Ovidio Lagos
Arana, rey del caucho
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Crace, Jim La despensa del Diablo.- Emecé, 2003. p. ; 23x15 cm.- (Lingua franca) Traducción de: Ernesto Montequin ISBN 950-04I. Título – 1. Narrativa
A mis hijos, Natalia, Violeta y Joaquín.
Emecé Editores S.A. Independencia 1668, 1100 Buenos Aires, Argentina E-mail:
[email protected] http://www:emece.com.ar Título original:The Devil’s Larder Copyright © Jim Crace, 2001 © 2003, Emecé Editores, S. A. Diseño de cubierta:Mario Blanco 1ª edición: 4.000 ejemplares Impreso en Industria Gráfica Argentina, Gral. Fructuoso Rivera 1066, Capital Federal, en el mes de octubre de 2002. Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN: 950-04-2414-2
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Agradecimientos
Mencionar a quienes contribuyeron con su información y su buena voluntad a este libro, implica agradecer a los cuatro puntos cardinales, porque la elaboración provino de Sudamérica, de Europa y de los Estados Unidos, en numerosos casos, a través de Internet. En el Perú, recibí ayuda en Iquitos y en Lima. En la capital amazónica, conversé largamente con el padre agustino Joaquín García, en la deslumbrante Biblioteca Amazónica de esa ciudad, cuya valiosa colección de libros sobre la historia del caucho y de sus protagonistas me fueron de enorme utilidad. Agradezco la contribución de Alejandra Schindler, de esa institución, que resolvió cada problema que surgía, y me envió por correo electrónico la fotografía de la casa de Julio César Arana en Iquitos. No menos importante fueron los testimonios de Humberto Morey, perteneciente a una legendaria familia amazónica y de Luis Tafur, en la Biblioteca Municipal, que me brindó valiosísima información sobre los períodos en que Julio César Arana fue alcalde de Iquitos. Allí también pude apreciar los retratos al óleo de los alcaldes, entre los cuales figuran el del cauchero y el de su hijo, Luis Arana Zumaeta. Por último, mi reconocimiento al piloto norteamericano, cuyo nombre lamentablemente he olvidado, que me trasladó hasta el río Putumayo en su inverosímil hidroavión construido en 1955, viaje que podrá apreciarse en el Epílogo. En Lima, Roger Rumrill García, hombre amazónico, historiador y profundo conocedor de los problemas de Loreto, me brindó bibliografía y su visión personal de Arana. Un viejo amigo, Enrique Zileri Gibson, editor del tradicional e indestructible semanario limeño Caretas, me presentó a Raúl Morey Menacho, una suerte de ícono amazónico que trabaja infatigablemente en su departamento de Miraflores, nieto e hijo de dos hombres memorables si de historia del Amazonas se trata. Me brindó su excelente material sobre el Tratado Salomón Lozano y sobre la Toma de Leticia. Aunque no compartimos la misma opinión sobre Julio César Arana, respeto profunda-
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mente sus conocimientos y su criterio. No menos importante fue la extensa conversación, durante un almuerzo en el Club Loretano, en el barrio de San Borja, con Talma San Martín de Hernández, sobrina de Lily Arana de del Águila Hidalgo, hija de Julio César. Pude acceder a los conflictos, alegrías y tristezas de los Arana, gracias a su prodigiosa memoria. También a su hijo, Ricardo Hernández, que me facilitó las fotografías de la Junta Patriótica. En cuanto a bibliografía, agradezco al Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica la prolija selección de textos que me brindó Manuel Cornejo y el haber contado con su compañía para ingresar al cementerio Presbítero Maestro, para descubrir la tumba de Julio César Arana, que se encuentra en uno de los barrios más antiguos y peligrosos de Lima. También mi agradecimiento al personal de la Biblioteca Nacional de Lima y de la Biblioteca del Congreso, por la orientación que me brindaron. Finalmente, a Wilfredo Guzmán, el conductor del taxi que contraté durante mi estadía, que realizó, mientras me encontraba en Iquitos, la investigación en la Sociedad de Beneficencia de Lima para averiguar en qué sector de Presbítero Maestro estaba enterrado Arana. En Inglaterra, conté con la ayuda de John Loadman, que me envió grabado en un CD un libro sin el cual no hubiera podido escribir la biografía de Julio César Arana: The Putumayo, the Devil’s Paradise , de Walter Hardenburg. Y, también, con la colaboración de Milagros Rueda y de Mathew Sansom que, gracias al correo electrónico, me enviaron las fotografías de la casa en la cual vivió Arana en Londres, como también de sus oficinas en Salisbury House. El viaje de Sir Roger Casement a los dominios de Arana en el Putumayo y sus diarios secretos, pude conocerlos a través de Jeffrey Dudgeon, escritor que vive en Irlanda del Norte, autor de Sir Roger Casement, the Black Diaries y agradezco la relación epistolar que hemos mantenido a través del correo electrónico y la ayuda que me brindó. Pero queda un último ––y primer–– agradecimiento a alguien que lleva el apellido Arana y que desciende no de Julio César, sino de un tío del cauchero. Se trata de Marie Arana, que fue una de las primeras personas a quien mencioné la idea de escribir este libro. Escritora y editora de la sección Libros del diario The Washington Post, lleva sangre peruana y norteamericana en sus venas y en su libro American Chica traza un valioso perfil de su pariente lejano. Ella fue una gran impulsora de este trabajo y le quedo profundamente agradecido.
¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profundamente hasta el mismo fin. Su fortaleza sobrevivió para ocultar entre los magníficos pliegues de su elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías… imágenes de riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don inextinguible de noble y elevada expresión. Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas… aquellos eran los temas que le servían de material para la expresión de sus elevados sentimientos. JOSEPH CONRAD , El corazón de las tinieblas
O. L.
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Prólogo
En el pasado, Sudamérica se asociaba inevitablemente a las materias primas: la plata de Potosí, el estaño de Bolivia, el salitre de Chile, la lana de la Patagonia, el café del Brasil. De hecho, estos commodities do la principal fuente de riqueza del subcontinente americano. A fines del siglo XIX las materias primas alcanzaron su apogeo en los mercados mundiales, creando imprevistas fortunas y hombres legendarios, riquezas que, en su gran mayoría, se evaporaron con el tiempo. Sólo el inmenso Amazonas se libraba de la maldición de la codicia y de la sangre que siempre traía aparejada la explotación de materias primas. Para quienes habían nacido allí, era un paraíso terrenal donde no habían llegado las pestes europeas. Un día el hombre blanco descubrió una insospechada fuente de riqueza en el corazón de la selva y la vida apacible de los indígenas terminó transformándose en un infierno. Esa riqueza era el caucho, una sustancia que segregaban ciertos árboles selváticos y que fue esencial para las industrias europea y norteamericana. Neumáticos, cables y una infinidad de productos se creaban a partir de esta materia prima que la naturaleza tan pródigamente había volcado en el Amazonas. Surgieron, entonces, los reyes del caucho. En el Perú, el monarca se llamó Julio César Arana. Reinó sobre casi seis millones de hectáreas en el Alto Amazonas, en el río Putumayo. Su enorme fortuna se asentó sobre la tortura y la muerte de treinta mil indios huitotos y boras. Sin embargo, sería desacertado trazar su perfil en blanco y negro. Para comprender este genocidio, hay que remitirse forzosamente a las raíces culturales de la conquista, su desprecio hacia el indio, la depredación de los recursos naturales. De eso modo comprenderemos a Julio César Arana que, para algunos de los pocos peruanos que saben acerca de su existencia, más que un genocida fue un patriota, un héroe que defendió a capa y espada las fronteras de su país. 10
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En el Perú no queda ni un rastro de él, ni nadie oyó hablar de la Peruvian Amazon Company, propiedad de Arana, cuyas oficinas estaban en Londres, en la deslumbrante Salisbury House, en London Wall. Este hijo de una modesta familia de Rioja, donde los Andes peruanos confluyen en el Amazonas, que comenzó su vida vendiendo sombreros de paja, llegó a ser el hombre más rico del Perú. Los escenarios deslumbrantes formaron parte de su vida, desde una villa en Biarritz y otra en Ginebra, hasta su imponente mansión en Queen’s Gardens, cerca del londinense Kensington Park. Lo paradójico es que murió en la miseria. No es fácil reconstruir la vida de Julio César Arana, que se ha transformado en anatema para la mayoría de los historiadores. La bibliografía es abiertamente maniquea y no toma en cuenta la época y la cultura en que le tocó vivir. Quienes se ocuparon de él son preferentemente norteamericanos e ingleses es decir provenientes de una cultura para la cual se hace difícil comprender, sentir y palpitar lo latinoamericano. Se lo puede observar con la curiosidad de un entomólogo, pero nunca como partícipe. Eso explica, quizá, que no exista una biografía sobre Julio César Arana, quien figura en algunos libros, pero jamás como protagonista. The River that God forgot, de Richard Collier, es lo más aproximado a una biografía, pero es novelada, y el rey del caucho está retratado con demasiada simpleza, con excesiva maldad. Tiene, sin embargo, una virtud: su información, lo cual convierte al libro en una suerte de Biblia. También convendría mencionar a La Vorágine , del colombiano José Eustacio Rivera, novela escrita en la década de 1920, donde la maldad de Arana ––que aparece con nombre y apellido–– es francamente superlativa. Entre quienes saben de su vida, Arana suscita pasiones y odios, pero rara vez indiferencia. Desde el mismo momento en que supe acerca de su existencia, la figura del cauchero me fue apasionando, al igual que los centelleantes escenarios por los que transitó. Este libro no debe considerarse un homenaje a su persona. Es la simple, verdadera y cruel historia de un hombre ambicioso, irrefrenable, que fue olvidado por su país. Su culpabilidad, su infamia, empiezan y terminan en la misma cultura que lo engendró y que le permitió internarse en los más abyectos laberintos del horror. O. L. 12
El descubrimiento de una selva
Su aspecto no difería esencialmente de las innumerables poblaciones, pequeñas y casi paupérrimas, del Perú decimonónico. Por las calles de tierra pululaban libremente perros, cerdos y ganado. Hacia mediados del siglo XIX, Rioja era casi un villorrio de apenas dos mil habitantes, con la inevitable Plaza de Armas y un municipio que recibía del Tesoro limeño, en 1905, apenas 581 soles anuales; es decir, cuarenta y ocho soles con cuarenta y un centavos al mes. Un sombrero de paja ––la principal artesanía de la región–– costaba cincuenta soles. Era un punto ignoto en el norte peruano, atrapado geográfica y culturalmente entre la cordillera de los Andes y la selva amazónica, desconocido hasta por los propios peruanos. A diferencia de Lima, Arequipa o Cuzco, encontrarla en el mapa era casi un desafío. Por no hallarse precisamente ni en las montañas ni en la jungla, su clima era superlativo, ya que la temperatura promedio era de veinticinco grados centígrados. No existía el riguroso clima andino, con el frío penetrante y el soroche ––el mal de las alturas que atacaba a los no aclimatados–– ni la desaforada humedad amazónica, ni el calor insoportable, ni las enfermedades selváticas. Estaban también sus bellísimas mujeres. Qué diferencia con las andinas de piel cobriza y rasgos aindiados. Váyase a saber por qué extraña mezcla de sangre española y amazónica eran tan espigadas y a qué se debía que el color de sus ojos fuera claro. Los contados viajeros que pasaron por allí y que dejaron testimonios, describen a las chinitas , como eran denominadas, como mujeres de andar sensual, erguidas, de pechos prominentes, llevando sobre sus cabezas ––sin necesidad de sostenerlos con la mano–– cántaros, invariablemente descalzas. Según ellas, el no usar calzado contribuía a mejorar la salud. 13
Tampoco se puede dejar de mencionar la exuberante vegetación, los huertos impregnados por la fragancia del jazmín del cabo, las desbordantes palmeras. No existían los comercios, y los pobladores recurrían a una suerte de economía de subsistencia cultivando huertos adosados a cada vivienda. La única industria ––si es que puede llamársela así–– era la fabricación de los sombreros de paja conocidos como jipi japa. Esta artesanía había sido introducida por ecuatorianos. En esa remota región del Perú septentrional crecía la palmera conocida como bombonaje; con sus fibras las mujeres riojanas confeccionaban sombreros y los hombres los vendían en Moyobamba, en Yurimaguas, en Tarapoto, o en lejanas ciudades amazónicas. Rioja fue fundada el 22 de setiembre de 1722. El general JuanJosé Martínez de Pinillos, el obispo de Trujillo doctor Baltasar Jaime Martínez de Compañón y don Félix de la Rosa Reátegui Gaviria la fundaron con los pocos restos de algunos pueblos vecinos diezmados ese mismo año por una epidemia. Los nombres de esas aldeas, en contraste con los de los fundadores de Rioja, eran absolutamente indígenas: Iranari, Toé, Iorongos, Uquihua. Santo Toribio de la Nueva Rioja ––tal su nombre primigenio–– no tenía historia, lo cual en el Perú era un imperativo categórico. Carecía de la gloria de Ayacucho, en cuyas alturas se libró el 9 de diciembre de 1824 una batalla que acabaría con casi trescientos cincuenta años de poderío español en América. O del esplendor del Cuzco, poblada de palacios y templos donde habitaba el Inca. Ni siquiera registraba episodios trágicos, como la andina Cajamarca, donde el inca Atahualpa fue ejecutado por Francisco Pizarro, a pesar de haber pagado el inédito rescate que consistió en una cámara llena hasta el techo de oro. Pero en Rioja nacería un niño que, a lo largo de una prolongada existencia, transitaría ciclos colmados de contrastes agudos, que se caracterizaron por la aventura, la fría mente empresarial, la extrema riqueza que le otorgó su imperio del caucho, el genocidio indígena, el escándalo internacional y una oscura vejez en la miseria. Julio César Arana del Águila Hidalgo llegó a este mundo el 12 de abril de 1864. Su padre, Martín Arana Hidalgo, pertenecía a una familia de Cajamarca que posiblemente por razones económicas se vio forzado a bajar a las proximidades del Amazonas en busca de nuevos horizontes para establecerse, finalmente, en Rioja. Su madre, María Jesús del Águila Vásquez, era miembro de una vieja familia amazónica. De los cuatro hermanos Arana, sólo uno permaneció en Cajamarca. Martín, como ya
hemos visto, sentó sus reales en Rioja para dedicarse a la fabricación de sombreros de paja y, posiblemente, fue el más modesto de todos ellos; Benito llegó a ser, con los años, gobernador de Loreto, la inmensa región amazónica peruana; por último, Gregorio se dirigió al sur del país, a las minas de mercurio de Ayacucho y Huancavelica. Sus descendientes no fueron los más célebres pero sí los más prestigiosos de los Arana. La infancia de Julio César Arana, de la cual no existen registros, no debe haber diferido de la de los demás riojanos. Su casa estaba frente a la Plaza de Armas, lo cual no constituía un privilegio, ya que las dimensiones del poblado eran ínfimas. Cabría preguntarse si existían otras viviendas fuera de ese espacio. Pero no era sólo el reducido tamaño de la aldea lo que aislaba a Rioja. La Amazonía era un mundo aparte. No tenía ninguna comunicación con Lima. Un viaje demandaba meses, y entrañaba atravesar ríos, cordilleras y mares con los medios más precarios. El poblado, al igual que el resto del Amazonas, padecía una aguda insularidad que persiste hasta nuestros días. Perú no pudo escapar al caos político que siguió a la independencia hispanoamericana. América Latina demostró una notable capacidad bélica y estratégica para acabar con el dominio español. Las guerras de independencia contaron con hombres excepcionales, como San Martín y Bolívar, O’Higgins y Sucre; pero, una vez librados del yugo hispánico, los pueblos no supieron qué hacer con la libertad. Ni un solo país de la región escapó de la anarquía. En el caso del Perú, bastó que se declarara la independencia para que surgieran movimientos separatistas en Cuzco y en Arequipa. Entre 1821 y 1845, hubo cincuenta y tres gobiernos y en un solo año, 1838, transitaron siete presidentes. En cuanto a Bolivia, tuvo más presidentes que años de independencia. Esa implacable inestabilidad transformó a América Latina en un continente de opereta, donde las señoras de la época comentaban humorísticamente que “se acostaban con un presidente y se levantaban con otro”. Pero en Rioja la vida era apacible, el poder casi inexistente, las intrigas políticas desconocidas. Los viajes que realizaban los riojanos no iban más allá de Moyobamba, Yurimaguas o Chachapoyas, poblados aún más insertos en la cuenca amazónica, que padecían el mismo aislamiento. Se enteraban de lo que sucedía en Lima, pero recién después de meses. Durante la colonia lo habitual era que las noticias que llegaban de Europa y, en particular de España, tardaran dos o más meses en llegar. En 1864 ya existían los buques a vapor, que habían disminuido notablemente la
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duración de la travesía. Pero las informaciones provenientes de Lima demoraban lo mismo que en la era de los conquistadores. Dos días después del nacimiento de Julio César Arana, es decir, el 14 de abril de 1864, España tomó posesión por la fuerza de las islas Chinchas, a la altura de la bahía de Paracas, como compensación económica por un incidente en la hacienda de Talambo, donde cuarenta peruanos armados y beodos masacraron a parte de una colonia guipuzcoana. España aún no había reconocido la independencia de su antiguo virreinato, y las islas Chinchas eran inextinguibles proveedoras de guano, fertilizante de primera magnitud, por cuyos derechos de exportación el fisco peruano recaudaba un asombroso porcentaje de sus ingresos. Dos años después, Perú y Chile formaron una alianza y en memorables batallas navales derrotaron a la poderosa flota española. Sin embargo, a pesar de la victoria y de haber finalizado el conflicto, naves de guerra hispanas bombardearon y destruyeron el puerto de Valparaíso, llave de la economía chilena. En el Perú se festejó esta destrucción, ya que el puerto chileno competía con El Callao, el puerto de Lima. Pero después de la victoria de Chile en la Guerra del Pacífico, iniciada en 1879, Perú perdería una sustancial parte del sur de su territorio que, hasta el día de hoy, sigue en manos chilenas. Todos estos acontecimientos llegaron a la lejana Rioja con lentitud exasperante. Sin duda, produjeron indignación y euforia, pero la vida de la aldea era la misma, a pesar del guano, de las relaciones entre el Perú y España y de los bombardeos navales. Estos episodios bélicos en nada influían en la economía riojana. Martín Arana, padre de Julio César, seguía fabricando sombreros de paja con la ayuda de su familia, ya que eran las mujeres quienes tenían la habilidad de trenzar esas delicadas fibras, para luego internarse en el Amazonas, recorrer sus múltiples ríos y venderlos a patrones y a empleados a precios obviamente distintos. Su hijo, en cambio, cursó sus estudios primarios en Moyobamba y su vida transcurrió en su casa de piedra arenisca, como todas las del poblado, con la imponente cordillera de los Andes como marco. El amor le llegó a la temprana edad de once años. No se trató de un devaneo típico de esa edad sino de un sentimiento que lo acompañaría durante toda su vida. La familia Zumaeta vivía en la casa contigua a la de Arana, frente a la Plaza de Armas y los patios de ambas estaban separados por un muro. Dado el tamaño minúsculo de Rioja, era obligatorio que entre ambas familias vecinas existiera una estrecha relación. Eleonora Zu16
maeta era una rara flor riojana, de ojos azules y particularmente bella, tres años mayor que Julio César. Éste se enamoró de su vecina y solía arrojarle flores por encima del muro. Ella ni se dignaba a recogerlas. Era la actitud previsible en una joven de catorce años asediada por lo que ella consideraba un niño, al cual convenía no prestarle atención, ni alentar sentimientos inoportunos. A veces, sin embargo, consideraba que debía tener una mínima atención con su imberbe vecino y le arrojaba, también por encima del muro, cerezas silvestres que crecían en un árbol de su jardín. Como este amor no correspondido se desarrollaba en el siglo XIX, es decir, en pleno período romántico, el joven Arana recurrió a la poética para conquistar a su amada. Si las flores y las miradas no surtían efecto, acaso los versos podían operar el milagro. Qué mejor que componer acrósticos para la bella Eleonora. Ahora bien ¿cómo escribirlos? Para eso, buscó la ayuda de su maestro de literatura, Leopoldo Cortez. Pero Julio César, como lo demostraría a lo largo de su vida, no se conformaba con un solo frente de ataque. Si los acrósticos tampoco lograban la rendición de su amada, había que reforzar el asedio con otras artes. Estudió guitarra, acordeón y concertina para deleitarla con improvisadas serenatas. Es importante señalar la curiosa característica de la elección de Julio César. En primer lugar, Eleonora tenía tres años más que él. Es común que un joven que está por dejar la pubertad para ingresar en la adolescencia se enamore de una muchacha mayor; lo que no es habitual es la continuidad de sus sentimientos y la perseverancia para conquistarla. Pero Eleonora Zumaeta sería la única mujer que Julio César Arana amó a lo largo de su vida. Eleonora no sólo era mayor que él, sino que poseía una fuerza notable y un inequívoco espíritu de independencia. ¿Cómo iba a imaginar que con el correr de los años Julio se transformaría en uno de los hombres más ricos del Perú, que formaría compañías en Europa a partir de una materia prima como era el caucho? La selva, la audacia, la inescrupulosidad y el genocidio formarían parte de una carrera meteórica. Para ello, necesitaba una mujer que tuviera un temple de acero, que soportara largas ausencias y que lo apoyara en sus iniciativas.
A los quince años, Eleonora mostró su voluntad inquebrantable y sus agallas. Decidió trasladarse a Lima, ya que había obtenido una beca para estudiar en el convento de San Pedro. Quería cursar el magisterio, recibirse de maestra y ejercer en alguna ciudad amazónica donde hubiera 17
un colegio adecuado, lo cual para esa época podía considerarse una iniciativa revolucionaria. La capital del Perú estaba a novecientos kilómetros de distancia de Rioja y el viaje demandaba meses: los Andes sólo se podían cruzar a lomo de caballo o de mula o a pie. Imaginemos la excitación, las expectativas, las ilusiones de esta joven que dejaba un mísero pueblo para trasladarse nada menos que a Lima, la vieja capital virreinal, poblada de casonas coloniales con balcones de madera enrejados y patios exuberantes. Tras preparar el vestuario, escuchar las probables indicaciones y consejos de su madre, la ristra de despedidas y, finalmente, cargar el equipaje sobre los caballos, partió acompañada de su tío, Cecilio Hernández. No existen registros del viaje de Eleonora Zumaeta. Pero no cuesta imaginar las penurias que implicaba cruzar la cordillera de los Andes, aun en verano. Había que pernoctar en alguna vivienda o a la intemperie, soportando el frío de las alturas, el soroche, la inevitable suciedad, la mala alimentación. Pero la mera posibilidad de cursar el magisterio, de conocer Lima y de volver triunfadora fue suficiente para impulsarla hacia esas alturas imprevisibles. La primera ciudad que conoció fue Cajamarca. Qué delicia caminar por sus calles de una absoluta pureza colonial. Qué diferencia con Rioja, que no tenía historia y, mucho menos, estilo. El clima estaba impregnado por los conquistadores, por Pizarro y Atahualpa, que habían dejado sus huellas en esa prodigiosa arquitectura. Y, luego, el descenso hacia Trujillo, hacia el desierto infinito, enormes extensiones de arena donde no existía la lluvia. No sabemos si allí se embarcaron en algún vapor rumbo a El Callao, aunque lo presumible es que hayan proseguido el viaje a caballo, o en algún carruaje. Mientras tanto, en Rioja, Julio César Arana, que sólo tenía doce años, siguió cursando los estudios en la escuela local. Cuántas veces habrá releído su poema favorito, el que le dedicó a Eleonora: “¡Oh estrella matutina, hechicera de todo aquel que te contempla!”. Pero más allá de tal lirismo, cuando cumplió catorce años, su vida cambió y comenzó a perfilarse tenuemente el camino futuro. Dejó de estudiar y empezó a trabajar con Martín, su padre. Se dedicó a fabricar sombreros de paja. Solía vérselo, descalzo, recorriendo las pocas calles de Rioja, o montado en su mula transportando jipi japas . Tenía que aprender a venderlos, dominar las técnicas, persuadir a los posibles compradores. Remontaron la cordillera de los Andes, hasta Chachapoyas y Cajamarca, montados en mulas, desafiando tormentas y neviscas. Nada detenía a Julio César. Su 18
padre comentaba que su hijo, cuando la mula aminoraba el paso, desmontaba y, tomando al animal de las riendas, lo hacía apurarse, como si el tiempo también formara parte de su trabajo y de su capital. Por eso, cuando Julio César, en 1879, intentó enrolarse para combatir en la guerra entre Chile y Perú, don Martín reaccionó con la fuerza del látigo. Esa iniciativa era el colmo del disparate, una locura juvenil que se había apoderado de un muchacho de apenas quince años. Por otra parte, qué podía importarle a Martín Arana una absurda guerra para que Chile se apoderara de yacimientos de salitre ––una materia prima de incalculable valor como fertilizante y para la fabricación de pólvora–– cuando no modificaba en lo más mínimo su condición de comerciante, ni sus ingresos. Pero Julio César era obstinado. La Guerra del Pacífico ––así se denominó–– acaso puso en marcha su heroísmo de adolescente, su anhelo de aventura. Don Martín, según algunas versiones, puso fin a sus aspiraciones bélicas propinándole una soberana paliza. Más allá del temor de todo padre ante la posibilidad de que un hijo marche a la guerra, quizá descubrió que el muchacho estaba hecho de una rara sustancia para dedicarse a los negocios. Era inteligente, rápido, eficaz e infatigable. Era un desperdicio que continuara vendiendo sombreros, tanto o más que ir a combatir. Por lo tanto, consideró ––muy a pesar de Julio César–– que debería ejercitarse en los números, conectarse con otros escenarios; logró ubicarlo, como secretario, en una oficina de Chachapoyas, localidad próxima a Rioja, en la cordillera de los Andes. Durante dos años trabajó sin pausa, incorporando los esenciales elementos de contabilidad, asentando cifras en los libros, familiarizándose con lo numérico. Nada sabía de Eleonora que, al mismo tiempo, también atravesaba en Lima por un ciclo pedagógico que le aseguraría su independencia y que, curiosamente, también duraba dos años. Habían tomado caminos distintos, en latitudes opuestas, sin sospechar que esas sendas se cruzarían. Después de haber permanecido dos años en Chachapoyas, Julio César regresó a Rioja. A los diecisiete años se mudó a Yurimaguas y montó un pequeño negocio propio en la Plaza del Mercado. Ese pueblo sería la plataforma de lanzamiento de su vida como hombre de negocios independiente. En su libro Las Cuestiones del Putumayo , impreso en la Imprenta Viuda de Luis Tasso, de Barcelona, en 1913 describe así su trayectoria: “Empecé a ocuparme de los negocios de comerciante en general y exportador en las partes altas del río Amazonas, en el interior del Perú y 19
del Brasil, en el año 1881 [cuando tenía diecisiete años], siendo mi asiento principal, desde esa fecha hasta el año 1889, Yurimaguas, y, desde 1889 hasta la incorporación de la compañía, Iquitos”. Pero, a la vez, sucedió lo que tanto esperaba y lo que a nadie había confesado: se reencontraría con Eleonora Zumaeta, que ya había regresado a Rioja con su título de maestra. La joven se convirtió en la primera maestra que enseñaría en la escuela fiscal que próximamente se inauguraría en Yurimaguas. Julio César comprobó, durante esos primeros meses, que sus sentimientos hacia ella no habían cambiado: al contrario, se habían agudizado hasta volverse obsesivos. Pero si el joven Arana creyó que Eleonora se rendiría ante sus sentimientos, se equivocó. Lo único que la impulsaba era ejercer la docencia, cobrar un salario y no depender de nadie. Para eso se había trasladado a Lima. En su diálogo inequívoco, en sus abiertas ambiciones, Julio César descubrió que a lo que menos aspiraba esa muchacha de inusual belleza era a convertirse en esposa de un comerciante riojano. Sería erróneo creer que su amor por ella fue lo único que lo impulsó a buscar otros horizontes económicos. Si decidió internarse en los ríos amazónicos para vender sus sombreros, también deberíamos tener en cuenta otra motivación: la búsqueda obsesiva del poder y de la riqueza. Podría haber permanecido en su pueblo, olvidándose de Eleonora y haber elegido cualquier otra muchacha menos independiente; sin embargo, allí estaba un mundo esperándolo, pródigo y virgen, ofreciéndose a ser conquistado. No sabemos qué conocimiento tenía acerca de la existencia de una nueva materia prima que abundaba en el Alto Amazonas ––es decir, en el sector peruano–– y que comenzaba a ser demandada por mercados extranjeros para las ruedas de las bicicletas y para envolver distintos tipos de cables: el caucho. Es posible que vendiera sus sombreros de paja, imprescindibles para protegerse del sol feroz y de la lluvia torrencial, a caucheros de los ríos Huallaga y Yaraví.
templó por primera vez el Amazonas? Durante el trayecto ¿habrá reparado en la desembocadura del río Putumayo? Si la vio, le habrá parecido un río más que convergía en el gran torrente. Su único objetivo era vender sombreros de paja, sin siquiera sospechar que esa desembocadura del Putumayo, un cuarto de siglo después, sería la puerta de ingreso a su futuro imperio de seis millones de hectáreas y ––también–– del horror.
El Amazonas había sido un imán irresistible para varios exploradores desde la conquista española. La inescrupulosa avidez hispánica por el oro contribuyó a cimentar el espejismo de que existía El Dorado, un paraíso de ubicación imprecisa pero colmado de riquezas. Fueron varios los que se aventuraron por el río inmenso, por aquellas aguas marrones que desembocaban en el océano Atlántico. Por allí transitaron desde aventureros como Francisco de Orellana, el primero en navegar el extenso río, hasta naturalistas como el barón Alexander von Humboldt, que descubrió que el Orinoco y el Amazonas estaban unidos por el Río Negro y el canal Casiquiare. ¿Habrá imaginado Arana que entraría a formar parte de la mitología de ese lugar implacable? Por esa ominosa selva, pasaron personajes que alcanzaron la fama a través de una crueldad extrema, o a través de la fe, la esperanza, el amor. En el extremo del sadismo y de la paranoia, de las empresas imposibles, de la absoluta falta de culpa, podríamos colocar a un español nacido en Vizcaya y que llegó al Nuevo Mundo desde España en 1534: Lope de Aguirre.
Un día, el joven Julio César Arana se aventuró a trasladarse hasta Pará ––en la actualidad, Belém–– un puerto particularmente activo donde recalaban todos los buques que ingresaban o salían del río Amazonas. En primer lugar, había que llegar hasta Iquitos, ciudad peruana a orillas del enorme río, y embarcarse en un vapor rumbo a Manaos, que era apenas una escala de un viaje prolongado. ¿Qué habrá sentido cuando con-
El viaje de Lope de Aguirre por el Amazonas hasta su desembocadura en el Atlántico, la posterior navegación hasta la isla Margarita, el desembarco en Venezuela, bien podrían figurar en un muestrario del horror. Físicamente repulsivo ––lisiado y jorobado–– su mente sólo conocía la crueldad, la traición, el delirio. Formó parte de la expedición de Pedro de Ursúa, un hidalgo de impecables modales acostumbrado al éxito desde su primera juventud. Intentó conquistar a los indios omaguas quienes, aparentemente, conocían los secretos de El Dorado. Esa quimérica empresa, integrada por asesinos y hombres que carecían de mínimos escrúpulos, fue una de las grandes ingenuidades de Ursúa, que tuvo la inoportuna ––y finalmente trágica–– idea de llevar consigo a su amante, doña
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Inés de Atienza. A medida que hombres, caballos, indios y negros se internaban en el Amazonas, en balsas y en improvisados bergantines, Lope de Aguirre tejió las más terribles intrigas para, poco a poco, adueñarse del poder. Acaso fue el único que comprendió que esa expedición estaba condenada al fracaso, que jamás encontrarían oro y que el verdadero objetivo podía modificarse de manera audaz. Por qué, en vez de encontrar a indios improbables en esa inmensidad selvática, no intentaban una empresa desmesuradamente ambiciosa que les aseguraría el poder y la gloria. Para qué perder el tiempo navegando por ese río interminable cuando podían adueñarse de un imperio. Esa increíble iniciativa era nada menos que una nueva conquista del Perú. Lope de Aguirre fue asesinando ––u ordenando arteramente las ejecuciones–– a Pedro de Ursúa, a doña Inés de Atienza y a una interminable lista de expedicionarios. Bastaba que recelara de alguien, que lo escuchara hablar en secreto, para que fuera degollado en el acto. Así llegaron al océano Atlántico y a la isla Margarita, frente a las costas de Venezuela, donde Lope de Aguirre asesinó al gobernador y a la plana mayor del gobierno. Luego, desembarcó en Burburuta, en la costa venezolana, avanzó hasta Valencia y, finalmente, a Barquisimeto. Rodeado por fuerzas españolas que le seguían los pasos, comprendió la imposibilidad de reconquistar el Perú, la locura que encerraba esa expedición, pero en modo alguno lamentó los crímenes que había cometido. Creyó que podría rehacer su vida embarcándose con algunos de sus hombres fieles para vivir pacíficamente en algún punto remoto. Fue un grueso error. Sus hombres, cansados de tanta sangre, de la crueldad innecesaria, de participar en los designios de un loco lo mataron a arcabuzazos allí mismo, en Barquisimeto. No recibió cristiana sepultura. Le cortaron la cabeza y las manos, y su cuerpo descuartizado fue arrojado a los caminos. Ambas manos iban a ser exhibidas en Valencia y en Mérida, pero ni siquiera le cupo ese honor: quienes las recibieron se las obsequiaron a los perros como si se tratara de un raro manjar. Lo que sí se exhibió fue su cabeza, en Tocuyo, puesta dentro de una jaula. Allí permaneció pudriéndose hasta que sólo quedó una inofensiva calavera. El cerebro que la había ocupado partió para siempre, aunque todo lo que pergeñó nunca se borró de la memoria popular. No todas las exploraciones del Amazonas se caracterizaron por la aberrante crueldad que marcó a la de Lope de Aguirre. Ni la de Pedro de Teixeira, explorador portugués ni la de Charles Marie de la Condamine, 22
que formó parte de una expedición científica enviada a Quito ––con prolongación en el Amazonas–– por el rey Luis XV de Francia tuvieron esas características. Una mujer absolutamente sola se convertiría en la protagonista de la mayor hazaña que haya conocido ese escenario plagado de peligros. Hasta tal punto fue notable su proeza que, hacia 1770, en ningún salon francés se dejaba de hablar de ella. Isabela Godin estaba en boca de marquesas y duquesas en los sofisticados y cínicos diálogos del dixhuitième ; de cardenales y ministros, y hasta del propio rey, en algún salón privado de Versalles. En este caso, el Amazonas, misteriosa e inusualmente, ayudó a que una mujer salvara su vida. Esta asombrosa hazaña comienza con la expedición científica que partió de Francia, en 1735, con la bendición real, con el propósito de llevar a cabo mediciones terrestres en Quito y aledaños. Formó parte de la misma Charles Marie de la Condamine, soldado, aristócrata, académico y aventurero. Esa expedición, la primera que fue llevada a cabo por personas que no eran españolas ni portuguesas ––los gobiernos metropolitanos prohibían el ingreso de extranjeros en sus vastos dominios, salvo casos excepcionales y debidamente autorizados–– trascendía la mera curiosidad: trataría de dilucidar una cuestión que dividía al mundo científico: si la Tierra era o no una esfera perfecta. Los partidarios de Jacques Casssini, el astrónomo real de Francia, sostenían que el planeta era alargado hacia los polos; los defensores de Isaac Newton, que era achatada en los polos. No se trataba de una mera discusión académica, ya que de una u otra teoría dependía la precisión de la navegación. Así fue que un notable equipo de científicos finalmente llegó a Quito, cargado de telescopios, cadenas para realizar mediciones, astrolabios y microscopios, en una de las aventuras menos afortunadas en esas latitudes: hubo muertes, accesos irreversibles de locura y hasta el deceso de un científico en el ruedo de una plaza de toros. Curiosamente, no fue muerto por el animal, sino por una turba enfurecida. Uno de los asistentes de Charles Marie de la Condamine, Jean Godin des Odonais contrajo matrimonio con una peruana de sangre francesa y americana, Isabela de Grandmaison y Bruno. Godin debió partir a Francia, dejando a su mujer embarazada y a sus hijos en Riobamba, donde vivían. La idea era que ella lo seguiría una vez que el parto se produjera. En marzo de 1749 partió a Europa, por una vía exótica, la misma por la que había optado de la Condamine: descendería por el Amazonas hasta el océano Atlántico. En abril de 1750, sin mayores sobresaltos, llegó a 23
Cayena, único territorio francés en Sudamérica. Allí se inició una de las historias más disparatadas, imprevistas y desesperantes del siglo XVIII. Por alguna razón, Odonais llegó a la conclusión de que lo aconsejable era volver a Riobamba en busca de su mujer, remontando el Amazonas. Pero no fueron la malaria, ni la fiebre amarilla, ni la disentería, ni las tribus salvajes lo que impidieron ese ascenso, sino un fárrago demencial de trámites burocráticos, de gestiones diplomáticas. Durante dieciséis años Godin permaneció varado en Cayena, escribiendo a De la Condamine para que lo ayudase, ya que las autoridades portuguesas se negaban a autorizar el ingreso de un francés en el Amazonas. Había cometido un error gratuito y tal vez imperdonable: le escribió al canciller de Francia proponiéndole que su país se apoderara del Amazonas. Este hecho le desató una paranoia indoblegable, ya que vivía aterrorizado ante la sola posibilidad de que la misiva hubiera sido interceptada. Imprevistamente y como caído del cielo, arribó a Cayena el 18 de octubre de 1765 un barco portugués de poco calado, pero dotado de un sistema de remos que le permitía ascender ríos de fuerte correntada. Increíblemente, el navío había sido enviado por el rey de Portugal para recoger a Jean Godin des Odonais y trasladarlo río arriba, para que pudiera buscar a su familia. Sus contactos en Francia, por fin, habían puesto en marcha los mecanismos que permitirían el rescate. Pero, lamentablemente, privó su paranoia. ¿Cómo iba a embarcarse en un buque de bandera portuguesa precisamente él, que había escrito una carta incitando a Francia a adueñarse del Amazonas? Se trataba de una trampa. Sería fatigante enumerar las enfermedades que fingió padecer, los pretextos que opuso para no abordar la nave. Isabela recibió en Riobamba un mensaje en que su marido le revelaba que estaba vivo, que permanecería en Cayena por razones de seguridad, y que una nave portuguesa la esperaría en Lagunas, en el río Amazonas. Ella sólo debería llegar a ese punto de encuentro. Recién en 1769, es decir cuatro años después de haber llegado el navío enviado por el rey de Portugal, Isabela partió de Riobamba. No es difícil imaginar la perplejidad, el aburrimiento y hasta la indignación del capitán y su tripulación. Apenas recibió noticias de su marido, Isabela envió a Cayena a Joachim, un esclavo negro extremadamente leal, para ultimar detalles, trayecto que demandó, entre ida y vuelta, dos años; luego, su padre, Pedro de Grandmaison, que ya había pasado los sesenta años, recorrió el trayecto hasta Lagunas, donde esperaría a su hija, allanándole el camino y resolviendo 24
dificultades. Un día Isabela resolvió partir, para reencontrarse con su marido. Nada la ataba a Riobamba: sus cuatro hijos habían muerto. El viaje fue un calvario. La comitiva incluía a sus dos hermanos, a su sobrino Joaquín, de doce años, un médico y algunos sirvientes. El hambre, las fiebres, las muertes, las pérdidas de embarcaciones, la deserción de los indios comenzaron a minar la moral. El médico sugirió que un grupo bajara el río hasta Andoas para pedir ayuda. Fue el mismo argumento que doscientos años antes había utilizado Francisco de Orellana con Gonzalo Pizarro, y, fatalmente, tuvo el mismo desenlace. Descender en balsa por el río era tarea fácil; remontarlo era una empresa casi condenada al fracaso. El médico, acompañado por el esclavo Joachim, partió corriente abajo, dejando a Isabela y a quienes la acompañaban en medio de una de las selvas más despiadadas del planeta. La espera, que en teoría sería de pocos días, entró en una aterradora demora. La balsa no regresaba. Cuatro semanas después, el escenario forzó a los actores a colocarse la máscara de la tragedia. Solos, sin la ayuda prometida, sin conocer ni saber cómo sobrevivir en la selva, acechados por una cornucopia de enfermedades tropicales, insectos implacables y alimañas ponzoñosas, fueron muriendo uno a uno, o, en un acceso de desesperación y locura ––como lo hicieron dos sirvientas–– se internaron en la selva para perecer en el laberinto. Isabela vio morir a su sobrino Joaquín, a sus dos hermanos y a todos cuantos la acompañaban. No le quedaban fuerzas para enterrarlos y yacía en la penumbra de la floresta viendo cómo se descomponían los cuerpos. Pero esta mujer de cuarenta y dos años estaba hecha de una peculiar sustancia. Decidió no dejarse morir. Con las pocas fuerzas que le quedaban, cortó las suelas de los zapatos de sus hermanos e improvisó un par de sandalias. Y se lanzó, sin rumbo, a buscar ayuda en esa jungla donde ni siquiera entraba el sol. Durante nueve días, deambuló por esas latitudes del horror, dispuesta a sobrevivir; si se detenía, jamás volvería a ponerse en movimiento y perdería la vida como les sucedió a sus seres queridos. Pero el Amazonas decidió ayudarla y quiso que unos indios la encontraran. Llegó a Andoas en el Año Nuevo de 1770 y fue recogida por unos padres misioneros. Entretanto, su fiel Joachim, se propuso remontar el río en busca de su ama y, sorprendentemente, lo logró. Encontró una visión de espanto. Todos habían perecido, salvo Isabela, que con seguridad habría perecido tragada por la selva en un intento desesperado para sobrevivir. Regresó 25
a Lagunas y le comunicó a Pedro de Grandmaison que su hija había fallecido. En París, la historia de Isabel Godin recorrió velozmente los salones dorados. Esa sociedad que simbolizaba un mundo en vías de extinción ––faltaban apenas diecinueve años para la Toma de la Bastilla–– debe haber quedado perpleja ante semejante muestra de amor. ¿Qué princesa o condesa sería capaz de tamaña entrega? No fue así, sin embargo, en el interior de Francia, donde hasta en la más pequeña aldea se hablaba de una mujer que, por reencontrarse con su marido, había dado su vida. El desenlace fue imprevisto y causó tanta conmoción como su desaparición: Isabela estaba viva. Las noticias le llegaron a su padre, en Lagunas, y a su marido, en Cayena. Y hacia esa ciudad partió finalmente para unirse nuevamente a Jean Godin des Odonais. Isabel y Jean permanecieron tres años en Cayena. Luego, enfilaron rumbo a Francia, desembarcaron en La Rochelle, donde los esperaba un envejecido pero siempre fiel Charles Marie de la Condamine. Poco después llegó Pedro de Grandmaison y se instalaron en Saint-Amand Montrond, en Berry, donde la familia Godin des Odonais poseía tierras. Su silencioso prestigio fue tal que ni siquiera el gobierno revolucionario francés se atrevió a cuestionarlos por su clase social. Hasta que Jean falleció, a los setenta y nueve años, en 1792, siguió cobrando una pensión que le había otorgado el Estado.
Ese era el territorio donde debería desenvolverse el joven Julio César Arana. Posiblemente, nada sabía de aquellos aventureros y científicos que revelaron al mundo cómo era el Amazonas. Sin embargo, él también habría de descubrir esa selva en sus aspectos más oscuros. Sus primeros viajes lo llevaron por los ríos próximos a Rioja, vendiendo sombreros de paja, estudiando el terreno, conociendo caucheros. Quizás aún no había comprendido el valor que poseía el caucho, ni se había adentrado en ese mercado que explotaría pocos años después hasta transformar al Amazonas peruano, brasileño y boliviano en un verdadero El Dorado. Acaso tampoco sabía distinguir entre las diversas variedades de árboles que producían la goma. Pero sabía que tarde o temprano su olfato comercial lo llevaría a una prosperidad superlativa. En aquellos días, sólo pensaba en progresar y jamás dejó de escribirle a Eleonora cuando se encontraba en alguna población con servicios de correo. 26
La joven maestra ya no vivía más en Rioja: en 1884, se había trasladado a Yurimaguas, a orillas del río Huallaga, para ejercer como docente e inaugurar la primera escuela estatal. Recibía en casa de su abuela, donde se alojaba, las cartas de Julio César. Probablemente, al leer lo que el joven le expresaba, descubrió que ya no era más el niño vecino, sino que se había transformado en un hombre. Julio César en sus noches de soledad en poblaciones selváticas, o a bordo de vapores fluviales, no sólo llevaba prolijamente las cuentas ––para eso había trabajado en Chachapoyas–– sino que devoraba cualquier libro que cayera en sus manos, algo poco común en un comerciante de aquella época. Con los años, tuvo la biblioteca más completa del Amazonas. Así fue que leyó teatro, poesía, novela e historia, lo cual contribuyó a que las cartas que le enviaba a Eleonora tuviera un barniz cultural poco habitual. Y ella, que había cursado el magisterio, debe de haber quedado pasmada ante ese despliegue. Pero la relación era meramente epistolar. Si bien en aquellos años no existía otro medio de comunicación cuando había una selva de por medio, la ausencia física debe de haberlo inquietado. Esperanzado por el flujo de correspondencia, un día resolvió ir a visitarla a Yurimaguas. Fue entonces cuando sucedió un hecho que activaría, en Eleonora, un torrente de sentimientos tal vez tapados por su trabajo, por sus ambiciones personales, por su espíritu de independencia. Fue el creer que lo había perdido para siempre. Julio César Arana se embarcó rumbo a Yurimaguas en uno de los precarios vapores que recorrían el río Huallaga, después de haber realizado uno de sus habituales viajes vendiendo sombreros. Poco antes de llegar, la embarcación embistió un tronco: se abrió un rumbo en el casco y se fue a pique. Era de noche, y la corriente del río y los remolinos contribuyeron a que hubiera numerosos ahogados. Pero Julio César se aferró a una tabla, a un tronco o, en suma, a algo que flotaba, y llegó nadando a la orilla. La noticia corrió como reguero de pólvora y le llegó a Eleonora Zumaeta: todos los pasajeros habían perecido, entre ellos, el joven que no había cesado de escribirle cartas de amor. Richard Collier, un biógrafo de Arana, sostiene que, misteriosamente, ella tuvo la certeza de que Julio César no había muerto y, por eso, no demostró una excesiva desesperación. No sabemos si esa reacción se debió a una negación, a un sentimiento de impotencia o a que sintió acaso por primera vez que estaba enamorada. Julio César Arana no había muerto y llegó a la casa de Eleonora, empapado. Ella lo reconfortó y, al comprobar que estaba vivo, que no lo ha27
bía perdido para siempre, tal vez se le aclararon sus sentimientos y reconoció hasta dónde llegaba su amor. Por otra parte, era un hombre atractivo: alto, corpulento, de rasgos europeos, con poca o ninguna sangre indígena. Llama la atención la escasa cantidad de fotografías que retratan su juventud. Tampoco las hay de Eleonora. En El proceso del Putumayo, sus secretos inauditos , escrito por el juez Carlos A. Valcárcel y publicado en Lima, en 1915, donde se refiere a los horrores que se cometieron en ese río, hay una fotografía de Julio César Arana en sus años jóvenes, apoltronado en un sillón de madera tallada, impecablemente vestido con saco y chaleco y luciendo una pequeña barba. Si bien es difícil determinar su edad, es probable que aún no hubiera cumplido los treinta años. Sólo existen cuatro fotografías de Julio César Arana, principal protagonista de los escándalos del Putumayo, interpelado en Londres en la Cámara de los Comunes y de quien hablaron todos los diarios del mundo. El 2 de junio de 1887 los enamorados se casaron en la Iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, en Yurimaguas. El templo se llama así debido a la efigie de la Virgen de las Nieves, patrona de Yurimaguas, traída por los portugueses, que fueron los primeros en llegar a esa población. A los asistentes les debe de haber parecido una pareja deslumbrante: la belleza y los ojos azules de Eleonora, conocida por todos dada su condición de maestra, y ese apuesto joven de Rioja, que le obsequió como regalo de bodas una pulsera de oro con un zafiro incrustado. Julio César Arana no era hombre de medias tintas, ni le importaba el haber agotado sus ahorros para hacerle semejante regalo. Este casamiento no necesariamente significó que la felicidad los iba a acompañar. Si bien estuvieron juntos hasta el fin de sus días, fue una pareja que se caracterizó por larguísimas separaciones, debido precisamente a los negocios de Arana, a las cuales habría que agregar las incertidumbres de Eleonora, que sabía cuándo su marido partía a la selva, pero no ignoraba que podía no regresar. Julio César se había transformado, durante sus viajes amazónicos por los ríos Yavarí, Purús y otros afluentes menores, en un representante más del sistema de aviamiento, que era el que imperaba en la zona. El aviador ––que nada tenía que ver con los futuros pilotos de precarias máquinas voladoras–– era un proveedor para todos aquellos que trabajaban en la jungla, desde el cauchero hasta el empleado. Les llevaba avíos: provisiones, armas, municiones, herramientas, todo lo que fuera necesario pa-
ra la supervivencia y para el trabajo. En esos prolongados desplazamientos fluviales rara vez alternaba con los otros pasajeros, que bebían y jugaban hasta altas horas de la noche. Él prefería estar solo, leyendo, escuchando el sonido de la selva. En más de una oportunidad, habrá pensado cómo salir de ese sistema hasta cierto punto miserable. Esa monotonía y la soledad sólo podrían ser reemplazadas por alguna actividad audaz y rentable, que le permitiera vivir de otro modo. Fue entonces, quizás, que pensó en el caucho. Vivía con Eleonora en Lamas, un pequeño poblado al pie de las montañas. Todos los días cabalgaba hasta Tarapoto, sobre el río Huallaga, a veinte kilómetros, donde había abierto un negocio con su cuñado, Pablo Zumaeta. Este muchacho de dieciocho años, alto y pelirrojo, se transformaría, de por vida, en su hombre de confianza y, también, en su socio. Con los años, Julio César Arana creó una suerte de sistema endogámico, haciendo participar no sólo a su cuñado, sino también a su hermano Lizardo, y hasta a su otro cuñado, Abel Alarco, casado con una de sus hermanas. No concebía trabajar ni construir un imperio sin su familia, y las motivaciones profundas de esta decisión habría que buscarlas en la desconfianza que le producían las personas que no formaran parte de su círculo íntimo, en su misantropía, su falta de amigos, su imperiosa necesidad de contar con testaferros de absoluta confianza. Es notable lo fiel que le fue Julio César a Eleonora a lo largo de su vida. El viajar por latitudes tan improbables como el Amazonas, o el haberse llegado a convertir en el rey de una materia prima como el caucho, no lo lanzó a la conquista de beldades. Lo previsible, en todo caso, es que hubiera tenido numerosas amantes para cubrirlas de alhajas, como solían hacerlo los caucheros de Manaos. O, en Europa, donde vivió, podría haber coleccionado demi-mondaines , o haber tenido por amante a alguna célebre cortesana. Así como el rey Leopoldo II de Bélgica ––que mucho tuvo que ver con las atrocidades que se cometieron, a fines del siglo XIX, en el Congo, por el caucho–– conquistaba a jóvenes beldades, él podía haber aspirado a una Nelly Melba, o una Gaby Deslys. Pero le fue fiel a su mujer. Cabe aclarar que, para más de un rey de las materias primas sudamericanas, la familia era tanto o más importante que los negocios. Al igual que Simón Patiño, el rey boliviano del estaño que sólo amó a Albina, su mujer, Arana hizo de su familia un círculo impenetrable, donde rara vez entraba alguien que no fuera pariente o algún conocido del Amazonas.
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La familia, entonces, fue el primer andamiaje que armó para fortalecer sus negocios. Los continuos desplazamientos por la selva, comoaviador, le permitieron descubrir dos realidades inequívocas: qué fácil resultaba endeudar a los caucheros proveyéndolos de suministros, y qué importante era que le pagaran con caucho, no con soles. Recibía caucho en pago por las mercancías entregadas ––que estaban notablemente sobrevaluadas–– pero no lo cobraba al vago precio del momento, sino cuando llegaba a destino. Como esa materia prima solía subir vertiginosamente de precio, llegaba a ganar hasta el cuatrocientos por ciento de lo que había invertido. Pero no era viviendo en Lamas, ni cabalgando veinte kilómetros al día donde estaba la bonanza, sino en algún punto más estratégico, como Yurimaguas. Julio César comprendió que se había cumplido un ciclo, el cual incluyó un amor desesperado ––que, felizmente, había terminado en matrimonio––, y que algunos secretos de la selva le habían sido revelados. También había nacido Alicia, la primera de los cinco hijos que le daría Eleonora. Intuyó que había llegado el momento de pegar el gran salto hacia un Olimpo que podría asegurarle otra clase de vida y darle, a la vez, la riqueza y el poder que ansiaba. Se trataba, sin más, del caucho. Se estableció en Yurimaguas, en la ribera izquierda del río Huallaga, que desemboca en el Marañón, transformándose luego en el Amazonas. La ciudad era francamente selvática, pues estaba lejos de la cordillera de los Andes. Pero tenía un clima benigno en comparación con otros poblados amazónicos. Era la capital del Alto Amazonas y había sido elevada a esa categoría por la Asamblea de Cajamarca, en 1883. Surgió cuando algunos pobladores de Tarapoto, Lamas y Moyobamba se establecieron ahí en busca de mejores horizontes. Era menos nociva que Iquitos, en materia de enfermedades tropicales, y gozaba de refrescantes lluvias que hacían descender la temperatura a 25 grados centígrados, lo cual no excluía la existencia de, por ejemplo, el paludismo, ya que numerosos habitantes de Iquitos convalecían allí. Yurimaguas tenía un empuje propio, favorecido por la cercanía del caucho que exportaba a Europa, por la presencia de firmas comerciales como la de Manuel Morey e Hijos ––legendaria familia amazónica, uno de cuyos integrantes, como veremos oportunamente, llegó a ser conde de Tarapoto–– y por la inagotable cornucopia que le prodigaba la naturaleza. Allí se daban especies silvestres y cultivadas: paltas, naranjas y bananas, coles, lechuga y arvejas, por nombrar algunas. Allí se estableció Julio César Arana, creando una nueva oficina junto con su cuñado Pablo Zumaeta. 30
En 1890 dio el primer paso para convertirse en cauchero. Adquirió una estrada en las proximidades de Yurimagua. Los manchales, que eran terrenos donde se agrupaban árboles gomeros, se ordenaban en forma de estradas, que, en portugués, significa calle o camino. El problema era quiénes recolectarían el caucho. Dadas las condiciones extremas que reinaban en la selva, sólo podían reclutarse almas en estado de desesperación. Imaginemos, por un instante, la vida de un recolector de caucho: debía internarse en la jungla ––los árboles de donde se extraía el látex estaban esparcidos en grandes distancias y no formaban bosques compactos–– y afrontar el calor, la opresiva humedad, los mosquitos que transmitían la fiebre amarilla y la malaria, las serpientes venenosas, los pequeños insectos que se internaban por los orificios humanos más imprevistos y escalofriantes. Los trabajadores europeos y asiáticos que llegaron a esas latitudes fueron diezmados por las enfermedades. Sólo funcionaba la mano de obra nativa, es decir, los indios, acostumbrados a ese escenario patogénico. Salvo, claro, que se recurriera a algunas almas en pena. Eso es, exactamente, lo que hicieron Julio César Arana y Pablo Zumaeta, cuando se embarcaron rumbo a Ceará, en el nordeste brasileño, en busca de mano de obra barata. Aunque no existen registros de ese viaje, es de suponer que bajaron por el Amazonas hasta el puerto de Pará, en alguno de los vapores fluviales de la época. Tampoco se sabe si reclutaron los trabajadores en ese puerto, o si prosiguieron viaje hasta Fortaleza, capital de Ceará. Pero es fácil imaginar los sueños de Julio César mientras navegaba por ese río desmesurado, en el que por momentos se perdían de vista las orillas. Habrá acaso recordado sus días como vendedor de sombreros de paja, montado en una mula y ascendiendo por la cordillera de los Andes; o la frescura del clima de Rioja, los jazmines del cabo, y las mujeres descalzas llevando cántaros sobre sus cabezas. Qué lejano le habrá parecido ese mundo. Qué pequeño. Ahora el Amazonas se extendía ante su vista, virgen, oportuno, accesible para un hombre que tuviera el carácter imprescindible para saber explotarlo. La fortuna y el porvenir estaban en el caucho, sin que por eso abandonase su profesión de aviador veremos–– una herramienta clave para fundar un imperio. Pero habría que preguntarse qué iba a hacer a Ceará, junto con su cuñado, y a quiénes intentaría reclutar para su primera plantación de caucho, o seringal. Esta región del nordeste brasileño formaba parte del sertão, un vasto territorio árido, proclive a las más feroces sequías de Sudamérica, po31
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blado de arbustos espinosos, donde sólo podía criarse ganado. La falta de lluvia durante períodos prolongadísimos no sólo provocaba el éxodo de sus habitantes hacia otros estados o países, sino también una apabullante cantidad de muertes. En un artículo publicado en la Gazeta de Noticias, de Río de Janeiro, en agosto de 1878, cuando Brasil era aún un imperio gobernado por los Braganza, el periodista José do Patrocino ––autor de la nota–– fue enviado al nordeste brasileño para cubrir la pavorosa sequía. “La tragedia que implica esta vergüenza nacional que podemos presenciar en Ceará se ha apoderado de toda la vasta superficie de esta provincia desafortunada. Expulsados de sus hogares por el látigo hecho por la naturaleza con la ayuda de los rayos del sol, la suerte de los infortunados se reduce a peregrinar por el país hasta encontrar alguna población en donde puedan seguir postergando su desaparición en una tumba”. Se calcula que, en 1878, la mitad de la población de Ceará ––medio millón de personas–– murió de hambre. Estas sequías, con consecuencias menos apocalípticas, se repetirían en 1915, 1919 y 1932. Sin embargo, el sertão , a pesar de la tragedia, de su condición misérrima, ha inspirado a compositores y poetas, como si se tratara de una región edénica a la cual aspira a regresar aquel que partió. Luar do sertão, que en portugués significa “Plenilunio en el sertão”, es el mejor ejemplo de esa contradicción. Hasta Marlene Dietrich, cuando pasó por Río de Janeiro a fines de la década de 1950, la cantó ante una conmovida audiencia. Oh, que saudade do luar da minha terra, lá na serra, Branquejando folhas secas pelo chão! Este luar cá da cidade, tão escuro, Não tem aquela saudade do luar lá do sertão. Não há, oh gente, oh não, Luar como esse do sertão. 1
bres, que poco importaba que no hablaran español sino portugués ––con el fuerte acento del nordeste brasileño–– ya que su trabajo como recolectores de caucho ––tappers, para los ingleses–– era uno de los más macabros del planeta. Al cauchero, desde el vamos, se lo endeudaba, para poder controlarlo a perpetuidad. Los veinte cearenses, por ejemplo, quedaron debiendo al señor Arana treinta libras esterlinas cada uno, en concepto del pago del pasaje en vapor hasta Yurimaguas. Las imprescindibles herramientas, armas y provisiones que necesitaban para trabajar, tampoco eran gratuitas, ni con Arana ni con ningún otro. Para internarse en la selva precisaban un machete, un Winchester que los defendiera de las fieras, alimentos, la calabaza para colocar el caucho, entre otras minucias. Richard Collier, en The River that God forgot , describe cómo fue la experiencia de estos cearenses en el Amazonas. En el muelle de madera (en Yurimaguas ) donde amarraban canoas y barcazas, los recolectores se dirigían al negocio de Arana, pintado de blanco, que se hallaba encaramado sobre pilotes en el río: se trataba de una modesta tienda, con un penetrante olor a pescado seco, café y parafina, además de una pequeña colección de machetes, rifles y líneas de pesca. Aquí se entregaban las provisiones trimestrales ––alimentos, un Winchester, municiones, baldes y calabazas para colocar el caucho–– que acaso costaban cuatro libras esterlinas. Pero en los abultados libros de contabilidad de Arana, cada recolector aparecía endeudado en más de setenta libras esterlinas ––una deuda que sólo podía cancelar vendiéndole a Arana el caucho que todavía debía recolectar. Pero Arana había estudiado este sistema que imperaba en las orillas de los ríos y sabía que nada debía temer. Pocos hombres, en los tres meses subsiguientes, eran capaces de recolectar la cantidad necesaria de caucho para saldar sus deudas ––y, para entonces, necesitaban nuevamente provisiones. No tenían tiempo para cazar, pescar o sembrar, en las proximidades de sus miserables chozas hechas con hojas de palmera. Con cada nuevo pedido de provisiones la deuda se hacía más abultada. En pocas ocasiones un recolector pagaba lo que debía; pocos, también, veían dinero en efectivo durante sus misérrimas existencias.
Pero Ceará y el sertão no tenían nada de romántico cuando Julio César Arana, en 1890, se dirigía hacia allí. La sequía había hecho estragos y eran varios los trabajadores cearenses dispuestos a trasladarse a otras latitudes con tal de huir del sol, del polvo, del hambre. El Amazonas fue una de las preferidas. Pero esa huida desesperada encerraba una solución aún peor, que era caer en una suerte de esclavitud ejercida por los dueños de las plantaciones de caucho. Julio César reclutó veinte hom-
Se trataba de vidas sin salida, de un trabajo que en vez de ennoblecer, denigraba. En otros lugares de Sudamérica las condiciones de trabajo eran rigurosas. Pensemos, por un momento, en la actividad de un mi-
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nero en alguna de las minas del rey del estaño, Simón Patiño, al sur de Oruro, en Bolivia: los socavones, las enfermedades ocasionadas por el plomo, las desmesuradas alturas, el frío atroz. Pero no eran comparables a la selva amazónica, inmensamente peor. Es curioso, sin embargo, que Julio César Arana y Simón Patiño, contemporáneos, que desarrollaron sus cuantiosas fortunas en la misma época, es decir, a comienzos del siglo XX, hayan tenido vidas ––y muertes–– diametralmente opuestas. No es aquí el espacio para analizarlas, pero baste señalar que los comienzos de ambos fueron asombrosamente parecidos: Patiño se instaló a 4.400 metros de altura, en la mina La Salvadora, en los Andes bolivianos. Hasta allí llegó su esposa Albina, desde Oruro, después de haber vendido sus alhajas en cuatro mil dólares, para acompañar a su marido ––que sufría de una aterradora soledad–– y organizar domésticamente el campamento. Arana recorrió como aviador los ríos Acre y Yaraví ––por nombrar algunos–– también soñando en construir un imperio. Ambos hombres conocieron el negocio por dentro. Pero hasta ahí las similitudes. El trabajo en la mina Llallagua, de Patiño, no estaba exento de rigor, pero al minero no se lo maltrataba, ni se lo endeudaba. Arana, con los veinte cerearenses que recolectaban caucho, no fue necesariamente cruel, como sucedería luego cuando la mano de obra pasó a ser indígena en el río Putumayo. Pero comenzó a revelar su falta de escrúpulos, su desvalorización de la vida humana. El recolector de caucho ––en este caso, los brasileños que contrató Julio César–– acaso no aspiraba a otra vida. En el sertão las posibilidades eran nimias; en la selva, había caucho, pero de nada le servía. Después de agotadoras jornadas cortando árboles y recolectando látex en un clima despiadado, caía en memorables borracheras, en peleas violentas, porque no ignoraba que vivía en un infierno del cual nunca podría salir. Arana no era ajeno a esto, ni a los peligros que corría ––de hecho, sucedieron–– cuando los recolectores se volvían peligrosamente agresivos al negarles el crédito; por otra parte, el negocio de explotar estradas no le daba la rentabilidad que hubiera deseado. Quizá le resultaba más conveniente el sistema de aviamiento, es decir, ser proveedor de elementos clave para los caucheros y cobrar en caucho, vendido superlativamente, con posterioridad, en el mercado. Un día, de improviso, enajenó su modesta plantación de caucho, incluyendo a los brasileños, que por las leyes de facto que imperaban eran transferidos al comprador. Éste adquiría la estrada , junto con los recolectores, por el mero hecho de estar endeudados. ¿A qué juez 34
podían recurrir los cerearenses? No tenían ni un sol para contratar a un abogado; aún más, ni siquiera les interesaba. Terminarían sus días en esa selva maldita pagando un tributo que nunca llegaría a saldar la deuda, con el calor, la humedad y el alcohol como telón de fondo. Este imprevisto cambio de rumbo que tomó Julio César Arana fue apenas el preludio de la sangrienta ópera que desarrollaría pocos años después. Las cuentas de Yurimaguas no le cerraban y fue por eso que se deshizo de sus plantaciones. El alto costo que había implicado la importación y el mantenimiento de los recolectores ––que incluía la presencia de hombres armados en las plantaciones para evitar posibles fugas–– dejaba pocos márgenes de ganancia. Se había endeudado con los comercios mayoristas de Manaos que le suministraban las provisiones. Para colmo, en el período de lluvias, durante el verano austral, se producían cambios climáticos y orográficos que impedían que el látex coagulara. Esta ristra de problemas lo forzó a cambiar de escenario económico. Prefirió seguir endeudando a los caucheros y cobrando en materia prima y no en dinero peruano. En los años subsiguientes, suponemos que siguió navegando los ríos, colocando sus productos. Es sorprendente lo poco que se sabe de este hombre que fundaría un imperio en el Putumayo. Los únicos datos de este período de su vida los suministra Richard Collier. De no haber sido por él, nada conoceríamos acerca de los comienzos de Arana. En Perú, en la actualidad, son contadas las personas que saben de su existencia. Nombrar a Julio César Arana es poco menos que preguntar acerca de una lejana nebulosa perdida en el cosmos. Nadie lo conoce, salvo los estudiosos del Amazonas y de la economía del caucho. Cabe preguntarse a qué se debe ese desconocimiento. Nos inclinamos a creer que fue borrado de la memoria de un pueblo, ya que Arana nada tuvo de santo, ni de postal escolar. La vida de San Martín, o de Bolívar ––idealizada, claro–– figura en todos los libros de texto y se conocen detalles de sus trayectorias. De este rey del caucho, que llegó a ser el hombre más rico del Perú, nada se sabe, y ––peor aún–– no se quiere saber. Posiblemente, porque se convirtió en una oscura mancha en la historia peruana. Lo paradójico es que ni siquiera se lo conoce por haber sido un asesino.
Referirse al caucho en términos generales es caer en una simplificación que conviene evitar. En realidad, hay diversas clases de “caucho”, 35
del mismo modo que existen una variedad de árboles y métodos para extraerlo. En La economía del caucho, Guido Pennano Allison explica estas diferencias: Casi todos los análisis hechos sobre el caucho en el Perú y en Bolivia cometen el mismo error; aún las publicaciones oficiales no son muy claras al respecto. La palabra caucho es usada en forma tal que engloba a todos los distintos tipos de gomas existentes. En cambio, caucho es el nombre aceptado internacionalmente para la resina utilizada específicamente por el árbol Castilloa Ulei. 2 El árbol Castilloa Ulei es, por ejemplo, bastante distinto al Hevea Brasiliensis. No sólo hay diferencias en la fibrosidad de la corteza, lo que hace que el Castilloa segregue el látex fácilmente, sino que las celdas que contienen al látex son como tubos verticales; de esta forma, al cortarse la corteza, el látex fluye como si fuera por un caño abierto. Normalmente, demora entre cuatro meses a un año en promedio para que las celdas se recarguen completamente con la resina del caucho. No hay razón pues para sangrar o resinar estos árboles más allá de dos o tres veces al año. El Hevea, en cambio (que abundaba en el Brasil), segrega su látex muy lentamente y se cosecha en forma casi continua durante toda la estación de extracción.
Pero ahí no terminan las diferencias. A la cabeza, en cuanto a calidad, se ubica el jebe fino, que proviene del Hevea Brasiliensis (algunas versiones sostienen que esa denominación deriva de las siglas G.B., o sea Gran Bretaña, y que en español se pronuncia, precisamente, jebe ); luego, sigue eljebe débil, los distintos tipos de sernamby (a esta clase pertenecía parte de la producción de Julio César Arana), los rabos del Putumayo, entre los principales. Tampoco el modo de extraer el látex era uniforme. El más conocido, acaso, es el de hacer incisiones diagonales en la corteza del árbol para que fluya el látex, terminando en un recipiente. En otras plantaciones se colgaban de la corteza pequeños envases donde goteaba la goma. Y, el más depredador de todos los sistemas, era cortar el árbol, método utilizado por el cauchero peruano que hubiera espantado a más de un ambientalista. Las diferencias, también, se hacían extensivas a los propios recolectores de caucho, ya que había diversas categorías, o, al menos, distintas actitudes existenciales. El recolector del látex proveniente de la Hevea 36
Brasiliensis , denominado seringueiro, tenía costumbres sedentarias a pesar de su vida miserable. Recorría la estrada donde se encontraban numerosos ejemplares de esta clase de árbol, los sangraba con cuidado y, no muy lejos de allí, construía su choza en la cual vivía, solo o acompañado por algún familiar. Resulta paradójico que pueda considerarse estable una existencia en la que todo era adversidad: las enfermedades tropicales producidas por insectos, una alimentación paupérrima que producía otras patologías, y la eterna deuda con el aviador que le suministraba provisiones y armas. Este habitante de la selva poblaba el Amazonas brasileño. El cauchero peruano, en cambio, extraía el látex del Castilloa , lo cual implicaba talarlo. Vale la pena señalar que, a fines del siglo XIX, no existía la menor conciencia conservacionista y que todos los esfuerzos realizados en ese sentido por el gobierno de Lima fueron absolutamente estériles. ¿Quién se atrevería a adentrarse en ese infierno para verificar cuántos árboles se derribaban? ¿Qué autoridad se internaría en esa jungla impenetrable para exigir que se plantaran nuevas especies? Por otra parte, los rindes eran asombrosamente distintos. Un Hevea Brasiliensis, prolijamente sangrado, es decir, con las incisiones correctas, podía suministrar tres kilos al año de caucho seco; un árbol de Castilloa, que podía alcanzar los treinta metros de altura, rendía noventa kilos de caucho en apenas dos días. Hacia 1890, el Castilloa se había extinguido en la región del río Putumayo. El caucho ––así lo denominaremos para evitar farragosas categorías y subcategorías–– fue utilizado en América antes de la conquista española: los indígenas en Española, en México y otras regiones lo usaban, una vez coagulado con calor y humo, para fabricar zapatos, pelotas para jugar, o para impermeabilizar algunos objetos o parte de la vestimenta. Los conquistadores deben de haber quedado boquiabiertos ante este producto americano ––como el chocolate, el maíz, la papa, el tomate o la palta–– con propiedades tan insólitas. El caucho, durante siglos, más que una necesidad fue una curiosidad. Los recién llegados al Nuevo Mundo observaron que los indígenas armaban una pelota que rebotaba como si estuviera poseída váyase a saber por cuál demonio. Pedro d’Anghiera fue el primero en escribir, en 1530, acerca de estas bolas de caucho, con las que los aborígenes practicaban un juego denominado batey, que Cristóbal Colón había visto jugar en algún impreciso lugar de la actual Haití; a medida que transcurrían los años, otros cronistas hicieron referencia a este inusual producto. Los españoles también lo utilizaron 37
con fines prácticos, más que deportivos. El gran problema que planteaba el caucho, en aquellos siglos, era que perdía consistencia con el calor y se resquebrajaba con el frío, además de tener un olor penetrante y desagradable. En 1770, mientras en París los habitantes no salían de su asombro al enterarse de que Isabela Godin había sobrevivido, sola, en el Amazonas, un químico británico, sin saberlo, bautizaba a una materia prima que provenía de esa selva que le había perdonado la vida a una notable mujer. En efecto, Joseph Priestley logró eliminar las marcas de lápiz en el papel utilizando un pequeño trozo de caucho sólido. Había nacido la goma de borrar y, a la vez, un nuevo término, rubber , que en inglés significa tanto caucho como goma de borrar. A partir del siglo XIX, el caucho dejó de ser un exotismo tropical y fueron varios los emprendedores que intentaron darle más utilidad y, sobre todo, rentabilidad. El olfato de algunos hombres dotados de iniciativa les permitió vislumbrar que ese material tosco y aún sin desarrollar podía encerrar las posibilidades más insospechadas. Thomas Hancock, en 1819, al diseñar un sistema que permitía la fabricación de planchas de caucho, abrió la puerta de una industria que alcanzaría niveles gigantescos, pero que, en ese momento, no tuvo demasiado impacto dentro de la revolución industrial británica; fue a partir de su asociación con un químico brillante e imaginativo, padre de lo que, en la actualidad, se denomina impermeable, o raincoat, que empezó la verdadera industria. Ese hombre fue un escocés, Charles Macintosh, que un día descubrió cómo disolver el caucho a través de un ingenioso recurso químico. Unió dos trozos de tela con esta solución y comprobó que, una vez seco el tejido, el agua no podía penetrarlo. Había nacido el primer género a prueba de agua. Se asoció entonces con Thomas Hancock, y creó diversas telas impermeables. Aquellas prendas imprescindibles para los días de lluvia se llamaron en inglés, a partir de entonces, “mackintosh”, término originado en el apellido del escocés al que se le agregó una “K”. Los sastres de Londres le hicieron la guerra: nada querían saber de ese nuevo producto. Macintosh trasladó su fábrica a Manchester, en 1840. La misma aún existe y pertenece a la Dunlop Rubber Company. Pero la verdadera revolución, la que abriría de una vez por todas las puertas a esta materia prima proveniente de las infinitas selvas tropicales, llegó en 1839, cuando un norteamericano, Charles Goodyear (aún lleva su nombre una marca de neumáticos) descubrió el proceso de vul38
canización . Se trataba de calentar una solución de caucho, plomo y sulfuro, estabilizando (o vulcanizando) el caucho para que retuviera su elasticidad, consistencia y utilidad. Este inventor, a pesar de haber obtenido en 1844 una patente de “caucho vulcanizado”, vivió y murió prácticamente en la miseria. Como la propulsión a vapor, que permitía recorrer distancias en trenes, sin que la lluvia tuviera la mínima importancia ya que los vagones se deslizaban sobre rieles, el caucho vulcanizado transformó no sólo la industria, sino también la vida cotidiana. Ya que de trenes se habla, fueron innumerables los usos que la industria ferroviaria dio a este material, desde los paragolpes o elementos que integraban el motor, hasta los interiores de los vagones. Antes de esta mágica aparición, la información a través del cable podía interrumpirse dada la precariedad de los materiales que lo componían; revestidos de caucho, en cambio, podían atravesar océanos y planicies. Qué confortable resultaba recorrer la campiña inglesa en carruajes tirados por caballos cuando las ruedas estaban recubiertas por una capa de caucho. El furor por este producto amazónico alcanzó todos los niveles. Se descubrió que era un maravilloso aislante de la electricidad, con lo cual se evitaban los accidentes; a partir de las botas de goma, cazadores, leñadores y peones rurales ya no tendrían que mojarse los pies; los fanáticos del fútbol, del golf, del tenis, contaban con prodigiosas pelotas que cambiaron drásticamente el deporte; las mujeres, en particular las que trabajaban en oficinas, se lanzaron a usar prendas interiores de goma. Y ––a pesar de la desaprobación eclesiástica–– se podía hasta limitar el número de embarazos con la aparición de un nuevo y revolucionario adminículo: el preservativo. Pero estos fueron los comienzos. El boom del caucho llegaría a principios del siglo XX con la fabricación de automóviles, donde no sólo los neumáticos estaban hechos con esta materia, sino también piezas clave del motor y de la carrocería. En el remoto Amazonas, las exportaciones de caucho crecían vertiginosamente. En 1825, Brasil exportó (incluyendo la producción peruana y boliviana que se exportaba por los puertos brasileños) 91 toneladas de caucho. En 1860, exportaba 2.670 toneladas. Un descubrimiento ––que, felizmente para los amazónicos, era de caucho–– lanzó una moda imparable que se esparció por el mundo: John Boyd Dunlop, un veterinario escocés, ideó una llanta neumática para la bicicleta de su nieto. Hasta entonces, las ruedas de bicicleta eran de caucho rígido. En los Estados Unidos, fue tal el furor por la bicicleta, que 39
hubo que construir sendas para que transitaran. Qué sublime independencia, ejercicio y practicidad otorgaba este nuevo vehículo. Qué oportuno, también, para los caucheros peruanos.
Hay un período en la vida de Julio César Arana sobre el que sólo podemos hacer suposiciones: enormes privaciones, riesgos superlativos en materia de enfermedades tropicales, trato con hombres despreciables. También la prolongadísima ausencia de su hogar, en Yurimaguas. Durante tres años, vio poco o nada a Eleonora, a su hija Alicia y a otro vástago que había llegado, Angélica. Ese extrañamiento fue la consecuencia de una profunda convicción. Durante la última década del siglo XIX, ingresar al negocio del caucho en gran escala se le convirtió en una aspiración poco menos que quimérica. ¿Cómo competir con el primer barón del caucho, el peruano Carlos Fermín Fitzcarrald? El director cinematográfico alemán Werner Herzog ––quien ya había retratado a Lope de Aguirre en Aguirre, la ira de Dios–– trazó su vida en Fitzcarraldo , una extravaganza que poco o nada tuvo que ver con su verdadera existencia. Fitzcarrald fue despiadado con el indio ––sin llegar a los atroces extremos que alcanzaría Arana–– y se asoció con el cauchero multimillonario boliviano Nicolás Suárez. Para comprender la dimensión de la fortuna de este último, basta decir que capitales ingleses le ofrecieron, en 1912, doce millones de libras esterlinas por sus plantaciones en la selva boliviana. Para Julio César, estos y otros caucheros ––los Morey, los Hernández–– estaban fuera de su radio de alcance. En 1889, Julio César se mudó a Iquitos, dejando a su familia en Yurimaguas. Ese puerto era el epicentro del caucho: allí estaban las grandes casas comerciales, los bancos, las empresas navieras, las oportunidades de hacer negocios. Vale la pena preguntarse por qué no trasladó a Eleonora y a su hija Alicia a esa ciudad. La explicación más plausible es que debía conquistar la plaza antes de llevar a cabo mudanzas precipitadas. En su exposición ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes, en Londres, Arana dio detalles de sus primeros pasos comerciales. “En el año 1890 (es decir, al siguiente de haberse instalado en Iquitos) entré en sociedad con Juan B. Vega, bajo la razón o firma de Vega & Arana, y continué en esta sociedad hasta el año 1892, época en la cual nos unimos con Mourraille, Hernández, Magne & Co (firma francesa), para hacer negocios en el río Yavarí, con una oficina en Nazareth, cuya unión 40
duró hasta 1896, época en la que se liquidaron los negocios y se disolvió la firma de Vega & Arana. Yo continué conduciendo los negocios en el Yavarí y en Iquitos en mi propio nombre”. Lo de “conducir los negocios” fue un giro elegante para definir una de las etapas más duras, peligrosas y sacrificadas de su vida. Durante tres años, recorrió como aviador el río Yavarí, remoto y aún más perdido en el Amazonas. A Eleonora y a sus hijas las veía, en Yurimaguas, durante un período de cuatro meses al año. Los ocho restantes recorría ese infame río plagado, en sentido literal, de las enfermedades más abominables. Vendía, como en el pasado, provisiones y cobraba exclusivamente en especie, es decir, en caucho. Debido al sobreprecio de sus mercaderías, que solía llegar al cincuenta por ciento de su valor real y a la inveterada tendencia de los caucheros a endeudarse, sus ganancias se multiplicaron geométricamente. Más allá de las verdaderas necesidades de los propietarios de plantaciones, también es cierto que se había iniciado la bonanza del caucho: los precios trepaban día a día en los mercados internacionales. Cuando Arana llegaba cargado de alimentos enlatados, fusiles, municiones y cuanto objeto fuera necesario en esa selva, el bolsillo de los caucheros siempre estaba abierto para las compras más desaforadas. Pero sobrevivir en el Yavarí no era lo mismo que hacer buenos negocios. No era el río Huallaga, relativamente libre de plagas, donde se erigía Yurimaguas, ni tampoco el vasto Amazonas, sino un curso de agua encajonado por la selva ––al igual que el Putumayo–– que, en la actualidad, marca el límite entre Perú y Brasil. Julio César pudo haber contraído malaria, fiebre amarilla, disentería o ––como finalmente sucedió–– una enfermedad endémica de la zona. Su salud se deterioró progresivamente y, mientras navegaba en algún precario vapor vendiendo sus productos, su estado físico podía considerarse pavoroso: sus brazos habían enflaquecido en forma desmesurada; apenas sentía sus muslos, así los apretara con fuerza; el vientre se le había hinchado hasta el punto de la deformación y la excesiva transpiración, lo mantenía empapado. Una noche, los pasajeros del vapor creyeron que el joven Arana no estaría vivo al amanecer. No era el paludismo, ni la fiebre amarilla lo que le había atacado, sino otra enfermedad producida por la pésima alimentación: la fiebre del Yavarí , conocida en otras latitudes como beri beri. La palabra proviene del cingalés beri que significa debilidad. Esta enfermedad de difícil diagnóstico, causada por la falta de vitamina B1, fue el producto de meses de comer comida enlatada, sin frutas, 41
verduras, carnes ni lácteos. Julio César Arana decidió beber agua filtrada, jugo de limón y otros remedios caseros. Pero su salud empeoraba día a día y, si sobrevivió, fue posiblemente por su contextura física de increíble fortaleza. Debió regresar a Yurimaguas para curarse y restablecerse. El destino ––o la suerte–– quiso que el barco se encontrara a sólo un día de navegación de esta ciudad. Al llegar, debió ser trasladado en una hamaca hasta su casa, ya no le quedaban fuerzas para caminar. Imaginemos la perplejidad, el dolor, la preocupación de Eleonora ante la visión de su marido que, a los treinta años de edad, parecía ingresar al umbral de la muerte. Esa selva ominosa y despiadada lo había maltratado hasta el punto de la extinción. Su desmesurada ambición, el ansia de poder, que eran la causa directa de las largas ausencias de Julio César, acaso habían empañado otros aspectos de ese vínculo. Cuántas veces esa mujer sola y con dos hijas, viviendo en Yurimaguas, donde ni siquiera había un médico (el más cercano estaba en Iquitos, más de trescientos kilómetros de distancia río arriba) se habrá preguntado si su matrimonio no terminaría despedazándose. La selva, el caucho, la ambición, le habían arrebatado a su marido. Durante tres años estuvo sola durante ocho meses al año. Posiblemente, no era la soledad lo que más temía: había cruzado los Andes a caballo y vivido en Lima lejos de su familia. Lo desgarrador era tener que aceptar cómo Julio César, aquel joven enamorado que le componía versos en Rioja, prefería una carrera plagada de peligros y privaciones, a una apacible vida de familia. Ese conflicto debe de haber estallado más de una vez y, tal vez, él creyó que su mujer no lo apoyaba, que no lo comprendía, que no valoraba sus esfuerzos. Pero ahora, atacado por el beri beri, sólo Eleonora podía salvarlo. Ignoramos cómo lo hizo, aunque con seguridad recurrió a ancestrales brebajes amazónicos preparados con sofisticadas combinaciones de hierbas. No fue ni fácil, ni rápido. Durante seis meses Julio César convaleció en Yurimaguas, recuperando con angustiosa lentitud la locomoción. Eleonora le rogó, le suplicó, que dejara el caucho. Pero ¿cómo iba él a renunciar a los sueños de grandeza que había tenido desde su adolescencia, cuando acompañaba a su padre a vender sombreros a Cajamarca y a Chachapoyas? ¿cómo olvidar los dos años en esta ciudad, aprendiendo el arte de los números en una oficina? ¿cómo desdeñar lo que la naturaleza, en esas durísimas latitudes, le ofrecía en abundancia, una suerte de oro negro que cada día valía más? Esa ambición inmodificable, esa voluntad imposible de quebrar, agudizó los conflictos matrimoniales y Eleo42
nora quizás aceptó que nada cambiaría, que estaría condenada a estar separada de su marido durante gran parte del año, y que algún día este moriría en la selva, víctima de un accidente o de una enfermedad. El futuro, sin embargo, sería peor. Insospechadamente más abyecto. Porque pocos años después no lucharía contra la vocación cauchera de su marido, sino contra el mundo entero que lo señalaría como uno de los peores genocidas de comienzos del siglo XX. El beri beri le dejó a Julio César secuelas que no fueron necesariamente físicas. Según quienes lo conocieron en aquellos años, nunca volvió a ser el mismo: se transformó en un ser hermético, desdeñoso hacia los demás y, hasta cierto punto, amargado. Quizá, su inveterado sentimiento de omnipotencia se había erosionado y, durante los seis meses de convalecencia, habrá reflexionado sobre lo efímero de la existencia que ––al igual que un castillo de naipes–– podía derrumbarse en un instante. Sin duda padeció, también, una curiosa dualidad: su odio por la selva y la fascinación por lo que podía brindarle. Otro hombre habría cerrado definitivamente el libro de ríos y serpientes, humedades y fiebres, y se hubiera abocado a encarar una profesión menos arriesgada. Pero no Julio César Arana del Águila Hidalgo. Comprendió, en cambio, que su familia no podía permanecer en Yurimaguas; que su matrimonio podía correr el riesgo de derrumbarse; que a Eleonora se le acababa la paciencia y que sus hijas Alicia y Angélica merecían otros escenario y educación. Así que en 1896 embalaron muebles, cuadros y objetos; colocaron en baúles y sombrereras un vestuario acaso modesto, y partieron a Iquitos para no regresar jamás. Esta ciudad, dentro de la inmensidad ––y, a la vez, de la pequeñez cultural–– amazónica, se había abierto desde hacía varios años como una flor exótica, permitiendo el florecimiento de casas comerciales, empresas navieras y bancos que giraban enloquecidamente alrededor del caucho. En 1896 Iquitos carecía del esplendor artificial de Manaos, sobre el Río Negro, que desembocaba en el Amazonas brasileño. Manaos tenía un edificio consagrado a la ópera que había costado fortunas, aventureros que habían ganado millones de la noche a la mañana, fiestas que implicaban miles de libras esterlinas, yates para pasear con francesas que habían ido a hacer su América, y botellas de champán Dom Pérignon que se descorchaban cada noche por decenas. Iquitos, en cambio, seguía siendo una ciudad provinciana. No tenía ––como Manaos–– iluminación ni tranvías eléctricos en sus calles que ni siquiera se habían asfaltado. Pero 43
el caucho peruano salía hacia prósperos mercados por ese puerto, modernizado por la compañía naviera británica Booth, que había erigido un muelle flotante, ya que el río ostentaba una diferencia de quince metros entre la estación seca y la de lluvias. Julio César Arana decidió vivir allí, en parte para salvar su matrimonio, pero, fundamentalmente, para expandir sus negocios. Adquirió una casa de dos pisos y diez habitaciones, en la calle Próspero en la intersección con Omagua (en la actualidad, San Martín), la que aún existe. No es de las más grandes, ni de las más lujosas: cinco ventanas sobre una de las calles, dos sobre la otra. Actualmente la planta baja está ocupada por locales comerciales. La austeridad ––al menos exterior–– fue una de sus características, lo cual no significaba que no viviera bien ni gastara. Pero evitaba toda ostentación, a diferencia de los barones brasileños del caucho aposentados en Manaos. La casa de Julio César y Eleonora Arana estaba poblada por parientes: hijas, hermanos, cuñados, amigos. Durante las comidas jamás se hablaba de negocios. Pero en el dintel de la puerta de entrada, se leía ––como si se tratara de un escudo real donde dijese, por ejemplo, Dieu et mon droit –– “Actividad, Perseverancia, Trabajo”.
