamento los devolviera a su mundo de origen. Pero esa misión nunca llegó y se quedaron aquí por toda la eternidad atrapados en sus cubículos, no sabemos. La erosión y los fenómenos naturales se dedicaron desde entonces a cubrir todo rastro de su presencia. Posiblemente incluso el agua de la vida no sea más que un alucinante efecto residual de la magnificencia de esa semilla tocada directamente por la mano de Dios, no sé - Gabriela se entristeció súbitamente. -
Es terrible, hermano. No puedo imaginar la soledad que sintieron antes de tomar
una decisión tan importante como es dejar de luchar. Estar tan lejos de casa y no poder volver… -
Si. Lo malo es que seguramente todo está plasmado con lujo de detalles en esa
escritura angélica que has visto por todos lados y no podemos entender. Tenemos que centrarnos en avanzar en ella. -
¿Habéis entrado ahí? ¿En la nave?
-
No. De hecho ni siquiera hemos conseguido encontrar un posible acceso. Está
completamente hermética a cualquier intento de intrusión, sin fisuras. -
Quizás sea mejor así. A saber qué mecanismos de defensa puede haber ahí dentro.
-
Eso mismo pensamos nosotros.
-
¿Y habéis intentado resucitar a alguno de esos seres?
-
No. En la base de cada contenedor hay una serie de controles, pero no nos hemos
atrevido a tocar ninguno de ellos. Pensamos que es preferible poner al tiempo de nuestra parte 66
y esperar a que en el futuro alguna de nuestras mentes consiga encontrar la clave para saber antes que probar a ciegas. El peligro es muy poco asumible cuando se trata de bregar con entidades tan ligadas a nuestro origen. -
Entonces, ¿qué plan tenéis para todo esto?
-
¿Plan? Ninguno, Gabriela. Esto estará aquí a buen recaudo hasta que nuestro
auténtico proyecto haya conseguido elevar la trascendencia del hombre por encima de un simple agricultor de estrellas, un campesino todopoderoso. No consentiremos que los mecanismos que aquí duermen se activen para perpetuar la voluntad del padre que tan maléficamente pretendió nuestro fin dejándonos su trampa al alcance de nuestras manos curiosas. -
Comienzo a entenderlo todo, Fernando ¿Sabes? Me comienza a seducir vuestra
idea. Es posible que me dedique a estudiar esos signos. -
La verdad es que tienes todo el tiempo del mundo, Gabi.
Pasó el brazo sobre los hombros de ella y la apretó con fuerza mientras miraban su reflejo en la superficie del artefacto. Con el pensamiento fluyendo a gran velocidad ambos se sintieron muy unidos. Pero en sus adentros, Fernando había escondido cosas que no quería revelar incluso a la persona que más quería en el mundo, cosas que resultaban tan desconcertantes que aún no habían sido del todo encajadas en la lejana historia que acababa de narrar. Aunque eran varias las veces en que había dicho a su hermanita querida que no sabían lo ocurrido, la verdad es que si que tenía pistas de peso sobre ello. En muchas galerías había una serie de urnas vacías en perfecto estado de uso. Al principio no supieron interpretar dónde estaban los cuerpos a los que en su momento alojaron, pero bastó poco para entenderlo. El estudio efectuado sobre los cadáveres rescatados en otras reveló que no habían conseguido sobrevivir a terribles heridas infringidas por laceraciones y quemaduras que los habían desgarrado. También se extrajeron datos sobre la sangre de esos maravillosos seres, y con ellos en la mano pudieron identificar indicios herrumbrosos que habían pasado por manchas vulgares por todos lados, en suelo, paredes, techos… restos de sangre. ¡Y había muchísima! En los pasillos aparecían en mayor o menor medida, pero donde eran notables era justamente en la última galería, la que descendía y más se alejaba de la gran nave, inerte en su silo.
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Cuando Fernando vio aquello por primera vez no tardó ni un instante en darse cuenta de que estaba en el escenario de una gran batalla: barricadas improvisadas con artefactos desconocidos de metal y rocas arrancadas a la pared, marcas de impactos de naturaleza extraña que habían dejado agujeros y quemaduras, ríos de sangre fósil por todos lados en ambos frentes… Una masacre que sin ningún género de dudas, como atestiguaban los análisis, se había producido entre los mismos ángeles por motivos que sólo eran estudiables a través de las traducciones portentosas que El Ciego había hecho de antiquísimas historias que arrojaron pistas para esclarecer un acontecimiento tan lejano. La hipótesis que mejor se adaptaba a cuanto obraba en su poder era que después de liberar las semillas preciosas exitosamente en el planeta el grupo de ángeles se dividió en dos tendencias distintas contra todo pronóstico. Una, la más conservadora y afín a las instrucciones dadas por su jefe supremo, propugnaba una lenta evolución natural de los frutos hasta conseguir los resultados del modo que estaba previsto, conforme a los designios de Dios, por tanto, misión terminada y vuelta a casa. La otra, quejosa con mandatos que permitirían sólo a otros recoger cosechas que ellos habían sembrado con esfuerzo y abnegación, pugnaba por acelerar esa evolución introduciendo variantes en el ADN primordial, algo que contravenía los designios de la misión, enfrentándose, por tanto, a Dios y a sus defensores juramentados, el resto de los ángeles. El cisma estaba servido. El instigador de la revuelta parecía haber sido un arcángel jefe adicto a las endorfinas llamado Sheitan, casi con toda seguridad el Satán de las mitologías posteriores. Intentó convencer a los otros cuatro líderes de la misión, Uriel, Rafael, Miguel y el más elevado de todos ellos, Gabriel, para que lo siguieran, pero éste último no dudó ni un instante en hacer valer su peso y proclamar a Sheitan traidor, iniciando un enfrentamiento que tardó poco en alejarse de la política para enzarzar a ambos bandos en un conflicto armado de terribles consecuencias. Viéndose en inferioridad numérica y acorralados, los ángeles partidarios de Sheitan buscaron el modo de conseguir un golpe de efecto que les concediera ventaja, y extrajeron de la nave sus contenedores de hibernación, de los cuales fluía el sustento, y un artefacto de navegación llamado “La Tabla de los Destinos”, sin cuya utilización era imposible elevar de nuevo aquella mole metálica. Posiblemente una especie de navegador estelar cargado de rutas y coordenadas. Sabedores de lo que se les vendría encima, se parapetaron en el último rincón de las grutas que habían excavado para guarecerse y lanzaron un ultimátum a sus rivales.
