Cantan

  • Uploaded by: Manuel Garxía
  • 0
  • 0
  • June 2020
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Cantan as PDF for free.

More details

  • Words: 2,235
  • Pages: 8
CANTAN

POR CHE MBAÉ

UNO

Volvía a casa luego de una larga jornada de trabajo. Al llegar a la estación de trenes noté que el ambiente estaba pesado, raro. Como era domingo yo supuse que tal densidad tendría su razón de ser por el torneo clausura de primera división. Pero no hubo fútbol y viajar no debería haber sido tan incómodo. Es decir, no había razones para estar alerta y atento en saber si jugaba Racing o Independiente en Avellaneda y, así, tener que ir preparando el pecho para bancarse a las hinchadas que regresan hacia el sur festejando el triunfo de su equipo o, en el peor de los casos, agitando y violentándolo todo por su derrota. No, no era ese tipo de domingo. Saliendo de la Estación Avellaneda, desde la oscuridad, manos temblorosas y excitadas arrojaban piedras al tren. Varias ventanas explotaron en distintos vagones. Al frenar en la próxima estación una familia corría con una niña cuyo rostro sangraba. Pregunté a la gente a mi alrededor y uno me dijo: “Parece que le pegaron un piedrazo a la nena, pobrecita… Y, encima, la gente esa no es de por acá. Alguien los va a acompañar hasta un remís para llevarla al hospital”. Me quedé callado, di las gracias inclinando levemente la cabeza y pensé en que no habían pasado siquiera cinco minutos de aquello y me preguntaba cómo puede la gente recabar tanta información sobre cualquier estupidez. Puta chusma, pensé: Este país de mierda está lleno de chusmas profesionales. Salí del vagón en que me encontraba y caminé hacia el siguiente. Allí había más vidrios rotos o astillados. “Por suerte nadie salió herido, gracia a Dios”, dijo una voz femenina. Y era cierto: Nadie estaba herido. Pero todos llevaban ese tipo de rostro… Y yo no quería saber nada. Porque di por hecho que yo también lo llevaba.

La muchedumbre volvía quién sabe de dónde. Y acaso tampoco importe saberlo. Pero volvía triste y tomada. Sus narices estaban caídas y rojas. Sus ojos con las venas que parecían a punto de estallar decían lo que no dirían en mucho tiempo. Sus manos nerviosas y sin circulación. Leerlos daba puro dolor y rabia. Mucha rabia. El silencio rogaba porque ese puto día terminase. Yo los miraba y pensaba en mí. Me encontré puteándo mentalmente mi condición social, mi trabajo, mi falta de amigos y mis desencuentros amorosos cuando de pronto alguien se me acercó. Una mano se posó sobre mi mano, la cual estaba agarrando una de las argollas del vagón. No supe por qué, realmente, pero lo miré con ira y pensé que si el tipo hacía una que no me gustara, ahí nomás lo surtía. El flaco abrió apenas sus ojos y dijo: “¿Este va para Burzaco?”. Claro, le respondí; pero falta mucho. Me dio las gracias, pasó frente a mí y volvió a preguntarle si faltaba mucho para Burzaco al primero con que se topaba. El tren arrancó, al fin. El silencio y la tristeza no: Permanecían en el ambiente que te descalabraba la cabeza. Pensaba que una madre, si se dejase abrazar por tal sentimiento, podría asesinar a sus niños… Y ahí nomás se nos aparece CGT.

DOS

CGT es un hombre alto, de pelo entrecano, flaco y garbado. Su cara está surcada de arrugas y se notan los huesos que la dibujan: Mucha vida mala vida. Lleva unos jeans celestes gastados y llenos de mugre; una remera blanca con un lema borrado e imposible de leer y, por supuesto, su campera verde camionera de la Confederación General del Trabajo. La gente, lamentablemente, no sabe nada de él. Ninguno sabe que conoció a su primera mujer a los veinte años. Se enamoraron en un baile. Se casaron. Tuvieron una niña de tez morena y de ojos verdes. Ella llevaba la belleza de sus padres en una proporción justa y casi redentora. Luego vino el accidente. Su esposa murió muy joven. Después llegó la soledad y la incomprensión ante sucesos que podrían haberse evitado y, por ello mismo, estúpidos. La nena recién cumplía sus cuatro añitos. Él trabajaba todo el día. Pasaba a buscarla a la casa de su madre y la llevaba consigo. Nadie pudo comprender cómo pudo sucederle, pero la vida volvió a sonreír a CGT. Encontró a otra mujer. Se amaron desde e principio, ni bien se vieron en el trabajo. Se frecuentaron con cautela, la de él, claro. Ella no tenía hijos. Una tarde el padre presentó su novia a su hijita. Las dos se comprendieron inmediatamente. Desde entonces, incluso luego de casarse, la mujer sólo vivía por ella, para la niña. CGT comenzó a desanimarse sin saber bien por qué. Recordaba a la otra, la inmaculada, la inviolable, la única. ¿La única? Esa fue la pregunto que le ayudó a perderse. La nena tendría siete años cuando CGT perdió su trabajo en la fábrica. “Esto se cierra”, le dijeron. Le dieron un cheque, le dieron la mano y le desearon mucha suerte. Afuera el sol quemaba la piel. Se sentó sobre el cordón de la vereda en la avenida, apretó el papel en su bolsillo y pensó en ellas. No se desanimó. No podía hacerlo. Con sus compañeros intentaron tomar la fábrica. Se juntaron un martes por la mañana y cortaron la ruta 210. La protesta duró apenas tres horas hasta que llegaron los cascarudos antidisturbios con sus largos bastones negros, sus bombas de gas, sus Itacas y sus camiones hidrantes. Los cobanis eran mayoría y diezmarlos fue sencillo. Tres semanas más tarde pudieron sacar a CGT y a sus compañeros del calabozo de la comisaría.