No existe una bibliografía abundante sobre esa etapa en la vida de Julio César Arana. Algunos autores se contradicen, lo cual implica que una aproximación a la verdad es meramente subjetiva. Sin embargo, sí existen hechos que están íntimamente ligados a su personalidad y que ningún autor refuta: su innata habilidad para hacer negocios, su fenomenal capacidad de trabajo, su rapidez para asociarse con personas económiSantos en bibliog. camente importantes y su falta de escrúpulos para quedarse con activos (chequear) ajenos. Arana, además de su talento natural, tenía rasgos europeos, lo que en ciertas latitudes sudamericanas era una gran ventaja, precisamente por el fuerte prejuicio ––por no decir desprecio–– contra el indio; estaba casado con una mujer encantadora, bella y culta, capaz de deslumbrar con su conversación a las matronas de las viejas familias amazónicas; y su calidad de acopiador de grandes cantidades de caucho, producto de su condición de aviador, si bien no lo ponía en un pie de igualdad con otros caucheros, al menos hacía que fuese respetado y tenido en cuenta. Las grandes empresas extranjeras en Iquitos le extendieron una línea de crédito de cuarenta mil libras esterlinas que, para esa época, era una suma 44
considerable. Nos imaginamos, en todo caso, a un hombre hiperquinético en materia de negocios, suministrando a los caucheros las habituales provisiones, importando bienes de consumo para su clientela, realizando complejas operaciones comerciales con los bancos. No le habrá resultado fácil imponerse comercialmente en Iquitos, ni competir con los poderosos. Si bien esta población era nueva ––sobre todo comparada con Lima, con siglos de historia y de refinamiento–– albergaba familias tradicionales y extranjeros que dominaban el negocio del caucho. Pensemos en el inmenso prestigio, por ejemplo, de Luis Felipe Morey que, a pesar de haber nacido en Tarapoto, fundó en Iquitos, en 1892, la firma Morey & del Águila, no sólo dedicada al caucho, sino también a la navegación fluvial, único medio de transporte en aquellos años. O al francés Charles Mourraille (quien tuvo una breve asociación comercial con Julio César), propietario de la casa más espléndida de Iquitos, de estilo francés. Residente desde hacía años en esta ciudad, había incursionado por la región en 1877 y su reputación era enorme. En el apogeo de su prosperidad y riqueza, vendió uno de sus vapores a los todopoderosos barones del caucho Carlos Fermín Fitzcarrald y Nicolás Suárez, disolvió sus sociedades comerciales y nunca más se supo de él. Qué difícil le habrá resultado a Julio César competir con firmas extranjeras, como la alemana Wesche & Co., o con Marius & Lévy, dos judíos ashkenazis que desembarcaron en el Amazonas y obtuvieron enormes ganancias. Esta suerte de Babel selvática que era Iquitos, estaba compuesta por un asombroso espectro de nacionalidades y religiones y ninguno fue discriminado por este motivo, a diferencia de lo que sucedió en el Brasil. Fernando Sánchez Granero y Frederica Barclay, en La frontera domesticada, Historia económica y social de Loreto, trazan un riguroso perfil de aquella sociedad finisecular que apoyó su economía en una materia prima, sin tomar en cuenta que era perecedera. Según ambos autores, Iquitos estaba dividido en cuatro categorías de comerciantes que coexistían sin críticas ni discriminaciones, algo que, por cierto, no hubiera sucedido en Lima. Pero el Departamento de Loreto, que albergaba al inmenso Amazonas peruano, tenía su propia cultura, además de ser una sociedad nueva en comparación con la limeña. Allí no hubo virreyes, ni plazas de toros, ni palacios coloniales: sólo la selva y un puerto activo cuyas exportaciones de caucho crecían vertiginosamente año tras año. El primer grupo estaba compuesto por peruanos descendientes de españo45
les, que poblaban los aledaños del río Huallaga: Moyabamba, Yurimaguas, Tarapoto y hasta Rioja. Prosperaron básicamente gracias a la venta de sombreros de paja y, con posterioridad, se instalaron en el Amazonas dedicándose a la explotación del caucho y a la industria naviera. No eran, precisamente, pequeños comerciantes, ya que de algún modo ––al menos en su imaginación–– se sentían los descendientes de Pizarro y de Almagro. A esta categoría pertenecían Julio César Arana y Eleonora, lo cual contribuyó a que las puertas de Iquitos se les abrieran sin reservas. El segundo grupo, estaba formado por portugueses y brasileños, que llegaron a esas latitudes antes delboomdel caucho, simplemente para aprovechar el auge de los sombreros de paja llamadospanamá . El tercero estaba integrado por comerciantes europeos, con preponderancia de judíos centroeuropeos ––tal el caso de la empresa Kahn & Cia–– y, por último, el grupo compuesto por judíos sefaradíes, provenientes de Marruecos y el Mediterráneo. Brasil, a diferencia del Perú, optó por discriminar a los judíos, lo cual carece de explicación. Muchos de ellos se convirtieron en regatones, trabajo que consistía en navegar modestamente por los ríos brasileños amazónicos vendiendo mercaderías a cambio de caucho. Eran una suerte de aviadores, pero en pequeña escala. Esto, de algún modo, les permitió dominar el mercado de esta materia prima, facultad que debe de haber molestado a las autoridades. Se les aplicó un impuesto indiscriminado de quinientos dólares norteamericanos a cada uno de ellos, medida que resultó en una inmediata diáspora. La gran mayoría emigró al Perú, que no aplicaba impuestos discriminatorios. Sin embargo, las autoridades brasileñas no resolvieron el problema, porque otros tomaron el lugar de quienes partieron. El matrimonio Arana, como era de esperar, se relacionó con la mejor sociedad iquiteña. La única fotografía de Julio César Arana joven, que ya mencionamos, muestra a un hombre esencialmente elegante, impecablemente vestido. El escenario en el cual se insertó el joven hombre de negocios tenía su historia y sus costumbres. Más que de una historia propiamente dicha, podía hablarse de una petite histoire, ya que la ciudad era esencialmente nueva. Según algunas versiones, fue fundada en 1840 por Lizardo Zevallos, quien debió abandonar precipitadamente San Francisco de Borja a raíz de una invasión de indios huambisa. La ciudad se fundó con la participación de un grupo étnico aborigen denominado iquitos y, de ahí, su nombre. Pero es una mera versión que no sabemos 46
si es rigurosamente exacta. En todo caso, el verdadero surgimiento se produjo en 1864, cuando llegaron al precario puerto los vapores Pastaza, el Morona, el bergantín de bandera británica Próspero (la calle principal de Iquitos lleva ese nombre en su homenaje) y la goleta Arica. Sus bodegas estaban colmadas de provisiones, maquinarias y objetos imprescindibles para una ciudad que quería despegar económicamente. No fue casual que la llegada de los navíos iniciara una nueva era. La navegación a vapor revolucionó no sólo el tiempo que duraban los viajes, acortándolos significativamente, sino que impulsó en forma desaforada el comercio. No dependía de los vientos ni de las corrientes. Ya no había rincón de la selva donde no llegara aunque más no fuera un pequeño vapor cargado de mercancías. Imaginemos, por un instante, lo que demandaba un viaje en un barco a vela desde Pará, en la desembocadura del río Amazonas en el océano Atlántico, hasta Iquitos. Eran más de mil kilómetros a contracorriente. Cuando el viento estaba de proa, es decir que provenía del oeste, era poco lo que podía avanzar un velero, salvo “hacer bordes”, es decir, enfilar la nave en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con el viento, e ir de costa a costa, lo cual no era del todo eficaz, ya que la corriente lo empujaba en sentido contrario. Sin la caldera a vapor, posiblemente no se hubiera producido ––al menos, en esa magnitud–– la era del caucho. Iquitos fue el trampolín que necesitaba Julio César Arana, no sólo porque socialmente estaba en un pie de igualdad con los descendientes de los españoles, sino porque era una ciudad abierta a cualquiera que quisiera progresar. Esta característica urbana, como ya hemos visto, la diferenciaba de Lima, una sociedad cerrada que se apoyaba en siglos de historia. Allí reinaban familias poderosas como los Pardo, los Díez Canseco o los Larco, que abrían las puertas de sus palacios coloniales, o los recientes que hacían furor, de estilo República ––la casa de los banqueros Wiesse es el mejor ejemplo. Pero Iquitos no se iba a quedar atrás. Conviene recalcar que Lima, para los amazónicos, era tan remota como una ciudad asiática. El viaje hasta la capital peruana demandaba alrededor de cuarenta días. Este hecho creó costumbres y estilos diferentes. Imaginemos someramente el itinerario a fines del siglo XIX, donde ya se habían producido algunos cambios beneficiosos en materia de transporte. Desde Iquitos había que viajar en lancha hasta Yurimaguas, trayecto que implicaba remontar el río Marañón y el Huallaga; luego, ir a pie por caminos de herradura hasta Moyobamba, a través de Balsapuerto con la ayuda 47
de los indios balsachos; después, proseguir a lomo de mula hasta Chilete, pasando previamente por Rioja, Chachapoyas, Celendía y Cajamarca, ubicadas en las alturas andinas. La ordalía proseguía ––felizmente en ferrocarril–– hasta Pascamayo, en el océano Pacífico, donde se embarcaba y se navegaba hasta El Callao. Y, por último, desde este puerto, se abordaba el tren y se descendía en la estación Desamparados, en Lima. También se podía llegar a la capital peruana por vía marítima, lo que todos preferían evitar: el viaje demandaba nada menos que seis meses. Al no existir el Canal de Panamá ––recién se inauguró en 1914–– debían, desde Pará, descender hasta el Estrecho de Magallanes y remontar la costa chilena, esperando en diversos puertos buques que los acercaran a Lima. Esta sideral distancia geográfica se trasladó a lo cultural. Iquitos, salvo en lo político, poco tenía en común con el Perú andino y marítimo. Tenía un mismo gobierno, un parlamento, idénticas leyes, pero nada más. No es de extrañar que la influencia brasileña fuera enorme, y que el contacto cultural y comercial lo tuvieran con Europa y los Estados Unidos. Las grandes casas de los caucheros se asemejaban a las del Brasil, con fachadas de mayólicas portuguesas y una vegetación con abundancia de palmeras reales similares a las de Río de Janeiro. Abordar un vapor en Iquitos significaba llegar cómodamente al océano Atlántico y, en Pará, trasbordar a otro buque rumbo a algún puerto europeo o norteamericano. Esto dejó de ser necesario en 1898, cuando dos líneas británicas de vapores iniciaron el viaje directo entre Iquitos y Liverpool. No había que navegar en lanchones por ríos tropicales infestados de mosquitos, ni cruzar los Andes a lomo de mula; por el contrario, los sirvientes se encargaban de llenar baúles y sombrereras y transportarlos hasta el barco. Los pasajeros sólo tenían que pasar el tiempo en cubierta, en el salón comedor, o en sus camarotes. Iquitos, pues, tenía más relación con el hemisferio norte que con Lima. En la última década del siglo XIX, el precio del caucho comenzó su espiral ascendente ––llegaría a su apogeo en 1910–– y aquella sociedad amazónica a la cual le llovió el maná del cielo, ya que la riqueza no fue producto de la industrialización sino de la naturaleza, creyó que la bonanza sería infinita. Pensemos en lo que era una casona de Iquitos. Todo era absolutamente importado porque la ciudad carecía de producción. Los ladrillos, las mayólicas, los techos de zinc, los pisos de mosaicos, los sanitarios, las cocinas, por nombrar algunos de los elementos de construcción más primarios. Pero como la ciudad, en materia de alimentos, nada producía salvo algunas raras frutas tropicales y el co-
razón de un tipo de palmera, se importaban de Europa papas, vinos, champán, cerveza, agua de Vichy, té, azúcar, platos, copas, cubiertos, mantelería, sábanas, alfombras y cuanto mueble y objeto existiera en una residencia. Llegaban al puerto en los vapores de la compañía naviera Booth y, como por arte de magia, desembarcaban en Iquitos. El caucho, sin duda, obraba milagros. Era una sociedad que no producía nada y que, para su subsistencia, dependía de una materia prima y de mercados volátiles. En el cenit de la exportación cauchera, cuando la libra de caucho llegó a costar once chelines en el mercado de Londres y tres dólares en el mercado norteamericano, el frenesí de los habitantes por los artículos de lujo no tuvo límites. En la Biblioteca Amazónica ––un viejo y deslumbrante palacio cauchero–– en el malecón de Iquitos, desde donde se divisa el río Amazonas y próxima a lo que fue el Hotel Palace ––en la actualidad, sede de la Prefectura–– se conservan dos álbumes de fotografías donadas por una de las ramas de la familia Morey. Esas imágenes muestran una vida fastuosa, legendarios interiores y fiestas de familia, inmensos patios y salones. La familia Morey es tal vez la más emblemática. Pero los Hernández y los Del Águila no le iban a la zaga. Sin embargo, esa sociedad inesperadamente próspera donde el dinero ingresaba a torrentes, no podía escapar al aislamiento geográfico, a la insularidad cultural; al fin y al cabo, estaba anclada en el corazón del Alto Amazonas. No existía, por ejemplo, la enseñanza secundaria. Este hecho inexplicable ante tamaña riqueza habla a las claras de una suerte de negligencia por parte de los caucheros, que resolvieron el problema de un modo exótico: sus hijos se educarían en París y en los Estados Unidos, aprovechando la conexión directa marítima entre Iquitos y Liverpool. Las familias loretanas ––así se denominaban los habitantes del departamento de Loreto–– hicieron las valijas y se instalaron en Europa, dejando que el miembro fuerte de la familia se hiciera cargo de los negocios. No lo hicieron por esnobismo, sino por necesidad. Iquitos, sin enseñanza, con calles de barro, con un clima opresivo, con una mínima infraestructura sanitaria, no era el lugar indicado para los reyes del caucho. Sus hijos estudiarían en Europa o en los Estados Unidos, porque era lo mejor para ellos. En París, por ejemplo, existía un colegio con más de cien niños loretanos. Julio César Arana, como veremos, tampoco pudo escapar a este imán europeo: a principios del siglo XX, trasladó su familia a Biarritz, y luego a Londres y a Suiza.
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Es inevitable preguntarse qué vida hacían en Europa los loretanos. Fue la era, claro, de los millonarios sudamericanos: caucheros del Brasil y del Perú; cattle barons, de la Argentina; reyes del salitre o del carbón de Chile. Pero a diferencia de argentinos y chilenos, que intentaban desesperadamente ser europeos, relacionarse con la nobleza a través de oportunos casamientos y arrasar con cuanto mueble y objeto estaba a la venta para sus palacios franceses de Buenos Aires o de Santiago, los amazónicos optaron por un perfil más bajo, relacionándose esencialmente entre ellos. Tal vez conocían sus limitaciones frente a la sociedad europea y no olvidaban que provenían de la selva. Existía entre ellos un esprit de corps que les permitía formar una verdadera comunidad. Acostumbrados por nacimiento a un clima tropical, al calor y a la humedad, no toleraban el invierno europeo. Con los primeros fríos, se embarcaban rumbo a la isla caribeña de Barbados, hasta que retornara el clima cálido. Curiosamente, todos tenían sus residencias en la misma calle. Hubo excepciones, claro. Siempre alguien terminaba deslizándose en los salones parisinos o madrileños, algún enfant terrible que aspiraba a algo más que relacionarse únicamente con loretanos. El ejemplo más destacado fue Manuel Morey del Águila, prototipo del dandy de principios del siglo XX, cuya su historia exhibe las extravagancias de la bélle époque. Hijo de uno de los caucheros más prósperos de Iquitos, se enamoró perdidamente, en Madrid, de la hija de un conde. El devenir de ese romance me fue confiado, en Lima, por su propio hijo, Raúl Morey Menacho. El joven Manuel Morey del Águila se dirigió al palacio madrileño donde vivía su amada para solicitar al padre su mano. Pero se encontró con un primer escollo: el noble español no estaba dispuesto a entregar a su hija a un hombre que no tuviera un título nobiliario. ¿Se necesitaba ser, entonces, duque, marqués o conde? Pues bien, el caucho todo lo podría. Asesorado por informadísimas relaciones, Morey solicitó una entrevista con el canciller hispano, Mairata, para que lo ayudara a adquirir un título de conde. Esta era una costumbre bastante común en una época en la que socialmente era más importante ser noble que haberse graduado en Harvard o en Oxford. En la España del rey Alfonso XIII un marquesado o un condado eran absolutamente accesibles, sobre todo porque el monarca utilizaba los ingresos que implicaba el otorgamiento de títulos para mantener a sus numerosas amantes, según sostenían algunas versiones. ––¿Dónde tiene usted tierras? ––le preguntó el canciller, durante la entrevista. 50
––En Loreto, Perú ––respondió. ––Casi lo mismo le cuesta a usted ser marqués, que es un título mayor. ––No quiero ser más que ella. Quiero ser igual ––aseguró Morey. Después de rigurosos estudios sobre la pureza de sangre, del lugar de donde provenía y del precio que estaba dispuesto a pagar, apareció un día por su hotel una colección de personajes, a hora temprana e inoportuna, ya que el joven aspirante a conde estaba en plenos ejercicios amatorios con alguna atractiva madrileña. Optó por vestirse y descender al vestíbulo. ––Venimos en nombre de su majestad, el rey Alfonso XIII, a comunicarle que su petitorio ha sido aceptado ––dijo el vocero pomposamente. También le señaló que debía adquirir el uniforme de conde, zapatos con hebillas doradas, un sombrero y una espada con empuñadura de oro. ––Para ser conde ––prosiguió el vocero–– debe usted tener tierras. ––Poseo tierras en Tarapoto, en el Amazonas peruano ––respondió. ––¿Y qué significa ese término? ––Es una palmera delgada que, en su parte superior, tiene una especie de barriga. Finalmente, le dieron el título de conde de Tarapoto. Y, junto con el condado, un escudo de armas que era el de los Morey, pero que, en vez de tener tres moras, ostentaba una palmera alta y barrigona. El rey lo recibió en el Palacio de Oriente y, con pompa y circunstancia, lo declaró conde de Tarapoto. Hubo reverencias y sublimes fotografías junto al monarca. Ungido con un título condal de una remota región tropical sudamericana, Manuel Morey del Águila partió a pedir la mano de su bienamada, solicitando ––como corresponde–– una audiencia previa con su padre. El conde español lo escuchó, verificó los documentos firmados por el rey y le preguntó si, allá en Loreto, había nobles. ––Algunos, por el lado de la familia del Águila. ––¿Tiene algún palacio? ––No, pero puedo construirlo. El madrileño lo contempló con escepticismo. ––¿Cómo es la vida en Iquitos? ¿De dónde obtiene el dinero? ––Del caucho, por supuesto ––respondió orgulloso Morey. El auténtico conde se paseó por el imponente salón con inequívocos síntomas de intranquilidad. Finalmente, se detuvo y le clavó la mirada. ––Vea, jovencito ––dijo ––. Ustedes, los sudamericanos, creen que todo lo pueden comprar con dinero, desde un título nobiliario, hasta la ma51
no de una joven. Pues bien: jamás le daré la mano de mi hija para que la lleve a ese infierno ––concluyó. Manuel Morey del Águila, conde de Tarapoto, debe de haber quedado azorado. Para paliar su dolor y humillación, decidió hacer un viaje por el Mediterráneo en compañía de una midinette y un grupo de amigos íntimos. Un día regresó a Iquitos con motivo de la zafra del caucho. Sentado a una de las mesas del Polo Norte, un bar de la ciudad donde se hablaba inevitablemente de política, les dice a los contertulios: ––He estado con el rey de España y me ha otorgado el título de conde de Tarapoto. Las carcajadas no se hicieron esperar. Quién podía creer en semejante historia. ¡Conde de Tarapoto! Eso sí que estaba bueno. El joven Manuel corrió a su casa y regresó con el título condal y la fotografía que lo mostraba junto a Alfonso XIII de España, ataviado con un absurdo traje, sombrero y espada. Quizá lamentó no haber mantenido en secreto aquella ceremonia y su nueva calidad de noble. En Iquitos, las bromas que le hicieron a partir de ese momento, terminaron amargándole la vida.
Estos fueron algunos de los perfiles que asomaban en el escenario donde vivían Julio César Arana, Eleonora y sus hijas Alicia y Angélica. Fue una sociedad, en algunos aspectos, despreocupada en el sentido estrictamente literal del término. El único que se pre- ocupaba era el cauchero, el barón, en suma, el jefe de familia. Si bien formaba a sus hijos para que, en el futuro, llevaran adelante el negocio, una vez que fallecía el pater familias, se cernía sobre sus descendientes un destino invariablemente fatal. Basta analizar a Arana, a Morey y a las cinco familias que han tenido prominencia en cada uno de los ciclos de la economía amazónica para descubrir que, muertos los padres, desaparece para siempre la familia, o bien algunos de sus miembros enloquecen, terminan idiotas, o en la más absoluta miseria. Al recorrer el centro del actual Iquitos, se ve que algunas imponentes edificaciones de la era del caucho se están viniendo abajo. El ejemplo más emblemático de esa decadencia es la vieja casa comercial de los Morey, en la esquina de las calles Próspero y Brasil. El primer piso está absolutamente abandonado, sin ventanas ni vidrios, y en la planta baja abundan locales de poca categoría. El logotipo de una de las firmas comerciales más poderosas de la región aún puede observarse: es redondo, como si simbólicamente englobara al mundo, y 52
puede leerse L.F. Morey e Hijos, 1900. Se ha caído una letra ere y, del año, sólo queda el número 90. Lo único que se mantiene en pie es la fachada superior: azulejos, balcones de hierro forjado y tres vasijas neoclásicas que coronan la balaustrada de la terraza. No era así, por cierto, en el resto del Perú de comienzos del siglo XX. Las grandes familias que formaban los grupos de poder en la costa del Pacífico o en la sierra manejaban sus propiedades mineras o agrícolas de carácter feudal con la precisión de un reloj suizo. Contaban con gerentes y una planta de personal típicamente capitalista, donde la muerte del jefe de familia no alteraba los negocios en lo más mínimo. Tomemos como ejemplo la legendaria hacienda Casa Grande, de la familia Gildemeister, que tenía tres climas: el del litoral marítimo, el de la sierra andina y, finalmente, el de la selva. Tal era su inmensidad. Si dejó de pertenecer a esa familia no fue porque los descendientes no supieran administrarla, sino porque fue expropiada, en la década de 1960, por un típico gobierno latinoamericano de izquierda. Pero volvamos al Iquitos de fines del siglo XIX, donde Julio César Arana intentaba insertarse en esa comunidad próspera, pero no aparatosa e insoportablemente nouveau riche , como era la de Manaos. Si bien algunas versiones ––o, más bien, leyendas–– aseguraban que la calle Próspero estaba “adoquinada” con fondos de botellas de champán, la realidad era otra. Hildebrando Fuentes, que fue Prefecto de Loreto (el equivalente a gobernador) y escritor, dejó valiosísimos testimonios de la región cuando desempeñó un cargo público entre 1905 y 1907, diez años después de que se instalara Arana, a quien lo unió la amistad. Mi opinión es que el clima de Iquitos no es tan adverso como generalmente se le hace aparecer. Puedo decir aquello de que no es tan fiero el león como lo pintan. Y la razón en que me apoyo para hacer esta aseveración es que no habiendo en Iquitos higiene pública y casi ni privada, no existiendo los servicios de agua y desagüe, careciendo de pavimento, botándose las deyecciones y los restos alimenticios en los corrales y huertas de las casas, transcurren, no obstante, días de días en que las estadísticas no acusan una sola defunción; y esto es más elocuente si se tiene presente que Iquitos cuenta con una población de más de nueve mil habitantes. Condensando mi opinión respecto al clima de Iquitos, diré que, en mi concepto, es enfermizo pero no mortífero.
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La farmacopea decimonónica incluía los más diversos medicamentos para contrarrestar los efectos de tanta desmesura tropical. Se recomendaban todo tipo de inyecciones: de cacodilato de soda, asiduamente; de quinina, para curar la terciana aguda; de estricnina, para levantar el ánimo y Agua de Vichy ––naturalmente, importada–– en forma permanente. Fuentes también da algunos consejos para nada desatendibles en aquellos años. Comidas frescas y nada de conservas; sólo cuando no se encuentran aquellas se hará uso de estas, prefiriendo las francesas a las alemanas y proscribiendo absolutamente las norteamericanas.
Otra de las obsesiones de quienes vivían en Iquitos, a fines del siglo XIX, era diferenciarse físicamente del indio, privilegiando a ultranza los rasgos europeos, orgullo que se mantiene hasta nuestros días. El mismo Hildebrando Fuentes recomienda usar zapatos de lona blanca o de cuero amarillo, corbata delgada y amplia y el cuello doblado, ya que la plebe no usa estas prendas. Advierte, asimismo, cuidarse de las legiones de pestes e incomodidades que suelen existir en esas latitudes, desde la nigua, insecto que se introduce en los pies y forma úlceras, la hormiga blanca, la avispa y el zancudo (o mosquito), hasta la manta blanca , un mosquito diminuto, blanco, que forma grandes nubes e inflige una picadura particularmente dolorosa. Este flagelo abunda en el río Putumayo. También había que cuidarse de las numerosas víboras, de los jaguares y de los vampiros. Pero, como dice el proverbio, sarna con gusto no pica . El único motivo por el cual los descendientes de españoles provenientes de la región del Huallaga o de los Andes se sometían a semejantes rigores climáticos y animales, era ese árbol mágico del cual se extraía el caucho. El negocio de su extracción, por otra parte, conformaba una complicada cadena que comenzaba en la selva infernal, pasaba por varios intermediarios y concluía en las grandes casas importadoras de Londres o Nueva York. Vale la pena reproducir un pasaje de Hildebrando Fuentes sobre el cauchero (no el próspero empresario de Iquitos, sino esa suerte de esclavo que se adentraba en la jungla). El cauchero es un individuo que no tiene miedo a nada ni a nadie; que resuelto a todo, penetra en el bosque, virgen casi siempre, deci-
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dido a arrancarle sus riquezas gomeras o a morir en la demanda, sea víctima de las enfermedades como la terciana, fiebres palúdicas, fiebre amarilla, beri beri, especialmente si es shiringuero; o picado por un animal venenoso, o en manos de los salvajes, o de un enemigo envidioso o ahogado en las corrientes de los ríos. Ya le vemos: sin brújula, sin más orientación que el instinto, el abridor de estradas o matero, se arma de un sable [ machete ], su escopeta y todas las provisiones que llevar consigo puede con la fe alentadora de la empresa; se lanza en esa desconocida inmensidad de bosques, y ya con el fango hasta la rodilla, ya con el agua a la cintura, ya saltando como los pájaros de rama en rama, pisando espinas y matando víboras e insectos venenosos, o haciendo cacerías de monos y diferentes aves, va a su paso dejando abierta la trocha y señalando con uno o dos piquetes el árbol de jebe que halla. El cauchero ávido de placeres, recibe el dinero con una mano y generalmente lo derrocha con la otra, sin que le importe un ardite; inclinado a los goces de la mesa y de la bebida es comúnmente jugador y enamorado como un cupido. El cauchero es patriota, amante de su bandera. Por ella se sacrificaría gustoso despreciando a los enemigos de su patria. Nada le arredra: ni la soledad, ni las pestes, ni los otros hombres, ni los golpes de fortuna. Él hace de todo: come, bebe, enamora, trabaja, debe, paga, lucha, ahorra pocas veces, lo pierde todo casi siempre; razón por la cual son pocos los caucheros ricos y muchos los pobres.
Julio César Arana conocía bien la realidad del cauchero, aunque hasta que se instaló con su familia en Iquitos, en 1896, tuvo pocas experiencias como patrón que vive en la selva, ya que no lo hizo de forma permanente. Ya hemos señalado su innata habilidad comercial y el hecho de que ––como el cauchero–– no le temía a nada. Lo demostró al internarse durante tres años en el río Yavarí como aviador , con lo que podemos afirmar que conocía, desde los diecisiete años, la selva desde adentro. Pero Iquitos no era el Yavarí, ni el Purús, ni ningún río perdido en la jungla, sino ––después de Manaos, en Brasil–– el epicentro del fabuloso negocio del caucho. A partir de 1896 se asoció fugazmente con prominentes firmas comerciales; recién en 1903 fundaría J.C. Arana & Hermanos ––más conocida como la Casa Arana–– que se convertiría no sólo en un óptimo negocio, sino también en el terror de la región del Putumayo. Iquitos era otra clase de escenario, con empresarios y firmas comercia55
les de enorme poderío. ¿Cómo competir con Luis Felipe Morey, dueño de más de un millón de hectáreas en el Amazonas? ¿o con Cecilio Hernández & Hijos, cuya sede comercial era un gigantesco edificio que formaba una esquina? ¿cómo estar en un mismo nivel con Wesche & Co., o con Marius & Lévy? Julio César Arana era un monarca menor, claro, dentro de esa constelación de emperadores del caucho. Pero anidaba en él una ambición irrefrenable, que sólo necesitaba de un chispazo para encender un fuego de primera magnitud. Fueron varias las vertientes personales, políticas y económicas que permitieron que se transformara, en la primera década del siglo XX, en una suerte de emperador amazónico, con ejército y armada propios, teniendo en cuenta la reducida escala de poder ofensivo que demandaban esos trópicos. Ni la casualidad ni la suerte lo elevaron a esa dignidad: lo hicieron su carácter, su inescrupulosidad, su codicia. En 1895 ––Julio apenas llevaba un año en Iquitos–– se produjo una revolución en el Perú, liderada esta vez por Nicolás de Piérola: tras sangrientos combates, éste logró imponerse con su ejército de montoneros. No se trataba de una revolución más, de otro golpe de palacio para reemplazar a un caudillo por otro. Este movimiento aspiraba a poner fin al largo período de caudillismo protagonizado por militares. La guerra del Pacífico, librada entre 1879 y 1883, había dejado al Perú exhausto en términos económicos y morales, y ya no se podía recurrir al guano y a sus fabulosos derechos de exportación para llenar las arcas fiscales. Piérola se propuso construir una república integrada por civiles ––allí nacería el civilismo ––, consolidar la burguesía, crear nuevas instituciones eficaces y, por encima de todo, armar un modelo exportador basado en las materias primas, desde la minería y el azúcar, hasta el caucho. Dado que existían grandes terratenientes y que la riqueza estaba en poder de pocos, ese gobierno terminó denominándose la República Aristocrática. En la Sudamérica de fines del siglo XIX, soplaban vientos democráticos. La economía, a pesar de basarse en las materias primas y no en la industrialización, parecía augurar un futuro próspero. Quienes definieron el nuevo modelo fueron el capital extranjero, las nuevas y veloces comunicaciones y una nueva clase política que aspiraba a insertarse en el mundo. No es este el espacio para analizar el gobierno de Nicolás de Piérola en el Perú, pero sí en lo que respecta a Loreto y al vasto continente amazónico. El aislamiento geográfico y cultural había dejado a este enorme 56
departamento peruano en una suerte de anarquía, a la cual se agregaba la descomposición política resultante de la derrota sufrida en la guerra del Pacífico. En 1882, por ejemplo, había en Loreto dos Prefectos, o gobernadores, que respondían a diversas autoridades. En gobiernos previos se habían hecho intentos de crear instituciones que contribuyeran al mejor conocimiento del territorio peruano: en lo que al Amazonas respecta, ello era de primordial importancia. Había que establecer no sólo las fronteras internacionales, sino también las características de los ríos, su potencial y sus recursos; cuáles eran navegables y en qué tramos; cuál era la ruta más apropiada para construir un ferrocarril. En los mapas amazónicos abundaban las “zonas desconocidas” o “regiones habitadas por salvajes”. La fundación de la Sociedad Geográfica de Lima, en 1888 ––en una era donde este tipo de institución, nacida en Inglaterra, se copiaba en múltiples países–– abrió el conocimiento sobre el Amazonas. Piérola se encargó de que la figura y la gestión del Prefecto tuviera otra dimensión, a través de una inteligente legislación y de instituciones que respondían a las necesidades de la época. El Ministerio de Fomento creado por él, en 1896, fue clave en lo concerniente a obras públicas, inmigración y explotación de recursos. Este viento que sopló en Iquitos favoreció a Julio César Arana. Difícilmente hubiera podido construir su imperio en el Putumayo de no haber existido ese ambiente político. El gobierno peruano estaba dispuesto a apoyar iniciativas, a conceder tierras, a desarrollar la industria del caucho sin oponer demasiados reparos a desbordes, injusticias u ocupaciones por la fuerza. Porque a la coyuntura económica y política, habría que agregarle otra, de viejísima data y que se transformó en el pivote sobre el cual maniobró Arana: los problemas limítrofes. Perú, en el largo plazo, perdió inmensos territorios amazónicos que fueron a parar a manos brasileñas, bolivianas y colombianas, como consecuencia de erráticas políticas exteriores de diversos gobiernos. Pero el conflicto limítrofe con Colombia, en lo que por ahora denominaremos la región del Putumayo, fue una de las causas más poderosas para que Arana pudiera escribir semejante página en la historia del Amazonas. El río Putumayo ––Arana establecería su imperio entre este río y el Caquetá, territorio que abarcaba millones de hectáreas–– nace en Ecuador, concretamente en Pasto, en la cordillera de los Andes ecuatorianos, y tras recorrer miles de kilómetros desemboca en el río Amazonas, a trescientos kilómetros de Iquitos a vuelo de pájaro. Su tránsito por la región 57
amazónica genera varios afluentes, entre los que pueden mencionarse el Caraparaná y el Igaraparaná, que serían el corazón del imperio de la Casa Arana. Esa vasta región denominada Putumayo fue objeto de ancestrales litigios limítrofes entre Perú, Colombia, Ecuador y Brasil. Hacia fines del siglo XIX y con el auge del caucho, la región que formaba una suerte de nebulosa en materia de pertenencia, adquirió una importancia desmesurada. Si bien, a lo largo de los siglos, se habían firmado tratados entre España y Portugal ––Tordesillas, San Ildefonso–– los límites territoriales entre el viejo virreinato de Nueva Granada ––que incluía a las actuales Venezuela, Colombia y Ecuador, entre otros países–– y el Perú, seguían notablemente imprecisos. Para colmo, y a despecho de Tordesillas, Brasil penetraba decididamente en el oeste amazónico. A todo esto hay que agregarle las pretensiones de Ecuador. Cuatro países sudamericanos, pues, realizaban ocupaciones, ataques y defensas sobre el vasto territorio del Putumayo. En la segunda mitad del siglo XIX, Perú había resuelto sus conflictos limítrofes con Brasil. Sólo restaban Colombia y Ecuador, que se negaban a ceder en sus pretensiones sobre esa zona selvática. Pero Colombia estaba demasiado inmersa en sus luchas civiles. Baste señalar que, durante el siglo XIX, padeció ocho guerras civiles de primera magnitud y catorce menores, lo cual no dejaba mucho tiempo a las autoridades para ocuparse de un remoto territorio perdido en la selva. Ecuador no le iba a la zaga en materia de enfrentamientos cívicos. No fue ese el caso del Perú. A través del sistema de Prefectos y marcando su presencia en la zona, convirtió a Iquitos en una suerte de ciudad-estado; en 1864 inauguró el puerto y los astilleros y trasladó a esas latitudes seis vapores, lo cual, para la época, era una medida de enorme envergadura. Sin embargo, para que Arana pudiera adueñarse del Putumayo más por la fuerza que por transacciones comerciales, necesitó, en la primera década del siglo XX, una alianza tácita con el gobierno de Lima, al cual le resultaba de enorme complejidad y costo trasladar fuerzas militares al Alto Amazonas. Como veremos, esa fue tarea de Julio César Arana. Pero estas fueron circunstancias políticas e históricas que actuaron como motor impulsor en un hombre particularmente ambicioso. Ya hemos visto que, durante el período que vivió en Iquitos con Eleonora y sus hijas, se caracterizó básicamente por ser un hábil negociante en la adquisición de caucho, en las operaciones bancarias, en la relación con los caucheros que recibían sus provisiones. Estaba lejos, sin embargo, de ser un 58
rey de alguna materia prima. Ese cetro, hasta la última década del siglo XIX, estaba en manos de otro peruano tanto o más aventurero que Arana: Carlos Fermín Fitzcarrald. Si bien su imperio se encontraba en la región sur del Amazonas peruano, en los ríos Ucayali y Madre de Dios, su fama era legendaria. Debe haber sido su muerte inesperada, el 5 de junio de 1897 (otros sostienen que fue el 9 de julio), como consecuencia de un absurdo accidente, la que despertó en Arana una vocación sucesoria. No podríamos hablar del caucho sin trazar la historia de este hombre extraordinario que murió a los treinta y cinco años de edad. A diferencia de Arana, aún perdura en el imaginario popular, como si se tratara efectivamente de un héroe; de lo contrario, una provincia peruana del departamento de Ancash ––donde nació–– no se llamaría Carlos Fermín Fitzcarrald. Julio César Arana, en cambio, no tiene una calle, mucho menos una provincia, que lleve su nombre. Es como si hubiera sido borrado de la faz de la tierra y nadie, ni en Iquitos, ni en Lima, ni en el resto del Perú, admite tener alguna clase de parentesco ni siquiera remoto con él, aunque ese sea el caso. Sólo lo inmortaliza un óleo olvidable que forma parte de la serie que representa a los alcaldes de Iquitos, función que él asumió en 1902. Vegeta en una biblioteca municipal y pasa casi desapercibido por los visitantes. En esa galería de funcionarios figura también su hijo, Luis Arana Zumaeta que, como veremos, no pudo escapar a la tragedia de la familia. Carlos Fermín Fitzcarrald nació en San Luis de Huari en 1862. Algunas versiones sostienen que su padre fue un marino norteamericano que se enamoró de una nativa peruana, y que su verdadero nombre era Isaías F. Fitzgerrald. Mostró una habilidad casi diabólica para no ser condenado como espía chileno durante la guerra del Pacífico ––acusación que no está comprobada pero que, en todo caso, lo llevó a huir al Amazonas con un nuevo nombre–– como también para vislumbrar que el caucho se transformaría en una insustituible materia prima y para realizar astutísimas maniobras comerciales. En 1888 ya figuraba entre los más destacados caucheros del río Ucayali. A diferencia de otros productores de látex, tenía un estilo que lo acercaba más a un gentleman que a un simple cauchero. Su vapor, el Bermúdez , de 180 toneladas, era célebre por sus características epicúreas. Stefano Varese, en su libroLa Sal de los Cerros (citado en el libro de Pennano Allison), lo describe minuciosamente.
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Poco después se le empezará a llamar el “rey del caucho”, mandará a sus hijos a estudiar a París y se hará dueño de un buen número de nativos de varios grupos, rehabilitando el viejo sistema de encomiendas y de pago de tributos, esta vez bajo la especie el caucho. Es difícil seguir las peregrinaciones de Fitzcarrald por la montaña; cada cierto período cambiaba la zona de trabajo: el Pachitea, el Alto Ucayali (donde estableció su casa matriz, lujosa y rodeada de delicados jardines cuidados por jardineros chinos) el Tambo, el Apurimac, el Urubamba, el Madre de Dios, el Purús. Para poder movilizarse con rapidez de un lugar a otro de su vasto “imperio”, Fitzcarrald y sus dos socios habían organizado una flotilla de botes y habían armado un vapor que podía surcar la mayoría de los ríos de la selva central. En él se podía tomar el mejor vino francés y descansar en cómodos camarotes. Estaba todo tan limpio, elegante y arreglado ––escribía un misionero–– que no tuvimos que envidiar nada a los mejores vapores europeos… media hora antes de comer se nos convidó una copa de cocktail y al acercarnos a la mesa, después del segundo toque de campanilla, quedamos todos admirados y complacidos, tanto por el lujo como por el buen orden del servicio y lo variado y exquisito de los manjares y licores… Afuera del vapor Bermúdez, la situación era distinta. Afuera los colonos “estaban rifando a una muchacha” india o pagaban sus deudas… con una muchacha de buenas formas. Afuera del barco estaba la selva de los indios y sus casas, y cada vez que se tocaba tierra, todos los marinos y “gente de tercera” saltaban… una peste de langostas que no dejaba casa que registrar ni cosa que destruir…y los pasajeros, brincando por los cables (salían) como las hormigas a rebuscar plátanos, yucas, papayas y otras cosas, sin cuidarse del dueño de la chacra que los estaba viendo…
En Iquitos, donde llegó con un enorme cargamento de caucho, Fitzcarrald construyó una casa que aún se conserva en la Plaza de Armas, en una de las esquinas de la calle Próspero. Se casó con Aurora Velazco, hijastra de Manuel Cardozo Da Rosa, riquísimo comerciante brasileño. Pero la residencia que erigió en esta ciudad carece del esplendor de la de otros caucheros; más bien, parece una modesta casa de Ayacucho o de Cajamarca, de dos pisos y techos de tejas. Está en el polo opuesto a las extravagancias edilicias que permitía el caucho, donde se podían encontrar los ejemplares más acabados del modernismo de aquella época. Al respecto, la Casa Eiffel, o Casa de Fierro, es el mejor ejemplo. Existen 60
tantas versiones sobre su traslado desde Europa a Iquitos, como raras orquídeas tropicales en la selva. Todas giran alrededor de Julio Toots, Anselmo del Águila, o Antonio Vaca Díez ––eminentes caucheros finiseculares–– que hipotéticamente la adquirieron en la Exposición de París de 1889, o en Bélgica en una sucursal que poseía en Bruselas el célebre arquitecto Gustavo Eiffel. Lo único cierto es que el creador de la torre que lleva su nombre en París trazó los planos del prodigioso Meccano de múltiples piezas que fue embarcado rumbo al Amazonas. Aparentemente, ese modelo para armar tenía dos cuerpos que nunca pudieron llegar hasta el río Madre de Dios, por problemas de traslado, y quedaron en Iquitos. Una de las secciones se pudrió en el malecón y la otra se erigió en la Plaza de Armas, donde todavía cumple funciones, ya que en la planta baja hay locales comerciales y en el primer piso un restaurante. Lo que no previó su importador, es que las planchas que conformaban las paredes y balcones eran íntegramente de hierro, material poco propicio para el trópico: el calor transforma la torre en una suerte de horno. Hacia mediados de la década de 1890, Carlos Fermín Fitzcarrald era nombrado en cada banco, en toda casa comercial, en las tertulias amazónicas. Sus hazañas eran proverbiales. Quienes hayan visto la película Fitzcarraldo , dirigida por Werner Herzog, difícilmente olvidarán aquella escena donde un vapor es desarmado, llevado por un contingente de indios en cuanto medio de transporte encontraron y armado nuevamente al llegar a otro río. El episodio realmente ocurrió. El cauchero ya había explorado ese tramo ––ahora denominado istmo de Fitzcarrald–– que une el río Cashpajali con el Manu y el Madre de Dios. En 1895, mientras navegaba por esas aguas en la Contamana , llevó a cabo esa insólita proeza. Pero no se trató de un inmenso vapor sino de una lancha más bien modesta. Su gran momento llegó por esa época, cuando se asoció con dos barones del caucho dueños de riquezas incalculables: Nicolás Suárez, de Bolivia y el español Antonio Vaca Diez, con inmensos territorios caucheros en Brasil. Su descubrimiento, el istmo de Fitzcarraldo, fue una suerte de paso estratégico que unió las cuencas de los ríos Ucayali y Madre de Dios, ahorrando recorrido inútiles y costos altísimos. La unión comercial de estos tres hombres fue apabullante. Iniciaron la compra en Inglaterra de una prodigiosa flota fluvial, compuesta por vapores especialmente diseñados para esos ríos y su poder de dominación fue absoluto. Fitzcarrald obtuvo del ministro de Guerra peruano, coronel Juan Ibarra, 61
exclusivísimos derechos para que él y sus socios fueran los únicos concesionarios de los ríos Alto Ucayali, Urubamba, Manu y Madre de Dios. La muerte lo esperaba en el río. Mientras navegaba durante el invierno austral de 1897 por el río Urubamba en compañía de su socio Vaca Diez, la lancha Adolfito , en la cual viajaban, zozobró inexplicablemente. Su error ––y su grandeza–– fue intentar rescatar a Vaca Diez: ambos fueron arrastrados por la corriente y aparecieron, muertos, en la isla Guineal. Nadie lo sucedió en sus negocios. Ninguno de sus hijos pudo continuar su tarea. El imperio que había construido en apenas diez años se derrumbó de la noche a la mañana. Pero a diferencia de Julio César Arana, que vivió hasta los ochenta y ocho años sólo para ser irremisiblemente olvidado, ingresó al Olimpo que habitan los héroes peruanos.
La muerte de Carlos Fermín Fitzcarrald debe de haber tenido inmensa resonancia en Iquitos. Julio César Arana habrá intuido que en el Amazonas ya no había un rey del caucho. En él habrá germinado la idea de encontrar en sentido simbólico un nuevo istmo de Fitzcarrald que le permitiera el dominio absoluto del territorio y de sus riquezas. Ese hallazgo se consumaría siete años después, cuando controló en forma total el río Putumayo.
ñaga, Ramírez & Co., y se me acercaron con el objeto de entrar en relaciones de negocios con la referida firma, pues no había entonces otras facilidades comerciales de que pudieran servirse dichos establecimientos, recibiendo gomas en cambio de mercaderías, comprando productos y haciéndoles adelantos. Entonces por primera vez oí decir que los indios en el Igaraparaná y el Caraparaná habían resistido al establecimiento de la civilización en sus regiones. Efectivamente, habían estado resistiendo por muchos años, practicaban el canibalismo, y, de vez en cuando, asesinaban colonizadores blancos, pero desde el año 1900 en adelante, los indios se hicieron más tratables, y un sistema de intercambio de las gomas extraídas por los indios y mercaderías europea, se desarrolló entre ellos y los referidos establecimientos. Desde entonces mis negocios en el Putumayo aumentaron gradualmente, pero con lentitud. …Mi primera visita al Putumayo tuvo lugar en diciembre de 1901, época en que fui solamente a La Chorrera, y apenas por uno o dos días, con el objeto de arreglar una diferencia entre algunos de mis deudores. En 1903, visité Chorrera, Encanto y Argelia, 3 empleando unos cuantos días en estos lugares, y siendo el objeto de mi referida visita el cerciorarme de ciertos hechos con respecto a sumas que se me adeudaban y decidir si habría motivo para nuevos adelantos. Mi siguiente visita fue en el año 1905, época en que fui al Caraparaná con el objeto de comprar propiedades de colombianos.
En el año 1899, compré por primera vez gomas del río Putumayo y allá por 1900 aumenté mis compras. El 20 de diciembre de 1901, entré en negocios con la firma de Larrañaga, Ramírez & Co., que acababa de establecerse en Colonia Indiana, en el río Igaraparaná. Los otros establecimientos de los ríos Igaraparaná y Caraparaná se pusieron al tanto de mis relaciones de negocios con la firma de Larra-
Este lenguaje diplomático era el más oportuno para una exposición ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica que investigaba las atrocidades cometidas en un ignoto río amazónico por una compañía, como veremos, de capitales británicos, con un directorio integrado por ingleses, la Peruvian Amazon Company, dominada en un cien por ciento por Julio César Arana. Parece una mera cronología, un relato desapasionado y objetivo de simples transacciones comerciales. En realidad, se trató de una toma hostil de propiedades ajenas mediante la violencia. Se refiere a “entrar en negocios” con la firma de Larrañaga, Ramírez & Co. En realidad, los negocios en cuestión consistieron en endeudarlos a través de la provisión de mercaderías y de armas con créditos generosos y a largo plazo. Las deudas y los intereses de las mismas crecían vertiginosamente, y el único modo que los caucheros colombianos tenían de saldarlas era cediendo sus plantaciones por montos ínfimos. Los caucheros colombianos del Putumayo no vendían sus estradas: las daban en parte de pago.
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Es obvio que hacia 1899 Arana estaba al tanto de la existencia de ese río, lo cual no necesariamente significa que lo hubiera navegado. Más bien, llevaría a cabo operaciones comerciales con los caucheros colombianos que se habían establecido en sus márgenes y afluentes. Este curso de agua tiene una extensión de mil seiscientos kilómetros, ya que nace en los Andes ecuatorianos, y sólo el Bajo Putumayo ––el sector más próximo al río Amazonas–– quedó finalmente en su poder. En su libro Las Cuestiones del Putumayo es bastante claro al respecto:
¡Qué celo civilizador el de Julio César Arana al calificar a los indios huitotos como caníbales redimidos por la presencia del hombre blanco, por los valores de Occidente! Lo del canibalismo puede haber sido cierto, aunque no está fehacientemente demostrado. En todo caso, qué mejor que someterlos para cambiar sus hábitos gastronómicos y, de paso, obtener mano de obra regalada. Todo, según sus propias palabras, porque “se habían resistido a la civilización”. Por último, llama la atención que el emperador del Putumayo, como se lo llegó a conocer, sólo haya realizado cinco viajes en toda su vida a ese río, lo cual habla de una organización y de una administración impecables, con férreos ejecutores de sus órdenes. La decisión de adueñarse de la región por la fuerza o por deshonestas argucias comerciales no debe haber sido inmediata, sino, más bien, el resultado de una penetración gradual, de conflictos limítrofes entre Perú y Colombia que convirtieron a ese río y sus afluentes en tierra de nadie, del temor que producían la presencia de los supuestos caníbales y las enfermedades tropicales que asolaban a los moradores más que en ninguna otra región amazónica. Y, sobre todo, de los precios del caucho en los mercados internacionales, que trepaban en forma imparable como consecuencia de la industria automovilística. No sólo los neumáticos, sino también una infinidad de partes, desde las mangueras del motor hasta los accesorios de la carrocería se fabricaban con caucho. Julio César Arana entró al Putumayo como aviador . En apenas seis años se transformó en amo y señor de un imperio que pertenecía más a las tinieblas que a la luz.
N OTAS 1
Ay qué nostalgia por el plenilunio de mi tierra, allá en la sierra Plateando las hojas secas esparcidas en el suelo Este plenilunio en la ciudad es tan oscuro No tiene la nostalgia del plenilunio del sertão No hay, amigos, no hay Plenilunio como el del sertão. 2 De allí deriva la palabra española “hule”. 3 Centros de extracción de caucho.
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La construcción de un imperio
De los centenares de ríos amazónicos, ninguno fue escenario de tanta tragedia, tanto horror, tanta degradación de la condición humana como el Putumayo. Sólo en el Estado Libre del Congo, un coto privado en África del rey Leopoldo II de Bélgica a fines del siglo XIX, se llegó a parecidos extremos, en materia de atrocidades. El Putumayo carecía de la épica del Amazonas, navegado, como hemos visto, por héroes y psicópatas: era una oscura serpiente que se deslizaba hacia el sureste, con aguas poco exploradas. En 1542, sólo Hernán Pérez de Quesada se aventuró a navegar por esasaguas, ensangrentándolas con expediciones militares. Pero lo hizo en el Alto Putumayo, a centenares de kilómetros de donde Julio César Arana establecería su imperio; el Bajo Putumayo, en cambio, estaba librado a una población indígena heterogénea y belicosa. Los misioneros católicos recién llegaron a la región en 1754, cuando franciscanos españoles se establecieron en San Joaquín, en la confluencia de los ríos Putumayo y Amazonas. Doce años después, atacados por expediciones brasileñas y portuguesas, los monjes abandonaron ese puesto de avanzada en la selva. Michael Edward Stanfield, en Red Rubber Bleeding Trees, analiza la peculiar situación del Bajo Putumayo ante el contacto con la civilización europea. La primera guerra mundial moderna, la guerra de los Siete Años (1756-1763), llegó al Putumayo, cuando España y Portugal procuraron obtener el apoyo de aliados indígenas para lograr sus objetivos geopolíticos. La década de 1770 no dio tregua a la guerra colonial, con los portugueses penetrando cada vez más hacia el oeste, seduciendo a algunos indios para relocalizarlos río abajo y esclavizando a los más recalcitrantes. El Tratado de San Ildefonso, de 1777, estipu-
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ló que una comisión binacional estableciera los límites en el Alto Amazonas, lo cual no hizo sino desencadenar otra ronda de violencia. En 1782, los comisionados hallaron el río Caquetá devastado por la malaria y la guerra. Los pueblos indígenas pagaron el costo de haber entrado en contacto con europeos con la consiguiente conquista; muchas tribus desaparecieron como consecuencia de las enfermedades, la descomposición social o la violencia. Otros fueron esclavizados a través de prácticas coloniales, o de la “guerra justa” contra infieles rebeldes o del rescate , una suerte de liberación de indios supuestamente cautivos de tribus hostiles, tratantes de esclavos o caníbales. Una vez “rescatados”, los indios pasaban a ser propiedad, de por vida, de sus nuevos dueños.
Para entender cómo Julio César Arana estableció un imperio en el Putumayo, es inevitable referirse a las características de la región y de sus habitantes. De lo contrario, sería inexplicable que un solo hombre pudiera haber sometido a miles de indígenas para sus fines comerciales, aplicando leyes ––no codificadas–– que fueron más salvajes que las propias de la selva. Las opiniones sobre los indios que poblaban la región ––huitotos, boras, ocainas, andoques y carijones–– varían según el bando al que pertenezcan quienes las emiten. Los defensores de Arana, o quienes estuvieron a su servicio, los acusan de ser caníbales. Tal es el caso del ingeniero francés Eugenio Robuchon, contratado por la Casa Arana, cuyo libro sobre la región se publicó en 1907, dos años después de la misteriosa desaparición de su autor en el Putumayo. Algunas versiones aseguran que el propio Arana lo hizo matar. Robuchon, del cual hablaremos más en extenso oportunamente, titula la segunda parte de su libro “Entre indios caníbales” y da una visión diabólica de los indios huitotos nonuyas (o witotos) que vale la pena reproducir: La tendencia al canibalismo de estos seres es tal que se comen entre sí de tribu a tribu. Sin contar las batallas, donde los cadáveres de los enemigos proveen la carne para el festín que se efectúa al día siguiente de la acción, siempre tienen oportunidad de satisfacer aquella tendencia, pues conservan como prisioneros de guerra a los que caen en sus manos, guardándolos para fechas ulteriores. Y estos infelices no huyen jamás, aun sabiendo la suerte que les espera, pues consideran como distinción honorífica el género de muerte a que se les destina.
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Llega el día de la ceremonia, matan a la víctima con una flecha envenenada: la cabeza y los brazos, únicas presas que sirven para el festín, se separan del tronco y comienza entonces la horrible operación culinaria. La gran olla de tierra, especialmente reservada para el caso y ordinariamente suspendida del techo, se baja hasta el suelo. Arrójanse en ella los despojos humanos sin mutilarlos, sazonados con una buena cantidad de ajíes rojos, y aquel puchero repugnante se hace hervir a fuego lento. Simultáneamente el manguaré1 comienza a dejar oír su sonido sordo, anunciando en las lejanías del bosque los preparativos de la ceremonia. De todas las colinas vecinas responden losmanguarés , y los indios comienzan a llegar al centro del festín. Todos se han revestido de sus más bellos ornamentos, de plumas multicolores, de cascabeles que atados a las rodillas producen un sonido alegre a cada paso. Quinientos o seiscientos indios, hombres y mujeres, pueblan el sitio, armando una algazara atronadora, mezclando sus discordantes gritos a los chillidos de las criaturas o a los aullidos de los perrros… De pronto, cesa el ruido del manguaré … Un gran silencio sucede a la gritería anterior: la olla ha sido retirada del fuego. Los hombres, únicos que toman parte activa en la ceremonia, se sientan alrededor. El capitán o cacique agarra un pedazo de carne humana y después de deshacerlo en largos filamentos, se lo lleva a la boca y comienza a chuparlo lentamente, pronunciando de vez en cuando una serie de palabras apoyadas por un heu afirmativo por parte del resto de la muchedumbre. Enseguida tira a un lado la carne desangrada. Cada uno continúa, por turno, la misma operación hasta rayar el día. Los cráneos y brazos, del todo despojados de carne, se suspenden inmediatamente del techo sobre el humo, y luego los caníbales se hartan de cahuana , e introduciéndose los dedos en la garganta, provocan el vómito. Vuelve otra vez a retumbar el manguaré, lentamente primero, después con gran rapidez, hasta que los golpes adquieren un ritmo arrebatador. Ha comenzado el baile, baile infernal, donde tiembla la tierra bajo las patadas de los indios. Resuenan los cascabeles de un modo ensordecedor, los cánticos se convierten en aullidos atroces y se apodera de los indios una excitación nerviosa, producida por la influencia de la coca, muy parecida a la locura feroz, que los domina durante los ocho días que dura la festividad.
Las escenas de antropofagia que describe Robuchon son creíbles. Pero se refiere a una tribu en particular, los huitoto nonuyas, lo que de nin67
gún modo implica que todos los indios fueran caníbales. Pero para los oídos de Julio César Arana y para el gobierno de Lima la sola existencia en el Putumayo de semejantes salvajes era la mejor de las noticias. A diferencia de los misioneros franciscanos que esgrimieron la cruz, el cauchero desenvainó la espada. Frente a esta repugnante muestra de primitivismo que retrotraía al hombre a eras pretéritas de la civilización, ningún sistema para someterlos y cambiarles los hábitos era lo suficientemente cruel. Pero la versión del ingeniero francés pagado por Arana que se internó en la selva para realizar observaciones relacionadas con la botánica y la antropología, no coincide con otras. La que dio de los indios huitotos Walter Hardenburg, un ingeniero norteamericano que navegó el Putumayo en canoa, en 1907, y cayó en manos de los capataces de Arana, es diametralmente opuesta. Hardenburg ––cuyo apellido original era Hardenbergh, que él mismo modificó sin que su padre, Spencer, se opusiera–– presenció pocas de las atrocidades que se cometían en las estaciones caucheras de la Casa Arana ––más bien, le fueron relatadas––. Pero fue él quien hizo estallar el escándalo internacional al publicar en la revista londinense Truth , en 1909 los horrores de que fuera testigo. Para Hardenburg, los huitotos eran seres casi angelicales. Hasta tal punto eran amables y pacíficos que recibieron calurosamente a los famélicos y agotados primeros caucheros colombianos que se establecieron en las márgenes de los ríos Igaraparaná y Caraparaná. Aunque en rasgos generales tenían un sistema de vida común, los indígenas amazónicos formaban una cultura homogénea. Habitaban comunitariamente una maloca , construcción hecha con hojas de palmera en la cual habitaban numerosas familias. Eran pueblos eminentemente cazadores y recolectores, y la selva les permitía también el cultivo de maíz, ananá, papaya, palmas, porotos, tabaco y mango. Los conflictos, rivalidades, luchas por territorios desembocaban en frecuentes guerras intertribales.
tratada con una sustancia que poseía este árbol y que se denominó quinina. Los peruanos la conocieron como cascarilla . Los poderes terapéuticos de ese producto habían sido comprobados por los europeos ya en 1630, cuando el corregidor de Loja, en el virreinato del Perú, fue tratado con esta sustancia y, luego, en 1638, cuando la pócima mágica fue aplicada a la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú. Debió de haberse llamado chinchona, en homenaje a tan egregia dama, pero el gran taxonomista Carl Linnaeus la registró, en 1742, con el nombre que finalmente perduró. La región del Putumayo era pródiga en árboles de cinchona, lo cual la transformó en un objetivo codiciable. La colonización europea de los trópicos ––donde abundaba la malaria–– abrió un atractivo mercado para la quinina. Julio César Arana no fue el primer barón del Putumayo. Le precedió un colombiano, o, mejor dicho, una familia colombiana, los Reyes. Elías fue el iniciador de la recolección de quina, pero fue su hermano menor, Rafael, quien se adentró en ese río ignoto en busca del milagroso paliativo para la malaria. Es nuevamente Michael Edward Stanfield quien describe, en Red Rubber Bleeding Trees , el primer contacto de Rafael con ese río virgen en febrero de 1874. El grupo expedicionario, mientras descendía en canoas por el río ancho y lechoso, pudo experimentar el esplendor de la vida en el Putumayo: monos acrobáticos, pájaros ruidosos y vibrantes, cardúmenes de peces en las márgenes del río atraídos por los árboles frutales. El río serpenteaba por una selva densa de color esmeralda, con playas de arena, imponentes árboles como las ceibas, y ocasos espectaculares. Ocasionalmente, algunos ríos tributarios de aguas claras ingresaban en el Putumayo, de aguas amarronadas, permitiendo que los delfines jugaran en esas aguas.
El apetito del hombre blanco por materias primas que se pudieran colocar en los mercados europeos o norteamericanos hizo que los primeros pobladores no indígenas llegaran a la región. A mediados del siglo XIX, el hombre blanco descubrió la primera materia prima que suministraba la jungla. Se trataba de un árbol denominado cinchona (cinchona officinalis ), de cuya corteza se extraía la quina. La malaria era
Esta visión bucólica contrastaba con una realidad menos romántica: las fiebres tropicales que atacaron a casi todos los miembros de la expedición; los feroces remolinos que hacían zozobrar a las embarcaciones pequeñas; los insoportables insectos que atormentaban, en particular de noche. Varios expedicionarios, para dormir libres de picaduras, se enterraban en la arena y sólo dejaban los orificios de la nariz en contacto con el exterior. A esto hay que agregar las copiosas lluvias, el sol calcinante, la humedad y los bruscos cambios de clima. Y, por si fuera poco, la existencia de tribus indígenas que nada tenían de hospitalarias. Pero Rafael
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Reyes no se iba a amedrentar por estos males menores. La intrepidez formaba parte de su carácter. Pocos años antes, Reyes había estado en Nueva York para interesar a exilados políticos colombianos, miembros del Partido Conservador, en la extracción de la quina. Recorrió la Costa Este y luego se dirigió a París, donde entró en contacto con expatriados colombianos que creyeron en su iniciativa. Reyes quería inaugurar una nueva ruta exportadora que evitara la fatigante cordillera de los Andes y utilizara la cuenca del Amazonas. Creó la Compañía del Caquetá y se dispuso a realizar grandes negocios. Para ello, introdujo en los ríos amazónicos un transporte nuevo y revolucionario que cambió las reglas del juego al modificar drásticamente los tiempos: el barco a vapor. Si bien naves de guerra brasileñas y peruanas habían surcado las aguas del Putumayo en la década de 1870, lo hicieron con fines geopolíticos y no influyeron en la economía de la zona. Como el río Putumayo era la principal vía de acceso fluvial al caudaloso Amazonas, había que implementar un sólido sistema de navegación. Brasil negaba el ingreso al río Amazonas a barcos de bandera extranjera, con lo cual, por razones geográficas, quedaba también excluido el Putumayo. El menudo Reyes, que sólo pesaba cincuenta kilos, partió a Río de Janeiro para entrevistarse con el emperador, don Pedro II. Imaginemos a este hombre absurdamente bajo de estatura y casi raquítico ingresando al Palacio de Boa Vista, rodeado de exóticos jardines, y de una parafernalia protocolar que hubiera hecho sonreír a un Habsburgo o a un Hohenzollern: lacayos negros con libreas iridiscentes; un enjambre de duques y marqueses con títulos más propios de tribus salvajes que del Almanaque de Gotha. Era una corte tropical con pretensiones europeas. El encuentro entre Rafael Reyes y don Pedro II de Braganza no fue una mera reunión protocolar, sino una ardua negociación que duró una hora y de la cual salió victorioso el colombiano. El monarca, un apasionado de la ciencia y de la exploración, quedó impresionado por este insólito emprendedor. En setiembre de 1875, Reyes obtuvo el permiso definitivo para que el Amazonas y el Putumayo pudieran ser navegados por buques brasileños y colombianos. La expansión de la Compañía del Caquetá fue imparable. Reyes adquirió en Iquitos un buque a vapor inglés, el Tundama , y se dedicó a la recolección de quina. El primer embarque de este producto que llegó al puerto de Nueva York le dejó una ganancia neta de cien mil dólares. Su 70
desarrollo comercial también implicó el recurrir a la mano de obra indígena, y al sistema deenganche , que no era más que endeudar al trabajador. Paralelamente, el gobierno peruano comenzó a preocuparse por la progresiva penetración colombiana, encarnada por Reyes, en el Putumayo. Envió naves a la región y organizó política, administrativa y económicamente al olvidado Departamento de Loreto. Una actitud de laissezfaire, por parte de Lima hubiera implicado entregar de forma tácita la vasta zona selvática: el hecho es que los primeros en establecerse en las márgenes del río fueron los colombianos. Pero el boom de la quina iniciado a comienzos de la década de 1870 ––como el de tantas otras materias primas–– fue efímero, al menos para Rafael Reyes. No contó con la presencia previa en el Amazonas de dos ingleses, Richard Spruce y Clements Markham. Este último envió secretamente al jardín botánico inglés de Kew Gardens semillas del árbol de cinchona para que germinaran. A principios de la década de 1880, se vieron los primeros frutos: las plantaciones asiáticas de quina originadas en semillas amazónicas produjeron con tal abundancia que los precios se derrumbaron en los mercados mundiales. Otra materia prima que atrajo a los pioneros del Amazonas y que podía colocarse con éxito en mercados internacionales fue la zarzaparrilla. Charles Zerner, en People, Plants & Justice la define. Diversos productos extraídos de la naturaleza han aparecido y desaparecido de la noche a la mañana, de acuerdo a los caprichos de los mercados nacionales e internacionales creando la era del boom en el Amazonas. Uno de los primeros productos exitosos fue la zarzaparrilla, una suerte de viña con forma de raíz (de la especie Smilax ) que crecía a orillas de los ríos: sus raíces se secaban y se acondicionaban para producir extractos. Se creía que la zarzaparrilla poseía propiedades purificadoras de la sangre y antirreumáticas, como también para combatir la sífilis, como lo reflejan los nombres científicos de las dos clases explotadas en el Amazonas:S. officinalis y S. Syphilitica. Las cualidades medicinales de la zarzaparrilla fueron conocidas a partir del siglo XVI y luego incorporadas a la farmacopea europea y, a la vez, adoptada por la sociedad colonial de Sudamérica. Últimamente, fue incorporada a la medicina alternativa.
Pero volvamos a Rafael Reyes. La catastrófica caída del precio de la quina le hizo abandonar su epopeya amazónica; se dedicó a la política y 71
llegó a ser presidente de Colombia a principios del siglo XX. La desaparición del mercado amazónico de la quina no significó, económicamente, el fin del Putumayo. Otra materia prima asomó en la selva impenetrable: el caucho. No fue una novedad para Elías y Rafael Reyes, ya que habían comenzado a exportar este producto en 1877; pero fue un tercer hermano, Enrique, quien permaneció en las plantaciones caucheras, junto con Benjamín Larrañaga, un simple trabajador que acompañó a los Reyes desde el comienzo y que sería una pieza clave del damero del Putumayo, a partir del ingreso de Julio César Arana. Ya hemos visto que Arana admitió ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica que había empezado a vender sus provisiones a los caucheros colombianos hacia 1899. ¿Cómo es posible que un aviador terminara adueñándose de todas las propiedades colombianas en el Putumayo? Julio César Arana, hasta los primeros años del siglo XX, era el típico hombre de negocios que vivía en Iquitos, operando en el mercado del caucho, proveyendo de mercaderías a los caucheros. Pero tal vez ya por entonces sabía o intuía que el Putumayo podía brindarle todo el poder con el cual había soñado. No todos los caucheros colombianos que se establecieron en ese río poseían los recursos económicos y políticos de los hermanos Reyes. Antes de que Julio César Arana se adueñara del Putumayo, hubo numerosos caucheros que trataron bien a los indígenas y respetaron el contrato de trabajo que los unía a estos. El caso de Crisóstomo Hernández, es un buen ejemplo ––aunque algo atípico––. Jamás se sabrá a ciencia cierta cuál de las versiones que circulan sobre este cauchero es la real. Roger Casement, enviado por el gobierno británico en 1910 y en 1911 para investigar las atrocidades que denunció la prensa inglesa y norteamericana sobre la Casa Arana y el Putumayo, no podía sino tener un concepto negativo sobre los primeros colonizadores del río, igual o peor que el que tenían los británicos sobre los conquistadores españoles. Para la cultura anglosajona, la conquista hispánica de América fue abominable. Además, la penetración de los caucheros colombianos en el Putumayo se produjo en una época donde había un fuerte sentir abolicionista: el mundo recién salía de la esclavitud y estaba fresco el recuerdo de la Guerra de Secesión Norteamericana. A pesar de que la esclavitud se había abolido en casi todos los países del mundo, seguía existiendo bajo diversos disfraces. En Brasil perduró en forma abierta hasta el 13 de mayo de 1888. 72
Sin embargo, existe otra versión de la vida de Crisóstomo Hernández, la que dio Aquileo Tobar ––citado en el libro de Michael Edward Stanfield––, hijo de un empleado de la Casa Arana y de una india huitoto. Hernández era un mulato nacido en Descanse, un pueblo enclavado en la cordillera de los Andes y fugitivo de la justicia colombiana, que huyó a la región del Putumayo. Se casó con una mujer huitoto y compartió la vida de la tribu. Luego, se dedicó a explotar el caucho, convirtiéndose en un prominente productor, de la misma talla que Benjamín Larrañaga. Otras versiones afirman que Crisóstomo Hernández tenía el prodigioso don de la oratoria, lo cual lo convirtió en una suerte de deidad entre los indios. También, que su crueldad carecía de límites: llegó a matar a todos los que estaban en una maloca , o vivienda comunal indígena, incluyendo a mujeres y niños, por el solo hecho de practicar la antropofagia. Entre estos caucheros principales de los ríos Caraparaná e Igaraparaná ––tributarios del Putumayo, y donde se encontraban dos centros de explotación de máxima importancia, El Encanto y La Chorrera–– se contaba David Serrano, cuyo violento desalojo de su plantación (y posterior asesinato) por hombres de la Casa Arana fue denunciado por Walter Hardenburg y dio comienzo a un escándalo que, pocos años después, estremecería al mundo. La zona gomera se extendía hasta el río Caquetá y a las cabeceras del Cahuinari, formando un vastísimo territorio que abarcaba doscientas mil millas cuadradas. Según testimonios de algunos de estos pioneros caucheros colombianos, los padecimientos de los aborígenes del Putumayo sólo se generalizaron con la hegemonía de la Casa Arana en la región. En El libro rojo del Putumayo , el británico Norman Thomson, publicado en Londres en 1913, reproduce un informe que le envió el general Reyes, miembro de la célebre familia colonizadora del Amazonas, acerca de la Compañía del Caquetá, creada en 1875. En el año de 1871 exploré el Putumayo en compañía de mis hermanos Enrique y Néstor. Durante diez años exploramos el Putumayo, el Napo, el Caquetá y otros afluentes del Amazonas. En el primero de estos ríos establecimos un servicio de vapores que se llamaban Tundama, Apihi, Larroque y Colombia . Construimos caminos al interior de Colombia. Abolimos el tráfico de esclavos que se efectuaba con los indios en la parte interior del río; en muchas ocasiones combatimos con los traficantes de esclavos y, haciéndolos prisioneros, los entregamos a las autoridades brasileñas para que se les juzgara y castigara. Civilizamos muchas tribus salvajes que en aquella época con-
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taban más de doscientas mil almas. Mantuvimos la soberanía de Colombia sobre el Putumayo, que le pertenece hasta la frontera del Brasil, aunque actualmente el Perú pretende avanzar hasta la cima de las montañas y hasta las mismas puertas de Pasto y Quito. Efectuamos esas exploraciones con nuestro propio dinero; nos costaron más de cuarenta mil libras esterlinas, sin apoyo, ni protección de gobierno alguno.
Esa colonización pacífica llegaría a su fin en 1900. Julio César Arana no sólo conocía bien quiénes eran los caucheros del Caraparaná y del Igaraparaná ––la mayoría de las plantaciones no se encontraban en las márgenes del río Putumayo sino en sus tributarios y en el interior de la selva–– sino, también, el potencial económico de la región. Como ya hemos visto, comenzó a operar con ellos en 1899, suministrándoles avíos. Los colombianos no tenían más alternativa que recurrir a él: el país carecía de vías férreas que acercaran a algún puerto fluvial amazónico los preciados bienes. A principios del siglo XX, la topografía montañosa de Colombia convertía a los viajes en penosas y prolongadas travesías. Además, a los caucheros les resultaba más práctico surtirse en Iquitos, población con la que tenían una óptima conexión fluvial. Los vapores de Arana descendían por el Amazonas hasta la confluencia del Putumayo y lo remontaban hasta el Igaraparaná, que era navegable hasta La Chorrera, plantación perteneciente a Benjamín Larrañaga, ya que allí existían saltos de agua que impedían el ascenso. Lo mismo sucedía al remontar el río Caraparaná, donde estaban El Encanto y otras caucherías. En ambos ríos existían numerosas secciones de extracción de caucho, todas ellas en la margen izquierda y con nombres curiosos: Argelia, Indostán, África, Abisinia y Atenas (en el interior), por nombrar las más exóticas. Se ignora quién las bautizó con semejantes nombres. Esas transacciones comerciales, si bien estaban dentro de las reglas del juego, inclinaron en pocos años la balanza en favor de Julio César Arana: su crédito aumentaba al mismo ritmo con el que la capacidad de pago de los caucheros disminuía. El cauchero necesitaba prácticamente todo. Para empezar, las necesidades diarias en materia de alimentación: arroz, papas, aceite, verduras, frutas y un sinnúmero de conservas constituían la dieta cotidiana. La selva producía ananá, yuca, plátano, peces. Pero estos, aunque suficientes para los aborígenes, no satisfacían a los caucheros, que también debían adquirir sus bebidas, desde el agua de 74
Vichy, hasta el vino y los aguardientes. Habría que agregar las armas de fuego y blancas, los fósforos para hacer fuego, los medicamentos para armar un botiquín de primeros auxilios, las balas. Y las imprescindibles herramientas, los motores a combustión, el combustible para los faroles. Dependían de Arana. Esa fue la puerta de entrada, pero se necesitaba algo más para crear un imperio. Ante todo, se requería de una firme voluntad política por parte del gobierno de Lima para penetrar sigilosamente en el Putumayo, aprovechando algunas circunstancias. El 15 de diciembre de 1894 se había firmado en Lima un Convenio de Arbitraje entre Perú, Colombia y Ecuador para establecer los límites de estos países en la región del Putumayo, imponiendo un status quo que prohibía, de hecho, el avance limítrofe de cualquiera de estas repúblicas. Pero en los hechos se trataba de una “tierra de nadie”, difícil de controlar, en la que hubiera sido imposible desplegar tropas en caso de violarse el convenio. Se había requerido la intervención del rey de España para que dirimiese las cuestiones de límites entre los tres países. Pero esto era una diplomacia hueca, colmada de papeles y frases rimbombantes pergeñadas por funcionarios; un duelo de notas entre Cancillerías que parecía más un ejercicio de esgrima que una eficaz defensa de las fronteras. Pero a diferencia de sus vecinos, inmersos en inacabables guerras civiles, el Perú estaba en condiciones de encabezar una ocupación efectiva de los territorios en disputa sin temer más que débiles notas de protesta por parte de aquellos. No había que remontarse a los títulos de posesión del virreinato de Nueva Granada, ni a los de la Gran Colombia para aceptar que el Putumayo era tierra colombiana. Los caucheros que poblaban sus ríos eran de esa nacionalidad y, además, Perú jamás protestó por situaciones que deberían haber afectado una supuesta soberanía. Cuando los Reyes se establecieron en el Amazonas, sus vapores navegaron el Putumayo durante nueve años sin producir ni la más mínima queja diplomática del gobierno peruano. Cuando el Tandama, buque de la empresa de los hermanos Reyes, zarpó de Iquitos en su primer viaje, lo hizo autorizado por una patente otorgada por las autoridades del Perú que, al igual que los papeles de a bordo, afirmaba claramente que los puertos del Putumayo estaban ubicados en tierras pertenecientes a Colombia. A fines de 1900, zarpó de Iquitos una pequeña nave de guerra peruana, la Cahuapanas, que puso proa al Putumayo. La tripulación estaba compuesta por militares, que desembarcaron en Cotuhé, a ciento cin75
cuenta kilómetros de la desembocadura del Putumayo en el Amazonas; río adentro ––una verdadera penetración–– izaron la bandera peruana y crearon una aduana y una comisaría fluvial. El gobierno colombiano, inmerso en el enfrentamiento civil conocido como guerra de los Mil Días nada pudo hacer salvo protestar por la vía diplomática. La documentación de la época indica inequívocamente que esa región le pertenecía a Colombia. El solo hecho de haber pertenecido al virreinato de Nueva Granada le otorgaba derechos. Para entonces, Julio César Arana ya avanzaba pacientemente sobre el Putumayo. En 1903, se funda en Iquitos Julio C. Arana & Hermanos, más conocida como la Casa Arana. Arana contó, desde el inicio de esta firma, con el accionar de su hermano Lizardo, como también de sus cuñados Pablo Zumaeta y Abel Alarco. No está claro cuáles eran sus funciones específicas, pero lo más posible es que estos familiares-gerentes viajaran a ríos remotos, inclusive el Putumayo, mientras él, desde Iquitos, dirigía los múltiples negocios y alianzas. Otros parientes cumplieron actividades bien definidas: su cuñado Bartolomé Zumaeta estuvo a cargo de algunas secciones donde mostró una crueldad extrema con los indígenas, que terminaron por asesinarlo. Los años transcurridos en Iquitos le dieron a Julio César Arana un creciente prestigio. No sólo era un próspero cauchero, sino también un miembro del establishment local. Fue nombrado presidente de la Junta Departamental apenas esta institución se trasladó a Iquitos. Se trataba de una suerte de consejo de gobierno que, entre otras funciones, impulsaba iniciativas educativas y sanitarias. La primera acción de Arana fue la creación de una red de escuelas primarias en esa ciudad, para lo cual era necesario el aporte privado; a través de un impuesto anual aplicado a las fuerzas vivas, como también al tabaco y al café, se cimentó el sistema de educación primaria. A lo largo de su vida, e incluso cuando fue senador por el Departamento de Loreto, en 1920, Julio César Arana mostró un afán irrefrenable por crear hospitales, escuelas y por mejorar en todo aspecto la ciudad. El primero de los cinco viajes que realizó en su vida al río Putumayo fue en diciembre de 1901. En la actualidad, trasladarse desde Iquitos a ese río demanda apenas una hora en un pequeño hidroavión. Pero a principios del siglo XX era una travesía que llevaba quince días para llegar y el mismo tiempo para volver. Imaginemos a este hombre de treinta y nueve años embarcándose rumbo a un curso de agua que no conocía, pero 76
que formaba parte de sus máximas aspiraciones. Apenas cinco años después lo denominaría “mi río”. De hecho, lo era, ya que ninguna embarcación podía remontarlo sin su consentimiento. El calcinante sol de diciembre, la insoportable humedad y los insectos vespertinos no hacían precisamente agradable el trayecto: los camarotes eran asfixiantes y permanecer en cubierta era la única opción para soportar ese clima implacable. Y así, sentado en una reposera, con los primeros dolores de la ciática que lo atormentaría hasta su muerte, con su voluminoso cuerpo, su abdomen prominente por la absoluta falta de ejercicio físico, transpirando sin cesar, Julio César Arana del Águila Hidalgo ingresaba por primera vez al Putumayo. El río era muy diferente a aquellos con los que estaba familiarizado, como el Yavarí o el Purús. Pero difícilmente Arana se haya embelesado con la lujuriante profusión de vegetación tropical. Sí con un elemento puntual de la misma: la inverosímil abundancia de caucho. No era de la mejor calidad, como el Castilloa o la Hevea brasiliensis, sino que se trataba del jebe débil, del sernamby. Pero en aquellas épocas en que el precio de esa materia prima trepaba vertiginosamente en los mercados mundiales como consecuencia de la creciente industria automovilística, poco importaban los aspectos cualitativos del caucho. Sería ingenuo creer, como afirmó Arana ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica, que su primer viaje al Putumayo, que apenas consistió en permanecer dos días en La Chorrera, se debió al simple hecho de “arreglar una diferencia entre algunos de mis deudores”. Que se trataba de un arreglo de cuentas, no cabe la menor duda, ya que los caucheros colombianos, como señalamos oportunamente, se endeudaron más allá de sus posibilidades con este proveedor de Iquitos. Fue, más bien, un viaje exploratorio. El vapor ingresó finalmente en el río Igaraparaná, aún más misterioso e inexplorado que el Putumayo, remontó su sinuoso curso y el 20 de diciembre de 1901 llegó a Colonia Indiana y, por último, a La Chorrera, que pertenecía a la firma Larrañaga, Ramírez & Co., integrada por colombianos. El arribo debe de haber sido imponente, ya que barcos de semejante calado no recorrían ese río perdido en la selva, y, mucho más, ver a Julio César Arana, el presidente de la Junta Departamental de Iquitos, el acopiador de caucho, el banquero, bajando por la planchada de traje blanco y sombrero de paja ––de los que tantos había vendido––, la barba prolijamente recortada, imagen que, por cierto, poco concordaba con la de los caucheros y la de su forma primitiva de vida. Algunos años después, en Londres, habló ante 77
el mencionado Comité de haber “entrado en negocios” con los propietarios de La Chorrera, como la denominaremos de ahora en más. Sin duda se habrá tratado de una ampliación del crédito, de constituir hipotecas a su favor. Entre los caucheros de la zona estaban los hermanos Calderón, dueños de El Encanto, en el río Caraparaná, otro futuro centro de exterminio de la Casa Arana. Confluyeron a La Chorrera para ––siempre según las declaraciones formuladas por Arana en Londres–– relacionarse a través de él con la firma Larrañaga, Ramírez & Co. y proveerse de víveres y otros enseres, dada la imposibilidad de adquirirlos en otro lugar que no fuera Iquitos. La breve estadía en La Chorrera le sirvió a Julio César para algo más que otorgar créditos y realizar negocios. Comprobó, in situ, no sólo las existencias de caucho, sino que pudo conocer a los indios huitotos, sus costumbres, su pasividad. ¡Qué fabulosa fuente gratuita de trabajo podría llegar a ser si se implementaba un sistema despiadado, si se instituía el terror, los más severos castigos! El indio, para el peruano blanco, era despreciable; pero, era el único que podía trabajar y sobrevivir en ese hábitat. Benjamín Larrañaga, el propietario de la estación cauchera, no era precisamente un adalid de los derechos humanos, probablemente porque llevaba treinta años trabajando en el Putumayo y no desconocía sus rigores. Uno de sus negocios era enviar a Iquitos grandes cantidades de indios que capturaba, donde eran vendidos como mercadería. Sus represalias podían alcanzar proporciones apocalípticas. En una oportunidad ––después del primer viaje de Arana–– dos de sus empleados fueron asesinados por indios. Con su hijo Rafael, atrajeron a un nutrido grupo de indígenas huitotos y ocainas a La Chorrera, con el pretexto de ofrecerles objetos irresistibles. Los matones de Rafael Larrañaga apresaron a veinticinco indios a los que azotaron, torturaron y fusilaron. Otras versiones sostienen que fueron rociados con querosén y quemados vivos. El 22 de diciembre de 1901, el vapor particular de Julio César Arana soltó amarras y se deslizó por el Igaraparaná rumbo a Iquitos. Ese trayecto de casi dos semanas de duración habla a las claras de su soledad, y acaso inició su costumbre de pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo lejos de su hogar. Era un hombre de familia, y Eleonora nunca sería reemplazada por otra mujer. Pero, antes que su familia estaba el caucho.
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La familia de Arana se había ampliado. Durante los primeros años del siglo XX nació su primer hijo varón, Julio César, que falleció joven como consecuencia de una enfermedad; su tercera hija, Lily, y, por último, Luis, el que más lo acompañó en los difíciles años posteriores al derrumbe de los precios del caucho. Los viajes permanentes pasaron a ser parte de la vida de Arana y no pudo escapar a la recriminación de sus hijos ante sus sistemáticas ausencias, especialmente cuando los trasladó a Europa, en 1903. Por su temperamento y por la actividad que había elegido, mal podía estar aposentado en su oficina de Iquitos, delegando en otros funciones clave que exigían habilidad, experiencia, astucia e inescrupulosidad. No se trataba de dirigir una empresa europea, sino de lidiar en uno de los escenarios más feroces del planeta, de ocupar de inmediato los espacios que quedaban vacíos en la selva, de apoderarse de bienes ajenos de la forma menos onerosa y recurriendo a cualquier tipo de maniobra. Su cuñado, Pablo Zumaeta, o su hermano, Lizardo, podían ser eximios comerciantes, pero carecían de esa sustancia de la cual están hechos los héroes y los grandes hombres de negocios. Cuando Julio César Arana llegó finalmente a Iquitos, después de su primer viaje al Putumayo, lo esperaba un cargo oficial que hubiera enorgullecido a cualquier habitante de la ciudad: había sido designado alcalde a partir del 1 de enero de 1902. Su gestión, que duró un año, estuvo caracterizada ––debido a sus constantes viajes de negocios–– más por ausencias que por presencias. Apenas llegó a Iquitos, asumió las funciones de alcalde pero, de inmediato, pidió licencia. Regresó el 24 de junio de 1902 para hacerse cargo de la alcaidía; el 19 de julio, se ausentó nuevamente y regresó a sus funciones el 15 de octubre. El 15 de noviembre se aleja definitivamente. Esto pone en evidencia la prioridad que el caucho tenía en su vida. Si bien Arana era un trabajador infatigable, aún no había podido superar económicamente a otros caucheros; en 1903, ocupaba el decimosexto lugar entre los dieciocho mayores contribuyentes de Iquitos, figurando a la cabeza Manuel Paredes y Adolfo Morey. Pero su ascenso económico sería vertiginoso. Tomemos, por ejemplo, las cifras de las exportaciones de caucho de Julio César Arana provenientes del Putumayo: en 1900, año en que recién comienza a comerciar con los caucheros colombianos intercambiando materiales y provisiones por materia prima, exporta 15.863 kilos; en 1901, aumenta a 54.180 kilos; en 1902, llega a 79
123.210 kilos, y, en 1906, cuando prácticamente se ha adueñado del Putumayo, trepa a la increíble cifra de 644.897 kilos.
Arana volvió al Putumayo en 1903. Fue, naturalmente, en uno de sus barcos, pero esta permanencia no se limitó a un par de días en La Chorrera, como en su viaje anterior. También estuvo en El Encanto, en el río Caraparaná y en una sección cauchera, Argelia, sobre el mismo curso de agua. Posteriormente alegaría que esa visita tuvo el objeto de “cerciorarme de ciertos hechos con respecto a sumas que se me adeudaban y decidir si hubiese motivo para nuevos adelantos”. Pero su traslado se debió, más bien, a una jugada que bajaría del pedestal a Benjamín Larrañaga, propietario de la pródiga La Chorrera. Con los años, la deuda que este mantenía con Arana se había transformado en una imparable bola de nieve imposible de saldar. Podía constituirse una hipoteca en favor de Arana ––medida a la cual recurrió años después con otros caucheros–– pero los colombianos no poseían título de propiedad sobre esas tierras. Aún se ignoraba a qué país pertenecían. En términos jurídicos, se trataba de una mera ocupación. La única solución, entonces, era asociarse. Julio César seguiría aportando materiales y provisiones, pero ya no en calidad de aviador, sino de socio, con participación en las ganancias. El caucho se trasladaría hasta Iquitos en sus propios barcos. La estrategia utilizada durante tantos años a partir del endeudamiento de sus recolectores de caucho, ahora le servía para capturar un bastión en lo que a plantaciones de goma se refería. La Chorrera era la piedra mayor de una corona integrada por más de cuarenta y cinco secciones caucheras diseminadas entre el río Putumayo y el Caquetá. No se trató sólo de una operación comercial dura pero legítima sino que abrió la puerta a un experimento novedoso y macabro, donde la intervención de los indios huitotos era de importancia vital. Arana y Larrañaga estaban de acuerdo en que la mano de obra esclava era imprescindible. La asociación se selló legalmente en Iquitos, ante el escribano Arnaldo Guichard, el 8 de abril de 1904 y adquirió el nombre de Arana, Vega, Larrañaga . En la escritura figura un párrafo de aterradora obviedad, que haría insostenible cualquier defensa de Arana: “A los indios del Putumayo se les obligará a trabajar por la fuerza para los socios por medio de los empleados de la compañía”. Los “empleados” fueron sus siniestros capa80
taces, un personal adiestrado para el exterminio, como losmuchachos y los racionales y un contingente de negros de la isla caribeña de Barbados ––donde los caucheros de Iquitos tenían sus residencias de invierno–– contratados ese mismo año, para recorrer las secciones caucheras armados y uniformados. El juez peruano Carlos A. Valcárcel que investigó las atrocidades de Arana señala en su libro, El proceso del Putumayo , publicado en Lima en 1915, la criminalidad del párrafo de marras: Hacer trabajar contra su voluntad a cualquier individuo y aprovecharse de ese trabajo, son hechos que constituyen los delitos de exacciones y violencias, que las leyes penales del Perú castigan con graves penas. Ha sido tal el desprecio de Arana y Zumaeta, [se refiere a su cuñado, Pablo Zumaeta ] por las leyes del Perú, que no les ha importado pactar algo criminal en una escritura pública. Lo que Julio C. Arana, Pablo Zumaeta y demás socios de la la compañía “Arana, Vega, Larrañaga” pactaron en la escritura antedicha, fue el establecimiento de la esclavitud en la región del Putumayo, pues no otra cosa significa aquello de obligar a los indios a trabajar, como efectivamente han sido obligados por espacio de diez años por los medios criminales que ya conocemos y por acción de los cuales han sido asesinadas, cuando menos, veinte mil personas.
Pero en los primeros años del siglo XX, cuando ya habían comenzado las atrocidades en el Putumayo, aunque manteniéndose dentro de un bajísimo perfil, lo único que obsesionaba a Julio César Arana era adquirir las plantaciones a los colombianos, como si la desaparición de todos ellos de esa región fuera un imperativo categórico. No aceptaría que siquiera el más pequeño productor colombiano del Igaraparaná extrajese una modesta cantidad de caucho al año. El núcleo de su estrategia residió en no dejar que nadie ––mucho menos un extranjero–– viviera allí y, aún más, pudiera siquiera ingresar en la zona sin su consentimiento. En tanto ningún potencial testigo ingresara al Putumayo, podría hacer lo que quisiese en materia de mano de obra indígena. También pesó la posibilidad de que ––si los colombianos permanecían en los ríos Igaraparaná y Caraparaná–– los indios buscaran refugios en esascaucherías donde el trato era benévolo. Una serie de circunstancias políticas permitieron que Arana llevara adelante sus planes. En mayo de 1904, pocos días después de sellar 81
notarialmente su asociación con Benjamín Larrañaga, los gobiernos de Perú y de Colombia llegaron a un acuerdo para resolver sus problemas de límites en el Amazonas, donde precisamente el Putumayo funcionaba ––y sigue funcionando–– como una frontera natural. Perú, en aquellos años, basándose en documentación de principios del siglo XIX, pretendía extender su frontera hasta el río Caquetá, lo cual era inaceptable para el gobierno de Bogotá. El acuerdo apenas duró tres meses. Ambos países, en septiembre de 1905, sometieron sus cuestiones de límites al arbitraje del papa Pío X; el 6 de julio de 1906, entró en vigencia un modus vivendi ––firmado en Bogotá el 12 de septiembre de 1905–– entre Perú y Colombia. Hasta resolver definitivamente sus problemas limítrofes, ambos países se comprometían a retirar todas las instalaciones y autoridades militares de la zona. El Putumayo pasó a ser tierra de nadie. Nada convenía más a los intereses de Julio César Arana que estas jugadas en el damero diplomático. El modus vivendi apuntaba a descomprimir los conflictos entre ambas naciones. Pero en realidad, sucedió exactamente lo contrario. El presidente de Colombia, Rafael Reyes había conocido el Amazonas durante el boom de la quina y no ignoraba que lo peor que podía sucederle a su país era que el Putumayo se convirtiera en “tierra de nadie”. El ministro de Relaciones Exteriores colombiano designó funcionarios en la región, en particular en los ríos Igaraparaná y Caraparaná, lo cual no hizo sino ponerle más presión a la caldera. Se había creado una aduana compartida por Perú y Colombia en Cotuhé, en el bajo Putumayo, cerca de la frontera con el Brasil. Esto iba contra los intereses de Julio César Arana, ya que el caucho que exportaba no tributaba impuestos debido a que la región de la cual se extraía era de soberanía imprecisa. Los conflictos fueron en aumento hasta que el propio presidente Reyes, para desactivarlos de algún modo, envió un telegrama a las principales compañías caucheras señalando que, más allá del veredicto papal en lo referente a límites, Colombia estaba dispuesta a respetar la propiedad privada, es decir, a reconocer los títulos que, entre otros, poseía el propio Arana. Cuando hay intereses económicos superlativos en juego, no es de extrañar que se lleven a cabo sutiles maniobras. Aquí se trataba nada menos que del caucho, que alcanzaba fabulosos precios en el mercado de Londres y de Nueva York. Era inevitable que surjan conductas oscuras. El propio Rafael Reyes, cuando fue presidente de Colombia (1904-1909), otorgó la concesión
de vastas regiones del Putumayo a la firma Cano, Cuello & Compañía y a Pedro Antonio Pizarro, que poco después traspasaron esos derechos a Julio C. Arana & Hermanos , lo cual constituyó una grosera lesión de la soberanía colombiana. Esto le valió a Reyes el ser acusado de traición a la Patria ante el Procurador General de la Nación. Para los caucheros colombianos del Putumayo, descubrir que su propio gobierno no estaba dispuesto a ayudarlos fue el golpe de gracia que terminó forzándolos a vender sus plantaciones a la Casa Arana. Algunas ventas, sin duda, fueron inducidas mediante procedimientos que definitivamente iban más allá de las compras “hostiles” dentro de ciertas reglas de juego. Uno de los huesos más duros de roer fue Benjamín Larrañaga, acaso por poseer la misma sustancia que Arana, por la crueldad que había demostrado con los indios huitotos y por una ristra de problemas que mantuvo con autoridades peruanas cuando se decidían a remontar el Igaraparaná y el Caraparaná. El 25 de noviembre de 1905, Julio César Arana adquirió finalmente La Chorrera, abonándole a Larrañaga la insignificante suma de veinticinco mil libras esterlinas, ya que alegó que se le debían setenta mil libras en materiales, provisiones y transporte. Según algunas versiones, Benjamín Larrañaga fue citado en Iquitos por las autoridades para rendir cuentas sobre algunos actos de crueldad. Acorralado, presionado, amenazado, se avino ––ese fue el objetivo final de la citación–– a vender sus bienes a Julio César Arana, quien no había sido ajeno a esta jugada. Arana tenía, además, una carta insuperable en sus manos: mantenía cautivo a Rafael Larrañaga, hijo del cauchero. Como suele suceder en latitudes tropicales, las versiones difieren de manera notable. Algunos historiadores e investigadores sostienen que Rafael Larrañaga era hermano, no hijo, de Benjamín. En cuanto a la muerte de este, que se produjo poco después, hay quienes afirman que pereció junto a su esposa en un accidente durante el trayecto entre Nueva York e Iquitos. Otros alegan que murió envenenado con arsénico. Se asegura también que su hijo Rafael, que estuvo preso en la cárcel de Iquitos ––irónicamente denominada Oficina de la Casa Arana–– desapareció entre los indios. Ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes, Julio César Arana admite haber hecho su tercer viaje al Putumayo en 1905, ocasión en la cual, dice, sólo visitó uno de los ríos caucheros.
