Huidas las monjas, fueron atando cabos. No habían tratado con monjas, sino con un par de mangantes profesionales que, haciéndose pasar por siervas del Señor, habían pretendido apoderarse del plano del tesoro, de su tesoro. Cuando comprobaron que el autobús en el que viajaban también era robado, quedaron estupefactos. A la mañana siguiente, Ekaitz, Carlos, Arkaitz y Miguel se pusieron unos pañuelos en la cabeza para pasar por muchachitas y todos, habiendo ensayado la más agradable de las sonrisas y con Mari Mar al volante, llegaron a la frontera turca. Estaban muertos de miedo, porque, si descubrían que el autobús era robado, darían con sus huesos en la cárcel. Y las cárceles, repetía Ekaitz, son todas malas, pero las turcas... Mari Mar frenó el autobús. Facilitó al guardia de fronteras un montón de pasaportes con los papeles del autobús debajo. Acompañó el paquete con una amplia sonrisa y, dicharachera como siempre, añadió: ¡A ver cómo nos dejas pasar! ¡Guapetón! Aquel tipo no tenía ni idea de castellano, pero supo leer la sonrisa de la conductora y la matrícula italiana del autobús. Besó el paquete de pasaportes y papeles y, sin mirarlo, lo devolvió acompañado de las siguientes palabras: ¡Avanti, siñorinas! ¡Bellísimas comme la mía mama! Pasada la primera curva detuvieron el autobús. Los once, tras haber estado a punto de sufrir una taquicardia, reían, brincaban y se abrazaban de emoción. Tomó entonces el volante Elena. Puso en marcha el motor y gritó: ¡Yupiii! ¡A Estambul!
Estambul es una maravillosa ciudad situada a orillas del Estrecho del Bósforo que da paso al Mar Negro. Se eleva en un saliente de tierra, un cabo, que domina el estrecho. Cuenta con una ciudad antigua, separada de la moderna por un brazo de mar que se denomina el Cuerno de Oro
y el resto se sitúa al otro lado del Bósforo en la parte que es Asia. En esa preciosa ciudad habitan varios millones de habitantes. Noemí rápidamente se enrolló con un turco de ojos claros y poblados bigotes que condujo a la cuadrilla a un céntrico y barato albergue de mochileros situado entre unas ruinas romanas y la Mezquita Azul. Durante varios días recorrieron la ciudad de cabo a rabo. En autobús, metro, tranvía o barco, visitaron palacios, mezquitas, torres y el Cuerno de Oro. Hasta se zambulleron en el Mar Negro. Un día en el desayuno una neocelandesa, que andaba coladita por Miguel, les recomendó acudir a un baño turco próximo al hotel. Una vuelta por Santa Sofía, una visita más a la Mezquita Azul y, cuando el calor empezó a dejase sentir, decidieron ir al baño turco. Fue una delicia. Disfrutaron del calor, de las montañas de espuma, de los aromas orientales, de los masajes y de la caricia de las aguas frescas, cálidas o tibias... Tumbados como príncipes y princesas turcas en aquella enorme redonda y caliente mesa de mármol, mientras contemplaban las redondas ventanas de colores de la cúpula que les envolvía, decidieron que no iban a volver en una buena temporada y que, además de encontrar el tesoro, habían de prolongar todo lo que pudieran un viaje tan delicioso. Salieron radiantes y dispuestos a saborear un bocadillo de pescado en el muelle de Eminonu, desde donde parten los barcos hacia Asia. Luego el sofocante calor les llevó a buscar la sombra, primero en el Bazar de la Especias y luego en el Gran Bazar.
El dueño de una deslumbrante joyería exhibía un anillo que iba a viajar a la Exposición de Joyas de Moscú. Nieves no le quitaba ojo, pero no se atrevía a pedirlo. Itziar, descarada y sin cortarse un pelo, solicitó el anillo para su amiga. —Por favor, ¿podría dejar un momento el anillo a mi amiga? El joyero no estaba dispuesto a acceder a la solicitud de Itziar y respondió con otra pregunta. —¿Tiene usted idea del valor de esta joya señorita? —inquirió. Itziar se encendió y, sacando el tono autoritario que suele utilizar, ordenó, sin dejar de sonreír. —¡Tío bueno, trae para acá ese arito por un momento o te levanto el bigotazo y te como ese morrete delante de todo el mundo! Aún dudó el joyero, pero un guiño de Itziar le hizo decidirse a colocar el anillo en el dedo de Nieves. Ésta musitó unas palabras y una luz azul de espectacular potencia iluminó el Gran Bazar. Un prolongado ¡Ohhhhhh! Llenó las bóvedas del Bazar e hizo que el público turco, abriendo desmesuradamente sus ojos, se amontonase en torno a la joyería.
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