Cuatro mese más tarde, en ese lugar, abría sus puertas uno de los más grandes hipermercados de América Latina, de origen francés. Por esa época CGT se unió al Movimiento de Trabajadores Desocupados de su municipio. Vivía de “changas” e iba a “hacer el aguante” con sus compañeros del MTD. En una de las marchas hacia Plaza de Mayo uno de los grosos de cierto sindicato le explicaba que aquello falló por que no habían recurrido a la Confederación a la hora de llevar adelante la protesta. Otro de ellos le seguía prometiendo que en cualquier momento lo colocaba en algún lugar, en otra fábrica o al menos en una obra. Pero el tiempo pasaba. En la casa él se volvía más extraño. Gladis, su segunda mujer, vivía remarcándole su ineptitud por no encontrar trabajo, entre otras cosas. La nena le rehusaba. No quería besarlo cuando llegaba y cuando CGT la abrazaba, ella le quitaba los brazos. Cierta tarde ella le dijo: “Mamá tiene razón”. CGT le preguntó sobre qué tenía razón su madre. La niña, llorando y antes de salir corriendo, le gritó: “Que sos un vago, un bueno para nada”. Eso fue demasiado, más que suficiente. Un conocido del barrio le comentó sobre la fábrica de vidrio en Gerli. Al parecer allí había sucedido lo mismo donde trabajaba CGT, pero con una gran diferencia: La fábrica no se vendió a nadie. Los dueños simplemente presentaron la quiebra e intentaron cerrarla. Pero los obreros se juntaron y lograron reabrirla. Ahora era una cooperativa obrera la que administraba aquella fábrica recuperada. La noticia le iluminó el rostro. Sin meditarlo tomó el tren y golpeó a sus puertas. Desde dentro le preguntaron qué quería. Trabajo, les dijo. No hay, le respondieron. Algo debe de haber, cualquier cosita, suplicó CGT. Abrieron la puerta. Mientras le mostraba la vastedad de la fábrica con sus dieciséis hornos, aquel hombre le explicaba que no les era fácil mantenerla abierta y que apenas utilizaban cuatro hornos. Los operarios eran los justos y de intentar colocarlo, primero deberían debatirlo entre todos. Y eso lleva un buen tiempo, decía el hombre a CGT mientras lo despedía. Esa tarde, sentado en el banco de una plaza, él meditaba. Su cuerpo rígido, sus manos sudadas y su mirar quieto, hacia las vías del ferrocarril. Alguien pasa a su lado, vuelve unos pasos y le palmea el hombro. CGT lo observa y lo reconoce. Se saludan, se abrazan. ¡Tanto tiempo, che! ¿Cómo estás? Bien, bien. Tirando, dice Hugo, ¿y vos? Lo mismo. Hugo venía doblando la espalda desde temprano. Luego del cierre de la fábrica no pudo encontrar mucho. No tenía esposa ni hijos, su madre había muerto un año atrás y sentía que muchas razones para vivir no le quedaban. Por eso es que bebo, le decía. Luego de oír a CGT contar su historia, Hugo lo tomó del brazo y, aunque le costó ponerse de pie, lo invitó a lo de Mario para festejar el reencuentro. CGT aceptó.