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Mi siguiente visita fue en el año 1905, época en que fui al Caraparaná con el objeto de comprar propiedades de colombianos. Entonces los colombianos de los referidos ríos luchaban entre sí y, en consecuencia, decidí comprar sus propiedades, pues consideraba que esa sería la mejor forma de salvar las sumas que había invertido en esa zona.
Estas aseveraciones, como todas las otras relacionadas con el Putumayo, las realizó en el número 17 de Throgmorton Avenue, en Londres, el 14 de abril de 1913, y utilizó el idioma español para expresarse. La traducción al inglés fue realizada por Marcial Zumaeta, de Iquitos. En ese discurso incluyó conceptos nebulosos, vagas acciones reivindicatorias, como si se hubiera tratado de un acreedor que golpea la puerta para cobrar una cuenta. Sus métodos, en realidad, fueron otros. A los colombianos se los capturaba en sus plantaciones y a aquellos que no eran asesinados en el lugar, se los trasladaba en algún vapor de Arana hasta Iquitos, donde eran arrojados a un calabozo de la cárcel local. En el Putumayo, no había una sola autoridad colombiana que los protegiera. Desolados en la cárcel de Iquitos, sin ningún letrado que los defendiera, eran forzados a vender sus propiedades a la Casa Arana al precio que esta estipulara. Otros, en vez de soportar semejante calvario, optaron por vender voluntariamente. Así, en el término de una década, Arana se transformó en el dueño absoluto del Putumayo. Es interesante remitirse a sus propias declaraciones en Londres, con respecto a las adquisiciones que realizó en los ríos Igaraparaná y Caraparaná:
El 25 de noviembre de 1905, como ya hemos visto, le entregó a Benjamín Larrañaga veinticinco mil libras esterlinas y pasó a ser el propietario de La Chorrera. El 21 de enero de 1907, adquirió las plantaciones de Pérez, Pérez & Arana por doce mil libras esterlinas. El 21 de enero de 1907, constituyó a su favor una hipoteca de cinco mil quinientas libras esterlinas sobre La Unión y Remolino, de Ordóñez & Martínez. El 16 de julio de 1910, compra estas dos propiedades incluyendo la hipoteca por ocho mil ochocientas libras esterlinas.
uso de medidas, millas, millas cuadradas, hectáreas
A fines de la primera década del siglo XX, Julio César Arana había creado un imperio que abarcaba doce mil millas cuadradas, entre los ríos Putumayo y Caquetá. No hubiera podido lograrlo sin el apoyo del presidente del Perú, José Pardo. Se produjeron incidentes que no se comprenderían de no haber existido la oscura fuerza impulsora del gobierno de Lima. Endeudar a los caucheros colombianos fue una de las tácticas dentro de una estrategia de intimidación que no admitía prórrogas, dilaciones, negociación de la deuda ni recursos judiciales. El endeudamiento sería acompañado por un ataque combinado a las plantaciones colombianas por parte de fuerzas militares peruanas e integrantes de la Casa Arana. Los reclamos del Perú se basaban en una Real Cédula de 1802, que le otorgaba la posesión del Putumayo hasta las márgenes del río Caquetá.
El 28 de marzo de 1904 adquirió a Jacob Barchilon [ un sanguinario colaborador de Benjamín Larrañaga ] su plantación en cinco mil libras esterlinas. El 28 de noviembre de 1904, le compró la plantación a Carlos Lemos en tres mil quinientas libras esterlinas. El 2 de julio de 1905, formó la sociedad con los hermanos Calderón, propietarios de El Encanto [la segunda piedra de la corona ] pagándole doce mil quinientas libras esterlinas y cancelándole la suma que se le adeudaba, que era nada menos que setenta mil libras esterlinas. La sociedad con los hermanos Calderón es apenas un eufemismo, ya que Arana se quedó con la totalidad de El Encanto. El 29 de junio, le pagó a Ramón Sánchez setecientas libras esterlinas, cancelándole su deuda y agregando una propiedad más a su colección.
Enero, en el Alto Amazonas, no es mes de lluvias, lo que lo hace favorable para la navegación: los ríos no están desbordados y el derrotero, a pesar de los traidores bancos de arena, es fácilmente reconocible. El 12 de enero de 1908, dos naves remontaban el río Caraparaná, tributario del Putumayo. Una era el Liberal , vapor emblemático de la Casa Arana, un ingenio fluvial de varios niveles que albergaba desde camarotes y cubiertas de lujo hasta calabozos y bodegas para almacenar caucho. Era la nave preferida de Julio César Arana, en la cual surcó las aguas del Putumayo tanto para firmar convenios comerciales que finalmente terminaban en despojos, como para hacer relaciones públicas con funcionarios ingleses y norteamericanos. No se trataba de un viaje más de intercambio de mercaderías por caucho. La nave insignia iba flanqueada por la lancha de guerra Iquitos , perteneciente al gobierno peruano, armada de
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seis cañones y dos ametralladoras, que transportaba a ochenta y cinco hombres de la guarnición militar de Iquitos. Ese lento pero implacable avance aguas arriba no presagiaba nada bueno, sobre todo proviniendo de la Peruvian Amazon Company, que era el nombre internacional que había adquirido Julio C. Arana & Hermanos , debido al ingreso de capitales y directores británicos a la compañía originariamente creada por Arana y de la cual seguía siendo amo y señor. En el Liberal viajaban los jefes de la misión, Benito Lores y Carlos Zubiaur. El viaje tenía como objetivo adueñarse, por las buenas o por las malas, de La Unión y de las propiedades de los últimos caucheros colombianos en el Caraparaná, reacios a venderlas. Los rebeldes eran David Serrano, propietario de La Reserva; Ildefonso González, un negro dueño de El Dorado, y los patrones de La Unión, Ordóñez y Martínez. Se trató de una incursión fríamente calculada por Julio César Arana y del gobierno de Lima, disfrazada de heroica defensa de la soberanía peruana. Las versiones acerca de lo sucedido en La Unión varían, pero historiadores y cronistas de la época coinciden en algunos datos. Al mando de la cauchería se encontraban los señores Duarte y Prieto que ordenaron algo quiméricamente al contingente peruano, compuesto por ciento cuarenta hombres, que se retirara de la propiedad. Pero los empleados de la flamante Peruvian Amazon Company , ex Casa Arana, alegaron venir en son de paz, sólo para realizar una generosa oferta: pagarían veinte mil libras esterlinas para que los colombianos se retirasen de La Unión. La suma, más que irrisoria, era insultante. Ni siquiera se encontraba, además, uno de los propietarios, Ordóñez, que se había internado en la selva por unos días. La oferta, en principio, fue rechazada, pero Prieto prefirió ganar tiempo, diferir una respuesta y recibir, mientras tanto, las mercaderías y provisiones que se encontraban a bordo. La respuesta peruana se asemejó a un látigo: o entregaban todo el caucho, o se apoderarían por la fuerza de las existencias. Prieto izó la bandera peruana y se inició un feroz tiroteo de una disparidad inusitada. Poco podían hacer veinte colombianos contra una horda de hombres armados hasta con ametralladoras. Lo esperable hubiera sido que al quedarse los caucheros sin municiones, después de media hora de fuego cruzado, en vez de huir a la selva, hubiesen agitado una bandera blanca en señal de rendición, cesando el fuego y capitulando en los mejores términos. Pero si los colombianos huyeron a la selva, fue porque era el único modo de salvar sus vidas. Ya conocían el proceder y los ho-
rrores que perpetraban los empleados de la Casa Arana. No todos pudieron refugiarse. Duarte y dos peones murieron en el combate, mientras que Prieto y un peón quedaron gravemente heridos. Fueron rematados allí mismo por integrantes de la Casa Arana. Lo que siguió fue una orgía de venganza, un saqueo previsto desde el mismo comienzo de la operación ––se adueñaron de mil arrobas2 de caucho que fueron prolijamente almacenadas en el Liberal, junto con máquinas y ganado––, que incluyó el incendio de todos los edificios. Las mujeres indias capturadas en la selva vecina fueron arrastradas hasta los barcos, destinadas al placer de los vencedores. Norman Thomson, en El libro Rojo del Putumayo , describe el destino de varios colombianos apresados en este operativo al llegar a Iquitos, citando una carta del ministro de Relaciones Exteriores de Colombia.
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En el punto denominado La Argelia, en la margen oriental del río Caraparaná, los mismos jefes ya nombrados aprisionaron al señor Jesús Orjuela, Inspector de Policía del Putumayo, le despojaron de dinero y papeles que tenía, lo pusieron en un infecto calabozo a bordo del vapor Liberal, y en este lo condujeron preso a Iquitos, en donde el Prefecto no se dignó recibirlo. El mismo procedimiento se adoptó con otros colombianos. Hambrientos y casi desnudos se pasearon por las calles de la población peruana quienes tan inhumanamente fueron conducidos allí, hasta que algunos de ellos pudieron, mediante el auxilio privado de generosos compatriotas, venir a dar cuenta a este Gobierno de los crímenes perpetrados; otros han perecido, otros sufren en tierra peruana las consecuencias de los atroces hechos a que nos referimos. Fuera de los hechos que a grandes rasgos he referido aquí, el Gobierno tiene noticias de otros igualmente crueles perpetrados contra ciudadanos colombianos en sus personas y bienes, otros por los empleados de la Casa Arana, que goza de la franca e incondicional protección del Gobierno y de las autoridades peruanas. Debe tenerse también en cuenta la persecución, por no decir el exterminio, que se lleva a cabo contra las tribus indígenas colombianas, persecución y exterminio que recuerdan y superan a las de igual características de épocas pasadas, que anatematiza la historia de la humanidad.
Para algunos funcionarios peruanos, el ataque a La Unión alcanzó las excelsas alturas del heroísmo. El juez Rómulo Paredes, que se encon-
traba en Iquitos para investigar las primeras denuncias sobre lo que verdaderamente sucedía en el Putumayo, escribió en su periódico El Oriente, subsidiado económicamente por Julio César Arana: “El único deseo de estos jóvenes patriotas era el de hacer avanzar siquiera una pulgada la bandera del Perú en la tierra de conquista”. Un editorial del mismo diario señalaba que se había tratado de “un acto patriótico y moral, enérgico, varonil y espléndido”. Tilda a los otros diarios iquiteños de “traidores” por haber alegado que “las fuerzas del ejército peruano habían tomado parte en ese asalto, en el cual habían figurado también la cañonera y sus ametralladoras”. Las declaraciones de Julio César Arana con respecto al ataque a La Unión, ante el Comité Selecto de los Comunes británico en 1913, son una obra maestra de la tergiversación. La ya citada Las cuestiones del Putumayo reproduce aquellos fuegos de artificios. Vale la pena verlos en toda su extensión para comprender su inteligencia y habilidad para modificar los hechos. El 6 de julio de 1906, los gobiernos del Perú y Colombia celebraron un modus vivendi, según el cual se acordó mantener el status quo mientras estuviera pendiente el arbitraje, y ambos gobiernos acordaron retirar sus autoridades del Putumayo. El 22 de octubre de 1907, el gobierno de Colombia notificó al gobierno del Perú la rescisión de este acuerdo. Yo me encontraba entonces en Europa, pero el gobierno del Perú me telegrafió, por intermedio del señor Alarco, 3 informándome de la actitud asumida por Colombia y preguntándome si mi firma podría repeler una invasión por medio de sus empleados. El gobierno me telegrafió después de que habían instruido al Prefecto de Loreto para que actuase de acuerdo conmigo y tomara medidas enérgicas para la defensa del territorio. Entrego copia de ciertos cablegramas que cambié con el gobierno del Perú en ese tiempo. Yo recibí aviso, que comuniqué al gobierno del Perú, de que las tropas colombianas habían entrado al Putumayo y se me dieron órdenes para que cooperara en la acción de las tropas peruanas. Esas fuerzas en el Putumayo fueron consiguientemente aumentadas y aquel gobierno envió una o dos lanchas hacia las cabeceras del río. Los colombianos en La Unión habían capturado cinco empleados de la compañía a quienes encadenaron por el cuello y amenazaron con la muerte; y con el objeto de demandar la entrega de esas personas, y también con el objeto de arreglar en una forma amigable ciertas desinteligencias de negocios con los señores Ordóñez y Martínez, de
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La Unión, el señor Loayza decidió ir allí en el vapor Liberal , que hacía su viaje mensual de costumbre, llevando provisiones, y para recibir las gomas que debían entregarse a cambio de artículos vendidos con anterioridad. En vista, sin embargo, de los preparativos militares que se sabía que estaban haciendo los colombianos en La Unión, el comandante señor Pollack ordenó que fuesen embarcados doce hombres en el Liberal con el fin de protegerlo, y se acordó después que la lancha del gobierno llamada Iquitos acompañaría al Liberal, para mejor protección. Cuando el Liberal se encontraba varios cuerpos delante de la Iquitos, a la llegada a La Unión, los que estaban a bordo del beral vieron cuarenta blancos y treinta indios auxiliares, armados y parapetados alrededor de una bandera colombiana y que inmediatamente se desplegaron en guerrilla. Aun cuando tanto el señor Loayza como el comisario les hablaron desde la proa del Liberal , diciéndoles que no disparasen, pues venían en una misión pacífica, la respuesta fue una descarga cerrada por órdenes del oficial colombiano Prieto. La Iquitos entonces acudió y desembarcó soldados y marineros, originándose así la derrota de los colombianos. Después que cesó la lucha, se vio que tres de los prisioneros que con anterioridad habían sido tomados por los colombianos, y quienes tenían pesadas cadenas al cuello, habían sido acribillados a balas por los colombianos.
Li-
El ataque a La Unión fue apenas el preludio de una carnicería que no tenía antecedente en el Amazonas. No hubiera trascendido fuera de la esfera local de no haber sido por la presencia casual de un joven norteamericano en esas mismas latitudes, que terminó por disparar el escándalo de proporciones internacionales que derrumbó a la Peruvian Amazon Company. Fue lo único que Julio César Arana no pudo prever ni controlar, desde sus bastiones en Manaos, Iquitos o Biarritz, donde vivía su familia. Ese joven, llamado Walter Hardenburg, fue quien después de complicados laberintos existenciales y económicos, logró hacer público lo que verdaderamente sucedía en el Putumayo.
El mundo hermético de Julio César Arana, caracterizado por un entorno societario endogámico poblado de hermanos y cuñados, por el soborno, las alianzas políticas, por un sistema productivo basado en la explotación y el exterminio de los indios y en la prohibición de que ningún 89
intruso ingresara a su imperio sin su consentimiento, mostró una sutil grieta por la cual se infiltró no sólo un hombre, sino también el destino. Con qué prolijidad había armado su empresa, con la pirámide de capataces que manejaban las secciones caucheras; qué oportuno había sido el arreglo económico con ellos: en vez de pagarles un salario, les otorgaba un porcentaje del caucho recaudado, lo cual no hacía sino condenar a la esclavitud, a la tortura y a la muerte a los indios huitotos. Qué inteligente separar de sus familias a adolescentes, que, después de haber recibido una instrucción casi militar en el manejo del Winchester, se transformaban en carceleros despiadados, capaces de disparar contra miembros de su propia etnia. Esos fueron sus muchachos de confianza, como se los denominó. Entre 1904 y 1906, contrató además a unos doscientos negros del Caribe para trabajar en el Putumayo. Contaba con una armada propia: veintiún naves que patrullaban este río, el Caraparaná y el Igaraparaná, dispuestas a repeler cualquier ataque o insubordinación. Todo estaba en su lugar, como si finalmente hubiera terminado de armar un rompecabezas. Todo, salvo una canoa propulsada a remo que se deslizaba por el río Putumayo, en diciembre de 1907, rumbo al río Amazonas, con dos jóvenes norteamericanos absortos por el exotismo del paisaje y ávidos de aventura. Nada sabían de la existencia de Julio César Arana, quien, en setiembre de 1907, después de hábiles negociaciones, había logrado registrar en Londres la Peruvian Amazon Rubber Company Ltd. (luego llamada Peruvian Amazon Company ) con un capital de un millón de libras esterlinas. Cuando la editorial inglesa Fisher Unwin publicó la obra de Hardenburg, The Putumayo, the Devil’s Paradise (El Putumayo, el Paraíso del Diablo) , en 1912, que no fue sino una recopilación de artículos publicados en la revista Truth en 1909 (las notas en serie eran una costumbre de la época), que mantuvo en vilo a la opinión pública británica, Julio César Arana acaso comprendió el poder de una insignificante canoa y de un hombre que ostentaba la ciudadanía norteamericana. La aventura de estos dos jóvenes ––uno solo de los cuales pasó a la posteridad–– se inició en los Estados Unidos. Walter Hardenburg, nativo de Youngsville, en el estado de Nueva York ––héroe indiscutido de este relato, ya que su compañero, W. B. Perkins (nadie conoce, hasta el momento, su nombre, sino apenas sus iniciales) fue apenas un actor menor de reparto–– desde niño, había mostrado una marcada obsesión por conocer, algún día, el río más largo del mundo, el Amazonas. A los veintiún
años, junto con su inseparable compañero, Perkins, se lanzó a recorrer América Central y Sudamérica, con pocos recursos económicos y ninguna conciencia del peligro. El 1 de octubre de 1907, en Buenaventura, en el Pacífico colombiano, dieron comienzo a su viaje que jamás imaginaron hasta qué punto sería extraordinario. El pretexto para el mismo ––Hardenburg tenía título de ingeniero–– era encontrar trabajo en la construcción del ferrocarril Madeira-Mamoré, un proyecto faraónico que le permitiría al caucho que producía Bolivia una salida al río Amazonas. Esto significaba navegar el Putumayo en toda su extensión. Posiblemente, al partir, ignoraran la existencia misma de la Peruvian Amazon Company. Sería farragoso enumerar las peripecias andinas y selváticas de ambos jóvenes. Las primeras cien páginas de The Devil’s Paradise no escatiman descripciones de la selva, de cacerías, de fauna y flora. Luego, los jóvenes llegaron a Remolino, cerca de la desembocadura del Caraparaná en el Putumayo. En ese modesto destacamento amazónico que sólo albergaba galpones y una casa, se separaron, por primera vez, desde que partieran de los Estados Unidos. Hardenburg aprovecharía para cruzar la selva acompañado por un grupo de racionales , que no eran sino empleados de las caucherías que sabían leer y escribir, para alcanzar La Unión, en el Caraparaná, y Perkins permanecería en Remolino. El plan era perfecto: se trataba de atravesar la selva, con cargadores que transportarían bultos y enseres, hasta alcanzar el río Napo. Desde ahí a Iquitos la distancia se acortaba considerablemente. Qué mejor, entonces, que llegarse hasta La Unión y negociar con su propietario, Ordóñez, la contratación de cargadores y, eventualmente, la venta de aquellos objetos que ya no necesitaran más. Es notable cómo Hardenburg relata ese cruce selvático, sin omitir detalles de la topografía, del caminar haciendo equilibrio sobre un tronco y de las lluvias torrenciales, sin sospechar lo que le esperaba. Finalmente, alcanzaron la margen derecha del río Caraparaná, que cruzaron en canoa, desembarcando en La Unión. Todo esto ocurría entre fines de diciembre y comienzos de enero de 1908, es decir, pocos días antes del ataque peruano a La Unión. No puede considerarse sino una extraordinaria coincidencia que Walter Hardenburg se encontrara en esas latitudes precisamente en esa fecha. Iba a transformarse, sin siquiera sospecharlo, en el único testigo de los crímenes de la Peruvian Amazon Company. En sus palabras:
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A medida que me dirigía hacia la casa principal, una estructura grande hecha con hojas de palmera, ingresé al patio, subí las escaleras que conducían al porche y pregunté por el señor Ordóñez. Un hombre joven, que se presentó como Fabio Duarte, que cumplía funciones gerenciales, me informó que Ordóñez estaba en la selva con sus indios, pero que regresaría al día siguiente; mientras tanto, me invitó a hospedarme allí hasta el regreso de Ordóñez. Me senté junto a un hogar y así se secaron mis ropas empapadas. Un almuerzo abundante y caliente logró reanimarme de inmediato. Además de la casa principal, habría que agregar dos o tres edificios menores, erigidos a cierta distancia unos de otros. La selva que rodeaba el lugar había sido talada, y sobre este espacio verde había bovinos y caballos pastando pacíficamente. Algunos sectores estaban cercados y había abundantes plantaciones de yuca, plátanos, maíz, etc., atendidos por quince o veinte racionales. Debajo de la casa principal, descubrí que se habían almacenado mil arrobas de caucho, listas para ser embarcadas.
No es el relato de alguien preocupado. Más bien, se asemeja al de un explorador que describiera un alto en el camino. Nada parece perturbar ese paisaje bucólico. Duarte ––que perecería poco después en el asalto a La Unión–– y Hardenburg conversaban, en la veranda, sobre el mundo que los rodeaba. Era un encuentro casual en el que, al principio, se comentaban vaguedades puramente convencionales. Pero de a poco, el viajero se fue enterando de los pormenores de una actividad comercial donde la mano de obra era irremplazable: los indios aparecían periódicamente en La Unión con el caucho recolectado y lo cambiaban por mercaderías de precios exorbitantes. Los trabajadores indígenas no eran más de doscientos y vivían en aldeas en la selva. Fue entonces que Duarte deslizó los métodos laborales de la Peruvian Amazon Company: los indios eran tratados con dureza y no recibían paga alguna. Hardenburg afirma que pasó el resto del día preguntando sobre los indios huitotos, sus costumbres y su vocabulario. Así nos enteramos que amigo se decía cheinama; enemigo, igagmake, y carne, chiceci. Ir juntos se decía Maña cue digo; esta es mi casa, Cue yomo; apúrate, mayai . No sabemos, en realidad, en qué momento se dedicó a descifrar el vocabulario huitoto, ya que una tarde parece un período demasiado breve. Sin embargo, en The Devil’s Paradise enumera ciento veintiún palabras y verbos, además de veintisiete frases. Sir Roger Casement, el 23 92
de octubre de 1910, enviado al Putumayo por la cancillería británica para que investigara las atrocidades, anotó en su diario: “Encuentro que la narrativa de Hardenburg en lo concerniente a los indios huitotos, sus costumbres, etc., es en general una traducción de Robuchon ––muchas veces palabra por palabra”. La primera mala noticia que recibió Hardenburg, a la mañana siguiente, fue que Ordóñez, propietario de La Unión, permanecería en la selva durante varios días. Debe de haberse sentido confundido e indeciso. Su amigo Perkins lo esperaba en Remolino y el cruce de la selva había sido en vano: no había podido contratar cargadores para alcanzar por tierra el río Napo ni tampoco vender sus pertenencias innecesarias. Si hubiera decidido volver al punto de partida, es decir, a Remolino, y descender en canoa el Putumayo ––tarea que habría demandado varios meses–– la historia del caucho sería otra. Hubiese sido difícil que el mundo se enterara de lo que sucedía en el imperio amazónico de Julio César Arana y habría engrosado, al derrumbarse el precio de esta materia prima a partir de la primera guerra mundial, la extensa lista de atrocidades que nunca se conocerán. Pero Fabio Duarte, apenas un empleado de una plantación de caucho amazónica como era La Unión, contribuyó, con una sugerencia, a que Hardenburg se quedara en el Caraparaná. Le propuso que se trasladara hasta La Reserva, de David Serrano, con quien podría hacer negocios. El hecho de que sólo se encontraba a tres horas de marcha por la selva entusiasmó al joven norteamericano, quien partió acompañado por un guía huitoto. Después del habitual chaparrón que lo dejó empapado, Hardenburg ––que persistía en sus preguntas–– quiso saber la verdad acerca de los peruanos y ––según escribe textualmente en The Devil’s Paradise –– si, efectivamente, eran tan temibles como los pintaban. “Tratan muy mal a los huitotos”, respondió el indio. ¿Qué significaba muy mal? ¿Trabajar en exceso? ¿Recibir una mala paga? El huitoto le reveló cómo funcionaba la cadena de producción cauchera. Si el indio recolectaba una cantidad de caucho menor a la esperada, era azotado, fusilado o mutilado, de acuerdo con el humor del capataz de turno. A Hardenburg le quedaba el beneficio de la duda. Esas acusaciones podían tratarse de una desmesurada exageración. Acaso se trataba de meras infamias dirigidas al pueblo que los desalojaba implacablemente del Amazonas.
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La plantación de David Serrano, un mulato colombiano, era similar a La Unión: el habitual bungalow de grandes proporciones con los previsibles árboles frutales. En la veranda estaba el propietario, acompañado por dos exilados políticos ––no olvidemos que, en Colombia, las guerras civiles eran casi perpetuas–– el general Miguel Antonio Acosta y Alfonso Sánchez. Hardenburg no pudo haber elegido un momento más propicio para llegar: todos estaban a punto de partir a Iquitos (un contingente colombiano había salido hacía poco), y la razón por la cual permanecían en La Reserva era la persistente fiebre de Sánchez, que padecía un agudo ataque de malaria. Los problemas de Hardenburg parecían resolverse en forma providencial: Serrano le propuso que él y Perkins se unieran al grupo que llegaría hasta el río Napo para luego descender a Iquitos. Además, le compraría aquellas pertenencias que no les fueran imprescindibles. Con seguridad creyó, en ese idílico momento de su arribo, que la ruta al ferrocarril Madeira-Mamoré ––donde intentarían emplearse–– les había sido finalmente abierta. Había concluido una etapa de ese viaje azaroso, iniciado en el puerto de Buenaventura, y sólo restaba llegar a aquella región donde se construía un ferrocarril, con probables dificultades pero, seguramente, sin grandes sobresaltos. Un indio partió a Remolino a darle las buenas nuevas a Perkins y a traerlo a La Reserva. Sólo la extrema juventud de Hardenburg y su desconocimiento del Amazonas podían haberlo llevado a un estado de ánimo tan rebosante y crédulo, a olvidar lo que el indio huitoto le había revelado sobre la Peruvian Amazon Company. Fue precisamente un comentario que deslizó acerca de los peruanos, en el sentido de que tal vez no eran tan temibles, lo que fue progresivamente comprometiendo su vida. David Serrano, el propietario de esa pacífica plantación, le respondió relatándole con descarnada franqueza lo sucedido hacía apenas un mes en ese mismo sitio donde conversaban. Una deuda menor que tenía con El Encanto, una cauchería de Julio César Arana, fue el pretexto que utilizó su administrador, Miguel de los Santos Loayza, para enviar una comisión a La Reserva, no para cobrarla sino para intimidarlo y exigirle que abandonara la región. A Serrano lo encadenaron a un árbol; ingresaron a la casa ––la misma en la que ahora se encontraban–– se dirigieron al dormitorio principal, y arrastraron a su mujer al pie de un árbol, donde fue violada en su presencia. Los empleados de Loayza se apoderaron de diez mil soles, y se llevaron a la mujer y al pequeño hijo de Serrano. Nunca más los había vuelto a ver.
Hardenburg prefirió no sacar conclusiones sin escuchar a la otra parte, es decir, a los empleados de la Peruvian Amazon Company. El 3 de enero de 1908, nueve días antes del ataque peruano a La Unión, Serrano le propuso, de manera inesperada, que se convirtiera en su socio, dividiendo las ganancias de la plantación en partes iguales. El precio que pedía era absurdamente bajo, sobre todo cuando Hardenburg revisó los libros y comprobó la facturación anual. Pero esa generosa oferta fue hecha para que un norteamericano pudiera hacer frente a un emporio económico sanguinario: la compañía de Arana no se iba a atrever a maltratar ni a interferir en los negocios de estadounidenses. La ristra de acontecimientos que protagonizó Hardenburg en los días siguientes fue tan demencial, que la propuesta no pasó de ser una buena intención. Peor aún, fue utilizada en su contra durante los “escándalos del Putumayo”: Julio César Arana alegó que las denuncias de este joven se debían exclusivamente a que le había arruinado el rentable negocio de ser propietario de una cauchería. Sería largo enumerar la sucesión de episodios que se desencadenaron en los días subsiguientes. Baste decir que incluyeron idas y venidas por el increíblemente sinuoso Caraparaná; la llegada de Perkins a La Reserva; el arribo de Jesús Orjuela, inspector de policía de presumiblemente protegería a los colombianos y terminó siendo encarcelado por la Peruvian Amazon Company; el empecinamiento de Hardenburg por entrevistarse con Miguel de los Santos Loayza, administrador de El Encanto, que desembocó en una previsible frustración; las noches que debieron dormir en la canoa atormentados por los insectos; la certeza, al divisar los reflectores de embarcaciones que ascendían de noche el río, de que se preparaba un ataque a La Unión. No obstante, se trataba de meras contingencias, contratiempos, de suposiciones. Hasta ese momento, nada les había sucedido. Pero el 12 de enero, a partir de las nueve de la mañana, Hardenburg, Sánchez (aparentemente recuperado de su ataque de malaria) y un indio, que bogaban río arriba en una canoa, escucharon durante una hora, disparos de armas de fuego provenientes de La Unión. Luego, el silencio. Al atardecer, el destino de Hardenburg ––y, también, el de Julio César Arana–– estaba sellado. De un recodo del río surgieron dos embarcaciones: el Liberal y la lancha de guerra Iquitos. La reacción de los remeros fue instantánea, ya que se desplazaron hacia una de las orillas. También la del indio que, apenas ganaron tierra, saltó precipitadamente, enfatizando que los peruanos “eran
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muy, pero muy malos” y desapareció en la espesa selva como alma que lleva el diablo. Aquí fue, exactamente, que se produjo el punto de fractura, la vuelta de tuerca que suele deparar el destino sin que sus protagonistas siquiera lo imaginen; en este caso, se trató de apenas un instante de indecisión en que la historia se puso en marcha, arrastrando a sus actores a una imparable vorágine. Hardenburg quiso imitar la actitud del indio que, instintivamente, huyó ante el peligro. Internarse en la selva. Escapar de la aterradora presencia de esas dos naves tripuladas por asesinos. Pero Sánchez se opuso, alegando que él era un exilado político y Hardenburg un ciudadano norteamericano y nada debían temer. Esta supuesta inmunidad diplomática, que hubiera funcionado a la perfección en Lima o en Bogotá, resultó fatal en la selva amazónica. El joven dudó. De todos modos, no hubo tiempo para deliberar: habían sido descubiertos. Es notable cómo Hardenburg describe estos momentos en The Devil’s Paradise . No era un escritor, sino apenas un simple cronista que relata su periplo selvático. Pero la escena que describe no puede sino conmover. “¡Fuego! ¡Fuego! ¡Hundan la canoa! ¡Hundan la canoa!”. Esas órdenes perentorias desencadenaron en un instante una lluvia de balas disparadas desde laIquitos. El Liberal, que encabezaba este mínimo convoy, mantuvo su marcha y desapareció. Las balas pasaron, asombrosamente, entre él y Sánchez, para finalmente hundirse en el río. Fueron los gritos de protesta, de indignación de ambos ante semejante ataque injustificado, lo que detuvo otras posibles balas; escucharon que alguien, desde la cubierta del barco, les ordenaba acercarse, utilizando vocablos viles y obscenos(“in the most vile and obscene words” ): remaron con esfuerzo hacia la nave, ya que el indio los había abandonado, y vieron a los soldados en formación, apuntándoles con los fusiles. Fue entonces que en el ocaso amazónico restalló otra vez la voz de “¡Fuego!” y oyeron el aterrorizador sonido de los cerrojos de los fusiles que se disponían a disparar. Hardenburg creyó que había llegado su fin: les habían ordenado acercarse a la nave sólo para rematarlos a corta distancia. Es curioso cómo el tejido de la historia, la fina trama que determina su curso, está colmado de imprevistos, de situaciones desesperantes y azarosas. El tiempo se detuvo al iniciarse una discusión entre las dos principales autoridades de a bordo, una que aspiraba a ejecutarlos, la otra que posiblemente comprendió el peligro internacional que implicaba esa actitud compulsiva, y quería evitarlo a toda costa. Mientras se acercaban a la nave, escuchaban los gritos de ambos jefes que no parecían ponerse de 96
acuerdo, sin que los soldados dejaran de apuntarles, como si esperaran la orden de hacer fuego. Esa discusión providencial les salvó la vida: aprovecharon la confusión y el griterío para alcanzar la embarcación y saltar a la cubierta, donde una ejecución resultaba más difícil y comprometida. Lo primero que sorprende es el poco valor tenía la vida humana en esas latitudes. Tampoco se entiende por qué querían eliminarlos. Quizá, porque navegaban por el Caraparaná sin autorización de la Peruvian Amazon Company , algo que era considerado como la peor de las herejías, o, menos probable, porque podían transformarse en testigos de cargo si se producía un incidente diplomático por el ataque a La Unión. Estos temores, si exisitieron, no impidieron que les llovieran golpes e insultos por parte del capitán Arce Benavides, del ejército peruano y de Benito Lores, capitán de la Iquitos , ante las carcajadas de la soldadesca de piel oscura. Pero habían salvado sus vidas. Por otra parte, ¿cómo podían vislumbrar quienes estaban a bordo que, algún día, ese joven norteamericano a quien maltrataban y de quien se reían iba a relatar minuciosamente esta escena; que una revista inglesa la publicaría y que una editorial británica lanzaría a la venta un libro que conmovería al mundo? Paradójicamente, había tenido razón uno de los jefes: hubiera sido mejor eliminarlos. El estadounidense mostró un notable instinto para sobrevivir y un olfato certero que lo impulsó a tomar actitudes audaces ante sus captores: los encaró valientemente, haciendo valer su ciudadanía norteamericana, amenazándolos con un escándalo internacional, marcando un territorio de riesgoso ingreso. Ese domingo 12 de enero de 1908 puede considerarse como la primera página de un libro que se abría ante Hardenburg. El capitán Benavides le relató pormenorizadamente, la toma de La Unión, como si se hubiera tratado de un acto patriótico, de un supremo heroísmo, sin demostrar culpa alguna por los crímenes cometidos. Ese mismo día presenció cómo uno de los jefes arrastraba a una mujer encinta, que había sido capturada en la selva al intentar huir de La Unión, haciendo caso omiso de sus gritos y súplicas, y la violaba en presencia de otros, como si se tratara de un impostergable acto de masculinidad. Poco a poco, el paraíso que creyó encontrar mientras descendía plácidamente por el río Putumayo, se revelaba como la morada del diablo, de oscuras fuerzas arraigadas en la selva impenetrable. 97
La Iquitos navegó río abajo por el Caraparaná y llegó a Argelia, una sección cauchera perteneciente a Arana, donde estaba fondeado el Liberal , al cual fueron transferidos. Su sorpresa acaso no tuvo límites al descubrir a bordo a su amigo Perkins, acompañado por uno de los empleados de David Serrano, Gabriel Valderrama; alegría efímera, ya que su compañero de viaje le relató los horrores que vivieron en La Unión, su captura, el pillaje, la destrucción de las instalaciones y cómo Serrano y sus hombres habían salvado sus vidas internándose en la selva (lo cual, finalmente no le sirvió: fue asesinado por hombres de la Casa Arana). Al caer la noche, mientras intentaban dormir en la cubierta, Hardenburg y sus compañeros sospechaban que serían asesinados sin piedad. ¿Cómo sobrevivir rodeados de hombres primitivos, carentes de una mínima ética, notablemente alcoholizados? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguno de ellos, como suprema gracia, les clavara un cuchillo o disparara, riéndose luego de su proeza? Afortunadamente, nada les sucedió. Al día siguiente, 13 de diciembre de 1908, por fin pudo entrevistarse con una de las figuras más sombrías y sanguinarias de la historia del Putumayo: Miguel de los Santos Loayza, un mestizo a cargo de El Encanto y de las secciones caucheras del Caraparaná, cuyos prominentes bigotes lo volvían inconfundible. Llama la atención cómo un joven norteamericano, de apenas veintiún años de edad, fue capaz de enfrentarlo elevando el tono de su voz, exigiendo la inmediata liberación de todos ellos, denunciando los crímenes que cometían los peruanos. Ninguno de sus argumentos surtió efecto: Loayza se limitó a sonreír, asegurándole que estaban en buenas manos. A las nueve y media de la mañana, después de haber recibido a bordo al inspector de policía colombiano JesúsOrjuela, que fue encerrado en una jaula, mientras recibía todo tipo de improperios por parte de la tripulación, y después de saquear El Dorado, una cauchería colombiana, el Liberal puso proa hacia El Encanto, epicentro administrativo de la Peruvian Amazon Company , desde donde Loayza dirigía un amplio sector del imperio. Una fotografía de la casa central de El Encanto aparece en Los escándalos del Putumayo, Carta Abierta dirigida a Mr. Geo B. Michell, cónsul de Su Majestad Británica (Barcelona, 1913), escrito por Carlos Rey de Castro, cónsul del Perú en Manaos ––que recibía un abultado sueldo pagado por Julio César Arana. La casa se parece más a un bungalow británico en la India que a una cauchería amazónica. Llama la atención que Hardenburg describa tan poco a El Encanto, dando ape-
nas unas breves pinceladas de esta sección cauchera, aunque hay que considerar que acaso estaba demasiado obsesionado con su propia suerte como para perder el tiempo retratando una casa. Lo hizo, y muy bien, alguien que trabajó tres años allí (llegó pocos meses después de Hardenburg). Era un inglés que cumplía funciones contables, no por haberlo decidido sino por estar pagando una deuda, a través del sistema de peonaje, a la Peruvian Amazon Company . Joseph Froude Woodsroffe publicó, en 1914, un libro deliciosamente bien escrito, Upper reaches of the Amazons, como veremos más adelante. Para conocer cómo era El Encanto es imprescindible remitirnos a su testimonio.
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La casa principal de El Encanto estaba muy bien construida y se emplearon alrededor de diez años para concluirla, a un costo equivalente a la de una buena propiedad en Inglaterra y esto se debió a la cantidad de mano de obra para preparar la madera de las principales vigas y la estructura del edificio. Está construido sobre pilotes de una altura que oscila entre los tres a cuatro metros del nivel del suelo, con la planta baja cerrada por paredes de arcilla y utilizada como depósito para el caucho y las mercaderías. La planta alta es destinada como despensa, oficinas, habitaciones para los empleados jerárquicos que, por lo general, son cinco, teniendo cada uno su propio departamento y que eran estrictamente privados. La despensa consistía en un amplio espacio de veinte por trece metros, y los compartimentos, estantes y otros requisitos bien podrían haber formado parte de un negocio, en Europa, de primera calidad. Los dormitorios de los empleados estaban bien construidos, con excelentes paredes de cedro (Cedrela odorata) y otras maderas de buena calidad. El edificio en su totalidad ocupaba un espacio cuadrado de treinta metros de cada lado, y se completaba con cocinas, comedores, lavaderos, baños, etcétera. El servicio estaba compuesto por cinco chicos indios y varias indias que trabajaban como domésticas, mientras que el cocinero era un personaje importante que tenía grandes privilegios, debido a que era un negro de Barbados llamado King, al que tanto se refiere Sir Roger Casement en su informe sobre las atrocidades del Putumayo.
Walter Hardenburg, al desembarcar en El Encanto, más que reparar en detalles arquitectónicos, temía ser eliminado, situación que no fue la de Joseph Woodsroffe, que permaneció tres años y demostró una nota-
ble inteligencia para sobrevivir y para, finalmente, poner punto final al su “enganche”. Esto es lo que relata el joven ingeniero norteamericano en The Devil’s Paradise: Alrededor de las seis de la tarde llegamos a El Encanto, consistente en un grupo de caseríos dispersos situados sobre una larga colina a varios centenares de metros de la costa. No nos permitieron desembarcar al atracar y permanecimos detenidos en el Liberal, mientras varios “misioneros” 4 que aún no habían tomado parte en la acción se acercaron a la orilla del río y procedieron a insultarnos del modo más brutal y sanguinario. Cuando concluyeron con esta tarea dignificante, pudimos desembarcar y nos trasladaron a la casa central, sobre la colina, que consistía en una estructura de gran tamaño y elevada del suelo, rodeada de chozas. Nos arrojaron en un espacio pequeño, sucio, que carecía de camas, sillas y mesas. No había luz y debimos desvestirnos en la oscuridad. Allí pasamos una noche de tortura, ya que no nos dieron de comer, y el piso, cubierto de polvo y de moho, estaba lejos de ser una cama confortable. Además de estas incomodidades físicas, caímos en un estado depresivo al imaginar cuál sería nuestro destino en manos de estas bestias humanas. Como resultado de estas sombrías meditaciones, llegamos a la conclusión de que querían asesinarnos, por lo cual resolví tener, de inmediato, una entrevista con Loayza.
El encuentro fue una comedia magistral, donde el prisionero no sólo desplegó un argumento convincente, sino que le imprimió el imprescindible pathos para que su actuación resultara creíble. Ni él ni su compañero Perkins, dijo, eran meros aventureros. El trato que habían recibido y la obvia intención de asesinarlos eran producto de la ignorancia de Loayza, que ni siquiera sospechaba quiénes eran ellos. Ambos, continuó Hardenburg, pertenecían a un gran sindicato norteamericano, integrado por capitalistas dispuestos a emprender negocios en el Amazonas, y los estaban esperando en Iquitos, donde se abriría una oficina comercial. Si desaparecían, los directores iniciarían una exhaustiva investigación y cuando la verdad saliera a la superficie, el gobierno de los Estados Unidos intervendría para castigar a los culpables. Loayza no pareció impresionado. Sin embargo, una señal de alarma había sonado, ya que se rumoreaba que una gran compañía norteamericana estaba por iniciar actividades en el Alto Putumayo. El administra100
dor no ignoraba que la Peruvian Amazon Company tenía sede en Londres ––Salisbury House, London Wall–– y que su directorio estaba integrado por británicos, lo cual debe de haberlo frenado en sus intenciones. Si cometía un error, Julio César Arana jamás se lo perdonaría. El histrionismo y la imaginación de Hardenburg, finalmente, lo convencieron: irían a Iquitos a bordo del Liberal , que zarparía en pocos días. Pero hubo un cambio de planes, ya que Loayza se negó categóricamente a que viajaran a Josa, en el río Putumayo, donde habían quedado sus pertenencias: se ofreció él mismo a hacerse cargo del traslado. Por lo tanto, Perkins permanecería en El Encanto, debido a la absoluta desconfianza que le inspiraban todos. Parece imprudente que alguno de ellos persistiera en quedarse en semejante región para recuperar sus equipos; pero Hardenburg era testarudo y es posible que sus bagajes incluyeran objetos de valor, por ejemplo, instrumental. Sin duda, los argumentos del joven norteamericano habían pesado en Loayza: los dejó pasear libremente (¿adónde hubieran podido escapar?) por El Encanto, y los empleados cesaron de hostilizarlos. No tuvo la misma suerte un colombiano, el corregidor Gabriel Martínez, quien, junto a sus hombres, había sido encerrado en una inmunda celda de dos por tres metros, donde eran permanentemente humillados, verbal y físicamente, por sus carceleros. Sin embargo, fue otra la visión de espanto que alertó a Hardenburg, el sólido indicio de que allí no sólo se hostigaba a colombianos y a extranjeros no autorizados a ingresar a la zona, sino también a los indios huitotos. Aunque era algo más que hostigamiento. Mientras contemplaba cómo los indígenas cargaban y descargaban caucho y mercaderías de los vapores que recalaban en ese puerto, le llamó la atención el deplorable estado físico de los mismos; eran alrededor de sesenta, y exhibían cuerpos notablemente débiles, plagados de cicatrices, hasta el punto que apenas podían caminar. Iban prácticamente desnudos, tenían los huesos a flor de piel y todos llevaban la marca de Arana : cicatrices en la espalda y en los glúteos producidas por los azotes infligidos con un látigo de cuero de tapir. Vio cómo transportaban enormes cargas que les arqueaban la espalda, y cómo, cuando alguno caía al suelo, era brutalmente pateado por un capataz para que terminara su trabajo. Lo que más le impactó, sin duda, fueron los primeros signos del genocidio, que estaban a la vista de cualquiera que pasara por allí. En palabras del propio Hardenburg:
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Lo que era aún más lamentable, era ver a los indios enfermos y a los moribundos yacer alrededor de la casa central y en los bosques adyacentes, imposibilitados de moverse y sin nadie que los asistiera en su agonía. Estos pobres desdichados, sin ninguna clase de medicamentos, sin comida, estaban expuestos a los calcinantes rayos del sol, a las frías lluvias y al denso rocío del amanecer, hasta que la muerte los liberaba de sus sufrimientos. Entonces, sus compañeros transportaban sus cuerpos fríos ––muchos de ellos en completo estado de putrefacción–– al río. Las aguas amarillentas, turbias, del Caraparaná, finalmente se cernían sobre ellos. Otra visión desoladora era la gran cantidad de concubinas involuntarias que languidecían ––meditando melancólicamente sobre su libertad perdida y sus sufrimientos actuales–– dentro de la casa central. Este grupo de infortunadas estaba compuesto por alrededor de trece muchachas, en edades que variaban desde los nueve hasta los dieciséis años, y estas pobres inocentes ––demasiado jóvenes para ser llamadas mujeres–– eran las víctimas de Loayza y de los otros jefes de la sección cauchera El Encanto, de la Peruvian Amazon Company , quienes violaban a estas tiernas niñas sin la menor compasión y, cuando se cansaban de ellas, las asesinaban o las azotaban enviándolas de vuelta a sus tribus.
riado–– de que el Prefecto de Loreto, Carlos Zapata, contemplara semejantes atrocidades. El 17 de enero, el Liberal zarpó de El Encanto, no sin haber sometido antes a los dos norteamericanos a una nueva humillación. El capitán, Carlos Zubiaur, les exigió diecisiete libras esterlinas a cada uno de ellos en concepto de pasaje. Sería fatigante narrar la reacción de Hardenburg, sus explosivos ataques de ira, el enfrentar a su adversario haciendo caso omiso del peligro ante cualquier vejación por mínima que fuera. No logró que le condonaran el pago, ni que le dieran comida decente, pero, al menos, impuso el respeto. Después de haber remontado brevemente el Igaraparaná el barco volvió a descender por el río Putumayo. Para Hardenburg fue como reencontrarse con un viejo amigo. Le asombraron su anchura, la proliferación de playas de arenas blancas, la densa selva, las islas impenetrables. El 1 de febrero llegó a Iquitos ––Perkins se le reuniría poco después–– donde permanecería más de un año. Aún no sabía que el destino lo pondría al frente de una campaña que denunciaría el más atroz exterminio de indios en el Amazonas.
Esto fue lo único que Hardenburg vio. Luego, como veremos, al llegar a Iquitos recibió información de infinidad de tormentos a los que estaban sometidos los indios en el imperio de Julio César Arana. Es curioso que Miguel de los Santos Loayza no haya tomado conciencia del peligro que implicaba la presencia de un norteamericano, capaz de denunciar las atrocidades que se cometían a plena luz del día. Tal vez pensó que, apenas regresara a su país, o trabajara para alguna empresa que se dedicara a explotar el Alto Putumayo, olvidaría rápidamente lo visto. Pero más allá de esta posible explicación, en Loayza debe haber privado la idea de que la vida del indio no tenía ningún valor. Esta creencia estaba tan arraigada, que permitió que Hardenburg y Perkins comprobaran cómo se trataba al indio en El Encanto, error que nunca habría cometido Julio César Arana. Cuando éste recorrió sus caucherías ese mismo año, es decir, en 1908, a bordo del Liberal, a solicitud del gobierno peruano para verificar si los colombianos habían violado el modus vivendi firmado entre ambos países ––lo cual resulta paradójico si nos atenemos al relato de Hardenburg–– se cuidó muy bien junto con el cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro ––su asala-
Los tres grandes centros amazónicos eran Iquitos, Manaos y Pará cuyas actividades comerciales eran una extensa cadena formada por recolectores, capataces, oficinas comerciales, bancos, mercaderías y provisiones para los caucheros, barcos fluviales y oceánicos y el gran mercado, Londres, donde se vendía la materia prima. En 1903, Julio César Arana, Julio C. comprendió que ya no podía permanecer en Iquitos dirigiendo Arana & Hermanos . El epicentro de la actividad cauchera, el gran mercado, el gigantesco puerto fluvial era Manaos, en el Amazonas brasileño, en la desembocadura del Río Negro. Por razones de operatividad ––fletes, derechos aduaneros, entre otras–– Arana decidió abrir una oficina en esa ciudad y hacerse cargo de la misma, lo cual implicaba separarse de Eleonora y de sus hijos. Las separaciones fueron moneda corriente en ese matrimonio, desde la época en que vivían en Yurimaguas y Julio César recorría el Yavarí como aviador. Pero siempre habían compartido la misma casa y, hasta 1903, vivieron en la de diez habitaciones que poseían en Iquitos, en la calle Próspero esquina Omagua. Ese fue el período donde estuvieron más juntos, donde la relación con sus hijas, Alicia, Angélica y Lily era coti-
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diana. Poco después, nacería Luis, su hijo menor y con quien tuvo el vínculo más estrecho. Hemos señalado que los grandes caucheros de Iquitos debían educar a sus hijos en Europa o a los Estados Unidos ya que en esa ciudad no existía la enseñanza media. Llama la atención que, ante semejante prosperidad, no se hubiera implementado un sistema educativo. Había dinero de sobra para construir colegios privados y contratar profesores peruanos y extranjeros, pero las costumbres de principios del siglo XX, al menos en esa región, excluían esa posibilidad. Si todo era importado, desde los alimentos a los muebles, ¿por qué no debía serlo la educación? Además, el excesivo dinero que ingresaba por las ventas de caucho creó cierto sentido de omnipotencia, de extrañamiento, de querer ser lo que nunca serían: europeos. Imaginamos la vida de Eleonora y Julio César hasta 1903, cuando se produjo el primer punto de inflexión de sus vidas, como una apacible convivencia provinciana, con multitudinarias mesas compuestas por parientes, en particular hermanos y cuñados. Eran espacios amplios, poblados de patios y de servidumbre, donde el refinamiento europeo brillaba por su ausencia. Las exigentes convenciones de una mesa francesa no regían en aquel clima familiar, sencillo, informal, donde abundaban fuentes rebosantes y risotadas. Eleonora y sus hijos extrañarían aquellas mesas bulliciosas de menús simples. Un día, el matrimonio tomó la decisión: ella y los niños irían a vivir a Europa; él, a Manaos. La elección europea no deja de ser curiosa ––aunque tiene su explicación–– ya que no eligieron París o Madrid ––lo previsible–– sino Biarritz. Mudarse era algo más complicado que en la actualidad. Además del vestuario, llevaban sábanas, platos, copas, cubiertos de plata, así como, posiblemente, inútiles objetos decimonónicos y cuadros. El hecho es que Eleonora Zumaeta de Arana empacó las valijas, eligió la servidumbre que la acompañaría, y cubrió de fundas los muebles de la casa de la calle Próspero hasta su incierto regreso. Partieron de Iquitos y en Pará abordaron el vapor Ambrose, de la compañía naviera Booth, que hacía escala en Madeira. Biarritz, un balneario ubicado en el golfo de Vizcaya, ejercía una especial atracción sobre los millonarios sudamericanos. Se había puesto de moda a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando una pareja Almanaque de Gotha imperial con pocos ancestros que figuraran en el se hizo erigir una villa en lo que por entonces era un ignoto pueblo de pescadores próximo a la frontera con España. Napoleón III y Eugenia 104
de Montijo construyeron ese pequeño palacio marítimo abrumadoramente Segundo Imperio, la Villa Eugénie –– ahora Hotel Imperial––, para que representara lo opuesto al palacio de la Tullerías, en París, donde habitaban. Estaba destinada más al petit comité que a las visitas de Estado. La corte de Napoleón III era inequívocamente nouveau riche. Su lujo desmesurado, la ausencia de protocolo y la permisividad social del emperador y de su mujer, deben de haber excitado la imaginación de las incipientes fortunas sudamericanas provenientes de las materias primas. El derrumbe del Segundo Imperio, en 1871, tras la derrota ante Prusia, mantuvo a Biarritz en una suerte de congelamiento, hasta que, a principios del siglo XX, volvió a ponerse de moda. Surgieron las villas de estilo rabiosamente normando y comenzaron a llegar los millonarios sudamericanos. Muchos argentinos hicieron de Biarritz un segundo hogar y llegaron a recrear en el ventoso atlántico Sur, en Mar del Plata, una asombrosa réplica arquitectónica del balneario francés. No sorprende, pues, que Julio César Arana y Eleonora hayan alquilado una propiedad en Biarritz, donde las exigencias sociales eran relativas. Serían el señor y la señora Arana (apellido, por otra parte, de origen vasco) del Perú, dueños de inmensas plantaciones de caucho. Probablemente, a la vuelta de la esquina vivieran algún cattle baron argentino o el dueño de alguna mina de carbón en Chile. No sabemos dónde estaba ubicada o si aún existe la residencia que alquilaron, aunque es de suponer que habrá sido importante. Contrataron institutrices, maestros, mucamos, empleadas y el correspondiente chef, para que formaran parte de la nueva vida de los Arana. A pocos kilómetros, estaba San Sebastián, donde podían hablar castellano y hacer las imprescindibles compras. En cuanto a Julio César Arana manejaría los hilos de sus negocios desde Manaos que, en 1904, vivía un delirio del consumo generado por el dinero fácil proveniente del caucho. En teoría, su hermano Lizardo, que lo acompañó, era quien estaba al frente de la oficina, ubicada en el número 41 de la calle Mariscal Deodoro, una arteria angosta con los habituales efluvios tropicales. Él prefirió que su oficina estuviera en el corazón comercial de la ciudad, donde podía leerse Julio C. Arana & Hermanos. El carácter fraternal de la firma era un eufemismo. A pesar de que Lizardo recibía la nada despreciable suma de dos mil quinientas libras esterlinas anuales en concepto de sueldo, la realidad era otra. Lizardo había sucumbido al hechizo de Manaos, el champán y a las fran105
cesas y eran frecuentes las veces en las que Julio debía ir a buscarlo a algún bar, a las siete de la mañana, y arrancarlo de los brazos de la cortesana de turno.
Julio César no compartía el ánimo de dilapidación que embargaba a la gran mayoría de los prósperos habitante de Manaos. Vivía en un reducido departamento sobre su negocio, en la calle Deodoro, y sus horarios de trabajo no podían ser más rigurosos: desde las seis de la mañana, hasta la una de la mañana del día siguiente. La ciudad era el polo opuesto a su personalidad. Lo excéntrico dominaba ese escenario artificial que se había hecho de la noche a la mañana. Son varias las leyendas que corren sobre la época de oro de Manaos, desde el millonario cauchero, coronel Aleixo, que inició la costumbre de encender habanos con billetes de quinientos mil reis ––treinta libras esterlinas–– hasta la fastuosa Ópera, que costó cuatrocientas mil libras esterlinas, donde se afirma que cantó Enrico Caruso y actuó Sarah Bernhardt. En realidad, ninguno de los dos jamás pisó Manaos. La prosperidad cauchera ––apenas duró veinte años–– generó una cultura efímera que fue única en su género. Cabe preguntarse el porqué de la fugacidad, más allá de la volatilidad de los mercados. Es cierto que las materias primas siempre están sujetas a impredecibles vaivenes, pero lo sorprendente es que la inmensa riqueza que produjo el caucho desapareció de la noche a la mañana, del mismo modo en que había surgido. Fueron pocos los hombres de negocios de Manaos que comprendieron la transitoriedad del ciclo; que las plantaciones de caucho en Malasia, hevea brasiliensis surgidas gracias a las semillas de mente veremos, sacó ilegalmente del Amazonas Clements Markham, terminarían destrozando la economía amazónica. Mientras llovían los millones de libras esterlinas que generaba la venta del caucho, nadie pensó en desarrollar proyectos ––alimenticios, energéticos, industriales–– que pudieran continuarse en el tiempo. Era más cómodo y excitante importar absolutamente todo y, ya que eran inmensamente ricos, se podían dar el lujo de ser extravagantes. De lo contrario, ¿cómo se explica la construcción de la Ópera, mezcla de estilo italiano y morisco, para un público esencialmente inculto? En 1897, se inauguraron el edificio y la temporada lírica con una ópera de complicadísimo argumento, La Gioconda , de Ponchielli, que pocos habrán podi106
do entender. El elenco debe de haber estado compuesto por figuras menores de los escenarios europeos. Pero el mundo entero hablaba de la Ópera de Manaos. Pero una Ópera no era suficiente para estos seres repentinamente enriquecidos. Por qué no trazar una línea de tranvías eléctricos ––que aún no habían sido instalados en las principales ciudades norteamericanas–– que dejara pasmado al mundo. Los vehículos de color verde oscuro, que abastecían a una población de apenas treinta y seis mil habitantes, terminaban su recorrido en la selva. Por qué no iluminar la ciudad con miles de lámparas eléctricas. Y, ya que los millones del caucho los transformaba en omnipotentes, por qué no construir un Palacio de Justicia, aunque costara la apabullante cifra de quinientas mil libras esterlinas. A principios del siglo XX, cuando el precio del caucho trepó a alturas imprevisibles, nada faltaba en Manaos, salvo el sentido común y la previsión. Algunos precios eran absurdos. La botella de quinina, esencial para tratar la malaria, costaba en cualquier parte del mundo un chelín; en Manaos, dos libras con diez chelines. La infinita lista de disparates se extendía a las esferas oficiales. El gobernador José Cardoso Ramalho, disconforme con el palacio gubernamental que, al asumir su cargo, estaba a medio construir, adquirió con fondos estatales doce mil libras esterlinas de dinamita para hacerlo volar en pedazos y erigir uno nuevo. En mayo de 1906, el ritmo alucinante de gastos públicos forzó a la ciudad de Manaos a solicitar un crédito de tres millones doscientas mil libras esterlinas a un banco francés, la Societé Marseillaise, y, cuatro meses después de haber sido acreditado, se gastaron diecinueve mil libras esterlinas en un banquete para el presidente del Brasil, que estaba de visita. que, como oportuna-Quién gastaba más en locuras pasó a ser una suerte de imperativo categórico, como si se tratara de un barómetro que medía el prestigio. Un cauchero pagó un cargamento completo de sombreros que acababa de llegar a Manaos, y se los probó uno por uno, arrojando al río los que no le servían. Otro, pagó cuatrocientas libras esterlinas por realizar un viaje de dos cuadras en el único Mercedes Benz de alquiler que existía en esas latitudes.
Julio César Arana vivió casi tres años en esa ciudad que tan poco tenía que ver con sus costumbres. Pero no perdió el tiempo. La progresiva adquisición de las caucheras colombianas en el Caraparaná y en el Iga107
raparaná era una compleja trama donde intervenían abogados, contadores, políticos, vapores con sus correspondientes tripulaciones, capataces, racionales , un contingente de doscientos negros de Barbados para controlar, castigar y, eventualmente, eliminar a los indios, transporte de materia prima, presidentes de bancos, conexiones internacionales ( Arana & Bergman , con sede en Nueva York, se dedicó algunos años al transporte fluvial), despachantes de aduana, y venta en los mercados europeos. Además, controlaba minuciosamente los libros, pleiteaba, proyectaba nuevos negocios, invertía dinero en propiedades urbanas y se trasladaba puntualmente al Gran Hotel Internacional, a pocas cuadras de distancia, para alimentarse. Y, cuando ingresaba al gran salón comedor, impecablemente vestido de lino blanco, la barba prolijamente recortada, nadie ignoraba quién era Julio César Arana, el sexto mayor contribuyente de Manaos. Tampoco perdían el tiempo los inversores extranjeros. La compañía naviera británica Booth que, prácticamente, tenía el monopolio del transporte del caucho hacia los mercados del hemisferio norte, tuvo una iniciativa revolucionaria que costó nada menos que un millón de libras esterlinas: construir un muelle flotante, que fue un prodigio de la ingeniería, para contrarrestar el nivel del río que, según la época, podía variar hasta en quince metros. Semejante suma, sobre todo teniendo en cuenta su valor adquisitivo a comienzos del siglo XX (se inauguró en 1902), sólo podía justificarse después de haber realizado exhaustivos cálculos de rentabilidad en el tiempo. Las empresas norteamericanas también habían dirigido sus dardos hacia esa fabulosa cornucopia, quejándose que compañías inglesas y alemanas acaparaban el comercio. La United States Rubber Company, que adquiría una cantidad considerable de caucho amazónico, lanzó una ofensiva para aumentar las ventas que se tradujo en un exótico viaje en yate a vapor y vela, con una tripulación que incluía a prominentes hombres de negocios. A bordo del Virginia , propiedad del multimillonario comodoro Benedict, embarcación que respondía fielmente al diseño naval de la época, es decir, casco exacerbadamente longilíneo, con dos mástiles y una espigada chimenea en el centro, partió al Amazonas una fulgurante comitiva, en la que figuraba E. N. Bacus, presidente de la mencionada empresa y también de la American Wireless Telegraph and Telephone Company , que ya operaba en Manaos, donde había trescientos abonados telefónicos. Querían comprobar in situ cómo funcionaban sus negocios y por qué Sudamérica les vendía a los Estados Unidos tres 108
veces más de lo que les adquiría. No se conformaba con sólo el diez por ciento del comercio latinoamericano. The New York Times, en su edición del 11 de diciembre de 1904, dedicó media página ilustrada con fotografías y pintorescas ilustraciones a ese exótico viaje. La nave ingresó por la boca del río Amazonas, es decir, en su desembocadura en el océano Atlántico, remontó el curso de agua y, después de hacer escala en Manaos, llegó a Iquitos. Este viaje no puede considerarse sino excéntrico, si tomamos en cuenta las tormentas marítimas que podían ocurrir durante la travesía, o las enfermedades tropicales que podían contraer sus ilustres tripulantes. Sin embargo, todos sobrevivieron.
En el transcurso de los tres años que duró su estadía en Manaos, la relación de Julio César Arana con Eleonora y sus hijos empezó a agrietarse. En las cartas que estos le enviaban se notaban claramente el reproche, las heridas que provocaba esa prolongada ausencia. Le recriminaban, por ejemplo, que no preguntara por Gypsy, un perro de aguas al que sus hijos adoraban. Fue por entonces que germinó una idea que le había rondado en los últimos años y que podía catapultarlo hacia alturas insospechadas. Un hombre que no hubiera tenido su desmesurada ambición, se habría conformado con ser lo que era: un próspero empresario, respetado en Manaos y en Iquitos y hasta podría haber pensado en instalarse en Lima ocupando un cargo político. Eso, paradójicamente, sucedió varios años después, cuando su fortuna había mermado significativamente y el caucho había dejado de ser la más codiciada de las materias primas. Pero Julio César Arana del Águila Hidalgo aspiraba a ubicarse en la cumbre no ya del Perú, sino de Europa. Fueron varios los motivos que lo determinaron a transformar a J. C. Arana & Hermanos en una compañía internacional, pero el verdadero motor, el impulso primigenio, fue su inveterada ambición. Hacia 1906, ya tenía un patrimonio considerable. Su familia vivía en Biarritz y el caucho daba para mantener su tren de vida. Pero a diferencia de muchos caucheros de Manaos, que creyeron que la bonanza sería eterna, Arana no ignoraba la implacable evolución de las plantaciones británicas de caucho en Asia, ni las nefastas consecuencias que podían traerle al Amazonas. Entendió que, algún día no demasiado lejano, el caucho asiático invadiría los mercados europeos y norteamericanos, des109
truyendo los precios y poniendo fin a la economía amazónica. Una compañía registrada en Londres y con directores británicos sería una suerte de escudo protector cuando llegara ese momento. Además, el Putumayo era una región de destino incierto, disputada por Perú y Colombia. ¿Qué sucedería de quedarse este último país con esa franja? Corría el riesgo de perder todo lo que había ganado. Si ese vasto territorio, en cambio, perteneciera ––en apariencia–– a una compañía inglesa, nada debería temer. Existían, también, razones comerciales que perturbaban sus ganancias, como asimismo barreras y futuras amenazas que convenían desbaratar. El puerto de Pará, en la desembocadura del río Amazonas, era particularmente irritante paras sus negocios, desde el momento en que sus barcos, pertenecientes a la Arana, Bergman & Co, se limitaban al transporte fluvial y no oceánico y eran detenidos en ese punto. Allí regían impuestos, demoras al tener que pesar la carga y un fárrago de trámites que pesaban sobre la rentabilidad de la operación. Nada de eso ocurriría si lograba despachar la mercadería directamente desde Iquitos a Londres. Además, existía la inquietante posibilidad de que se construyera un ferrocarril en territorio colombiano hasta el Putumayo. El magnate ferroviario Percival Farquhar había llegado a un acuerdo con el gobierno de Colombia para iniciar el tendido de vías. Si estas llegaban a los territorios de Arana, la flota fluvial de este quedaría prácticamente inutilizada. Por último, los vientos de la globalización del caucho ya soplaban con fuerza. En abril de 1907, se creó en Nueva York la Amazon Colombian Rubber & Trading Company que emitió acciones con un capital de siete millones de dólares, anticipándose en siete meses a la iniciativa de Julio César Arana. Pero esto no lo amedrentó. En setiembre de 1907 fue a Londres para gestionar un crédito de sesenta mil libras esterlinas y registrar su nueva compañía. Para este último trámite, solicitó la presencia de un auditor británico que había viajado a Iquitos para verificar el estado de los libros y la solidez económica de J. C. Arana & Hermanos. Y es aquí cuando llama la atención el sentido de la comunicación y de las relaciones públicas ––dos disciplinas incipientes a principios del siglo XX–– de Julio César Arana. A lo largo de los seis años que duró su trayectoria internacional contó con la eficaz estrategia comunicacional ideada por el cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro (quien recibía de Arana, anualmente, cuatro mil quinientas libras esterlinas), habilísimo editor de publicaciones que defendían la causa del Putumayo. La Imprenta 110
Viuda de Tasso, en Barcelona, debe de haber obtenido ganancias superlativas, a partir del 1913, cuando se editaron varias obras en defensa de la Peruvian Amazon Company, todas pergeñadas por Rey de Castro. La primera tarea que encaró fue diseñar la imagen de J. C. Arana & Hermanos , en un pequeño libro que sería distribuido en Londres, a partir de las exploraciones realizadas por el ya mencionado ingeniero francés Eugenio Robuchon. Estudio del río Putumayo y sus afluentes, por el ingeniero Eugenio Robuchon 1903-1907 , fue editado en Lima, en la imprenta La Industria, en 1907. Pero vayamos a los hechos y a descubrir por qué un francés aparece en el Amazonas y cómo Julio César Arana utilizó hábilmente su presencia. Analicemos algunos de los pasajes de una carta enviada por el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, José Pardo, a J.C.Arana & Hermanos, fechada en Lima el 4 de noviembre de 1903. Este ministerio tiene noticia de que el señor Eugenio Robuchon, miembro de la Sociedad Geográfica de París, y antiguo explorador de la zona oriental de América, ha salido de El Havre, con dirección a Iquitos, en el mes de mayo último. Con este motivo, me es grato dirigirme a ustedes a fin de que se dignen contratar, si fuera posible, por cuenta del gobierno del Perú, al indicado señor Robuchon para que practique en la zona que ocupan las posesiones de ustedes los estudios que se puntualizan en las instrucciones adjuntas. Como remuneración a los trabajos del señor Robuchon se servirán ustedes acordarle la suma de treinta y cinco libras esterlinas mensuales y, además, la cantidad que estimen indispensable para gastos de manutención, transporte y adquisición de los respectivos materiales.
La respuesta epistolar de J. C. Arana & Hermanos es una magistral muestra de manipulación. Está fechada en Iquitos, el 2 de septiembre de 1904, es decir, diez meses después de escrita la misiva a la que responde, lo cual habla a las claras de la lentitud del tiempo amazónico. Tenemos el agrado de remitir a Us. una copia del contrato que, de acuerdo con el estimable oficio de ese ministerio, fecha 4 de noviembre último, hemos celebrado por cuenta del gobierno del Perú, con el señor Eugenio Robuchon. Nos es igualmente grato manifestar a Us. que nuestra casa ha resuelto sufragar todos los gastos que origine la misión confiada al señor
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Robuchon, deseando contribuir así, aunque en forma modesta, a los patrióticos fines que persigue nuestro gobierno.
Por la ridícula suma de treinta y cinco libras esterlinas al mes, Julio César Arana contaba con un ingeniero francés de inmenso prestigio académico, que publicaría el resultado de sus exploraciones. El contrato ––inteligentemente–– limitaba el área a los territorios de Arana, divididos en tres secciones: Igaraparaná, Caraparaná y Putumayo. A través de un científico, se sabría que aún existía el canibalismo en el Amazonas y que un empresario cauchero, Julio César Arana, intentaba civilizarlos a través del trabajo, que no era otra cosa sino recolectar caucho. Es sorprendente que nadie se preguntara por qué esa empresa civilizadora no estaba acompañada de una tarea evangelizadora, ya que franciscanos y, luego, agustinos, habían tenido misiones en la región. En realidad, lo que menos deseaba Arana era la presencia de misioneros de cualquier orden y credo, ya que hubieran sido testigos de los crímenes que se cometían en el Putumayo. Pero en marzo de 1901, llegaron cinco padres agustinos a Iquitos: Paulino Díaz, Pedro Prat, Bernardo Calle, Plácido Mallo y Pío González. Ello produjo un profundo desagrado en la población, que consideraba que los misioneros debían evangelizar a los indios salvajesy no a los ciudadanos. Es que los agustinos tenían una misión más educadora que evangélica. Fundaron en Iquitos, en 1903, el Colegio San Agustín. Los centros misionales y las parroquias fueron creados puntualmente para la enseñanza religiosa, y, hasta el día de hoy, continúa la labor de los agustinos, a través de numerosas instituciones fundadas por ellos. Lo que los caucheros querían evitar, cuando llegó la orden en 1903, era que metieran las narices donde no les correspondía. El lobby cauchero tenía a su propio sacerdote, el padre Correa, que nada decía acerca del maltrato al que eran sometidos los indios. Lo que ningún cauchero imaginó es que las revelaciones de Walter Hardenburg en la revista Truth, en 1909 ––y, con anterioridad, las del periodista Benjamín Saldaña Rocca, propietario de dos periódicos en Iquitos––, que dieron inicio a los “escándalos del Putumayo”, iban a forzar a los padres agustinos establecidos en Iquitos a actuar. Uno de ellos, Paulino Díaz, escribió ese mismo año: “He venido tristemente impresionado de la precaria situación en que se encuentran [los indios]… Las diversas tribus de aushiris, sáparos, ninanas, tiracunas, angoteros y piojeses, casi han desaparecido por completo y los pocos que aún quedan se han 112
remontado a lugares inaccesibles, quedando reducida la actual población del Napo a restos de los habitantes de varios pueblos fundados por los padres jesuitas en los afluentes del alto Napo. Estos pueblos han desaparecido”. Una vez desatado el escándalo, cuando el mundo supo del horror en las plantaciones de caucho de Arana, la Iglesia decidió intervenir. El Papa Pío X, en 1912, escribió la encíclica Lacrimabili Statu , denunciando la explotación de los indios, aunque sin detallar la región donde ocurría; luego, comisionó al padre franciscano G. Genocchi para que viajase a Sudamérica, recorriera las misiones existentes y comprobara la situación de los indígenas; por último, creó, en 1913, una misión en La Chorrera, la gran plantación cauchera de la Peruvian Amazon Company en el Igaraparaná. Pero para entonces ya habían cesado las atrocidades, el precio del caucho comenzaba a desplomarse y, de todas maneras, quedaban pocos indios para esclavizar, torturar y matar. El 8 de mayo de 1903, Eugenio Robuchon partió de El Havre rumbo a Manaos, a bordo del vapor Patagonia acompañado por su mujer, una india huitoto que había conocido en un viaje anterior. Conviene señalar que la Casa Arana no permitía matrimonios formales ––sí concubinatos–– entre contratados e indias y, mucho menos, que estas, aunque tuvieran hijos, salieran del territorio. Robuchon fue una excepción, como también lo fue un joven médico norteamericano, que quiso llevarse a su mujer india que estaba a punto de ser madre. Madame Robuchon contrajo fiebre amarilla en Manaos, y, de no haber existido un feliz desenlace terapéutico, su marido jamás hubiera realizado los estudios. Ni tampoco habría desaparecido en la selva para siempre. Una vez recuperada madame Robuchon, el matrimonio zarpó hacia Iquitos en el vapor Preciada , de propiedad de Julio César Arana, quien ––como era de esperar–– los esperaba a bordo para acompañarlos durante el viaje. El “rico industrial de Iquitos”, como lo define a Arana el explorador, tenía particular interés en que realizara investigaciones en sus territorios y puso a su disposición una parafernalia de elementos. Así, el 18 de setiembre partió de Iquitos el pequeño vapor Putumayo con destino al Igaraparaná. Robuchon, en sus breves relatos que finalmente llegaron a la imprenta, se asemeja en algo a Walter Hardenburg: comienza sus escritos con una visión contemplativa de la belleza amazónica y termina en un thriller.
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Comenzaba entonces la época de las sequías y del descenso de las aguas. El Amazonas, casi seco, había perdido algo de su aspecto grandioso de los meses precedentes. Ya no era ese río impetuoso, que arrastraba en sus aguas, espumosas y turbias, enormes troncos de árboles arrancados de las riberas por la violencia de la corriente; ya no era aquella arteria comercial que permite que los navíos de ultramar, casi de extremo a extremo atraviesen el continente americano, y que, por el volumen de sus aguas, ha recibido el título del mayor río del mundo. En todas partes se extendían inmensas playas de arena blanca que dividían al río en numerosos canales estrechos y poco profundos, de corrientes tranquilas y aguas casi transparentes.
Esta postal amazónica parece escrita más por un viajero que por un académico. Cuando alcanzaron el Igaraparaná, Robuchon calculó con precisión matemática cuántas millas náuticas habían navegado: 873, es decir, 1.571 kilómetros. La poética, sin embargo, impregna su prosa a medida que avanzaba el viaje. El 3 de octubre, cerca de las cinco de la tarde, percibimos a la salida de una vuelta del río, la confluencia de Igaraparaná. Una espléndida puesta del sol, de una riqueza de tonos incomparables, doraba el horizonte y arrojaba sobre el río reflejos maravillosos. Este espectáculo feérico y grandioso me había llenado de entusiasmo. Contemplaba aún aquel cambio constante de colores, viendo morir unos y confundirse otros, tan vivos hacía poco, cuando la llegada al puerto de Arica me sacó de mis ensueños.
Pero estas cumbres poéticas surgieron tal vez por el contacto de Robuchon con una zona remota, con un río poco explorado por europeos. A medida que se internó en la selva, privó la antropología y, en menor medida, la entomología y la botánica. Lo que flota en forma permanente en su narrativa, es la condición de caníbales de los indios, su salvajismo imposible de modificar, sus costumbres en extremo primitivas y la permanente peligrosidad de algunas tribus. Pero tiene una enorme virtud: fue el único que se adentró en la selva durante un tiempo prolongado (Walter Hardenburg no lo hizo) y obtuvo un material de primera agua. Es significativo que algunos pasajes tengan un sesgo más militar que antropológico: “El río Yaguas, que dejamos a la derecha el 30 de setiembre, es una vía de comunicación fácil hacia Pebas, sobre el Amazonas, y esto 114
sin salir del territorio peruano. Es un camino estratégico, de estudio interesante, que permitiría la rápida movilización de tropas hacia el Putumayo sin tener que pasar por el Brasil”. El estudio tenía connotaciones políticas que interesaban tanto a Arana como al gobierno peruano. Finalmente, Robuchon y su mujer llegaron a La Chorrera, la gran bahía que forma el río, desde donde se divisaban los edificios sobre una colina y que era el punto final de la navegación fluvial del Igaraparaná, ya que allí estaba el estrecho pasadizo poblado de rápidos que le daba nombre. Allí, el sabio tuvo ocasión de explayarse sobre la entomología local: Una cantidad increíble de moscas pequeñitas, especie de tábano en miniatura, aparece desde que nace el sol. Son las maringuinius . De sus mordeduras no se escapa ninguna parte descubierta del cuerpo y dejan sobre la epidermis una equimosis negruzca que dura muchos días. Residen, y son más o menos abundantes, particularmente, en los lugares donde la composición de las aguas es más o menos cenagosa. Los ríos originarios de los lagos cuyas aguas son claras o negruzcas se hallan completamente desprovistos de ellas. Los trajes de colores oscuros, el azul marino, el negro, las atraen mucho; el blanco, por el contrario, las aleja. El único modo de preservarse de sus mordeduras es cubriéndose la cara con un velo. Cuando un extranjero penetra por primera vez en las regiones infestadas por estos insectos sufre horriblemente con sus picaduras, las cuales frecuentemente producen graves inflamaciones; luego, se habitúa y, pasados seis meses, no producen ningún inconveniente desagradable.
Robuchon lo debe de haber sentido en carne propia cuando dejó La Chorrera para internarse en la selva. Prefirió dejar a su mujer en esa plantación debido ––no podía ser de otro modo–– a los caníbales. Los primeros indicios de antropofagia los recibió al llegar a la sección cauchera Arica, donde se enteró de que había existido una sublevación de los indios bórax navajes, lo cual de por sí no era de extrañar. Lo inquietante era que habían asesinado a cuatro blancos y se los habían comido. Es notable cómo este francés, a pesar de los peligros canibalísticos, penetra en la jungla, se hunde en el lodo hasta las rodillas con apenas un par de alpargatas, se empapa con los aguaceros y pernocta en chozas indígenas. Esta es una de sus primeras descripciones en las proximidades de La Chorrera.
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Impaciente por conocer en su propia casa a esos salvajes, me dirigí una mañana a una choza de huitotos aimenes, situada en lo alto de una colina. En medio de plantaciones de yuca, perfectamente bien cultivadas, se levantaba la choza, gran edificio de ramas ligeras, unidas entre sí por bejucos y cubierta por un techo de paja que descendía hasta el suelo. Esta casa, con su forma circular y su techumbre en punta, tenía un parecido notable con un circo de feria. Por carecer de ventanas, la luz y el aire no podían penetrar y las puertitas bajas y estrechas que le daban acceso estaban tan herméticamente cerradas con esteras que tuve que apartarlas para entrar. Cuando la vista se me acostumbró a la completa oscuridad que allí reinaba, percibí a dos viejas y un muchacho pilando yuca por medio de una maza, en un gran pedazo de madera hueco. Los demás habitantes habían salido a trabajar a las plantaciones, mientras aquellos preparaban las tortas de casave , pan indígena que se repartía entre todos en la noche. Alrededor de la barraca se veían colgados varios grupos de hamacas, formando cada uno el alojamiento de sendas familias. Cada una tiene su lumbre especial, donde hierve constantemente una marmita de casaramanú, curioso guiso de sesos e hígados de animales silvestres, sazonado con una fuerte cantidad de ají, guiso que jamás se agota, porque se le agrega siempre que disminuye, nuevas dosis de sesos e hígados. El suelo desnudo y muy accidentado se hallaba cubierto de cáscaras de bananas y de frutas y toda especie de basura. Deduje de ahí que las reglas de la limpieza no estuvieran muy en boga entre los huitotos.
Hasta aquí las observaciones de un antropólogo que no corre peligro alguno y que contempla minuciosamente la forma de vida salvaje. La comida podía ser repulsiva para el paladar occidental y la suciedad, repugnante para la asepsia europea, pero, en definitiva, se trataba de indios dóciles. A medida que recorría la selva adentrándose en otros territorios próximos al río Cahuinari, en dirección noroeste, la docilidad indígena se evaporó como la bruma matutina amazónica. En ruta a Último Retiro, donde terminaban las secciones caucheras de Arana, ingresaron en territorio de los indios huitotos nonuyas quienes, según Robuchon, “eran antropófagos y de los más peligrosos”. Llama la atención, al leer sus escritos, la prevención, el espíritu alerta que transmiten. “Los indios, astutos y por extremo pacientes, se hayan siempre listos para asesinar a los blancos cuando a estos se les olvida conservarse en guardia”, escribe. Nada de esto lo amedrentó y, con los indios que lo acompañaban, se acer116
có a las viviendas huitotas nonuyas. Del techo de una de estas pendían cuatro cráneos humanos, “trofeos de una lucha reciente entre los nonuyas y sus vecinos, los erikeas, y cada cráneo correspondía a una víctima de los caníbales”. Robuchon y sus acompañantes no tuvieron más remedio que pasar la noche con ellos, montando prudentes guardias. Esa noche no presenció, como ya lo señalamos oportunamente, un festín antropofágico, sino una ceremonia religiosa, el chupe del tabaco , en la que la tribu “rememora su libertad perdida, sus sufrimientos actuales y formula contra los blancos terribles votos de venganza”. Las últimas páginas de su estudio, las dedica a describir físicamente a los indios, enfatizando la delgadez de sus piernas, su cabellera abundante, el imprescindible taparrabo y sus armas, en particular la obidiake o cerbatana. Esta, de dos metros de extensión, está “hecha de una caña hueca, cubierta de fibra y provista de embocadura [y] sirve para lanzar pequeñas flechas de veinticinco centímetros de largo y de apariencia poco peligrosa, pero de efectos terribles, pues la punta de cada una de ellas está untada de curare, y produce la muerte en menos de un minuto”. Empleaban también el arco, con el que arrojaban flechas envenenadas, o morucos , de un metro y ochenta centímetros de largo a una distancia de hasta veinte metros. Los huitotos nonuyas creían en la existencia de un ser superior que representaba el bien, Usiñamu, y otro inferior, que simbolizaba el mal, Taifeno . También, en la inmortalidad del alma y en la vida futura. Adoraban al sol, Itoma y a la luna, Fuei. Por el momento, Eugenio Robuchon sobrevivió a las cerbatanas, a las flechas envenenadas y a que lo descuartizaran para ponerlo en una olla hirviente. Además, los indios le obsequiaron las cuatro calaveras para su colección de rarezas antropológicas. Después de concluir la misión que le encomendó Julio César Arana, Robuchon deambuló por la selva durante tres años, conociendo tribus, descubriendo a qué era geológica pertenecía tal o cual piedra, clasificando árboles. Un día dejó de emitir señales. El cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro y estratega comunicacional de Arana, le envió una carta al ministro de Relaciones Exteriores del Perú, fechada en Lima el 19 de julio de 1907. Me es sensible manifestar a Vd. que los estudios del señor Robuchon, de que he sido portador, han quedado incompletos. Según referen-
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cias del señor Arana y hermanos, hace varios meses que el señor Robuchon ha desaparecido de las inmediaciones de Retiro , a orillas del Putumayo, donde se encontró parte de su equipaje y algunas líneas escritas, en que parece indicaba el rumbo que iba a tomar, pero que, por acción de la humedad, se han vuelto casi ininteligibles. Los señores Arana y hermanos presumen, con fundamento, que el señor Robuchon ha sido víctima de los indios antropófagos que frecuentan esos parajes. Los mismos señores han hecho todo género de esfuerzos para descubrir el paradero del activo explorador, pero sin resultado satisfactorio alguno.
Existen las teorías más dispares y polémicas acerca de la desaparición de Robuchon, pero se trata de meras presunciones. Pudo haber muerto a manos de los indios, como consecuencia de un accidente, o, como sostienen algunas malas lenguas, asesinado por orden de Julio César Arana. ¿Por qué querría eliminarlo el hombre que lo había contratado, facilitándole transporte, víveres y guías? La hipótesis no parece incongruente. El explorador había pasado demasiado tiempo en el Putumayo, había visto demasiadas cosas. Su cámara fotográfica había tomado un sinnúmero de fotografías. Las más conocidas, publicadas por el diario El Comercio , de Lima, son absolutamente bucólicas, con abundancia de árboles gigantes y cascadas; las menos publicitadas, fueron las que halló el capitán británico Thomas Whiffen, del Regimiento Decimocuarto de Húsares, entre las cenizas del último campamento de Robuchon, dos años después de su desaparición. Obviamente, estas no se publicaron en el libro con las observaciones del francés acerca de las tribus amazónicas, editado por Julio César Arana y que alcanzó el asombroso tiraje de veinte mil ejemplares, inteligentemente distribuidos entre líderes de opinión y medios de difusión. Si quienes pertenecían a la Peruvian Amazon Company descubrieron las fotos tomadas por Robuchon sobre torturas, mutilaciones y muertes por inanición, es de suponer que se encargaron de que no saliera de la selva con vida. Hacia 1906, año en que el francés desapareció, el horror en el Putumayo había alcanzado su apogeo. La esclavitud, las más refinadas torturas, los azotes, las violaciones y la matanza indiscriminada de la cual ni siquiera se salvaban los niños recién nacidos, estaban presentes en todas las secciones caucheras pertenecientes a Arana, desde el Igaraparaná al Caraparaná. Como sea, la maquinaria propagandística de Arana sabía sacar partido hasta de una desaparición. A raíz de la desaparición del explorador, 118
el diario El Comercio , de Lima, se preguntó: “¿Quién sabe si uno de sus compañeros huitotos de tan plácida apariencia en la fotografía que reproducimos hoy no figura entre quienes lo mataron y comieron?”. Tras la desaparición de su marido, la señora de Robuchon se fue a vivir a Francia con su familia política.
Julio César Arana tenía en claro que, si no internacionalizaba su compañía, tendría serios problemas. No poseía título de propiedad sobre su inmenso territorio del Putumayo, pues no se sabía a qué país pertenecía este. Poseía un mero título de ocupación. Si la balanza de los arbitrajes internacionales se volcaba a favor de Colombia, los derechos de Arana difícilmente serían respetados. Pero si la que ocupase las doce mil millas cuadradas entre el Putumayo y el Caquetá fuera una compañía inglesa, el gobierno de Bogotá se abstendría de provocar un incidente. Esta razón fundamental y otras que ya hemos señalado, lo conminaron a viajar a Londres, en 1907, para formar una empresa británica de la que él, de todas maneras, sería dueño absoluto. Preparó bien el terreno. Un auditor de la prestigiosísima firma Deloitte, Plender & Griffith’s, Mr. Gielguld, había viajado con anterioridad al Putumayo para realizar un informe exhaustivo sobre los territorios, las materias primas, la rentabilidad y la mano de obra de las posesiones deJ. C. Arana & Hermanos . El informe que presentó a su regreso parece salido de un cuento de hadas. Los indios eran felices, estaban bien alimentados y en excelentes relaciones con sus patrones. Al despertarse, saludaban cariñosamente a Armando Normand, uno de los capataces, mitad boliviano y mitad inglés, que debería engrosar la lista de los peores sádicos del siglo XX, como también a Augusto Jiménez, otro asesino. Pero, en su informe, no todo lo que brillaba era oro. Un rubro era particularmente urticante. En los libros figuraban como expendios veintidós mil libras esterlinas en concepto de “Gastos de Conquistación”, que no eran otra cosa que las erogaciones que se había realizado para someter y esclavizar a los indios. Arana trabajó con Gielguld para disimular esos desembolsos bajo el rubro “Territorios gomeros y agrícolas que incluyen gastos de desarrollo”. Gielguld comenzaría a recibir de la compañía, una vez que esta se constituyera, mil libras esterlinas al año ––dos mil si se encontraba en el Perú–– sumas inmensamente mayores a los ingresos que percibía en Deloitte, Plender & Griffith’s, que sólo eran de ciento cincuenta libras al año. 119
En Londres, Julio César Arana debía formar un directorio integrado por ingleses, establecer una sede, darle nombre a la nueva empresa, y emitir acciones por un valor de un millón de libras esterlinas. El registro de la nueva empresa se realizó el 25 de setiembre de 1907. Pero surgieron problemas inesperados. Dos mesesdespués de haber sido registrada la compañía, el precio del caucho se desplomó. El cierre de fábricas en los Estados Unidos trajo como consecuencia una superabundancia de stocks: en febrero de 1908, el precio del caucho que, en 1907, costaba cinco chelines y tres peniques la libra, descendió a dos chelines y nueve peniques, el más bajo desde 1894. Sus asesores le aconsejaron que esperara seis meses antes de que la Peruvian Amazon Company na pergeñó un negocio brillante: del capital nominal, es decir, un millón de libras esterlinas, setecientas mil acciones de una libra cada una quedarían, como parte de pago, en manos de Arana, Pablo Zumaeta, Lizardo Arana y Abel Alarco, lo cual les daba el control total de la empresa. Ni siquiera los gastos indemnizatorios y de promoción, que trepaban a treinta mil libras esterlinas, serían abonados por ellos, como vendedores, sino por la nueva compañía. El proceso llevó más de un año, en el transcurso del cual, como se vio, viajó al Putumayo en el vapor Liberal , a pedido del gobierno peruano, para verificar si los colombianos respetaban el modus vivendi establecido entre Colombia y el Perú. Finalmente, el 6 de diciembre de 1908, se ofrecieron a la venta, en Londres, acciones de la Peruvian Amazon Rubber & Co. Ltd . Posteriormente, se le quitó la palabra Rubber al nombre para que la empresa no fuera exclusivamente cauchera y se la conoció por las siglas PAC . El precio de la misma se estipuló en un millón de libras esterlinas. En los papeles, los números y las actividades cerraban a la perfección, a partir de algunos hechos que sí eran reales. En 1907,J. C. Arana & Hermanos se había puesto a la cabeza de los exportadores de caucho de Iquitos, con la cifra de 540.869 kilos de esta materia prima, equivalente al 18,6 por ciento del mercado. Julio César Arana se dedicó, en primer lugar, a crear un directorio que diera absoluta credibilidad a las actividades de la compañía. Uno de los integrantes de aquel, John Russell Gubbins, ostentaba treinta y ocho años de experiencia en el Perú, en el negocio de importación-exportación. Hablaba español y era amigo personal del presidente del Perú, Augusto B. Leguía. Henry Read, otro integrante del directorio, había nacido en el Perú, hablaba español, tenía poderosas relaciones sociales en 120
Lima y era presidente del London Bank of México , que le había otorgado a Arana el crédito de sesenta mil libras. Además ocupaba el cargo de director en la Peruvian Corporation, poderosa empresa, y en la Lima Light, Power and Tramways Company. Para coronar esta constelación de hombres de negocios, incluyó a Sir John Lister-Kaye, que nada sabía ni del Perú, ni del negocio del caucho, pero conocía al rey Eduardo VII de Inglaterra y a prestigiosos británicos que podían convertirse en inversores. El directorio lo completaban el barón de Sousa Deiro, el señor Henri Bonduel, banquero francés, Julio César Arana y Abel Alarco. La sede se estableció en Salisbury House, London Wall, E. C., en Londres. se hiciera pública. AraEl 6 de diciembre de 1908, se pusieron en venta las acciones de la Peruvian Amazon Company . Se ofrecieron 130 mil acciones preferenciales, ya que las ordinarias y las preferenciales restantes, como señalamos, quedaron en manos de Arana. Vale la pena analizar la versión del patrimonio y las actividades de la empresa que se intentó “vender” a los briPAC tánicos. La enumeración de bienes era absurda: se afirmaba que seía bases operativas de máxima rentabilidad en Manaos e Iquitos, cuando, en realidad, se trataba de individuos que intentaban cobrar deudas difícilmente pagables. El valor de libro era disparatado. Las ganancias que se habían declarado nunca existieron. La PAC ni siquiera tenía títulos de propiedad de las miles de millas cuadradas de selva. Se hablaba de agricultura y de minería, aunque no las había. Tampoco se detallaba con precisión la calidad del caucho extraído. No es de extrañar que la venta de acciones fuera un fracaso absoluto: el noventa por ciento de las mismas permaneció en manos de los suscriptores. Así y todo, Julio César Arana, había logrado finalmente su escudo protector de eventuales reclamos colombianos. El gobierno peruano se sentiría orgulloso de que una compañía británica ––es un decir–– se hubiera establecido en esa zona tan conflictiva. Y, acaso lo más importante, si el Perú perdía el arbitraje y la zona comprendida entre los ríos Putumayo y Caquetá pasaba a manos colombianas, no le cabía la menor duda de que se reconocerían como pertenecientes a la Peruvian Amazon Company las cuarenta y cinco secciones caucheras. El libro de Eugenio Robuchon, por último, le daba un toque humanitario a la nueva compañía, ya que también se civilizaría a las tribus caníbales. Quizá la coronación de este audaz proyecto corporativo fue el reencuentro con Eleonora y sus hijos, ya que sus negocios lo obligaban a trasladarse a Europa con mucha más frecuencia. Sólo algunos nubarrones 121
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perturbaban a Julio César: las nuevas plantaciones de caucho de Asia, en particular las de Malasia, naturalmente en manos inglesas. La competencia podría llegar a destruir la economía amazónica. Sin embargo, el peligro no estaba, en 1908, en remotos países asiáticos, sino en la lejana, tropical y primitiva Iquitos, donde un joven norteamericano y un periodista local harían temblar al mundo revelando los crímenes que se cometían en los territorios de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo.