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Cuando Gabriel y los suyos fueron conscientes de la enormidad del daño infringido con el robo, que los podía condenar al destierro eterno, intentaron razonar con Sheitan, pero éste, sabedor de la crueldad de un Dios vengativo que no conocía el perdón y de que no tenía más salida ni marcha atrás se juramentó junto a los suyos arañando aún más profundo y alejándose a una zona que convirtió en un auténtico infierno (¿el origen de la mitología sobre ese lugar demoníaco?) para Gabriel y los demás, que perdieron muchas vidas antes de asaltar definitivamente los parapetos desde los que se accedía al lugar. El enfrentamiento final con Sheitan permanece en la historia oculta del hombre como uno de los momentos más terribles de las antiguas religiones, y dejó establecido el orden de las cosas. Fue un ángel llamado Jorge (dando lugar al mito de San Jorge y el Dragón) el que hirió finalmente con su espada de luz el costado del disidente, que arropado por los suyos pudo a pesar de ello huir a las profundidades entre juramentos terribles, no sin antes destrozar la Tabla de los Destinos como represalia ante la mirada incrédula de todos cuantos allí estaban. Aunque los cabecillas de la revuelta no se hallaban entre los muertos, nadie del bando de Gabriel se atrevió a entrar en los profundos agujeros por los que habían escapado hacia cavernas ocultas llenas de trampas. Se limitaron a tapiarlos y defender la zona para evitar el retorno del maligno proscrito y los suyos. En las diferentes mitologías mundiales aparecen estos hechos reflejados con el clarísimo nombre de “la Guerra en los Cielos”, el “Ragnarok” de los nórdicos, pero lo más curioso es que en realidad fue íntegramente liberada bajo tierra en un giro curioso de la ironía. Dado que no había rastro de humanos ni nada remotamente parecido en el lugar, El Ciego pensaba que en el pasado los dioses que utilizaron regularmente la Fuente de la Vida habían traducido la escritura angélica y dado a conocer parte de su contenido mediante filtraciones más o menos interesadas a los hombres, con lo cual había quedado en sus mentes el poso de los acontecimientos originales, y este Ragnarok tomó cuerpo deformándose con el paso de las transmisiones orales. Los vencedores, el bando de Gabriel, llegaron a la conclusión de que desaparecido el enemigo ya no había motivo para seguir la persecución ni los combates. Los líderes rivales estaban ocultos en lugares inaccesibles a donde nadie pretendía entrar por el previsible costo de vidas que supondría, los supervivientes fueron juzgados con dureza extrema, y en el suelo hallaron los restos del misterioso objeto que estaban buscando con ahínco para retornar a su lugar de origen. Así es. En un campo de batalla lleno de cadáveres ensangrentados entendieron para su desconsuelo que la Tabla de los 69
Destinos había sido dañada sin remedio. El grito de Gabriel aún parece retumbar en el lugar desde el que lanzó su última maldición contra Sheitan, al que no permitiría ya ascender desde las profundidades bajo juramento. En un último gesto de lealtad hacia Dios y su misión situó las urnas de conservación en las galerías programadas para abrirse en caso de que el ángel caído intentase salir de su confinamiento, y algún día todos los que quedaban hibernaron como vigilantes perpetuos de los túneles, un ejército escalofriante entregado al sueño cuasi-eterno. Finalmente ganadores y perdedores estaban condenados y lloraron amargamente en lo que fue un final inesperado para una misión regular que había sido hasta entonces un completo éxito. Era de suponer que el ángel caído y los suyos estarían también hibernados profundamente, quizás atentos a momentos más adecuados para intentar resurgir. Fernando había estado junto a los muros con los que los ángeles habían sellado el acceso a las cavernas donde aún estaba Sheitan esperando para volver a la superficie y recoger el fruto prohibido que había ansiado de la cosecha sembrada para Dios. Una cosecha de la que todos formamos parte. Recordaba que cuando pegó la oreja creyó oír algo más allá, y lo recorrió un estremecimiento que lo hizo apartarse. Entonces se alejó con la firme convicción de no cambiar el estado de las cosas ni permitirlo. No había querido volver allí. Algún día, muy pronto, la curiosidad de Gabriela le obligaría a contarle la verdad, pero sabía que sería para ella un duro golpe, y no sólo porque estaba a un paso de la entrada del infierno. Notaba que pese a lo visto ella aún era víctima de la vieja fe y tenía en muy alta estima a Dios. Pronto conocería en verdad sus designios.
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