TRES La historia, o cómo siguió su historia, es conocida por todos. El bar de Mario se volvió su parada durante meses y él fue cayendo en la bebida. Su casa estaba cada día más sucia y desolada y CGT dejó de ser Antonio, aquel que ayudaba a los vecinos del barrio cuando se necesitaba armar una rifa, un baile o juntar firmas para mejorar la vecindad, y se convirtió en “ese borracho”. Sus vecinos vieron con buenos ojos que su mujer lo abandonara. Y aprobaron que se llevara consigo a la nena que, según las lenguas, “era más hija de ella que de él”. Lo que nadie sabe, supo ni sabrá, es que ella se fue porque no lo amaba más. Ahora amaba a otro. La nena, Stefanía, no dudó a la hora de irse con ella porque siempre creyó lo que Gladis le decía sobre Antonio; y eso mismo era lo que repetía, inclementemente, todo el barrio. Así fue como Stefanía iba desdibujándolo de su memoria. En su cabecita virginal la niña fue transformándolo hasta desheredarlo: Aquel no podía ser su padre. Antonio no protestó cuando llegó pasado de copas ese domingo por la mañana. En su casa sólo quedaban algunos muebles, una cama y una foto: Antonio, Isabel y Stefanía de bebé. Esa fotografía CGT la creía perdida. Se sentó en una asilla, apoyó su codo en la mesa, observándola de lejos y remembraba el tiempo en que fue tomada esa imagen y se preguntaba el momento en que la misma habría desaparecido. Antonio recuerda que eso debió suceder a los pocos meses de haberse casado con Gladis. En silencio una lágrima va cayendo por su mejilla, mira hacia el techo y pregunta: “Isabel, ¿con vos habría sido así, yo?” Mario le prohibió la entrada al boliche. Ya tenía muchas deudas por ahí, y la más generosa la tenía en su bar. No se sabe cómo consiguió la campera verde ni qué habrá significado para él en su momento, pero sí se sabe que jamás la abandonó. La gente no sabe nada sobre CGT, así como yo tampoco. Lo veo asiduamente en los mismos vagones de tren en los que viajo y por lo general por la noche.

CUATRO Lo primero que hace es saludar. Va caminando por los vagones mientras grita: “Buenos días, gente linda. ¿Están bien?”. Nadie quiere mirarlo, pero lo miran. CGT sigue, sin importarle. “¿Están bien? ¿Estamos bien?... ¡Hay que estar bien, señores! ¡Hay que ser feliz!”. Algunos, los más jóvenes, se ríen y se burlan del viejo borracho. Al que le dice algo, él le increpa y le pregunta por su salud y su familia. Ninguno de ellos sabe bien qué responder. Las risas aumentan y Antonio levanta su brazo, da unas tiernas cachetadas en el rostro del extraño compañero, porque para él somos todos compañeros, y le pide que no deje de querer a su mamá. “A la vieja hay que amarla y cuidarla y nunca contradecirla”. Una noche nos gritó: “Madre hay una sola. Hay que respetarla y ser feliz… ¿Me escuchan, compañeros? Madre hay una sola, aunque ella en verdad no sea nuestra madre. Hay que cuidarla y no contradecirla… ¿Me oyen compañeros? ¿Están bien? ¿Estamos bien?”. La última vez que lo vi se puso a cantar viejas canciones de su juventud. Y en el aire del tren, enrarecido, cansado, silente y rabioso, ellos iban apareciendo, inundando nuestro vagón… Por allí estaba un jovencísimo Palito Ortega, justo detrás de CGT. Yo lo escupí, pero fallé. En la otra punta, Sandro, el sexual de “Sandro y los de Fuego”, movía sus caderas frenéticamente y yo vi cómo una viejita bonachona comenzaba a bajarse su bombacha. A mi lado, mis oídos eran mortificados por El Club del Clan. Recostado sobre una de las puertas, chamullando una mujer de unos treinta y pico, estaba Leo Dan, que era el único que no cantaba. De la nada apareció, jovial y engominadísimo, Julio Sosa y la figura barbada de un hombre parecido a Antonio. Era su padre que volvía para ver a su crío mientras apuraba su cañita. Entonces la cosa viene de lejos, pensaba. Y mientras lo hacía, CGT se para de golpe y nos pide silencio, porque está llegando el Rey. Y el Rey se nos presenta humilde e inigualable, con su pañuelo en la cabeza. Antonio está de espaldas a él y es así que el otro se le mete al cuerpo y su voz deja de ser monocorde. Cantan. Lo hacen con pasión. A mí se me erizan los pelos de mis brazos. No conozco esa canción, jamás la oí en mi vida pero me emociona, y busco a quien entienda mi mirada. Alguien me dice: “Mi tristeza es mía y nada más”, pibe: Leonardo Favio. ¡El Gran Leonardo Favio!

Related Documents

Cantan
June 2020 7
Como Cantan Las Aves
July 2020 16

More Documents from ""