El Putumayo abre sus secretos
N OTAS 1
Una especie de telégrafo acústico, hecho de troncos que, al ser golpeados, emiten sonidos que pueden ser oídos e interpretados hasta a doce kilómetros de distancia. 2 Una arroba equivale a quince kilos. 3 Cuñado de Julio César Arana. 4 Se refiere, irónicamente, a los empleados de la Amazon Peruvian Company.
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Hablar de indios, en Sudamérica, implica una densa trama de culturas diferentes. El impacto de la colonización, tanto española como la que provino de la Revolución Industrial, arrasó con algunas y mestizó otras. Rara vez pudieron mantener su identidad incólume. Las distintas culturas indígenas trazaban un arco que iba desde la extrema combatividad hasta la sumisión. Los araucanos que poblaban el sur de Chile libraron feroces combates contra los españoles, sitiaron Osorno y tuvieron caciques como Caupolicán y Lautaro capaces de movilizar a miles de aguerridos. Los onas y otras tribus de Tierra del Fuego terminaron extinguiéndose, impotentes para sobrevivir los cambios y persecuciones introducidos por la civilización europea. Sería farragoso analizar con mirada antropológica las distintas tribus. El hecho es que existieron algunas particularmente primitivas, aisladas por un escenario de difícil acceso, de heroica supervivencia, donde se practicaba la antropofagia pero que, curiosamente, fueron sorprendentemente sumisas. La mayoría de ellas habitaba regiones del inmenso Amazonas. Las que poblaban el Putumayo ––huitotos, ocainas, andokes, boras–– fueron el blanco elegido, a comienzos del siglo XX, para formar parte de lo que Michael Taussig tan bien define en su lúcido ensayo Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje, como la “economía del terror”. Lo peor que pudo pasarles a los indios amazónicos fue el descubrimiento de materias primas en sus territorios. El Putumayo había sido poco perturbado por las irrupciones hispánicas desde que el mito de El Dorado, una cornucopia inextinguible de oro, se esfumó como un espejismo. La expedición de Hernán Pérez de Quesada, en 1541, por las selvas del Caquetá y del Putumayo se topó con el peor de los enemigos: el propio Amazonas. Imaginemos a un contin123
gente de doscientos sesenta españoles, doscientos caballos y seis mil indios andinos, para nada acostumbrados a los rigores selváticos, lanzados a latitudes impenetrables, cegados por la búsqueda de El Dorado. La expedición terminó en desastre: ninguno de los indios sobrevivió. Tampoco se salvaron todos los españoles: cinco hombres fueron atrapados en una emboscada por caníbales y descuartizados a la vista de sus compañeros. Así, durante siglos, las diversas tribus indígenas vivieron libres del flagelo de los conquistadores y de las enfermedades transmitidas por ellos. Creer que los indios convivieron pacíficamente en el Amazonas sería un error. Existían tribus rivales, esclavitud y guerras. Pero las materias primas les eran indiferentes, la propiedad privada casi ni existía y la vida comunitaria estaba por encima de todo. No todas las tribus eran culturalmente homogéneas. Pensemos en la extensión de sus vías navegables, que alcanzan los ochenta mil kilómetros, como también en el hecho de que posee más de mil ríos tributarios, en su inmensa mayoría surcados por embarcaciones, pues no deparan riesgos mayores, como son, por ejemplo, los rápidos. La diversidad cultural, dentro de parámetros similares, era enorme. Fueron los huitotos ––los especialistas afirman que su verdadero nombre es murui o muiname y que aquella denominación es peyorativa–– los auténticos pobladores del Putumayo, quienes padecieron la llegada del hombre blanco y, en concreto, la de Julio César Arana. Hasta que se despertó la codicia occidental por materias primas como la quina, la zarzaparrilla y el caucho, vivieron relativamente seguros en un territorio que imponía dos barreras naturales contra la penetración foránea: los saltos en La Chorrera, los cuales hacían sólo navegable en parte al Igaraparaná, y los de Araracuará, en el río Caquetá, que también lo limitaban en términos náuticos. La violencia entre tribus era moneda corriente. Los ancestrales adversarios de los huitotos eran los bora, o miraña , que realizaban feroces incursiones para obtener botines y capturar esclavos. Pero se trataba de incursiones ocasionales y la vida comunitaria, entre los huitotos, estaba perfectamente estructurada. La producción incluía una vasta variedad de frutas y vegetales, entre los que figuraban el autóctono ananá, la yuca y la banana, por nombrar las principales, a lo cual habría que agregar la caza y la pesca. No habitaban aldeas sino una gran casa comunitaria cuya disposición interna estaba regida por rígidas divisiones. Las familias de mayor prestigio dormían próximas al cacique, 124
en el centro de la vivienda; las de menor rango, en la periferia. En el último peldaño de esa escalera social, estaban los huérfanos, o jaienikis, que habían alcanzado esa categoría como consecuencia de guerras, epidemias, migraciones. Los huitotos se depilaban varias partes del cuerpo, adornaban la piel con diseños de vívidos colores, y se estiraban los lóbulos de las orejas recurriendo a pesadísimos aros. El matrimonio no se consumaba formalmente a través de una ceremonia sino que el éxito o el fracaso del mismo era el resultado de la convivencia, de los hijos y del trabajo. Los huitotos tenían deidades mayores y menores para explicar la creación del mundo y recurrían a los rituales para conectarse con sus ancestros o yurupari, a veces a través de sustancias alucinógenas. Este acto sacro lo realizaban los hombres en el centro de la maloca . Utilizaban varias drogas, desde el jugo del tabaco y la coca, hasta elyagué. El yagué es una poderosa droga psicotrópica compuesta de una combinación de ingredientes, el principal de los cuales es la enredadera Banisteriopsis caapi. Al aislarse por primera vez el ingrediente activo de la droga, la harmalina, los científicos colombianos la denominaron telepatina. Además de estos contactos químicos con lo sacro, los huitotos contaban con miles de años de adaptación a una de las selvas más despiadadas del planeta. Sabían moverse sigilosamente entre la densa jungla. Poseían una amplia farmacopea. Habían desarrollado armas, como la cerbatana y la lanza, que no sólo los defendían, sino que les garantizaban la alimentación. Sin embargo, iban a ser destruidos por un solo hombre, para quien el caucho estaba por encima de todos los valores. Para comprender lo que sucedió en el Putumayo a partir de la llegada de Julio César Arana, habría que entender someramente la relación que existió, desde el primer día, entre conquistadores y conquistados. Para los españoles, los aborígenes eran seres poco menos que despreciables a quienes había que esclavizar, torturar y, llegado el caso, matar, para que la estadía en el Nuevo Mundo fuera rentable. El fin justificaba ampliamente los medios. Fueron tales los abusos que un sacerdote español llegado a las Indias elevó su voz y resonó en Europa al hacer público lo que realmente sucedía en América. Fray Bartolomé de las Casas había nacido en Sevilla en 1484, de origen converso. Su abuelo, Diego Calderón, fue quemado en la hoguera, en 1491, en Sevilla, por el mero hecho de ser judío. América estuvo presente en su vida desde su niñez, ya que su padre formó parte del segun125
do viaje de Colón. Las Casas llegó a Santo Domingo en 1502. Su existencia estuvo signada por aterradores testimonios de abusos hacia los indígenas y por una fe que jamas desfalleció. La vida de este sacerdote estuvo colmada de viajes, audiencias, derrotas, encuentros conflictivos y escritos. Abominaba de cómo los españoles trataban a los indios e intentó, por los medios más audaces, que cesaran los maltratos y que los encomenderosrestituyeran a los indígenas las propiedades de las que se habían adueñado, iniciativa que no puede considerarse sino revolucionaria. Escribió ocho obras, una de las cuales, Brevísima relación de la destrucción de las Indias , publicada clandestinamente en 1552, y que se divulgó por toda Europa, fue la verdadera piedra del escándalo. En el capítulo De los grandes reinos y grandes provincias del Perú, reproduce el testimonio de un fraile franciscano, Marcos de Niza, en que este relata cómo los españoles quemaban vivos a caciques ––en este caso, Atabaliba, Cochilimaca y Chamba–– o encerraban a los indios en una casa para luego prenderle fuego. Algunos pasajes de las revelaciones del franciscano anticipan lo que, cuatro siglos más tarde, sucedería en el Putumayo. Yo afirmo que yo mismo vi ante mis ojos a los españoles cortar manos, narices y orejas a indios y a indias sin propósito, sino porque les antojaba hacerlo, y en tantos lugares y partes que sería largo de contar. Y yo vi que los españoles les echaban perros a los indios para que los hiciesen pedazos, y los vi así aperrear a muy muchos. Asimismo, vi yo quemar tantas casas y pueblos, que no sabría el número según eran muchos. Asimismo, es verdad que tomaban niños de teta por los brazos y los echaban arrojadizos cuanto podían, e otros desafueros y crueldades sin propósito, que me ponían espanto, con otras innumerables que vi que serían largas de contar.
Hubo otros testimonios, con el correr de los siglos, que no dejaron duda de los horrores cometidos. Uno particularmente revelador es el de Sir Reginald Enock, viajero y explorador británico, en su Introducción al libro de Walter Hardenburg, The Putumayo, the Devil’s Paradise , publicado en Londres en 1912. Además de las consideraciones topográficas, los macabros hechos en el Putumayo son, en alguna medida, el resultado de un siniestro elemento humano ––el carácter español y portugués––. Los notables rasgos de insensibilidad en relación al sufrimiento humano que los ibé-
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ricos de Portugal y España ––ellos mismos mezcla de moros, godos, semitas, vándalos y otros pueblos–– introdujeron en la raza latinoamericana son mostrados aquí en toda su intensidad, y, a la vez, aumentada por cualidades hispanas. Los españoles consideran a los indios, a menudo, como animales. Otros pueblos europeos pueden haber abusado de los indios de América, pero ninguno posee la peculiar actitud española hacia ellos, que consiste en considerarlos como si, en realidad, no fueran seres humanos. En la actualidad, los españoles y los mestizos se refieren a los indios como animales. En mis viajes por el continente americano he podido comprobar que, Perú y México, ante una crítica mía por el maltrato a los indios, siempre tuvieron una respuesta áspera: “Son animales, señor; no son gentes”. La tortura y la mutilación del indio, para ellos, no guarda diferencia con la que podría infligirse a un buey o a un caballo. Esta actitud mental ha sido bien demostrada en el bárbaro sistema de trabajo forzado en las minas, durante los virreinatos del Perú y de México, donde los indios eran conducidos a las minas por hombres armados y marcados en la frente con hierro candente. Cuando desfallecían como consecuencia del cansancio, lo cual era frecuente, sus cuerpos eran arrojados a un costado y reemplazados por otros indios. Estos procederes durante la época de los españoles tienen su contraparte, hoy en día, en el Amazonas. Existe aún un rasgo en el latinoamericano que para el modo de pensar anglosajón resulta inexplicable. Se trata del placer que produce la tortura del indio como mera diversión y no como venganza o “castigo”. Como se ha visto en el Putumayo, y como ha sucedido en otras partes en diferentes ocasiones, los indios han sido abusados, torturados y asesinados por motivos frívolos ––es decir, por diversión––. Por lo tanto, a los indios se les dispara deportivamente para hacerlos correr, o como ejercicio de tiro al blanco, o se los incinera impregnándolos de combustible y prendiéndoles fuego para contemplar su agonía. Este amor por infligir la agonía por razones puramente deportivas es un curioso atributo psíquico de la raza hispana.
Cabe preguntarse, entonces, por qué el indio amazónico no se rebeló ante la llegada del hombre blanco. Se necesitaba algo más que un Winchester y un barco a vapor para controlar vastas zonas dominadas, durante siglos, por etnias aborígenes que conocían la selva ––y sus peligros–– a la perfección. Quién podía superarlas en conocimientos, en supervivencia, en el ancestral tratamiento de enfermedades. Quién, en definitiva, era más capaz: un indio que se deslizaba con notable sagaci127
dad y pericia por la selva, sabiendo dónde debía pisar, o un blanco armado. El problema fue que este último iba acompañado de indios que también conocían la selva. También tuvieron su peso ciertos costados antropológicos que explicaban ––y justificaban–– la aparición del hombre blanco. Para los Yaguas, etnia de la cual descienden numerosas tribus, entre ellas los huitotos, la tradición oral tenía una relevancia superlativa. Se llamaban a sí mismos nihamwo, o el pueblo. Aquellos que no compartían sus creencias y estilo de vida, eran denominados munuñu o salvajes. Las inevitables guerras tribales desplazaron a varios grupos étnicos a latitudes andinas, o al Amazonas brasileño, y la cultura yagua imperó en la región. La aparición del blanco fue interpretada como un vengativo regreso de aquellos que habían sido expulsados, y los yaguas aceptaron su presencia y violencia al reclamar el lugar que les había pertenecido. Además, existieron otros motivos relacionados con la fuerza laboral y el crédito bancario, con la violencia, la esclavitud, y una irresistible materia prima: el caucho. Sería imposible entender qué sucedió en el Putumayo, sin conocer la operatividad comercial, sus exigencias y lo que fue la realidad. Quien se iniciaba en la extracción del caucho, debía forzosamente recurrir a las grandes firmas comerciales de Iquitos o de Manaos. Quienes no contaban con los medios económicos necesarios, dependían del crédito para adquirir avíos, así como para contratar indios catequizados o mestizos que extrajeran la materia prima. Al inicio de la actividad cauchera, bastaba la palabra de quien solicitaba el crédito. Luego, los financistas exigieron garantías. ¿Qué podía dar un cauchero como garantía? Lo primero que viene a la mente es la tierra que explotaba. Sin embargo, hasta que se aprobó en el Perú la Ley de Terrenos de Montaña, en 1898, era difícil acceder a un título de propiedad de tierra amazónica ya que no estaba en venta, sino en concesión. Ni siquiera después de aprobada la ley los capitalistas se avinieron a aceptar la tierra como garantía. Este sistema, que rigió en el Perú, no se aplicó en el Brasil. Pero existía otra garantía que suplantaba la que otorga en el resto del mundo la tierra: se trataba de los peones, o trabajadores, que poseyera el cauchero. Ninguna casa comercial aviaba a aquellas estaciones caucheras que carecieran de personal. Y, como si los seres humanos equivaliesen a dinero o a mercancías, setransferíao vendía su deuda, con una quita de alrededor del veinte por ciento. Claro que no todos los peones que pertenecían a un empresario del caucho eran iguales, a pesar de la famo-
sa frase en boca de los productores de látex de Loreto a comienzos del siglo XX: “el único capital es el personal”. Había indios civilizados y otros salvajes y la riqueza cauchera del Putumayo dependía esencialmente de una mano de obra virtualmente esclava. La primera, como ya hemos señalado, era catequizada; la segunda, tribal. Fernando Santos Granero y Frederica Barclay lo analizan en La frontera domesticada.
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En razón de la continua expansión de la economía gomera, la incorporación de frentes de extracción nuevos y remotos, y las altas tasas de mortandad prevalecientes entre los extractores, la mano de obra civilizada se hizo cada vez más escasa y, en consecuencia, aún más valiosa. Fue en estas circunstancias que los patrones intentaron reclutar indígenas tribales para incorporarlos al trabajo de extracción 1 eran efectivas para la captura de mude gomas. Aunque las correrías jeres y niños, obviamente no proporcionaban de manera inmediata el tipo de trabajadores que los patrones gomeros requerían. El establecimiento de buenas relaciones con influyentes jefes indígenas demostró ser un medio más eficaz para reclutar indígenas tribales. Sin embargo, estos tenían la importante desventaja de o estar acostumbrados a realizar las tareas monótonas y repetitivas que exigía la economía gomera, y particularmente la extracción de hevea . Otra desventaja residía en el hecho de que los indígenas tribales no tenían una fuerte dependencia respecto de los bienes industriales. Estos factores hacían que los indios salvajes fueran menos valiosos que los civilizados. Cuando el deseo de obtener objetos manufacturados no era tan apremiante como para poder retener a los indígenas tribales como peones, los patrones recurrían a otros medios, mayormente violentos. El uso de la violencia y el terror contra los indígenas tribales tenía un doble propósito: obligarlos a laborar en forma permanente y, más importante aún, imponerles una nueva disciplina de trabajo.
En la superficie existía una transacción perfectamente articulada ––al menos, en términos laborales–– entre el cauchero y el indio a través del sistema de enganche y habilitación. Como ya hemos visto, las grandes firmas comerciales de Manaos y de Iquitos “habilitaban” ––otorgaban crédito–– al cauchero que demostrara que disponía de peones en su sección gomera. Por lo tanto, el propietario de una sección cauchera debía primero seducir a quienes extraían la materia prima, es decir, al indio, a través de productos que le eran absolutamente indispensables (fusiles,
machetes), como también otros que eran superfluos. Este sistema, más cercano a una economía de trueque que a un auténtico capitalismo, funcionó relativamente bien con los primeros caucheros colombianos del Igaraparaná y del Caraparaná. La llegada y el copamiento del Putumayo por parte de Julio César Arana cambiaron las reglas de juego, introduciendo la violencia y el terror, pero sin desvirtuar la transacción entre patrón y peón. Es interesante lo que afirman, al respecto, Fernando Sánchez Granero y Frederica Barclay en la obra ya citada.
que el mundo supiera lo que verdaderamente sucedía en aquella inmensa región de África. Lo logró. En la lejana Iquitos un periodista, editor de dos periódicos provincianos e ignotos, y un joven ingeniero norteamericano se unieron para que el mundo también estuviera al tanto de la degradación de la condición humana en las secciones caucheras de Julio César Arana.
A comienzos del siglo XX, el mundo ignoraba no sólo estos pormenores sino dónde quedaba el Amazonas. Distinto fue el caso del poderoso mecanismo comunicacional que se puso en marcha en esa misma época, para denunciar los horrores que se cometían contra los nativos que obtenían marfil y caucho en el Estado Libre del Congo, propiedad exclusiva del rey Leopoldo II de Bélgica. Un convencido denunciador, Edmund Dene Morel consagró gran parte de su vida y de sus energías para
En 1907, los periódicos de Iquitos eran un par de hojas impresas en precarios talleres, con abundancia de noticias locales, algún verso escrito por una aspirante a poetisa, una ausencia casi absoluta de información internacional, las inevitables noticias locales y ofertas comerciales. Loreto Comercial y El Oriente (su nombre derivaba de la ubicación geográfica del Amazonas con respecto a Lima) vivían de la publicidad que insertaban en sus páginas las principales casas comerciales. Ambos periódicos tenían por benefactores a los empresarios caucheros que, a cambio de publicar ––o más probablemente silenciar–– determinada información volcaban una significativa cantidad de soles anuales en sus respectivas arcas. Poner en tela de juicio los procederes empresarios de un Morey o de un Arana hubiera equivalido a un suicidio económico. Por lo tanto, lo que sucedía en el Putumayo ––y no porque se ignorara–– jamás se publicó, hasta 1907, en un diario local. Si bien ese río estaba a quince días de navegación y se había transformado en un coto privado, era inevitable que la información se filtrase. Los horrores en las plantaciones de Arana fueron conociéndose paulatinamente a través de empleados, víctimas o los propios indios, que llegaban a la ciudad y narraban lo que habían visto, o les había tocado vivir. Pero la información que corre de boca en boca carece de la institucionalidad de la palabra escrita. Mientras no se publicara lo que sucedía en el Caraparaná y en el Igaraparaná ––posibilidad simplemente inexistente, dadas la corrupción, el cacicazgo y la intimidación habituales en aquella época–– Julio César Arana podía dormir tranquilo. Pero en la modesta Iquitos un periodista se atrevió a revelar las atrocidades que cometía la Casa Arana. Ese hombre que ni siquiera figura en los anales de la historia del Perú, se llamaba Benjamín Saldaña Roca. Ignoramos cuáles fueron los motivos que lo impulsaron a actuar. Posiblemente se haya tratado de una combinación de nobles causas humanitarias, con afán de protagonismo y venganzas personales. Como sea, sus
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El hecho de que el sistema de habilitación continuara vigente en medio de un clima de extrema violencia y crueldad contra la mano de obra indígena ha llevado a Michael Tausssig (en su ensayo Chamanismo, Colonialismo y el hombre salvaje ) a afirmar “por qué esta ficción de intercambio ejerció tanto poder es una de las grandes rarezas de la economía política y hasta hoy no ha habido manera de desentrañar la paradoja de que aunque los comerciantes gomeros se esforzaron incansablemente por crear y mantener esta realidad ficticia, estuvieron igualmente dispuestos a sacrificar el cuerpo de un deudor”. La respuesta a esta aparente contradicción es que la habilitación y el terror no eran mecanismos antitéticos y que ambos eran necesarios para asegurar que los indígenas tribales continuaran trabajando en la recolección de jebe débil. Si Arana mantenía la ficción de habilitación e intercambio era porque estaba consciente de que, aun en gran escala, el terror por sí mismo no sólo era demasiado costoso (implicaba mantener un gran número de guardias armados, capataces y jefes de sección) sino que no podía garantizar el funcionamiento del sistema. Arana también era consciente de la fascinación que los bienes industriales ejercían sobre sus peones huitotos, quienes necesitaban saber que estaban recibiendo algo a cambio de la goma que recolectaban, algo de gran valor simbólico que sólo pudieran conseguir trabajando para su compañía.
revelaciones desencadenaron la incontenible catarata que terminó por derribar de su pedestal a Julio César Arana. El 9 de agosto de 1907, Saldaña Roca presentó una denuncia penal ante uno de los juzgados del crimen iquiteños, dando los pormenores de las atrocidades que se cometían en el Putumayo. El 31 de agosto de 1907, lo siguió con otra denuncia similar el Agente Fiscal de Loreto, doctor Sánchez. Pero la denuncia penal era un mero expediente en un juzgado, que no tomaba estado público y que dependía de la discrecionalidad de un juez, posiblemente influenciado por Arana. De nada servían esas atroces revelaciones si terminaban guardadas bajo llave en un expediente de un tribunal. Pero Saldaña Roca dio con la idea de editar un periódico quincenal y reproducir textualmente la denuncia que había presentado en el La Sanción, el primer órgano periodístico que se atrejuzgado. Así surgió vió a desafiar a la Casa Arana y cuyo primer número, lanzado el 22 de agosto de 1907, estremeció a los habitantes de Iquitos con estas palabras: Señor Juez del Crimen: Benjamín Saldaña Roca, con domicilio legal en la calle del Próspero número 238, a Vd. Digo: que en mérito de los sentimientos de humanidad que me animan y en servicio de los pobres y desvalidos indios, pobladores del río Putumayo y sus afluentes, haciendo uso del derecho concedido en la segunda parte del artículo 25 del Código de Enjuiciamiento, denuncio a los célebres forajidos 2 como autores de los delitos de estafa, robo, incendio, violación, estupro, envenenamientos y homicidios, agravados estos con los más crueles tormentos como el fuego, el agua, el látigo y las mutilaciones; y como encubridores de esos nefandos delitos a los señores “Arana, Vega y Compañía” y “Julio C. Arana y Hermanos”, jefes principales de los denunciados quienes tienen perfecto conocimiento de todos esos hechos y jamás los han denunciado ni han tratado de evitarlos.
No quedan ejemplares del primer número de La Sanción. Pueden verse tres páginas de esa edición, reproducidas en Pobladores del Putumayo , el libro del ideólogo comunicacional de Arana, Carlos Rey de Castro. La portada y los contenidos del periódico, autodefinido como un “bisemanario comercial, político y literario” son un buen ejemplo de cursi declamatoria socialista decimonónica. Una oda publicada en sus páginas declara:
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Creó Dios el mundo con sus peces, flores, arbustos, ríos, campos y animales; dulce trino brindó a los ruiseñores, de limpidez dotó los manantiales, tierna tórtola canta sus amores, dulce acento concede a los turpiales y así, rindiendo al Hacedor tributo, vuela el ave tranquila y pace el bruto.
Pero el verdadero valor de esa edición no radicaba en esos intentos poéticos ––posiblemente debidos a la pluma del propio Saldaña Roca–– sino en una carta firmada por Julio F. Murriedas, un ex empleado de la Casa Arana, donde contaba con pelos y señales las atrocidades del Putumayo. Tal como ocurrió a lo largo de los escándalos internacionales, la defensa mediática de Arana se centró en la descalificación de sus denunciantes. Carlos Rey de Castro insertó la siguiente nota en su libro ya mencionado, al pie de la página que reproduce la primera portada de La Sanción : “Páginas 2 y 3 del primer número, que contienen los artículos con que se inició la campaña contra la firma peruana J. C. Arana & Hnos. Antes de iniciar esta campaña, el director de La Sanción escribió tres cartas al señor Julio C. Arana en solicitud de un puesto o de auxilio en dinero. Julio F. Murriedas, que suscribe uno de dichos artículos, fue condenado poco tiempo después a prisión en el Pará (Brasil) por estafa, y figura como autor o cómplice de la falsificación de una letra de 830 libras esterlinas vendida por W. E. Hardenburg al «Banco do Brasil», en Manaos”. Se suele hacer aparecer a Hardenburg y Saldaña como seres imbuidos de una inusual nobleza de espíritu y de incomparables ideales humanitarios. No creemos que haya sido así. Que los horrores existieron en el Putumayo no está en tela de juicio. Pero conviene recordar que Walter Hardenburg no viajó a Sudamérica por razones meramente antropológicas, sino con la vaga iniciativa de trabajar como ingeniero en el ferrocarril Madeira-Mamoré. Durante su descenso en canoa por el río Putumayo, se transformó de algún modo en aviador , ya que su interés primario era comerciar con los indios y no estudiar sus conductas. Tampoco conviene olvidar que el cauchero David Serrano, para proteger su plantación, le ofreció a un precio irrisorio la mitad del negocio. Imaginemos, entonces, a este norteamericano de veintiún años sintiéndose propietario de una 133
sección cauchera en el Amazonas denominada La Reserva, controlando cómo se embarcaba el caucho y cuánto ganaría al ser vendido en Londres. Posiblemente, creyó tocar el cielo con las manos. Pero Julio César Arana no sólo le arruinó el negocio, sino que también lo vejó hasta el punto de casi hacerle perder la vida. Sin dinero, sin sus pertenencias que podía llegar a canjear por dinero u objetos, debió pedir trescientos dólares a su padre y vegetar en Iquitos durante más de un año. Esto no desvirtúa su accionar y hay que reconocerle que no estaba desprovisto de ideales. El caso de Benjamín Saldaña Roca es diferente: hizo la denuncia penal, publicó la información de lo que sucedía en el Putumayo en La Sanción y, luego, en su otro periódico, La Felpa y, de la noche a la mañana, abandonó Iquitos ante los obvios peligros que corría su vida. Trabajó en Lima como periodista y, pocos años despues, falleció en esa ciudad. Él ––no Hardenburg–– fue el primero que se atrevió a denunciar al hombre más poderoso del Amazonas. ¿Qué sucedía en las secciones caucheras de Arana en el Igaraparaná y en el Caraparaná? Hasta la aparición del primer número de La Sanción , se trató de rumores; luego, los hechos se perfilaron con aterradora nitidez y, en letras de molde, se nombró a los responsables. Entre 1907 y 1915, se multiplicaron las denuncias, informes y libros sobre los crímenes del Putumayo; entre estos, innumerables notas periodísticas en diarios europeos y norteamericanos, en particular The New York Times . Fueron varios, también, quienes investigaron qué sucedía en ese espacio del horror, entre los ríos Putumayo y Caquetá, que correspondía al imperio de Arana: sir Roger Casement, que realizó una investigación profunda en dos oportunidades, comisionado por el gobierno británico; el capitán Thomas Whiffen, que publicó un libro; Norman Thomson, quien defendió sospechosamente la soberanía colombiana en la región y no omitió ninguno de los horrores; el valiente juez peruano Carlos A. Valcárcel y, naturalmente, Walter Hardenburg, que al publicarse en la revista inglesa Truth, en 1909, The Devil’s Paradise: A British Owned Congo (El Paraíso del Diablo: un Congo británico) , logró que las investigaciones revelaran al mundo cómo se trataba a los indígenas en Sudamérica. Conviene empezar por la denuncia penal que realizó Benjamín Saldaña Roca en un juzgado del crimen de Iquitos, reproducida en sus dos periódicos y, también, en La Prensa,de Lima, el 30 de diciembre de 1907, que la tituló “Actos Salvajes e Increíbles, una Denuncia Terrible”. Si Saldaña Roca se atrevió a llevar adelante su denuncia fue en parte porque 134
Julio César Arana, en agosto de 1907, se encontraba en Londres dando forma a la Peruvian Amazon Company.
La perla de las posesiones caucheras de Arana, la que arrebató con astucia, inescrupulosidad y violencia al colombiano Benjamín Larrañaga, se encontraba en el río Igaraparaná. Durante el carnaval de 1903, llegaron a esta sección ochocientos indios ocainas, víctimas del sistema de enganche, para entregar el caucho que habían recolectado en los últimos tiempos. Se habían internado en la selva, abriéndose paso con el machete, derribando árboles para extraer el jebe débil o sernamby, realizando el proceso de someterlo al humo para que adquiriese forma y consistencia, limpiando las impurezas, armando el envoltorio final, parecido a un gigantesco panal de avispas. Después de un período de trabajo inhumano, de sol a sol, regresaban a la sección cauchera para entregar el producto de su trabajo a cambio de baratijas o de algún fusil regulado para que sólo disparara cincuenta cargas. Siempre quedaban endeudados. Habían sucumbido a la cultura del hombre blanco. Ese verano de 1903, llegaron ochocientos indios a La Chorrera que, si bien en ese año no pertenecía íntegramente a Julio César Arana ––aún estaba en sociedad con Benjamín Larrañaga–– ya había impuesto sus capataces y sus métodos laborales. Víctor Macedo era la máxima autoridad administrativa. Fidel Velarde, su mano derecha, se encargó de recibir al contingente. El caucho era rigurosamente pesado y pobre de aquel indio que no alcanzara la cuota exigida. Veinticinco indios no lo lograron. Velarde y Macedo, cuyos salarios derivaban de un porcentaje del caucho recolectado, decidieron darles un castigo ejemplar. Ordenaron empapar en querosén veinticinco túnicas con las cuales envolvieron a los castigados y les prendieron fuego. Todos trataron de llegar al río para sumergirse en esas aguas salvadoras, pero, finalmente, perecieron. Estos capataces contratados por Arana ––a pesar de que él siempre negó estar al tanto de las atrocidades–– actuaban con su pleno consentimiento. Los capataces pasaban gran parte del día en estado de ebriedad. Habían transformado a las indias en sus concubinas creando verdaderos serrallos. La denuncia de Benjamín Saldaña Roca es bastante explícita al respecto. José Inocente Fonseca, como ya hemos visto, también trabajaba en La Chorrera. Hacia 1902, disponía de más de diez indias huitoto de entre ocho y quince años, que cumplían funciones de compañeras se135
xuales y de sirvientas. Un día Fonseca ingresó a su dormitorio y encontró a una de sus hijas, Juanita ––la había tenido con una india llamada Laura–– llevándose una colilla de cigarrillo que había encontrado a la boca. Tránsito, la india que cuidaba a la niña, se había distraído momentáneamente. Fonseca extrajo su revólver y le descerrajó cinco tiros a la niñera, matándola en el acto. Estos crímenes y otras torturas que veremos oportunamente, eran parte de la vida cotidiana. La falta absoluta de límites y de culpa transformaba a las secciones en centros de exterminio, llegándose a la paradójica situación de que la máxima autoridad administrativa debía poner freno a los empleados. Miguel Flores, apodado “la hiena del Putumayo”, mató tal cantidad de indios que el propio Víctor Macedo le pidió moderación. Tal desenfreno no sólo podía terminar despoblando la zona ––reduciendo la mano de obra–– sino que podía llegar a ser conocido en Iquitos. La moderación consistió en solicitarle al capataz que se limitara a exterminar a aquellos indios que no cumplían con su cuota de caucho. Flores acató las órdenes de su superior y, en dos meses, apenas mató a más de cuarenta indios. Pero si se pedía mesura en los asesinatos, había vía libre para la tortura. Por lo pronto, la flagelación, que no bajaba de los cien latigazos. Claro que no se trataba de utilizar cualquier látigo, sino uno de cuero de tapir, que producía las más horrorosas heridas. Algunas víctimas sobrevivían, mostrando para siempre en su piel la célebre “marca de Arana”. Otros quedaban tirados en el suelo, sin poder moverse. Con el correr de las horas, las heridas se les agusanaban. Morían lentamente, soportando atroces dolores y sin que nadie los auxiliara. Ya fuera por instaurar el terror, o por puro instinto sádico, en La Chorrera había otras maneras de atormentar a los indios: se les cortaba la nariz, o las orejas, o varios dedos; en ocasiones, brazos y piernas, o se los castraba. Esto ocurría en la perla de la corona, a orillas del Igaraparaná, donde atracaban los barcos de Arana, lo cual hubiera implicado cierta mesura o discreción. Es interesante, para conocer la estructura, el funcionamiento y los códigos de un barracón o sección cauchera, reproducir la información de José María Rojas G., en Indígenas en Colombia. Al barracón lo rodeaba un amplio rastrojo; contaba con una gran casa de pilotes, donde residían el capataz y otros blancos. En la primera planta de la casa se instaló la bodega, donde se almacenaba el caucho (o, como algunos grupos lo denominaban, las “boas”). Todas las sec-
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ciones disponían de cepos, ya sea en el área de la bodega, enfrente del pórtico u otra zona de la casa. En muchos barracones se había construido también una “casa de muchachos”, una maloca donde residían los indígenas al servicio de la compañía. En los alrededores del barracón había con frecuencia cultivos u otros rastrojos, en los cuales mujeres nativas trabajaban compulsivamente para alimentar el barracón. En cada sección, además del capataz, habitaban otros “racionales” y negros traídos de Barbados. El número de “racionales” era relativamente reducido. En la Estación de la Sabana, había doce; en Entre Ríos, once, y en Retiro, un guarismo similar. El capataz era el responsable de toda la operación; algunos de los blancos contribuían a las labores de vigilancia o tomaban parte activa en ciertas correrías para reclutar por la fuerza a la gente indígena. Los negros de Barbados tuvieron a su cargo diversas labores: la cocina, la ebanistería, o, incluso, la tortura de los indígenas. Los muchachos de servicio debían controlar o supervisar las labores de extracción de caucho, visitar las malocas o perseguir a los indígenas fugitivos que se resistían a trabajar el caucho. Los indígenas habían sido reclutados mediante el “avance” o las “correrías”, es decir, mediante expediciones armadas, y luego forzados a vincularse a la vida del barracón. Con frecuencia se llamaba a la gente por intermedio de tambores manguarés para anunciar la fecha de entrega de látex. Dos o tres veces por año, todos los indígenas se trasladaban a La Chorrera, con el fin de transportar el caucho de manera que éste pudiera ser embarcado a tiempo en los vapores que lo llevarían a Iquitos. Como se ha mencionado, el incumplimiento de las cuotas de caucho establecidas unilateralmente por el cauchero se pagaba con castigos en el cepo, mediante flagelaciones, la muerte individual o el asesinato masivo. A menudo se tomaba como rehén al jefe de una maloca o a sus parientes más próximos para obligar al resto de la comunidad a trabajar. Cuando terminaba una entrega de caucho (“puesta”), la Casa Arana entregaba en avance para la temporada siguiente hachas, monedas, hamacas, pantalones, tazas y otras mercancías. ¡El volumen producido durante dos “fabricos” 3 por un individuo era cancelado con una hamaca o pantalón; un año de trabajo se pagaba con un escopeta! Se estima que el sistema del barracón exterminó en un lapso de diez años, es decir, en la primera década del siglo XX, un número de aproximadamente 40.000 indígenas, cuya gran mayoría pertenecía a la etnia huitoto.
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Imaginemos, entonces, lo que sucedía en alguna otra sección cauchera, lejos de las grandes vías de navegación, literalmente perdidas en la selva. Abisinia era, precisamente, una de ellas. Estaba ubicada entre los ríos Igaraparaná y Caquetá, en las proximidades del río Cahuinari, y, como señalaba la denuncia de Saldaña Roca, allí se aplicaba una herramienta de intimidación y tormento que era propia de todas las secciones caucheras: el cepo. Hecho en madera, con aberturas mínimas para que entraran las piernas y otras partes del cuerpo, estaban en las casas o al aire libre, y ahí se dejaba al indígena durante días, a la intemperie, calcinado por el sol, atormentado por los insectos, los tobillos hinchados y entumecidos por la presión que ejercían los agujeros de madera. También se lo introducía en el cepo para azotarlo. El capataz de Abisinia, Abelardo Agüero y su segundo, Augusto Jiménez, aislados del mundo, de los vapores que pudieran llegar con provisiones, del contacto con otros hombres blancos, tenían que encontrar algún “entretenimiento” para soportar ese infierno amazónico dejado de la mano de Dios. Elegían alguna víctima del cepo, lo liberaban y le ordenaban que fuera a buscar, por ejemplo, yuca. Apenas el indio se había alejado, alcanzando una distancia aceptable para un deportista, disparaban sus Winchester hasta abatirlo. Pero este “deporte” resultó, con el tiempo, monótono. El blanco era demasiado fácil, excesivamente voluminoso. Por qué no elegir, entonces, una presa menor y escurridiza. Por qué no un niño. Después de todo, sus padres ya habían sido asesinados. Pero esto también terminó resultándoles aburrido. Hacía falta más excitación, más sangre, más locura. Basta de armas de fuego. Había que usar el afiladísimo machete contra los más indefensos, lo cual transformaba a la matanza en una suerte de fiesta orgiástica. Así llegaban a la casa principal de Abisinia los indios ancianos y las indiecitas púberes, que eran brutalmente violadas. Pero no era suficiente. Los machetes silbaban, y rodaban cabezas y brazos. Ni Agüero ni Jiménez eran partidarios de la cristiana sepultura: apilaban cadáveres, moribundos, cabezas y extremidades, los rociaban con querosén y les prendían fuego. Pero también terminaron aburriéndose de las flamígeras pilas de cadáveres y optaron porque fueran los perros quienes se ocuparan de hacer desaparecer esos despojos humanos. Los habitantes de Iquitos deben de haber quedado estupefactos. Si bien se rumoreaba lo que sucedía en las secciones de Arana en el Putumayo, bien distinto era leerlo en un periódico, con nombres y lugares. Y, 138
como en toda ciudad chica y provinciana, la denuncia que reprodujo La Sanción corrió como reguero de pólvora y es predecible que haya dividido las opiniones, formándose dos bandos antagónicos. Imaginemos a los caucheros ––los Hernández, los Morey–– cenando en un gran comedor, en aquellos enormes salones finiseculares colmados de frisos, cornisas y volutas, comentando durante las copiosas comidas que incluían no menos de ocho platos regados con abundante vino y champán francés, lo que se decía de un colega y amigo, Julio César Arana. No podían ver con buenos ojos que lo que sucedía en el Putumayo hubiera salido bruscamente a la superficie, a pesar de que ellos no cometían en sus plantaciones semejantes atrocidades. Si bien eran ajenos a las denuncias, no era conveniente que el negocio del caucho fuera radiografiado de tal manera por un periodista local. Qué poco tacto. Qué imprudente. Iquitos vivía del caucho. Acaso habrán pensado que nadie, fuera de la ciudad, leería ese bisemanario de reducidísima circulación; quién podría darle importancia a las denuncias de La Sanción. Julio César Arana debe de haberse enterado de la aparición de ese ejemplar inoportuno, justo cuando transformaba a Julio C. Arana & Hermanos en la Peruvian Amazon Company , moviendo hábilmente los hilos en Londres. Es muy posible que no le haya dado importancia alguna. Europa estaba a una distancia sideral del Amazonas. Era imposible que, en Inglaterra, se enteraran de lo que había publicado un pasquín iquiteño. Él tenía su propio diario, El Loreto Comercial, y el apoyo de El Oriente para contrarrestar el ataque. Además, podía ejercer presión sobre los jueces para que, llegado el caso, el expediente se archivara indefinidamente en el laberinto de algún juzgado. Otros sectores de Iquitos, en cambio, se habrán horrorizado de lo que leyeron aquel día. Algunos peones que habían trabajado en las secciones caucheras de Arana habrán recordado aquellas matanzas y castigos terribles, que no se atrevieron a denunciar. Los colombianos que vivían en aquella ciudad posiblemente pensaron que se comenzaría a hacer justicia, por el trato inhumano y los asesinatos de compatriotas en el Igaraparaná y en el Caraparaná. Y los padres agustinos habrán agradecido que el índice acusador de un periodista por fin había señalado a los culpables de los crímenes que se cometían en el Amazonas. Benjamín Saldaña Roca no iba a detenerse. La denuncia hecha en uno de los juzgados del crimen se basaba en la información suministrada por los testigos Juan C. Castaños, Julio Murriedas (oportunamente, 139
veremos la carta que publicó en La Sanción), Juan Vela, Reynaldo Torres, Pacífico Guerrero, Alejandro Arzola, Francisco Zegarra y Anacleto Portocarrera. Se trató de cartas enviadas a Benjamín Saldaña Roca, en su gran mayoría certificadas ante escribano público, por ex empleados de la Casa Arana que presenciaron las atrocidades. Sería macabro transcribir todas, pero, al menos, reproduciremos la que envió Anacleto Portocarrera al editor, que se publicó en La Sanción el 29 de agosto de 1907.4 Iquitos, 7 de agosto de 1907. Señor Benjamín Saldaña Roca: Me he enterado de que está a punto de iniciar una acción legal denunciando los hechos criminales llevados a cabo en las “posesiones” de Arana, en los tributarios del río Putumayo, y como fui testigo de varias de estas tragedias, paso a relatarlo que lo vi. Apenas arribamos a La Chorrera, el señor Macedo nos derivó a la sección de José Inocente Fonseca, que estaba entonces de correría. Nos dieron para comer un poco de fariña y agua, mientras que Fonseca y sus concubinas comían en abundancia. A la noche pernoctamos en uno de los numerosos tambos (que son casas de paja vacías) que hay en la región, armamos las hamacas, tomaron sus puestos los centinelas, y, aquellos que no montaban guardia, se fueron a dormir. A las pocas horas escuché que llegaba gente y entraron tres indios, cada uno cargando sobre sus espaldas numerosos bultos pequeños, envueltos en lo que parecían ser canastos. Se despertó al jefe y este les ordenó que abrieran los envoltorios. Creí que se trataría de frutas o de algo parecido, pero mi horror no tuvo límites al contemplar, en primer lugar, la cabeza de un indio; luego, el de una mujer y, por último, la de un niño, entre las varias que traían. El emisario, mientras desenvolvía el contenido, explicaba: “Esta es la de fulano de tal; esta, la de su mujer; la tercera, la de su hijo”. Lo mismo hizo con las restantes. Fonseca, sin inmutarse, como si se hubiera tratado de cocos u otras frutas, las tomó del cabello, las examinó y, luego, las arrojó. No recuerdo, señor Saldaña, el nombre de las víctimas, porque se trataba de nombres indios, difíciles de memorizar. Esto ocurrió en Último Retiro, en marzo de 1906, entre la nación o subtribu de los pacíficos indios alfugas. Durante el Sábado de Gloria, Fonseca observó a varios indios que salían de la casa en busca de agua. Extrayendo su revólver y su ca-
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rabina, se volvió hacia ellos, diciéndonos (estaban presentes Juan C. Castaños, Pérez, Alfredo Cabrera, Miguel Rengifo, Ramón Granda, Lorenzo Tello y otros capataces cuyos nombres no recuerdo). “Observen cómo se celebra aquí el Sábado de Gloria”, vociferó, mientras disparaba contra los indios, matando a uno de ellos e hiriendo a una muchacha de quince años. La joven no murió instantáneamente, ya que sólo había resultado herida, pero el criminal Miguel Rengifo, alias Ciegadiño, la ultimó con una bala de su carabina. Al regresar Fonseca de la correría , se dirigió hacia su vivienda. Victoria, una de sus nueve concubinas, fue acusada de haberle sido infiel en su ausencia. Encolerizado, Fonseca la ató a un árbol con los brazos abiertos y, subiéndole la pollera hasta el cuello, la azotó con un enorme látigo hasta que el cansancio lo hizo detener. Luego, la puso en una hamaca ubicada en un galpón. Como las heridas no se las curaron, a los pocos días se agusanaron; por último, siguiendo sus instrucciones, la muchacha fue llevada afuera donde se la mató. Luis Silva, un negro brasileño, que en la actualidad trabaja en la sección Unión, ejecutó la orden. Después de asesinar a Victoria tal cual lo describí, su cuerpo fue arrojado en la plantación de bananas. La flagelación de los indios se lleva a cabo diariamente, y, de tanto en tanto, algunos indios son asesinados. Anacleto Portocarrera El testimonio y la firma fueron certificados por el escribano público Federico M. Pizarro.
Surgieron, entonces, nuevos horrores en otra sección cauchera denominada ––irónica y cruelmente–– Matanzas, en el Igaraparaná. El mandamás de ese centro de exterminio, Armando Normand ––mitad inglés, mitad boliviano–– ni siquiera se molestaba en enterrar a los indios, sino que simplemente los incineraba tras rociarlos con querosén. El problema es que se habían acumulado cientos de cadáveres, algunos aún en estado de descomposición y una apabullante cantidad de huesos humanos. Pero los azotes que Normand aplicaba con el látigo de cuero de tapir eran su marca de orillo. Es oportuno reproducir un pasaje de la carta enviada a La Sanción por Julio F. Murriedas ––uno de los testigos–– publicada en el primer número del quincenario:
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Lo que sí es cierto y me consta, es que en la sección Matanzas, su jefe Armando Normand aplica doscientos o más látigos, los que se dan con toscos ronzales de cuero crudo a los infelices indios, cuando estos por su desgracia no entregan periódicamente el número de chorizos de goma con el peso que apetece al desalmado Normand; otras veces, cuando el indio huye temeroso de no poder entregar la cantidad de caucho que se le obliga, se agarra a sus tiernos hijos, se les templa de pies y manos, y así, en tal posición, se les aplica fuego para que con los cruentos dolores que les produce la tortura, digan dónde están ocultos sus padres. En más de una ocasión, siempre por falta de peso en la goma, se les dispara un balazo, o se les mutilan los brazos y piernas a machetazos y se arroja el tronco en las inmediaciones de la casa, sucediendo en más de una ocasión el repugnante espectáculo de ver paseándose a los perros con un brazo o una pierna de estos desgraciados.
Armando Normand tenía veintidós años y fue el más sádico de todos los capataces de Arana. De lo contrario, ¿cómo explicar que azotara a un indiecito de apenas ocho años de edad y, que, ya moribundo, lo haya mandado matar? Matanzas estaba en medio de la selva, lejos del río Igaraparaná y quizás esa lejanía contribuyó a que pocos la visitaran. Aun así, es inimaginable que alguien que estuviera al servicio de Julio César Arana, en alguna otra sección cauchera, pudiera ser indiferente ante semejante carnicería. Imaginemos, por un instante, a un contingente de peones que llegara hasta allí. Hubiera visto a decenas de indios con las llagas abiertas pudriéndose al sol, agusanadas, despidiendo una intolerable fetidez. Por más que la selva, las enfermedades, los insectos, el calor, la humedad, las alimañas, el alcohol y la promiscuidad sexual atormentaran a sus moradores, no todos eran insensibles a esa clase de horror. Algunos de quienes estuvieron en aquellos escenarios del horror se animaron a firmar una denuncia ante un juez de Iquitos. Como se dijo, Julio César Arana formó un estrecho círculo de colaboradores con sus hermanos y cuñados. Pablo Zumaeta, hermano de Eleonora, fue su mano derecha durante varios años y hasta llegó a publicar, cuando se desataron los escándalos del Putumayo a partir de 1910, un par de memoriales titulados Las cuestiones del Putumayo ; Abel Alarco, casado con una hermana de Julio César, fue una figura clave dentro del directorio de la Peruvian Amazon Company. Otro de sus cuñados, el brutal y sifilítico Bartolomé Zumaeta fue destinado a una sección cau142
chera perdida en la selva. Su crueldad fue legendaria y, a diferencia de otros capataces ––entre ellos, Normand–– que lograron huir del Perú al iniciarse las investigaciones, Bartolomé fue muerto en una emboscada por un grupo de indios. En realidad, ni siquiera había sido nombrado como la más alta autoridad de una cauchería, por más geográficamente remota que fuera, sino que apenas era un empleado subalterno de La Chorrera. Su lascivia era legendaria. Apasionado por algunas indias, no pudo tolerar la resistencia que le opuso a sus avances amorosos una de ellas, que se llamaba Matilde. La tomó por la fuerza y, después, la flageló. Después la encerró, encadenada, en un depósito de caucho hasta que murió de inanición. La contradictoria relación entre los capataces, sus subalternos y las indias asombra. Si bien el acto sexual en sí estaría desprovisto de todo afecto, es inevitable que surgieran caricias o besos, al menos con alguna india favorita, dentro de un ámbito de intimidad. Sin embargo, ni siquiera esos sentimientos efímeros, eran capaces de despertar la compasión. En Último Retiro, la más septentrional de las secciones caucheras de Arana, en el río Igaraparaná, los celos o el amor no correspondido aunque más no fuera con una indígena, podían desatar consecuencias abominables. El subjefe, de apellido Argaluza, sospechó que su amante, la indígena Simona, tenía relaciones con un tal Simón, mucho más joven que él. Argaluza ordenó a los negros barbadenses Stanley S. Lewis y Ernesto Siebers que le dieran ciento cincuenta azotes a la infortunada. A continuación, la encerraron en un cuarto sofocante, sombrío y húmedo, donde no tardó mucho tiempo en agusanarse. Para qué dejarla vivir. Para qué soportar un olor nauseabundo al abrir la puerta. Mejor era matarla. El capataz ordenó a un empleado que lo hiciera, pero este se negó. Argaluza, tomando una carabina, le dijo: “Si no la matas, te mato yo a ti”. El empleado no tuvo más remedio obedecer. Los párrafos finales de la denuncia de Benjamín Saldaña Roca revelaron escenas inverosímiles y horribles. Pero lo que más llama la atención, señor juez, son las famosas correrías que so pretexto de civilización realizan los bandidos del Putumayo periódicamente y donde los mayores crímenes que registra la historia de la Inquisición durante el reinado de Felipe II, son pálidos ante los que se cometen en ese vasto y tétrico escenario de la criminalidad, ultraje inhumano de la civilización. Estas famosas correrías
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que debieran ser perseguidas por todos los gobiernos honorables y sus autoridades subalternas, se realizan en esta forma: el Capitán general, o sea, el jefe de sección, ordena a sus empleados subalternos a armarse y emprender viaje para buscar en susnaciones a los indios que recogen el caucho que cada diez días deben entregar. Se dirijen a la casa principal donde deben reunirse los indios para que entreguen el número de kilos que se les impone y si después del peso resulta que faltan algunos kilos de productos, porque algunos indios han dejado de entregar el total del que les corresponde, los que no cumplieron reciben veinticinco latigazos de los negros barbadenses, que sólo para este objeto, es decir, para el de verdugos, los han llevado a esas regiones, quedando al décimo látigo desmayados como consecuencia del intenso dolor que les producen sus heridas. Otras veces a estas correrías dejan de asistir tres o más indios con sus respectivas familias porque no han podido cosechar el caucho que deben entregar; y en este caso el jefe que ha dejado la correría (que se encuentra en la casa principal de los indios) da orden de que tres o cuatro empleados civilizados se acompañen con diez o quince salvajes, enemigos de los otros salvajes que se persiguen y después de algunas horas de pesquisas, el capitán indio que va amarrado sirviendo de guía delator, indica el lugar donde se ocultan los perseguidos. Entonces tiene lugar el cuadro más espantoso. La choza construida por los refugiados es de paja y tiene la forma cónica sin puertas; el que dirige el asalto ordena sitiar la casa y, verificando esto, manda que dos individuos prendan fuego a la choza. Como es de suponer, los indios sorprendidos emprenden la fuga por efecto del incendio; y, entonces, los sitiadores descerrajan sus carabinas sobre los infelices que huyen, llevándose a cabo la más repugnante y horrorosa carnicería; y antes que termine el incendio de la choza mandada asaltar encontrándose muchas veces en ella ancianos, criaturas y enfermos que no pueden moverse, los que perecen bajo el fatal machete del Putumayo.
La denuncia de Benjamín Saldaña Roca en el juzgado del crimen, y la información sobre el Putumayo que publicó La Sanción y el periódico que le continuó, La Felpa , no sólo escandalizaron a Iquitos, sino que presionaron al juez que entendió la causa a ordenar el enjuiciamiento de Julio César Arana, Pablo Zumaeta y Juan V. Vega. Sería extenuante seguir el inverosímil derrotero procesal del juicio, de las capturas que se ordenaron y nunca se concretaron; de los caricaturescos procederes jurídicos de la Corte de Iquitos. La maquinaria de la Casa Arana estaba 144
tan perfectamente ajustada, que mantuvo paralizado el juicio durante cuatro años, en los que los integrantes de la Corte esgrimieron los más absurdos recursos legales. En Iquitos, Julio César Arana no sólo era considerado un patriota, un defensor de la soberanía peruana frente a las pretensiones de Colombia, un civilizador de los indios caníbales. También corrompía a jueces, políticos, alcaldes, comisarios y funcionarios. La Casa Arana volcaba millones de soles, en Iquitos, sobre la Cámara de Comercio, la Municipalidad, la Junta Departamental, la Sociedad de Beneficencia. El juez Carlos A. Valcárcel, en Los Procesos del Putumayo, revela cómo funcionaba la mencionada corte: “El 11 de diciembre de 1910, el fiscal de esa corte, Francisco Cavero, y los otros miembros de aquel tribunal, haciendo alarde de su inmoralidad, y con menosprecio de la buena sociedad de Iquitos, se reunieron públicamente y se entregaron a una desenfrenada orgía con las prostitutas de más baja ralea de la población”. Valcárcel tenía información de primera agua y sabía exactamente lo que había sucedido, lo cual no es de extrañar en una ciudad tan pequeña como Iquitos y ocupando el cargo de juez. La versión de la orgía en cuestión dada por El Oriente , que también respondía a los intereses de Arana, fue bien distinta. El 12 de diciembre de 1910 informaba: Ayer, el señor fiscal del Superior Tribunal, doctor don Francisco Cavero, dio un soberbio almuerzo campestre. El lugar elegido no pudo ser más pintoresco. Fue una huerta repleta de dracaneas, laureles y caladeos. La mesa estaba llena de adornos, y desde que se sentaron los comensales se principió a servir un menú abundante y exquisito, y variados licores de las mejores marcas que existen en plaza, sin faltar, por supuesto, la chicha, que fue aprovechada por todos con verdadera avidez. Presidió la fiesta el doctor Juan de la Cruz Peña, presidente del Tribunal [¡tenía más de sesenta años! ], estando a su derecha al doctor César Morelli [miembro de la Corte ] y, a su izquierda, a los doctores Francisco Cavero, Neptalí García y Vicente H. Delgado [también miembros]. Una orquesta, compuesta por vihuelas y acordeón amenizaba la fiesta. Como a las tres de la tarde llegaron varias señoritas5 y comenzó un animado baile. Este banquete se debe a que el doctor Cavero se despide de este puerto, haciendo uso de su licencia que le ha dado el Supremo Gobierno, para que recobre su salud en la capital de la República.
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Todos los invitados del doctor Cavero se retiraron muy satisfechos de la pintoresca huerta, donde se pasó el día en medio de una felicidad completa.
Hasta tal extremo era escandalosa la conducta de la Corte de Iquitos que el senador por el Departamento de Loreto (del cual Iquitos era la capital), doctor Eduardo Lanatta, en la sesión del Senado del Perú del 16 de agosto de 1910, afirmó con respecto a los integrantes de la misma: “Ya se conoce, en Europa, quiénes son los verdaderos autores de los crímenes del Putumayo”. El 17 de agosto de 1913, cuando ya no quedaba duda alguna sobre las atrocidades en el Amazonas, cuando el escándalo llegó al propio parlamento británico, el mismo senador reanudó sus ataques en un artículo publicado en el prestigiosísimo diario El Comercio , de Lima: “Sólo en el Perú, merced a cierto grado de inmoralidad y a los sentimientos de injusticia que dominan, en la mayoría de los miembros de la Corte de Iquitos, varios de los cuales han ido a Europa a curarse enfermedades contraídas en el curso de una vida de libertinaje, con el oro sacado del Putumayo , quienes son los verdaderos culpables de aquellos crímenes”.
Inicialmente, las autoridades de Lima no dieron importancia a las denuncias de Saldaña Roca. El negocio del caucho era demasiado importante y rentable para las arcas de Estado. Pero la publicación en La Prensa, de Lima, y otras informaciones aparecidas en diversos periódicos, movieron al gobierno peruano a llevar a cabo una investigación, aunque más no fuera para salvar las apariencias. Julio César Arana, desde Londres, había movido magistralmente los hilos en esferas peruanas, y lo seguiría haciendo en años posteriores: no había sector político, periodístico o gubernamental adonde no llegara su mano dadivosa. ¿El gobierno peruano quería llevar adelante una investigación? Pues bien: él contribuiría a la misma. Una vez más, a mediados de 1908, dejó Londres, la paz de Biarritz, a Eleonora y a sus hijos, para viajar a Iquitos. Su mujer, después de tantos años, ya estaba acostumbrada a sus inveteradas ausencias, a su espíritu combativo y, sobre todo, a tener que aceptar que jamás lograría apartarlo del negocio del caucho. En su villa de la costa vasca francesa podía darse el lujo de desplegar un estilo de vida que incluía una numerosa ser146
subrayados: aclarar si el énfasis es del autor (en nota al pie)
vidumbre. Alicia, Angélica, Lily, Julio César y Luis, sus hijos, recibirían la mejor educación de tutores y profesores europeos. Si bien las tres mujeres fueron formadas para las tareas hogareñas ––no se hubiera concebido que estudiaran y, mucho menos, que trabajaran–– Luis estudió en los Estados Unidos, en Massachusetts, donde se recibió de ingeniero en minas, estudios que le permitieron, cuando se instaló definitivamente en Iquitos, una exitosa carrera comercial y política. La llegada de Julio César Arana del Águila Hidalgo a Iquitos, en abril de 1908, debe de haber estado rodeada de una enorme expectativa. Habrán abundado las invitaciones, las fastuosas cenas en el Gran Hotel, y los imprescindibles encuentros políticos. En cuanto al quincenario La Sanción y su continuador, La Felpa, habían dejado de aparecer en diciembre de 1907. Su editor, Benjamín Saldaña Roca, ya no vivía más en Iquitos, sino en Lima. ¿Había recibido él también dinero de Arana para que mantuviera silencio? Nada de eso. Una tarde, una turba ingresó en los modestos talleres gráficos de Saldaña, un pequeño edificio de una planta en el número 49 de la calle Morona, y destruyó todo lo que pudo encontrar, arrojando a la calle tipos gráficos, pruebas de galeras, e innumerables papeles. El editor, un hombre delgado y de piel morena que ostentaba un moretón debajo de un ojo, fue sacado poco menos que a empellones por la policía, sin perder, en ningún momento, su aire de dignidad. A todo esto, el gobierno peruano le encomendó al prefecto de Loreto, Carlos Zapata, y al cónsul del Perú en Manaos, Carlos Rey de Castro (ya hemos visto que era el ideólogo de la Casa Arana en materia de comunicación), que viajaran a las secciones caucheras del Putumayo para verificar el trato que se le daba a los indios. Claro que, para llegar a ese río, había que hacerlo en alguna embarcación de Julio César Arana, y él mismo acompañó en el Liberal , el buque insignia de su flota, a los funcionarios, escoltados por doscientos hombres y un jefe de la armada. El muelle, en Iquitos, debe de haber estado atestado de curiosos. No siempre el Liberal transportaba pasajeros tan ilustres para una misión tan augusta. Porque la versión que echó a rodar Arana ––o Rey de Castro–– afirmaba que el viaje se realizaba para verificar, como dijo el propio Arana ante la Comité Selecto de la Cámara de los Comunes británica “si la defensa del país estaba en orden y tomar medidas para defender la región contra las invasiones y tropelías de los colombianos que se practicaban entonces constantemente dentro de ella. Se me pidió por el Prefecto Zapata y por De Castro el acompañarlos, y un jefe de marina y 147
doscientos hombres, al mismo tiempo que varios otros oficiales acompañaron también la misión”. Julio César Arana había dado vuelta la realidad. Hablaba de una misión y no de una investigación. Durante los quince días ––lo que demandaba el viaje a La Chorrera–– que pasó a bordo del Liberal, el prefecto habrá dialogado, cambiado ideas y discutido temas con el cauchero más rico del Perú. Cuando el rey del caucho se proponía seducir, resultaba imbatible. La nave era una suerte de hotel de lujo flotante. El costo del Liberal , puesto en el muelle de Iquitos, fue de siete mil libras esterlinas y su mantenimiento anual alcanzaba las trescientas libras esterlinas, incluyendo los sueldos de la tripulación. Finalmente, llegaron a La Chorrera, en el río Igaraparaná. Era evidente que algún mensajero se les había adelantado para que los responsables de la sección cauchera pudieran montar una escenografía destinada a confundir al Prefecto y a las restantes autoridades. Se habrán suspendido las ejecuciones, las torturas y las violaciones de las indias. Pero la momentánea interrupción de las atrocidades no bastaba para ocultar las huellas de las mismas. El juez peruano Rómulo Paredes, de Iquitos, que fue el primer magistrado que se trasladó a la región para verificar si, efectivamente, se cometían atrocidades, escribió en su informe después de haber regresado de La Chorrera:
Ese apoyo, ese consorcio, ese convenio tácito del crimen, robustecieron la impunidad, y los asesinos se ensañaban más, se alentaron más; y siguieron imperturbables en la destrucción de los indios con tal de conseguir la mayor cantidad de producción posible.
Los gerentes de las negociaciones del Putumayo nunca hicieron nada para reprimir el crimen. Parece que se temía el descubrimiento de la verdad, creyéndose, sin duda, que el descubrimiento de ella era el derrumbamiento del negocio. Todos se esforzaban por hacer intangibles a los jefes, como si la desaparición de ellos significara la desaparición de las utilidades. Considerábanlos como imprescindibles, como irreemplazables, pues tenían la clave que ya sabemos cuál fue, del estado floreciente de los negocios; y refrenados en el crimen, hubieran podido acabar con la empresa.
El caucho, en ese entonces, era denominado el “oro negro”, y hacía honor a su apodo. Zapata también vio las cicatrices de los indios pero nada dijo. Es evidente que, en el viaje de regreso en el Liberal , empresario y funcionario negociaron el silencio y disfrazaron la investigación de acto patriótico y misión civilizadora. De todas maneras, la influencia de Arana le alcanzaba hasta para designar funcionarios del gobierno nacional, como Julio Egoaguirre, un abogado menor de Iquitos, que, en 1908, llegó a ser ministro de Fomento. Nada importaba que en los expedientes judiciales de Iquitos aparecieran gravísimas omisiones cometidas por Zapata: los jueces eran amigos y sabían cómo archivarlos indefinidamente. Tomemos, por ejemplo, los dichos de un testigo, don Isaac Escurra, que declaró en Iquitos: “El prefecto Zapata, en 1908, vio las huellas de las flagelaciones que conservan casi todos los indios de La Chorrera; y un indio refirió a Zapata en su lengua, lo que fue traducido a Zapata por un intérprete, que Alfredo Montt había cortado las cabezas de toda su gente” (Foja 1311 del proceso). Un funcionario responsable hubiera ido al fondo de la cuestión, actitud que no estaba en los planes de Zapata. Tampoco nada hizo cuando se enteró, a partir de una declaración, que un empleado de La Chorrera, Reynaldo Torres, quería irse a Iquitos pues había sido brutalmente golpeado por capataces, hasta el punto de haberle fracturado un brazo. El prefecto interrogó al gerente de la sección cauchera, Víctor Macedo, acerca de esta declaración y su respuesta da una ideal cabal de los subterfugios a los cuales recurrían quienes manejaban el negocio del caucho. “Torres es libre para abandonar esa región ––alegó Macedo–– siempre que pague sus cuentas previamente.” Como Torres no tenía con qué pagar, debió permanecer en el Putumayo sin que Zapata hiciera nada por liberarlo. El sistema de enganche y endeudamiento no sólo funcionaba con los indios. Cuando Arana y Zapata regresaron finalmente a Iquitos, Carlos Rey de Castro ya había diseñado, con la cursilería declamatoria de comienzos del siglo XX, una astuta campaña de prensa para convertir a los viajeros del Liberal poco menos que en héroes. Su pluma tenía tendencia
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Raro es el indio huitoto, cualquiera sea su edad, que no conserve en las nalgas huellas enormes, casi desuellos cicatrizados, producidos por el látigo. Yo habré visto tres mil de estos desgraciados, que como viven completamente desnudos están exhibiendo, de minuto en minuto, esa rúbrica, esa marca infame de sus dominadores.
Y Paredes continúa:
a la grandilocuencia, pero podía resultar convincente, sobre todo al lograr que diarios de Lima ––gracias a los contactos de Arana–– reprodujeran sus conceptos. Estos publicaron, por ejemplo, que la Casa Arana era una benefactora del Perú y que, don Julio, era una suerte de divinidad, calificándolo debienhechor y bendito . Siempre en esa tesitura obsecuente, La Opinión Nacional , de la capital peruana, publicó un artículo el 12 de setiembre de 1908, a raíz del viaje al Putumayo del Prefecto de Loreto: Inexplicable parece que, en medio de las selvas, allá, donde apenas se deja sentir la influencia gubernativa, se haya arrancado al salvajismo y se haya nacionalizado a millares de indios, hasta el punto de influirles el amor al Perú y a su bandera, en cuya defensa han derramado ya su sangre, poniendo a raya al invasor que intentó arrancar por la fuerza ese rico pedazo del territorio nacional. ¿Cómo ha podido practicarse tal solución? Lo que no hizo el gobierno lo ha hecho un solo hombre; y nosotros tenemos la satisfacción de dar el nombre de ese buen peruano, que no es sino el Rey del caucho en el Perú, señor don Julio C. Arana.
El rey del caucho amazónico obtuvo un resonante triunfo en materia de imagen. Pero fue una victoria pírrica. El 1 de febrero de 1908 Walter Hardenburg llegó a Iquitos a bordo del Liberal . El Iquitos al que llegó Hardenburg no era un lugar acogedor. Las calles eran de tierra, lo cual las transformaba en un lodazal durante gran parte del año. El automóvil era prácticamente desconocido: a Iquitos se llegaba, como hoy, por río y no por tierra. La prosperidad cauchera había permitido la construcción de algunas deslumbrantes casonas, con fachadas de mayólicas portuguesas, que aún pueden apreciarse, algunas en un deplorable estado de abandono. Pero el casco urbano era mínimo. Iquitos no tenía luz eléctrica, sistema de cloacas, ni transportes públicos modernos Hardenburg vivió más de un año en Iquitos y algunas semanas en Manaos antes de abandonar definitivamente el Amazonas, al cual jamás regresó. Conocemos ese período de su vida por The River that God forgot , que lo reconstruye a través de entrevistas con iquiteños y ––tal vez con más seriedad–– con familiares de Hardenburg en los Estados Unidos. Ese relato está teñido de maniqueísmo. Pero como no existe otra información más que la de Collier (sin duda, un excelente investigador), 150
no tenemos otra alternativa que atenernos a ella, aunque tomándola con las inevitables reservas que surgen de un estudio desapasionado de los hechos. En cuanto Hardenburg desembarcó en Iquitos, se dispuso a asentar sus reclamos contra la Casa Arana en el consulado de los Estados Unidos. El cónsul ––honorario–– atendía en el edificio que formaba la esquina de las calles Próspero y Morona. La planta baja estaba ocupada por una tienda de modas femeninas llamada A la Ville de Paris. En el primer piso atendía el doctor Guy T. King, un odontólogo que hacía, a la vez, de cónsul norteamericano. No es difícil imaginar la exaltación, el ánimo apasionado, el orgullo de correr el velo de lo que sucedía en el Putumayo, el deseo de conversar en su propio idioma con un compatriota, que embargaban a Hardenburg. Desde que partiera de Buenaventura, Colombia, había estado sujeto a privaciones y vejaciones. Ahora se encontraba en su propio territorio, en ese primer piso que era un pedazo de los Estados Unidos, con un hombre que lo escucharía y que sabría qué decisiones tomar. King, sin embargo, no se mostró impresionado. A medida que avanzaba el diálogo, Walter fue descubriendo que el cónsul, diplomático al fin, no tenía intención alguna de involucrarse en los asuntos internos del Perú. El dentista-cónsul tenía un sentido pragmático de la vida en el trópico peruano y sabía con quiénes debería lidiar si quisiera comprometerse. Lo primero que le sugirió a Hardenburg fue que no enfrentara a Julio César Arana, David y Goliat, simplemente, no existían en ese escenario. Pocos meses antes ––en diciembre de 1907–– el anterior cónsul norteamericano en Iquitos, Charles C. Eberhardt, había elevado un informe detallado al Secretario de Estado de los Estados Unidos, en Washington, Elihu Root, acerca de lo que sucedía en el Putumayo. En él, a la vez, se aconsejaba a los inversores norteamericanos que se mantuvieran alejados de esos territorios que, al ritmo que iban las cosas, quedaría despoblado en menos de veinte años. De todos modos, King decidió ayudar al joven. Si quería recuperar sus pertenencias, motivo por el cual su compañero de andanzas, Perkins, había permanecido en el Putumayo, escribiría al cónsul norteamericano en Lima, Leslie Combs, para que interviniera en su favor. Claro que, al no existir todavía el telégrafo entre Lima e Iquitos, la carta podría demorar meses en llegar. Mientras tanto, ya que Hardenburg estaba poco menos que en la miseria, King le ofreció que se alojara en su casa donde la 151
juventud era siempre bien recibida, ya que organizaba asiduas veladas musicales donde los jóvenes iquiteños mostraban sus virtudes. La propuesta fue aceptada y Walter, a través de la compañía naviera Booth, escribió a sus padres, a los Estados Unidos, solicitando que le giraran trescientos dólares de la suma que había enviado después de haber trabajado quince meses en el Ferrocarril del Valle del Cauca, en Colombia. Entretanto, esperaría en Iquitos a su amigo Perkins quien, seguramente, traería pronto sus pertenencias que habían quedado en Josa, y que Miguel de los Santos Loayza, encargado de la sección El Encanto, sobre el río Caraparaná, se había comprometido recuperar. Buscó, y consiguió rápidamente, un empleo. Fue contratado como profesor de inglés del recién inaugurado Colegio Secundario, en la calle Pastaza. Asistía al mismo dos veces a la semana, con un salario de seis libras esterlinas mensuales ––según consta en el Despacho de la Municipalidad de Iquitos––, lo que constituía una miseria, pero era mejor que nada. Como era ingeniero, también fue contratado para el diseño del nuevo hospital de Iquitos, con un salario mensual de cuarenta libras esterlinas. Sin tener que pagar hospedaje, esa suma le bastaba para solventar sus gastos. Según Richard Collier ––quien no conoció a Hardenburg ya que este falleció en 1942, pero sí pudo entrevistar a familiares próximos––, Walter vio, desde el balcón del doctor King, cómo sacaban a empellones a Benjamín Saldaña Roca de donde imprimía, en ese entonces, La Felpa, y fue ese hecho el que encendió en él una irrefrenable pasión por conocer la verdad. ¿Qué decían esas publicaciones? King se limitó a responder que cada empleado de la Casa Arana que era despedido, se dirigía a la imprenta para denunciar a esta empresa. Lo que llama la atención en el relato de los hechos que hace Collier, es la curiosidad de Hardenburg por saber qué habían publicado esos bisemanarios. Él mismo había estado en el Putumayo, y supo exactamente qué había ocurrido cuando los peruanos atacaron La Unión. Por otra parte, el cauchero David Serrano ––su frustrado socio–– le había contado con lujo de detalles cómo habían violado en su presencia a su mujer y se habían llevado a Iquitos a su pequeño hijo poco menos que en condición de esclavo. Hardenburg no dio ni un paso para dar con el paradero del hijo de Serrano, lo cual habría sido fácil en una ciudad de diez mil habitantes. Y en lo que a los indios del Putumayo respecta, ¿acaso no los había visto moribundos, agonizantes, sin recibir ayuda de los empleados de El Encanto? Conviene preguntarse, entonces, para qué necesitaba los 152
periódicos de Saldaña Roca. Más curioso, por cierto, es que no hubiera visto ni un solo ejemplar de los mismos en todo Iquitos. La presencia de Hardenburg en la casa del cónsul norteamericano debe de haber sido incómoda para este. Era un funcionario ad honorem, ejercía la profesión de dentista y lo que menos deseaba es que se abriera esa suerte de caja de Pandora que eran los territorios de Arana. Una y otra vez le señaló al joven ingeniero que las leyes amazónicas ––las de facto , no las que engrosaban códigos inaplicables–– no eran las que imperaban en los Estados Unidos; que Julio César Arana y su cuñado, Pablo Zumaeta, a cargo de la Casa Arana en Iquitos, eran hombres peligrosos y que lo mejor que podía hacer era olvidar los periódicos y lo que habían publicado. Hardenburg no se mostró demasiado agradecido cuando publicó The Devil’s Paradise, en 1912: “Este caballero ––escribió, refiriéndose al cónsul King–– considerando única y exclusivamente sus propios intereses y olvidando las obligaciones que le imponían su cargo de cónsul, sólo se contentó con felicitarme de haber salido con vida y no haber sido víctima de los asesinos de Arana. También me aclaró que nada podía hacer por nosotros”. Quizá su extrema juventud y su egocentrismo le impedían ver las limitaciones a las que estaba sujeto el doctor King, en un escenario tropical donde rara vez imperaban las leyes. Hardenburg decidió seguir adelante, irresistiblemente atraído por esa información. Está claro que lo que lo impulsaba a encontrar esos ejemplares de La Sanción y de La Felpa no era sólo el afán de recuperar sus pertenencias. La historia ha sido pródiga con Hardenburg, a partir de que, en Europa, logró que una revista inglesa publicara sus primeros artículos denunciando los crímenes del Putumayo. Sin embargo, le ha rendido poca justicia a su compañero Perkins. En realidad, este fue quien peor lo pasó, ya que debió permanecer en El Encanto durante más de tres meses y no precisamente en calidad de huésped. Lo que su amigo no sabía, mientras daba clases de inglés en Iquitos, asistía a las veladas musicales del cónsul King, e intentaba con desesperación obtener los ejemplares de los periódicos de Saldaña Roca era que, en el corazón del Putumayo, los acontecimientos habían puesto a Perkins en una situación desesperada. Había contraído malaria que, progresivamente, minaba su salud con las fiebres recurrentes, la anemia y la profusa transpiración. Solo en una sección cauchera del Caraparaná, atacado por una fiebre tropical, su situación no hacía más que agravarse. 153
El gerente de El Encanto, Miguel de los Santos Loayza, se había comprometido a recuperar las pertenencias de los dos jóvenes estadounidenses y se dirigió por vía fluvial hasta Josa, sobre el río Putumayo, para recogerlas. Es por eso que Perkins permaneció allí, sin embarcarse en el Liberal con Hardenburg, en enero de 1908. Loayza no actuó movido por la cortesía, sino por la curiosidad y la codicia. No le fue difícil descubrir que ambos jóvenes no pertenecían a un sindicato norteamericano que tenía intenciones de iniciar negocios en el Amazonas, sino que habían sido empleados menores que trabajaron en la construcción de un ferrocarril en Colombia. Esto, sin más, significó que se adueñó de instrumental, papeles, documentación y objetos personales. Apenas regresó de Josa con las pertenencias, lo primero que hizo fue arrojar a Perkins a un calabozo que debió compartir con otros presos. Durante tres meses, vivió en condiciones infrahumanas, sin recibir quinina, sobreviviendo a una alimentación miserable, soportando insultos y vejaciones de sus carceleros y, lo más trágico, sabiendo que los presos de El Encanto que compartían su celda eran implacablemente ejecutados. Loayza habrá pensado más de una vez en eliminarlo. Era un testigo molesto de lo que sucedía en las caucherías de Arana. Pero al fin y al cabo, era ciudadano de los Estados Unidos. De modo que primó la prudencia. A fines de mayo, liberó al prisionero y lo embarcó rumbo a Iquitos. Cuando partió el Liberal de El Encanto, Perkins parecía un cadáver. Pero el solo hecho de haber sido liberado, de alejarse para siempre de ese centro de tortura, de saber que volvería a los Estados Unidos apenas zarpase el primer vapor de la Compañía Booth, sin duda le dieron las fuerzas necesarias para soportar los quince días de navegación hasta Iquitos. Walter Hardenburg, mientras tanto, permanecía en Iquitos esperando el regreso de su amigo y de su equipaje. Había nacido en él un sentimiento irrefrenable: conocer a fondo lo que sucedía en las secciones caucheras de Julio César Arana. Según Richard Collier, recorría los bares indagando sutilmente a los parroquianos acerca de lo que habían publicado los periódicos. Pero nadie parecía haberlos leído. La llegada de Perkins a Iquitos, a fines de abril, redobló la decisión de Hardenburg de llegar al fondo de las cosas. Creyó, ingenuamente, que Julio César Arana, por estar tanto tiempo en Europa y tan poco en el Amazonas, ignoraba los martirios que imponían sus capataces a los indios y a los blancos. Su indignación no tuvo límites al enterarse de que habían perdido todas las pertenencias que los habían acompañado desde que salieran de los Es154
tados Unidos y no cejó en su afán de ser resarcido; de hecho, al cabo de un año y medio, recibiría una indemnización de quinientas libras esterlinas por parte del gobierno peruano. En aquellos días aciagos en Iquitos, en plena época de lluvias, con una humedad intolerable y las calles embarradas, ambos jóvenes se separaron para siempre. Perkins odiaba el Amazonas y quería salir de allí lo antes posible. No le interesaban sus pertenencias perdidas, ni las atrocidades a las que se sometía a los indios, ni los capataces de Julio César Arana: había descendido a atroces abismos en El Encanto ––experiencia por la cual no atravesó Hardenburg–– y deseaba hasta el punto de la desesperación huir de todo aquello. La moral y la salud de Perkins estaban tan minadas que Hardenburg, con parte de los trescientos dólares que ya había recibido de su padre, le compró un pasaje en un vapor carguero que partía hacia Norteamérica. Perkins zarpó queriendo olvidar lo que le había tocado vivir y, cuando el vapor hizo sonar la característica sirena que anuncia la partida, emitiendo una nube de vapor, el destino de los dos muchachos quedó sellado: el que abandonaba el Amazonas desaparecería en la inmensidad del territorio norteamericano. Se esfumó para siempre, sin haber formado parte, como testigo, de las investigaciones que desataron los escándalos del Putumayo. The Devil’s Paradise , en cambio, lo recuerda y, de no haber sido por este libro, nadie se hubiera enterado de su existencia. Hardenburg, por el contrario, decidió seguir su lucha hasta las últimas consecuencias. Es aquí, entonces, cuando cabe preguntarse por qué lo hizo. ¿Es común que un muchacho que acaba de cumplir los veintidós años, a pesar del ardor que otorga la juventud, resuelva lanzarse a una empresa riesgosa como era investigar los crímenes del Putumayo? Posiblemente, necesitaba dinero y quería sacar partido de la expropiación de sus pertenencias por parte de Loayza. El padre de Walter, Spencer Hardenbergh, era un modesto granjero de Youngsville, estado de Nueva York, al pie de los Catskills, propietario de quince hectáreas, lo cual no constituía precisamente una fortuna. El detonante de lo que terminó convirtiéndose en un escándalo internacional fue, pues, el modesto bagaje de instrumental, armas, herramientas, documentación y otras minucias, a cambio del cual Walter quiso obtener una indemnización. Curiosamente, nunca menciona qué monto pretendía. Pero una carta enviada por Julio Egoaguirre, abogado de Arana a Julio César Arana señala que Walter Hardenburg exigía siete mil libras esterlinas en compensación por la pérdida de su 155
equipaje. Caso contrario, publicaría en Londres lo que sabía acerca del Putumayo. Siete mil libras ––de ser cierto el reclamo–– era una suma desmesurada que nadie hubiera pagado en compensación por la apropiación indebida de objetos no demasiado valiosos. Salvo que existiera una carta oculta que, puesta en juego, atemorizara al cauchero. Si nos atenemos al perfil que traza Richard Collier de Hardenburg, esta posibilidad es inimaginable. Su infancia y adolescencia en Big Meadow, la granja que su padre poseía en Youngsville, había sido edénica: ovejas que pastaban pacíficamente en las ondulantes praderas; chapuzones con sus hermanos, William y Wesley en Stump Pond; cacerías de conejos, ardillas grises y gansos salvajes; una madre hacendosa, prototipo de las que ilustraban los almanaques de aquella época, siempre ocupada en la cocina y en los menesteres domésticos. Era impensable que un muchacho educado en la rígida fe metodista, que se había suscripto a cuarenta periódicos que devoraba de cabo a rabo, y leía la prototípica obra antiesclavista y humanitariaLa cabaña del tío Tom, recurriera a la extorsión. Al trazar la trayectoria de Hardenburg en su obra, Collier lo traslada de los Estados Unidos a Colombia, sin explicar cómo llegó allí, ni dónde había conocido a Perkins. Aparecen mágicamente navegando en canoa por el río Putumayo, tal cual lo relata el joven norteamericano en su libro The Devil’s Paradise . Sin embargo, una carta de un abogado inglés, de apellido Blackburn, que este puso a disposición de la Peruvian Amazon Companyal desatarse en Londres los escándalos del Putumayo, contiene información que no coincide con la angelical visión de los muchachos que transmite Collier. El documento en cuestión señala los pésimos antecedentes tanto de Hardenburg como de Perkins en Sudáfrica ––donde aparentemente habían estado antes de dirigirse a Sudamérica––, país en el que protagonizaron algunas estafas. Entrevistado por los directivos británicos de la empresa, Blackburn ofreció cederles un expediente que él mismo había iniciado en Sudáfrica contra los dos norteamericanos, como también pruebas acerca de supuestas fechorías de ambos en los Estados Unidos. El hecho es que existen motivos para pensar que Walter Hardenburg actuó impulsado por el interés. Su permanencia en Iquitos durante un año y medio, su ambiguo tránsito por Manaos, como veremos en su oportunidad, y su obsesión por reunir toda la información posible sobre las secciones caucheras de Arana y sus capataces, señalan un objetivo que 156
jamás desfalleció. Porque no sólo quería cobrar ––legítimamente, por cierto–– alguna suma por sus pertenencias perdidas, sino que surgió en él otra iniciativa, una posibilidad que podría colocar en el plano mundial lo que sucedía en ese oscuro río: escribir un libro. Y aquí sus motivaciones deben de haber estado mezcladas. Lo habrán impelido las atrocidades presenciadas, la venganza por haber sido maltratado por Loayza en El Encanto, las humillaciones que debió sufrir su amigo, el robo liso y llano de sus pertenencias, su vocación para denunciar los crímenes del Putumayo. Pero también es de suponer que no querría regresar a Youngsville con las manos vacías. De hecho, después de publicar The Devil’s Paradise ––que fue el compendio de los artículos publicados en la revista Truth , en 1909–– vivía en Canadá, en Red Deer, entre Calgary y Edmonton, con su mujer y su hijo, lo cual significa que habrá cobrado significativos derechos de autor. No habrán constituido una fortuna, pero, al menos, le permitieron cierto grado de independencia. De modo que conviene atenerse a los hechos y trazar con la máxima objetividad posible su trayectoria en Iquitos. Sabemos que publicó un aviso en el periódico Occidente ofreciéndose como maestro de inglés, y que tuvo bastante éxito, ya que congregó a catorce pupilos. Por esa época Julio César Arana llegó a Iquitos para acoplarse a la misión que llevó al Putumayo al prefecto de Loreto, Carlos Zapata, y al cónsul del Perú en Manaos, Carlos Rey de Castro. Es de suponer que Arana estaba al tanto de la presencia en la ciudad y, con anterioridad, en sus secciones caucheras, de Walter Hardenburg, así como de que Perkins había estado encarcelado en El Encanto. Cuando finalmente estalló el escándalo, Julio César Arana siempre calificó de chantajista a Hardenburg y atribuyó la campaña en su contra al hecho de habérsele presentado la posibilidad de hacerse socio de David Serrano en La Reserva. Entonces se produjo un encuentro entre Arana y Hardenburg. Walter recordó este encuentro ante el Comité Selecto de la Cámara de los Comunes, en 1913, pero ni él ni Arana dieron nunca pormenores del mismo. El único que se explaya al respecto es Collier aunque no aclara el origen de su información. Según su versión, Walter estaba convencido de que el cauchero ignoraba las atrocidades que se perpetraban en el Putumayo. ¿Cómo iba a saberlo, si no vivía en Iquitos, sino en Biarritz y Londres? Sus ocasionales viajes amazónicos eran breves, y hacía años que no visitaba las secciones caucheras del Igaraparaná y del Caraparaná y mucho menos las que se encontraban en el medio de la selva. Julio Cé157
sar Arana, para el norteamericano, era un empresario con poco o ningún contacto con las realidades de la selva, más ocupado en hacer negocios en Europa que en ríos infames. O Hardenburg era de una ingenuidad superlativa, o la historia ha sido deformada. El norteamericano ––según Richard Collier–– decidió entrevistarse con Arana al saber que este había llegado a Iquitos. Se dirigió a la residencia del cauchero, en la esquina de las calles Próspero y Omagua. Apenas atravesó el umbral del hogar de Julio César Arana, protegido por puertas de rejas, batió palmas para anunciar su presencia y fue recibido por un sirviente, quien partió a anunciar su visita al dueño de casa. Permaneció solo en ese amplio patio silencioso, protegido de los rigores del sol del trópico por una gigantesca pomarrosa de frutos redondos y amarillentos. No sabemos qué se proponía decirle a Arana, si había ensayado su discurso o qué sentiría al conocerlo. Porque, sorpresivamente, lo descubrió en el patio, de pie, y nunca olvidaría su carisma, el respeto que imponía su mera presencia. Julio César Arana era imponentemente alto y corpulento, con ojos negros y penetrantes. Su mandíbula era maciza, su pequeña barba estaba prolijamente recortada, y ––lo más llamativo–– sus manos eran pequeñas, exquisitamente torneadas, casi femeninas. ––Pase, que Dios lo acompañe. Esta es su casa ––dijo Arana, dándole la típica bienvenida amazónica. Pero esas fueron simples cortesías por parte del cauchero, que, probablemente, recelaba también de esa inesperada presencia. Arana no ignoraba el poder de ser europeo o yanqui en esas latitudes. La seguridad y los intereses de estos ciudadanos eran de primordial importancia en países exóticos y, en más de una oportunidad, habían justificado una invasión. No era que Estados Unidos hubiera tomado semejantes represalias apocalípticas ante la desaparición de un ciudadano en el Amazonas, pero era un tema delicado: investigaciones, información en los diarios, presiones diplomáticas, represalias gubernamentales. Probablemente, lo mejor sería escucharlo y desarrollar su estrategia a medida que avanzaba el diálogo. Pasaron al salón de recibo, bastante diezmado, por cierto, en materia de decoración. Un sillón, un par de sofás de mimbre y el piano, en el cual Angélica, una de las hijas de Arana, habrá deleitado a audiencias familiares con las inevitables galopas y valses. Hardenburg reconocería posteriormente que no estaba seguro de cómo encarar la conversación. Si bien creía que el cauchero ignoraba lo que sucedía en su imperio, tampoco po158
día asegurarlo enfáticamente. El incidente con Benjamín Saldaña Roca y su huida a Lima, eran sugestivamente coincidentes con la llegada a Iquitos de Julio César Arana. Prefirió ser prudente. Reclamó, con impecable tacto, que hiciera algo para compensar el maltrato que él y Perkins habían padecido por parte de sus capataces, y que tomara una decisión con respecto a la pérdida de sus pertenencias, donde había “valioso instrumental científico”. El dueño de casa contaba con una ventaja: estaba en su propio territorio. Ese salón despoblado le pertenecía. Lo primero que le preguntó a Hardenburg era qué había estado haciendo en el Putumayo, qué lo había llevado a ese río remoto. La respuesta del norteamericano fue en inglés, algo que no sería tolerado por Arana: lo interrumpió bruscamente, mientras le mostraba los cinco dedos de una mano. –– One, two, three, four. That’s my English ––acotó Arana. La conversación, a partir de ese momento, proseguiría en castellano, y no porque el anfitrión ignorara el inglés. En realidad, era políglota, ya que también dominaba el francés y el portugués. Pero no le iba a otorgar a Hardenburg el beneficio de un diálogo fluido. En su torpe español, el joven se atrevió a decirle que en La Reserva y en La Unión habían sucedido cosas malas. Arana asintió vagamente, afirmando que algo había oído al respecto. Pero eso fue todo. No indagó, ni mostró interés en hablar de lo que había sucedido en esos parajes selváticos. Walter tal vez sintió que el diálogo se agotaba y que su interlocutor poseía un talento insuperable para navegar en ciertas aguas, para evitar las esquinas peligrosas, para escabullirse cuando la conversación se podía volver comprometida. Lo más aconsejable era no mencionar más los acontecimientos que había protagonizado, o lo que se había publicado con respecto a las atrocidades de sus secciones caucheras. Insistió, sí, en saber qué sucedería con su extraviado equipaje. Arana prometió ocuparse, pero sin dar demasiadas explicaciones y, mucho menos, permitir que se hablara de reparaciones económicas. Sin embargo, antes de que partiera Walter, le deslizó una pregunta que debe de haber activado las defensas del joven: ¿qué impresión le quedaba de las condiciones que imperaban en el Putumayo? Hardenburg no mordió el anzuelo. Desplegó un inusual sentido de la diplomacia, o, para utilizar un término más exacto, de la supervivencia. ––Será mejor que juzgue por usted mismo la próxima vez que viaje al Putumayo ––respondió. Mientras lo veía alejarse por la calle Próspero, Julio César Arana habrá pensado que Hardenburg poco tenía de improvisado. Sin decir na159
da, había dicho mucho. ¿Habrá imaginado, aquella noche de mayo de 1908, que ese joven podía llegar a transformarse en un rival de primera magnitud? Creemos que no. De lo contrario, hubiera pactado una suma generosa por la pérdida de sus pertenencias y le hubiera regalado un pasaje en barco a Nueva York. Sacarlo, cuanto antes, de ese escenario amazónico, hubiera sido lo más inteligente. ¿Cómo se hubiera resistido, por dar un ejemplo, a dos mil libras esterlinas y a una travesía marítima en primera clase de regreso a los Estados Unidos? Con esa suma, podría iniciar algún negocio en cualquier lugar del mundo y, su experiencia en el Putumayo, pasaría a ser una mera anécdota. Y dos mil libras, para Julio César Arana, era poco más que una propina. Creyó equivocadamente que Walter era demasiado joven para que alguien lo tomara en serio, que carecía de conexiones con esferas importantes. ¿Qué amenaza podía implicar un norteamericano que se ganaba el sustento en Iquitos enseñando inglés? Fue el peor error de su vida. La próxima vez que se verían, sería en un recinto ante una comisión del parlamento británico, Arana en el banquillo de los acusados, Hardenburg como testigo de cargo.
