CONSUMO, LUEGO EXISTO Frei Betto (publicado en Punto Final num. 626, Santiago de Chile, octubre de 2006)
Al visitar la admirable obra social de Carlinhos Brown, en Candela (Salvador) le oí contar que en su infancia vivida allí en la pobreza, no había conocido el hambre. Siempre había un poco de harina, frijoles, frutas y vegetales. “Quien trajo el hambre fue el refrigerador”, decía. Ese electrodoméstico le impuso a la familia la necesidad de lo superfluo: alimentos refrigerados, helados, etc. La economía de mercado, centrada en el lucro y no en los derechos de la población, nos somete al consumo de símbolos. El valor simbólico de la mercancía está por encima de su utilidad. Por eso el hambre a que se refiere Carlinhos Brown es indefectiblemente insaciable. Es propio del ser humano –y en eso también nos diferenciamos de los animales- manipular el elimento que ingiere. La comida exige preparación, creatividad, y la cocina es laboratorio culinario, como la mesa es misa, en sentido litúrgico. La ingestión de alimentos por un gato o un cachorro es un atavismo desprovisto de arte. Entre los humanos, comer exige un mínimo de ceremonia: sentarse a la mesa revestida de un mantel, usar cubiertos, presentar los platos con esmero, y sobre todo, disfrutar de la compañía de otros comensales. Se trata de un ritual que lleva muchas señales indelebles. Me parece no humano el comer de pie o solo, tomando el elimento directamente de la olla. Ya Marx se había dado cuenta del peso del refrigerador. En sus Manuscritos económicos y filosóficos (1844), constata que “el valor que cada uno posee a los ojos del otro es el valor de sus respectivos bienes. Por tanto, en sí el hombre no tiene valor para nosotros”. El capitalismo deshumaniza de tal forma que no somos sólo consumidores, somos también consumidos. Las mercancías y los bienes simbólicos que me rodean son quienes determinan mi valor social. Desprovisto o despojado de ellos, pierdo valor, condenado al bajo mundo de la pobreza y a la cultura de la exclusión. Para el pueblo maorí de Nueva Zelanda cada cosa, y no solamente las personas, tiene alma. En comunidades tradicionales de África también se encuentra ese interacción materia-espíritu. Ahora bien, si nos dicen que un aborigen cultiva un árbol o una piedra, un tótem o un ave, con seguridad
echaremos una mirada de desdés. Pero, ¿cuántos de nosotros no cultivan su propio auto, un determinado vino guardado en la bodega, una joya? Así como un objeto se asocia a su dueño en las comunidades tribales, en la sociedad de consumo sucede lo mismo bajo la sofisticada apariencia de la marca. No se compra un vestido, se compra un Gaultier; no se adquiere un auto sino un Ferrari; no se bebe un vino sino un Chateaux no sé cuánto… La ropa podrá ser horrorosa, pero si lleva la firma de un famoso modisto, la humilde muchacha se transforma en Cenicienta. Somos consumidos por las mercancías en la medida en que esta cultura neoliberal nos hace creer que de ella emana una energía que nos cubre como una unción bendita, la de que pertenecemos al mundo de los elegidos, de los ricos, del poder. Pues la avasalladora industria del consumismo imprime a los objetos una aureola, un espíritu, que nos transfigura cuando lo tocamos. Y si nos vemos privados de tal privilegio, el sentimiento de exclusión causa frustración, depresión, infelicidad. No importa que la persona sea imbécil. Revestida de objetos deseados, es elevada al altar de los aclamados por la envidia ajena. Se convierte también en objeto, confundida con sus pertrechos y todo lo que carga en sí pero que no es ella: bienes, dinero, cargos, etc. Comercio deriva de “con merced”, con trueque. Hoy las relaciones de consumo están desprovistas de intercambio, son impersonales, ya no son mediatizadas por las personas. Antes la tendera, el boticario, creaban vínculos entre el vendedor y el comprador, y constituían también el espacio de las relaciones de vecindad, como todavía sucede en la feria. Ahora el supermercado suprime la presencia humana. Allí están los estantes abarrotados de productos seductoramente empacados. Allí la frustración de la falta de convivencia es compensada por el consumo superfluo. “Nada podría ser mejor que la seducción”, dice Jean Baudrillard, “ni siquiera el orden que la destruye”. Y la seducción llega a su cumbre en la compra por Internet. Sin levantarse de su silla el consumidor hace llegar a su casa todos los productos que desea. Voy con frecuencia a las librerías de los centros comerciales. Al pasar ante los locales y contemplar los venerables objetos de consumo, se acercan los vendedores preguntando si necesito algo. “No, gracias. Sólo estoy dando un paseo socrático”, les respondo. Me miran intrigados. Entonces les explico que Sócrates era un filósofo griego que vivió siglos antes de Cristo, al que también le gustaba pasear por las calles comerciales de Atenas y que, asediado por los vendedores, respondía: “Estoy observando solamente cuánta cosa hay que no necesito para ser feliz”.