Tras su encuentro con Arana, Walter permaneció en Iquitos. Aún esperaba recibir una compensación por su equipaje. Prosiguió con sus actividades: enseñar inglés en el nuevo colegio secundario, instruir a sus pupilos y asistir a las veladas musicales del cónsul-odontólogo Guy T. King, en cuya casa seguía alojándose. No habían transcurrido tres semanas, cuando una noche en la que el dueño de casa estaba ausente, recibió una visita inesperada. Era la de un joven, Miguel Gálvez, que solía asistir a las veladas del cónsul. El motivo de esa imprevista irrupción fue el comunicarle a Hardenburg que, en realidad, era hijo natural de Benjamín Saldaña Roca, que su padre se encontraba a salvo, en Lima, y que había conseguido un trabajo menor como periodista en el diario La Prensa . Y que antes de partir precipitadamente (la policía lo había embarcado en un vapor que se dirigía a Yurimaguas), había logrado poner a salvo testimonios de ex empleados de la Casa Arana acerca de lo que sucedía en el Igaraparaná y en el Caraparaná. Algunos se habían publicado en La Sanción y en La Felpa ; otros, aún eran inéditos. Su padre le había encomendado esos preciosos testimonios, dándole instrucciones para que los entregara a alguien que estuviera en condiciones de seguir 160
adelante con su lucha. Para Miguel Gálvez, Walter Hardenburg era la persona indicada. El material se hallaba en casa de su madre, doña Amelia, con quien Saldaña Roca había tenido varios hijos, el mayor de los cuales era Miguel Gálvez. Era un lugar seguro, ya que se trataba de una pensión para obreros españoles cerca del puerto. ¿Por qué había elegido al norteamericano para entregárselo? Pocos días antes, Gálvez había ido a buscar una cerveza a un bar próximo a la pensión de su madre, y escuchó a Hardenburg hablar con alguien acerca de los periódicos editados por Saldaña Roca, lo cual era rigurosamente cierto. Claro que, también, podía ser un espía de Julio César Arana. Pero Walter confió en él. Convinieron en que el encuentro en que Gálvez le entregaría el material se llevaría a cabo al día siguiente, a las ocho de la noche, en lo de Juan Wu, una despensa en el puerto, donde abundaban pequeños comerciantes chinos y marroquíes. El encuentro se realizó sin sobresaltos y el joven norteamericano regresó a la casa del cónsul con los testimonios bajo el brazo. A la luz de una lámpara de petróleo, en la soledad de su habitación, pudo verificar que eran cartas, algunas inéditas, de ex empleados de la Casa Arana ––sólo dos estaban certificadas ante escribano público–– relatando los pormenores de las atrocidades que cometían gerentes y capataces en la selva, las que ya hemos expuesto al citar el libro del juez Carlos A. Valcárcel, Los Procesos del Putumayo, basado en esas mismas denuncias. Hasta ese momento, lo que realmente sucedía en los ríos Igaraparaná y Caraparaná, si bien era vox populi en Iquitos y hasta lo habían publicado dos periódicos, para Hardenburg eran versiones orales, cuchicheos, presunciones. Ahora, ante sus ojos, escritos de puño y letra, surgían esos relatos del horror, de modo irrefutable. Temiendo correr peligro si ese material era descubierto por algún sirviente pagado por Arana, Hardenburg decidió que lo mejor sería fotografiarlo y devolverle los originales a Miguel Gálvez. De modo que se dirigió a lo del fotógrafo Rodríguez Lira, en plena calle Próspero, para que los duplicase. Pero el fotógrafo, apenas comprobó de qué trataban las cartas, le dijo que jamás volviera a poner un pie en su negocio. Para quienes giraban en torno al caucho del Putumayo, desde Julio César Arana en más, Hardenburg dejó de ser un pintoresco aventurero para convertirse en una amenaza. Como es de suponer, el fotógrafo habrá comentado esa insólita visita y, en Iquitos, las noticias corrían como reguero de pólvora. No sólo los asalariados de Julio César Arana estaban 161
alertas, sino, también, el propio abogado del cauchero, el senador Julio Egoaguirre que, casualmente, era alumno de Hardenburg,y tomaba con él clases de inglés dos veces por semana. El canoso senador por Loreto fue el primero en deslizar preguntas que apuntaban hacia un objetivo cada vez más sospechoso: si pensaba escribir un libro acerca de sus experiencias en el Putumayo. Walter negó, en varias oportunidades, haberle revelado a Egoaguirre que, efectivamente, contemplaba la posibilidad de escribir un libro. Sin embargo, ya señalamos que Egoaguirre le envió una carta a Julio César Arana en la cual indicaba que Hardenburg aspiraba a una compensación económica de siete mil libras por sus perdidas pertenencias. Caso contrario, revelaría, en Londres, lo que sucedía en el Putumayo. Si nos apartamos, por un momento, de la imagen heroica de Walter que proyecta Richard Collier ––la dedicatoria de su libro dice: “A la memoria de Walter Ernest Hardenburg, Hijo de la Libertad, 1886-1942”–– es inevitable que surjan ciertas sospechas sobre sus móviles. Es lícito que alguien que ha sido testigo de algunos horrores y se ha enterado de otros, aspire a escribir un libro en que denuncie los mismos. Pero a los ventidós años, sin experiencia literaria ni periodística, no es fácil escribir un libro. Los artículos firmados por él y publicados en la revista inglesa Truth, al año siguiente, hacen sospechar que fueron escritos por un ghost writer , es decir, por un profesional que pone en prosa la información que alguien le da. Sin duda, en la mente del joven anidaban secretas ambiciones. Ello explica su repentino viaje a Manaos, con el esfuerzo económico que le implicaba pagar viaje y estadía. Pero antes de adentrarnos en este traslado amazónico, hay que señalar que Walter había estado bastante ocupado, durante los meses de mayo y junio de 1908, escribiendo cartas a supuestas víctimas de la Casa Arana, para obtener más testimonios para su libro. El material que le había brindado Miguel Gálvez era valioso; pero ya había sido publicado en dos periódicos y las cartas estaban dirigidas a Benjamín Saldaña Roca. Hardenburg se dio cuenta de que la credibilidad de las denuncias sería mayor si las mismas aparecían en cartas dirigidas directamente a él. Averiguó nombres y direcciones de todos aquellos que pudiesen relatar con lujo de detalles lo que les había tocado vivir. Era importante que las cartas tuvieran fechas y firmas certificadas ante escribano público. Su estrategia dio resultados: día a día recibía respuestas de personas que habían conocido el infierno del Putumayo. Conviene reproducir, en toda su ex-
tensión, la que le envió Daniel Collantes, certificada ante el escribano público Arnold Guichard.
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Iquitos, 17 de mayo de 1908 Señor W. E. Hardenburg. ––Acabo de recibir su carta fechada en el día de ayer, en la que me solicita información acerca de mi estadía en el río Putumayo y, en particular, en lo que respecta a hechos que he presenciado. Le informo que, durante mi estadía allí con una duración de siete años, he presenciado crímenes, flagelaciones, mutilaciones y otros ultrajes. En 1902, visité a los señores Arana en Iquitos y les pedí trabajo en la actividad cauchera que, según se me había informado, se llevaba a cabo en el Putumayo. Mi solicitud de empleo fue inmediatamente aceptada por Julio César Arana, que prometió pagarme cuarenta soles al mes, además de buena alimentación, medicinas y pasaje de ida y de vuelta. Quiero aclarar que estas promesas no se cumplieron, sino que ni siquiera fueron tomadas en cuenta. Fueron tales las conductas extremas, que casi instantáneamente me convertí en un esclavo de la compañía. Cuando llegué a La Chorrera, me asignaron a la chalupa Mazán , como fogonero, donde trabajé durante siete meses. Al final de este período, Víctor Macedo me ordenó que dejara de trabajar en la chalupa, ya que deseaba que iniciase un viaje a través de la selva para ponerme bajo las órdenes de Elías Martenegui; pero como ya estaba al tanto de los crímenes que se llevaban a cabo en plena selva, me rehusé. Eso fue suficiente para que se me tratara con extrema brutalidad. Por este motivo, me colocaron una enorme cadena alrededor de mi cintura a manera de atadura, y me confinaron, en absoluta soledad, en una de las celdas de La Chorrera. Allí permanecí durante diez días, custodiado por centinelas, que tenían órdenes de disparar si intentaba protestar por estar encarcelado. Una vez, en mi agonía, intenté hablar con Víctor Macedo, pero al escuchar mis quejas, ordenó que se me dieran cien azotes y que me taparan la boca para no escuchar mis gritos. Gracias a algunos que estaban al tanto de mi inocencia y que protestaron, logré obtener mi liberación al cabo de diez días, pero con la condición de que partiera de inmediato para ponerme al servicio del criminal jefe de la sección cauchera Atenas, Elías Martenegui. El día después de haber sido puesto en libertad, me puse en marcha
hacia esa sección, acompañado por Martinegui y su colega, O’Donnell. Después de una travesía de dos días llegamos a Atenas, y como Martinegui ya estaba al tanto de que no me iba a poner al servicio del crimen, me ordenó que realizara tareas en la casa. Al segundo día, caí enfermo de reumatismo, probablemente causado por el encarcelamiento que había sufrido, pocos días antes, en una celda húmeda y sucia en La Chorrera. Esta enfermedad me dejó postrado durante siete meses, y, de no haber sido por dos empleados colombianos que se apiadaron de mí y me alimentaron cuando podían, hubiera muerto de inanición. Durante mi estadía en esta sección, los he visto asesinar alrededor de sesenta indios, entre ellos hombres, mujeres y niños. Estos pobres desgraciados, a quienes matan con armas de fuego, o cortándolos en pedazos con machetes, son colocados en grandes barbacoas (pilas de madera), adonde aseguran a las víctimas y luego les prenden fuego. Estos crímenes fueron cometidos por el propio Martinegui y por varios empleados de confianza. Le he escuchado repetidamente decir a este monstruo que cada indio que no trajera la cantidad de caucho que se le ordenó extraer, iba a correr la misma suerte. Ocho días después de este acontecimiento, Martinegui dio órdenes para que un grupo de empleados se dirigiera a donde vivían unos indios vecinos para ser exterminados, incluyendo mujeres y niños, por no haber cumplido con la cuota de caucho que debían entregar. Esta orden fue estrictamente cumplida, ya que el grupo regresó a los cuatro días, trayendo dedos, orejas y varias cabezas de las infortunadas víctimas como prueba de que las órdenes habían sido ejecutadas. Después de todos estos acontecimientos, obtuve permiso para dejar esta sección y regresar a La Chorrera, a la que llegué después de un penoso viaje que duró cuatro días. Como llegué en un estado físico lamentable, debido a mi enfermedad y al viaje, se me ordenó ocupar una de las celdas. Tres días después de mi arribo, llegaron alrededor de cuarenta indios ocainas en calidad de prisioneros, que fueron encerrados y encadenados en otra celda de mayores dimensiones. Hacia las cuatro de la mañana del día siguiente, Víctor Macedo, jefe de La Chorrera, hizo traer a dieciocho empleados de Sabana, y, al llegar, les ordenó que azotaran a los infortunados ocainas ––que estaban encarcelados y en cadenas–– hasta que murieran. Esta orden fue ejecutada de inmediato, pero como muchos de los infelices indios no sucumbieron a los latigazos y a los golpes, Macedo ordenó que sacaran a los indígenas de las celdas donde se encontraban, los arrastraran a orillas del río y les prendieran fuego. Estas órdenes fueron estrictamente obedecidas.
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Alrededor de las nueve de la mañana, comenzaron a transportar el combustible ––madera y querosén–– que sería utilizado para las cremaciones, y hacia las doce del mediodía, un tal Londoño, por orden del criminal Macedo, les prendió fuego a las infortunadas víctimas de la tribu de los ocainas. Esta pira humeante de carne humana siguió ardiendo hasta las diez de la mañana del día siguiente. Fue durante el carnaval de 1903 que se llevó a cabo este repugnante acto de crueldad, y el lugar elegido está a ciento cincuenta metros de lo que es actualmente el “club” La Chorrera. Los altos empleados de esta compañía, cuando se emborrachan, brindan con copas de champagne y las alzan en homenaje de aquel que demuestre que ha cometido la mayor cantidad de crímenes. Pocos días después de este evento, fui a ver al jefe y administrador del establecimiento, Víctor Macedo, y le pedí la liquidación de mis haberes, ya que no quería trabajar más para esta compañía y deseaba regresar a Iquitos. La respuesta que me dio este miserable criminal fue amenazarme con más cadenas, con más cárcel, indicándome que él era la única persona que daba órdenes en la región y que todos los que vivían allí estaban bajo su comando. Como consecuencia, tuve que abandonar La Chorrera y dirigirme a Santa Julia, cuyo jefe era el criminal Jiménez, quien me ordenó que fuera de inmediato a Providencia, donde volví a encontrarme con Macedo. Me ordenó que comenzara a trabajar en Último Retiro, donde encontré al jefe, José Inocente Fonseca. Pocos días después de mi arribo, mandó a buscar a indios chontadura, ocainama y utiguene; veinticuatro horas después, centenares de indios comenzaron a aparecer en la casa, de acuerdo con las órdenes que había impartido. Entonces, Inocente Fonseca, tomó su carabina y su machete y dio comienzo a la matanza de estos indios indefensos, dejando más de ciento cincuenta cadáveres esparcidos en el suelo, entre hombres, mujeres y niños. Esta operación la llevó a cabo acompañado por seis de sus más confidenciales “secretarios”, como los jefes de sección denominaban a sus asistentes, algunos de los cuales utilizaron carabinas, mientras que otros optaron por el machete. Fonseca, con su machete de tamaño gigantesco, masacró a diestra y siniestra a estos pobres desgraciados, bañados en sangre, mientras se arrastraban por el piso pidiendo clemencia. Una vez finalizada la tragedia, Fonseca ordenó que todos los cadáveres fueran apilados e incinerados. La escena fue aún más horrible, porque apenas se cumplieron las órdenes para que se los quemara, se escucharon gritos de agonía y de desesperación provenientes de aquellas víctimas que aún estaban vivas. Mientras tanto, el monstruo
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de Fonseca gritaba: “¡Quiero exterminar a todos los indios que no obedecen mis órdenes con respecto al caucho que exijo que entreguen!”. Algún tiempo después, Fonseca organizó un grupo de veinte hombres (cumpliendo órdenes de Macedo), comandados por uno de sus secretarios de confianza, llamado Miguel Rengifo, con instrucciones de trasladarse hasta el río Caquetá y matar a todos los colombianos que encontrasen. También exigió que trajeran dedos, orejas y algunas cabezas de las víctimas, preservadas en sal, como prueba de que sus órdenes se habían cumplido. Al cabo de siete días regresó el grupo, trayendo los restos humanos que Fonseca había solicitado. Estos fueron remitidos a los célebres jefes de la compañía Víctor Macedo y Miguel Loayza, para que comprobaran por sí mismos qué exitosa había sido la misión. El secretario, Rengifo, también informó a Fonseca que uno de los guías indios que habían llevado consigo para descubrir el paradero de los colombianos, no se había comportado como correspondía. Esto bastó para que Fonseca lo hiciera colgar de una pierna, junto con su pequeño hijo, de apenas diez años de edad. En esta posición recibieron cincuenta latigazos cada uno, después de lo cual se soltaron las cadenas de las cuales estaban suspendidos para que cayeran al suelo, estrellando sus caras contra el mismo. Apenas esto concluyó, Fonseca ordenó a uno de sus empleados a que tomara su rifle, los arrastrara hasta un claro enfrente de la casa y les disparara, lo cual se hizo. Mientras esto se llevaba a cabo, una mujer india llegó desde Urania para ponerse bajo las órdenes de Fonseca, pero, horrorizada ante este espantoso espectáculo, intentó huir. Fonseca dio órdenes para que cuatro de sus hombres tomaran sus armas, la persiguieran y la mataran. Después de que la mujer hubo corrido alrededor de cincuenta metros, huyendo del peligro, cayó muerta, atravesada por la descarga de las armas de los cuatro empleados, alojándose las balas en la cabeza de esta víctima inocente. Para concluir con esta larga narración de los grandes crímenes del Putumayo que he presenciado durante mi permanencia de siete años, le daré los nombres de algunos otros monstruos que trabajan allí, y estoy dispuesto a presentarme ante una corte de justicia. Estos diabólicos criminales son: Arístides Rodríguez, Aurelio Rodríguez, Armando Normand, 6 O’Donnell, Miguel Flores, Francisco Semanario, Alfredo Montt, Fidel Velarde, Carlos Miranda, Abelardo Agüero, Augusto Jiménez, Bartolomé Zumaeta, Luis Alcorta, Miguel Loayza y el negro de Barbados King.
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Por falta de tiempo, me resulta imposible relatar todos los crímenes que estos criminales han cometido. Pero creo que si algún día fuera llamado a declarar ante un tribunal, podría detallar los lugares, días y horas en que inundaron la región del Putumayo con estos crímenes, no igualados en la historia del mundo entero, cometidos contra hombres, mujeres y niños de todas las edades y condiciones. Para concluir con esta narración, mencionaré algunos de los crímenes cometidos en Santa Catalina por el jefe de esa sección, Aurelio Rodríguez. El 24 de mayo del año pasado (es decir, de 1907) este hombre le ordenó a un compadre, llamado Alejandro Vázquez, a que reclutara a nueve hombres para dirigirse a la aldea de los indios tiracahuaca y tomar prisionera a una india que había estado con anterioridad a su servicio; apenas la capturaron, idearon matarla de la forma más cruel que pueda imaginarse. Habiendo recibido esas órdenes, el grupo se puso inmediatamente en marcha y, al llegar a la aldea, tomó prisionera a la mujer. Después de algunos minutos, mientras iniciaban el viaje de regreso, la ataron a un árbol a la vera del camino, donde Vázquez ya tenía tres afilados palos de madera, con temibles puntas… 7 y, entonces, la mataron estrangulándola con una soga. Estos son los crímenes que se cometen constantemente en el Putumayo por los jefes de sección y sus asistentes, cuyos nombres he mencionado. Espero que este relato le ayude a que la justicia vuelva nuevamente a esta región.
Llama la atención, sin embargo, que cuando Roger Casement estuvo en Iquitos, en setiembre de 1910, comisionado por el gobierno británico para investigar los hechos del Putumayo, al entrevistarse con los escribanos Arnold Guichard y Federico M. Pizarro, que certificaron los testimonios de Anacleto Portocarrera y Daniel Collantes, respectivamente, no recordaban para nada haber certificado testimonios de esas personas. Hardenburg había logrado un primer paso de máxima importancia: obtener cartas dirigidas a él, donde los firmantes narraban los horrores del Putumayo. Pero faltaba el contacto personal con alguien que hubiera presenciado atrocidades, el diálogo, la posibilidad de formular preguntas y, sobre todo, encontrar a alguna persona que demostrara que Julio César Arana y su hermano, Lizardo, estaban al tanto de lo que sucedía en sus dominios. Fue entonces cuando Miguel Gálvez le reveló que su madre, doña Amelia, recordaba a un hombre a quien Benjamín Saldaña Roca había buscado infructuosamente como testigo: Aurelio Blanco, un 167
carpintero que había trabajado en el Putumayo para la Casa Arana, pero que, temiendo por su vida, se había establecido en Manaos. Era el único que había enfrentado en persona a Julio César Arana, acusándolo de los crímenes en las secciones caucheras. Así fue que, en junio de 1908, Hardenburg partió a Manaos a bordo del Yavarí , un arquetípico vapor de esos años, impulsado por una rueda que giraba en la popa, a encontrar a un carpintero que se llamaba Aurelio Blanco, que ni siquiera sabía dónde vivía o trabajaba. Debería navegar mil seiscientos kilómetros por el Amazonas, río abajo, trayecto beneficiado por tener la corriente a favor. Eran casi dos semanas de travesía, pero imaginamos su excitación, su certeza de que habría de encontrarlo, con la habitual omnipotencia que otorga la juventud. ¿Qué pretendía hacer con tantos testimonios? ¿Un libro que se publicaría en Inglaterra, o recopilar evidencias abrumadoras de la culpabilidad de los hermanos Arana y venderlas ––a ellos, u a otros–– a un precio óptimo? Llama la atención que, después de haber agitado un gigantesco avispero y concluidos los escándalos del Putumayo en Londres, en 1913, regresara a Canadá, a su granja en Red Deer, con su mujer y sus dos hijos y que jamás en lo que restó de su vida ––para ser exactos, veintinueve años–– haya hecho ni el más mínimo esfuerzo para evitar, a través de la acción directa o de instituciones, que se volvieran a repetir semejantes atrocidades en el Amazonas, adonde jamás regresó. Un libro posterior que publicó en 1922, Mosquito eradication (Mc Graw-Hill, Nueva York), nada tenía que ver con el calvario de los indios huitotos, sino que trataba de cómo terminar con esos insectos. Mientras navegaba a bordo del Yavarí, estaba lejos de imaginar el desenlace que acarrearía su investigación. Habían pasado seis meses desde que la canoa que los transportaba con Perkins había ingresado en los territorios de Arana. La vida le había abierto perspectivas insospechadas y aquí estaba, próximo a arribar a la gema del Amazonas, la ciudad de los millonarios, que era Manaos. Walter desembarcó el 24 de junio de 1908, es decir, el día que se celebraba la festividad de San Juan. Tal vez le impresionó el edificio de la Ópera, su eclecticismo arquitectónico que configuraba una rara mezcla de estilos, y se habrá preguntado cómo una fachada neoclásica, con frisos y columnatas, podía admitir una cúpula que parecía salida de un cuento oriental. Pero en Manaos todo era admisible. Mendigos, prostitutas, aves exóticas, carruajes ostentosos y hombres y mujeres vestidos a la última moda poblaban esas calles falsamente cosmopolitas. 168
Se alojó en el Gran Hotel Internacional, en la Rua Municipal; en esos momentos, habrá pensado si las treinta libras esterlinas que le costaría este viaje, extraídas de sus magros ahorros, no habrían sido gastadas en vano. Porque las primeras indagaciones para dar con el paradero de Aurelio Blanco fueron abrumadoramente frustrantes: nadie lo conocía. Había carpinteros en la ciudad, pero ninguno con ese nombre. En la avenida Eduardo Ribeiro, Hardenburg descubrió las recién inauguradas oficinas del ferrocarril Madeira-Mamoré, ya que parte de su trazado pasaba por territorio brasileño, y pergeñó una idea que podía darle resultado: comunicarle al propietario del hotel en que se alojaba, Antonio Borsa, que la compañía ferroviaria de Percival Farquart, que construía ese trayecto en la selva, le había encomendado contratar carpinteros y que le habían hablado bien de un tal Aurelio Blanco. El dueño del Gran Hotel Internacional se encogió de hombros, en señal de no conocerlo. Pero, según Richard Collier, apenas Hardenburg salió del hotel, Borsa partió como un rayo a las oficinas de la Peruvian Amazon Company , en la calle Mariscal Deodoro, para informar acerca de esta nueva presencia en su establecimiento. Es posible que Julio César Arana, desconfiando de este joven norteamericano que se había introducido de contrabando en sus territorios, estuviera al tanto de sus movimientos a través de una red de informantes. Es posible que supiera que había llegado a Manaos y también que recordara a Aurelio Blanco. Quienes creen en la inocencia de Walter en lo que respecta a su presunto espíritu de chantajista, alegan que, al conocer al detalle sus movimientos, Julio César Arana pudo fraguar documentos y correspondencia falsa para incriminarlo. Al atardecer del 24 de junio, Walter Hardenburg debe de haber estado al borde de la desesperación. Solo en algún bar céntrico, tal vez paladeando una cerveza helada ––la Hanseática Pilsen era una de las preferidas–– habrá visto desfilar a una multitud de hombres rigurosamente vestidos de blanco, de cuello duro y moño, así como también a indios y negros sudorosos. En cuántos bares, en cuántos negocios habrá entrado para preguntar por Aurelio Blanco, el carpintero que había desafiado a Julio César Arana y que conocía las verdades acerca del Putumayo. A las dificultades de esa búsqueda desesperada, habría que agregarle su absoluto desconocimiento del idioma portugués. Para colmo, el inevitable bullicio que precedía a la celebración nocturna de la fiesta de San Juan, le daba a la ciudad un aspecto aún más exaltado; no debemos olvidar que Hardenburg había sido educado en la rígida fe metodista, con el horror 169
que siente el protestantismo ante los despliegues “paganos” que suelen tener las festividades religiosas iberoamericanas. Los tranvías de Manaos aportaban a la ciudad no sólo el transporte de pasajeros, sino su cuota de ruido. Si bien eran eléctricos y el servicio se había inaugurado en 1896, eran desmesuradamente tropicales: abiertos, sin paredes laterales, con estribos que recorrían toda su extensión, no tenían la mínima protección para los días de lluvia que, dicho sea de paso, eran muchos. Quizá, desilusionado, subió a uno de ellos y recorrió la ciudad en busca de algún milagro. Habrá contemplado la abrumadoramente decimonónica Praça da Policia, con sus canteros de hierba, pequeño estanque, árboles no demasiado antiguos y serpenteantes caminos poblados de estatuas, y, tal vez, continuó hasta el fin del trayecto, en el cementerio São João no Alto do Mocó . Fue, quizá, en esos momentos aciagos, al presentir que todos sus esfuerzos habían sido en vano y que ese viaje sólo había contribuido a mermar sus escasos ahorros, cuando se produjo el fiat lux. Posiblemente haya visto entrar un entierro, con berlinas de color caoba para los deudos, tiradas por caballos teñidos de negro, con sus correspondientes penachos, y el carro fúnebre, un insólito baldaquín con ruedas portando un ataúd. La revelación fue como un relámpago. Si bien en Manaos todo era importado, dudó que los ataúdes lo fueran. Con la abundancia de maderas que ofrecía la selva y con eximios carpinteros, era absurdo pensar que eran traídos de Europa. Acaso Aurelio Blanco construía féretros. Esa corazonada lo impulsó a tomar nuevamente el tranvía con rumbo a la ciudad para recorrer todas las funerarias. No se había equivocado: en una de ellas le confirmaron que, efectivamente, existía un carpintero, Aurelio Blanco, y que su taller estaba en las proximidades de la Praça do Commercio . No tardó en llegar a ese sector de la ciudad, lejos de la sofisticación de las calles céntricas, donde encontró un modesto tinglado: en su interior, el calor no daba respiro y el olor a madera era penetrante. Bajo la luz de un farol a combustible, un hombre que arañaba los sesenta años se empecinaba en rasquetear un tablón de madera. Había encontrado a Aurelio Blanco. El problema, ahora, era hacerlo hablar, entrar en confianza, extraer todos los datos posibles, convencerlo de que, luego, autenticara su declaración ante escribano público, tarea nada fácil por cierto. El carpintero se habrá preguntado quién era ese extranjero joven y rubio que ingresaba a su taller a esa hora de la noche, que no se había trasladado para adquirir un ataúd, sino que le hablaba de Iquitos, de Benjamín Saldaña Ro170
ca, de las revelaciones y pruebas que tenía de la complicidad de Julio César Arana en los crímenes del Putumayo. Que le pedía explicaciones de por qué había abandonado aquella ciudad, embarcándose rumbo a Manaos, cuando pudo haber permanecido en Iquitos brindándole al periodista una valiosísima información. Pero Blanco sabía que nada cambiaría en el Putumayo, aunque él hubiera conversado durante horas con Saldaña Roca. Y ahora, aparecía un joven norteamericano deseoso de conocer la verdad, de dialogar con alguien que hubiera conocido esos meridianos del horror, de escuchar al único hombre que había enfrentado a Julio César Arana. Un joven que, pronto supo, había también padecido los maltratos de los empleados de la Peruvian Amazon Company en el Caraparaná. La vida le daba nuevamente la oportunidad de hacer lo que debió haber hecho dos años atrás y, acaso motivado por un insospechado sentimiento de justicia, se avino a hablar con Walter Hardenburg. Aurelio Blanco le relató a un joven ingeniero los hechos ––ciertos, rigurosos–– de su experiencia en el Putumayo. Imaginemos el monólogo ––acaso alentado por la imprescindible botella de cachaça8–– de ese hombre ya entrado en años, conmovido porque alguien se interesara por su vida, al punto de navegar mil seiscientos kilómetros hasta Manaos, sin siquiera saber si lo encontraría. El río es como un imán irresistible, como una montaña a la que se quiere llegar, que nos hipnotiza hasta el punto de no poder detenernos. Y una vez que se llega al Marañón, la única obsesión es alcanzar el Amazonas, con la absurda esperanza de que ese río dé una solución mágica a nuestra vida. A cuántos escuché decir que había que llegar a Iquitos, que había que dejar para siempre Yurimaguas, Tarapoto o cualquier otro poblado que se encontrara en esas latitudes de la miseria. A Iquitos no se llega: se va derivando, el río nos conduce y nada nos detiene. No hay mujer ni trabajo que pueda disuadirnos. Se termina llegando, porque el río nos arrastra, como si su corriente arrasara con dudas, temores, incertidumbre ante lo desconocido. Pero no era Iquitos el destino final, sino un mero trampolín hacia otra posible prosperidad que se había hecho carne en los que vivíamos en la Amazonía. Había una palabra mágica en boca de todos, como si se tratara de una inagotable cornucopia en plena selva, y bastase con estirar la mano para abrir ese torrente inextinguible: Putumayo. Allí, en la selva impenetrable, en tierras de nadie, estaba la esperanza. En 1906, hace apenas dos años, finalmente llegué a Iquitos. Yo nunca había visto ciudad igual.
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La calle del Próspero estaba adoquinada con fondos de botella de champán francés; las fachadas de aquellas casonas solariegas tenían ventanas enrejadas, fachadas de azulejos de Portugal, balcones de hierro forjado. No había iquiteño, pobre o rico, que no mencionara a don Julio. Qué patriota, señor. Gracias a él el Putumayo era nuestro y los colombianos tuvieron que retroceder a sus límites, a sus guerras civiles, a sus pequeñeces. Gracias a él, el puerto de Iquitos estaba vivo y repleto de caucho. En la ciudad, se lo consideraba un dios. ¡Con solo una palabra suya surgían hospitales, escuelas y hasta ya no había que ir a buscar agua al pozo! Quién no conocía la gloriosa Casa Arana, a don Julio, a don Lizardo, su hermano, si eran la médula de Iquitos, los que habían echado a los extranjeros, y hasta el gobierno de Lima les debía que nuestras fronteras se extendieran hasta el río Caquetá, ahora en poder del Perú, sin intrusos, sin colombianos que nos robaran el caucho.
Aurelio Blanco detuvo el relato y se sirvió otra copa de cachaça. Las fogatas de San Juan iluminaban sus ojos, que repentinamente parecían haber vuelto a la vida, como si reviviera el pasado. Mientras apuraba la bebida, su entusiasmo y su memoria hacían caso omiso del calor, del estrépito de petardos y fogatas, y sólo importaba hablar de lo que creyó que sería sino un sueño, al menos un trabajo sólido en una compañía cuyo director se había vuelto legendario. El 15 de enero de 1904 entré en las oficinas de la Casa Arana y firmé el generoso contrato que me ofrecían. No sospechaba que había firmado mi propia condena. Aquel día me pareció tocar el cielo con las manos, ya que finalmente había logrado trabajar como carpintero en el Putumayo, en ese nuevo El Dorado, ganando el equivalente a quince libras esterlinas al mes, incluyendo alojamiento y comida. Qué carpintero río arriba era capaz de ganar esa suma. Ninguno, señor, se lo aseguro. Al día siguiente zarpé en el Liberal hacia Argelia, una sección cauchera en el Caraparaná. Yo estaba acostumbrado a rudimentarias barcazas que remontaban los ríos con pavorosa lentitud o a canoas en las cuales había que remar, si se remontaba el río, junto a la orilla para evitar la desmesurada corriente central. El Liberal era un barco en serio, una ciudad flotante, un verdadero acorazado. Los días, mientras descendíamos por el Amazonas, eran de absoluta placidez. Hasta nos permitían pasear por la cubierta inferior y la superior. En la popa, estaba el camarote de don Julio, que tenía un pequeño balcón que se asoma-
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ba al agua, a la estela que dejaban las poderosas hélices. A los pocos días, divisé el Putumayo, donde ingresó el barco haciendo sonar la sirena de su única chimenea. Era un río inexplicablemente distinto. No porque fuera topográficamente opuesto a los demás, sino porque su densa selva, su misma impenetrabilidad, su espesa neblina matinal le otorgaban un aspecto único, casi secreto. Y si habré visto ríos en esta Amazonía. No era el Yavarí, ni el Purús, ni el Napo: tenía un sello propio que producía una curiosa intranquilidad, un presagio incierto. Pero, claro, estaba su deslumbrante belleza, los constantes recodos, casi exasperantes, y esa vegetación de un verde tan particular que dudo que un pintor la obtuviera en su paleta. A veces, era imposible permanecer en cubierta, no por el calor, ni por la implacable humedad, sino por los voraces insectos que nos atormentaban día y noche, como si quisieran impedir nuestro ascenso hacia Argelia. Sus costas, en cambio, eran inexistentes, desbordadas por aquellos árboles gigantes, por ramas que penetraban empecinadamente en el agua. Pero el Liberal era un barco sólido como una roca, y si don Julio lo utilizaba para visitar la región, nada había que temer. Al llegar a Argelia, me pareció casi un milagro ver espacios verdes sin vegetación, y descubrir barracones construidos sobre pilotes, protegidos por techos de palma. Me habían contratado como carpintero para la sección cauchera Puerto Colombia, que era la más septentrional de todas las secciones que poseía la Casa Arana en el Caraparaná. “Va a tener que esperar unos días, hasta que la lancha Junín lo traslade hasta Puerto Colombia” ––me comentó el jefe de la sección––. Fueron seis días y le mentiría si afirmara que vi atrocidades. Todo, salvo el despiadado clima y los insectos, parecía normal. Por qué algunos padecían fiebres incontrolables y otros no, sigue siendo para mí un misterio, como si existiera una condena que se cernía sobre ciertos hombres. Los he visto temblar convulsivamente, transpirar hasta el punto de la deshidratación, no tener fuerzas ni siquiera para mover un brazo. Y, sin embargo, después de un tiempo, la fiebre cedía y volvían progresivamente a sus tareas. Quizá fui un elegido de Dios: jamás padecí las fiebres. Por fin zarpamos rumbo a Puerto Colombia en una lancha, insignificante e incómoda si se la compara con el grandioso Liberal ; estoy seguro de que don Julio, o su hermano, don Lizardo jamás pondrían el pie en una embarcación tan miserable. La tortuosidad del Caraparaná, de tantas vueltas que tiene, lo hacen asemejar a una gigantesca serpiente acuática en perpetuo movimiento, y hasta su color marrón lechoso ––aguas, por cierto, cromáticamente distintas a las del
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Putumayo–– es desagradable. Cuando divisé ese laberíntico curso de agua, mi percepción se volvió aún más aciaga, como si nos adentráramos en latitudes misteriosas. Carecía del esplendor del Putumayo; era notablemente más estrecho y pestilente, hasta difícil de navegar por la cantidad de troncos y árboles que arrastraba la corriente, y la lluvia que parecía nunca cesar. Hay un concepto erróneo en denominar Putumayo a ríos que no llevan ese nombre, ni pueden comparársele. En el estrecho, sinuoso, agobiante Caraparaná, el permanente graznido de las aves ––no lo denominaría canto–– parecen advertir al viajero peligros insospechados. Y ahí, en medio de esa selva densa, estaban Puerto Colombia, y su jefe, Paulino Solís. “Todavía no han llegado las maderas que pedimos, así que los depósitos y las barracas adicionales tendrán que esperar”, me dijo. “Mientras tanto, puede construir algunos muebles. Vea, ni siquiera tenemos sillas y mesas en los edificios”. Puse manos a la obra, ya que necesito estar ocupado en menesteres de mi oficio de carpintero y nunca fui ocioso. Un día llegó un colombiano, Patrocinio Cuéllar, todavía socio de don Julio en Puerto Colombia, y me preguntó si estaba conforme con mi trabajo y con el lugar, pregunta meramente formal, ya que yo expresaba a diario mi entusiasmo y no me quejaba del clima. El colombiano era joven y pretencioso, y simulaba interesarse por mi trabajo, por el trato que recibía de mi jefe, Paulino Solís. ¿Por qué lo hacía? ¿Quién era yo? Apenas un carpintero y le confieso que me llamó la atención tanta consideración. Acaso, pensé, en las secciones caucheras de la Casa Arana se preocupaban por el bienestar de sus empleados. Como pronto verá, fue un imperdonable espejismo. El 17 de marzo, aún no habían llegado las maderas para construir las barracas y ya no tenía más mesas y sillas que construir. Se lo comuniqué a Cuéllar y, también, le pedí que me asignara otra tarea ya que, como le dije, por mi temperamento no podía permanecer inactivo. Fue entonces cuando escuché esas palabras que restallaron como un látigo: “Unos indios recolectores de caucho se han escapado. Usted y otros pocos partirán para darles caza”, dijo Cuéllar, como si se tratara de la más cotidiana de las tareas. ¿Cazar indios? La propuesta era abominable, inaceptable. Quizá fue mi expresión de ira, de firme negativa, lo que molestó a Cuéllar. Especifiqué que había sido contratado como carpintero, y no como cazador de indios. “No creí que fuera tan cobarde”, respondió el colombiano. No se trataba de cobardía, no señor. Esa cacería no me concernía, ni iba a ensuciar mis manos con la sangre de esos pobres indígenas. Creí, erróneamente, que el capítulo se había cerrado, que me dejarían en paz, que volvería a mi condición de artesano. El 30 de marzo, entré al almacén que tie-
ne la Casa Arana en Puerto Colombia para reabastecerme de artículos imprescindibles y, en particular, de un rollo de tabaco, por el cual siento una insuperable debilidad. Lo único que pude adquirir, señor, fue un cepillo de dientes. Había órdenes, según me dijo el empleado, de negarme todo, salvo ese absurdo adminículo. Le pedí entonces a un buen amigo, el contador de Puerto Colombia, Augusto Salcedo, que me comprara lo que yo necesitaba, pero parece que la Casa Arana se había puesto firme, ya que se lo negaron. Pero estos eran simples, inofensivos tires y aflojes entre patrón y empleado, comunes donde rige la civilización. Pero no en el Caraparaná. No muchos días después y lo recuerdo bien, el 6 de abril, me disponía a un rito cotidiano y absolutamente necesario en ese trópico despiadado y pegajoso, que era bañarme en el río, no por razones higiénicas, sino meramente para refrescarme; era, posiblemente junto al tabaco, el único placer que otorga ese charco pestilente. Amarraba mi bote a un árbol, para evitar que se lo llevara la corriente, y me zambullía en esas aguas cálidas. Mientras flotaba junto al bote durante al atardecer ––eran precisamente las seis de la tarde–– sentí el estampido de un arma de fuego que provenía de la jungla impenetrable; luego el escalofriante silbido y el impacto de la bala al penetrar en el bote, debajo de la borda; un segundo y un tercer disparos impactaron en el mismo lugar, a pocos centímetros de donde me hallaba flotando. Nunca sabré si fue una advertencia, o si, efectivamente, quisieron matarme. Entonces el terror empieza a corroernos, la imposibilidad de escape ––quién podría sobrevivir dentro de esa vegetación maldita–– es nula. Pero, aun así, jamás me hubiera prestado a cazar indios. Subrepticiamente, llegué a la orilla, me vestí y partí hacia la barraca que compartía con algunos buenos amigos, entre ellos, el contador Salcedo. Fue como si hubieran visto resucitar un muerto, como si hubiese llegado un espectro. Habían temido lo peor. Vieron a Cuéllar y a un indio, armados de carabinas, adentrándose en la espesura rumbo a la orilla del río y creyeron que jamás saldría con vida. Esa noche nos turnamos para montar guardia. Nunca podré agradecer a mis compañeros semejante muestra de amistad. Al día siguiente, ya había tomado la decisión de salir de ese infierno. Debía dar un paso previo, en el cual la mayoría de los empleados naufragan, que era demostrar que no se tenía deuda alguna con la Casa Arana, algo que no me fue difícil de obtener, ya que el propio Augusto Salcedo era el contador y me extendió el correspondiente certificado. Los jefes tenían la diabólica virtud de endeudar a indios y empleados, lo cual terminaba convirtiéndose en esclavitud.
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Cuando Cuéllar se enteró de que tenía en mi poder un certificado que indicaba que nada les debía, dejó cesante a Salcedo. Puede resultar exasperante permanecer en esa sección cauchera, inactivo, recelando de cada movimiento, esperando poder partir. Desde el mismo momento en que nada debíamos, éramos libres; pero no todas las semanas llegaban lanchas para trasladarnos hasta Argelia, donde luego abordaríamos el Liberal. A medida que pasaban los días, crecía nuestra incertidumbre, como si cada atrocidad que presenciábamos formara un cerco cada vez más difícil de sortear. Los que regresaron de la misión a la cual me negué a participar, proclamaron a voces que habían matado a cuarenta indígenas prófugos, como si se hubiera tratado de animales. A los indios, señor, los cazaban. Era un horror inexplicable para cualquier cristiano, una abominación de la condición humana, una perversidad demoníaca las que caían sobre esos pobres indios amazónicos que nada podían hacer para escapar de ese infierno. Había un depósito, una especie de galpón donde se hacinaban los indígenas que recolectaban el caucho. He visto morir indios después de haber recibido seiscientos latigazos. Imagine cómo queda un ser humano después de ser azotado seiscientas veces. Lo que pronto acordamos con Augusto Salcedo es que debíamos huir de inmediato. Cómo nos iban a dejar con vida, habiendo sido testigos de esos crímenes infames. Pero hubiera sido demencial internarse en la selva, con rumbo impreciso, sin guías, acosados por las alimañas y, peor aún, por los cazadores de Puerto Colombia que saldrían a encontrarnos. Entonces, el destino quiso que pasara por allí una canoa, aquellas de gran tamaño que transportan provisiones, que pertenecía a los señores Ordóñez y Martínez ––paradójicamente, socios en vías de extinción de don Julio–– y acaso nuestras expresionesdesesperadas, nuestras súplicas conmovieron a quien estaba a su cargo, ya que nos permitieron embarcarnos. Se dirigía río abajo, a La Unión, donde ya sabrá lo que sucedió el año pasado cuando hasta allí llegaron el Liberal y la Iquitos , y la infame matanza de colombianos que llevaron a cabo. Usted me dice que estuvo cerca de La Unión durante aquel ataque y que pagó las consecuencias junto con un amigo. Pues bien, señor, agradezcamos el estar vivos. Porque apenas Cuéllar nos descubrió a bordo de esa canoa, gritó desde la orilla: “¡Deberían haberse escapado mucho antes!”. Ese fue el preludio de una lluvia de balas que provino de la orilla. Pero Dios quiso que estuviéramos fuera de su radio de alcance y navegamos río abajo hacia La Unión. Sin embargo, la selva, el desconcertante río, son tan peligrosos como ciertos cristianos. No sé si sabrá que en estos
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endemoniados ríos, los remolinos están a la orden del día: aparecen de la nada, dotados con una feroz fuerza centrífuga y son de resultados imprevisibles. Uno de estos monstruos acuáticos nos tomó por sorpresa ––que, por otra parte, es su modo de atacar––, ya que no dan tiempo a nada, y en un abrir y cerrar de ojos giramos enloquecidamente hasta que la canoa se dio vuelta, arrojándonos a esas aguas temibles. Fue gracias a la pericia, a la experiencia y a la valentía de los tripulantes que Salcedo y yo estamos con vida, ya que nos socorrieron de inmediato. De no haber sido por ellos, habríamos perecido ahogados y vaya usted a saber dónde habrían aparecido nuestros pobres cuerpos. No perdí la vida, pero, en cambio, mi valiosísima caja de herramientas fue a parar al fondo del río. Costaba sesenta libras esterlinas, señor. Cuatro meses de trabajo en Puerto Colombia. Por fin, algo maltrechos, llegamos a La Unión y no me fue difícil ir por tierra hasta Argelia, ya que existe una senda bien señalizada en la selva. Diga usted que, en aquellos años, don Julio aún no se había apoderado del todo del Caraparaná y existían, más en la ficción que en la realidad, secciones caucheras con patrones colombianos, que eran sus socios. De no haber sido así, nunca hubiera llegado a Iquitos. Porque en Argelia finalmente me encontré con un ser humano, una rareza, créame, en esos parajes, que era don Hipólito Pérez, un colombiano de pura cepa, quien a pesar de haber sido sobrepasado en el manejo de la sección cauchera por don Julio, me dio trabajo. Seis meses después, escuché una sirena: era la del Liberal, que se aproximaba a Argelia. Sin comunicación con Iquitos, salvo la fluvial, nunca se sabía cuándo llegaría un barco, ya que sólo podía presumirse; supe, entonces, que por fin me iría a Iquitos, aunque no resultó tan fácil como inicialmente creí. A bordo del Liberal viajaba don Lizardo Arana, el incorregible hermano de don Julio, que desembarcó en Argelia como quien lo hace ––sólo imagino–– en un puerto europeo. Impecablemente vestido de blanco, cuello duro y moño, parecía que se dirigía a alguna remilgada ceremonia en el Palacio Pizarro, en Lima. Don Lizardo se asemejaba a un maniquí en un escaparate, con sus mejillas rellenas, su nariz respingada y un prolijo bigote en forma de manubrio, con puntas que intentaban elevarse. Pero la vida y Dios me habían dado la oportunidad única y en territorio seguro, de revelar lo que sucedía en Puerto Colombia, y eso fue lo que hice al relatárselo, con pelos y señales, a don Lizardo. Qué peligro podía correr allí, en Argelia, donde la mera presencia de don Hipólito Pérez imponía algún respeto. Pero este Arana no estaba hecho de la misma sustancia que don Julio César; era un simple pinche, una marioneta que sólo cumplía órdenes, un borracho empeder-
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nido como lo demostró al poco tiempo, y nada resolvió. Me sugirió que hablara con su hermano, en Iquitos. No se le movió un músculo, no transmitió la mínima expresión de asombro, de indignación, cuando le revelé las atrocidades en Puerto Colombia. Fue Pérez el que me abrió la puerta hacia la libertad. “Tiene mi permiso para ir a Iquitos, Blanco”. Don Lizardo no pudo oponerse y aceptó que partiera en el Liberal. “No obtendrá de don Julio sino justicia”, dijo con sorprendente convicción. Lo único que pude salvar de aquel espantoso remolino fue mi contrato, ya que lo llevaba conmigo, protegido contra el agua. Creí ingenuamente que esa clase de documento era suficiente para no pagar el pasaje hasta Iquitos; después de todo, la Casa Arana me había trasladado a esas latitudes y no recuerdo haber pagado el pasaje de ida. Pero el capitán Carlos Zubiaur fue inflexible: el traslado costaba catorce libras esterlinas y nadie, ni siquiera exhibiendo un contrato firmado por don Julio, se libraba de pagar. Catorce libras esterlinas, señor. Un mes de trabajo. De nada sirvieron mis protestas, ni el haber recurrido a don Lizardo para que interviniera. ¿Acaso la compañía no se llamaba Julio C. Arana & Hermanos? ¿No era él hermano del titular? ¿Cómo era posible que un simple capitán, a quien él le pagaba el salario, pasara por encima de un Arana? Don Lizardo, para ese entonces, ya estaba algo ebrio y, como Poncio Pilatos, se lavó las manos. Y así fue, señor: tuve que pagar las catorce libras esterlinas para salir de ese infierno, lo cual ––debo decir–– no es un precio demasiado alto. No puedo decir que durante el viaje de regreso a Iquitos haya sido molestado. Apenas desembarqué, el 3 de octubre, fui derecho a las oficinas de la Casa Arana para entrevistarme con don Julio, contarle lo que había sucedido en Puerto Colombia y exigir una reparación económica por los sueldos no percibidos y por la pérdida de mis herramientas, que eran todo mi capital de trabajo. Me recibió en su sobrio despacho y, debo reconocer, que era un hombre imponente y prolijo. Nunca se lo iba a encontrar en mangas de camisa, a pesar del calor, y su elegancia era proverbial. Le relaté los pormenores, sin omitir detalle, de todo lo que había presenciado en susposesiones, lo cual no pareció afectarle: su expresión, es decir, esos ojos negros que tenían el raro poder de perforar a su interlocutor, era de una asombrosa neutralidad, como si mis palabras no le produjeran efecto alguno. “A usted no lo conozco. Sus reclamos son inútiles”, fue lo único que me dijo el gran Julio César Arana. Por momentos, mientras le relataba los sucesos de Puerto Colombia, se revolvía como si no encontrara una posición cómoda. Creí que su inquietud se debía
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a mis revelaciones. Fui de una ingenuidad suprema: esa costumbre de moverse, en realidad, se la provocaba su atormentadora ciática. Pero don Julio no se quedaría con la última palabra en este asunto. Quedó atónito cuando desplegué sobre la mesa una declaración, firmada por ocho testigos, entre ellos nada menos que el contador, Augusto Salcedo, y uno de los propietarios, don Hipólito Pérez. El documento era lapidario: señalaba que, contrariamente a lo que estipulaba mi contrato, se me había ordenado cazar indios y que había perdido todas mis pertenencias, estando al servicio de la compañía. Don Julio, acaso presionado por mi empecinamiento, finalmente me preguntó qué quería. “Seis meses de salario, y una compensación económica por la pérdida de mis herramientas y objetos personales”, le dije. Permaneció pensativo, tal vez ganando tiempo al evitar una respuesta categórica. “¿Puedo pedirle un pequeño favor?”, preguntó. “Preferiría escuchar la versión de Cuéllar, con respecto a lo ocurrido en Puerto Colombia, que está próximo al llegar a bordo del Cosmopolita ”. ¿Cómo negarme a un pedido del hombre más poderoso de la Amazonía? Fue un grueso error, una imperdonable concesión. Pero no fue la cobardía lo que me llevó a hacerla. Me pareció hasta cierto punto razonable. El problema fue que pasaron dos meses y Cuéllar aún no había llegado a Iquitos. No me fue difícil averiguar el motivo de esa inexplicable demora: un empleado de la Casa Arana recientemente despedido me informó que don Julio le había enviado una nota a Cuéllar al Caraparaná, instándolo a que postergara su viaje hasta nuevo aviso. No me quedó otro recurso que recurrir a un abogado, y fue ahí donde cometí el segundo error, ya que es raro que, en el Perú, un letrado no se venda a quien más poder tiene. Visité al doctor Lanatta, llevándole toda la documentación en mi poder, y le ofrecí la mitad de la compensación que pudiera obtener de la Casa Arana. A los pocos días me citó. “Olvídese de esto y acepte lo que Arana le ofrezca. Es imposible batallar legalmente contra Julio César Arana”, fue su inesperado consejo. ¿Por qué ese repentino cambio? ¿A qué atribuir ese intempestivo desvío? A un motivo muy simple, que me hace maldecir a los abogados de Iquitos: se había aliado con don Julio y le había vendido toda mi documentación por veinte libras esterlinas. Fue quizá la furia, la imposibilidad de contenerme, el haber sido estafado, el manoseo de la palabra, de la buena fe, los que me impulsaron a dirigirme a las oficinas de la Casa Arana. Ninguno de los empleados se atrevió a interceptar mi avance hacia ese despacho al que bien conocía. Cuando me vio irrumpir en su escritorio, don Julio frunció el ceño y me contempló hierático. Su mirada, le asegu-
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ro, daba terror. Era como la de un animal acorralado. Pero nada hizo, sino escucharme. Luego, impasible, se dirigió hacia la caja fuerte y extrajo el equivalente, en soles peruanos, a quince libras esterlinas. ¡Quince libras por los trabajos que hice en ese infame río! ¡Quince libras por mis herramientas perdidas! Y, por si esto fuera poco, me aclaró que no lo hacía por obligación, sino como un regalo, ya que mi contrato no había sido legalizado por un escribano público, con lo cual carecía de valor. Conté deliberadamente uno a uno los billetes que había dejado sobre el escritorio y, sin pensarlo, sin dudar, sin tener en cuenta a quién estaba desafiando, los arrojé a sus pies. No los necesitaba, le dije, y le sugerí que los guardara para engrosar sus sucios millones, obtenidos gracias a los azotes que les aplicaban a los indios.
Para entonces, Walter Hardenburg ya tenía en su poder dieciocho testimonios certificados ante escribano público de personas que trabajaron para la Casa Arana en el Putumayo.
Walter Hardenburg escuchaba atentamente. Por fin existía un testigo de carne y hueso que relatara los horrores del Putumayo y del absoluto conocimiento que tenía de ellos Julio César Arana. Todo formaba parte de una macabra fachada, de la cual eran cómplices todos y cada uno de los miembros de la Casa Arana, o, para ser más exacto, de la Peruvian Amazon Company . Ahora sólo necesitaba que Aurelio Blanco, ante escribano público, ratificara esas declaraciones. Pero Blanco estaba curado de espanto en materia de abogados y escribanos; su experiencia en Iquitos con el doctor Lanatta le bastó para no ignorar que notarios y letrados se vendían al mejor postor. Si lo ratificaba ante un escribano y, luego, este vendía el documento a Arana, su vida podría acabarse en un instante. Para Walter, esa negativa debe de haber sido funesta. Haber viajado hasta Manaos, gastar parte de sus escasos ahorros, para volver con las manos vacías. Blanco lo autorizó a que utilizara sus declaraciones como más le conviniera, pero sin la presencia de abogados, ni de escribanos. No era exactamente lo que había venido a buscar y, por lo tanto, tenía que entablar alguna negociación, alguna evidencia de que no se trataba de declaraciones falsas. Necesitaba una garantía. Llegaron a un acuerdo: Blanco le escribiría una carta contando lo que había presenciado y se la enviaría a Iquitos. Walter Hardenburg ya nada tenía que hacer en Manaos. Se embarcó en el Yavarí , frustrado porque volvía con las manos vacías. Pero Blanco cumplió. Meses después, Hardenburg recibió en Iquitos una carta en la que el carpintero vertía los recuerdos de esa infame estadía en la selva.
Durante el resto de su permanencia en Iquitos, que se extendió hasta fines de mayo de 1909, Walter Hardenburg prosiguió con sus clases de inglés, enseñando a sus pupilos y alojándose en la casa de Guy T. King. Aparentemente, se había propuesto escribir un libro y estuvo preparando una suerte de esqueleto narrativo, recordando y trasladando al papel sus experiencias en el Caraparaná, recopilando testimonios de ex empleados de la Casa Arana certificados ante escribano público que coincidían en su narración de las atrocidades que se cometían contra los indios y algunos blancos. Llama la atención que haya permanecido tanto tiempo, y el argumento de que acaso estaba ahorrando para pagarse el pasaje de regreso a los Estados Unidos es poco convincente. En realidad, en sus planes jamás incluyó regresar a su país. Había puesto la mira en Londres, donde estaba la sede de la Peruvian Amazon Company y en el directorio británico que la integraba. Allí pretendía hacer llegar ––no sabemos bien cuál–– su libro o el material probatorio. Esta etapa de Hardenburg en Iquitos es quizá la más oscura y ambigua de su tránsito por el Amazonas. Si para mediados de 1908, como surge de las fechas de la mayoría de las cartas que le remitieron las víctimas de Arana, estas ya estaban debidamente certificadas por un escribano, no se entiende por qué prolongó hasta junio de 1909, es decir hasta un año después, su estadía. En cuanto a los recuerdos de su fatídica experiencia en el Caraparaná, podía escribirlos en Iquitos, en Youngsville o en el camarote de un barco. Lo único que tenemos claro es que su destino era Londres y que pensaba hacer públicas sus revelaciones sobre el Putumayo. ¿Por qué, entonces, permanecer tanto tiempo en el Amazonas? La primera sombra de sospecha es la carta que le envía el doctor Julio Egoaguirre ––abogado de Julio César Arana y alumno de Hardenburg–– a don Julio. En esta, como se señaló, le manifiesta a su cliente que el joven norteamericano exigía siete mil libras esterlinas por sus perdidas pertenencias. En caso de no recibirlas, y siempre según Egoaguirre, Hardenburg daría a conocer en Londres el resultado de sus investigaciones. El hecho de que el maestro y el alumno se encontraran dos veces por semana, tal vez haya permitido un clima de confianza en el que cupo la po-
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sibilidad de plantear un reclamo económico de tamaña magnitud. También Egoaguirre pudo haberlo sondeado para verificar cuánto sabía y si esa información tenía su precio. Son esta ambigüedad y algunos hechos que francamente lo incriminan en la figura del chantaje lo que hace tan difícil extraer conclusiones definitivas. La primera sombra que se proyecta sobre este pionero de los derechos humanos, es su inexplicable amistad con Julio Murriedas. Como señalamos anteriormente, este último fue quien publicó una carta en el primer número de La Sanción, destapando esa olla pestilente que luego se denominó Putumayo. ¿Quién era este Murriedas? Un español dipsómano y proclive a la juerga que vivía en Iquitos, sin ocupación. Por qué Hardenburg y él se volvieron inseparables sigue siendo un misterio. El hecho de que Murriedas hubiera escrito una carta a La Sanción y que le revelara a Walter otras atrocidades cometidas por la Casa Arana no justifica, de ningún modo, una amistad. Richard Collier da el poco convincente argumento de que Hardenburg “encontró en este jovial y obeso español al más divertido de sus testigos, al que más respondía a su causa”. Cabe también preguntarse por qué la policía de Iquitos los vigilaba tanto, y por qué hasta el propio prefecto de Loreto, Carlos Zapata, tenía información al respecto. Era inevitable, por otra parte, que en una ciudad tan pequeña como Iquitos esta flamante amistad no pasara desapercibida y que nadie haya advertido a Hardenburg que esa relación no lo favorecía. Tan íntimos se habían vuelto que Murriedas lo invitó una vez a conocer su pequeña plantación de caucho, río arriba, propiedad que terminó envuelta en una descarada estafa. El 21 de mayo de 1909, Walter había acumulado material no ya para escribir un libro, sino un tratado. La relación con su anfitrión, el cónsul Guy T. King, se había deteriorado no por la prolongada convivencia, sino por las entrevistas que su huésped mantenía en su casa con víctimas de la Casa Arana, lo cual era lo menos conveniente para sus funciones consulares ya que lo comprometían frente a las autoridades iquiteñas. Fue ese día cuando Hardenburg le reveló el material que había pacientemente obtenido a lo largo de meses y le preguntó si estaba dispuesto a remitírselo al embajador norteamericano en el Perú. King se negó. El 1 de junio, Walter presentó su renuncia como maestro de inglés en el Colegio Secundario Departamental de Iquitos, ante su director, Serafín Filomeno Peña, anunciando que partía a Londres. La compañía naviera Booth tenía vapores que partían desde Iquitos a Londres. Pero Har-
denburg decide embarcarse en el Yavarí , rumbo nuevamente a Manaos, una escala absolutamente innecesaria y, más sospechoso aún, sin motivos aparentes para dirigirse a esa ciudad. Pero aquí no terminan las “coincidencias” y, si las consideráramos tales, caeríamos en la misma ingenuidad de Richard Collier. Según la versión de este, el joven viajero se enteró en un casual encuentro callejero, dos días antes de que zarpara el barco, que en el mismo también viajaría su inseparable amigo Julio Murriedas, con destino a Manaos. Es inadmisible suponer que desconocía este hecho y, mucho menos, que Murriedas había vendido su plantación de caucho a otro español, Estanislao Bazán, que le había abonado con una letra de cambio por valor de 830 libras esterlinas. La letra de cambio, fechada el 6 de junio de 1909, había sido emitida por una prestigiosísima firma comercial de Iquitos, Wesche & Co., pero Murriedas esgrimió un argumento que pareció convencer a Hardenburg, en lo que sería el primer paso de una novela policial poco sólida: no le convenía negociar la letra de cambio en Iquitos, sino en Manaos, donde los descuentos eran inmensamente menores. Esa postergación tendría consecuencias que serían fundamentales para la trama, ya que Murriedas no tenía un centavo y Walter se ofreció a pagarle el pasaje hasta Manaos. El norteamericano le ofreció, además, veinte de las cuarenta libras esterlinas que había ahorrado. Según ese relato de los hechos, Murriedas, apenas cobrara la letra de cambio en Manaos, seguiría viaje con él hasta Pará, en la desembocadura del Amazonas, para continuar a Europa. Pero Walter Hardenburg no era crédulo, ingenuo, ni carecía de experiencia en la vida. Ambos partieron de Iquitos a bordo del Yavarí, y el 13 de junio arribaron a Manaos. Aquí se produce otro giro en el ambiguo sainete, ya que Walter quería alojarse en el Casino Hotel, y Murriedas en el Grand Hotel Internacional, el mismo en que se alojara el año previo el joven norteamericano. Una vez más, Hardenburg sucumbió a las solicitudes de Murriedas. No sólo terminó alojándose en este último hotel, sino que debió compartir la cama con el español, ya que el propietario del mismo alegó no tener más lugar. La supuesta ingenuidad de Hardenburg tendría más derivaciones. Walter llevaba una carta de presentación para un prestigioso colombiano, Justino Espinosa, que se alojaba en Manaos en casa del cónsul de Colombia. En cuanto se conocieron, Espinosa le narró todo lo que sabía acerca del Putumayo, de Julio César Arana, de testigos que habían padecido maltratos y habían presenciado los horrores: él había sido desalojado de la región y ahora, en Brasil, intentaba llevar a ca-
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bo proyectos comerciales. Si el joven norteamericano quería pruebas acerca del conocimiento de Julio César Arana de lo que verdaderamente sucedía en sus territorios, le bastaba con hojear un ejemplar del diario Jornal do Comercio, del 14 de setiembre de 1907. Cuando consultó el archivo del periódico, se encontró con un artículo titulado “Bestias con forma humana”, donde se denunciaban la misma clase de hechos que ya hemos mencionado. Las mismas flagelaciones, mutilaciones y muertes, relatadas por un sobreviviente colombiano, Roso España. Poco después, el periódico ––posiblemente debido a acciones legales de Arana–– se retractó de todo lo publicado. La estadía de Hardenburg en Manaos, narrada por Richard Collier, abunda en intrigas y reuniones secretas. El autor llega a asegurar que Julio César Arana se encontraba en esa ciudad moviendo maquiavélicamente los hilos, sobornando a directores de periódicos, mientras el joven ingeniero norteamericano era manipulado y hasta estafado por Julio Murriedas. Porque, siempre según la versión de Collier, Murriedas, momentáneamente impedido por las consecuencias de una formidable borrachera, no cobró la letra de cambio por 830 libras esterlinas que le extendiera Estanislao Bazán por la compra de su plantación a través de un documento de la firma Wesche & Co., de Iquitos, sino que prefirió endosarla con las palabras “Pagar a la orden del señor W. H. Hardenburg, por el valor recibido”. Y es aquí cuando surge la peor de las sospechas: ¿Quién sería capaz de endosar una letra de cambio de nada menos que 830 libras esterlinas y pedir que la cobre otro? ¿Por qué esperar hasta último momento (el barco zarpaba hacia Pará a primera hora del día siguiente) cuando es lo primero que debió hacerse al llegar? Además, cobrar un documento por ese monto no era tan sencillo, ya que alguien debería presentar en el banco al tenedor del mismo. Quién en Manaos se hubiera atrevido a introducir a Julio Murriedas, un borracho sin ocupación para que embolsara semejante suma de dinero. Entonces Hardenburg, como si no fuera un hombre que había conocido los rigores ––y horrores–– del Amazonas, sino un escolar sin malicia ni experiencia, decide cobrar él esa letra. ¿Quién podía presentarlo en el Banco do Brasil? ¿Por qué no recurrir a Justino Espinoza, tan amable y que le había suministrado la información que había publicado un diario local? El colombiano no opuso reparos y lo acompañó al banco. W.E. Hardenburg firmó la letra y se retiró con 830 libras esterlinas en el bolsillo. La ingenuidad de Collier es tal que llega a decir que, apenas Hardenburg llegó al hotel y se encontró
con Murriedas, le reclamó las veinte libras esterlinas que le había prestado. Es una versión ingenuamente melodramática. Es inexplicable que Walter, que parecía un perro sabueso en busca de información que comprometiera a Arana, no haya averiguado que en Manaos existía otro diario, el Amazonas , en la calle Itamaracá, y que durante su declaración, en 1913, ante la comisión del parlamento británico, haya insistido en ese desconocimiento. El problema fue que la Casa Arana recibió una carta, después de que Hardenburg publicara en la revista británica Truth en setiembre de ese mismo año las revelaciones del Putumayo. El membrete de la misma decía: “Oficinas de Amazonas, calle Itamaracá, Manaos”.
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Manaos, 16 de noviembre de 1909. Señores J. C. Arana & Hermanos Presente Señores: En respuesta a su carta de hoy, preguntándome si fui procurado en mi calidad de editor por un señor Hardenburg que pretendía hacer chantaje contra la Peruvian Amazon Co., de quienes son ustedes los representantes en esta ciudad, les diré: 1) En junio del corriente año, no recuerdo el día con exactitud, un hombre que se decía ser W. E. Hardenburg, americano, y que acababa de llegar del Putumayo, acudió a nuestra oficina durante mi ausencia y, en español, muy mal hablado, dijo a mi compañero, señor Balina, que tenía en su poder documentos muy comprometedores para la Peruvian Amazon Company Co., y que los vendería por Rs (reis) 9 1.500.000 moneda brasileña (cien libras esterlinas). Naturalmente, el señor Balina le dijo que no hacíamos negocios de esa clase, pero como el hombre insistiese, le hizo referencia a mi persona, pues yo podía extenderle y hacerme entender mejor.10 Al día siguiente, reapareció y me repitió su oferta, a lo que respondí prestamente que eso sería considerado chantaje y, por consiguiente, un crimen a los ojos de la ley. Un día después regresó nuevamente y pidió Rs 1.000.000 y, después, 500.000; naturalmente, sin otro resultado que la amenaza de informar a la policía, no habiendo regresado a nuestra oficina. Algún tiempo después, fui nuevamente procurado por un tal Castro
Díaz, quien dijo ser un agente de Hardenburg y quien me ofreció los documentos sucesivamente por Rs. 200.000 y 100.000. Cuando este hombre me pidió la última cantidad, me enseñó los llamados documentos, que creo son los que cita Truth en algunos artículos de la misma índole. Finalmente, el tal Castro Díaz me encontró una mañana en la calle y me dijo que Mr. Hardenburg partía para Nueva York y Liverpool, y me ofreció una última oportunidad de obtener los documentos por Rs. 50.000, lo que no acepté.
zónica. Pero su misma juventud, probablemente, lo lanzó a la desesperanza económica y eran preferible diez libras esterlinas a nada. Esto, claro, deber de haber ocurrido antes de cobrar la letra de cambio por 830 libras. Pero luego surgió ––y esto es indiscutible–– que la letra de cambio había sido falsificada, lo cual complica más a Hardenburg. Es imprescindible reproducir una carta enviada a las oficinas de Arana, en Iquitos, por Wesche & Co.: WESCHE & CO. Iquitos (Río Amazonas), Perú Iquitos, 4 de noviembre de 1909.
2) Si hubiera alguna cosa más a este respecto y que desean saber, tendré mucho placer en satisfacerlos. De ustedes, atto, servidor Lyonel Garnier Editor “Amazonas”
Señores Peruvian Amazon Company Presente Muy señores nuestros:
(El original de esta carta, escrita en inglés, tiene legalizada la firma del conocido publicista Lyonel Garnier, de nacionalidad británica, por el notario público de Manaos, señor Barroso de Souza; la firma de este funcionario está a su vez legalizada por W. Robilhard, vicecónsul de S.M.B. en la misma ciudad, con fecha 3 de enero de 1910.)
Se ha intentado hacer creer que esta carta, escrita por un editor británico, fue un contubernio entre él y Julio César Arana, para que W. H. Hardenburg apareciera ante los ojos del mundo como un chantajista. De ser así, es una pequeña obra maestra de la credibilidad. No sabemos, en primer lugar, qué motivos, necesidades económicas o principios éticos tendría Garnier para fraguar semejante mentira. Esta acusadora misiva revela más bien una desmesurada ansiedad de Hardenburg para hacerse de efectivo. Es muy fácil amenazar con la publicación de comprometedores documentos en Londres; pero acceder a un editor que los publique es difícil. Aunque Walter, como veremos oportunamente, lo logró. Pero en Manaos, en junio de 1909, le debe de haber resultado patético que allí, en el epicentro del despilfarro, donde se hacían millones de la noche a la mañana con el caucho, donde la moral era inexistente, donde podían comprarse sentencias judiciales y sobornar hasta el último de los funcionarios, él estuviera a punto de embarcarse hacia Europa con apenas cuarenta miserables libras esterlinas como todo fruto de una aventura ama-
Cumpliendo con sus deseos, nos es grato expresarles lo siguiente respecto de la letra falsificada número 6839. El 13 de julio pasado, fue presentada a nuestra casa en París una letra firmada por el que suscribe, llevando el número 6839 y que aparece ser girada en fecha 6 de junio próximo pasado a la orden de Estanislao Bazán, quien la endosó a W. E. Hardenburg; este la vendió a su vez al Banco do Brasil en Manaos, y este la endosó a Rothschild & Sons en Londres. Nuestra casa no la aceptó porque no estaba mencionada en nuestra carta de aviso y porque la apariencia de la fecha despertó sus suposiciones. Tenía razón, pues nosotros no giramos tal letra; nuestro número 6839 se refiere a un giro nuestro contra la casa Th. Brugman aquí. Tenemos la convicción de que el falsificador se ha servido de nuestro giro número 6831, libras 10, del 31 de mayo próximo pasado, a la orden de Escribano y Echeverría. En efecto, este giro 6831 no se ha presentado hasta la fecha en nuestra casa de París, y la persona que lo compró era desconocida por nosotros como lo es también el nombre a cuya orden está expedido. Por la tercera que nos mandó de Manaos, vemos que el falsificador ha expuesto toda la letra a un baño químico, quitando así todo lo escrito con excepción de la firma y de la indicación “pagadero en Londres”, con tinta roja.
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No conocemos ninguna persona con el nombre de Estanislao Bazán. Respecto a W. E. Hardenburg, sabemos por nuestra casa en Manaos que es él la persona quien vendió el giro al Banco do Brasil. Somos de ustedes siempre att. y S.S. pp. Wesche & Co. E. Strassberger
Si nos atenemos a lo estrictamente objetivo, el único dato cierto es que W. E. Hardenburg vendió al Banco do Brasil una letra de cambio por 830 libras esterlinas. Estanislao Bazán, como luego quedó demostrado, era inexistente. Alguien falsificó una letra de cambio, a través de un proceso químico para lograr su cobro. El resto constituye una maraña de subjetividades. Básicamente, las posibilidades son dos: la primera es que Murriedas y Hardenburg fueran cómplices de la falsificación y que se repartieran el dinero según porcentajes previamente pactados. La segunda, que Walter haya sido vilmente engañado y que, de buena fe, haya negociado la letra de cambio. Es difícil imaginar esa ingenuidad en un hombre a quien el dinero no le era para nada indiferente, que conocía los códigos amazónicos, y que se había perdido lo que bien pudo haber sido la oportunidad de su vida con la pérdida del cincuenta por ciento de la plantación cauchera La Reserva, en el Caraparaná, que le ofreciera su propietario, David Serrano. Defensores y detractores del norteamericano (en realidad, mucho más los primeros que los segundos) han omitido hechos innegables para transformar el asunto en una acuarela que sólo admite el blanco y el negro. En el Perú, los defensores de Arana ––pocos, ya que está casi olvidado actualmente–– se aferran a la idea de que fue un patriota insuperable y que nada sucedió en el Putumayo. Para ellos, lo que se publicó en la revista Truth fue una sarta de mentiras, escritas por un chantajista. Los defensores de Hardenburg, sostienen que fue una pobre víctima de un genocida. Ambas versiones no se excluyen y parece innegable que Arana fue un asesino y Hardenburg un chantajista. Cuando Hardenburg y Murriedas finalmente partieron de Manaos, el vapor en que iban, Ambrose (el mismo que tomó Eleonora Zumaeta cuando se fue a vivir a Biarritz), de la compañía naviera Booth, hizo escala en Pará, donde, increíblemente, se produjo otra estafa ––esta vez en 188
grado de tentativa–– al Banco do Brasil. Richard Collier, para justificar la inocencia de Hardenburg, crea una situación donde Murriedas, desde el momento mismo de la partida, cambia drásticamente de actitud: abandona la bebida, se distancia de su compañero de viaje y, al llegar a Pará, encuentra a viejos amigos y resuelve que no irá a España, como tenía previsto, sino al Matto Grosso donde le habían ofrecido trabajo. Lo que el autor omite es que Julio Murriedas intentó cometer otra estafa en Pará, tratando de negociar nuevamente una letra de cambio con el Banco do Brasil, pero fracasó y terminó en un calabozo. La sombra que se cierne sobre Hardenburg es su prolongada amistad con este delincuente. Pero, chantajista o no, Walter Hardenburg fue quien le reveló al mundo las atrocidades que se cometían en el Putumayo. Al llegar a Liverpool, el 17 de julio de 1909, atesorando esa invaluable do¿no será Londres? cumentación, se aprestó a una aventura mucho mayor, esta vez no en la selva impenetrable del Amazonas, sino en los laberintos del poder y del periodismo de la ciudad más importante del mundo.
N OTAS 1
Palabra que significaba, en términos generales, la captura de indios. Adjunta una larga lista de capataces de las secciones caucheras de Arana, donde figuran los más crueles, por ejemplo Víctor Macedo, Miguel Loayza y Armando Normand. 3 Período en el cual el indio recolectaba el caucho y lo entregaba. 4 Walter Hardenburg tradujo esta carta al inglés en The Devil’s Paradise, y, al no existir, en la actualidad, ejemplares de La Sanción, el autor la tradujo al castellano. 5 “El cronista tuvo pudor para mentar los nombres de las rameras que tomaron parte en esta orgía, a la que por sarcasmo se le da el nombre de banquete”, Los Procesos del Putumayo. 6 En la sección cauchera Matanzas, Armando Normand se especializaba en tomar de las piernas a los niños de pecho y estrellarles la cabeza contra un árbol. 7 El editor de The Devil’s Paradise, donde se publicó esta carta, prefirió omitir detalles escabrosos. 8 Aguardiente brasileño hecho con caña de azúcar. 9 Nombre de la moneda, en aquel entonces, en el Brasil. 10 El director del diario, Lyonel Garnier, era inglés. 2
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La ilusión europea
Londres, en 1909, tenía una poderosa fuerza centrífuga, como si atrajera ––sin capacidad de resistencia–– al resto del mundo. La Revolución Industrial había sentado las bases para que Inglaterra, a partir de un vasto imperio que le suministraba materias primas, fuera el eje del planeta. Sus industrias aún no había sido superadas por las de los Estados Unidos. Pensemos, al azar, en parte de lo que se fabricaba: barcos de todo tipo de tonelaje, incluyendo los que pertenecían a su legendaria Armada; automóviles y carruajes para todos los gustos; telas de calidad y textura insuperable; platería, como la Sheffield, o porcelana como la Wedgwood, por nombrar las más conspicuas; herramientas pluscuamperfectas; locomotoras, vagones y rieles que establecieron verdaderos dominios ferroviarios en la India y en Sudamérica. Ni hablar de su industria pesada, si nos referimos al hierro, al acero, o al carbón;´ni de la crianza de los animales de raza que poblaron las pampas argentinas. Sería imposible enumerar todo lo que construía esa gigantesca fábrica que era, en suma, una isla no demasiado grande en términos geográficos, pero con un poderío desmesurado. No había monarquía tan prestigiosa como la británica ni, desde la época de Catalina la Grande de Rusia, en el siglo XVIII, había existido una reina ––y emperatriz de la India–– como Victoria. Rule Britannia, no sólo era una canción marcial, sino una realidad absoluta en términos políticos y económicos. No es de extrañar, pues, que la capital del mercado del caucho fuera Londres, lo cual significó que Julio César Arana del Águila Hidalgo debió elegir esa ciudad para vivir con su familia. La Peruvian Amazon Company , con directorio formado en su mayoría por ingleses, tenía sus oficinas en Salisbury House, London Wall, en pleno centro financiero londinense, y carecía de sentido que Eleonora y sus hijos permanecieran 190
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en Biarritz, lo que propiciaba una separación casi permanente. Para la familia Arana, mudarse a Londres no era asunto menor. Biarritz era una suerte de isla cosmopolita, abierta a cualquier extranjero rico, y el hecho de ser sudamericano no era causal de discriminación. Ya hemos visto que argentinos y chilenos, favorecidos por el fabuloso precio de la carne, los cereales y los minerales, habían adquirido deslumbrantes villas y se empecinaban en parecer europeos. No era el caso de los Arana, que nunca trataron de sofisticarse hasta el punto de introducir obsesivamente galicismos en su diálogo. La simpleza amazónica nunca los abandonó. Pero ahora debían dejar Biarritz y mudarse con hijos y servidumbre a una verdadera metrópolis, donde las reglas eran otras. Se instalaron cerca de Kensington Gardens, en el número 42 de Queen’s Gardens, en una soberbia casa de tres pisos con catorce personas de servicio. En Londres, era la época eduardiana y los cambios en las costumbres, en el estilo y en la moral habían sido notables. Después de sesenta y cuatro años de reinado de Victoria, que falleció en 1901, las corrientes modernistas que ya se venían observando desde mediados de la década de 1890, rompieron todos los diques de contención, en particular en las clases dominantes. Eso se debió en gran parte al breve reinado de Eduardo VII ––bisabuelo de la actual soberana, Isabel II––, que subió al trono en 1901 y reinó hasta 1910. El período eduardiano se extendió más allá de la muerte del monarca, hasta 1914, cuando se produjo otro deceso: el de la belle époque , caracterizada por extravagancias y excesos. La reina Victoria había representado todo lo que la burguesía británica admiraba ––y necesitaba–– para consolidarse. Un matrimonio impecable, sin mácula de escándalo, feliz, con numerosos hijos, y una reina que parecía más un ama de casa que una soberana. Los códigos morales eran absolutamente rígidos. Hubiera sido inimaginable que Buckingham Palace, Windsor o Balmoral albergaran a nuevos ricos, o a personas que hicieran alarde de su riqueza. El diálogo sofisticado, la ironía, el doble sentido o los chistes de salón no formaban parte de esa corte.We are not amused ––célebre comentario de Victoria ante un alto funcionario que quiso ser gracioso–– pasó a ser una filosofía burguesa. Tampoco estaba amused con la conducta de su hijo, el príncipe de Gales, o Bertie, como lo llamaban sus íntimos. La reina lo creía incapaz de gobernar. Jamás le concedió responsabilidades de Estado, aun cuando era un hombre en edad madura. Si para Victoria ––antes y después de haber enviudado del príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha–– la felicidad equivalía a estar 192
en familia, asistiendo ocasionalmente a alguna función de teatro que se organizaba en el castillo de Windsor, o cabalgando por los bosques de Balmoral, para su hijo era otra cosa. Viajaba permanentemente a París, donde se hizo célebre por sus amoríos y por su inveterado espíritu de gourmet; derrochaba el dinero; tenía una amante oficial, la señora Keppel, lo cual no parecía incomodar a su mujer, la princesa Alexandra y, para horror de su madre, fue testigo en un caso de divorcio, asistiendo a una corte de justicia londinense. Victoria jamás se lo perdonó. Eduardo VII tiñó esta era con sus excesos y las clases altas británicas actuaron por identificación proyectiva, es decir, copiando al monarca. La conjunción de una larga trayectoria como Príncipe de Gales, excluido de toda función oficial por su implacable madre, y el comienzo del siglo XX, con asombrosas innovaciones técnicas, permitieron el nacimiento de la era eduardiana. Si hubiera reinado Jorge V, nieto de Victoria e hijo de Eduardo VII, jamás se hubieran permitido semejantes licencias. El problema fue que Bertie, o Tum Tum, para sus amigos, era un pecador incorregible. Su iniciación sexual se debió a la instigación desplegada por sus compañeros del Cuerpo de Granaderos, en Curragh, Irlanda, donde estaba destinado durante su ausencia de la Universidad de Oxford. La favorecida fue una aspirante a actriz, Nellie Clifton, introducida de contrabando en el cuartel. Victoria y su padre, el príncipe Alberto, se enteraron de esta aventura y tampoco se lo perdonaron, sobre todo porque, pocas semanas después, en 1862, fallecía Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, príncipe consorte. Por si esto fuera poco, a mediados de la década de 1870 conoció a Lillie Langtry y, aunque esta era casada, no tuvo vergüenza alguna de pasearse con ella en carruaje por los parques de Londres.
Pero en 1909, la anciana reina ––y la vieja Inglaterra–– llevaba muerta ocho años y en Londres se respiraban otros aires que, por cierto, le sentaban bien a Julio César Arana, amante de la buena ópera y de la comida excelsa. Quizá sea necesario recrear ese escenario donde vivían los Arana que, aunque no tuvieron contacto con las clases dominantes, era inevitable que estuvieran al tanto de las nuevas costumbres. ¿Por qué en la Inglaterra eduardiana no se podían tener amantes? Después de todo, el propio rey las tenía. Era un monarca permisivo con su propio entorno, integrado por todos aquellos que exhibieran más riqueza que nobleza, capaz de caer sin avisar a cualquier fiesta londinense, o de asistir a 193
una cacería donde en un solo día se mataron mil trescientas aves. Siempre, claro, que estuviera invitada su amante de turno. El mundo en el cual eligieron vivir Julio César y Eleonora Arana era demasiado deslumbrante para que les pasara desapercibido y eso se reflejó en su vida doméstica. Los Arana tuvieron que vivir en ese Londres que, curiosamente, tenía puntos de contacto con la primitivísima Iquitos. El Amazonas tenía más relación con lo eduardiano que con lo victoriano. El exceso y el dinero son el mejor ejemplo, y ambos abundaron en Manaos y en Iquitos. En el Londres de comienzos del siglo XX, hasta los rígidos códigos sociales era excesivos. El salto de la moral victoriana a la eduardiana había sido cuántico. El adulterio, para ambos cónyuges, era altamente recomendado, siempre y cuando pasara desapercibido. Pero, claro, estaban las convenciones, acaso más rígidas que en la corte de Versalles. Lo que se podía y no se podía decir durante las comidas, a la hora del té, en las carreras de caballos, en los grandes bailes ––el que se realizaba anualmente en el Buckingham Palace, denominado Court Ball, era el paradigma de la etiqueta––, en loscountry houses cuando se practicaban juegos de salón, conformaban un voluminoso código de permisos y prohibiciones. Julio César Arana se instaló en Londres durante el apogeo de esta era y no eligió ni una casa de campo, ni una sobria residencia en los suburbios con su correspondiente jardín. Optó por una casa en la sofisticadísima calle Queen’s Gardens, alquilada con todo su mobiliario y, para seguir con la moda de la época, tenía catorce personas de servicio. Posiblemente, en Iquitos, el personal habría sido más numeroso en lo que a cantidad respecta, aunque no en calidad. Una de sus hijas, Lily, que luego casó con Pedro del Águila Hidalgo, de Iquitos, solía comentar que, en Londres, cada hermana tenía su propia institutriz; cuando regresó al Perú para instalarse definitivamente, al principio no les hablaba a sus nuevas amigas porque ninguna dominaba ni el inglés ni el francés. La residencia de 42 Queen’s Gardens fue una extraña mezcla de dos culturas: la europea y la amazónica. Las niñas ––Alicia, Angélica y Lily–– tenían institutrices que les enseñaban no sólo los idiomas sino también los complicadísimos modales. Gladys Holliday era la gobernanta inglesa; Marthe, la francesa. Las señoritas Arana ya hablaban ese idioma por haber vivido tantos años en Biarritz. Imaginemos a Gladys cuando practicaba un rito nocturno imprescindible para las niñas y señoritas: el cepillado de pelo. El cabello largo denotaba virginidad: durante un tiempo prolonga194
do, la institutriz les habrá cepillado una y otra vez el pelo que llegaba a la cintura, mientras en su impecable inglés les hablaría de la vida y de las buenas costumbres.“No, my dear, that’s highly improper for a young lady” debe haber sido la respuesta casi mecánica a algunas preguntas. También, “Little children should be seen, and not heard ”, proclamado ante el mínimo alzamiento de la voz. Y, si las niñas y los varones, Julio César y Luis, se ponían demasiado excitados después de cenar, tronaba una orden inapelable: “ Now, children, say good night to papa and mama and run along to your rooms ”. El matrimonio Arana no pudo trasladar todas sus costumbres amazónicas al corazón de Kensington. Pero Julio César tuvo la insólita iniciativa de llevarse consigo a Londres a un joven indio huitoto, Juan Aymena, arrancado de las entrañas de la selva, e inscribirlo en el Margate College , en Kent. Quería que estudiara medicina y convertirlo en el primer médico huitoto. Sus hijas Angélica y Lily, como correspondía a una familia católica y latinoamericana, estudiaban en el Convento del Sagrado Corazón , en Highgate. Una de las pocas concesiones que otorgó a su educación amazónica fue llevar a su cocinera de Iquitos, Rosalía, para que le preparara dos de sus platos favoritos: Pollo soufflé a la peruana y Bananas al horno con queso y manteca . El buen menú, amazónico o europeo, era primordial para Arana. Pensemos en algunos de los que integraban el directorio de la Peruvian Amazon Company , e imaginémoslos, junto con sus respectivas mujeres, sentados a la mesa del imponente comedor de los Arana. John Lister Kaye, un baronet (título nobiliario menor) relacionado con la gente groom in waiting más elegante de Londres era vez a la semana) del rey Eduardo VII; John Russell Gubbins era esquire, otra suerte de título menor, y Henri Bonduel, un prominente banquero francés. También integraba el directorio el barón de Sousa Deiro, presidente de Goodwin, Ferreira Company Ltd., posiblemente portugués, ya que la colorida corte tropical de don Pedro II, de Brasil, había desaparecido hacía veinte años. Una cena eduardiana podía consistir en una exótica combinación de platos bien diferente a la que se servía en un banquete victoriano. Así y todo, hubiera sido inimaginable recibir a estos encumbrados caballeros sirviéndoles Bananas al horno con queso y manteca. En este escenario deslumbrante, Julio César Arana sintió que había tocado el cielo con las manos. Tenía cuarenta y cinco años, era amo y 195
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señor de un imperio en el Putumayo, había formado una compañía británica y el dinero de la venta del caucho le llovía como maná del cielo. Había alcanzado las máximas alturas a las que podía aspirar un hombre de negocios: una familia y una gran fortuna obtenida con descomunales esfuerzos. Acaso, en alguna noche en que Eleonora y él quedaban solos en el inmenso caserón, mientras los niños y el servicio dormían, habrá recordado junto al fuego de la chimenea los días de Rioja y Yurimaguas, la casa de Lamas, y se habrá alegrado de que hubieran terminado para siempre los largos recorridos por la selva como aviador, trabajo que siempre había detestado. Londres le ofrecía lo que siempre había soñado para su familia: cultura, refinamiento, educación, grandes negocios. Y estaba Convent Garden, al cual habrá asistido en varias oportunidades con su mujer. Llama la atención que a un vendedor de sombreros de paja, luego convertido en aviador y, por último, en cauchero, le gustara la ópera y poseyera la más importante biblioteca del Amazonas. Esto hay que atribuirlo, exclusivamente, a Eleonora. Había estudiado el magisterio en Lima y tuvo la oportunidad de acceder a una cultura que en Rioja no existía. Iquitos, sin embargo, siempre estaba presente: Arana jamás renegó de sus orígenes amazónicos ni de su familia. En su casa se alojaban, cuando paseaban por Europa, la hija de Pablo Zumaeta, Elena, y hasta su misma hermana, Petronila. A diferencia de la sociedad eduardiana, que tal vez creyó que los esplendores durarían eternamente, Julio César Arana veía nubarrones amenazantes. Es cierto que algunos se habían disipado: al haber constituido una sociedad británica, ya no temía que si Perú cedía el Putumayo a Colombia su empresa se viera afectada. Pero el caucho comenzaba a dar sus frutos en Malasia, a partir de las semillas de hevea brasiliensis sustraídas del Amazonas que medraron en los jardines botánicos de Kew Gardens. Ese robo descarado ––según los brasileños––, esa aventura que burló todos los controles aduaneros, fue el arma que, finalmente, derrumbaría su imperio.
La proeza del inglés Henry Wickham, que en 1876 logró sacar del Brasil setenta mil semillas de hevea brasiliensis para depositarlas sanas, salvas y germinadas en Inglaterra ––de donde luego emprenderían viaje a latitudes orientales–– puede inscribirse en el más auténtico género de 196
aventuras. Algunos autores afirman que se trató de un robo; otros, que las semillas salieron del puerto de Pará, en la desembocadura del Amazonas, después de realizarse un convencional trámite aduanero. Wickham escribió acerca de este notorio suceso treinta años después de haber ocurrido, de modo que cabe dudar de la precisión de su relato. Tras la independencia de las repúblicas sudamericanas a lo largo del siglo XIX, los naturalistas comenzaron a llegar al Amazonas. Vivían su apogeo y eran mayoritariamente ingleses ––Richard Spruce, Clements Markham, Alfred Wallace, entre otros–– ya que las nuevas repúblicas sudamericanas, a diferencia de los gobiernos coloniales, no opusieron reparos al ingreso de científicos extranjeros. Las primeras semillas trasladadas fueron de cinchona officinalis , árbol de cuya corteza se extrae la quinina. Richard Spruce seleccionó cien mil semillas de cinchona que Clements Markham hizo salir de Ecuador por el puerto de Guayaquil. En 1879, casi veinte años después de esta odisea, la quina florecía en las montañas Nilgiri, en la India, en una superficie que superaba las dos mil hectáreas. La cantidad exportada ese mismo año fue de doscientos cuarenta toneladas. En defensa de Spruce, podría alegarse que la quina era una materia prima que se utilizaba únicamente para fines terapéuticos (lo que no fue del todo cierto, ya que a mediados del siglo XIX se lanzó al mercado el agua tónica de quinina) y que las autoridades ecuatorianas carecían de una política conservacionista, lo cual equivalía a que, en un futuro no demasiado lejano, esta especie desapareciera. Pero el caucho estaba lejos de ser una materia prima terapéutica. Su utilización en la guerra de Crimea, en la de Secesión Norteamericana y en la Franco-Prusiana en lo que a armamentos y equipos respecta, le otorgó un valor hasta entonces inexistente. El imperio británico, naturalmente, se interesó por ese valioso insumo. Durante sesenta años, Gran Bretaña había dependido del Ficus elastica, especie que abundaba en las llanuras pantanosas del río Bramaputra, pero la imposibilidad de trasplantarlo a otras latitudes, forzó a funcionarios gubernamentales a otear otros horizontes. En el Congo existía una variedad de alto rendimiento, la Landolphia , una liana, pero los belgas habían llegado antes; en el nordeste brasileño, crecía la variedad Ceará, un pariente lejano de la mandioca, y en México y el Caribe abundaba la Castilla elastica . Estas eran algunas de las más de cien especies de plantas cauchíferas del mundo, ¿por cuál decidirse? Como siempre ocurre en la historia lo inesperado, la circunstancia imprevista que permitió transformar la economía de un 197
país y, en este caso, destruir la de varios. Aunque esta vez, se trató de un hombre y no de un hecho.
Henry Wickham, hijo de una humilde confeccionista de sombreros y de un procurador londinense que falleció cuando él tenía cuatro años, llegó a protagonizar una de las aventuras más rentables para su país. En su juventud, Wickham no mostró ambiciones profesionales definidas más allá de un intrínseco espíritu de aventura y una notable habilidad para el dibujo. La búsqueda de lo exótico lo llevó, desde muy joven, a remotas junglas en Nicaragua y Venezuela, hasta llegar al río Orinoco y, por último, al Amazonas. Se estableció en Santarém, sobre el río Amazonas en territorio brasileño, con su madre y su prometida, Violet, que ya había cumplido los veintisiete años. En 1872 publicó su primer libro, Rough Notes of a Journey Through the Wilderness from Trinidad to Pará, Brazil, by way of the Great Cataracts of the Orinoco, Atapabo and Rio Negro (Apuntes de un viaje por zonas salvajes de Trinidad a Pará, a través de las Grandes Cataratas del Orinoco, Atapabo y Río Negro) . Era un borrador confuso e impreciso, pero tenía un valor incalculable: Wickham había descubierto el caucho y logró, después de innumerables peripecias, sangrarlo. El 8 de enero de 1869, había sangrado los primeros cien árboles, aunque ––según escribió–– el rendimiento había sido pobre y lo atribuyó a que los árboles aún tenían frutos que estaban verdes. Era inevitable, por otra parte, que “las fiebres” atacaran al grupo que lo secundaba, lo cual se tradujo en una recolección mínima. La aparición de su libro excitó la ambición de Joseph Hooker, director de Kew Gardens quien, poco tiempo antes, había recibido del Amazonas una partida de semillas de caucho, enviadas por un señor Farris, de la cual sólo siete germinaron. Sobrevivían a duras penas en los invernaderos destinados a la flora tropical. Nadie había dibujado la hoja y el fruto de esta materia prima, salvo ese inglés que vivía en el Amazonas, con quien Hooker inició una prolongada relación epistolar. En sus cartas, Wickham insistía en que el caucho podía trasplantarse a otras regiones, algo que era considerado poco menos que utópico. Algunos autores sostienen que Wickham viajó a Inglaterra para reunirse con Hooker. Hooker le propuso a Wickham que recolectara semillas y las enviara a Inglaterra. Este quiso saber cuánto se le pagaría por sus esfuerzos. Pasaron catorce meses y recién en 1874 llegó la respuesta: sus honora198
rios serían diez libras esterlinas por cada mil semillas. En una carta que le envió a Joseph Hooker, en octubre de 1874, Wickham dice: “A pesar de que la suma que me han ofrecido me parece sumamente adecuada, ustedes se darán cuenta de que no será suficiente para pagar mi traslado a las regiones más provechosas sólo para recolectar semillas en pequeñas cantidades. Si me pudieran garantizar un número considerable de las mismas, estaría preparado para recolectar las mejores, en las zonas más apropiadas, para luego despacharlas”. La respuesta tardó seis meses en llegar. Pero era un óptimo comienzo, ya que le solicitaron que recolectase diez mil. A partir de esta oferta, comenzó la aventura amazónica que, al cabo de cuarenta años, destruiría el imperio de Julio César Arana en el Putumayo y transformaría a Inglaterra en el principal productor de caucho: el Amazonas, la hevea brasiliensis , los millonarios y el despilfarro se derrumbaron de la noche a la mañana, como un castillo de naipes. La tarea de Wickham fue titánica. Recolectar esa cantidad de semillas y enviarlas a Kew Gardens desde Santarém, un oscuro puerto sobre el río Amazonas, pasó a ser su obsesión. El primer paso a dar tras encontrar las semillas era seleccionar las mejores. El 6 de marzo de 1876, escribió una nota para enviársela a Hooker, desde el río Tapajós. “Ahora estoy recolectando semillas en este río, poniendo cuidado en elegir sólo aquellas de óptima calidad. Espero partir pronto a Inglaterra con un cargamento significativo.” Era una mera expresión de deseos pues los obstáculos eran muchos: ¿cómo acondicionar las semillas? ¿dónde hacerlas germinar? ¿en qué barco enviarlas? y, lo peor, ¿cómo atravesar la temible barrera aduanera brasileña en Pará? Entonces se produjo un hecho inesperado que terminó dando una vuelta de tuerca a su misión. El capitán del S.S. Amazonas, un vapor de 1.057 toneladas, de la Inman Line, que, en 1876, inauguraba la línea Liverpool al Alto Amazonas, decidió homenajear a los pocos británicos que vivían en ese puerto selvático. Debido a que carecía de un muelle adecuado, el capitán Murray envió los correspondientes botes para recoger a los homenajeados. Imaginemos la perplejidad y la satisfacción de los escasos plantadores europeos de la zona, ante ese ––para ellos–– inmenso barco, todo iluminado, flotando en las densas aguas del río Amazonas como si se tratara de una visión fantasmagórica. Cenaron en el gran salón comedor y habrán paladeado los viejos sabores de su tierra, el vino de cepas nobles, matizados por los pesados cubiertos de plata y las copas de cristal. Entre los invitados estaba Henry Wickham y, en aquella noche que por unas horas 199
recreó un restaurante londinense en medio del trópico, ni se le ocurrió asociar sus semillas con ese barco. De hecho, seguían germinando y, con seguridad, vivía atribulado pensando cómo haría para enviarlas a Kew Gardens sin que se deteriorasen. El vapor, al día siguiente, prosiguió río arriba, y pasó a ser sólo un buen recuerdo de una noche europea en el Amazonas. Pero, a principios de marzo, llegaron a Santarém noticias imprevistas: el S.S. Amazonas estaba fondeado en la rada de Manaos ––los derechos de puerto suelen ser extremadamente caros–– y el capitán Murray estaba al borde del colapso. ¿Qué había sucedido? Los dos señores que tan amablemente habían atendido a los invitados aquella noche a bordo, los supercargoes, es decir, los encargados de las mercancías que transportaba la embarcación, las habían vendido clandestinamente y desaparecieron con la abultada suma que les deparó la venta. Murray no tenía con qué adquirir el caucho que debía transportar a Inglaterra, con lo cual quedó varado ¿Cómo iba a imaginar que esos dos hombres resultarían ser un par de delincuentes? Le dijeron que fondeara en la boca del Río Negro y ahí los esperó hasta que tomó conciencia de que se habían escabullido en Manaos con los bolsillos llenos. Henry Wickham, en cambio, descubrió que era la oportunidad de su vida: le envió un mensaje al capitán Murray, proponiéndole un encuentro en la desembocadura del Tapajós con el Amazonas, cerca de Santarém. Se proponía arrendar el barco en nombre del gobierno de la India. El marino levó anclas y se dirigió a todo vapor hacia ese lugar. Mientras el S.S. Amazonas se deslizaba río abajo, Wickham ordenó y recolectó setenta mil semillas ––y aquí intervino la suerte–– de la mejor clase de caucho, la hevea brasiliensis , que surgieron de las flores de ese árbol de treinta metros de altura. Fue una tarea contra el reloj, extremadamente complicada. Pero era un aventurero de raza y sorteó cada obstáculo, encontrando soluciones a dificultades superlativas. Imaginemos colocar setenta mil semillas frágiles y aceitosas en cañas de calamus partidas a lo largo por la mitad, para depositarlas, en capas sucesivas, sobre hojas disecadas de bananas salvajes, y se podrá comprender su obstinación, su férrea voluntad para cumplir con el compromiso que había asumido ante el director de Kew Gardens. En sus registros de aquellos días febriles, escribió tres veces en su diario “No tengo tiempo que perder”. Tampoco lo tenía el capitán Murray, que acudió presuroso a ese encuentro salvador. Las semillas fueron colocadas en proa y en popa en pe-
queñas canastas y, cuando Wickham consideró que todo estaba bajo control, el trasatlántico soltó amarras y se dirigió corriente abajo hacia el peor de los obstáculos: la aduana de Pará. Esta ciudad que, en la actualidad, se llama Belém, se encuentra en el brazo oriental del río Amazonas al dividirse en dos en la isla de Marajó. Era el epicentro del mercado del caucho y estaba atestada de barcos y de funcionarios aduaneros. A pesar de no existir disposiciones expresas que impidieran la exportación de semillas de caucho, era de suponer que las autoridades no dejarían pasar semejante cargamento sin los trámites farragosos propios de la burocracia latinoamericana, lo que podría terminar acabando con la vida de las setenta mil semillas tan dificultosamente recolectadas. Treinta años después, Henry Wickham recordaría aquella noche de incertidumbre en el puerto de Pará.
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Pero, nuevamente, la fortuna me favoreció. Tenía un amigo en el lugar indicado, el cónsul británico Thomas Shipton Green. Comprendió plenamente el espíritu de la misión y me acompañó a entrevistarme con el barón de S., jefe de la Aduana, apoyándome en todo momento mientras le expresaba a su Excelencia mi dificultad y ansiedad por ser el responsable de especies botánicas extremadamente delicadas almacenadas a bordo, con la expresa misión de ser entregadas en los Jardines Reales de Kew, propiedad de Su Majestad Británica.
La diplomacia que desplegó el cónsul Green y el hecho de que elS.S. Amazonas estuviera fondeado en el río con las calderas funcionando, lo cual daba una imagen de urgencia, terminaron motivando que el jefe de la Aduana de Pará firmara el correspondiente despacho. El barón de S. había rubricado la sentencia de muerte del Amazonas. De no haber salido las setenta mil semillas del territorio brasileño, la historia del caucho hubiera sido otra, si bien tarde o temprano la región hubiera perdido su supremacía, ya fuera porque surgieron plantaciones en otras latitudes, o porque se había desarrollado un producto sintético. Pero el haber alcanzado el mar abierto, no significó que los problemas de Wickham hubieran concluido. Eran quince días de navegación hasta Liverpool, con un drástico cambio de clima, aunque algo favorecido por el inminente verano boreal, y había que preservar a las semillas: las ratas de a bordo y una mala ventilación podían acabar con ellas. De todo se ocupó y, al llegar a El Havre, el 9 de junio, envió un telegrama a Joseph Hooker, sugiriéndo-
le que tomara los recaudos necesarios para recibir el cargamento. Hooker ordenó que se enviara un tren nocturno a Liverpool para recibir al barco. Decenas de frenéticos jardineros prepararon los habitáculos que albergarían a estas gemas selváticas, desalojando del invernadero A17 innecesarias orquídeas, hibiscos y cuanta otra planta tropical había. Wickham aprovechó el tren donde viajaban sus preciosas semillas y partió hacia Londres, donde llegó en la madrugada. Se dirigió directamente a Kew Gardens, se plantó frente a la casa de Hooker y arrojó con suavidad pequeñas piedras a la única ventana iluminada. La perplejidad del director no tuvo límites al contemplar a un hombre cubierto por un amplio sombrero tropical, sosteniendo en su mano una vieja valija Gladstone. Con el correr de las semanas las semillas se transformaron en pequeñas plantas; para fines de julio, 1.919 plantines estaban listos para ser trasplantados al Jardín Botánico de Peradeniya, en Colombo, Ceilán (en la actualidad, Sri Lanka). Fueron primorosamente colocados en cajas Ward, que eran selladas, de vidrio y su propia humedad condensada funcionaba como sistema de riego. El 12 de agosto de 1876 partieron del puerto de Londres, a bordo del Duke of Devonshire , traslado que fue supervisado por el jardinero William Chapman. El costo total del operativo que terminó por darle a Inglaterra el dominio del mercado mundial del caucho, ascendió a la ridícula suma de mil libras esterlinas, 4 chelines y dos peniques. En realidad, contrariando todas las reglas de la dramaturgia, la odisea del caucho tuvo un primer acto con final feliz, y, de haberse llevado al escenario, adolecería de una imperdonable falta de técnica, debido a que quitaría todo posterior desarrollo y desenlace. Porque hubo un segundo acto, mucho más dramático y lento que se desarrolló en el Lejano Oriente. Henry Wickham había cumplido la primera parte de la tarea. Decidió probar suerte en Australia, en la región septentrional de Queensland, donde se dedicó a cultivar café y tabaco, con desastrosos resultados. Perdió hasta el último penique de las mil quinientas libras esterlinas que había ganado con las semillas de caucho. Dejó algunas instrucciones acerca del trasplante de la hevea brasiliensis que, como veremos, no fueron tenidas en cuenta. La creencia, por cierto errónea, era que este árbol podría desarrollarse óptimamente en regiones pantanosas, acaso porque el Amazonas está surcado por innumerables ríos. Desdeñando las advertencias de Wickham, se plantaron las heveas recién en 202
1888, es decir, doce años después, en las proximidades del río Kalu Ganga, en Sri Lanka, una región de lluvias torrenciales y frecuente anegación. No sobrevivió ni una. A todo esto, en Manaos, nadie le dio la menor importancia a este robo ¿Ceilán? ¿Caucho en una remota isla frente a las costas de la India? Equivalía poco menos que haberlo plantado en la luna. Para qué preocuparse. Mientras los millones de libras esterlinas llovieran sobre la ciudad, a sus habitantes poco les importaba. La falta de información, con su consecuencia directa, la ausencia de interés por parte de los plantadores, hizo perder tiempo a una industria que pudo haber comenzado mucho antes. En efecto, existía un concepto inexacto: según la costumbre sudamericana, una vez que se sangraba el caucho; había que esperar meses o años para volver a hacerlo; esto, por supuesto, hacía que el negocio fuese poco rentable. Ningún plantador estaba dispuesto a reemplazar cultivos tradicionales por una aventura ruinosa. Pero surgió un hombre absolutamente convencido de la rentabilidad del caucho y también de que el lugar indicado para plantarlo no era Ceilán, sino Malasia. Henry N. Ridley se había formado en Kew Gardens y no ignoraba que, para que el caucho se transformara en una materia prima rentable, en primer lugar, había que hacer crecer los árboles; luego, saber extraer el látex; por último, persuadir a los plantadores de que apostaran a este producto. Lo primero que demostró y que fue el pivote de su resonante victoria, es que la hevea no necesitaba sangrarse cada muerte de obispo, sino que se podía hacer hasta con árboles plantados hacía solo cuatro años. El secreto era cómo hacerlo. Descubrió que sajando el tronco en forma de espina de pescado, el rendimiento se transformaba en diario, sin que perjudicara al árbol. En 1895, logró que dos plantadores de café de Malasia, Douglas y Ronald Kindersley, destinaran una modesta hectárea a las heveas, que se desarrollaron sin sobresaltos. Doce años después, había diez millones de árboles de caucho en Malasia. En 1906, el sudeste asiático produjo 577 toneladas de caucho; en 1920, 304.671 toneladas. En 1906, el caucho amazónico y africano alcanzó, en materia de exportaciones, las 62.004 toneladas; en 1920, cayeron a 36.404 toneladas. En definitiva, esto y no otra cosa fue lo que derrumbó el imperio de Julio César Arana.
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Si Londres, económicamente, era el eje del mundo, Liverpool era el gigante portuario. A sus muelles llegaban materias primas de todo el planeta, y de allí partían transformadas en productos manufacturados. A ese puerto, concretamente a Queen’s Dock, llegó Walter Hardenburg, el 17 de julio de 1909, a bordo del Ambrose , con unas pocas libras esterlinas en el bolsillo, un abultado legajo sobre las atrocidades del Putumayo y la esperanza de que algún medio periodístico revelara al mundo sus investigaciones. Sus expectativas deben de haber sido altas. Mientras el tren que lo conducía a Londres se deslizaba por la ondulada campiña inglesa, habrá pensado cómo dar sus primeros pasos. En la capital había diarios, revistas y editoriales que podían tener interés en publicar lo que el mundo ignoraba y, acaso impulsado por su extrema juventud, creyera que se trataría de una tarea relativamente fácil. Se instaló en Sandwich Street en una pensión atendida por sus propietarios, el matrimonio Graham. El barrio no era atractivo, debido a su proximidad con dos estaciones de tren, Euston y St. Pancras, pero estaba cerca del centro, a un paso del British Museum y de Bloomsbury. Iba a permanecer siete meses en Londres y, aunque sus recursos económicos eran limitados y poco quedaba de los trescientos dólares que le había enviado su padre, todavía conservaba cuarenta libras esterlinas, suma considerable para una persona joven, si se tiene en cuenta que un mayordomo ganaba sesenta libras al año. Ese dinero le daba cierta libertad de acción, lo cual no impidió que se pusiera en campaña de inmediato. Paternoster Row ––paradójicamente cerca de las oficinas de la Peruvian Amazon Company –– era el corazón editorial de Londres. Algunas versiones sugieren que la intención inicial de Hardenburg era entrevistarse con los directores británicos de la compañía para interiorizarlos de lo que sucedía en un desconocido río amazónico. Pero habrá temido que, de actuar de esa manera, el valiosísimo material que había recopilado corriera peligro de desaparecer. Paternoster Row se transformó en un escollo mucho más arduo que el propio río Putumayo. Las editoriales planeaban con antelación la publicación de títulos y, a fines de julio de 1909, era inimaginable editar de inmediato un libro. De hecho, después de que varios artículos se publicaron en Truth, a partir del 22 de setiembre de ese mismo año, The Devil’s Paradise debió esperar hasta 1912 para que la editorial Fisher Unwin lo publicara. Pero no se trataba sólo de fechas. El editor que se
arriesgara a lanzar al mercado un libro con semejantes acusaciones a una compañía británica, corría el riesgo cierto de enfrentar un juicio por calumnias e injurias. Tampoco le fue bien en Fleet Street, donde abundaban diarios y agencias de noticias. Sus acusaciones no eran verificables y nadie sabía dónde quedaba el Putumayo. Walter Hardenburg acaso comprendió que Londres era una ciudad inmensamente más complicada que Manaos o Iquitos, donde entrevistarse con el director de un diario era tan simple como hacerlo con el almacenero. Quién lo hubiera escuchado en The Times. O en el Morning Post . Era un mundo hermético y desconfiado, donde el material periodístico que se publicaba pasaba por innumerables tamices, por jefes y secretarios de redacción, por encargados de sección, que conformaban una suerte de pirámide impenetrable. Su desilusión fue paliada por un encuentro que terminaría modificando su vida afectiva. A la pensión del matrimonio Graham solía asistir por razones de amistad una joven, Mary Feeney, que se transformó en su paño de lágrimas. Por fin se podía desahogar con alguien que lo escuchaba, que le daba ánimos para que siguiera adelante. Se trataba de una bonita irlandesa de veinticuatro años, que había perdido a sus padres de niña y se había educado en un convento. Amargado por la indiferencia británica con respecto a lo que sucedía en la selva amazónica, encontró en ella una compañera con la cual, poco tiempo después, terminó casándose y viviendo en Canadá. Pero el Putumayo seguía sin despertar interés. Fue en una de sus empecinadas visitas a un editor cuando escuchó por primera vez el nombre de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society (Sociedad contra la Esclavitud y Protectora de Aborígenes). Tal vez el desilusionado Hardenburg creyó que esa institución de nada le serviría, pero, aun así, tuvo la persistencia de proseguir su camino. Esta institución era el resultado de la fusión ese mismo año ––1909–– de la Aborigines Protection Society y de la British and Foreign Anti-Slavery Society, que se habían dedicado con pasión y perseverancia a la defensa tanto de los aborígenes de diversas latitudes ––en particular, del Canadá–– como a denunciar toda práctica esclavista. Sus informes y publicaciones, dado su prestigio, tenían un poder demoledor. El primero de ellos fue Slave Trade in Egypt, the Soudan and Equatorial Africa (Trata de esclavos en Egipto, Sudán y África Ecuatorial) publicado en 1880, y escrito por el legendario coronel Charles Gordon, héroe de China, que pereció en Jar-
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rante el día, ya que se les ha colocado un collar con púas. No pueden escapar, y tienen las piernas engrilladas. Se alimentan con un arroz abominable. Cuando uno de ellos fallece, se excava un pozo y allí se arroja el cuerpo, que sin duda también se convertirá en guano.
tum. La intervención de esta entidad había sido decisiva al denunciar las condiciones de esclavitud y las atrocidades que prevalecían en el Estado Libre del Congo, propiedad exclusiva del rey Leopoldo II de Bélgica, que falleció el 17 de diciembre también de ese año, después de haber vendido al Estado belga su vasto territorio africano. Existían notables similitudes entre la situación del Putumayo y la del Congo, ya que allí también se explotaba el caucho. La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society ya había lidiado con atrocidades cometidas por peruanos. Entre 1862 y 1864, diez años después de haberse abolido la esclavitud en el Perú, una numerosa flotilla de naves con bandera peruana partió de puertos de ese país rumbo a la Isla de Pascua y a la Polinesia para reclutar mano de obra nativa, con supuestos contratos de trabajo, que no era otra cosa que una esclavitud disfrazada. Los nativos eran inducidos a que subieran al barco, para luego ser arrojados y engrillados en la oscura bodega. La captura de esclavos, realizada en treinta y cuatro islas del Pacífico sur, tenía como objetivo proveer mano de obra para las plantaciones costeras peruanas, y para extraer guano de las islas Chinchas que, como hemos visto oportunamente, fueron tomadas por España en 1864. De la isla de Pascua los traficantes de esclavos peruanos se llevaron por la fuerza a 900 naturales, entre ellos a su rey, Kai Makoi y su hijo Maurata, que murieron en las islas Chinchas. Las autoridades de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society le escribieron, el 20 de setiembre de 1864, a Lord Stanley, Secretario de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña:
Numerosos isleños han sido empleados para extraer guano de las islas Chinchas. Estos pobres nativos ni siquiera pueden descansar du-
Hardenburg se dirigió a la sede de la institución, en Vauxhall Bridge Road, donde fue recibido por el reverendo John Harris. Este clérigo excepcional se trasladó al Congo con su mujer, Alicia, en calidad de misionero. Allí conoció y ayudó a un diplomático irlandés ––cuando Irlanda aún pertenecía a Gran Bretaña–– que ejercía la función de cónsul británico en la región: Roger Casement, que fue comisionado por el gobierno inglés a que investigara los horrores que se cometían en el Congo contra la población nativa. Casement, como oportunamente veremos, fue una figura clave en la caída de Julio César Arana, ya que fue posteriormente enviado por el gobierno británico a realizar el mismo trabajo, pero esta vez en el Putumayo. El reverendo Harris escuchó con enorme interés al joven norteamericano, cuyo relato tenía notables semejanzas con la experiencia africana por la cual había atravesado: las mismas atrocidades, idénticas mutilaciones, similares asesinatos a sangre fría. Tan apasionante y comprometido le resultó el relato, que Walter Hardenburg regresó dos días después para repetir ante otras autoridades de esa institución lo que había visto y oído en el Putumayo. El tesorero, E. Wright Brooks, quedó azorado. El mundo nada sabía que en un remoto río amazónico una compañía británica cometía crímenes atroces. Ese joven norteamericano era absolutamente creíble y, además, sustentaba sus denuncias con sólida documentación. Hardenburg fue presentado al vicepresidente de la entidad, Francis William Fox, otro gran defensor de estascausas. El encuentro se llevó a cabo en el Union Club, en Trafalgar Square. ¿Qué curso de acción podía tomar Hardenburg? El Foreign Office ––equivalente a un ministerio de Relaciones Exteriores–– no era el mejor de los caminos, salvo que algún medio periodístico tomara la iniciativa. El reverendo Harris le sugirió que se dirigiera a la revista Truth. Esa sugerencia fue sabia, no por el espíritu editorial de la publicación, sino debido a que era el polo opuesto al periodismo que podía hacer un diario, como, por ejemplo, el tradicional The Times. Esta revista semanal mezclaba artículos y publicidad en una diagramación poco rigurosa. Pero tenía el costado sensacionalista que siempre apasionó a los ingleses.
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…hace algunos años, grandes cantidades de nativos de islas de la Polinesia fueron secuestrados por traficantes de esclavos peruanos, y llevados a la fuerza a las islas Chinchas, donde fueron forzados a trabajar en los depósitos de guano ––un trabajo que era letal, ininterrumpido y despreciable––. Al arribar a destino, sus fuerzas estaban minadas por la mala alimentación, el trato cruel, y los efluvios venenosos que exhalaban los yacimientos de guano.
Poco después, el reverendo W. Wyatt Gill, de la isla polinésica de Mangaia, le escribió a las autoridades de la London Missionary Society, en Londres:
véase subrayado parece un agregado del autor
La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society le abrió las puertas del semanario. Hardenburg fue recibido por uno de los editores, Sydney Paternoster, que reemplazaba al director, Robert Bennet, que se encontraba de vacaciones en Suiza. Mientras escuchaba a Hardenburg en la redacción, en Carteret Sreet, entre el Parlamento y el Palacio de Buckingham, Paternoster se debe de haber debatido entre la fabulosa primicia y el peligro de que el joven mintiera; lo primero que le aclaró fue que Truth no pagaba cuando el material ofrecido era comprometido, algo que no pareció preocupar a Hardenburg. Pero la información era irresistible y podía redundar en un aumento considerable de las ventas del semanario. Sin duda, le dio esperanzas al joven con respecto a la publicación del material y trató, de inmediato, de corroborar la veracidad de sus denuncias. Paternoster se entrevistó con el cónsul de Colombia en Londres, Francisco Becerra, quien le organizó una reunión con exilados colombianos que confirmaron lo que sucedía en el Putumayo. Luego, la suerte quiso que el cónsul británico en Iquitos, David Cazes, accediera a reunirse con él, ya que se encontraba en Londres, lo que no hizo sino convalidar lo que había escuchado. Se había entrevistado con Julio César Arana, en Iquitos, para protestar por la contratación de negros de Barbados en sus secciones caucheras, ya que se trataba de súbditos británicos, y uno de ellos, que había logrado escapar y llegar hasta Iquitos, le reveló al cónsul que eran forzados a cazar indios. El incidente terminó en el mejor estilo Arana: negó todos los cargos y permitió que cuarenta negros regresaran a la capital de Loreto. En Londres, Julio César Arana, con posterioridad, se entrevistó varias veces con el cónsul David Cazes para rogarle que se solidarizara con la Peruvian Amazon Company , debido a los conflictos que se habían desatado por la publicación, en Truth , de los artículos de Walter Hardenburg. Pero hubo otra corroboración, tal vez el último eslabón de una cadena que progresivamente se volvía más sólida y que aventaba cualquier sospecha de que Hardenburg mentía o exageraba. El 3 de julio el ministro Leslie Combs, a cargo de la Legación de los Estados Unidos en Lima, confirmó que el gobierno peruano había compensado con quinientas libras esterlinas a Walter Hardenburg y a W. B. Perkins, por el apropiamiento indebido de sus pertenencias. Paternoster había realizado una tarea impecable y se la sometió al director de Truth, Robert Bennet, apenas regresó de sus vacaciones. Se de-
cidió la publicación del material, cuyo título sería The Devil’s Paradise, y su subtítulo, A British owned Congo (El paraíso del diablo: un Congo británico). El 22 de setiembre de 1909, la revista estaba en todos los kioscos de venta, promocionada por declaraciones de Hardenburg, reproducidas en un cartel: “Al hacer estas denuncias, he obedecido sólo a los dictados de mi conciencia y a los de una justicia ultrajada; y ahora que lo hice, el mundo civilizado está al tanto de lo que sucede en las amplias y trágicas selvas del río Putumayo, y siento que, como hombre honesto, he cumplido con mi deber ante Dios y la sociedad…”. No era una mala estrategia de venta. Pero Truth no era precisamente The Times, a pesar de que su director, en su momento, había cubierto la sección judicial de este último medio. El artículo que estaba dirigido a conmover a la opinión pública estaba aprisionado entre una patética rima sobre el inminente viaje del capitán Scott al Polo Sur, y un editorial titulado “Festín para la prensa internacional”. Abundaban los chismes, las noticias breves y una dudosa poesía. Pero, a pesar de este calidoscopio en materia de diagramación, la denuncia de Hardenburg tuvo un efecto letal.
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Era común que los agentes de la compañía [se refiere a la Peruvian Amazon Company] forzaran a los pacíficos indios del Putumayo a trabajar día y noche en la recolección de caucho sin la menor remuneración; no les daban alimentación ninguna, les robaban sus propias cosechas, como también a sus mujeres e hijos, para satisfacer su voracidad, lascivia y avaricia, como también las de sus empleados, ya que viven con la comida de los indios, mantienen harenes de concubinas, los compran y venden en las ferias de Iquitos; los azotan inhumanamente hasta que sus huesos quedan al descubierto; les niegan todo tratamiento médico y los dejan languidecer, atacados por gusanos hasta que mueren, para luego servir de alimento a los perros de los jefes; los mutilan, les cortan las orejas, dedos, brazos y piernas; los torturan utilizando el fuego y el agua, y los atan crucificados con la cabeza para abajo; los cortan en pedazos con los machetes; toman a los niños de los pies y les hacen saltar el cerebro de tanto golpearlos contra árboles y paredes; matan a los ancianos cuando ya no pueden trabajar y, finalmente, para divertirse practicando tiro, o para celebrar el Sábado de Gloria, como lo han hecho Fonseca y Macedo, disparan sus armas contra hombres, mujeres y niños, o prefieren impregnarlos de querosén y prenderles fuego, para disfrutar su desesperada agonía.
Los ingleses estaban acostumbrados ––y hasta disfrutaban–– a leer noticias escabrosas en los diarios: crímenes pasionales, descuartizamientos, bombas que hacían volar testas coronadas. Pero las atrocidades del Putumayo estaban hechas de otra sustancia, capaz de revolver el estómago y encender una furia sin límites en el lector. Una compañía británica involucrada en semejante barbarie. Era más de lo que un inglés podía soportar. Pero ese 22 de setiembre fueron pocos los que leyeronTruth y la denuncia no fue recogida por los principales diarios. La campaña duró dos meses. Semana a semana, hasta el 17 de noviembre, se publicaron nuevos artículos firmados por Walter Hardenburg, y ya para esa fecha todo Londres estaba al tanto. Habían sentado las bases para lo que terminaría convirtiéndose en los escándalos del Putumayo que, durante cuatro años, tendrían en vilo al mundo entero. Los directivos británicos de la Peruvian Amazon Company no entendieron con claridad qué sucedía, ni las consecuencias que acarrearían las denuncias. Julio César Arana no estaba en Londres, sino en viaje desde Manaos, y Abel Alarco, su cuña¿viaje de regreso? do y miembro del directorio, no tenía el menor sentido de la estrategia de comunicación. Consideraron que Truth era poco menos que un pasquín, una inofensiva culebra. Pero terminó por ser una cobra real para cuya ponzoña no hubo antídoto. En vez de convocar una conferencia de prensa, de redactar comunicados que simularan alguna transparencia, de prometer una exhaustiva investigación, no hicieron nada. Ese 22 de setiembre, un periodista del Morning Leader , Horace Thorogood, golpeó las puertas de las oficinas de la Peruvian Amazon Company, en Salisbury House, London Wall. Lo recibieron Abel Alarco, su hermano Germán, ex alcalde de Iquitos, y un tercer hombre, de barba, ojos oscuros y mirada penetrante, que hizo de vocero. Richard Collier, en The River that God forgot , sugiere que pudo haber sido Julio César Arana. No compartimos su opinión. De haber sido, lo hubiera dicho. No era hombre de mantenerse en el anonimato. De lo contrario, no se hubiera presentado a declarar, casi cuatro años después, ante la comisión parlamentaria británica que investigaba los crímenes del Putumayo. No era ciudadano británico, la compañía para ese entonces se había disuelto, tenía dinero y nada le hubiera costado refugiarse en Iquitos. Creemos que Arana estaba en viaje y que su primer destino era París. Eleonora y sus hijos estaban veraneando en Suiza y es probable que los haya visitado. Los hermanos Alarco y el misterioso hombre de mirada penetrante le deslizaron al periodista del Morning Leader que se trataba de una ex210
torsión, ya que al representante legal de la compañía en Iquitos (se referían a Julio Egoaguirre, abogado de Arana y alumno de Hardenburg) se le habían exigido siete mil libras esterlinas a cambio de no publicar un libro que denunciaría lo que sucedía en el Putumayo. Y eso ––también elípticamente y sin dar nombres–– fue lo que el periódico publicó al día siguiente. Alarco cometió el inexcusable error de no informar al directorio de la visita del periodista. En lo que respecta a lo publicado por Truth, les hizo llegar a los directivos las “pruebas” de que Walter Hardenburg era un chantajista: la carta de Lyonel Garnier, director del diario Amazonas , de Manaos, en la que este relata cómo el joven norteamericano le intentó vender el material comprometedor a cualquier precio, y la falsificación de la letra de cambio por 830 libras esterlinas. Le pareció que, con eso, era suficiente. Ahora faltaba terminar con la curiosidad de Horace Thorogood, un periodista que posiblemente ganaría un sueldo miserable y que, supuso Alarco, sería tan venal como los de Iquitos. Para Alarco, la solución era simple: le daría un cheque por debajo de la mesa. Cuando el hombre de prensa regresó, como le habían pedido, el viernes 25 de setiembre, se encontró con que las oficinas estaban desiertas: no había ninguno de los directores para recibirlo, para darle una mínima explicación. El único presente era un secretario, Vernon Smith, que lo hizo ingresar en uno de los escritorios, como si quisiera tener una conversación a solas. La Peruvian Amazon Company ––le comunicó–– no quería que se hablara más del asunto. Y, sin más, le extendió el cheque. Horace Thorogood debe de haber quedado perplejo ante este grosero soborno. Y aunque Vernon Smith se presentó poco después en la redacción del diario, alegando que el cheque ––naturalmente rechazado por el periodista–– había sido idea suya y no del directorio ––algo que nadie creyó––, la primera página del Morning Leader del 27 de setiembre hizo temblar a los integrantes británicos de la compañía. N UESTRO CONGO . EXTRAÑA HISTORIA DE UNA LETRA DE CAMBIO . L A PERUVIAN A MAZON COMPANY Y EL M ORNING L EADER . Las graves acusaciones contra la Peruvian Amazon Company de Salisbury House, London Wall, han sido objeto de una mayor profundización por parte del Morning Leader , con notables resultados… El viernes por la tarde, cuando uno de nuestros periodistas llegó a las oficinas de la empresa a la hora convenida, es decir, a las cinco de la
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tarde, un empleado y un junior eran los únicos presentes… El empleado invitó de inmediato a nuestro representante a que pasara a un salón privado, donde ocurrió una escena extraordinaria…
Y sin más la nota detallaba el intento de soborno. Haber dejado en manos de Abel Alarco un asunto tan delicado, muestra las peligrosísimas fisuras de la compañía, la absoluta falta de una estrategia coherente en materia de comunicación, la errónea creencia de que el dinero todo lo puede. Cuando los directores ingleses de la Peruvian Amazon Company vieron la portada del MorningLeader, el lunes 27 de setiembre, quedaron espantados. ¿Qué significaba ese intento de soborno? Hasta ese momento estaban absolutamente convencidos, a partir de la documentación que les hizo llegar Julio César Arana, de que Hardenburg era un chantajista y un falsificador. Las dudas acerca de la conveniencia de formar parte de un directorio de una compañía que explotaba caucho en un remoto río amazónico al cual ningún miembro británico conocía, embargaron, en particular, a John Russell Gubbins y a Henry Read. Estos conocían las costumbres peruanas por haber vivido durante varios años en Lima. Pero les resultaba intolerable que prácticas comunes en Sudamérica se quisieran trasladar a Londres. Julio César Arana recién llegaría allí el próximo 10 de octubre, pero no podían esperar hasta esa fecha para emitir algún comunicado a la prensa. Arrinconados, con su prestigio al borde del abismo, los integrantes británicos del directorio recurrieron a la estrategia de negar y deslindar responsabilidades. Como primera medida, enviaron una carta a la revista Truth . “Los directores no tienen ningún motivo para creer que las atrocidades publicadas hayan sucedido realmente y tienen fundamentos para suponer que fueron utilizadas para lograr fines distintos”, decía la carta, en clara referencia a las oscuras intenciones de Walter Hardenburg. Y agregaban: “Sean cuales fueren los hechos, el directorio no es responsable de los mismos, desde el momento que no formaban parte de la compañía cuando supuestamente ocurrieron”. Otra carta del mismo tenor fue enviada al Morning Leader. Pero al martes siguiente, es decir, el 29 de setiembre, Truth publicó otro artículo de Walter Hardenburg, lo que les hizo temer un libro en serie. No se equivocaron: el 6 de octubre apareció otra nota con atrocidades aún más detalladas y macabras. Entonces, sí, Londres empezó a conocer el Putumayo. ¿Dónde quedaba ese río? Ni siquiera figuraba en la 212
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mayoría de los mapas, lo cual obligó a los cartógrafos a incluirlo en futuras ediciones. ¿Cómo se pronunciaba? La fonética se volvió imprescindible: Poo-too-mah-you. Posiblemente, el directorio británico de la Peruvian Amazon Company sospechó que el proceso podía ser imparable y que, a medida que transcurrían los días, eran más las personas que estaban al tanto de los horrores que cometía una compañía inglesa en el Alto Amazonas. Si Hardenburg era o no un chantajista era irrelevante. El drama era que dijera la verdad. What if? iba en camino de convertirse en una pregunta molesta para Read, Gubbins y Lister-Kaye que, durante esas primeras semanas, no sabrían discernir entre ficción y realidad. Si se tiene en cuenta que los directores recibían doscientas libras esterlinas al año, además de una participación semestral en las ganancias, por un trabajo que nada les exigía, alguna responsabilidad deberían tener. Más de uno habrá lamentado haber integrado ese directorio. Hasta la llegada de Julio César Arana, los directores sólo atinaron a dar manotazos de ahogado, sin saber qué rumbo tomar. El encargado de negocios en Londres del gobierno peruano, R. E. Lembcke envió una carta al director de la revista Truth, donde fue publicada. Esta Legación niega categóricamente que los sucesos que usted describe y que la ley castiga severamente hayan podido efectuarse sin conocimiento de mi Gobierno en el río Putumayo, en donde el Perú tiene autoridades nombradas directamente por el supremo Gobierno y en donde existe, además, una respetable guarnición militar. Iquitos está unido por telégrafo inalámbrico con Lima, y es imposible suponer que pudieran cometerse actos de la naturaleza de los que usted describe sin que los criminales fueran pronta y severamente castigados por las autoridades.
Es que los artículos publicados por Truth dejaban mal parado al gobierno peruano y a su presidente, Augusto Leguía. El gobierno no ignoraba lo que ocurría en el Putumayo. El rédito que otorgaba el caucho a las arcas fiscales y el papel de Arana en el control de las pretensiones colombianas sobre ese territorio eran motivos suficientes para no desconocer la realidad. Además, comisiones, concesiones cuestionables, contrataciones irregulares, forman parte de la cultura hispanoamericana. No hay forma de saber si Julio César Arana pagó sobornos a funcionarios de primera línea del gobierno de su país. Si sobornaba a jueces y funciona213
rios en Iquitos, no sería descabellado suponer que también lo hacía en la capital peruana. Los artículos de Hardenburg le vinieron como anillo al dedo a Colombia, que reclamaba el territorio comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá. Si bien se firmaban protocolos (en ese mismo año, 1909, se había firmado uno entre Perú y Colombia) y se sometía a arbitraje papal la zona disputada, el hecho es que el gobierno de Bogotá carecía de los recursos bélicos y del acceso fluvial a la región, dominada por la flota de Arana y por lanchas de guerra peruanas. El lobby colombiano no perdió el tiempo y trató de desprestigiar a la Peruvian Amazon Company y al gobierno de Lima, lo cual, dadas las circunstancias, no era difícil de llevar a cabo. Julio César Arana había ideado la rentabilidad del caucho del Putumayo como un mecanismo de relojería, sin dejar el menor detalle que pudiera disminuir los ingresos. El sernamby (caucho de baja calidad) que exportaban sus cuarenta y cinco secciones caucheras no pagaba ni un centavo en concepto de derechos de aduana. En 1909, por ejemplo, la Peruvian Amazon Company había producido 1.774.024 kilos de caucho, y eso que una epidemia de viruela había reducido la mano de obra, lo cual aumentó los gastos en forma de trabajo adicional. Sobre esa fabulosa cifra, no se pagó un solo centavo de derechos aduaneros. Perú aplicaba un impuesto de cuatro chelines por libra de caucho exportada, puntualmente pagado en la Aduana al momento del embarque, tal como lo hacía otra compañía extranjera, la Inambary Rubber Company Limited. Pero como la Peruvian Amazon Company se asentaba sobre un territorio que Perú reclamaba a Colombia ––aunque sostenía que le pertenecía–– no correspondía ese tributo. Por otra parte, la aplicación de ese impuesto hubiera sido contrario a los términos de los convenios con Colombia. Pero el Putumayo, a pesar de los desmentidos de su directorio, se transformaba progresivamente en una papa caliente, lo cual forzó al presidente de la companía, Henry Read, a escribir una carta a su amigo el presidente peruano Augusto Leguía, “para que pusiera las cosas en su lugar”, misiva que terminó enfureciendo a Julio César Arana apenas llegó a Londres. Cómo se atrevían a enviar una carta al presidente del Perú, donde lo acusaban poco menos de ignorar lo que sucedía en su propio territorio. La Anti-Slavery and Aborigines Protection Society tampoco Peruvian Amazon Comperdió el tiempo, y presionó al directorio de la 214
pany para que recibiera a su vicepresidente, Francis Williams Fox, que tuvo la peregrina idea de sugerirles que recibieran a Walter Hardenburg, para tener información de primera agua, lo que equivalió poco menos que a arrojarles un guante a la cara. Las supuestas atrocidades que se cometían en el Putumayo no estaban demostradas, dijeron, más allá de las palabras de un norteamericano inescrupuloso capaz de inventar cualquier infamia para obtener dinero. La ceguera parecía haber atacado a esos encumbrados ingleses, que jamás se habían tomado la molestia de conocer el Amazonas, de indagar personalmente en Iquitos qué sucedía en las secciones caucheras de la ex Casa Arana, o de averiguar que un periodista, Benjamín Saldaña Roca, había denunciado los crímenes. El Amazonas, el Congo o Sumatra le daba lo mismo a ese egregio directorio, que era apenas una pantalla para tapar lo que solía suceder en países remotos que exportaban materias primas, donde se trataba a los seres humanos peor que a animales. A quién podía importarle un río ignoto, perdido en la selva, si el rédito que obtenía era fabuloso. Un año después, el precio del caucho batiría todos los récords. Pero si el propio rey de Bélgica, Leopoldo II, con la riqueza y el poderío que le había otorgado su Estado Libre del Congo, no pudo detener el escándalo ni ocultar las atrocidades que allí se cometían, menos iba a hacerlo un reducido directorio británico.
La onda expansiva que produjo el artículo de Walter Hardenburg en Truth, alcanzó a Julio César Arana. Posiblemente, estaba en Suiza visitando a Eleonora y a sus hijos: la bucólica paz alpina debe de haber quedado seriamente comprometida apenas terminó de leer la primera entrega de The Devil’s Paradise: a British owned Congo. Su imperio en el Putumayo era hermético (sólo se podía llegar allí en los barcos de la compañía), pero este inoportuno norteamericano empecinado en realizar una cruzada internacional había ingresado al corazón de sus territorios en una simple canoa sin que nadie se lo impidiera. Pero Hardenburg era un hecho, lo mismo que la revista Truth, y había que contrarrestar sus denuncias. Para eso, Arana confiaba en la documentación ––apócrifa o auténtica, nunca sabremos–– donde Hardenburg aparecía como chantajista y falsificador. El directorio de la Peruvian Amazon Company tenía esos documentos a su disposición. Pero Hardenburg no era la única amena215
za: otro hombre, tan aventurero como el joven norteamericano, pero de nacionalidad británica, podía crearle complicaciones. No se trataba de un muchacho, sino de un adulto, militar retirado, de familia rica y sin apremiantes necesidades económicas. Arana y él se conocieron en el Amazonas, al punto de que el denunciante fue huésped del cauchero en Manaos. El capitán Thomas Whiffen ––de él se trata–– se transformaría en una nueva amenaza, acompañada, esta vez en forma inequívoca, de un intento de extorsión al cauchero. Whiffen participó de la guerra de los Boers en Sudáfrica como oficial del 14 regimiento de húsares. Recibió una herida que lo dejó rengo y se dio de baja de su unidad. Era un hombre apuesto, que recibió una abultada asignación ––mil doscientas libras esterlinas al año–– en vida de su padre, Thomas Whiffen, dueño de un próspero laboratorio, que falleció, en 1904, dejándole una considerable fortuna. Su familia poseía una casa de campo, Cerris House, en Putney. Una vez liberado de sus obligaciones castrenses, se dedicó a la antropología en forma no profesional. A comienzos de 1908 decidió recorrer el Putumayo, viaje que duró siete meses y que se inició en Manaos. Para su expedición, solicitó guías a la británica Peruvian Amazon Company . Convivió con los indios boras, resigero, ituro, nonuya, andoque, karahone, menimehe, kueretu y maku de los ríos Apaporis e Issa, al noreste de Iquitos, conociendo sus costumbres y recopilando su vocabulario. Pero Whiffen no era el ingeniero francés Eugenio Robuchon, que, como ya hemos visto, desapareció misteriosamente en el Amazonas, en 1906. Carecía de su formación académica y, por más que perteneciera a prestigiosas instituciones científicas británicas, su viaje amazónico se parecía más al pasatiempo de un diletante que a la investigación de un antropólogo. Su libro, The NorthwestAmazons, notes of some months spent with cannibal tribes (Noroeste del Amazonas, notas sobre algunos meses de convivencia con tribus caníbales ), publicado en 1915 (Constable and Company, Londres; Duffield and Company, Nueva York, dedicado al naturalista Alfred Russell Wallace), recibió críticas lapidarias. The Nation, un prestigioso semanario norteamericano, publicó el 16 de marzo de 1916 un ácido comentario que contribuye a delinear con más precisión el perfil de este aventurero: Northwest Amazons aspira, evidentemente, a ser considerado como un tratado científico en lo que respecta a las tribus de esta región. Es,
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simplemente, otro libro sobre el Amazonas escrito por un viajero con más aspiraciones científicas que entrenamiento científico. La descripción de los nativos, sus artesanías y su modo de vivir han sido rigurosamente registrados, pero algunos datos abren un interrogante. Para el antropólogo, su principal interés ––naturalmente–– se centra en el Apéndice, que permite discutir las características físicas. Aquí el lector descubre con sorpresa que el autor confiesa no haber conocido el método correcto para medir la cabeza, la estatura, etc. “No tenía calibradores ––escribe–– y el ancho, en todos los casos, es aproximado, medidas que no fueron tomadas de acuerdo con pautas científicas”. Resulta inexcusable que un viajero que se titula a sí mismo miembro de la Royal Geographic Society y del Royal Anthropological Institute no haya consultado las excelentes guías para observaciones científicas publicadas por estas instituciones. El libro del capitán Whiffen incluye dos mapas y algunas óptimas ilustraciones.
En realidad, la crítica es excesivamente severa con Whiffen que, más que escribir un libro de consulta, intentó retratar las costumbres de los indígenas. Quizá por eso sus dos ediciones, más allá de las críticas, vendieron bien. En el prefacio, el propio Whiffen reconoce que no pretendió escribir una obra científica: Al presentar al público los resultados de mi viaje a través de las tierras del Alto Amazonas, no pretendo desafiar las conclusiones a las cuales llegaron científicos experimentados como Charles Waterton, Alfred Russell Wallace, Richard Spruce y Henry Walter Bates, ni competir con la infatigable labor de exploradores recientes, como los doctores Koch-Grünberg y Hamilton Rice. Durante algunos meses de 1908 y de 1909, viajé por la región comprendida entre los ríos Issa y Apaporis donde el hombre blanco, con anterioridad, rara vez había penetrado. En las partes remotas de estos distritos, las tribus de indios nómades son, en algunas oportunidades, francamente caníbales y nos brindan la evidencia de que existe una condición de salvajismo que es difícil de encontrar en el siglo XX, en otras partes del mundo. Hay que señalar que esta área incluye el distrito del Putumayo. En lo que respecta a las referencias en pies de página y en los apéndices, las he insertado con el objeto de sugerir dónde pueden hallarse semejanzas culturales o variaciones en las costumbres. Estas notas pueden ser de suma utilidad para el estudioso de estos problemas
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al relacionarse con pueblos pacíficos y, al menos, representan la evidencia sobre las cual basé mis propias conclusiones. Thomas Whiffen Londres, 1914
Aunque Whiffen no forme parte del Olimpo de exploradores del Amazonas, sus observaciones casi periodísticas son apasionantes y detalladas. Whiffen nos introduce en un mundo aterrador, fascinante y repulsivo. Relata, por ejemplo, la forma en que los indios prisioneros eran sacrificados y comidos en un festín. Recibían golpes contundentes en muslos y tobillos para ser finalmente decapitados con una espada. Se separaban las cabezas y la carne se hervía lentamente, sazonada con ají, mientras los tambores tronaban y los guerreros, ataviados con sus mejores galas, entonaban canciones de victoria. Los cuerpos se dividían entre los asistentes. Los órganos genitales masculinos eran ofrecidos a la mujer del jefe de la tribu, que era la única del sexo femenino que participaba de la fiesta. Los intestinos y el cerebro no se consumían. La comilona se prolongaba durante ocho días. Las cabezas eran utilizadas como trofeos. Partes carnosas, pelo y dientes eran removidos y la calavera se colgaba en alguna planta para que la “limpiaran” las hormigas y otros insectos, tarea que sólo les insumía media hora. Una vez concluido este proceso, la cabeza servía como adorno en el pórtico de la vivienda. Con los huesos de los brazos construían flautas y, con los dientes, collares. Ávido de aventura, de experiencias, tal vez, que le hicieran olvidar su renguera, Whiffen se adentró en el Putumayo. No resulta claro por qué la Peruvian Amazon Company autorizó ese ingreso, que no haría sino exponer las atrocidades a las que estaban condenados los indios. Probablemente conocía o se dirigió a algún miembro del directorio, y Julio César Arana no tuvo más remedio que aceptarlo. Como guía, se le asignó a John Brown, uno de los negros de Barbados contratados oportunamente por la ex Casa Arana quien, si algo no supo, fue cerrar la boca. Whiffen se enteró por él de cómo se cazaba a los indios, de cómo se los azotaba y dejaba morir de inanición. También supo que, antes de su arribo, se habían dado órdenes a diversas secciones caucheras para montar una puesta en escena como si hubiese que retirar con absoluta premura el decorado de un escenario y reemplazarlo por otro, donde imperaba la bondad y el buen trato. Pero en la sección Abisinia, ubicada en la médula de 218
la selva, no hubo tiempo ––o la orden se retrasó–– de desmontar el terror y Whiffen contempló, horrorizado, cómo azotaban a una joven india, atada a la viga de un edificio. Si bien era un hombre acostumbrado a los rigores de la guerra, este acto inhumano debe de haberle revuelto las vísceras. Indignado, increpó al gerente, Abelardo Agüero, para que cesara de inmediato esa escena de espanto. La joven fue liberada. John Brown también se encargó, al llegar a otras secciones caucheras, de señalarle dónde escondían a los prisioneros, y aquel memorable instrumento de tortura que era el cepo. Después de siete meses de deambular por la selva, mostró los primeros síntomas de vulnerabilidad hacia las enfermedades que hacían estragos en esa región. La fiebre podía soportarse, ya que era cíclica, pero el beri beri dejaba a quien lo padecía en un estado de lamentable debilidad. Whiffen decidió poner punto final a su estadía amazónica y regresar a la civilización. Al llegar a Iquitos, posiblemente horrorizado por la escena de flagelación en Abisinia, se entrevistó con la mano derecha de Arana, Pablo Zumaeta, hermano de Eleonora y fiel ejecutor de sus órdenes, que puso su mejor cara de circunstancia, amparado por sus significativos bigotes. ¿Eso había sucedido en una sección cauchera de laPeruvian Amazon Company? Imposible. Aunque, ahora que recordaba, alguna vez escuchó decir ––en forma imprecisa, claro–– que esos hechos habían ocurrido en el Putumayo. Imaginamos a este hombre, de cuerpo macizo, de riguroso cuello duro, alegando que, dado lo remoto de la región era imposible controlar ciertos excesos, pero que, en suma, se trataba de hechos aislados. El calor, el aislamiento y la lejanía podían deshumanizar a un jefe o capataz, pero no era lo habitual. El encuentro se produjo en las oficinas de la ex Casa Arana, que estaban lejos de ser un modesto edificio céntrico. A poco más de un kilómetro del centro de la ciudad en dirección al puerto, una avenida de palmeras reales ––denominada Calle Arana–– desembocaba en un imponente edificio que dominaba el río, con jardines poblados de adelfas, y una balaustrada típicamente decimonónica que se asomaba al Amazonas. Hasta hace pocos años, en el cartel que daba el nombre a esa vía todavía podía leerse “Calle Arana”, a pesar de habérsele pintado otro nombre encima, como si se hubiera querido borrar una historia infame. Una semana después, Whiffen, aún debilitado, llegó a Manaos. Al descender por la planchada del barco, se encontró con un hombre robusto, impecablemente vestido para los trópicos, de barba prolijamente re219
cortada, que le extendía la mano en señal de bienvenida: era Julio César Arana que, con seguridad alertado por Pablo Zumaeta, se había trasladado al puerto en compañía del cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro. El cauchero se deshizo en amabilidades. Le suplicó al inglés que aceptara ser su huésped en una pequeña hacienda que acababa de construir río abajo y próxima a la ciudad, donde cuidarían de él hasta que zarpara el buque que lo transportaría a Inglaterra. Whiffen no pudo resistirse a la invitación. Claro que esa amabilidad encubría el temor a una amenaza que había que desactivar de inmediato: un extranjero ––sobre todo británico–– que hubiera presenciado cómo se trataba a los indios en sus secciones caucheras era una bomba de tiempo. A Julio César Arana, lo que menos le faltaba era mundo. En primer lugar, había que establecer en qué idioma hablarían, ya que él se negaba a hacerlo en inglés. Posiblemente se hayan comunicado en francés. Luego, debía inspirarle confianza a ese maltrecho huésped, que había presenciado algunas atrocidades y se habría enterado de otras. Por último, recurrir a su sempiterna estrategia de negar todo. Whiffen le contó a su anfitrión no sólo lo que había visto en Abisinia, sino el pormenorizado catálogo de horrores que le revelara el negro barbadense John Brown. El militar retirado ya le había contado estas cosas al cónsul británico en Iquitos, David Cazes, de quien había sido huésped, prometiéndole además entregarle un informe escrito apenas el diplomático llegara a Londres para sus próximas vacaciones. Julio César Arana se mostró horrorizado. Lo que su huésped le contaba era monstruoso, inaceptable, inhumano. Tomaría medidas drásticas y definitivas para castigar a los culpables, entre ellos, Víctor Macedo, gerente de La Chorrera. Pidió tiempo. Era un tema delicado, de difícil manejo y no podía hacerse de la noche a la mañana. Whiffen le creyó. Era posible, después de todo, que este hombre poderoso, que repartía su tiempo entre Londres, Manaos e Iquitos, ignorara que estaba rodeado por una banda de asesinos. Arana era un hombre de negocios que alternaba con los directivos de la Peruvian Amazon Company , con prominentes banqueros, amigo del presidente del Perú. No tenía por qué estar al tanto de las atrocidades que se cometían en un río que ni siquiera figuraba en los mapas. Aceptó los argumentos del cauchero. Such is life in the tropics , habrá deducido Whiffen. Pero Julio César Arana no se quedó del todo tranquilo. Le preocupaban el material que había recopilado el explorador, las fotografías que ha220
bía tomado, la posibilidad de que escribiera un libro sobre el Putumayo. El año anterior había aparecido en su vida Walter Hardenburg, con quien había tenido una breve entrevista en Iquitos, y no se había conmovido ante la posibilidad de que publicara un libro (los artículos en la revista Truth, recién se publicarían varios meses después, a fines de setiembre de ese mismo año). Pero no se podía comparar a un ignoto aventurero con un ex capitán de húsares, con acceso a los medios de difusión y al Foreign Office. La única experiencia que había tenido con una publicación sobre el Putumayo, la escrita por el ingeniero francés Eugenio Robuchon, había sido exitosa. Arana le había pagado los honorarios, lo cual le significó un control absoluto del material y de las fotografías. Pero así y todo, nunca se sabrá si Robuchon tomó fotos y apuntes altamente comprometedores y Arana tuvo que deshacerse de él. Con Whiffen, en cambio, era diferente. No se lo podía eliminar en las tinieblas de una de sus secciones caucheras y sólo se podía apelar a la astucia, a la diplomacia, y de ahí la presencia del cónsul Rey de Castro, que manejaba la comunicación de la compañía. Por eso, quizá, este demostró un interés desmesurado en ver los apuntes con sus observaciones sobre la geografía, las diversas etnias y los mapas de la región. Se le ocurrió una idea brillante, que podía llegar a encandilar al inglés, y que les permitiría ––como en el caso de Robuchon–– tener el dominio total del contenido: editar un libro sobre sus observaciones en el Putumayo. Para el explorador podía ser un negocio redondo, ya que el gobierno peruano estaría dispuesto a pagarle considerables honorarios que le compensarían los enormes gastos que le había demandado la expedición. Lo único que debía hacer era entregarle el material a Rey de Castro y él se encargaría de editarlo, como lo había hecho con Robuchon. Whiffen desconfió. La propuesta era inaceptable, pero, como al fin y al cabo, era huésped de Arana dijo que lo iba a considerar. Pero se negó a entregar el material. El beri beri lo tenía a mal traer y sólo deseaba que zarpara el barco que lo trasladaría a Inglaterra, para someterse a un tratamiento en un hospital londinense, donde hubiera asepsia, enfermeras entrenadas según la escuela de Florence Nightingale, y buenos médicos que le garantizaran una probable cura. Whiffen, finalmente, partió de Manaos. Julio César Arana no ignoraba que su presa se escapaba con el botín, y que el haberle permitido ingresar al Putumayo había sido un error monumental. Le dio una carta para su cuñado, Abel Alarco, miembro del directorio de la Peruvian Ama221
zon Company, poniéndolo a su disposición para lo que necesitase, pero no la llegó a utilizar ya que estuvo internado en un hospital durante más de un mes hasta curarse de su enfermedad. A Julio César Arana le preocupaba no sólo lo que podía llegar a publicar el ex capitán de húsares, sino sus poderosos contactos. El Putumayo, al menos hasta julio de 1909, era un río desconocido y así debería permanecer, oculto, anónimo. Inteligente y astuto, Arana conocía el valor de pasar desapercibido en un mundo como el británico, donde no funcionaban los códigos éticos amazónicos. Le escribió dos cartas a Whiffen, a la dirección que le había dado, es decir, al elegante United Service Club, emblema de lo victoriano, ubicado en Pall Mall; en la primera, le solicitaba, con fines puramente personales, copias de las fotografías que el explorador había tomado en el Putumayo. En la última, le señalaba que a fines de setiembre, estaría en París, alojado en el Hotel Nouvelle. Sin embargo, algo ––y de máxima gravedad–– había sucedido en los últimos días de setiembre, concretamente el 22: la publicación del primer artículo de Hardenburg en Truth . El Putumayo había salido a la superficie y Arana tenía que neutralizar a Whiffen a cualquier precio. Casualmente ––aquí nos atenemos al relato de Richard Collier––, el capitán de húsares tenía planeado ir a Trouville, célebre balneario colmado de celebridades y millonarios, con el único objeto de ir al casino y, casualmente otra vez, decidió ir a París para entrevistarse con Julio César Arana. Apenas ingresó al Hotel Nouvelle, el visitante pidió una botella de champaña. Almorzaron juntos, tal vez hablando de temas meramente convencionales, sin que ninguno de los dos hiciera la menor alusión a lo publicado por Truth, lo cual era sumamente sospechoso por parte de Whiffen. Si había puesto al descubierto las atrocidades en el Putumayo ante Pablo Zumaeta, en Iquitos, y ante Arana, en Manaos, su silencio resultaba significativo. Fue el cauchero quien, a boca de jarro, le preguntó si pensaba escribir artículos para esa revista, a lo que el inglés adujo que estaba lejos de buscar la notoriedad. Pero Arana no iba a dejar escapar a su presa: quería desesperadamente apoderarse del material y de las fotografías en poder de Whiffen, y volvió a la carga con la propuesta de editar un libro, que beneficiaría enormemente al gobierno peruano, ya que estimularía al capital extranjero a invertir en el país. El recuperado explorador amazónico acaso intuyó el temor, el recelo, la amenaza que su experiencia en las secciones caucheras entrañaban para laPeruvian Amazon Companyy para ese peruano. Posiblemente, para ganar tiempo y de222
sarrollar una estrategia, Arana le propuso encontrarse nuevamente, pero esta vez en Londres, en el United Service Club. El encuentro se fijó para el 12 de octubre. El United Service Club, en la esquina de Waterloo Place, donde nacía Regent Street, era un imponente edificio georgiano, abrumadoramente neoclásico, del cual eran miembros dos mil socios relacionados con la armada y el ejército. La admisión era implacable: se exigían cincuenta votos para ingresar, y una bolilla negra entre diez era causal de rechazo. La cuota de ingreso era de cuarenta libras esterlinas. Allí lo citó a Julio César Arana, en su territorio y pagando él las bebidas que tomaron en el bar. Después de la entrevista que mantuvieran en París, se había producido una nueva vuelta de tuerca: el Foreign Office le solicitó a Whiffen que, por haber recorrido recientemente la región y dadas las noticias que se publicaban en los medios, elevara un informe detallando las condiciones de vida de los indios. En el nuevo encuentro entre Whiffen y Arana se produjo un punto de inflexión sobre el que existen dos versiones. La de Richard Collier, en The River that God forgot es, a nuestro juicio, de una ingenuidad inaceptable; por lo tanto, nos parece conveniente omitirla, y remitirnos a lo que escribieron Julio César Arana en Cuestiones del Putumayo y Reginald Enock en su Introducción a The Devil’s Paradise, de Walter Hardenburg. Del United Service Club, los dos hombres partieron al Café Royal, en Regent Street, santuario de artistas, aristócratas y millonarios, cuya entrada ––un pórtico con cuatro columnas–– estaba flanqueada por dos negocios: West End Clothes,que exhibía en la vidriera ropa masculina, y Thierry Boots, que mostraba botas, también para hombres. Sobre la enseña del restaurante fulguraba una inmensa corona. Durante años, había sido dirigido por un señor Oddenino, y su comida era insuperable. Whiffen y Arana, como fieras al acecho, esperaban el momento propicio para proponer y cerrar un negocio, bajo los oropeles del salón del primer piso, acatando las rígidas reglas de etiqueta, sin apresurarse, leyendo el complicadísimo menú y eligiendo los vinos adecuados. En 1909, sentarse a la mesa de un restaurante de esa categoría implicaba un indispensable conocimiento gastronómico, ya que el menú era extremadamente complejo. Tomemos, por ejemplo, una comida convencional en el Café Royal extraída de Etiquette and Advice Manuals ––Dinners and Diners, por el teniente coronel Newnham-Davis, en 1899, The Café Royal (Regent Street ).
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Hors-d’oeuvre a la Rusa Ostras nativas Consomé Príncipe de Gales Rodaballo a la Polignac Suprema de ave a la Montpensier Costeleta de cordero tierno a la Régence Canasta de papas soufflé Parfait de foie-gras Codorniz al horno sobre canapé Ensalada de corazón de lechuga Aletas de tortuga a la Americana Espárragos frescos Anglaise, salsa Mousseline Ananás glaçé Soufflé de queso Canasta de frutas Café
abonaban mil libras esterlinas. El cauchero no debe de haberse inmutado, ya que el soborno formaba parte de su sentido de los negocios. Pero su astucia superaba a la de su contrincante: le pidió que hiciera su solicitud por escrito, ya que para disponer de esa suma necesitaba la aprobación del directorio de la compañía. Increíblemente, Whiffen lo hizo, lo cual demuestra su carácter impulsivo, su codicia, su inmadurez. Si creyó que Arana era fácilmente manejable, se equivocó: don Julio era un paciente y peligroso animal selvático. Lo inexplicable es que el ex capitán de los húsares haya querido chantajearlo, cuando, en realidad, era un hombre que tenía recursos económicos. Durante la conversación, admitió que el costo de su viaje al Putumayo había sido de mil cuatrocientas libras esterlinas, pero que se conformaría con mil, algo que no cuadra con el heredero de un laboratorio químico. Es imprescindible reproducir, al pie de la letra, lo que Julio César Arana y Reginald Enock escribieron acerca de este encuentro. El cauchero, en la Nota número cinco de Cuestiones del Putumayo , escribe: CHANTAJISTA
DE ALTA ALCURNIA
El caballero indicado como M. X. 2 ––y cuyo incógnito se pretendió guardar por la cancillería inglesa–– es nada menos que Mr. Thomas Whiffen, capitán de húsares de la reina, hijo de un antiguo miembro de la Cámara de los Comunes y persona de señalada significación en los círculos aristocráticos de la sociedad londinense. Mr. Whiffen pretendió que le diéramos mil libras esterlinas a cambio de un informe al Foreign Office favorable a nuestra negociación del Putumayo, que acaba de visitar. No pudiendo negar la prueba escrita de este conato de chantage , apeló al recurso de decir que cuando escribió el papel denunciador estaba ebrio. Y el comité de la Cámara de los Comunes, lejos de haber procurado que el oficial culpable recibiera el castigo que merecía, ha tratado por todos los medios posibles ––apelando a verdaderaschicanas–– de salvarlo de responsabilidad.
Todo esto regado, en orden sucesivo, por vino Solera; champagne Veuve-Clicquot; Giesler 1884 Extra Dry; vino Chateau Lafitte; vino Martínez y Grand Fine Champagne Waterloo . Es inevitable preguntarse cómo Julio César Arana vivió hasta los ochenta y ocho años si, en una noche, era capaz de deglutir semejante orgía calórica. Whiffen, en cambio, falleció joven, en 1922, a los cuarenta y cuatro años, a bordo del vapor St. Albans , en el puerto de Hong Kong, mientras se dirigía a Yokohama. Fue enterrado en esa ex colonia inglesa donde todavía hoy puede apreciarse su tumba.1 Pero volvamos a aquella noche en el Café Royal. Esta vez le tocaba abrir el fuego a Whiffen: el Foreign Office le había encomendado un informe sobre el Putumayo y de él, entonces, dependía el tenor del mismo. En algún momento de la extensa cena Whiffen interiorizó al cauchero acerca de la petición que le había hecho el gobierno. Arana no ignoraba que su interlocutor estaba al tanto de todo lo que sucedía en sus secciones caucheras y bien podía haber tomado fotografías de algunos de esos horrores. Finalmente, llegó el momento que esperaba: el ex militar le comunicó que estaba dispuesto a suprimir el informe solicitado por el Foreign Office si Arana y los directores e la Peruvian Amazon Company le
Reginald Enock, también explorador del Amazonas y enfático defensor de Walter Hardenburg, no tuvo más remedio que admitir implícitamente la verdad en su introducción a The Devil’s Paradise (Fisher Unwin, 1912) del joven norteamericano.
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Los horrores del Putumayo que comenzaban a estremecer a los ingleses y a la prensa mundial, eran bien conocidos desde hacía años por los gobiernos de Colombia, Ecuador y Perú. Pero ¿qué importancia podía tener que gobiernos de insignificantes repúblicas sudamericanas supieran la verdad? ¿qué trascendencia deparaba ese conocimiento sin el imprescindible apoyo del periodismo europeo y norteamericano? Walter Hardenburg, sin duda, fue el detonante. Pero hubo otros que recorrieron el Putumayo antes que él y elevaron sus voces de protesta sin que nadie los escuchara; entre ellos, el entonces cónsul norteamericano en Iquitos, Charles C. Eberhardt, que recorrió dos veces ese río. Este diplomático que hacía poco había iniciado su carrera, terminó siendo un experto en países latinoamericanos: de 1925 a 1929, fue embajador en Nicaragua, durante la revolución del general Augusto Sandino; luego, lo fue en Costa Rica. El primer informe que envió a Washington, a fines de 1907, fue algo tibio, y se basaba fundamentalmente en el libro del francés Robuchon. Pero sugerió de manera inequívoca la condición de esclavitud que imperaba en la zona, producto del sistema de enganche y endeudamiento . En su segundo viaje, su informe fue más cáustico: un artículo publi-
cado en The New York Times, el 18 setiembre de 1907, firmado por el cónsul peruano en Nueva York, Eduardo Higginson, ataca la validez de la concesión otorgada por el gobierno de Colombia a la Amazon Colombian Rubber and Trading Company entre los ríos Putumayo y Caquetá, un área estimada en cuarenta y siete mil millas cuadradas, concesión que recién finalizaría en 1930, por tratarse de un territorio que reclamaba el Perú. El motivo era que esa región estaba en disputa. Tres días después, el cónsul de Colombia en Washington, J. M. Pasos, publicó otra carta en The New York Times , intentando desvirtuar la posición peruana, basándose en que la concesión había sido hecha antes de la firma del modus vivendi entre ambos países. Esto motivó que el cónsul norteamericano en Iquitos, Charles Eberhardt ––por tratarse de una compañía de capitales colombianos y norteamericanos, y en las cuales había accionistas estadounidenses–– viajara a esas regiones. Comprobó que la influencia de la Casa Arana era abrumadora y que manejaba el comercio de la zona, lo cual apenas configuraba un monopolio; pero escuchó, azorado, a un negro de Barbados que le relató, con detalle, lo que sucedía allí: mujeres indias torturadas, niños de pocos meses de edad a quienes se les estrellaba la cabeza contra un árbol para que la madre tuviera más tiempo para recolectar el caucho. El informe enviado a Washington señalaba que “los peruanos intentan beneficiarse con la mano de obra indígena antes de que desaparezca por completo y, para lograr ese fin, no dudan en llevar a cabo los más ultrajantes actos de crueldad”. Esta denuncia que llegó a manos del gobierno norteamericano, pero durmió el sueño de los justos en un cajón hasta que, a raíz de los escándalos del Putumayo, fue debidamente desempolvado y puesto en circulación. Hubo otro testimonio, el de un inglés ––de quien someramente hemos hablado en un capítulo anterior–– que, durante tres años, debió trabajar como contador para la Casa Arana, en la sección cauchera El Encanto, en el Caraparaná, bajo condiciones que bien podrían definirse como una suerte de esclavitud. Joseph Froude Woodroffe creyó que la selva, el caucho y la aventura eran el camino propicio para hacerse rico: zarpó de Liverpool el 20 de octubre de 1905, con destino a Sudamérica, a bordo del vapor Madeirense . Como tantos otros aventureros que transitaron por esas latitudes, abrió, en 1906, un negocio en Nauta, río arriba al oeste de Iquitos, y no le pudo ir peor: partió con setenta indios al
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La acusación más seria fue formulada por el director peruano de la compañía, Julio César Arana, contra un oficial del ejército inglés que había viajado por el Putumayo y presenciado las atrocidades cometidas contra los indios. Según esta acusación, refrendada por un documento, registrada en una minuta en los libros de la compañía y enviada a los accionistas en una circular impresa en diciembre de 1909, este oficial contactó a Arana en Londres, lo agasajó en el United Service Club y en el Café Royal, y le propuso suprimir un informe sobre el tema que había realizado para la cancillería británica, que era de tal naturaleza que arruinaría a la compañía si Arana y los otros directores no le abonaban mil libras esterlinas para cubrir los gastos de su viaje al Putumayo. Los directores se negaron y el oficial envió el informe. Los viajes de este oficial son mencionados en el informe de Mr. Casement. Destacamos esto en beneficio de la imparcialidad.
Si Reginald Enock, enemigo acérrimo de Julio César Arana, mencionó este hecho, no caben dudas acerca de las intenciones del capitán Whiffen.
río Tigre, con el objeto de recolectar caucho, convencido de que, a su regreso, se habría embolsado varios miles de libras esterlinas. Al regresar a Nauta, se encontró con que el precio del caucho se había desplomado, y su administrador le había robado todos los bienes de su negocio, con su consiguiente desaparición. Sus deudas se convirtieron en astronómicas. Sus acreedores, como era la costumbre, transfirieron su crédito a la Peruvian Amazon Company, cancelando de este modo deudas propias; Woodroffe no tuvo otra alternativa que irse a trabajar a El Encanto de 1908 a 1911, hasta que, después de tres años, se consideró que su deuda estaba cancelada y se lo dejó en libertad. En 1914, publicóUpper reaches of the Amazon (Methuen & Co., Londres) un libro que no describía atrocidades, pero que ponía el énfasis en el sistema de esclavitud ––que sufrió en carne propia–– que imperaba en las secciones caucheras. Después de haber estado seis meses en El Encanto, me volví demasiado mórbido y mi existencia se transformó en una carga, debido al peso que llevaba en mi conciencia por la vida que estaba obligado a vivir. Había perdido las esperanzas como consecuencia de las dificultades financieras que tuve al dejar Nauta, las cuales se agravaron por el hecho de que el caucho enviado a Europa, por el comisionista de Iquitos, bajó drásticamente de precio. Esto logró que me endeudara seriamente en varios centenares de libras esterlinas, y mis acreedores, sabiendo de mi presencia en el Putumayo bajo las órdenes de Arana, apelaron a la sucursal de la Peruvian Amazon Company en Iquitos para la cancelación de mi deuda, demanda a la cual se accedió sin que hubiera ninguna referencia a mi persona, a pesar de que no hubo intercambio de dinero, debido a que los comerciantes de Iquitos eran deudores, a la vez, de Arana. Por lo tanto, ellos saldaron su deuda transfiriendo la mía a Arana. Esto trajo como consecuencias que quedara seriamente endeudado con mis empleadores y debiera soportar meses de paciencia y de abnegación.
ne que los ríos “deparan el peligro y la excitación indispensables para un inglés que no le da ninguna importancia a su vestimenta o a su piel, si es un deportista de raza” ( and who is a sportsman born and bred ). Otros pasajes son menos british y más latinoamericanos. Cuando se refiere a las condiciones de vida en El Encanto, no ya de los indios sino de los empleados de menor rango, descubrimos la denigración humana que imperaba en esa selva. En un edificio construido sobre pilotes, con techo de hojas de palmera, que tenía veinticuatro habitaciones, vivían cocineros, marineros y guardianes, con sus mujeres y, a veces, niños, a los cuales no les suministraban muebles, camas, baldes ni jarros: estaban obligados a adquirirlos en la despensa de la compañía a un costo de diez a doce libras esterlinas. Tampoco tenían baños. El olor nauseabundo debajo y alrededor de la edificación, producto de las heces que caían del primer piso, era imposible de tolerar y, de no haber sido por los cerdos que limpiaban ese terreno, se podrían haber desencadenado severas epidemias. Una de las mayores virtudes de Woodroffe es cómo describe algunos procederes de la Peruvian Amazon Company, con un sentido bastante menos melodramático que Walter Hardenburg. Lo primero que nos enteramos es que huitoto, en ese dialecto, quiere decir “mosquito”, debido a la flacura de las piernas de esos indios. Luego, describe con eficaz simpleza cómo los indios entregaban el caucho.
El libro de Woodroffe no es sobre antropología, sino que es una monografía de asombrosa calidad narrativa sobre el Amazonas, escrita por in un típico inglés de comienzos del siglo XX que decidió hacer fortuna the tropics. Se lamenta, por ejemplo, de que pocos ingleses se aventuren por el Putumayo, no para verificar las atrocidades, sino por la presencia de una riquísima fauna, la cual serviría para excelentes cacerías. Sostie-
Transcurrieron varios meses sin que hubiera tenido la oportunidad de ver indios en grandes cantidades, cuando una mañana el encargado me informó que los indígenas, al día siguiente, comenzarían a traer todo el caucho recolectado por ellos durante este fabrico, como se denomina al tiempo que media entre las entregas, y que quería que yo supervisara el peso y almacenamiento de lo que cada sección cauchera entregaba. Temprano a la mañana siguiente, fui despertado por el ruido del arribo de los indios y empleados, y, vistiéndome con rapidez, me preparé para ver en detalle la llegada de los principales contingentes, acampados al borde mismo de la selva, a dos millas de distancia. Poco después, empezaron a llegar; una larga fila de cuerpos encorvados, y, en las espaldas de cada uno, se distinguía lo que, a primera vista, parecían enormes gavillas cubiertas de pasto, pero que terminaron siendo numerosos “rabos” de caucho, atados entre sí en fardos de ocho a dieciséis en número, y pesando de cuarenta a cincuen-
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ta kilos y aún más, peso que cada indio había traído a través de la selva después de un viaje entre dos y cinco días de duración, alimentándose sólo de pan de cazabe, algo de carne seca y, quizá, una pequeña hoja de coca, la cual mastica para soportar la fatiga que les ocasiona el largo viaje y el peso excesivo. Los indios, a medida que llegaban, eran agrupados en sectores, formando una larga hilera, cada tribu separada de las demás, los hombres en primera fila, los niños y mujeres detrás, lo que hacía recordar a un batallón de soldados a punto de desfilar y esperando la inspección. Luego se pasa lista, para comprobar si alguno escapó de la vigilancia de los guardias armados que los trajeron desde sus casas, con lo cual el encargado podía calcular cuántos kilos de arroz, fariña y latas de sardinas serían necesarias para darles a los indios una comida antes de que se internaran nuevamente en la selva. Si alguno faltaba, se tomaban de inmediato medidas para saber dónde podían estar. Después de que el caucho fuera pesado y almacenado, los indios se preparaban para recibir los alimentos, que habían sido preparados en el ínterin, y se traían enormes ollas de cobre que contenían arroz a medio cocinar, depositándolas en el suelo. Varios empleados se ubicaban cerca de la olla. Cada uno de ellos tenía un cucharón, con capacidad para llenar una taza grande de desayuno. También tenían una canasta o caja conteniendo pequeñas latas de sardinas de una marca de calidad notablemente inferior, y, muchas veces, no estaban precisamente en condiciones de ser consumidas. Se les permitía pasar a los indios y cada uno recibía el contenido de un cucharón de arroz y una lata de sardinas. No se les suministraba platos ni cacharros, por lo tanto las pobres criaturas utilizaban latas sucias y oxidadas que encontraban esparcidas, o pedazos de hojas o papel sucios, donde colocaban su porción de arroz hirviendo y a medio cocinar. He visto en varias oportunidades a indios de ambos sexos recibir la porción caliente en sus manos, pasándola rápidamente de una a la otra para enfriarla, y tragándola de inmediato para colocarse nuevamente en la fila con la esperanza de recibir una segunda porción. Servir este alimento apenas insume unos pocos minutos, pero, cuando ya no hay más arroz para distribuir, suelen producirse reyertas entre hombres y chicos para ubicarse lo más cerca posible de la olla, para asegurarse los restos que quedan pegados adentro de las mismas, aunque suelen pagarlo caro porque se queman severamente los dedos. Una vez presencié algo realmente chocante.
Un niño indio se había infiltrado, logrando colocarse junto a la olla y, cuando el empleado de turno les permitió a los indios a que se disputaran los restos, este niño intentó agarrar un pedazo grande de arroz quemado, que se había adherido con firmeza a la olla y, al esforzarse para despegarlo, la turba lo empujó no permitiendo que pudiera hacerse a un lado, a pesar de los gritos agonizantes de ayuda que profería para liberarse de esa olla que lo incineraba. Los gritos lograron alertarme, lo mismo que a un empleado norteamericano: logramos dispersar a la multitud y liberar al niño. Tenía graves quemaduras en la cabeza y en el cuerpo, y sus nalgas, junto con otras partes, estaban literalmente asadas. Lo llevamos hasta la casa y lo cubrimos con aceite de oliva, lo único que pudimos obtener y que parecía aliviarlo, pero sus alaridos eran desgarradores. Finalmente, se liberó de nosotros y, durante lo que restaba del día, corrió por todas partes retorciendo sus manos en señal de agonía, lo cual debe de haber sido para él horroroso. Por último, se quedó dormido por haber quedado exhausto. A la mañana siguiente parecía estar mejor, por lo cual lo embadurnamos con yodoformo y, a pesar de que el señor Smith y el norteamericano que mencioné deseaban que el chico permaneciera en tratamiento, el encargado se negó a dar su consentimiento. Poco tiempo después, el jefe de la sección cauchera a la cual pertenecía el niño vino a las oficinas y, al preguntarle cómo estaba el chico, nos informó que, debido a la falta de cuidados, la suciedad había entrado en las heridas, causándole una inflamación que derivó en su muerte.
Woodroffe, en este relato más melancólico que macabro, describe a los indios huitoto. Señala que eran notoriamente limpios, que pasaban horas en el agua jugando en ríos y arroyos y que, al encontrarse con los hombres blancos, pedían desesperadamente jabón, si era posible con fragancia, artículo que valoraban muchísimo. También recurrían a la eutanasia, aplicándola únicamente a los seniles en absoluto estado de decadencia, de accidentes irremediables y de aquellas enfermedades que impiden que el doliente sea útil a sí mismo o a los demás. Cuando un indio enfermo lo solicitaba, se cavaba una fosa, se colocaba al enfermo dentro de la misma y se lo enterraba vivo. Para el autor, a pesar de esta práctica, surge inequívocamente en estos indios una vocación humanitaria para evitar el sufrimiento a los seres queridos. Colombia había iniciado investigaciones en el Putumayo en 1907, pero pocos autores colombianos de esa época ––salvo informes estricta-
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mente gubernamentales–– escribieron sobre las atrocidades que se practicaban en ese río y sus tributarios; hubo que esperar hasta 1924, cuando un escritor colombiano, José Eustacio Rivera Salas, publicó La vorágine, una novela costumbrista, que narra los horrores que se padecían en el imperio presuntamente de Julio César Arana. Jorge Luis Borges alguna vez afirmó, con respecto a esta novela, que más que recordar haberla leído, le parecía haber estado en un sitio. La vorágine, más allá de sus virtudes literarias, llevaba un atraso de un cuarto de siglo desde que se habían iniciado las atrocidades, un anacronismo con relación a otras obras que se publicaron, algunas alentadas por intereses colombianos, por ejemplo, el ya mencionado El libro rojo del Putumayo, de Norman Thomson. Pero la vorágine es una obra de ficción. Cuando se publicó, el imperio de Julio César Arana había iniciado su camino hacia la extinción y, en Iquitos, la pobreza era aterradora, debido al derrumbe del precio del caucho. Rivera Salas ––al igual que la escritora austríaca-norteamericana Vicky Baum, autora de El bosque que llora (1943)–– narró lo que no había conocido, lo cual lo diferencia de Hardenburg, Woodroffe y Whiffen. Aún así, vale la pena reproducir un pasaje donde aparece Julio César Arana, pues el retrato que de él hace el autor debe ser lo más aproximado a la personalidad y al estilo del cauchero. Rivera Salas no recurrió a nombres imaginarios, sino al del cauchero y al de uno de sus encargados, Miguel de los Santos Loayza. El protagonista de La vorágine es un hombre entrado en años, Clemente Silva, que busca desesperadamente a su hijo Lucianito, esclavizado en una de las secciones caucheras de la Casa Arana. En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante. No tardó en asomar, abotonándose el piyama, un hombre gordote y abotagado, pechudo como una hembra, amarillento como la envidia. Antes que hablara, apresuróse el Contabilista a informarlo lo sucedido: ––¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este hombre que está presente vino a pedirme un extracto de lo que está debiéndole a la compañía; mas apenas le enuncié el saldo, se lanzó a romper el libro, lo trató a usted de ladrón y me amenazó con apuñalarnos. El negro hizo señas de asentimiento; permanecí aturrullado de indignación; Arana enmudecía más. Pero con mirada desmentidora consternó a los dos infames, y me preguntó, poniéndome sus manos en los hombros:
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––¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted? ––No ha cumplido los quince. ––¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la de su hijo? ¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho por su trabajo? ––Lo ignoro, señor. ––¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles? ––Sí, sí, pero aquí no tengo dinero. Si usted quisiera la casita que poseo en Pasto… Larrañaga y Vega son paisanos míos. Ellos podrían darle informes, ellos fueron mis condiscípulos. ––No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos pobres. Dígame ––agregó sacándome al patio––, ¿usted no tiene goma con qué pagar? ––No, señor. ––¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si me denuncia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya. ––No, señor. ––¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría compañerazos para que asaltara barracones… Disimulando la repulsión que me producían aquellas maquinaciones rapaces, pasé de la astucia al doblez. Aparenté quedar pensativo. Mi sobornador estrechó el asedio: ––Me valgo de usted porque comprendo que es honrado y que sabrá guardarme la reserva. Su misma cara le hace el proceso. De no ser así, lo trataría como a picure, me negaría a venderle a su hijo y a uno y a otro los enterraría en los ingales. Recuerde que no tienen con qué pagarme y que yo mismo le doy a usted los medios de quedar libres. ––Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hombre reconocido. No quisiera comprometerme sin tener la seguridad de cumplir… Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto, como rumbero, mientras estudio la región y abro alguna trocha estratégica. ––Muy bien pensado, y así será… Eso queda al cuidado suyo, y el hijo de usted a mi cuidado. Pida un Winchester, víveres, una brújula, y llévese un indio como carguero. ––Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría. ––Eso lo pago yo, ése es mi regalo de carnaval.
Al publicarse este libro, en 1924, Julio César Arana era senador por Loreto y vivía en Lima. A pesar de ser una obra de ficción, lo mencionaba con nombre y apellido y no sabemos si se sintió incómodo en el Senado o en los círculos limeños ante el retrato genocida que de él pintaba Rivera Salas. Para colmo, el libro terminó convirtiéndose en un 233
clásico. Pero la sociedad limeña, durante la década de 1920, no tenía respeto por el indio, como tampoco lo tiene en la actualidad. La categoría de “indio” abarcaba tanto al indígena amazónico, que era una rareza en Lima, como al cholo andino. Era considerado un ser inferior, torpe y lento, al cual se le gritaba. Estaba destinado a tareas serviles y la brecha entre los descendientes de los conquistadores, o del hombre blanco, y el indio era absolutamente infranqueable. Por eso, es difícil que en Lima se le haya hecho el vacío a Julio César Arana y, mucho menos, siendo senador. Además, a pesar de que existía el telégrafo, la comunicación entre la capital del Perú y el Amazonas seguía siendo difícil. Entrañaba un largo viaje en barco que, partiendo del puerto del Callao, subía hasta Panamá, cruzaba el canal, y bajaba hasta Pará, y, luego, Iquitos, con las respectivas escalas. Recién en la década de 1930 comenzaron los vuelos a Iquitos, lo cual, visto con los ojos actuales, era poco menos que una hazaña. Esos hidroaviones con enormes hélices despegaban en el Amazonas, ganaban altura para cruzar la cordillera de los Andes, atravesaban nubes y picos de enorme peligrosidad, sin rada ni otro servicio meteorológico que el olfato del piloto, acuatizando en algún lugar para proseguir el viaje en otro avión hasta Lima. Esta lejanía entre Lima e Iquitos también atemperó las versiones sobre las atrocidades cometidas por Julio César Arana en el Putumayo. Pero, como veremos más adelante, el Amazonas cobra cada crimen que se comete y logró algo inaudito: borrar de la memoria popular peruana al cauchero. En la actualidad, nadie sabe quién fue y sus parientes reniegan de los lazos sanguíneos. El Amazonas era un mundo hermético: parecía cerrar su manto sobre sus habitantes, manteniéndolos alejados de algunos acontecimientos. Los artículos de Walter Hardenburg que publicó Truth no repercutieron en Iquitos. Julio César Arana sabía cómo silenciar cualquier escándalo y, además, contaba con su cuñado, Pablo Zumaeta, fiel ejecutor de sus órdenes. Lo que preocupaba a los habitantes de la capital de Loreto era el alto costo de los productos importados, entre ellos los alimentos, y poco les importaba lo que sucediera en Londres. El pueblo ––no los caucheros ni los comerciantes–– pasó a la acción directa, única arma de la que disponía: decidió aprovisionarse, ya que la inflación hacía imposible adquirir hasta artículos de primera necesidad. Esa decisión se tradujo, durante 1908, en una serie de asaltos populares el 11 y 12 de agosto a diversas casas comerciales, sistemáticamente repelidos por la policía. A juzgar por los ataques contra comercios cuyos propietarios eran chinos,
la xenofobia parece haberse apoderado de los manifestantes. No podía faltar el antisemitismo. Moisés Edery y Fortunato Levy fueron las víctimas propiciatorias: una turba enfurecida atacó e intentó ingresar en sus hogares, como también en sus locales, de los cuales sustrajeron armas. La policía intervino y el incidente finalizó con tres muertes, lo cual no hizo sino poner en pie de guerra a todas las fuerzas vivas de Iquitos, que temían nuevos ataques. El gobierno, alarmado, optó por suspender por seis meses los aranceles a la importación de alimentos, a partir de 1909. Sin embargo, esto ocurría en una remota ciudad, en plena selva, y no asombra que no tuviera ninguna repercusión fuera de ese pequeño ámbito urbano. A quién podía importarle lo que sucedía en Iquitos. A todo esto, en Londres, en el eje del mundo, un río desconocido llamado Putumayo, comenzaba a ocupar la primera plana de los periódicos y a alarmar a los más altos funcionarios del Foreign Office, por estar involucrados en los supuestos crímenes ciudadanos británicos de Barbados. La responsabilidad de toda esta infamia también podía recaer sobre un directorio británico. Era inevitable que se abriera una investigación.
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Los artículos sobre el Putumayo que publicó Truth casi semanalmente hasta el 17 de noviembre de 1909, le dieron mucho prestigio pero poco dinero a Walter Hardenburg. Vale aclarar que su popularidad se circunscribió exclusivamente a círculos que defendían lo que en la actualidad se denominan derechos humanos. De la mano del reverendo John Harris, de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society , Hardenburg, vestido de riguroso frac, transitó por salones poblados por prósperos filántropos narrando lo que había visto en el Amazonas peruano. No obstante, no era suficiente para vivir. Esperaba con paciencia infinita que el gobierno del Perú le enviara la compensación económica por la pérdida de sus pertenencias, pero el trámite se arrastraba sin dar señales de concluir. Debió recurrir otra vez a su padre para que le remitiera setenta y ocho libras esterlinas que había enviado con anterioridad y que su progenitor había invertido en hipotecas. Londres era una ciudad cara, y no sólo había que enfrentar los gastos que le generaba su alojamiento en Sandwich Street, sino que un nuevo acontecimiento había irrumpido en su vida: se había enamorado. Mary Feeney, amiga de los propietarios del boarding house, había traspasado el límite de la amistad, de ser su fiel confidente, para convertirse en una mujer capaz de desatar
en el joven norteamericano una nueva pasión. Lo acompañaría hasta el fin de sus días. En más de oportunidad, Walter Hardenburg habrá pensado en renunciar a esta cruzada por momentos quimérica y para nada rentable, hacer sus valijas y volver a Youngsville, a la comodidad, a la protección del hogar. Pero si había sobrevivido en el Putumayo, más lo haría en Londres. Mientras tanto, los editores de Truth le prestaron veinte libras esterlinas para que pudiera subsistir, suma que, eventualmente, se comprometió a devolver. Tampoco hay que creer que, por el hecho de que Truth publicara semanalmente los artículos de Hardenburg, el Putumayo había trascendido a otros medios de difusión; en realidad, lo ignoraron. El semanario carecía del prestigio de The Times y su contenido era francamente sensacionalista, aunque no llegaba a caer en el periodismo amarillo. Tendrían que pasar tres años para que ese desconocido río provocara un escándalo incontrolable, que ya no se limitaría a la prestigiosa prensa británica, sino que se desparramaría por todos los diarios europeos y norteamericanos. La pregunta inevitable es qué hacía Julio César Arana, mientras tanto, en Londres, y qué estrategia pensaba utilizar para contrarrestar la mala publicidad. El primer frente de conflicto lo tuvo con Eleonora, que aún no se había mudado a Londres a Queen’s Gardens (lo haría recién en 1910), y pasaba una larga temporada en una villa en Suiza, con sus hijos, concretamente en Ginebra. Las atrocidades narradas por Walter Hardenburg deben de haberle resultado intolerables: como buena provinciana, el escándalo era el peor de los males, una lacra que había que evitar a toda costa. Acaso habrá recordado cuando Julio César se internaba en los ríos amazónicos, arriesgando su salud, desafiando las más temibles enfermedades, en un mundo colmado de violencia, de hombres inescrupulosos, y sus súplicas para que abandonara el caucho. No la había escuchado. Ahora, a pesar de estar rodeada de un lujo desmesurado, quizás añoraba los días de Rioja, de Yurimaguas, en vez de ser la señora de Arana, cónyuge de un hombre que torturaba y mataba indios. Cabe preguntarse si estaba o no al tanto de lo que sucedía en el Putumayo, si su marido se lo había confiado y, sobre todo, qué pensaba hacer al respecto. Sea como fuere, Eleonora estaría, como siempre, al lado de Julio César. Así había sido a lo largo de sus vidas, y lo demostró hasta que su marido murió en Lima a los ochenta y ocho años y lo veló antes de que lo sepultaran en el cementerio Presbítero Maestro. 236
Arana, en cambio, apuntó sus cañones contra Hardenburg y Whiffen. Su condición de chantajistas y, en el caso del norteamericano, de falsificador, era suficiente para apaciguar al directorio de la Peruvian Amazon Company. Tenía que recurrir a cualquier estrategia para que el directorio británico, ahora presidido por John Russel Gubbins creyera en sus argumentos. Lo primero que lo favoreció fue la llegada a Londres, el 13 de noviembre, a bordo del vapor Antony , de Henry Gielguld, un contador contratado por la compañía para que fuera a Manaos y a Iquitos a revisar los libros de la compañía. Su estadía en el Amazonas había sido prolongada: siete meses, de los cuales pasó dos en el Putumayo. Como era de suponer, se montó la correspondiente escenografía para ocultar los horrores, y así fue que este inglés algo ingenuo llegó a La Chorrera, donde fue agasajado por Víctor Macedo, y a El Encanto, donde los honores le correspondieron a Miguel de los Santos Loayza. Posteriormente recorrió las secciones caucheras Sur, Occidente, Entre Ríos y Último Retiro. Durante la estadía amazónica de Gielguld, aún no se habían publicado los artículos de Hardenburg y nadie tenía, en Inglaterra, la más remota sospecha de lo que realmente sucedía en aquellos tristes trópicos. Para el modesto contador, que apenas ganaba ciento cincuenta libras al año antes de emprender este nuevo trabajo, el escenario debe de haber sido deslumbrante: los sombríos caminos en la selva; sus misteriosos sonidos; la bruma que brotaba de los ríos en las primeras horas de la mañana; la pequeña catarata de La Chorrera, la cristalina transparencia del Igaraparaná que, en el idioma indígena, quiere decir precisamente “muy transparente”, y, también, la zalamera deferencia que le demostraban los encargados. Si alguien le hubiera dicho lo que verdaderamente ocurría y qué se les hacía a los indios, habría creído que se trataba de un dislate. Por eso, su llegada a Londres le calzó como un guante a Julio César Arana. Lo primero que hizo fue sondear al contador para saber si había presenciado maltratos a los indios. Gielguld negó de plano que se cometieran abusos. El 18 de noviembre se leyó en una reunión de directorio el informe de Gielguld y todos parecieron recuperar la compostura. Richard Collier, en The River that God forgot , reproduce pasajes del informe en cuestión: “Las acusaciones de Truth no son acordes con las condiciones que prevalecen en las propiedades de la compañía. Las impresiones que recogí de las condiciones generales son decididamente favorables, y los indios no tenían esa expresión acobardada y miserable que uno espera encontrar en víctimas de salvajismos. Para mí, se aseme237
jaban simplemente a niños felizmente predispuestos. Los altos empleados de la compañía que conocí no parecían ser la clase de hombres que azotaran, mutilaran o mataran desenfrenadamente a los indios que tenían bajo su mando; los señores Macedo y Loayza, en particular, son hombres que no creo que fueran capaces de cometer las mencionadas atrocidades, y, por otra parte, no existen evidencias serias de que esas barbaridades hayan ocurrido”. Tal vez lo más grave del caso es que Gielguld compuso su informe de buena fe, pues nada indica que haya sido sobornado por Arana. Pero el alivio del directorio fue de cortísima duración. El Foreign Office, presidido por el canciller sir Edward Grey se tomó muy en serio tanto las denuncias de Hardenburg como el informe que presentó Whiffen tras fracasar en su intento de vendérselo a la Peruvian Amazon Company por mil libras esterlinas. Grey pidió la cabeza de al menos uno de los directores que, concebiblemente, estaba al tanto de lo que ocurría en el Putumayo antes de formarse la compañía británica. Se trataba de Abel Alarco, cuñado de Julio César Arana. Este hombre, posiblemente de escasa educación, a quien la riqueza le llovió de la noche a la mañana, era el prototipo del sudamericano visto por ojos ingleses: vulgar, negligente y con un inequívoco estilo de nuevo rico. Vivía en Londres en una enorme mansión eduardiana, y solía ir frecuentemente a Ginebra, donde estaba Eleonora, pero a su propia villa : basta imaginar a este hombre amazónico ataviado como un lord escocés, arrastrado por dos enormes mastines, para que su imagen se vuelva repentinamente risible. El directorio lo detestaba y, si no lo despidió, fue por respeto a Julio César Arana. Este transfirió a su cuñado al Perú, donde seguiría cobrando el fabuloso sueldo de dos mil quinientas libras esterlinas al año. Fueron épocas de cambio en la Peruvian Amazon Company, aunque, en realidad, se trataba de un mero “gatopardismo”, ya que se cambiaban puestos para que nada cambiara. Vernon Smith, aquel torpe empleado que le había entregado un sobre que contenía un cheque al periodista Horace Thorogood, fue destinado a la oficina de Manaos. Henry Gielguld, que trajo ese informe tan conveniente del Putumayo, pasó a ser secretario y administrador de la compañía, con el nada despreciable salario de mil libras esterlinas al año. Pero estos malabarismos no lograron disminuir la presión que ejercía el Foreign Office sobre el directorio de la Peruvian Amazon Company para que enviara una comisión al Putumayo, con el objeto de verificar 238
las denuncias de Hardenburg y el informe de Whiffen. Lo que menos deseaba Julio César Arana era la irrupción en su imperio de una comisión británica. A pesar de que sus fieles encargados eran hábiles para armar y desarmar escenarios, siempre existía el peligro de que se filtrara alguna información. Buscó innumerables pretextos para demorar esa decisión, opuso reparos a cuanto candidato se proponía. Pero Inglaterra no era Perú: el canciller Grey exigía que viajara una comisión, algo que nunca hubiera sucedido en Lima. Para el gobierno limeño, y para la mayoría de los peruanos, Julio César Arana era una suerte de cacique, un patriota, un hombre que había puesto coto a las pretensiones territoriales colombianas y que, además, les había dado utilidad a indios caníbales y herejes. Además, cuánto había hecho por Iquitos: escuelas, hospitales, obras sanitarias surgieron a partir de sus iniciativas mientras fue presidente de la Junta Departamental. También pertenecía a la Liga Loretana y al Centro Social Moyobamba, es decir, a la crema de la sociedad amazónica. Más que investigarlo, había que hacerle un monumento. Sin embargo, lo que para él era, sin duda, la pérfida Albión, ahora intentaba inmiscuirse en sus territorios y no tuvo más remedio que aceptar formar un pequeño contingente para que viajara al Putumayo. Se trataría de una mera fachada compuesta de inofensivos británicos, preferentemente tan despistados como Henry Gielguld. Claro que esa elección no dependía exclusivamente de él, sino también del directorio. Se pusieron de acuerdo en algunos aspectos: los enviados deberían hablar castellano, tener experiencia comercial y autoridad suficiente. La comisión quedó compuesta por el coronel Reginald Bertie, ingeniero en minería, que cobraría nada menos que dos mil quinientas libras esterlinas por su tarea; Walter Fox, un botánico que conocía a la perfección las diversas clases de caucho; el economista Seymour Bell, y Louis Harvey Barnes, un ingeniero agrónomo especializado en cultivos tropicales. A esta inofensiva lista, se agregó el inefable Henry Gielguld a quien, por desempeñar a partir de entonces tareas en el Amazonas, se le incrementó su salario a dos mil quinientas libras esterlinas al año. La designación de este grupo calmó hasta cierto punto a los directores ingleses de la compañía, que se debatían entre los fabulosos sueldos que cobraban por no hacer nada, y una renuncia que los pusiera a salvo de cualquier amenaza futura. Siguieron creyendo en Julio César Arana. El cauchero recurrió, entonces, a una estrategia que terminó convirtiéndose en un boomerang y que, acaso, le dio la primera pauta de que 239
su poder era limitado. El 30 de diciembre de 1909, los accionistas de la Peruvian Amazon Company, es decir, todos aquellos ingleses e inglesas que creyeron en las virtudes del caucho, recibieron un insólito memorándum con miras a la asamblea general, que se llevaría a cabo al día siguiente, firmado por Julio César Arana, que ejercía el cargo de director. “Estimado accionista, a mi arribo a Londres hace poco tiempo, leí la serie de artículos que publicó Truth. Las supuestas atrocidades expuestas son absolutamente infundadas y son el resultado de imaginaciones exaltadas en una región tan remota. No sorprende que algunas personas con objetivos mercenarios se presten a jurar falsedades. En referencia a W. E. Hardenburg, sólo puedo informar a los accionistas que esta persona a quien Truth protege, carece de credibilidad. Dudo que los accionistas tengan la misma opinión de Truth al comprobar las pruebas que están en mi poder, entre otras, un telegrama, confirmado luego por una carta, del señor Egoaguirre, senador por Loreto, en Lima, a quien Hardenburg le propuso que le pagara siete mil libras esterlinas a cambio de no hacer público el material que había recopilado. También existe otro episodio al cual, lamentablemente, me tengo que referir. El 12 de octubre próximo pasado, un oficial del ejército inglés que me había visitado en Manaos, me informó que tenía en su poder el destino de esta compañía, que dependía de un informe suyo que podría ser favorable para esta empresa si recibía mil libras esterlinas”. Pero el 31 de diciembre de 1909, en la asamblea de accionistas de la Peruvian Amazon Company , John Russel Gubbins tomó la palabra y, ante un azorado Arana, advirtió a los presentes, que el memorándum que habían recibido era obra pura y exclusiva de este y que el directorio no lo respaldaba. De hacerse público ese documento, dijo, la compañía podía ser demandada por calumnias e injurias y, si perdía el litigio, los costos serían millonarios, y la empresa quedaría descreditada. Algún accionista preguntó, de mal talante, cómo aún no se había enviado a personas que corroboraran o desmintieran las acusaciones, después de los artículos que había publicado Truth. A pesar de que los directores británicos de la compañía se opusieron tenazmente cuando Arana propuso enviar el memorándum, el cauchero siguió adelante. Después de todo ––habrá reflexionado–– la Peruvian Amazon Company era una creación suya. Era dueño de una abrumadora mayoría del capital accionario y las autoridades que él había designado eran meros títeres, figuras decorativas. Pero John Russel Gubbins, a 240
cargo de la presidencia, se negó categóricamente a suscribir ese memorándum. En Inglaterra, las penalidades por calumnias e injurias eran particularmente severas y el riesgo de difamar a un miembro del ejército inglés y a una revista como Truth era grande. Ningún miembro del directorio lo asumiría. Además, le señalaron a Arana con inusual dureza que las acusaciones iban dirigidas hacia él, no al directorio inglés. Por otra parte, tampoco eran legalmente responsables de lo que pudiera suceder en otros países, por más horroroso que fuera, a pesar de que una compañía británica fuese la que explotaba los recursos. También alegaron que muchas de las acusaciones de Hardenburg se referían a hechos ocurridos antes de que ellos asumieran sus funciones. Esta impunidad fue seriamente cuestionada, en esa misma época, por un valiente y brillante analista, Henry Noel Brailsford, en The War of Steel and Gold, a Study of the Armed Peace (La guerra del acero y del oro, un estudio sobre la paz armada, Londres, 1914, G. Bell & Sons). Un escándalo de proporciones ha llevado últimamente a la conclusión acerca de la necesidad de establecer controles sobre compañías británicas que operan con capital en el extranjero. La organización que impuso en el Putumayo un sistema de esclavitud virtual, tan cruel e inútil como el que impuso el rey Leopoldo II en el Congo, fue una compañía británica con directores británicos, y oficinas en la City. La opinión pública descubrió, a medida que se revelaban los hechos, que no existe un recurso por el cual financistas británicos, cuyos agentes han impuesto la esclavitud a una raza primitiva a través de la masacre, la tortura y la violación, puedan ser castigados o controlados, en tanto y en cuanto sus crueldades estén confinadas en territorios extranjeros. La opinión pública se conmovió y sugirió una solución natural y simple en sí misma, que pronto será elevada al Parlamento. Es, en suma, que los súbditos británicos que, en el futuro, presten sus nombres y su capital a compañías comprometidas con esta clase de especulación, estarán sujetos a juicio y encarcelamiento en este país, sin importar la ubicación del escenario de sus crímenes vicarios. La propuesta incluye un principio saludable, y marca el primer reconocimiento del hecho que el capital británico exportado al extranjero es, de algún modo, una emanación de nosotros mismos, una función de nuestra vida ciudadana que debería, en alguna medida, estar sujeta a la ley británica y al control de la Nación. Sólo podría ser aplicada con éxito en casos raros y gravísimos. Basta imaginar la dificul-
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tad y el costo de obtener evidencias en el corazón de África o de Sudamérica, como también el trasladar a los testigos a Londres, para darse cuenta de que rara vez podría intentarse. Los abogados defensores siempre podrían recurrir a testigos pagos o intimidados, que jurarían que sus peores jefes eran considerados por los nativos como deidades benéficas, y, el jurado, ignorando las condiciones locales, y dispuesto a creer que, si algo malo había ocurrido, consideraría que los directores en Inglaterra no podrían ser responsables de ello y rara vez se los condenaría. Nadie con un mínimo de imparcialidad puede dudar de las atrocidades en el Putumayo, pero las evidencias que podrían convencer a un historiador no son siempre suficientes en una corte de justicia. Por un caso escandaloso como este, existen otros en los cuales el capital exportado, a pesar de que no incurre en crímenes, es también culpable de una despiadada explotación, que sólo un abogado podría distinguirla de la esclavitud. Los horrores, la pesadilla del Putumayo sólo puede suceder en zonas salvajes rara vez frecuentadas por la civilización. No son usuales, ni aparentemente demasiado rentables y tienden a curarse por sus propios excesos. El sistema conocido comopeonaje , por otra parte, está establecido en Latinoamérica, y el capital que lo estimula es en varios casos foráneo y, a veces, británico.
Los miembros ingleses del directorio podían dormir en paz: la ley los amparaba. Tampoco eran responsables de lo que sucedía en el Putumayo, ya que desconocían en forma absoluta las atrocidades. En todo caso, podrían ser culpables de haber formado parte del directorio de una empresa sudamericana que explotaba tierras en un río ignoto perdido en la selva amazónica. Pero esto no eximía de responsabilidad a Henry Read y a John Russel Gubbins, dos miembros prominentes de laPeruvian Amazon Company: aquél había nacido en el Perú y, este último, había vivido en Lima durante treinta y ocho años, tiempo y circunstancia más que suficientes para conocer la idiosincrasia latinoamericana y cómo se trataba al indio. Pero ahora no se trataba de ser o no responsables de crímenes, sino de enfrentar un juicio por calumnias y difamación, lo cual los hacía poco felices y, en este sentido, fueron absolutamente intransigentes con Arana. Como sea, no les convenía renunciar a sus cargos: el salario anual de Gubbins era de seiscientas libras esterlinas y, en poco tiempo más, se elevaría al doble; los demás miembros del directorio, cobraban, como dijimos, doscientas libras esterlinas al año, más una participación en las ganancias. 242
El único modo de verificar qué era lo que realmente sucedía en el Putumayo era enviar a la comisión. Truth ya no publicaba más artículos de Hardenburg y el caucho, apenas iniciado 1910, comenzó su espiral ascendente en los mercados hasta llegar a cumbres inimaginables. Tocó los doce chelines y cinco peniques (3,06 dólares) la libra: las fortunas se hacían de la noche a la mañana y los operadores recurrían a cualquier estratagema para enterarse lo antes posible de las cotizaciones. Ese año, la aduana de Iquitos recaudó la astronómica cifra de 275.600 libras esterlinas. Ese año iban a desarrollarse otros acontecimientos. Walter Hardenburg, ya casado con Mary Feeney, logró por fin cobrar la indemnización que le otorgó el gobierno peruano por sus extraviadas pertenencias: quinientas libras esterlinas, que debería dividir por la mitad con W.B. Perkins. Esas doscientas cincuenta libras esterlinas que genuinamente le pertenecían, si bien no constituían una fortuna, le permitiría al flamante matrimonio dejar Inglaterra, donde no existía para él ningún horizonte laboral; por otra parte, su cruzada de denuncia de lo que sucedía en el Putumayo había perdido impulso. Estaba cansado de Londres, de los insalvables gastos, de luchar por los derechos de indios que nadie conocía. Tampoco quería volver a la Youngsville donde naciera, sino iniciar una nueva vida en un país en crecimiento. Se decidió por Canadá. Hacia allí partieron en el vapor Corsican y, el 1 de marzo, llegaron a St. John, Nueva Brunswick, para dirigirse luego a Toronto. Tres años después, en 1913, Hardenburg estaría de vuelta en Londres asistiendo a las sesiones del Comité Selecto de la Cámara de los Comunes que investigaba los crímenes del Putumayo. En 1910, también la coruscante sociedad eduardiana recibió un duro golpe: el 6 de mayo, falleció el rey Eduardo VII, y lo sucedió su hijo, Jorge V, que nada tenía en común con su padre. Este nuevo rey, inusualmente severo en sus principios, casado con la princesa Mary de Teck, era absolutamente feliz con su mujer y sus hijos y, mientras fue príncipe de Gales, pasaba largas temporadas en una modesta casa campestre. La era del exceso estaba a punto de concluir. Ese mismo año, Eleonora y sus hijos dejaron Ginebra y se mudaron a 42 Queen’s Gardens; es inevitable preguntarse cómo esta mujer y sus cinco hijos se adaptaban a tantos cambios cosmopolitas. El trasplante a Biarritz había implicado un salto cuántico. Ahora era Londres, una nueva lengua, una cultura diferente. Pero esta mujer que había cruzado la 243
cordillera de los Andes a caballo para estudiar el magisterio en Lima, no se iba a amedrentar por un mero cambio de ciudad. Donde estuviera Julio César estaría ella. Este fue quizás el último verano en que Julio César Arana estaría en paz junto a su familia. Nada parecía perturbarlo y el viaje al Putumayo que la comisión iniciaría ese año sería un mero trámite sin consecuencias. Ignoraba que otras fuerzas presionaban al canciller Grey, para que esa comisión incluyera un investigador propuesto por el gobierno británico. En junio la campiña inglesa adquiría una sorprendente belleza. El cauchero, acompañado por Eleonora y sus hijos, habrá recorrido los alrededores de Londres, posiblemente en un lujoso automóvil, para ver qué casa con un deslumbrante jardín podía adquirir para que viviera su familia. No sospechaba que ese proyecto era utópico, y que, de ahora en más, su vida se asemejaría a un tobogán. Arana decidió, para evitar que se filtrara información inconveniente del Putumayo, escribir una carta al cónsul británico en Iquitos, David Cazes, advirtiéndole de la llegada de la comisión, y aclarándole que esta indagaría “sobre el presente y no sobre el pasado”. Existía una antigua animosidad entre el cauchero y el diplomático inglés. En 1908, ambos habían reclamado la posesión de Pensamiento, una plantación de caucho próxima al Putumayo. Su propietario, Plinio Torres, al momento de fallecer, tenía deudas tanto con Arana como con Cazes, funcionario que, además de sus tareas consulares, se dedicaba intensamente al comercio y era el dueño de la Iquitos Trading Company. Fue este quien pegó el primer zarpazo. Trabó embargo sobre la propiedad, obtuvo todo el caucho que esta producía y hasta llegó a venderlo, como cobro de deuda. Julio César Arana actuó de inmediato: envió al comisario Burga, con jurisdicción en el Putumayo, a que se apoderara de la propiedad en su nombre, lo cual complicó las pretensiones de Cazes. El cónsul denunció la maniobra, alegando que el verdadero motivo de la toma de Pensamiento en nada se relacionaba con una deuda, sino que estaba destinado a evitar que los indios huitotos huyeran del río Caraparaná al río Napo, escapando de los tormentos a los que los sometía la Casa Arana, como aún se la conocía. Cuando llegó la comisión británica, Cazes declaró que Arana había sobornado al prefecto de Loreto, Carlos Zapata, y al comisario Burga para adueñarse de Pensamiento. La Corte de Iquitos falló a favor de Arana y conminó al diplomático a pagar ochocientas libras esterlinas. El cónsul se negó y sólo la amenaza del prefecto, en el sentido de que sería 244
automáticamente detenido apenas saliera del consulado, lo convenció de abonar lo que reclamaba la justicia. Sin embargo, lo grave no fue sólo que un funcionario británico mezclara los negocios con sus funciones consulares, sino que no denunciara al Foreign Office, al viajar a Londres, en 1909, lo que estaba sucediendo en el Putumayo, ni que un capataz de Pensamiento que se negó a entregar a los indios al comisario Burga, logró llegar a Iquitos con un contingente de indígenas para que las autoridades verificaran cómo habían sido azotados. La comisión que, hacia mediados de 1910, se disponía a partir rumbo al Putumayo no constituía una amenaza para Julio César Arana. Pero, aún tras la partida de Hardenburg al Canadá, el reverendo John Harris, de la Anti-Slavery and Aborigines Protection Society, no se había quedado de brazos cruzados. Tenía poderosos contactos con prominentes políticos e industriales, que lo apoyaron ampliamente cuando se propuso entrevistarse con el canciller británico, sir Edward Grey, y le abrieron las puertas del Foreign Office, lo cual no era una tarea sencilla. Grey estaba demasiado preocupado por conflictos internacionales, como la situación en Persia, para escuchar hablar de vaya a saber qué indios en alguna remota selva sudamericana. Pero aceptó recibir a una delegación para interiorizarse con detenimiento de lo que sucedía en el Putumayo. El problema que surgió de inmediato es que la comisión, que cobraba elevados honorarios pagados por la PAC,3 difícilmente brindaría un informe imparcial y exhaustivo de lo que ocurría en las plantaciones de caucho de esa misma empresa. Si se quería tener un panorama auténtico, era imprescindible incorporar a la comisión a una persona insobornable y que tuviera experiencia en el tema. Grey le aclaró a la delegación que existían obstáculos para la investigación. Por más que la compañía que explotaba el caucho en el Putumayo fuera británica, ¿cómo podía Inglaterra inmiscuirse en los problemas internos del Perú? ¿Cómo vería el gobierno de Lima que la cancillería inglesa enviara un representante para que investigara en un territorio extranjero? Por otra parte, ¿en qué situación quedarían las compañías inglesas en el Perú, entre ellas los ferrocarriles, si se producía esa inevitable fricción diplomática? Gran Bretaña no podía intervenir en el Putumayo, a no ser que diera con algún artilugio legal que permitiera el ingreso de un observador oficial. No demoró mucho en encontrarlo. Como en 1904 la Casa Arana había contratado negros de Barbados y de otras islas caribeñas, como, por ejemplo, Montserrat, y estos eran súbditos británicos, la cancillería po245
día intervenir. Sir Edward Grey había hallado el artilugio capaz de levantar el telón que ocultaba los horrores del Putumayo. Ahora debía hallar a la persona indicada para esa tarea. La única elección racional, acertada y fuera de todo cuestionamiento recayó en Roger Casement, un diplomático nacido en Irlanda, que desempeñara funciones consulares en África y en Sudamérica, tareas meramente burocráticas, que no se comparaban con el pavoroso informe que presentó, en 1903, sobre el Estado Libre del Congo. The White Book , impulsado por la cancillería británica, las sociedades antiesclavistas y Edmund Morel, detallaba cómo se mataba, torturaba y mutilaba a los nativos para obtener caucho. Produjo tal estremecimiento en el mundo que, cinco años después, Leopoldo II de Bélgica se vio forzado a vender a su país ––ya que se trataba de un bien personal–– el inmenso Congo, recibiendo a cambio una suma fabulosa. Roger Casement (en 1911, después de regresar del Putumayo, el rey Jorge V lo nombró caballero) poseía una inteligencia asombrosa, era elegante, y, a la vez, infatigable para internarse en la selva e interrogar hasta las últimas consecuencias a quien se le cruzara en el camino. Era un homosexual compulsivamente promiscuo, que en sus diarios asentaba con escabrosos detalles sus innúmeros y constantes encuentros íntimos con nativos de África o Sudamérica. Este hombre, que en Irlanda es considerado un mártir, fue condenado a morir en la horca, en Londres, en 1916, por la alta traición de haberse aliado con Alemania ––en plena Primera Guerra Mundial–– para contribuir a la independencia de su país. En marzo de 1910, Casement, que por entonces era cónsul general en Río de Janeiro, había regresado a Inglaterra en marzo para pasar sus vacaciones en la casa de su familia, Maghrintemple, en el condado de chequear subrayado Antrim de su nativa Irlanda. Allí llegó un representante de la Anti-Sla- ver próximo capítulo very and Aborigines Protection Society , con la esperanza de interesarlo en los crímenes del Putumayo, iniciativa que despertó en el diplomático un interés inmediato y que no demoró en aceptar. Se trataba de una misión delicada. Perú no era una colonia británica, y existían aspectos legales y diplomáticos a tener en cuenta, para evitar decisiones precipitadas y salvaguardar las relaciones entre ambos países. También había aspectos prácticos a discutir. Casement y Grey se entrevistaron en el Foreign Office. Lo primero que habrá analizado el diplomático era quiénes integraban la comisión designada por la Peruvian Amazon Company . Tuvo reservas con respecto a quien la presidía, el coronel Reginald Bertie, 246
pero finalmente aceptó: después de todo, la carrera de éste en los Royal Welsh Fusiliers había sido brillante y, como investigador, había demostrado una pericia superlativa cuando indagó, en 1898, la masacre de soldados y marineros el 25 de agosto de ese año en Iraklion, Creta, durante el dominio turco. Estaba conforme con el resto de los miembros: Louis Harding Barnes era un especialista en agricultura tropical que había desarrollado tareas en Mozambique; Walter Fox era un experto en caucho conectado con los Royal Botanical Gardens; Seymour Bell era economista especializado en desarrollo comercial, y Henry Gielguld ––el que creía que el Putumayo era un paraíso–– desarrollaría tareas menores. Sir Edward Grey no ignoraba la importancia de especificar taxativamente cuáles serían las funciones de Casement. En el aspecto práctico, el mayor problema lo depararon el transporte por el río Putumayo y sus tributarios, ya que sólo podía realizarse en los barcos de la Peruvian Amazon Company , lo que implicaba un control permanente de los miembros de la comisión. Grey, inteligentemente, autorizó a Casement a que utilizara cualquier otro medio de transporte, si lo creía necesario, y este, también inteligentemente, le señaló que no convenía apartarse demasiado del grupo observador para poder fiscalizarlo. Fue una reunión entre dos hombres que conocían a la perfección su oficio, los riesgos diplomáticos y las trampas en que se podía caer; por lo tanto, trazaron lineamientos y límites precisos a la tarea que llevaría a cabo Roger Casement, detallados por él mismo. Investigar las denuncias contra súbditos británicos empleados por una compañía británica y, hasta cierto punto, el propio actuar de esa compañía, si es que esa actuación afectó a súbditos británicos. Esto constituiría una función perfectamente legítima para un funcionario inglés y que podría llevar a cabo, entre otras razones, por las posibles indemnizaciones que pudieran surgir como consecuencia de la actuación de esta compañía o de sus empleados británicos. Sir Edward Grey no dio indicaciones concretas acerca de cómo debería llevarse a cabo una investigación de esta naturaleza en un país extranjero, salvo lineamientos generales en cuanto a la forma de proceder. Le señalé que las dificultades de este tipo de investigación podían ser considerables y que sería deseable una interpretación independiente, es decir, la presencia de una persona con un conocimiento competente del idioma español. En este punto, como también en el refe-
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rente a los medios de transporte y los métodos a adoptar para recabar información, el Secretario de Estado lo dejó a mi buen arbitrio. Sir Edward Grey luego indicó que, además de los cargos específicos que pudieran surgir contra los empleados de la compañía que se tradujeran en perjuicios contra súbditos británicos, también podrían descubrirse hechos conectados con el régimen de la explotación del caucho del país visitado, que deberían ser anotados y comunicados separadamente. Sería conveniente tener una enorme prudencia al respecto ––como también durante la investigación–– para que el gobierno peruano no opusiera reparos a la misión. Sería necesario discriminar toda información comprometedora, que no sería publicada ni transmitida a funcionarios de los gobiernos involucrados. El informe de los hechos, en tanto y en cuanto concerniera a una compañía y súbditos británicos, se publicaría únicamente en Inglaterra.
Nada supo Julio César Arana de lo que se tramaba entre abolicionistas, un diplomático que había desafiado nada menos que al rey de los belgas y un canciller que tenía plena conciencia, como funcionario, de sus responsabilidades. Cuando se enteró de la designación de Roger Casement, el 13 de julio, vislumbró con aguda nitidez problemas de primera magnitud. Era lo peor que le podía haber sucedido. No ignoraba quién era el irlandés y qué tarea había realizado en el Congo. Cómo contrarrestar a ese ojo penetrante, a ese hombre habilísimo en los interrogatorios cuando llegara a La Chorrera o a Abisinia, por más que se hubiera montado una escenografía; de qué modo esconder en la selva a los indios ––que eran centenares–– que ostentaban la célebre “marca de Arana” en las nalgas o en la espalda; cómo encubrir que en Iquitos se vendían niños indígenas para cumplir con tareas serviles por veinte libras esterlinas, muchos de ellos provenientes de sus secciones caucheras del Putumayo; qué garantía tendría de que encargados, empleados, indios y negros de Barbados mantendrían silencio con respecto a los crímenes que se cometían. La presencia de Casement en su imperio era una pesadilla. Ya había habido un contacto entre Casement y la familia Arana. En febrero de 1907, Lizardo Arana, hermano de Julio César, e integrante de la estructura empresaria, había embarcado rumbo a Manaos en el vapor Clement . En la habitual escala en Madeira se incorporó un nuevo viajero: Roger Casement, que se trasladaba a Pará, en la desembocadura del 248
Amazonas, para hacerse cargo del consulado británico. Alguna noche habrán compartido, como era la costumbre, la mesa del capitán. Los dos hombres tenían un rasgo común: ambos ocultaban penosos secretos. El hermano de Lizardo Arana, y también él mismo, habían convertido al Putumayo en un infierno y trataba por todos los medios de mantener oculta esa abominable realidad; Casement tenía una vida sexual que era penalmente sancionable en una Inglaterra donde hacía apenas once años había estallado el escándalo Oscar Wilde. La partida de la comisión se fijó para el 23 de julio, desde el puerto de Southhampton, a bordo del Edinburgh Castle , de la compañía naviera Union-Castle. La innata habilidad de Casement, su prestigio por la investigación que había llevado a cabo en el Congo y su condición de diplomático que partía a investigar nuevas atrocidades, esta vez en un río sudamericano, lo pusieron en contacto con figuras prominentes, como Arthur Conan Doyle y William Cadbury ––propietario de la célebre fábrica de chocolate––. Los medios de difusión británicos revelaron que una misión inglesa había partido al río Putumayo para investigar las denuncias sobre atrocidades, pero fue después de haber zarpado, recién el 6 de agosto. Roger Casement había puesto en marcha una implacable maquinaria. Julio César Arana no la podría detener ni siquiera con todo el caucho del Perú.
N OTAS 1 Para hallarla en ese laberíntico cementerio erigido en un terreno que pertenecía al ejército inglés, quienes poseen una navegador satelital (GPS) la encontrarán en las coordenadas N 22º 16.264’ E 114º 10.740’. 2 El Foreign Office siempre se refirió en su correspondencia a Mr. X. para no mencionar a Whiffen, hasta que Julio César Arana lo desenmascaró, en 1913, y se hizo pública su extorsión. 3 La misión le costó a la Peruvian Amazon Company diez mil libras esterlinas.
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El corazón de las tinieblas
Durante el siglo XIX, las potencias europeas se obsesionaron con un continente que parecía una inagotable cornucopia destinada a alimentar sus industrias. África, a diferencia de Iberoamérica, era un complejo mosaico de culturas y climas, de selvas inenarrables, de desiertos desolados, de colonias. El continente negro comenzaba al sur del Sahara y era tan misterioso que, en 1860, aún no se conocían las fuentes del río Nilo. El interés europeo por el África subsahariana se desató en la segunda mitad del siglo XIX, impulsado por la avidez de materias primas y de mano de obra barata o, mejor, esclava. Hasta ese momento sólo Portugal ––desde hacía siglos–– mantenía colonias como Angola y Lourenço Marques (en la actualidad, Mozambique). A grandes rasgos, puede decirse que el occidente africano quedó en manos de Francia y Gran Bretaña, el oriente en las de este último país, y parte del oeste y de la zona oriental en las de Alemania. Pero la selva colosal ubicada en el medio del continente, en la cuenca del río Congo, carecía de dueño al iniciarse el último cuarto del siglo XIX. Un río oscuro e inexplorado, el Congo, nacido en el río Lualaba, atravesaba la inmensa cuenca para desembocar en el océano Atlántico. Esta inagotable cuenca productora de materias primas no quedó en manos de un estado sino en las de un individuo: mediante infatigables intrigas diplomáticas, Lepoldo II de Bélgica hizo un feudo privado de esa enorme región, a la que denominó el Estado Libre del Congo, no porque sus habitantes lo fueran, sino porque ––en teoría–– podrían comerciar con cualquier país, algo que su propietario no tardó en desmentir. Sería largo relatar cómo el rey de un país diminuto logró adueñarse de semejante extensión africana; baste señalar que el Congreso de Berlín, en 1885, proclamó el nacimiento del Estado Libre del Congo y que Leopoldo II ––no la nación sobre la que él reinaba–– terminó convirtiéndose en su dueño. 250
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Leopoldo II, primo de la reina Victoria de Inglaterra y por cuyas venas corría la sangre Sajonia-Coburgo-Gotha, fue el peor genocida de fines del siglo XIX y comienzos del que le siguió, a pesar de que los belgas difícilmente reconozcan este hecho. Era un hombre alto y delgado, de poblada barba, impulsado por un inagotable e inescrupuloso apetito de poder y de dinero. Limitado en su gobierno por una constitución y negándose a depender económicamente de los políticos de turno, supo que para ser verdaderamente rico y hacer de Bélgica un país prominente, y de Bruselas una capital con sorprendentes parques, edificios y monumentos ––comenzando por su palacio de Laeken–– debería contar, como toda potencia que pesara en el concierto de las naciones, con posesiones de ultramar capaces de proveer materias primas y mano de obra a bajo costo. Eso se lo otorgó, con creces, el Estado Libre del Congo. Leopoldo no pudo manejar su vida personal como lo hacía con las de los desvalidos congoleños. Sus tres hijas terminaron repudiándolo. Una de ellas, Estefanía, casó con Rodolfo de Habsburgo, que se suicidó junto a su amante María Vetsera en el castillo de Mayerling. Su hermana Carlota, esposa de Maximiliano de Habsburgo, se enroló en la aventura mexicana ideada por Napoleón III, y llegó a ser emperatriz del país azteca. Pero en medio del naufragio de la aventura mexicana y tras el fusilamiento de su marido, Carlota perdió la razón. Cada vez más alejada de la realidad, vivió recluida en el castillo belga de Bouchout hasta su muerte, en 1927. Las atrocidades que se cometían en el Congo para obtener caucho, a partir de 1890, fueron de tal magnitud que instituciones como la Congo Reform Association , tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, iniciaron una campaña de denuncia. Entre los que apoyaron esas denuncias estaban el rey británico Eduardo VII, Mark Twain, Theodore Roosevelt, Joseph Conrad y un funcionario del Foreign Office nacido en Irlanda: Roger Casement, cuyo informe sobre el Congo aparecido en 1904 (Administration of the Independent State of the Congo), estremeció al mundo. Una cuidadosa investigación de las condiciones de vida de los nativos alrededor del lago Mantumba confirmó la veracidad de algunas declaraciones que registré, en el sentido de que la disminución de la población, las aldeas sucias y mal mantenidas y la falta absoluta de cabras, ovejas y aves ––que en esta región fueron abundantes en otra
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época–– habrá que atribuirlas al esfuerzo continuo a lo largo de varios años para obligar a los nativos a recolectar caucho. Numerosos destacamentos de soldados nativos estaban acantonados en el distrito y las medidas punitivas se tomaron duraron un tiempo considerable. Durante el transcurso de estas operaciones hubo una notable pérdida de vidas, acompañada, mucho me temo, por una mutilación general de los muertos, como prueba de que los soldados habían cumplido con su deber. Me percaté de dos casos de mutilación mientras estuve en la región del lago. Uno fue el de un joven, cuyas manos habían sido trituradas a culatazos; el otro, un muchacho de diez u once años de edad, a quien se le había cortado una mano a la altura de la muñeca. En ambos casos los soldados gubernamentales estaban acompañados por oficiales blancos cuyos nombres tengo en mi poder. De seis nativos (una niña, tres niños, un joven y una anciana) que fueron mutilados durante este sistema de recolección de caucho, todos menos uno habían muerto al día de mi arribo.
Las revelaciones de Casement que figuran en los British Parlamentary Papers, de 1904 (LXII, Cd. 1933), hacen palidecer lo expresado más arriba. Las descripciones del horror se asemejan notablemente a lo que sucedía en el Putumayo y muestran con atroz claridad la actitud del hombre europeo para con las razas que consideraba inferiores. A los nativos se los ataba con correas que, al contraerse con la lluvia, cortaban la piel hasta el hueso, o se les machacaban las manos con la culata de los fusiles hasta que se desprendían. Se los obligaba a comer las heces de los blancos. Como entretenimiento, más que para ahorrar balas, se los ubicaba uno detrás de otro y se los mataba de un solo tiro. A los heridos ––como en el Putumayo–– no se les brindaba asistencia alguna, y se los arrojaba a los cerdos o a tribus caníbales. Hacerlos morir de inanición era otro de los pasatiempos de los europeos, lo que forzaba a los nativos, desesperadamente hambrientos, a comerse el revoque de viejos edificios, lo que les provocaba vómitos con bilis que contenía sanguijuelas. La campaña de denuncias fue tan intensa que, en 1908, Leopoldo II no tuvo más remedio que transferir el enorme Estado a Bélgica, por la fabulosa suma de cincuenta millones de francos. Roger Casement pasó a ser una suerte de héroe por haberse adentrado en esa selva ominosa y haber puesto en descubierto a los artífices del horror. Para entender a es253
te hombre complejo y atormentado habría que conocer cómo y por qué llegó al Congo. Roger Casement había nacido en Dublín, el mismo año en que nació Julio César Arana, 1864; sus padres fallecieron en su juventud. Junto con sus hermanos, fue criado por su tío, John Casement, en Magherintemple House en el condado de Antrim. La ambivalencia y los contrastes agudos formaron parte de su personalidad desde su nacimiento: su padre era protestante, su madre católica (y alcohólica); a pesar de su intensa devoción religiosa, fue un homosexual promiscuo que recurría incesantemente a los servicios pagos de jóvenes nativos africanos o amazónicos; fue funcionario del gobierno inglés y se hizo célebre con sus investigaciones por cuenta del mismo sobre las atrocidades en el Congo y en el Putumayo, pero su compromiso con la independencia de Irlanda lo llevó a colaborar activamente con Alemania en plena guerra mundial, lo que le valió ser ejecutado por alta traición en 1916. Al dejar su Irlanda nativa tras finalizar sus estudios, Casement trabajó en Elder Demptster Shipping Co. , una empresa naviera, en Liverpool, donde vivía con sus parientes, los Bannister. Pero lo que lo atraía era la remota y en buena parte inexplorada África subsahariana. A los diecinueve años llegó a la región del Congo para trabajar en algunas compañías y en la Association Internationale Africaine , dirigida por Leopoldo II de Bélgica, donde cumpliría las más diversas funciones, desde explorador y cazador, hasta investigador y administrador. Corría 1884 y comenzaba un proceso imparable que fue conocido como Scramble for Africa ––la “rebatiña por África”––, en que las potencias europeas se repartieron el continente negro como si se tratara de porciones de una torta. En el Congo, todo estaba por hacerse, y hacía poco que grandes exploradores, como el doctor Livingstone y Henry Morton Stanley habían cruzado la selva impenetrable descubriendo montañas, cataratas y lagos ignorados por la civilización. Por entonces, Casement creía ingenuamente que las intenciones europeas en África eran civilizadoras; habitaría en ese continente durante veinte años. En 1892, ingresó al servicio diplomático británico y llevó a cabo tareas consulares en el Congo, Nigeria, Lourenço Marques (su primer cargo como cónsul), Sudáfrica y Angola. En junio de 1890, en el principal puerto congoleño, Matadi, a orillas del gran río ––donde concluía la navegación para los vapores que ingresaban por el océano Atlántico, debido a los grandes rápidos que existían
entre esta ciudad y Leopoldville, en la actualidad Kinshasa–– se encontrarían, por puro azar, dos hombres: un modesto empleado y un capitán de barco, que compartieron una habitación durante quince días. El empleado era Roger Casement; el capitán, un polaco, Joseph Korzeniowsky (deriva del polaco korzen , o raíz), que el mundo conocería como Joseph Conrad. La información que el irlandés le suministró al gran escritor polaco-británico en esa ocasión dio origen a un relato extraordinario: Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas), que mostró en forma de ficción el horrible y nada ficticio rostro del “progreso” que imponía Europa en otros continentes. El 13 de junio, el futuro escritor registró en su diario: “Conocí a Mr. Roger Casement, lo que considero un gran placer en estas circunstancias… Piensa, se expresa bien, muy inteligente y simpático”. Con seguridad, encontrar a un alma sensible en Matadi no era fácil. Para Roger Casement habrá sido un hallazgo dar con este polaco, que llevaba consigo el manuscrito de Almayer’s Folly , su primera novela. Imaginemos a este puerto de deslumbrante belleza, perdido en la selva africana, rodeado de montañas y de un río serpenteante. Todavía no se había construido el ferrocarril a Leopoldville y se llegaba allí a pie, trayecto en que la mosca tsé-tsé, portadora de la “enfermedad del sueño”, diezmaba a nativos y europeos. Esta tarea agotadora le tocó en suerte a Conrad. La experiencia congoleña del polaco fue breve y desastrosa. Fue capitán sólo durante una semana de un destartalado vapor fluvial, el Roi des Belges, y contrajo las habituales enfermedades tropicales, que lo tuvieron postrado durante seis meses, al cabo de los cuales regresó a Europa. Aunque el irlandés no dejó impresiones escritas sobre este capitán de barco, Conrad sí lo retrató a él. En su novela The Inheritors, escrita en colaboración con Ford Madox Ford (1901), se descubre un inequívoco retrato de Casement en el personaje de Soane, el hijo de un noble irlandés, que se opone al Duc de Mersch, un alter ego en la ficción de Leopoldo II de Bélgica.
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Roger Casement era un hombre imponente. Las fotografías que se conservan de él muestran a un ser alto, espigado, de mirada penetrante, barba prolija y aire elegante. En una carta que le escribió al escritor R.B. Cunninghame Graham, en 1903, Conrad lo describe así: “Le envío dos cartas que recibí de un hombre llamado Casement, aclarándole que lo
conocí en el Congo hace doce años. Quizás ha oído hablar de él o ha visto su nombre impreso. Es un irlandés protestante y piadoso. Pero también lo era Pizarro. Por lo demás, puedo asegurarle que se trata de una personalidad límpida. Existe también en él un toque del Conquistador; lo he visto partir a impronunciables zonas salvajes esgrimiendo un bastón torcido como única arma, con dos perros bulldog pisándole los talones: Paddy (blanco) y Biddy (marrón) y, como toda compañía, un muchacho luanda, es decir, originario de Luanda, Angola, cargando un bulto. Unos meses después lo encontré nuevamente algo más encorvado, más bronceado, con su bastón, sus perros y el muchacho luanda , y parecía tan sereno como si hubiera dado un paseo por el parque”. En esa misma carta Conrad admite que Casement le ha revelado los horrores “indecibles” (unspeakable) –– para utilizar un término de Conrad–– que dieron origen a El corazón de las tinieblas: ¡Él sí que podía contar cosas! Cosas que he tratado de olvidar; cosas que ni siquiera sabía que existían. Ha estado tantos años como yo meses ––casi–– en África.
La vida los reuniría brevemente. En Londres, en 1896, coincidieron en una cena de la Johnson Society , organizada por el editor Fisher Unwin. Además, Casement visitó en dos ocasiones la casa de campo del matrimonio Conrad, en Pent Farm, Stanford; la primera el 3 de enero de 1903, la segunda en 1905. Sobre esta última visita, Jessie Conrad escribió muchos años después: “Sir Roger Casement, un fanático protestante, vino a visitarnos y a pasar dos días con nosotros. Era un hombre muy buen mozo con una barba negra y espesa y ojos penetrantes e inquietos. Me impresionó enormemente su personalidad. Fue durante la época en que estaba interesado en dar a conocer las atrocidades que se llevaban a cabo en el Congo Belga. Quién hubiera podido prever su terrible destino durante la guerra mientras estaba en nuestro salón denunciando apasionadamente las crueldades que había presenciado”.
A diferencia de otros intelectuales, Joseph Conrad no se opuso a que Casement fuera ajusticiado, el 3 de agosto de 1916. Le escribió una carta a John Quinn, entre el arresto y la ejecución del irlandés, en la que dice:
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Uno sólo se pregunta, en nuestro dolor, para qué sirvió todo. Con Gran Bretaña aplastada y la flota alemana surcando los mares, la mera sombra de la independencia irlandesa se hubiera esfumado. La República de Islandia… 1 se hubiera convertido meramente en un bien defendido destacamento alemán ––un deleznable escalón hacia el objetivo final de la Welt-Politik… Nunca hablamos de política [con Casement ]. Tampoco pienso que él tenía alguna. No puede ser tomado en serio un Home-ruler que acepta el patronazgo de Lord Salisbury. Era un buen compañero; pero ya en África consideré, propiamente hablando, que era un hombre sin mentalidad alguna. No quiero decir estúpido. Quiero decir que era absolutamente emocional. Se abrió camino debido a la fuerza de la emoción (el informe sobre el Congo, Putumayo, etc.) y al puro temperamento ––una personalidad verdaderamente trágica––; se trataba de una grandeza de la cual no tenía rastros. Sólo vanidad. Pero en el Congo aún no era visible.
Cuando el editor Fisher Unwin (publicó varias obras de Conrad y, también, The Devil’s Paradise , de Walter Hardenburg) juntó firmas para pedir clemencia al gobierno británico ––logró las de Chesterton, John Galsworthy y Sir Arthur Conan Doyle, entre las más conspicuas––, Conrad se negó enfáticamente; aún más, le expresó a su amigo Joseph Retinger que había compartido una choza con Casement en el Congo y había terminado profundamente disgustado, expresiones que poco condicen con sus primeras impresiones del irlandés. Es que la condición de homosexual de sir Roger Casement había quedado al descubierto cuando Scotland Yard allanó su casa en Londres, 55 Ebury Street, Pimlico, y encontró los famosos Black Diaries (Diarios Negros ), donde el ex diplomático registraba con escandalosos detalles su promiscua vida íntima. Esos diarios fueron leídos por el rey Jorge V, miembros del Parlamento, obispos y líderes de opinión británicos. Conrad consideraba que el haber compartido durante quince días una choza en una ciudad selvática con un homosexual tan notorio, que ahora resultaba además un traidor a la patria ––en el caso de Conrad, adoptiva–– lo ponía al borde del precipicio.
El Putumayo fue el segundo desafío de Roger Casement. Desde que partió junto con la comisión investigadora del puerto de Southampton, el 23 de julio de 1910, a bordo del Edinburgh Castle , desconfió de aque257
lla ––más allá de sus buenas intenciones––, ya que había sido designada por la compañía, lo cual le restaba objetividad. En su profusa correspondencia durante este viaje, no dejó de recalcar su condición de paying guest , es decir, de invitado que se hace cargo de sus propios gastos. Enfatizó también que, más que investigar, los integrantes de la comitiva se dedicarían a estudiar aspectos de la empresa relacionados con lo económico y lo financiero, y a buscar nuevas áreas de rentabilidad. Los pormenores de este viaje los conocemos a través de sus diarios, mayormente escritos con lápiz y que fueron admirablemente clasificados por Angus Mitchell después de una exhaustiva investigación en la Biblioteca Nacional de Irlanda, y plasmados en The Amazon Journal of Roger Casement (El diario amazónico de Sir Roger Casement). El 27 de julio llegaron a Madeira y debieron permanecer cuatro días en Funchal para esperar la conexión a Pará, a bordo del Hilary . Esta isla era una suerte de punto neurálgico de trasbordos y, a la vez, un paraíso que atraía a numerosos europeos que huían de los rigores invernales. El 31 de julio se embarcaron en el Hilary , cruzaron el océano Atlántico y, el 8 de agosto, llegaron a Belém do Pará, ciudad donde el irlandés había sido cónsul. Pará, si bien era un puerto activo por donde se exportaba el caucho y entraban alimentos y productos manufacturados, tenía un clima abominable. El 13 de agosto, el Hilary levó anclas, bordeó la isla de Marajó y se adentró en el río Amazonas rumbo a Manaos, donde trasbordaría la comitiva para dirigirse a Iquitos. Los camarotes eran sofocantes, apenas refrescados por un ventilador de pared y los salones se volvían irrespirables debido al calor del trópico y la humedad; para colmo, era de rigor el uso de saco, cuello duro y corbata. El coronel Bertie, jefe de la comisión, fue atacado por la disentería en cuanto zarparon de Pará, y para cuando llegaron a Manaos, estaba tan enfermo que decidió regresar a Inglaterra. Para Casement no fue una pérdida significativa. En una carta fechada el 2 de agosto, antes de llegar a Pará, le había escrito a su amigo, Edmund Morel, infatigable denunciador de las atrocidades del Congo: “No creo que Bertie sea el hombre para descubrir algo. Parece muy inofensivo y nada sabe acerca del país, de sus habitantes, de las tradiciones, ideas o cualquier cosa que se relacione con el trabajo a realizar. Sólo se tuvieron en cuenta su nombre y posición social [era hermano del embajador británico en París]. La principal dificultad en lo que a mí respecta, es la aparente necesidad de tener que viajar a todas partes como huésped de esta comisión. Es difícil y 258
prácticamente imposible llegar a una conclusión independiente, o seguir una línea independiente de investigación cuando, desde el principio hasta el fin, tendré que hacer todo con su permiso”. No es de extrañar, entonces, que un día después de llegar a Manaos, Roger Casement haya querido desprenderse lo antes posible de la comisión para investigar por su cuenta. Abordó un vapor de la Booth Line, el Huayna y zarpó rumbo a Iquitos, librándose transitoriamente de sus compañeros. De lo que no se pudo desprender era de un mal que le afectaba la vista, que lo obligaba a escribir con lápiz, ya que la tinta le agudizaba sus dificultades ópticas. El médico de a bordo, antes de llegar a Manaos, le advirtió que podía padecer oftalmia crónica si no tomaba algunos cuidados imprescindibles, advertencia que no debe de haber tomado en cuenta porque en plena selva estuvo, algún tiempo, con los dos ojos vendados. A bordo del Huayna, que remontaba con pasmosa lentitud el río Amazonas debido a que el nivel de las aguas había descendido considerablemente, Casement alternó con un pasajero que se dirigía a Iquitos, y Hilary que también había viajado desde Madeira a Manaos en el tor Israel, cuyos intereses, con los años, se entrelazaron con los de Julio César Arana ––fue su testaferro–– y, quien, según algunas versiones, se quedó con la reducida fortuna que le quedaba al cauchero después de 1930. Sería incompleta una historia de Iquitos sin mencionar a este hombre de negocios, que fue alcalde de esa ciudad, y propietario del deslumbrante Hotel Palace, sobre el malecón Tarapacá, actualmente sede de la Prefectura de Loreto. Israel era un judío nacido en la isla de Malta. Hacía once años que vivía en Iquitos y había empezado su actividad comercial con una modesta tienda. El diario de Casement registra una conversación que mantuvo con él la noche del 24 de agosto de 1910, mientras el vapor estaba fondeado en la desembocadura del río Yavarí. Israel, que intentaba atraer capitales para su compañía cauchera, la Pacaya Rubber Company , con un millón de hectáreas en el río Ucayali, a dos días de navegación de Iquitos, defendió ante Casement los métodos de explotación ––según él, imprescindibles–– que se aplicaban en el Amazonas. Casement debe de haber quedado perplejo, no porque desconociera cuál era el sistema, sino porque por primera vez alguien le confesaba descarnadamente cómo era la realidad. Casement adujo que el imperio británico no “conquistaba” ni “reducía” 2 a los habitantes de sus colonias y que el único sistema económico que podría perdurar era aquel 259
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que desarrollara dentro de ese marco legal y ético; por el contrario, el enriquecimiento rápido e inescrupuloso sólo conducía al error. Pero Israel no pensaba abandonar sus principios en materia de explotación. ––¿Qué haría usted si el gobierno peruano le ofreciera una concesión en la selva amazónica donde existieran indios salvajes sin que comercialmente nada pueda encararse si no son reducidos? ––le preguntó al irlandés. ––En esas condiciones ––respondió Casement––, jamás aceptaría una concesión. ––¡Ah! ––replicó Israel––; entonces no puede haber ningún diálogo posible entre nosotros. No existe la posibilidad de un acuerdo, ya que nuestros puntos de vista son demasiado divergentes. ––Eso es lo que creo ––repuso el irlandés––. Vemos este asunto con percepciones diferentes en lo que respecta a las relaciones entre los hombres. El Huayna distaba de tener las comodidades del Hilary, que lo trasladara de Madeira a Manaos. Era una modesta barcaza fluvial, con un único y hediondo retrete que compartían los veintisiete pasajeros. Por eso, Casement decidió trasbordar el 28 de agosto al Urimaguas , donde viajaba la comisión, para llegar, tres días más tarde a Iquitos. Detestó la ciudad desde el primer momento: su clima era agobiante y los mosquitos insoportables durante el día y la noche, lo cual no deja de llamar la atención, ya que el clima en el Congo no debe haber sido menos opresivo. Quizá los motivos de su desazón fueran otros: carecía de la libertad y del relativo anonimato para investigar que había disfrutado en África, y se hospedaba en casa del cónsul británico y empresario cauchero David Cazes. Lo primero que intuyó fue que si no disponía de un guía imparcial, que no sólo hablara español, sino también huitoto y bora, sus esfuerzos serían inútiles: el diálogo con las víctimas era imprescindible. Envió a la lancha Argentina al río Napo, en busca de un intérprete, Santiago Vargas, que se hallaba en Copal Urco. La misión fue un fracaso, ya que no se encontró al hombre buscado, y le costó al gobierno británico cien libras esterlinas. Pero el 1 de setiembre, día que el enviado cumplió cuarenta y seis años, dio con la punta del ovillo: dos negros de Barbados que llegaron a Iquitos a bordo del Liberal fueron a visitarlo. Se ignora qué motivó esta visita. La hipótesis más verosímil es que los barbadenses hayan visto en el representante de Su Majestad Británica un óptimo 260
receptor para denunciar los horrores que presenciaron y que fueron forzados a cometer. Habían sido vilmente engañados, al ser contratados en 1904 por el cuñado de Julio César Arana, Abel Alarco, a través de un agente de Barbados, S. E. Brewster. Al arribar a Manaos, supieron cuáles serían sus tareas e intentaron abandonar el barco recurriendo al cónsul británico en esa ciudad. Pero no lo lograron: el funcionario les advirtió que deberían cumplir con el contrato que habían firmado. De estos dos barbadenses, Frederic Bishop fue quien hizo las revelaciones más crudas. Le confirmó a Casement que durante el tránsito del capitán Thomas Whiffen por el Putumayo, los jefes de sección hicieron desaparecer a los indios azotados, enviándolos a remotas zonas selváticas, como también cadenas, látigos y cepos. Él mismo, dijo, había sido obligado a flagelar a los indígenas que no cumplían con la cuota de caucho pactada. Y no tenía reparos en declarar todo lo que había presenciado ante cualquier autoridad. Posteriormente, Casement reconoció que, de no haber existido Bishop, su misión hubiera fracasado. Lo contrató por doce libras esterlinas mensuales, más alojamiento y viáticos. La casa del cónsul británico en Iquitos pasó a ser una especie de sala de audiencias, ya que fueron varios los visitantes y varias, también, las versiones que debió escuchar. Para los peruanos amazónicos, entre ellos el nuevo Prefecto de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, a quien visitó oportunamente, Julio César Arana era un patriota superlativo, incesante en su tarea en materia de civilizar indios. Y los artículos publicados en Truth firmados por Walter Hardenburg eran la obra de un chantajista. Pero Casement no se engañaba: había oído demasiadas campanas, entre ellas la de un comerciante francés, Vatan, quien analizó lúcidamente lo que sucedía en las secciones caucheras de la Peruvian Amazon Company. Sí, el sistema de explotación de los indios era una esclavitud y las denuncias eran rigurosamente ciertas. Pero cambiar las reglas de juego equivalía a un suicidio económico: si los indígenas fueran bien tratados, se produciría el colapso económico de las secciones del Putumayo, una enorme pérdida para los accionistas ingleses y, peor aún, intervendría el gobierno peruano imponiendo un sistema aún más perverso que el de Arana. A todo esto, el irlandés alternaba las investigaciones humanitarias con entretenimientos más cuestionables. Anotó en su diario:
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Después de cenar fui al Malecón y me encontré con Caja Marco para un… y luego un chico adorable que estaba sentado… Luego en la Plaza y un bellísimo peruano de Chota. Un tipo espléndido y muy bien dotado… Vi al joven soldado negro peruano dejando el cuartel: estaba erecto y lo denotaban sus pantalones blancos… ¡le llegaba a la mitad del muslo! Por lo menos, treinta y tres centímetros de longitud… José vino a las tres y permaneció hasta casi las cinco. Estaba erecto y jugué con mis dedos. Uno de los cargadores, un robusto peón inca blanco, con camisa azul y pantalones, es un perfecto monstruo. ¡Cómo balancea y muestra la cabeza de su órgano que tiene tres pulgadas de diámetro!
El 18 de octubre, estando en Matanzas, escribe en su diario refiriéndose a los indios boras: “Muchos de ellos tienen brazos fuertes, bellísimos muslos y piernas, aunque no desarrollaron debidamente sus músculos”. O el 30 de octubre en La Chorrera: “Un muchacho que vi hoy tenía una espléndida figura ––un joven bora en una de las lanchas––. Me gustaría llevarlo, o uno como él, para dárselo a Herbert Ward en París para que lo esculpa”. Parecía tener un preferido, cuya fotografía, tomada por Casement, puede verse en The Devil’s Paradise de Walter Hardenburg: “La tarde de hoy se caracterizó por un calor bochornoso. Llevé a Arédomi cuesta arriba a la catarata [se refiere a la de La Chorrera], y lo fotografié con su collar de dientes de tigre, brazaletes de plumas y un fono. Fuimos río arriba hacia un desembarcadero, tomamos asiento y conversamos, o intentamos conversar, yo preguntándole nombres de objetos en huitoto y él respondiendo como podía. Pobre chico, descubrí que se aferra a mí”. A pesar de que Arédomi posa artificialmente, casi incómodo frente a una cámara, la fotografía revela una belleza poco común, y es inevitable sospechar que Casement sentía por él un afecto particular. En varios pasajes se refiere casi obsesivamente a los muslos de los indígenas, cuando estaban bien formados, y más de una vez califica de buenos mozos a varios nativos. En ningún tramo de su diario se refiere en esos términos a las mujeres huitoto.
se produjo como consecuencia de ese incesante desfile de cuerpos, sino que fue detonada por quien sería su pareja en su primera y última relación relativamente estable, que se prolongaría durante casi dos años. En 1916 el joven marinero noruego Adler Christensen ––a quien presumiblemente conoció en Montevideo y reencontró poco menos que famélico en las calles de Nueva York–– lo acompañó a Alemania durante la Primera Guerra Mundial para reclutar prisioneros de guerra irlandeses y formar una Brigada Irlandesa que lucharan contra los británicos. Esta iniciativa no prosperó: los internados se negaron a luchar contra el Imperio. El noruego lo delató ante las autoridades británicas, a quienes también hizo saber de la existencia de los diarios secretos de su amigo. Evidentemente, Casement no estaba cómodo con sus inclinaciones sexuales. Al enterarse, por ejemplo, que el general homosexual sir Hector MacDonald se había suicidado, Casement deseó que este caso “tan penoso pueda despertar la conciencia nacional para lograr métodos más saludables para curar una enfermedad terrible, en vez de una legislación criminal”. Pero cuando fue detenido y juzgado por alta traición, asumió y defendió por primera vez su condición. Su abogado defensor, Alexander M. Sullivan, escribió que: “[Casement] me dio instrucciones para que le explicara al jurado que las prácticas inmundas y deshonrosas y la glorificación de las mismas, eran inseparables del verdadero genio; aún más, me conminó a que citara, para demostrarlo, a los grandes hombres de la historia, cuya lista me suministró. No estaba para nada avergonzado”. Es interesante relatar el tránsito del atormentado irlandés por Buenos Aires, en marzo de 1910, cuando llegó a la Argentina, desde Santos, a bordo del Asturias.El 12 de marzo, día siguiente al de su llegada a Buenos Aires, anotó: 12, sábado. Mañana en la Avenida de Mayo. Espléndidas erecciones. Ramón 7$000 [no sabemos a qué moneda se refiere]. Diez pulgadas al menos. X adentro.
En sus diarios, Casement hace cuentas y llega a la conclusión de que gastó noventa y cuatro libras esterlinas, diez peniques y nueve chelines en cuarenta y nueve compañeros sexuales. Pero la caída de Casement no
A veces su lenguaje pasa de telegráfico a descriptivo. Revela, por ejemplo, cómo conoció, en el zoológico porteño, a un tal Ramón Tapia, residente en la calle Álvarez 1860, a quien le pagó veintidós pesos y con quien tuvo varios encuentros sexuales. Alternó los encantos de Tapia con los de un tal Francisco y con un marinero a quien no identifica por nombre. También almorzó en el Hurlingham Club y visitó la estancia San
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Marco, de Eddy Duggan, descendiente de irlandeses. Su periplo culminó con dos viajes a Mar del Plata, a la que comparó con el balneario británico de Brighton.
Este fue el hombre que reveló al mundo las atrocidades del Congo y las del Putumayo. Astuto y perceptivo, antes de partir a la selva ofreció un banquete en Iquitos, donde fueron homenajeados algunos de los responsables de las atrocidades. Que creyeran que era inofensivo y que podrían engañarlo fácilmente. El 14 de setiembre se embarcó junto con la comisión en el Liberal, y el buque insignia de la flota de Julio César Arana se deslizó aguas abajo por el río Amazonas hasta la desembocadura del Putumayo, una zona baja y pantanosa, infestada de insectos, que pronto atormentaron a los pasajeros. Su primer destino era La Chorrera, sobre el río Igaraparaná, la perla de la corona, que ostentaba el dudoso privilegio de estar a trescientos metros sobre el nivel del mar, con su enorme edificio asentado sobre una colina, con menos calor, mosquitos y jejenes. Pero Casement estaba más obsesionado por cumplir su misión que por extasiarse con el paisaje, y la prueba de ello es la economía estética de su diario en materia de panoramas. Casement llevaba consigo un libro de viajes escrito por el lugarteniente Henry Lister Maw, en 1827.Journal of a Passage from the Pacific to the Atlantic crossing the Andes in the northern provinces of Peru, and descending the river Marañon or Amazon (Diario del tránsito desde el Pacífico al Atlántico cruzando los Andes en las provincias del norte del Perú, y descendiendo por el río Marañón o Amazonas) fue el primero realizado por un viajero inglés, curiosamente con la misma óptica del enviado: Tan terrible es el miedo al hombre blanco entre estos indios, que es sabido que luchan desesperadamente contra ellos, como suele suceder en algunas oportunidades, que si a cien o más de ellos se los ve bailando en la noche alrededor del fuego, siete u ocho hombres blancos ubicándose en diversas posiciones y disparando algunas balas pueden atrapar el número que deseen, debido a que el resto de los indígenas sólo atina a huir. Los nativos, cuando se enteran que los blancos merodean en las inmediaciones para cazarlos, cavan pozos en distintos caminos selváticos, depositan lanzas con las puntas envenenadas y los cubren con estacas, hojas y tierra, lo cual demanda una enorme precaución para no caer en estas trampas mortales.
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Casement pronto confirmaría que, en el Putumayo, los indios habían abandonado sus conductas ofensivas y estaban a merced de una banda de criminales. El origen del nombre de ese río era tan incierto como la tarea que debería desarrollar. Para Maw, Putumayo era una región donde habitaban indios, sin referencia a ningún río; el enviado irlandés, en cambio, dedujo que se trataba de un vocablo quechua, ya que mayo en ese lenguaje significa agua o río. El 22 de setiembre, tras una travesía de nueve días, la comisión llegó a La Chorrera, donde fue recibida por Juan Tizón ––una especie de anfitrión designado por la Peruvian Amazon Company––, que se había adelantado a la llegada de los británicos, y que era bien considerado en Iquitos, y por Víctor Macedo, el jefe de sección, que engrosaba la lista de los carniceros de las secciones caucheras de Arana. El trabajo de Casement era delicadísimo, con límites precisos, con el riesgo permanente de herir susceptibilidades, o de desatar un incidente entre Inglaterra y Perú si traspasaba sus funciones, claramente confinadas al diálogo con los negros de Barbados, que eran súbditos británicos. Pero nadie podía impedirle escribir, elaborar un informe sobre lo que vería o escucharía durante ese periplo que duraría dos meses y que incluiría otras secciones caucheras como Occidente, Entre Ríos, Último Retiro, Matanzas y Sur. Apenas Casement pisó La Chorrera, Víctor Macedo dio señales de recelo, hasta el punto de querer estar presente en cada momento. Cuando el enviado habló ante un grupo de indios ––un mero encuentro informal junto a la despensa–– el jefe de sección ordenó a Lawrence, el cocinero, que escuchara qué decía. Fue ahí que Casement vio por primera vez a un muchacho de confianza . Así se llamaba a los jóvenes indios armados de fusiles que eran una pieza indispensable del engranaje del terror de Julio César Arana. Estos huitotos eran entrenados para perseguir y dar muerte a cualquier miembro de su comunidad que hubiera escapado, o para ejecutarlo ante una mera orden de un superior. Casement quería evitar a toda costa las previsibles maniobras de los peruanos. Si los barbadenses contratados por la Peruvian Amazon Company hablaban de las atrocidades que habían sido obligados a cometer, Tizón y Macedo podrían alegar que lo que correspondía era realizar una investigación en Iquitos. Sería, inevitablemente, un proceso caracterizado por la corrupción, la ausencia de jueces imparciales y la intervención de una Corte comprada por Julio César Arana. Casement supo desde el 265
comienzo que una vez que los barbadenses se sinceraran con él, debería sacarlos del Perú. El 23 de setiembre, un día después de haber arribado, escribió en su diario: Uno está rodeado, por todas partes, de criminales. El anfitrión en la cabecera de la mesa [Macedo ] es un asesino cobarde, lo mismo que los muchachosque me esperan con su bagaje de trucos. Permanecer en este distrito simulando tener los ojos vendados y aceptando su palabra ante lo que presenciamos, terminará derrotando a nuestro objetivo, ya que no podremos, más adelante, suministrar evidencia creíble si tenemos que apostar hombres para que no nos espíen o escuchen nuestras conversaciones y actuar como si nosotros fuéramos, en realidad, los criminales temerosos de ser descubiertos. Y, a pesar de todo, si no actuamos de este modo, temo que pronto llegaremos a un punto muerto, debido a que es obvio que estos hombres, culpables y malignos y no ignorándolo, no permanecerán sentados viendo cómo apilamos terribles acusaciones en su contra. En consecuencia, actuarán para protegerse a sí mismos, y esa acción adquirirá una forma precisa, básicamente “acusar” a los barbadenses, o alegar que, ante los graves cargos formulados ante la comisión y ante mi persona, es imperativo que una corte judicial peruana investigue esas acusaciones, con lo cual todo terminará diluyéndose. Los barbadenses serán presionados y aterrorizados para que nieguen todo ––en realidad, bastará con encerrarlos en una celda en Iquitos––, con lo cual quedaría al descubierto mi incapacidad para protegerlos, evitando que digan lo que el tribunal quiere escuchar.
A pesar de sus temores, Casement entrevistó en La Chorrera a cinco negros de Barbados, con el apoyo lógistico del fiel Bishop. Algunos no dijeron nada; otros, como Stanley Sealy y James Chase, revelaron algunos pormenores. Sabían que la vida humana, en el Putumayo, carecía de valor y que por más que fueran súbditos británicos, cualquier rebeldía podía desembocar en algún “accidente” o en ser “comidos por caníbales”, el habitual pretexto para encubrir el homicidio. Pero a diferencia de los indefensos indígenas, los barbadenses tenían un cónsul, que había viajado a los confines de esa selva ominosa para escucharlos. El enviado era el único capaz de sacarlos de ese infierno. Por eso no es de extrañar que el negro Joshua Dyall, en la mañana del 24 de setiembre, fuera al aposento de Casement a instancias de Bishop, aunque el cónsul tenía pocas expectativas acerca de las revelaciones que podría hacer. Suponía que 266
Macedo le habría suministrado un oportuno libreto. Casement, ese día, escribió en su diario: Uno se mueve aquí dentro de una abierta atmósfera de crimen, de sospecha, de mentira y de desconfianza, también poblada por repugnantes y cobardes asesinatos de indios indefensos. Si alguna vez existió una raza indefensa en la faz de esta tierra, es la de estos salvajes desnudos y selváticos, que son apenas niños que han crecido. Sus mismos brazos muestran la falta de actos sanguinarios que surjan de sus mentes tímidas y de sus gentiles personalidades.
Joshua Dyall quizá no pudo resistirse a la presencia de su cónsul y a la de Louis Barnes, miembro de la comisión. Su testimonio no hizo sino confirmar con creces las sospechas de Casement. El barbadense había trabajado en la sección cauchera Matanzas, ubicada en el interior de la selva, sin ningún río que trajera barcos y viajeros, un equivalente a la inner station (sección interior) de Kurtz en El corazón de las tinieblas . Pero en vez de estar dirigida por un viejo moribundo como en el relato, estaba al mando de un joven de veintidós años, con sangre boliviana e inglesa, que se había recibido de contador en Inglaterra. Armando Normand fue el peor de los asesinos de las secciones caucheras del Putumayo. Julio César Arana no ignoraba su existencia ni sus métodos. Por algo a los jefes de esas secciones de las tinieblas les daba el cincuenta por ciento del caucho recaudado. En las secciones del interior (otras no menos célebres fueron Abisinia, Sabana y Santa Julia), posiblemente por la ausencia de un río que los conectara con el resto de la humanidad, reinaba un sadismo compulsivo, irrefrenable, un constante concurso de horrores. Dyall fue el primero de la larga lista de quienes revelaron al cónsul inglés lo que había sido forzado a hacer por Normand. Confesó haber asesinado a cinco indios con sus propias manos. Dos perecieron fusilados, a otros dos les aplastó los testículos con un garrote, por orden de Normand y con la colaboración de este, y al último lo azotó hasta morir. Otra de las especialidades de Normand era colocarle al indio una cadena alrededor del cuello y elevarlo a varios metros del suelo, para luego soltarlo abruptamente: la caída lo dejaba inconsciente y había que reanimarlo abriéndole los brazos de una manera precisa. Un indio sometido a este tratamiento se había cortado su propia lengua con los dientes al caer. 267
Esa misma tarde Dyall firmó la declaración que puntualizaba esos hechos macabros, refrendada por dos testigos barbadenses, Stanley Lewis y el propio Bishop, ante la comisión en pleno y el mismo Tizón, enviado por la Peruvian Amazon Company . Para Tizón, fue una situación embarazosa: debía comprobar el horror y al mismo tiempo salvar el prestigio y las actividades económicas de la compañía. Para peor, Casement quería ir más adelante: no bastaba que un barbadense revelara los crímenes que lo obligaron a cometer; era imperativo confrontarlo con los responsables de las atrocidades, es decir, los jefes de sección. Tizón conocía la selva y la personalidad del peruano mejor que el cónsul. Sabía que un enfrentamiento podría tener consecuencias apocalípticas: los jefes, acorralados, con sus crímenes al descubierto, en regiones remotas y selváticas de dificilísimo acceso, eran capaces de sublevarse con las armas que poseían y el apoyo de los muchachos de confianza y de los indios. El Putumayo, entonces, ardería. Reconoció, sin embargo, que la esclavitud existía, que no había ni una sola autoridad policial o judicial en esa zona y que si la Peruvian Amazon Company desaparecía, terminaría siendo reemplazada por un sistema mucho peor. Debían ser prudentes, mantener un bajo perfil, evitar situaciones que podrían escaparse de las manos; se trataba de ir eliminando gradualmente a los jefes de sección e imponer un sistema más humano de trabajo. Los argumentos convencieron a Casement, pero exigió que Tizón trascendiera las instrucciones escritas y las buenas intenciones, y que tomara decisiones inequívocas en lo que respecta a los jefes y al sistema de flagelación para recolectar caucho. El diario de Casement refleja tanto su desesperación ante lo que se le revelaba, como su molestia al descubrir que a la comisión el tema no le quitaba el sueño. Un registro correspondiente al domingo 25 de setiembre, en La Chorrera, habla claramente de sus dudas: Los Zumaetas, los Dublés [se refiere al cuñado de Julio César Arana y a otro asociado en Iquitos] ––y, peor aún, los Aranas–– deberían ser eliminados, pero, qué vamos a hacer, forman la Compañía, la compañía local. Los accionistas londinenses y el Directorio son un mero manto de respetabilidad y la garantía de dinero en efectivo. Arana y su banda en Iquitos son los verdaderos dueños de la Peruvian Amazon Company. Cuando descubra que ya no pueden obtenerse más fondos de Londres, entonces la Compañía se irá, pero Arana y su horda de infames rufianes permanecerán aquí ––los Mirandas,
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Macedos, Agüeros, Fonsecas, Montts, Normands, Argaluses, Flores, Luis Alcorta–– y todo el abominable resto. ¡Dios los ayude a los indios! Pobre Tizón. Me confió, al atardecer: “Se necesita rezar, se necesitaría un ángel que descienda para ayudarme. ¿De dónde vendrán hombres mejores?”
El clima agobiante, la lluvia, los persistentes insectos no parecían ser un obstáculo para Casement, que anotaba en su diario extensos pasajes de lo que veía, desde la falta de atención a los indios enfermos, hasta el desmesurado consumo de alcohol que hacían jefes y empleados. La apatía de los integrantes de la comisión lo sacaba de quicio: permanecían sentados en sus dormitorios leyendo, o se dedicaban a analizar aspectos puramente comerciales, haciendo la vista gorda a cada observación ––o, más bien, denuncia–– del enviado del gobierno británico. Después de seis días en La Chorrera, la comisión partió a una sección cauchera en el Igaraparaná, Occidente, en una lancha de la Compañía, la Veloz, que de eso sólo tenía el nombre, ya que tardaron casi un día en llegar. Allí los recibió otro émulo de Víctor Macedo, el siniestro Fidel Velarde. Casement registró los trayectos por la selva en su Green Notebook (Cuaderno de Apuntes Verde) que, lamentablemente, ha desaparecido sin dejar rastros. Casement entendió rápidamente cómo funcionaba en términos económicos el sistema en las secciones caucheras. Velarde afirmó que en su sección trabajaban quinientos treinta indios que recolectaban, por trimestre, treinta kilos de caucho por cabeza, en cada uno de los cuatro períodos anuales de recolección, denominados fabrico, lo cual llevaba a cincuenta toneladas la producción anual de Occidente. Si la sección tenía quinientos treinta indios, un aporte de ciento veinte kilos anuales por cabeza resulta en 63.600 kilogramos al año. La cantidad real era aún mayor. Casement vio cómo un indio descargaba un lote de caucho que pesaba treinta y dos kilos y medio. Cabe preguntarse al bolsillo de quiénes iba a parar la diferencia de quince toneladas. El trabajo indígena poco tenía que ver con el de un obrero en una fábrica, que cumple horarios, tiene días de descanso, y cobra un salario. En las secciones caucheras de Arana nadie esperaba que los indios volvieran con su cargamento. Eran “recolectados” por los muchachos de confianza que salían armados, cada quince días, a encontrarlos en la selva y conducirlos a la correspondiente sección. Hacia allí partían los indígenas, con sus mujeres y niños ––que también eran forzados a recolectar 269
caucho––, a depositar en una balanza su carga. Si no alcanzaban la cifra requerida, el indio mismo se ponía dócilmente boca abajo para ser azotado, o era introducido en el cepo para la ceremonia de la flagelación. Con la llegada del caucho los huitotos habían perdido todo sentido de la dignidad y hasta el instinto de supervivencia. Si el indígena cumplía con la cuota de caucho esperada, se le daba un “anticipo” para que siguiera figurando en los libros como deudor, y se lo despachaba inmediatamente a la selva para que recolectara más caucho. A pesar de que esta actividad ocupaba cada momento de la vida de los aborígenes, los responsables de la sección los convocaron para que entretuvieran a los ilustres visitantes con una celebración tradicional. Fueron llegando, esta vez sin las pesadas cargas de caucho sobre sus espaldas, aseguradas con correas sujetas a la cabeza, a manera de vincha. Las mujeres iban totalmente desnudas, con los cuerpos pintados de rojo y amarillo. Algunas cargaban a sus hijos pequeños en las espaldas; los hombres, ostentaban como única vestimenta un fono , una cáscara para cubrir el órgano masculino. La descripción que hace Casement de los hombres es penosa: de baja estatura, casi esqueléticos como consecuencia de la pésima alimentación, que se traducía en brazos y piernas lastimeros. Para impresionar a los visitantes algunos lucían camisas de franela y pantalones a cuadros, que costarían tres chelines y seis peniques. Otros exhibían absurdas gorras con un ancla dorada. Pero esta patética mascarada no ocultaba las terribles cicatrices producidas por los azotes en la parte superior de las nalgas, que se veían incluso en un niño de diez años. El 29 de setiembre, Casement escribió: ¡Pobres indios! Todo lo que les gusta, lo que para ellos significa la vida, y hasta el regocijo que podría brindar esta selva poco luminosa a un pueblo extraviado no les pertenece, sino que es patrimonio de esta banda de mestizos asesinos. Sus mujeres y sus hijos son los trofeos deportivos, los juguetes de estos rufianes. Ellos, padres de familia, son conducidos por truhanes armados para que sus cuerpos desnudos reciban azotes, bajo la mirada aterrorizada de sus mujeres y de sus hijos. Aquí, ante nuestra vista, los vemos a todos ellos, hombres, maridos y padres, ostentando en sus nalgas y muslos las marcas indelebles del látigo. ¿Quién y por qué es utilizado? Por no traer una cantidad infame e ilegal de caucho, impuesta por ellos, no por un Gobierno, como fue durante el saqueo del Congo, sino por una asociación de vagabundos, la escoria del Perú y de Colombia, reunidos aquí
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por Arana y Hermanos, luego transformada en una compañía británica integrada por embobados caballeros ingleses de cabezas huecas.
ver subrayado
Recordó con ironía su encuentro en Iquitos con Lizardo Arana, el remilgado hermano de Julio César, que le aseguró que encontraría en el Putumayo “indios espléndidos” y que el viaje redundaría en un aumento del capital de la Compañía. De los indios nada podía esperar en materia de confesiones: ya vivían demasiado aterrorizados para comprometerse con riesgosas declaraciones. Sólo alguno de los barbadenses era capaz de hablar, posiblemente estimulado por la alentadora presencia de su cónsul. Eso fue lo que sucedió con Stanley Sealy el 1 de octubre, cuando fue llamado por Casement: pausadamente, dando absoluta veracidad a sus palabras, le relató la expedición de la cual formó parte, en 1908, organizada por Augusto Jiménez, jefe de la sección Último Retiro (la próxima que visitaría la comisión), que partió de Morelia, una de las estaciones interiores, rumbo al río Caquetá persiguiendo a indios que habían desertado. La historia fue reconstruida así por Casement. Durante el primer día de marcha, después de haber dejado Morelia y estando a un día y medio del Caquetá, aproximadamente a las cinco de la tarde atraparon en la senda a una vieja mujer indígena. Jiménez le preguntó dónde estaba el resto de los indios. Sealey afirma que la india estaba algo asustada. Le dijo a Jiménez que, al día siguiente a las once de la mañana, llegaría a la casa donde se habían refugiado algunos indios. Era una mujer anciana y no podía correr. Prosiguieron la marcha con ella y la mantuvieron en el campamento hasta las dos de la tarde del día siguiente; Jiménez le preguntó: “¿Dónde está la casa, dónde están los indios?”. La anciana no respondió. No podía hablar y permanecía con la vista fija en el suelo. Jiménez le dijo: ––Ayer me has dicho mentiras, pero, ahora, tienes que decir la verdad. La llamó a su mujer ––tenía como esposa a una india, que aún está junto a él–– y le dijo: ––Tráeme la soga de mi hamaca. Tomó la soga, se la entregó y, con la misma, le ató las manos a la anciana detrás de la espalda. Había dos árboles próximos ––uno aquí y el otro allá––. Ordenó a un indio que cortara un poste para colocar entre los árboles y la arrastró a la indígena atándola al mismo, sin que sus pies tocaran el suelo. Le dijo a uno de sus muchachos me algunas hojas que estén secas”. Puso las mismas debajo de los pies
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: “Tráe
de la india mientras colgaba del árbol, extrajo una caja de fósforos de su bolsillo y encendió las hojas secas y la anciana empezó a quemarse. Vio grandes ampollas que se formaron en la piel (Sealy señaló los muslos). “Estaba toda quemada y ella gritaba. Bueno señor, cuando vi eso dije ¡El Señor tenga piedad! Y corrí para no presenciar más todo eso.” ––¿No regresó? ––Permanecí cerca de donde ella estaba. Pude escuchar hablar a Jiménez. Le dijo a uno de los muchachos “que la aflojaran”, algo que hicieron, pero no estaba muerta. Estaba tendida en el suelo y todavía emitía lamentos. “Si esta anciana no puede caminar ––dijo Jiménez–– córtele la cabeza. Y el indio hizo eso, cortarle la cabeza.” ––¿Usted lo vio? ––Sí, señor, la dejó allí, en el mismo lugar. Proseguimos nuestra marcha por la selva y, después de cuatro horas de caminata, encontramos a dos mujeres indias. No tenían casa. Habían escapado. Una tenía un hijo. Jiménez amenazó con el hacha a la que llevaba al niño. “¿Adónde se escaparon los indios?”, le preguntó. Ella le respondió que no sabía dónde estaban. Él le dijo que era una mentirosa. ––¿Se lo dijo Jiménez utilizando el lenguaje indio? ––Le dijo a su mujer que lo hiciera. Su esposa también habla español. Ahora vive con él en Último Retiro. Su mujer le dijo a la india que mentía. Jiménez tomó al niño y se lo dio a uno de los indios que recolectaba caucho. “Córtale la cabeza”, le ordenó. Y lo hizo. ––¿Cómo le cortó el indio la cabeza al niño? ––Lo tomó del pelo y le cortó la cabeza con un machete. Era un niño pequeño que caminaba siguiendo a su madre. ––¿Era un niño o una niña? ––Era un niño. Dejó el cuerpo y la cabeza en ese lugar, en el sendero. Prosiguió su camino llevando a las dos mujeres, pero la madre lloraba por su hijo. Bueno, señor, nos internamos en la selva y encontramos a un indio, bastante fuerte debo decir. Esto sucedió cuando nos acercamos al Caquetá. Jiménez dijo que quería cruzar a la otra orilla, pero no sabía dónde encontrar un bote o una canoa. Bueno, señor, el indio dijo que tampoco sabía dónde encontrarlos. Para entonces, Jiménez acusó al indio de ser un mentiroso: consiguió una soga y le ató las manos detrás de la espalda. Repitió lo mismo que había hecho con la anciana india, atándolo a un poste colocado entre dos árboles, sin que sus pies tocaran el suelo. Después que losmuchachos trajeron hojas secas, extrajo la caja de fósforos, encendió el fuego, y el indio empezó a quemarse profiriendo horribles alaridos, mientras se le formaban grandes ampollas en la piel. Su cabeza col-
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gaba y había comenzado a gemir. “Bien, si no me dice dónde puedo encontrar una canoa ––dijo Jiménez–– tendrás que soportar esto.” El indio no estaba del todo muerto, pero su cabeza colgaba y Jiménez le ordenó al “capitán” José María, un indio bora, capitán de los muchachos de Abisinia, que le disparara un tiro. El indio tomó su carabina y le disparó en el pecho. Bueno, señor, cuando vi correr sangre huí. Era horrible de contemplar. Dejó al indio colgado de la soga.
––¿El indio estaba muerto? ––Sí, señor, estaba muerto como consecuencia del disparo, y lo dejamos allí, en el mismo lugar. Eso es todo. El de Stanley Sealy sería el primero de los treinta testimonios de barbadenses que presentaría Casement al Foreign Office, a su regreso. Mientras el cónsul tomaba nota de los horrores que había presenciado un súbdito británico, la comisión parecía estar haciendo turismo, en vez de una rigurosa investigación. Los ingenuos caballeros ingleses se sorprendieron al no ver en las inmediaciones de La Chorrera árboles de caucho ni indios trabajando. Las imaginarias plantaciones, es decir, las estradas con hileras de árboles, no existían: había que caminar varios kilómetros, internarse en la selva hasta dar con alguno, ya que no crecían próximos, y eso debían hacerlo los indios, pésimamente alimentados, sin medicinas, azotados y torturados. La Peruvian Amazon Company consistía en una banda de delincuentes armados que aplicaba un sistema cruel, pero eficaz en términos económicos. Los jefes de sección y los racionales, que eran los mestizos no analfabetos, tampoco se exigían mucho en materia de trabajo: en todas las secciones caucheras que visitó Casement, los encontró durmiendo en sus hamacas, intolerablemente abúlicos, bebiendo alcohol durante todo el día, sin otra ocupación que atormentar a los indios. “Arana, lo tengo claro, es un truhán, el más culpable de los truhanes de todo este sindicato del crimen” (Arana, it is clear to me, is a scoundrel, the most guilty scoundrel of the whole of this syndicate of crime), escribió en su diario el 3 de octubre. A diferencia de los otros miembros de la comisión, Casement nunca perdió su espíritu deportivo durante su estadía en el Putumayo. Todos los días nadaba en el río, o se bañaba en algún arroyo selvático, desdeñando peligros, o caminaba por los estrechos senderos para ejercitar sus piernas. De noche jugaba al whist con algunos miembros de la comisión. El baño en el río y el juego de cartas eran apenas un descanso de las pre273
siones permanentes, los temores, las responsabilidades. Los negros de Barbados habían confiado en él. Ahora, era responsable de que nada les sucediera, en una región donde no existían jueces ni policías. La situación era paradójica. Casement había viajado al Putumayo debido a que una compañía británica había decidido investigar si se cometían atrocidades. Hasta las autoridades peruanas refrendaron ese viaje. Pero en esa selva no había autoridades; si la comisión actuaba por cuenta propia, denunciando el maltrato a los indios sólo lograrían incrementar las atrocidades. La única vía para modificar ese horror era desembarazarse progresivamente de los jefes de sección, en el más absoluto de los silencios, sin que los hechos se hicieran públicos. Para colmo, el cónsul llegó a la deplorable conclusión de que, si se trataba bien a los indígenas, alimentándolos, dándoles una buena paga, no abusando de sus mujeres ni estafándolos con los precios que cobraba la despensa y suministrándoles medicamentos, la producción de caucho se derrumbaría por lo menos en un noventa por ciento. Se había llegado a un punto donde no se sabía quiénes se extinguirían primero, si los indios o los árboles de caucho. No es de extrañar que Roger Casement viviera atormentado por ese escenario donde la impotencia era irremediable. En su diario registró una pesadilla: un monstruo que adquiría la forma de todos los sanguinarios jefes de sección ––Flores, Agüero, Velarde, Jiménez–– lo esperaba, pacientemente sentado a la puerta de su dormitorio; sus gritos despertaron a los miembros de la comisión, que se dirigieron a sus aposentos para ver qué le sucedía. Su angustia no debe de haber tenido límites. En el Con¿las mujeres no go, al menos, había funcionarios belgas, extranjeros que trabajaban en eran colombianas? concesiones otorgadas a empresas extranjeras por Leopoldo II (que se En caso afirmativo: reservaba siempre una parte sustancial del capital accionario), lo que once hombres y contrastaba con el Putumayo, donde absolutamente todo estaba en mados mujeres nos de una sarta de asesinos que trabajaban para una compañía inglesa. colombianos En su diario también recuerda haberse reído de los artículos de Walter Hardenburg publicados el año anterior en Truth : los encontró tan absurdos, improbables y distorsionados, que le parecieron obra de una mente delirante. Ahora admitía que, a pesar de algunas falsedades, eran rigurosamente ciertos. Y Occidente era apenas la primera sección cauchera que visitaba. El 6 de octubre partieron a Puerto Peruano, donde pernoctaron, y al día siguiente prosiguieron en la lancha Veloz hacia Último Retiro, la más 274
septentrional de las secciones caucheras del Igaraparaná. Por primera vez en su diario describe cómo era un centro de exterminio, a cargo, esta vez, de Augusto Jiménez: la casa principal se asemejaba a una fortaleza enclavada en un barranco, a treinta metros sobre el nivel del río, y tenía forma de barco con la proa apuntando hacia el curso de agua. No puede sino sorprender lo primero que hicieron la comisión y el cónsul, ingleses al fin, apenas llegaron: se lanzaron a cazar mariposas, lo que implica que llevaban redes apropiadas en su equipaje. Casement no omite detalle en su diario: “Para descargar tensiones, iniciamos una elaborada persecución de mariposas en las arenosas orillas del río. Eran ciertamente especímenes magníficos y la tierra ardía de alas encendidas, con alas fulgurantes, negras y amarillas y de extraordinario tamaño, azules y blancas, y hordas de color anaranjado, ocre y sulfuro. Fox atrapó una espléndida, de color negro, verde y amarillo”. Fue en Último Retiro cuando Casement supo que, en la planilla de sueldos, figuraba Aquileo Torres, con un salario de diez libras esterlinas al mes. La historia de este colombiano, que ahora trabajaba para las huestes peruanas, fue definida por el cónsul como extraída de la ficción medieval; había oído hablar de él en más de una oportunidad y hasta lo había visto pasar, en Occidente, por debajo de la veranda, sucio y seguido por animales domésticos. Luego, Torres se había internado en la selva y nunca más lo volvió a ver. Su historia es un ejemplo acabado de cómo la selva, el sadismo, la tortura y el aislamiento pueden transformar a un ser humano en una bestia sanguinaria. A fines de 1906 un grupo integrado por once colombianos y dos mujeres que trabajaban bajo las órdenes de Urbano Gutiérrez, partieron del departamento de Tolima, en Colombia, a bordo de seis canoas rumbo al río Caquetá. Iban a intercambiar mercancías por caucho que les suministrarían los pacíficos indios andokes. Durante treinta y seis días este apacible grupo se deslizó aguas abajo, hasta el Bajo Caquetá. Al desembarcar, todas fueron flores y alabanzas: los indios, a cambio de baratijas, le ofrecieron mandioca y bananas, manjares inapreciables para los exhaustos viajeros. Construyeron algunos precarios edificios, limpiaron el terreno para plantar y se aprestaron, como tantos colombianos que vivían en la selva, a emprender la recolección de caucho, sin violencia, de forma pacífica, retribuyendo a los indios con objetos que les eran preciados. Pocos días después, irrumpieron veinte peruanos armados con fusiles, acompañados por dos negros de Barbados. Esta banda de asesinos, pertene275
ciente a la Casa Arana, mató a varios indios que se encontraban realizando tareas lejos del grupo principal. Pero se necesitaba algo más que veintidós hombres armados para adueñarse del asentamiento. Faltaba un jefe implacable. A los tres días llegó Armando Normand. Desarmó a los colombianos, y mató a tiros a todos los indígenas que se encontraban construyendo el techo de la casa principal, lo cual significó que cayeran rodando al vacío. A las mujeres de edad, las hicieron subir a las canoas, las condujeron al medio del río y las ahogaron en las aguas del Caquetá. Tampoco había que dejar rastro de los niños. Los introdujeron, cabeza abajo, en los agujeros donde serían instalados los pilares de la casa principal, y los comprimieron hasta matarlos. Después de esta masacre, comenzó el viaje hacia otro infierno que era la sección cauchera Matanzas, dos días de viaje a través de la espesa selva. Los prisioneros colombianos ignoraban qué sería de ellos. Entre los cautivos se encontraba Aquileo Torres. Armando Normand, al día siguiente de haber llegado con los colombianos, hizo matar a golpes al capitán de los andokes, el tuchahua , junto con otros dos indígenas pertenecientes a esa tribu. Luego, fueron llevados a otras secciones caucheras: La Sabana y Oriente. En esta última estuvieron hacinados en una mísera choza, con pesadas cadenas en el cuello y en los pies, compartiendo ese espacio con otros indios que exhibían horrendas heridas, consecuencia de las armas de fuego y de los palos que habían recibido. Este fue el comienzo del cautiverio de Aquileo Torres, martirio que duraría dos años, donde padeció las más abyectas humillaciones, desde ser sistemáticamente escupido, a tener que atravesar la selva encadenado. Fue trasladado a Atenas, a Abisinia, cayendo en manos de siniestros jefes de sección que cada vez lo trataban peor. Un día, la víctima se transformó en victimario: fue liberado de sus cadenas y pasó a formar parte de los “grupos de choque” de la Casa Arana. Acompañó a Augusto Jiménez, jefe de Último Retiro, en una comisión 3 que se dirigió hacia ese río y terminó matando y capturando a sus propios hermanos colombianos. Fue un negro barbadense quien le confió a Roger Casement que, al regreso de la expedición al Caquetá, Aquileo Torres había cometido un crimen impronunciable. Uno de los niños que lo acompañaba se cansó de tanto esfuerzo abriéndose paso entre la selva, y quedó rezagado. Torres lo llamó y le dijo que introdujera en la boca el cañón de su Winchester y soplara. El niño lo hizo, sin la menor sospecha. El colombiano le voló la cabeza de un tiro. 276
Cada día que transcurría, las atrocidades se apilaban, la realidad se le hacía intolerable, lo mismo que el tener que aceptar que una compañía británica, integrada por un directorio de ilustres hombres de negocios, estuviera comprometida, aún sin saberlo, en semejantes crímenes. Sin embargo, defenderla se le transformó en una paradójica obsesión: Tratar de lograr que este horrible escándalo no tome estado público, sin siquiera remontarse a 1907 sino ateniéndonos al aquí y al ahora, es lo único que puede salvar a la compañía. Este salvataje, de por sí, no nos interesa ni a Tizón ni a mí, pero la supervivencia de la compañía es la mejor garantía que podemos tener en el sentido de lograr un mejor tratamiento de los indios, o lo que queda de ellos. Si logramos que siga funcionando como una compañía inglesa y no meramente como Arana & Hermanos, registrada en Londres, entonces sí se podrían llevar a cabo cambios radicales y este lamentable estado de cosas podría tener un fin menos precipitado. La dificultad consiste en evitar que el directorio renuncie en el acto. Hay que suplicar o compeler a quienes se han beneficiado económicamente con la esclavitud de los indios a que lleguen a perder dinero con tal de redimir a los indios que quedan. ¡Y siempre estará Julio Arana! Él es el centro del peligro. Si descubre que no puede seguir engañando a una compañía inglesa, la destruirá y pondrá en funcionamiento las atrocidades pasadas y presentes notablemente agudizadas, con el apoyo del gobierno peruano, para que se extraiga hasta el último kilo de caucho mientras haya un indio vivo. Dios ayude a estos pobres indefensos, él es el único que los puede ayudar.
Algunas reacciones de Casement podrían considerarse románticas. Joseph Conrad no se equivocó al definirlo como un hombre que era pura emoción. Un día, en Último Retiro, el cónsul se enteró por el barbadense Bishop que un grupo de indios que había llegado a la sección cauchera estaba hambriento y que el sistema de la Peruvian Amazon Company era alimentarlos con ínfimas raciones y que ellos se procuraran la comida en la selva, algo difícil de lograr, ya que no crecían los alimentos comestibles. Masticaban permanentemente hojas de coca, que les calmaba el hambre y les hacía tolerar el cansancio. Casement decidió, entonces, repartir a esos veinte indios famélicos latas de sardinas, de corned-beef, de lengua de oveja. En su diario, describe el asombro, el placer, las expresiones de agradecimiento de los indígenas, que se habían con277
gregado en la puerta de su dormitorio, como también su propio regocijo por brindarles alimento. El episodio ilustra algunos aspectos de la personalidad de Casement: cierta ingenuidad, un protagonismo mesiánico y hasta un inequívoco egocentrismo. Se trataba de un gesto fugaz y estéril. Los indios, a pesar de las latas de arenques y sardinas que algunos hasta abrían con los dientes, seguirían muriéndose de hambre al día siguiente. El enviado británico, en cambio, no era ingenuo con relación al sistema que imperaba y, a diferencia de los miembros de la comisión, registraba puntualmente todo lo que veía u oía. Pero una tarde, la comisión regresó de una incursión por la selva y sus expresiones reflejaban estupefacción: habían visto indios que ostentaban las terribles cicatrices de los latigazos, entre ellos un chico de once años “cortado en jirones” por el jefe de sección Montt, y un indígena entrado en años que les había obsequiado el día anterior un mono que había cazado: al ordenarle que se bajara los pantalones de algodón, por los que pagaba con treinta kilos de caucho, aparecieron las feroces marcas. El 11 de octubre, se pusieron en marcha rumbo a Entre Ríos, otra sección cauchera a la cual deberían llegar, en su último tramo, a pie. Las observaciones de Casement, su ojo penetrante, su espíritu inquisidor fueron progresivamente convenciendo a la comisión de lo que verdaderamente sucedía en el Putumayo. El escepticismo de Barnes, Bell y Fox dio paso a una visión mucho más realista del sistema de explotación del indio. Los mitos creados por Julio César Arana en Londres, a través de informes presentados al directorio, se fueron derrumbando con el correr de los días. Es interesante reproducir un pasaje del diario del cónsul correspondiente al 11 de octubre, antes de emprender la marcha a Entre Ríos, demorada algunas horas por las lluvias torrenciales. A Fox se le ha dicho que el sistema maligno que puede ver funcionando a pleno fue una suerte de crecimiento natural e inevitable basado en el hecho que los primeros “pobladores” debieron sobrevivir a los indios a través del terror. Estos últimos los hubieran asesinado; por lo tanto, poco a poco esta abominación armada creció como “una cruel necesidad de defensa propia”. Lo conduje a Fox a mi dormitorio y le leí las declaraciones de Arana a los accionistas, donde se enfatizan estos conceptos y le pregunté si lo creía, a lo cual respondió “No, no es verdad”. Estos hombres no vinieron aquí como pobladores para “comerciar” con los indios, sino para apropiarse de ellos. No son los árboles de caucho
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lo que desean, sino los indios, ya que los árboles no tienen valor sin ellos. Los indígenas, además de suministrarles caucho, hacen todo lo que estas criaturas quieren ––alimentarlos, construir instalaciones, transportar cargas y darles concubinas. Esto nunca lo hubieran hecho por persuasión y, por consiguiente, los mataron. Los masacraron y esclavizaron mediante el terror, que es la base de todo. Lo que vemos hoy en día es una mera secuencia lógica de eventos ––los indios acobardados y sometidos, reducidos en número, irremediablemente obedientes, sin refugio ni posibilidad de escape, sin que nada de esto pueda ser revertido.
A Entre Ríos se debía llegar a pie desde Puerto Peruano, lo cual fue particularmente arduo para Casement no sólo por las dificultades que deparaba el camino, sino porque tenía un ojo vendado presumiblemente como consecuencia de una infección. La senda subía y bajaba con desniveles de hasta treinta metros y debían sortear precarios puentes que atravesaban riachos tributarios del Igaraparaná, mientras los indios transportaban los variados equipajes de la comisión sin quejarse ni recibir paga alguna. La sección Entre Ríos impresionaba por su enclave: la casa principal, construida por los indios con la corteza de la palmera frona y sin utilizar un solo clavo ––estaba ensamblada con lianas–– se erguía en una planicie deforestada de aproximadamente ciento cincuenta hectáreas. En las escaleras estaba el jefe de sección, Andrés O’Donnell, del cual Casement hace una descripción en su diario: “Es, por lejos, el agente de la Compañía que tiene mejor aspecto de todos los que hemos visto, saludable y de ojos claros”. En 1911, cuando Casement, que regresaba al Amazonas, hizo un alto en Barbados, se encontró a O’Donnell, que estaba por casarse con la hija de un funcionario británico. A pesar de su evidente simpatía por él, Casement intentó llevarlo a juicio por los crímenes que había cometido en el Putumayo, pero sólo logró hacerlo huir a Nueva York. Aunque Casement no negara la responsabilidad de O’Donnell en crímenes y flagelaciones, en sus escritos siempre le encuentra un paliativo, un costado bueno, como si fuera rescatable y poseyera un corazón noble, algo difícil de encontrar en un hombre que hacía siete años que vivía en Entre Ríos, lejos de toda civilización, rodeado por un harén de indias. El 25 de octubre, al regresar a Entre Ríos desde Matanzas, Casement escribió en su diario:
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A pesar de todo y estando aquí he preferido quedarme con O’Donnell en vez de Montt y siento una suerte de sentimiento cordial por este hombre, como también la creencia de que, bajo otra dirección, habría sido honesto. En las actuales circunstancias ha hecho un buen trabajo si lo comparamos a los hombres que lo rodean y su sección es modelo comparada con estas detestables penitenciarías.
El barbadense Bishop, que se había convertido en asistente y asesor de Casement en materia amazónica, tenía su propia opinión de O’Donnell. Había trabajado con él en Entre Ríos desde fines de 1908 a 1909 y nunca vio al jefe de sección matar a un aborigen: este delegaba en los muchachos ese trabajo, que solía realizarse en plena selva. Otros afirmaban que O’Donnell se entretenía disparándoles a los indios desde su hamaca. Con respecto a los azotes, O’Donnell era implacable, como todos sus congéneres: el ganar tres soles por cada arroba (quince kilos) de caucho que le traían, unido al siete por ciento del bruto de la producción, no lo hacía precisamente clemente. El propio Bishop había sido forzado a flagelar a quienes no rendían el caucho que les correspondía. Sabía que, en un trimestre, el jefe había ganado doscientas libras esterlinas gracias a los indios, una fortuna para un modesto empleado de una sección cauchera perdida en las entrañas del Amazonas. Pero en Entre Ríos, por más que las atrocidades tal vez fueran menores, existían. El cónsul británico se habrá preguntado cómo algún cacique indígena no oponía resistencia a semejante genocidio: tenían armas, conocían la selva y, si aplicaban la estrategia guerrillera de golpear y dispersarse, podrían haber despejado zonas ocupadas por los caucheros. Las rebeliones, aunque en latitudes andinas, no habían sido ajenas al Perú: baste señalar la de Túpac Amaru, a fines del siglo XVIII. En el Amazonas existió una rebelión poco antes de la llegada de Casement, liderada por un cacique explotado y humillado en la sección cauchera Matanzas, dirigida por Armando Normand. Ese rebelde se llamó Katenere y Casement se convirtió en su más devoto admirador. En el Blue Book editado por el Foreign Office británico en 1912, el cónsul se refiere a este héroe selvático. Quizás el más valiente y el más decidido opositor con que se encontraron estos asesinos [se refiere a los jefes de sección], halló la muerte apenas unos pocos meses, o incluso semanas, antes de mi llegada a esta región. Se trata de un cacique bora, o capitán, llamado Kate-
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nere. Este hombre, joven y fuerte, vivía en el río Pama. Había consentido, supongo que por necesidad, a entregar caucho y, durante un tiempo, trabajó voluntariamente para Normand, hasta que, debido al mal trato, él como muchos otros, decidieron huir. Fue capturado poco después, junto con su mujer y otros miembros de su tribu, y confinado al cepo en la sección Abisinia, para ser sometido al proceso de domesticación. Mientras estaba prisionero, su mujer ––según me confió un peruano blanco que ocupa un lugar prominente en la Compañía–– había sido públicamente violada en su presencia por uno de los más altos empleados del sindicato. Katenere, según me dijeron, logró escapar gracias a una muchacha india que levantó el travesaño superior del cepo, en un momento de distracción de sus carceleros. No sólo escapó, sino que obtuvo rifles Winchester de los muchachos de la sección Abisinia. Con estas armas reunió a un contingente de su clan, y desató una guerra de guerrillas contra los blancos y todos aquellos indios que los ayudaran a recolectar caucho.
Durante dos años, el rebelde puso en jaque a quienes administraban el imperio de Julio César Arana. El cacique tenía el instinto del jaguar, la reacción rápida de la serpiente y podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Una de sus víctimas fue un cuñado de Arana, hermano de Eleonora: Bartolomé Zumaeta, un borracho, sifilítico y violento. Mientras su hermano Pablo dirigía la oficina de la Peruvian Amazon Company en Iquitos él había sido relegado a la selva, no en calidad de jefe de sección, sino como empleado. Ya hemos señalado que Arana, al típico modo de los caudillos latinoamericanos, había erigido un sistema endogámico en su empresa. En Entre Ríos, por ejemplo, trabajaba Martín Arana, medio hermano de Julio, nacido fuera del matrimonio, que ganaba ocho libras esterlinas al mes realizando tareas domésticas y preparando cócteles para los visitantes. En mayo de 1908, Bartolomé Zumaeta se encontraba en territorio bora, a orillas de un arroyo, lavando caucho, es decir, depurándolo de algunos agregados, cuando irrumpieron Katenere y sus indios armados. Katenere le disparó a quemarropa y allí terminó sus días este hombre repugnante y sanguinario. La persecución de Katenere se convirtió en un tema prioritario para los jefes de sección. El cacique cometió un error: atacó la sección Abisinia, donde había sufrido el escarnio de contemplar cómo violaban a su mujer. Durante el ataque, fue baleado por uno de los muchachos y murió. Su mujer fue capturada poco después en el río Pama. 281
El 16 de octubre, Casement y la comisión ––salvo Fox que no toleraba los caminos selváticos y sufría una severa dolencia en una pierna–– se aprestaron a partir a Matanzas, una de las secciones interiores más tenebrosas, regenteada por Armando Normand. Había que llegar a pie por la jungla, entre el acoso de los insectos, el calor y la humedad. En las páginas 41 a 44 del hoy perdido Green Book, Casement describe esa azarosa travesía al corazón del imperio de Arana. Los preparativos se hicieron en la veranda de la casa principal de Entre Ríos, donde el capitán de los indios muinanes que oficiaría de guía afirmó que estaban “muy contentos”, como un eco de Andrés O’Donnell, que cada vez que era interrogado por la comisión o por Casement con respecto al estado de los indios, invariablemente respondía, como si se tratara de una letanía, “muy contentos”. La marcha de ocho horas por la selva fue penosa. En su diario, el cónsul cuenta que se desató un diluvio que los empapó y que los indios improvisaron paraguas con hojas de palmera para proteger la carga y a sí mismos. Por último, un claro en la espesa vegetación descubrió el techo de Matanzas, donde flameaba la bandera peruana. El cónsul, que se había adelantado al contingente, se detuvo a contemplar ese centro del horror, del cual tanto le habían hablado. Prefirió esperar al resto el grupo a llegar solo y tener que enfrentarse con Armando Normand, por quien había desarrollado una repugnancia visceral. Los siniestros personajes de esta sección cauchera no diferían demasiado de los de Último Retiro y, para colmo, no estaban precisamente de buen humor: recién el día anterior se habían enterado del arribo de la comisión. Habían tenido tiempo suficiente para liberar a los indios y esconder a los moribundos, pero Armando Normand aún no había llegado de otra sección, La China, donde residía con sus concubinas indias. A Casement le asignaron al salón del jefe, cuyas paredes estaban cubiertas por fotografías del Graphic, una revista de la época, que reproducían la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, las previsibles beldades francesas extraídas de un diario de ínfima calidad y varias fotografías de sudamericanos con caras embrutecidas, una de ellas posiblemente del propio Normand, a quienes Casement, en un arranque racista, comparó con “los judíos del East End de Londres, de labios grasientos y ojos redondos”. Entre estos vulgares recortes languidecía un diploma de contador, otorgado a Armando Normand por el Colegio de Contadores de Londres, en 1904. Ese era el santuario del asesino más renombrado del 282
Amazonas. El encuentro entre estos dos hombres recién se produjo a la hora de cenar, ya que el cónsul prefería estar con el jefe de sección lo menos posible. La descripción que de él hace expresa claramente sus sentimientos. “Respondía a todo lo que uno había leído o pensado acerca de él: delgado, pequeño, de baja estatura, y creo que con una de las caras más repulsivas que haya visto. Su expresión era perfectamente diabólica en lo que concierne a crueldad y a maldad. Sentí que me habían presentado a una serpiente”. Su condición de investigador, de enviado de un gobierno como el británico, unido a su ética inquebrantable y a sus estados emocionales fácilmente alterables, lo ponía en un plano diametralmente opuesto al de la comisión. Barnes, Bell y Fox ––Gielguld era empleado de la Peruvian Amazon Company –– podían escapar de esa angustia opresiva estudiando y analizando aspectos económicos o botánicos; Casement, en cambio, tenía una misión que lo obligaba a indagar en abismos cada vez más atroces. Había visto y oído demasiado y es entendible que quisiera abandonar Matanzas cuanto antes. Se lo hizo saber a los otros miembros de la comisión, quienes dijeron comprenderlo cuando afirmó que el solo hecho de ver la cara de Normand lo enfermaba. Casement tenía que cumplir con su misión de entrevistar a los negros barbadenses y extraer de ellos la verdad, evitando que los jefes de sección los sobornaran o amedrentaran. El primero fue James Lane, un joven de veintitrés años de edad que, de inmediato, le solicitó al cónsul que lo ayudara a regresar a su tierra. Le relató la historia de Kodihinka, un indio que intentó escaparse con los suyos al Caquetá, a territorio colombiano hacía apenas un mes, cuando el cónsul estaba en Iquitos. Armando Normand encabezó la jauría de muchachos y asesinos que cruzaron la frontera, lo capturaron junto con su mujer e hijos, y lo llevaron con las muñecas atadas a través de la selva hacia La China. Allí fueron brutalmente azotados, y Kodihinka fue introducido en el cepo, junto con otros cinco indios capturados que exhibían espaldas y muslos sangrantes de los latigazos recibidos. Allí lo dejaron, durante tres días, hasta que murió, mientras su piel ––según Lane–– despedía un olor insoportable debido a la descomposición. Su mujer y sus hijos, que estaban en otro cepo contiguo, tuvieron que presenciar ese fin abominable. Y es aquí cuando se produce, dentro del horror, una situación casi cómica. Mientras Lane declaraba ante Casement, interiorizándolo de cómo trataba Normand a los indios, el jefe de sección, en una habitación 283
contigua apenas separada por una delgada pared que permitía escuchar lo que se hablaba, daba su testimonio ante la comisión. El contraste entre ambos testimonios era increíble. Normand afirmaba con aplomo que hacía tres años que no se azotaba a los indios, y que sólo se los golpeaba en las manos con un aparato inofensivo cuando se rebelaban. Qué habrá sentido este psicópata ––que hablaba inglés–– cuando escuchó decir a Lane, en el ambiente contiguo, que en un mes había visto matar a un indio a golpes, junto con otros cinco más, acusando a un empleado, José Córdoba, de haber sido el brazo ejecutor. Para la comisión, el Putumayo se había transformado en una suerte de papa caliente capaz de incinerar a quien estuviera próximo, donde las atrocidades se multiplicaban como si se descendiera cada día a las entrañas de un mundo abominable. Juan Tizón, designado por la Peruvian Amazon Company para que acompañara a los británicos, y de quien Casement tenía un alto concepto, admitió que la situación lo superaba y se avergonzó de estar involucrado en un asunto tan repulsivo. Anticipó que dejaba la empresa y que hasta allí había llegado. El cónsul le señaló que tenía un deber hacia su país y hacia los indios que no podía abandonar. Tizón respondió que clausuraría Matanzas y todas las estaciones interiores, como Abisinia, Morelia, Sabana y Santa Julia. Lo cierto es que había una razón económica para hacerlo. Matanzas, por ejemplo, arrojaba pérdidas y fue calificada por el representante de la compañía como una “locura financiera”. Este déficit generado por gastos de explotación y porcentajes, no perjudicaba a Normand, quien había acumulado la nada despreciable suma de dos mil libras esterlinas a lo largo de los años, mientras que algunos de los negros barbadenses que hacía varios años que trabajaban en el Putumayo tenían deudas de hasta cuarenta libras esterlinas con la compañía, algo que enfurecía a Casement. El cónsul se aprestó a regresar a Entre Ríos, no sin antes someterse a una prueba para ver qué se sentía al llevar a la espalda una carga del caucho, que podía llegar a pesar hasta cuarenta kilos.Vio a un contingente de indios llegando a Matanzas con el producto de un fabrico . Era un grupo espectral de hombres, mujeres y niños, que habían atravesado la selva sin alimentos, sólo para depositar a los pies de Normand el caucho recolectado. El cónsul cargó uno de los bultos ––que el barbadense Chase le colocó en la espalda–– e intentó caminar: no pudo dar ni tres pasos. El 21 de octubre inició el regreso a Entre Ríos. Pernoctó en una rústica vivienda de los indios muinane y siguió camino al día siguiente, 284
acompañado por Bishop y Sealy. El trayecto estuvo plagado de imprevistos. Encontró en el camino a un muchacho enfermo y hambriento, que hacía doce días que había sido despachado por Normand para capturar a la mujer de uno de sus empleados que había huido de Matanzas. Trató de alimentarlo y de prodigarle cuidados, lo mismo que a una india totalmente desnuda, famélica y desesperada, que exhibía las habituales marcas del látigo, aterrorizada porque Normand la iba a matar. Casement no pudo contener las lágrimas ante el lastimoso espectáculo y la cuidó a la noche en la vivienda de los muinanes, escuchando sus permanentes gemidos. Al día siguiente, cuando prosiguieron la marcha, se enteró por Bishop y Sealy que todo lo publicado por Walter Hardenburg ––al menos, en lo esencial–– era rigurosamente cierto. Armando Normand pronto sería reemplazado en sus funciones en Matanzas por Juanito Rodríguez, un asesino que no le iba a la zaga en materia de crueldad. En el mes de abril de ese mismo año, Rodríguez apareció en Sabana, otra de las tenebrosas secciones interiores, dirigida por José Inocente Fonseca. Cada mañana, al levantarse, se dirigía al cepo a azotar con el látigo de cuero de tapir a los indios allí atrapados a modo de ejercicio. También disfrutaba cuando soltaba a los perros hambrientos que se abalanzaban sobre los indios que estaban en el cepo, atacándolos a mordiscos y llevándose para saborear partes de sus cuerpos. El cónsul registraba en su diario muchos más conceptos de lo que habría escrito un investigador frío y afectivamente distante, lo cual habla bien de sus poderes de conceptualización e interpretación. Tomemos, por ejemplo, el registro correspondiente al 23 de octubre, refiriéndose a las tribus indígenas. Los indios no son sólo asesinados, azotados, encadenados como bestias salvajes, cazados como a fieras, sus viviendas incendiadas, sus mujeres violadas, sus hijos arrancados del seno familiar para ser sometidos a la esclavitud y a los ultrajes, sino que también son comercialmente vergonzosamente estafados. Estas palabras pueden sonar fuertes, pero no lo suficientemente fuertes. Las condiciones aquí son las más desgraciadas, ilegales e inhumanas que existen en el mundo actual. Excede de por lejos el sistema depravado y desmoralizante que prevalecía en el Congo en sus peores momentos. El único rasgo atenuante que encuentro en este sistema comparado al de Leopoldo II es que, mientras la tiranía legalizada de este monarca afectó a varios millones de personas e hizo estragos en el corazón de un conti-
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nente, esta tiranía sin leyes, en cambio, afecta sólo a miles. Es cierto que prevalecen, en la montaña peruana 4 y en regiones caucheras de Bolivia, condiciones de vida malignas, como lo describe el barón von Nordenskiöld 5 (y otros escritores), pero la suma de seres humanos que la padecen es menor a la de algunas tribus africanas. La población total de las selvas caucheras del Perú y de Bolivia no supera las doscientas cincuenta mil personas. La región del Putumayo, que sin duda está sufriendo la peor de las tiranías, posee, según Arana, cuarenta mil indios, pero Tizón alega que sólo hay catorce mil y personalmente creo que el número es menor. A pesar de esto, este cuarto de millón de indios y estos catorce mil esclavos del Putumayo pesan sobre la conciencia de los seres civilizados. La esclavitud que padecen es abominable, atroz. Es apabullante pensar en el sufrimiento que la denominada civilización española y portuguesa ha desenfrenadamente inflingido a este pueblo. Y digo desenfrenada porque no había razones de necesidad ––como, por ejemplo, en el caso de los indios norteamericanos––, para ser impuestas por quienes los esclavizaban y exterminaban. Las condiciones (en los Estados Unidos) son o fueron totalmente distintas. La inevitable desaparición del indio norteamericano como consecuencia de una corriente imparable de colonos que terminaron siendo propietarios de la tierra, trabajándola, fundando familias, grandes ciudades y personas poderosas, difirió de la mera invasión esclavizante de los explotadores latinos que no vinieron a trabajar la tierra, a poseerla y crear un pueblo altamente civilizado, sino a transformarse individualmente en ricos gracias al trabajo forzado de los indios a quienes capturaban. Lo han hecho durante siglos y la población indígena disminuye progresivamente, convertida en siervos perpetuos y hereditarios. Como me dijo Tizón: “Perú tiene muchos habitantes, pero pocos ciudadanos”.
cia del atroz camino selvático que debió recorrer, que terminó por perforar las suelas de sus zapatos. También padeció la invasión de las niguas, que depositan sus larvas debajo de la piel, en su caso concreto, en el talón, la noche en que durmió en la vivienda de los indios muinanes, patología que ya había sufrido en el Congo, donde ese insecto llegó en 1868. Lo que Casement no imaginó es que un huésped indeseado llegaría a Entre Ríos. Armando Normand se presentó impecablemente vestido y aseado a tomar el té, ceremonia que, como se puede apreciar, no era omitida por los ingleses ni aun en plena selva. Lo que lo había llevado allí era el miedo. A diferencia de otros jefes de sección, que no conocían sino los oscuros ríos amazónicos, había estudiado en Inglaterra y conocía a la perfección cuál era el castigo, en ese país, para los asesinos. Sus burdos pretextos hicieron sonreír a Casement. ––A muchas personas no les gustamos ––dijo Normand–– y no querría que un caballero de su rango partiera sin corregir informaciones que no son verdaderas. Existen malas personas que mienten sobre nosotros. Aseguró que siempre alimentaba a los indios y que les llevaba medicamentos cuando estaban enfermos. Cuando Fox lo interrogó acerca de las horribles cicatrices que exhibían los indígenas en sus muslos y nalgas, Normand las atribuyó a luchas tribales. En su diario, el cónsul registró el encuentro. Normand permaneció toda la noche y su expresión cruel terminó alterando toda nuestra ecuanimidad. Es una cara perfectamente atroz ––pero, sin duda, el bruto tiene coraje, un coraje horroroso y temible, perseverancia y, a la vez, una mente astuta––. Es el más hábil de todos los truhanes que hemos conocido y me atrevería a afirmar que es el más peligroso. El resto estaba compuesto, fundamentalmente, por maníacos asesinos, o por hombres rudos, crueles e ignorantes como Jiménez ––mitad sirviente, cholo mal educado. Este, en cambio, es un hombre educado que ha vivido mucho tiempo en Londres, conoce el significado de sus crímenes y a lo que equivalen en el mundo civilizado. Probablemente, desee alguna vez volver a Inglaterra y teme, acaso, que las cosas le salgan mal allí o, incluso, teme que yo pueda presentar un informe ante el Prefecto, en Iquitos.
En Entre Ríos, el cónsul volvió a encontrarse con Andrés O’Donnell. En su diario, describe una conversación que tuvieron, en presencia de Fox, donde O’Donnell se comportó de una forma absolutamente civilizada y llegó a decir que lamentaba el sistema que prevalecía en el Putumayo. El enviado británico insistió en que el verdadero criminal era el gobierno del Perú, que le permitió a don Julio instrumentar su perverso sistema. Tanto Arana como la administración del Departamento de Loreto eran criminales de marca mayor. Paralelamente a esta infernal investigación, Casement debió enfrentar otros males: al día siguiente de su llegada a Entre Ríos, despertó con los pies hinchados, como consecuen-
A diferencia de los miembros de la comisión, que aún no parecían aprehender los alcances de lo que presenciaban, Casement tenía justificados temores. Era posible que los barbadenses, una vez que llegaran a
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Iquitos, fueran arrojados a un calabozo. Esto ya había ocurrido con tres de ellos. Cyril Atkins había sido enviado a Iquitos por Normand para que terminara muriéndose en un calabozo; E. Chrichlow debió padecer quince meses de encierro en una celda de la misma ciudad, sólo porque Miguel de los Santos Loayza, jefe de El Encanto en el Caraparaná, lo había acusado a través de una carta; Braithwaite había sido encarcelado por orden de un capitán de la flota de barcos de don Julio, y ni siquiera el cónsul británico David Cazes pudo lograr su liberación. Tizón siempre repetía: “En el Perú, hay muchas leyes pero poca justicia”. Casement decidió que los barbadenses que quisieran partir con él desembarcarían en algún puerto brasileño del Amazonas, para ser después trasladados a Manaos o Pará. La selva hermética y riesgosa era mucho menos peligrosa que la Casa Arana, que compraba a los jueces, lo cual significaba que las órdenes de arresto eran moneda corriente para eliminar testigos molestos. Antes de volver a Iquitos, el cónsul regresó a La Chorrera. Había completado un periplo que duró poco más de dos meses, tiempo suficiente para tener un panorama desoladoramente claro de lo que ocurría con los indígenas. Fue en esa sección cauchera donde dio su testimonio el barbadense Augustus Walcott, infamemente tratado por Armando Normand cuando llegó a Matanzas, en 1904. Había sido colgado de los brazos, atados a la espalda, y ferozmente golpeado con machetes. Los golpes lo dejaron inconsciente, estuvo enfermo una considerable cantidad de tiempo y fue llevado a La Chorrera en una hamaca. A lo largo de esos dos meses, Casement había recogido el testimonio de varios negros de Barbados, donde se repetían las mismas torturas y vejaciones. Pero Walcott brindó otra clase de información, relacionada con lo que había presenciado en la sección Santa Catalina, cuyo jefe era Aurelio Rodríguez. Casement: ¿Usted afirma que vio cómo quemaban vivos a los indios? Walcott: Vivos. Casement: ¿Qué quiere decir? Por favor, descríbalo. Walcott: Vi quemar vivo sólo a un indio. Casement: Bueno, cuénteme de ese caso. Walcott: No había recolectado caucho. Se escapó y mató a un “muchacho”. Le cortaron los dos brazos y las piernas a la altura de la rodilla y quemaron su cuerpo. Casement: ¿Y todavía estaba vivo?
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Walcott: Sí, aún estaba con vida. Casement: ¿Ataron el cuerpo y lo quemaron? Walcott: No lo ataron, sino que lo arrastraron, colocaron bastante leña, la encendieron y arrojaron al hombre al fuego. Casement: ¿Está seguro de que todavía estaba vivo y no muerto cuando lo arrojaron al fuego? Walcott: Sí, estaba con vida y de eso estoy seguro. Lo vi moverse, abrir los ojos y gritar.
La lista de horrores parecía no terminar nunca. En la sección Abisinia, cuyo jefe era Abelardo Agüero, un indio fue destasado como un animal y sus piernas fueron ofrecidas para ser comidas. En la sección Sur, una india entrada en años instó a los indios a que no recolectaran más caucho, que dejaran de ser esclavos. Se la decapitó con un machete y el administrador Carlos Miranda ––un hombre blanco y algo obeso que le fue presentado a Casement en La Chorrera por Víctor Macedo–– exhibió su cabeza, tomándola del pelo, a modo de advertencia para los demás. El barbadense Joshua Dyall fue confinado a Último Retiro, acusado de seducir a la concubina del jefe de sección. Después de haber sido brutalmente golpeado, lo quisieron encepar. Pero los agujeros donde se colocaban las piernas habían sido hechos para las delgadas pantorrillas y tobillos de los indios. Varios hombres se subieron al artefacto para presionarlo hasta que se cerró. Dyall quedó, desde entonces, con enormes dificultades para caminar. Roger Casement no era sólo un eficaz investigador, sino un hombre dotado de un agudo poder de conceptualización. Los horrores del Putumayo, la cultura indígena, tenían un profundo significado que trató de descifrar. Es interesante reproducir sus impresiones sobre el canibalismo y la condena a que estaba sometido el indio sudamericano, registrados en su diario el 25 de octubre. No existe, hasta donde yo sepa, un acto específico de crueldad o de tortura que pueda imputársele a estos indios, incluso por los propios hombres que los han tratado con tanta crueldad durante tanto tiempo, y que merecerían ser torturados. Cuando los indios han matado a estos denominados hombres blancos, lo han hecho de forma rápida y hay que pensar en el significado que este acto tuvo para ellos ––rescatar a su mujer y a sus hijos, de todo aquello que, para ellos,
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era lo más preciado. Los muchachos han sido embrutecidos e instruidos para decapitar, disparar, azotar y ultrajar. Son apenas otra instancia de la desesperanzada obediencia de este pueblo. Lo que el hombre blanco ordena, lo ejecutan sin reparos. Las armas que utilizan los indígenas son la mejor muestra de su falta de espíritu sanguinario y de sus mentes y costumbres. Me refiero a los espolones casi infantiles y a la cerbatana ––silenciosa, paralizante, sin derrame de sangre. Estas armas contrastan con el hacha de guerra, la lanza de dos metros de largo con una hoja de dieciocho pulgadas, o los cuchillos utilizados para la decapitación de las tribus del interior de África. Estos robustos salvajes africanos se regocijan cuando corre la sangre, del mismo modo que el heroico zulú se exaltaba ante la mera visión del color rojo, en el cual se bañaba. Estos indios de hablar suave, de mirada dulce y bocas bien formadas nunca han masacrado, sino que han matado. Incluso en sus fiestas caníbales, según lo relataron Robuchon, en 1906, y el teniente Maw, en 1827, no fueron orgías en materia de derrame de sangre y se aplicó la mínima crueldad a la víctima para llevar a cabo la ceremonia. Aun más, estas fiestas para nada semejaban ser un banquete, y dudo que la matanza y la masticación de un enemigo, como lo describe Robuchon, tengan algo que ver con la alimentación del cuerpo. Más bien se asemeja a la alimentación del espíritu; del corazón con su corazón; de su alma con su alma. El vómito inducido, que era la consecuencia de esta ingesta, apoya mi teoría en el sentido de que no mataban para comer, sino para sobrevivir. Así ha sido en todos los ataques contra colombianos, peruanos y brasileños. Sometidos a actos abominables más allá de lo que un ser humano puede tolerar, han buscado liberarse, junto con sus mujeres e hijos que son cazados como animales, de este maligno ultraje. La tragedia del indio sudamericano es, para mí, la peor que existe en el mudo actual y, sin duda, ha sido la mayor denigración hacia el ser humano en los últimos cuatrocientos años de historia. No ha existido una pausa desde que Pizarro desembarcó en Tumbes, ni un solo rayo de luz. Todo ha constituido una opresión estable, persistente, acompañada por crímenes sangrientos. Una raza que alguna vez estuvo compuesta por millones de seres humanos, que practicaba numerosas artes, adaptándose a una civilización gentil impuesta más por los preceptos y los consejos que por la fuerza de las armas y por la conquista, ha sido reducida a la categoría de miserables sirvientes andinos ––los cholos del Perú, una raza “sin derechos”. Aquí, en esta selva primitiva estamos nuevamente con Pizarro, sin la influencia
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salvadora de los sacerdotes. Toda moderación, incluso la de una iglesia medieval e inquisitiva, ha sido suprimida. Sólo el conquistador sanguinario que no busca oro sino caucho y no tanto caucho como indios ––estos son los verdaderos trofeos––, sin alma, sin un Dios, sin ideal alguno de decencia o de respeto a sí mismo es lo que ha quedado. Ni siquiera un hombre blanco como Hernán Cortés o Pizarro, sino en ocho de cada diez casos, un mestizo, un mulato, o algún ejemplar parecido perteneciente a un tipo humano despreciable. Nunca he visto ejemplares semejantes, incluso en el Congo, como existen en el Amazonas. El belga de más baja estofa es un caballero comparado con los que abundan aquí. Son personas que pertenecen a otro mundo. Y el indio, por más que lo flagelen, ultrajen y degraden, pertenece a nuestro mundo. Es un hombre de mucha más calidad. Estos patrones y amos, los que indiscutiblemente dan la vida (todos tienen harenes integrados por mujeres y muchachas arrebatadas al indio), o la quitan, son todos asesinos ––infinitamente inferiores a aquellos a quienes cazan con látigos y tizones en la selva primigenia. El indio enjaulado y encadenado entrega su alma a Dios. Esperemos que los conquistadores terminen en un abismo sin fondo. Son, sin duda, las peores personas de este mundo y estamos ante un crimen de enorme magnitud. Toda la situación es desesperanzada, diabólica y absolutamente condenable.
El 16 de noviembre, Roger Casement zarpó finalmente de La Chorrera en el Liberal , rumbo a Iquitos, custodiando a dieciocho barbadenses que decidieron irse de allí, cuatro esposas indias de los negros y los hijos de John Brown, Allan Davis, James Mapp y Joshua Dyall. En su diario, ese día, agradece a Dios el alejarse de ese centro del horror que era el Putumayo. “Nos deslizamos por las aguas quietas entre el banco de arena y la costa, con la proa apuntando hacia la corriente y, en un instante, todo pareció desaparecer. Lo último que vi fue la gran catarata [se refiere a La Chorrera] volcando torrentes de agua en la pileta superior. Fue la última visión de la escena de semejante tragedia como no existe, creo, en ningún otro lugar del mundo. Eran exactamente las nueve y cuarenta y cinco de la mañana cuando dejamos La Chorrera”. A medida que el vapor descendía por el río Putumayo y ponía distancia con el imperio de Julio César Arana, el ánimo del investigador cambió. Gran parte de su misión estaba cumplida: había rescatado a los barbadenses y escribiría un informe que, sin saberlo, terminaría estremeciendo al mundo. Por primera vez describe el paisaje, cómo la luna llena surgía en 291
medio de la selva, y hasta un eclipse de luna que, según el almanaque del capitán del barco, Reigada, era total. A las dos y media de la mañana del día siguiente a su partida, se despertó y contempló la selva con otros ojos: un mundo de belleza, poblado de palmeras que se recortaban sobre un cielo de un azul nunca antes visto. Este inesperado éxtasis no le impidió ver la situación en la que se encontraban los barbadenses, que ignoraban que el cónsul, por razones de seguridad, quería que desembarcaran en territorio brasileño. “Debo triunfar ––y no fracasar–– y, para lograrlo, no debo correr riesgos”, registró en su diario. Ese éxito se produjo después de que el Liberal cruzó la frontera brasileña y recaló en varios puertos, pero fue Esperanza, en el río Yavarí, el que eligió para el desembarco: salvo Bishop, Brown con su mujer y dos hijos, Lawrence y un adolescente y un niño huitoto que adoptó Casement ––Arédomi y Omarino–– que prefirieron proseguir hasta Iquitos, el resto permaneció en Esperanza hasta que llegara el vapor que los conduciría a Manaos. Casement detestaba Iquitos, su insoportable humedad, los mosquitos, las calles sucias, aunque no así los jóvenes, con quienes, según registran las páginas de su “diario negro”, los encuentros se multiplicaron. Se alojó en la casa del cónsul David Cazes y su mujer ––matrimonio que le resultaba insoportable–– y se aprestó a entrevistarse con el prefecto del Departamento de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, acompañado por su anfitrión, que serviría de intérprete, ya que el español del enviado británico era rudimentario. El encuentro duró una hora y media. Casement expuso pormenorizadamente lo que sucedía en el Putumayo, enfatizando los crímenes de Normand, Agüero, Fonseca, Montt y Jiménez. El prefecto estaba consternado, no porque desconociera lo que sucedía en los ríos de Julio César Arana ––lo sabía toda la ciudad–– sino porque tenía frente a sí a un funcionario británico, enviado por el Foreign Office. Si se publicaban sus investigaciones, sobrevendrían enormes problemas. Intentó tranquilizarlo anticipándole que el doctor Cavero, de Iquitos, ahora era el primer ministro del Perú, y que se había creado una comisión presidida por el juez Carlos A. Valcárcel que se encontraba en Iquitos próxima a viajar al Putumayo. La misma estaba integrada por un funcionario policial, un médico y tropas, todos a bordo de un vapor gubernamental. La Peruvian Amazon Company no tenía injerencia alguna en el emprendimiento. El prefecto dijo que enviaría de inmediato un telegrama a Lima para confirmar que se habían entrevistado y que los crímenes denunciados eran verídicos. 292
Alayza y Paz Soldán pretendía dar credibilidad a una comisión que estaba condenada de antemano al fracaso: Pablo Zumaeta viajaría al Putumayo antes de que llegara el juez Valcárcel para alertar a los jefes de sección de las estaciones caucheras, dándoles tiempo para que montaran la imprescindible escenografía. El prefecto, sin embargo, temía un escándalo internacional que dejara mal parado al gobierno del Perú y no dudó en expresárselo al cónsul. Le rogó una y otra vez que se evitara la publicidad. A ojos del mundo, las autoridades de Lima parecerían ser tan culpables como la Peruvian Amazon Company, empresa que había demostrado tener una “negligencia criminal” en todo este asunto. La mera existencia de un informe era aterradora. Un reportde Casement al Foreign Office con detalles acerca de lo que sufrían los indios significaría la publicación del mismo y conduciría a interpelaciones en el Parlamento británico. El prestigio del Perú quedaría por el suelo. ¿Existía la posibilidad de que los testimonios de los barbadenses se omitieran en el informe? Casement no había viajado al fin del mundo para terminar complaciendo a un funcionario peruano. Tampoco su documento sobre los horrores en el Congo había agradado a las autoridades belgas. Fue tajante: escribiría un informe completo sobre el maltrato a los indios y las macabras reglas de explotación del caucho e incluiría en el mismo el testimonio de los barbadenses. A lo único que se comprometía era a no hacer públicas sus investigaciones y persuadir al Foreign Office, en beneficio del Perú, a que las mantuviera en reserva. Aunque para las autoridades de la compañía sería penoso interiorizarse de lo que sucedía en el Putumayo, no dejaría de cumplir con su deber. Ese 26 de noviembre escribió en su diario: Debo registrar con absoluta fidelidad todos los hechos que me transmitieron los súbditos británicos, lo cual implica que mi informe necesariamente expondrá graves cargos contra ciudadanos peruanos, del mismo modo que quedarán implicados ciudadanos de esa nacionalidad. Esta información, no obstante, será confidencial, con la autorización del Foreign Office, y tengo motivos y esperanzas para suponer que el gobierno de Su Majestad lo mantendrá en estricta reserva. Agregué que, posiblemente, el gobierno peruano desearía tener una copia de este informe confidencial y la evidencia sobre la cual me basé para realizarlo, con lo cual el gobierno de Su Majestad podría, en términos amistosos y de colaboración, poner una copia a su disposición. El objetivo del gobierno británico no era herir o en-
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frentar de modo alguno a un país amistoso, y podía garantizarle que no se trataba de una campaña publicitaria contra el Perú. Había, sin embargo, un riesgo. Si la comisión nombrada por el gobierno de Lima que viajaría al Putumayo fracasara por cualquier motivo, ya sea por falta de evidencias o por la imposibilidad de obtener testimonios, otros sectores a los cuales no pertenezco podrían hacer declaraciones públicas. Existían otras personas que conocían los hechos.
Casement era un diplomático de primera, con experiencia en países políticamente complicados. Mostraba la espada, pero también la rama de olivo. Dejó la puerta abierta a una futura negociación, sin perder jamás de vista el objetivo de beneficiar a los indios amazónicos. Pero también era un romántico incorregible. No se encontraba en el despacho de un alto funcionario en Berlín o en París, sino en Iquitos, Perú, donde los tentáculos de Julio César Arana alcanzaban a prefectos, jueces, ministros y hasta al propio presidente de la nación, Augusto Leguía. Arana era un hombre despiadado y jamás daría el brazo a torcer, así la compañía se disolviera. Después de todo ¿qué país, qué gobierno estaban en condiciones de disputarle el inmenso territorio comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá, donde únicamente regía su ley? Roger Casement también era desconfiado. Temía que ante la magnitud y la crueldad del genocidio que se llevaba a cabo en el Amazonas, el Foreign Office, para evitar fricciones y hasta una eventual ruptura de relaciones diplomáticas con el Perú, pasara por alto su informe. En ese país había intereses británicos ––desde líneas férreas hasta latifundios dedicados a la producción de materias primas–– por valor de varios millones de libras esterlinas. Un paso en falso por parte del gobierno británico podría poner en riesgo invalorables negocios y, en este sentido, los ingleses tenían un innato sentido de la prudencia. Acaso por este motivo, antes de partir de Iquitos el cónsul envió una carta al reverendo John Harris, de la Anti-Slavery and Aborigines Society , donde le anticipaba el contenido de su informe. Ello le valió un telegrama cifrado del Foreign Office, recibido en Iquitos y enviado desde Pará, donde se le señalaba que “debería ser sumamente cuidadoso al escribir sus impresiones sobre el Putumayo a personas en Inglaterra, ya que él reportaba directamente al Secretario de Estado”. Una minuta que recibió Mr. Mallet, del Foreign Office, del propio Secretario de Estado, el 20 de octubre, decía: “El señor Langley me informa que durante una entrevista que mantuvo hace 294
uno o dos días con el señor Harris, Secretario de la Anti-Slavery Society, este último le informó que había estado recibiendo cartas del señor Casement narrando historias de atrocidades que había podido observar en el transcurso de sus investigaciones con la comisión Investigadora de la Peruvian Amazon Company . Es poco afortunado que el señor Casement que ha sido enviado por el Secretario de Estado para que le informe personalmente, al mismo tiempo suministre información a la mencionada Sociedad, y creo que es conveniente tomar las medidas necesarias para poner punto final a esta transmisión de información, aunque temo que ya es un poco tarde para realizarlo”. En su diario, Casement tuvo la franqueza de admitir su error.
Paralelamente a estas acrobacias diplomáticas, registraba puntualmente en su Black Diaryotras impresiones que nada tenían que ver con el Putumayo, sino con los jóvenes iquiteños. Llama la atención la división casi esquizofrénica que existía entre la investigación que había llevado a cabo, las responsabilidades que implicaban, y el absoluto desprejuicio y la compulsiva obsesión por pormenorizar detalles de sus actividades recreativas. 24 de noviembre, jueves. Hoy llegaremos a Iquitos. Una mañana muy lluviosa. Limpieza de bronces. El camarero cholo los limpió, junto con los del capitán. La mostró otra vez, grande y dura y se rió. Sonrió amorosamente… Dormí mejor anoche, pero temo padecer un ataque de gastritis similar al de Pará… El camarero expuso sus enormes atribuciones después de cenar, dura y bajándole por el muslo izquierdo.
Este es apenas uno de los varios registros, que incluyeron algunos breves encuentros sexuales con un joven indio en la esquina de la calle C. Hernández entre las tres y las cuatro de la mañana. También tomó numerosas fotografías de jóvenes cholos e indígenas, asistió a la proyección de una película en el cine Alhambra y no tuvo empacho en expresar en su diario secreto algunas opiniones y estados de ánimo. 30 de noviembre, miércoles. Caminé por la plaza con el matrimonio Cazes (cónsul británico en Iquitos). ¡Una cena atroz! Jugamos al dummy bridge ––un grupo muy estúpido. ¡Estoy harto de los Cazes! Y de Iquitos…
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Presumiblemente el hartazgo que le producían David Cazes y su mujer se debía en buena parte a la falta de libertad, en lo que a aventuras sexuales se refiere, que le significaba ser su huésped. Cuando regresó a Iquitos al año siguiente, prefirió alojarse en un hotel discreto. Pero su vida secreta jamás interfirió con su trabajo, que continuó llevando a cabo hasta el último día. No ignoraba que en el Perú, muchas veces, las autoridades gubernamentales o judiciales actuaban más presionadas por denuncias que por un recto sentido de la justicia. Ello se aplicaba a la comisión judicial, encabezada por el juez Carlos A. Valcárcel y enviada al Putumayo en una lancha de guerra. La comisión de Valcárcel no se había formado a raíz de las denuncias efectuadas por el Agente Fiscal de Loreto, o de las publicadas por Benjamín Saldaña Roca enLa Sanción, sino a consecuencia de una carta firmada por el señor Enrique Deschamps, miembro de la Sociedad Libre de Estudios Americanistas, fechada en Barcelona el 16 de junio de 1910, y publicada en el diario El Comercio, de Lima, el 7 de agosto. La carta de Deschamps era una denuncia descarnada de las atrocidades cometidas por la británica Peruvian Amazon Company en el Putumayo, e hizo reaccionar de forma inmediata al Fiscal de la Corte Suprema de Justicia peruana, doctor Cavero. Al respecto, es ilustrativo un pasaje de El proceso del Putumayo, sus crímenes inauditos (1915) del propio juez Valcárcel.
No quiero ni aún suponer que miembros del más alto Tribunal del Perú sabían que en 1907 y en 1908 se había incoado ese juicio; y que por negligencia no pidieron que se ordenara a la Corte de Iquitos que se prosiguiese. ¡Si el Tribunal Supremo del Perú hubiese tomado en 1907 y en 1908 la actitud que tomó en 1910, por lo menos diez mil indios del Putumayo se hubiesen salvado de los asesinatos perpetrados desde 1907 hasta 1910 en la región bañada por dicho río y ese Tribunal merecería el aplauso del pueblo peruano y de la Humanidad!
El señor Fiscal de la Excma. Corte Suprema del Perú que siente horror ante las descripciones hechas por Deschamps, ¿qué expresiones hubiese tenido respecto de los crímenes del Putumayo si en lugar de haber leído la carta de Deschamps, se hubiese impuesto de los detalles minuciosos sobre esos crímenes dados por Saldaña Roca y por el Agente Fiscal de Loreto a la justicia peruana? ¿Qué hubiera dicho el doctor Cavero si hubiese sabido que por voluntad de la Corte de Iquitos, el juicio incoado desde 1907 no sólo por los delitos referidos por Deschamps, sino por miles de delitos más, muchísimos de ellos más graves que los narrados por este, estuvo paralizado por cuatro años? ¿El señor Fiscal no hubiese sentido también horror por aquella Corte de Justicia? Pero ¿ignoraban el doctor Cavero y los otros señores Fiscales de la Excma. Corte Suprema del Perú que, desde el año 1907, se inició juicio ante uno de los juzgados de Iquitos por los crímenes del Putumayo, a pesar de que, como hemos visto, el diario La Prensa (de Lima), en los años 1907 y 1908 dio detalles al respecto?
Pocos días antes de partir de Iquitos, rumbo a Europa, Casement volvió a tener una conversación con el único hombre que consideró serio, bien informado y honesto en sus declaraciones: monsieur Vatan, un francés que había vivido catorce años en esa ciudad, donde ejerció las funciones de cónsul de su país. Antes de que Casement partiera al Putumayo, Vatan le advirtió acerca del sistema de explotación del caucho, que incluía la infame esclavitud del indio. Ahora que había regresado sólo podía agradecerle a Vatan su sinceridad. Este, conocedor de las costumbres de la región y de la psicología de los latinoamericanos, le anticipó ––correctamente–– que nada se haría, que toda investigación sería apenas una cortina de humo que desembocaría irremediablemente en que todo siguiera como estaba. Pero Casement creía en la justicia y erróneamente dio por supuesto que, en esa selva sin leyes, podría aplicarse un cuerpo legal como si se tratara de Bow Court, en Londres, con jueces imparciales e insobornables. Rió cuando Vatan le aseguró que había salvado su vida por el hecho de ser un funcionario enviado por el gobierno británico. ––Es absolutamente cierto ––insistió el francés––. De haber sido usted un simple viajero las cosas que vio allá le habrían costado la vida. Su muerte le habría sido atribuida a los indios y sé de lo que estoy hablando. Acaso se refería al ingeniero francés Eugenio Robuchon, que cometió el imperdonable error de fotografiar lo que no debía. O a tantos otros seres anónimos que perdieron la vida por el mero hecho de conocer la verdad y de transformarse en una amenaza para el sistema. Lo cierto es que la sola presencia de Roger Casement y su viaje al Putumayo en esas latitudes había movilizado a la banda que manejaba el negocio del caucho en aquella región. Julien Fabre, propietario de la Dutch-French Colonizing Company, y que viajaba en el mismo vapor, el Atahualpa , rum-
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bo a Manaos, primera escala de su regreso a Europa, se hizo saber que Pablo Zumaeta le había transmitido una oferta de Julio César Arana para venderle su paquete accionario de la Peruvian Amazon Company , alegando su preocupación por la posibilidad de que la región que explotaba esa compañía pasara a manos de Colombia. Pero esto era sólo una parte de las preocupaciones de Arana. La ominosa sombra de Casement preocupaba al rey del caucho, que vivía en Inglaterra y no desconocía cuáles eran las reglas éticas y legales de ese país. En Londres no se podían comprar jueces, ni asesinar a un enemigo echando la culpa a los caníbales. La ley de la selva, en cambio, parecía prevalecer en Iquitos. El 6 de diciembre, Casement registró en su diario: Me levanté temprano e hice las valijas. A las 9.20 visité al Prefecto para despedirme y dejar mi memorando. Cazes me acompañó y me informó que la comisión iniciaría su viaje el 15 o el 20 de diciembre y que estaría integrada por el doctor Valcárcel, un secretario y una pequeña fuerza de no más de doce soldados que viajarían en una pequeña lancha que pertenecía al gobierno peruano. Mientras tanto, Benjamín Dublé ––creo haberle entendido eso–– partía al día siguiente en el Liberal para despedir a los peores jefes de sección y mencionó a varios de ellos, incluyendo a Normand, Agüero, Fonseca y Montt. Estas son verdaderamente buenas noticias: permitir la partida de los jefes de la compañía incriminada antes de que llegue el juez y preparar el terreno y, de ser necesario, aterrorizar a los indios y a otras personas. ¡Qué farsa que será! No esperaba nada tan malo como esto. Evidentemente, el Prefecto ha sido “ablandado” por Pablo Zumaeta y Dublé y, prácticamente, les ha dejado el control y la “limpieza”. Es una desgracia. Bueno, esto al menos me liberará de todas las promesas y obligaciones morales. Les advertí que si esta comisión cumplía con su deber no habría ningún escándalo, pero, como se ve, ni siquiera lo intenta. Fui a embarcarme y encontré al capitán Reigada, a Zumaeta y al hermano del Prefecto que habían ido a despedirme. ¡Zumaeta le confió a Cazes y a mí que, al día siguiente, viajaría a La Chorrera! La trama se vuelve demasiado espesa.
nistrativo y fiscal de Lima. Esa urbe voraz se tragaba, en derechos de aduana, trescientas mil libras esterlinas al año para alimentar a gobiernos ineficientes y funcionarios públicos, destinando la absurda suma de dos mil libras esterlinas para las obras públicas de Iquitos. El viajero fotografió el hospital local, que había costado treinta mil libras esterlinas. No era otra cosa que un precario galpón en el cual se habían invertido, a lo sumo, mil quinientas libras esterlinas. ¿Dónde había ido a parar el resto? Casement viajó hasta Pará en el Atahualpa y desde allí hasta Europa en el Ambrose. Envió a los negros barbadenses a su isla ––algunos de ellos, en Manaos, decidieron irse a trabajar en la construcción del ferrocarril Madeira-Mamoré, en la selva boliviana––, junto con los dos indios que había adoptado para que cuidara de ellos el reverendo Frederick Smith, de la iglesia católica de Bridgetown. El 31 de diciembre arribó a Cherburgo y pasó fin de año en París en casa de amigos. Llegó a Londres en la primera semana de enero y se aprestó a redactar el descarnado informe sobre el Putumayo, que terminó desatando uno de los más resonados escándalos del siglo XX.
N OTAS 1
“Islandia” (en inglés, Island) no debe ser confundida con el país del mismo nombre (en inglés, Iceland). Se trata de un término irónico de Conrad para referirse a una Irlanda independiente. 2 No en vano uno de los sistemas coloniales de explotación de los indígenas en Sudamérica, por parte de los españoles, fue el de las reducciones, juntamente con la mita, el yaconazgo y la encomienda. 3 Contingente de hombres que cazaba indios. 4 En el Perú se denominaba montaña a la selva amazónica. 5 Erland von Nordenskjöld, antropólogo sueco que escribió sobre los indios de Sudamérica.
Casement no sospechaba que al año siguiente debería regresar a Iquitos para verificar si se habían modificado las condiciones de trabajo y si se había castigado a los jefes de sección responsables de las atrocidades. Si nos atenemos a las observaciones del enviado, la ciudad era misérrima, un olvidado enclave en la selva, fagocitada por el centralismo admi298
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Los escándalos del Putumayo
En diciembre de 1910, mientras Roger Casement regresaba a Europa desde el Amazonas, las oficinas de la Peruvian Amazon Company en Londres estaban convulsionadas por la tensión, la actividad y el papeleo que preceden a una asamblea general de accionistas. Todo, claro, rigurosamente fiscalizado por Julio César Arana. Su preocupación mayor no era la investigación de Casement (que había controlado paso a paso gracias a su red de informantes), sino el clima que imperaría en la sede de la compañía cuando se llevara a cabo la asamblea el 16 de diciembre. Tras el revuelo inicial producido por los artículos publicados en Truth por Walter Hardenburg, la prensa británica había atemperado sus informes sobre el tema Putumayo. El norteamericano había partido al Canadá y todo parecía haber vuelto a sus cauces. Arana temía que esa aparente calma anunciara una tempestad que, de desatarse, bien podía hacerlo ese día. Los accionistas fueron llegando a 529-531 Salisbury House, London Wall, donde se celebraría la asamblea anual. Para desgracia de Arana, con ellos ingresaron alrededor de veinte periodistas que no habían olvidado el Putumayo y que estaban al tanto de que una comisión se había trasladado hasta allí para verificar las denuncias de Truth. Los temores de don Julio quedaron absolutamente justificados. Un accionista, Morgan Williams, inició el fuego poniendo el dedo en la llaga, pues señaló el talón de Aquiles de ese vago imperio selvático: los títulos de propiedad de las doce mil millas cuadradas que explotaba la compañía entre los ríos Putumayo y Caquetá. ¿Dónde estaban? ¿Cómo era posible que los accionistas no tuvieran acceso a ellos? Lo que ignoraban tanto Williams como los tenedores de acciones cuya suscripción alcanzó las ciento treinta y cinco mil libras esterlinas ––suma que, aunque muy por debajo de las 300
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expectativas de Arana, no era nada despreciable–– era la naturaleza de los catastros amazónicos. En realidad, al menos en la región que explotaba la Peruvian Amazon Company, simplemente no existían. En otras latitudes, un ejército de agrimensores habría colocado mojones para delimitar las propiedades, o indicado fronteras naturales, como por ejemplo, los ríos; el territorio hubiera figurado en los correspondientes catastros y, a simple vista, se sabría a quién pertenecía y quiénes eran sus vecinos. Figuraría, además, en el correspondiente registro de la propiedad en Iquitos o Lima. Nada de esto sucedía en el Putumayo. Se encontraba en una zona en litigio, ya que la reclamaba Colombia, y los agrimensores jamás habían asomado la cabeza por aquellas regiones. Pero ¿cómo explicarles a los accionistas que los títulos de propiedad podrían tener vigencia en Londres, pero no en el Amazonas peruano? Allí lo que contaba eran la fuerza de las armas, la inescrupulosidad, el terror y, sobre todo, los indios, sin los cuales los árboles de caucho nada valían. Se necesitaba una cultura como la huitoto, la bora o la andoke para hacer rentable ese negocio y no, como en el resto del mundo, un mero papel endosado por un escribano público con un plano adjunto. John Russel Gubbins, presidente de la Peruvian Amazon Company, se vio obligado a explicar que la empresa carecía de títulos sobre esa región y que cualquier compañía que se estableciera en el Putumayo tendría los mismos derechos que la PAC para explotar el caucho. Los enardecidos accionistas insistían en sus indagaciones. ¿Qué se sabía de la comisión que había viajado al Putumayo? No era posible que el directorio ignorara todas sus conclusiones después de tres meses de arribada la misma a las secciones caucheras. La rebelión inquietó a Julio César Arana, que acaso comprendió que sus accionistas británicos no eran fáciles de manipular. Había formado una compañía registrada en Londres, con un directorio inglés y suscripto acciones sin títulos de dominio y con vagas referencias a la cantidad de indios que recolectaba el caucho (habló de cuarenta mil). Ahora debía enfrentar las consecuencias. Julio César Arana quedó atónito cuando Morgan Williams, el accionista que disparara los primeros cartuchos, se opuso a que fuera reelegido como miembro del directorio. Un ciudadano del Perú, país que había permitido que se cometieran atrocidades contra la población indígena, no podía ejercer funciones ejecutivas; lo salvó el artículo 103 del estatuto de la Peruvian Amazon Company , que establecía que, para reemplazar a un directivo, había que notificarlo con un año de anticipación. 302
Arana intuyó el peligro. El instinto certero que le permitía presentir las acechanzas de la jungla le hizo sospechar que el castillo que había construido en Gran Bretaña podía estar hecho de naipes. A esa altura, ya sabría por el prefecto de Loreto, Francisco Alayza y Paz Soldán, y por su cuñado Pablo Zumaeta que Casement enviaría al Foreign Office un informe fulminante que podía hacer peligrar la supervivencia de su empresa. El fárrago creado por los artículos de Truth y por el viaje de Roger Casement al Putumayo habían puesto a Arana en una permanente actitud defensiva. Lo obligaba a permanentes contraataques, a acusar de chantajistas y falsificadores a sus acusadores ––concretamente Hardenburg y Whiffen–– y hasta a exigir demenciales compensaciones económicas al gobierno de Colombia. El 22 de setiembre de 1910, Pablo Zumaeta ––a instancias, naturalmente, de Julio César Arana–– había iniciado un juicio por daños y perjuicios a Colombia por 898.934 libras esterlinas, cinco chelines y siete peniques (no puede sino asombrar cómo se computaron los chelines y los peniques); 160 mil libras esterlinas correspondían a los daños que había causado la fuga de innumerables indios de las secciones caucheras de Arana, gracias a la colaboración de los colombianos quienes les daban refugio, como también a los gastos generados para crear comisiones para perseguir a los indios fugados. De más está decir que esa iniciativa no prosperó. Estos malabarismos no evitaron que Roger Casement llegara a Inglaterra en los primeros días de enero de 1911. Para entonces, el Foreign Office ya sabía que lo publicado por Truth era rigurosamente cierto. El jueves 5 de enero, Casement tuvo una larga conversación en el Foreign Office con Louis Mallet, donde interiorizó al funcionario del maltrato al que estaban sometidos los indios en el Putumayo; el sábado 7, recibió una misiva en que Mallet le solicitaba que escribiera un breve informe preliminar para lograr “que ahorquen a esos criminales”. Julio César Arana no perdió el tiempo y, antes de que el cónsul británico llegase a Londres, le envió una carta. Para cualquiera que no conociera a Arana, sus palabras parecían revelar una sorprendente modestia y una inesperada buena voluntad: He sabido de su regreso y me agradaría que me dijese cuándo estará en Londres, para poder visitarlo e intercambiar puntos de vista con respecto a las reformas que se deberán efectuar en el Putumayo y, de
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ser posible, tener una idea de las impresiones que recogió en su reciente visita, como también escuchar cualquier sugerencia que quiera hacer para un mejor desenvolvimiento de las actividades de la compañía.
Como es de suponer, la reunión jamás se llevó a cabo. El martes 10 de enero, Casement ––según registró en su Black Diary –– recibió otra carta de Julio César Arana solicitándole una entrevista (Another letter from Julio C. Arana. The swine! [Otra carta de Julio C. Arana ¡El cerdo!]) . El 17 de marzo, Casement presentó al canciller Sir Edward Grey un informe de ciento cincuenta páginas donde relataba pormenorizadamente las atrocidades que se cometían en los territorios explotados por la Peruvian Amazon Company . El enviado británico se había instalado durante un mes en Denham, en casa de su amigo Dick Morten, donde a pesar de las dificultades en su visión escribió treinta mil palabras en seis días. El canciller británico se enfrentaba a una situación que requería mucho tacto. El tema era delicado y había que manejarlo sin estridencias públicas ni declaraciones a la prensa. La salud de la relación bilateral entre Gran Bretaña y el Perú dependía de su pericia. Había que tomar decisiones enérgicas, pero que le dieran al gobierno de Lima la posibilidad de salvar el honor. Grey cablegrafió al cónsul y encargado de negocios en Lima, Lucien Jerome, para que interiorizara al gobierno peruano del informe presentado por Casement, donde se nombraban a los más notorios jefes de sección que habían cometido atrocidades. En Lima, a ningún funcionario, desde el presidente Augusto Leguía al canciller, parecía preocuparle el tema. Sin embargo, algo se debería hacer para salvar las apariencias, ganar tiempo y dejar todo como estaba en el Putumayo. Las rentas fiscales que generaba el caucho ––y los sobornos que Julio César Arana derramaba sobre funcionarios limeños–– debían ser preservados. Se dio a conocer, entonces, que el 15 de marzo ––dos días antes de la presentación del informe Casement–– había partido al Igaraparaná y al Caraparaná el juez Rómulo Paredes, por iniciativa de la Suprema Corte de Justicia del Perú, a investigar los mencionados horrores. Ese viaje, como veremos, tuvo una inusual grandiosidad operística. La misión de Paredes duró cuatro meses. A su regreso, ordenó 235 arrestos, de los cuales se llevaron a cabo nueve. Fonseca, Agüero y otros jefes, oportunamente alertados, huyeron al Brasil. 304
Sir Edward Grey pronto tomó conciencia de que el gobierno de Lima mostraba una pasmosa lentitud en lo que a respuestas se refería. Quizá no estaba bien informado de lo que representaba Julio César Arana en el Putumayo. Sin la ocupación territorial de facto que encabezaba este, al gobierno de Lima, aislado geográficamente de Iquitos ––aún no existía el Canal de Panamá–– le resultaría muy difícil un eventual desplazamiento de naves de guerra y tropas a la región disputada por Colombia. De no ser por Arana, que los había expulsado, plantando la bandera peruana en cada sección cauchera, los caucheros colombianos estarían aposentados en la zona comprendida entre el Putumayo y el Caquetá. El 21 de abril, Sir Edward Grey cablegrafió nuevamente al encargado de negocios Lucien Jerome para verificar si el gobierno peruano había encarcelado a los culpables. Se había capturado a un solo responsable, que estaba en Iquitos en libertad bajo fianza. Un mes después, ante la absoluta inacción del gobierno del presidente Augusto Leguía y la indiferencia peruana ante su reclamo, el canciller británico cambió de estrategia y buscó aliados. No quería transformar al Putumayo en un escándalo que salpicase a un gobierno con el cual existían fuertes lazos comerciales, pero no podía cerrar los ojos ante el hecho de que una compañía inglesa estaba implicada en las atrocidades. En mayo, buscó el apoyo de los Estados Unidos, instruyendo a su embajador en Washington, James Bryce, que interiorizara del informe Casement al gobierno del presidente William Howard Taft. Pero Estados Unidos, aún al hacerse públicos los horrores del Putumayo en julio del año siguiente a través del Blue Book –– como se denominó al informe Casement––, optó por mantenerse al margen por razones políticas y económicas. Julio César Arana ignoraba estas maniobras diplomáticas y acaso creyó que la investigación de Casement se diluiría con el tiempo, tapada por otros hechos internacionales más significativos. Pero el 13 de mayo tuvo la prueba irrefutable de que el gobierno británico pensaba llevar la investigación adelante: el Foreign Office envió a cada una de las autoridades de la Peruvian Amazon Company una copia del informe de Casement. La perplejidad de Gubbins, Lister-Kaye y Read debe de haber sido superlativa: quedaban atrapados en un probable escándalo, a pesar de no haber estado jamás en el Putumayo. Qué ingenuos habían sido al creer que las denuncias de Walter Hardenburg en Truth, hacía un año y medio, eran falsas, como lo había asegurado Julio César Arana. 305
El 31 de mayo se produjo otra vuelta de tuerca. Lo ocurrido en una remota selva sudamericana que explotaba una compañía inglesa se había convertido en una imparable bola de nieve. El escándalo salió de los discretos límites de Salisbury House y pasó a un ámbito mucho más público y trascendente: la Cámara de los Comunes. El parlamento británico estaba al tanto de lo que sucedía en el Putumayo y decidió no dar la espalda a las atrocidades. El subsecretario de Relaciones Exteriores, McKinnon Wood, anunció a los legisladores que colmaban el recinto que, por desgracia, el informe de Roger Casement confirmaba las peores sospechas con relación a los crímenes en el Amazonas peruano. Si bien no se dio a publicidad, el escándalo era imparable. El sueño de Julio César Arana amenazaba durar apenas tres años; concretamente, desde que se había iniciado el 6 de diciembre de 1908, cuando se llevó a cabo en Londres la suscripción pública de las acciones de la compañía. Durante aquella tardía primavera londinense ––a principios de abril había nevado copiosamente en la capital británica–– entendió que debía salvar su territorio del Putumayo, del que no tenía otro título de propiedad que la presencia de la vieja Casa Arana, más importante que cualquier papel firmado ante un escribano público. Había puesto a disposición de los ingleses un negocio que no había sido factible. Hay quienes sostienen, verosímilmente, que ––más allá del escándalo y sus posibles consecuencias–– la Peruvian Amazon Company estaba al borde de la quiebra como consecuencia de la desorganización administrativa, los salarios arbitrarios, los gastos excesivos, las ventas no registradas de caucho. Para Arana era imperativo salvarse a cualquier costa. La primera medida que tomó fue hipotecar a nombre de su mujer, Eleonora, las propiedades de la compañía por la abultada suma de sesenta mil libras esterlinas, una fortuna para la época. Ello equivalía a sentenciar a muerte a la Peruvian Amazon Company . En la superficie, se trató de una decisión de su cuñado, Pablo Zumaeta, apoderado de la señora Arana. Pero nadie sino Julio César podía haber pergeñado ese hábil recurso. La decisión se basó en que, en 1903, cuando se constituyó en Iquitos Julio C. Arana & Hermanos , Eleonora aportó cuarenta mil libras esterlinas a la nueva sociedad ––que salieron, si es que realmente hubo aportes, del bolsillo de su marido–– que figuraban a nombre de ella en los libros. No se trataba de un aporte de capital, sino de un préstamo, que hacia 1911, había generado veinte mil libras esterlinas adicionales de intereses. Eleonora Zumaeta de Arana se ha-
bía transformado, de la noche a la mañana, gracias a una hipoteca, en acreedora preferencial. Esta descarada maniobra fue más de lo que el directorio podía aceptar. “El peruano”, como lo denominaban, cansado de los códigos de ética ingleses, de un periodismo independiente que no podía comprar, atemorizado por los alcances de una investigación y de denuncias que ya llegaban a la Cámara de los Comunes, quería deshacerse de todos aquellos respetables caballeros británicos, llevar a la Peruvian Amazon Company a la bancarrota, recuperar sus vastos territorios del Putumayo y olvidarse de la aventura londinense. No le resultaría fácil. Las deudas de la compañía, ese año, alcanzaron la asombrosa suma de 272.470 libras esterlinas y llegó un momento en que sólo había tres libras esterlinas en la caja. El 17 de julio sobrevino el golpe de gracia: el Lloyd’s Bank, dado el estado financiero de la empresa, dejó de otorgarle crédito. El 31 de agosto, Arana informó a los accionistas que, debido a la falta de ingresos producto de los remitos de caucho, la compañía no podía cumplir con sus obligaciones económicas. Roger Casement, durante 1911, asistió a tres reuniones de la Peruvian Amazon Company que, con seguridad, se relacionaron más con el estado financiero de la compañía, que con el castigo de los jefes de sección culpables y un mejor trato hacia los indios. Llama la atención, sin embargo, su actitud emocional hacia la primera reunión en la que fue convocado, el 1 de junio y a la que, si nos atenemos a su diario secreto, no asistió.
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Jueves 1 de junio de 1911. ¡A la reunión de la Peruvian Amazon Company! ¡No asistir! (No go!) Todos los miembros de la comisión allí. ¡No asistir!
Ese día, en cambio, decidió ir al Hotel Savoy y permanecer allí. La primera reunión de la Peruvian Amazon Company en la que decidió estar presente fue la del 28 de junio, que se realizó en el Club Room del Naval and Military Club y en la cual, según anotó en su diario, “nada bueno ni serio sucedió”. La segunda, el 5 de julio, se llevó a cabo en Salisbury House, sede de la compañía. Imaginemos a Julio César Arana y a Roger Casement, frente a frente en ese salón de directorio de paredes cubiertas de oscura boiserie , sobre la que penderían mapas y fotografías del imperio del Putumayo. En 1908, a bordo del vapor Clements que na-
vegaba rumbo a Manaos, estos dos hombres se habían encontrado en el comedor. Si es que hablaron, su conversacióm se habrá limitado a educadas convenciones. Nunca habrán sospechado que, tres años después, se reunirían nuevamente como enemigos irreconciliables. Casement tenía finalmente frente a sí al truhán, al que permitió que sus jefes de sección mataran, quemaran, violaran y mutilaran a pacíficas tribus amazónicas. Todo estaba demostrado: el informe presentado al Foreign Office había sido lapidario. Arana se encontraba frente al hombre que le había arruinado un negocio que pudo haber sido fabuloso y que, además, lo había desenmascarado, a pesar de que negara los cargos, que lo tildara en el futuro de agente colombiano, que alegara que desconocía lo que sucedía en las secciones caucheras. El 6 de julio, Casement asistió a la tercera reunión en Salisbury House, pero en su diario íntimo no menciona de qué se habló. Señala, también, que ese día se dirigió al palacio de St. James para que el rey Jorge V lo nombrara Caballero. Jueves 6 de julio de 1911. Reunión de la P. A. Company . Al Palacio de St. James para ser nombrado Caballero por Jorge V. Taxi hasta allí, tres chelines. Taxi de regreso, tres chelines. Cena con Nina (se refiere a su hermana) y L., seis chelines. Ómnibus, tres peniques.
Cualquier súbdito británico se hubiera sentido exaltado, ansioso, impaciente y honrado por el mero hecho de ser recibido por el rey del mayor imperio del mundo y, mucho más, por ser nombrado Caballero del Reino. Sin embargo, este irlandés al servicio de la Corona británica sólo registró esas escuetas líneas el día que el monarca decidió condecorarlo por los informes sobre el Congo y el Putumayo. Jeffrey Dudgeon, en Roger Casement, the Black Diaries da más detalles acerca de este hecho: Casement debió coordinar con el Foreign Office para pedir en préstamo una condecoración CMG para usar durante la ceremonia donde sería ungido como Caballero, circunstancia que luego enfatizó ante sus abogados defensores (como señalamos, fue juzgado por alta traición en 1916) para demostrar su indiferencia ante ese honor. Tenía dudas sobre el lugar donde había dejado la condecoración. Cuando en 1916 el responsable del archivo de la Orden, conmovido, le solicitó que la devolviera, Casement se mostró muy servicial, sugiriéndole al director de la prisión el 24 de julio que podría estar en Irlanda, y que le solicitaría a su hermana que la buscara, algo que
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hizo. Sin embargo, como fue ahorcado una semana después, el problema se difirió. Cuando la condecoración fue finalmente hallada, su prima Gertrude Bannister la entregó al Heraldic Museum , en Dublín.
Posiblemente, esa indiferencia de Casement se haya debido a sus conflictos y contradicciones. Quizás en su fuero íntimo ya estaba irremisiblemente comprometido con la causa de la independencia de Irlanda y le costaba exculpar a Inglaterra de los crímenes del Putumayo. Los mismos eran cometidos por una compañía británica, cuyas conductas en última instancia se inscribían en la política colonialista de Gran Bretaña. Julio César Arana libraba una batalla contra el tiempo. Quería despegarse de la Peruvian Amazon Company y la mejor forma de hacerlo era liquidando la compañía. Pero esa estrategia requería que él mismo controlara esa liquidación a través de contubernios y alianzas con los acreedores. El 27 de setiembre, en Winchester House, en el centro financiero de Londres, se llevó a cabo una reunión clave, con la asistencia del directorio de la compañía y los principales acreedores, entre los que destacaban el London Bank of México y la Anglo-Merchantile Finance Company que, curiosamente, exigieron que Arana fuera el liquidador. Es posible que esa exigencia se originara en que don Julio les haya asegurado ––váyase a saber a través de qué mecanismos–– el cobro de la deuda, algo que no cualquier liquidador estaría en condiciones de hacer. Además, había una indisimulable intención geopolítica: si Arana era el liquidador, se mantenía la jurisdicción peruana en el Putumayo. Su función de liquidador le permitiría además manejar el cese operativo de la compañía y dominar las complejas negociaciones y maniobras que, con seguridad, le asegurarían salir beneficiado. Pero Arana también tenía que atender al frente interno que era su familia. Si bien los denominados “escándalos del Putumayo” se desatarían públicamente el 12 de julio del año siguiente, es decir, de 1912, antes de esa fecha innumerables ingleses ya estaban al tanto de lo que ocurría en el Amazonas. La Peruvian Amazon Company empezó a ser mala palabra. Era inevitable que los residentes de Queen’s Gardens, donde vivía el matrimonio Arana, cuchichearan acerca de sus vecinos y que en los colegios alguien les deslizara a los hijos de Arana alguna observación sobre su padre. Para fines de 1911, Eleonora Zumaeta de Arana se mostraba indignada por el trato que recibía su marido por parte de todos los sectores. 309
O ignoraba los crímenes del Putumayo ––algo improbable–– o simplemente se solidarizaba con su esposo. Poco se sabe de esta mujer que fue el pilar del rey del caucho a lo largo de su vida. Ni siquiera han quedado fotografías suyas. Ello se debe en parte a que ninguna de sus tres hijas tuvo descendientes, ya que dos ––Alicia y Angélica–– murieron solteras. Lily casó con Pedro del Águila Hidalgo, pero no tuvo hijos. Luis Arana Zumaeta, en cambio, tuvo un hijo, Luis, que es el último descendiente de Julio César Arana. El autor lo visitó en su casa de Surco, un barrio de Lima, en 2004. Como veremos, la tragedia se ciñó sobre esta familia, como si el Amazonas la hubiera condenado a un irremediable estigma. Eleonora empacó nuevamente baúles, valijas, sombrereras y objetos personales. Acompañada de sus hijos abordó un tren en Victoria Station, cruzó el Canal de la Mancha, llegó a París y, desde allí, viajó a Ginebra, a una villa en la Avenida Florian que Julio César había alquilado. Suiza sería su lugar de residencia durante los escándalos del Putumayo. Frente a las plácidas aguas del lago Leman, estaba lejos de Londres, de la Cámara de los Comunes y de los periodistas. Pero el escándalo internacional fue tan desmesurado que terminó afectando su salud.
quiera una pulgada la bandera del Perú en la tierra de la conquista”. La ausencia de imparcialidad del juez Paredes no se limitaba a sus editoriales. Antes de partir a las secciones caucheras de la Peruvian Amazon Compan y, recibió instrucciones del gobierno peruano de “proceder con prudencia y discreción para no hacer daño a la Compañía Arana ni alterar la obra de nuestras guarniciones, que estaban cumpliendo un deber patriótico defendiendo esas remotas fronteras de nuestro territorio”. Por otra parte, dos meses antes Pablo Zumaeta y Benjamín Dublé habían estado en el Putumayo alertando a los jefes de sección y brindándoles todas las facilidades para la fuga. Armando Normand se dirigió a la Argentina; Fonseca y Montt, al Brasil, país con el que Perú no tenía un tratado de extradición, llevándose consigo indios para ser vendidos en las plantaciones de caucho brasileñas. Lo único que encontró el juez Paredes fue personal subalterno que admitió haber sido forzado a cometer actos contra su voluntad. Claro que ésa no fue la versión que dio Pablo Zumaeta cuando en 1913 publicó, como veremos, su Segundo Memorial.
La elección del funcionario, desde el inicio, adolecía de parcialidad: Paredes era propietario del diario El Oriente , de Iquitos, y solía mezclar sus editoriales con temas estrictamente judiciales o políticos. Había sido su periódico, refiriéndose a la toma de La Unión, en 1908, el que dijera que “el único deseo de esos jóvenes patriotas era el de hacer avanzar si-
Si la visita del cónsul inglés [Casement] al Putumayo causó visible temor entre los antiguos empleados de la Casa Arana, como es público y notorio, la noticia de la visita de un juez de primera instancia a esa misma zona, con el objeto de castigar a los criminales, produjo verdadero pánico. Se afirma por muchas personas en Iquitos, y me inclino a creerlo, que tan luego tuvo seguridad del envío de la comisión judicial al Putumayo por orden del gobierno, los amigos de los culpables enviaron precipitadamente propios a La Chorrera y a El Encanto, por la ruta Mazán-Tinicuro-Algodón (para evitar el extenso viaje fluvial), a fin de que dichos empleados estuvieran alertas. Fue esa una noticia sensacional. Un temor insistente de punición, algo así como una voz acusadora de la conciencia, los fue decidiendo poco a poco a la fuga; a tal extremo que, puedo asegurarlo, yo casi no encontré a los principales asesinos, quienes pensaban ––y con razón–– que la presencia del juez acabaría por descubrirlos, persiguiéndolos hasta conseguir el castigo que merecían por sus hechos delictuosos. Si el cónsul inglés los espantó, pues, en parte, mi aproximación concluyó por decidirlos al abandono definitivo de las secciones; y fue tal el miedo que se apoderó de ellos, que me han contado los tripulantes del vapor Liberal , a mi regreso de La Chorrera, que un día, cuando esta nave bajaba el río Putumayo en viaje a Iquitos, se divisó una
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Los intentos del Foreign Office para que el Perú castigara a los responsables de los crímenes del Putumayo fueron vanos. El presidente peruano, Augusto Leguía, parecía ignorar los reclamos formulados por el cónsul inglés y encargado de negocios en Lima, Lucien Jerome. Un alto funcionario de la embajada británica en el Perú lo definió “el peor de los presidentes sudamericanos”. El 15 de marzo partió de Iquitos el juez Rómulo Paredes, después de haber participado en un copioso banquete, la noche anterior, en el Restaurante Bellavista, a bordo del aviso de guerra Iquitos y no en el Liberal , como era la costumbre. Tenía la misión de investigar lo que sucedía en el Putumayo, y había sido designado por la Suprema Corte de Justicia del Perú.
subrayado ¿buque?
embarcación, surcando; y como se creyera que en ella iba el juez, hubo a bordo del Liberal escenas de verdadera locura. Allí iban dos bandidos notables, Abelardo Agüero y Augusto Jiménez, jefes de Abisinia, quienes, temerosos de que se los descubriera, cometieron actos ridículos, sacando también de su ecuanimidad a los mismos tripulantes de la nave, que se esforzaron por ocultarlos en las bodegas. Estos actos, prueba quizá de expiación y remordimiento, o de temor al castigo, dieron como resultado un despeje de asesinos en el escenario ensangrentado; de manera que yo no he encontrado a mi llegada al Putumayo a los principales criminales. La presencia de un cónsul los hizo vacilar; la aproximación de un juez los sacó de juicio. Todos huyeron despavoridos, unos al Brasil, otros a la Argentina, a Barbados, etcétera. En las secciones, pues, encontré jefes y empleados nuevos. Normand, Fonseca, Martinegui, Montt, Aurelio y Arístides Rodríguez, O’Donnell, Agüero, Jiménez, Flores y otros huyeron a mi llegada, habiendo sido sustituidos inmediatamente por otras personas. 1
Si no se conociera la verdad sobre el Putumayo, hasta podría creerse en esta versión, indudablemente redactada por el asesor de comunicación de Arana, Carlos Rey de Castro, ya que sería incongruente que Pablo Zumaeta, un hombre de escasa ilustración, tuviera dotes narrativas. Si alertó, como es de suponer, a los jefes de sección, no fue tanto para ponerlos a salvo, sino para evitar que hablaran y comprometieran a las máximas autoridades de la Casa Arana.
Mientras el juez Paredes recorría el Igaraparaná y el Caraparaná, el 27 de abril regresó a Iquitos el juez Carlos A. Valcárcel, que debió hacerse cargo no sólo de su juzgado sino también del correspondiente al ausente Paredes. El 17 de mayo el gobierno peruano designó al juez Pinillos Rossell al frente de ese juzgado vacante. Así, el juez Paredes cesaba en su cargo ––alejamiento refrendado por la misma Corte Suprema–– y cualquier informe que presentara sobre la Casa Arana dejaba de tener validez jurídica. Esta maniobra tuvo un epílogo imprevisto que muestra a las claras cómo la impunidad puede validarse mediante argucias más o menos jurídicas. Dado que el juez Paredes cesaba en sus funciones, el doctor Valcárcel se debería trasladar al Putumayo a proseguir con la investigación. 312
Fue imposible: el Prefecto del Departamento de Loreto se negó a adelantarle cincuenta libras esterlinas para afrontar los gastos que necesariamente tendría, alegando que antes de hacerlo debía solicitar, y obtener, el permiso del gobierno nacional. Valcárcel se ofreció a adelantar esa suma de su propio bolsillo y se limitó a exigir que se pusiera a su disposición una embarcación para trasladarse a la región. ¿Qué hizo el prefecto? No le notificó al juez de la partida de dos lanchas al Putumayo, y este no tuvo otro remedio que permanecer en Iquitos.
En 1911, cualquier intento de esclarecer las atrocidades del Putumayo y condenar a sus culpables estaba condenado al fracaso. Jueces, funcionarios, ministros y prefectos eran títeres de Julio César Arana. Iquitos estaba dividido en dos grupos antagónicos: La Cueva de los Inocentes, integrada por profesionales, intelectuales y periodistas, y la Liga Loretana , compuesta por los caucheros, familias tradicionales y grandes exportadores. Paredes pertenecía al primer grupo. Nadie que tuviera el menor sentido común se enemistaría con la Casa Arana, como aún se la denominaba. Pero existían otros motivos, más allá del poderío de Arana, de las fabulosas rentas que brindaba la aduana de Iquitos a las arcas fiscales, para que esa zona selvática se convirtiera en un polvorín. Colombia era el principal. Inmerso en un interminable litigio limítrofe con su vecino, Perú siempre llevaba las de ganar, por meras realidades geográficas. Para los colombianos, llegar al Putumayo y al Caquetá era casi una hazaña, debido a difíciles obstáculos topográficos. Este no era un problema para quienes tuvieran base en Iquitos, que disponían de ríos absolutamente navegables. Para complicar aún más las investigaciones europeas y vernáculas sobre el Putumayo, la tensión entre ambos países fue en aumento a partir de comienzos de 1911, cuando un contingente colombiano integrado por cien soldados enviado por el gobierno de Bogotá, se instaló en La Pedrera, sobre el río Caquetá. Tenía órdenes de reconquistar ese río y también de internarse por el Putumayo y arrebatar esa vía fluvial del dominio peruano y de la Casa Arana. Claro que era más fácil dar esa orden que llevarla a cabo. Iquitos tenía el caucho, con el cual se podía comprar hombres, armas y hasta vapores, a lo cual contribuyó Julio César Arana. En los meses de mayo y junio la armada peruana envió una cañonera fluvial de última generación a patrullar las aguas del río Putumayo. Es313
taba equipada con dos cañones de 37 milímetros en proa y popa y dos ametralladoras. La América 2 había sido construida en 1904, en el astillero Tranmere Bay Development C. Ltd. en Birkenhead, Liverpool, y enviada al Amazonas para disuadir a vecinos molestos. El ejército privado de Arana, por otra parte, podía repeler invasiones en las secciones caucheras y la nueva senda que unía el río Napo con el Putumayo permitía alcanzar El Encanto, desde Iquitos, en apenas cinco días. El combate se libró entre el 11 y 12 de julio, en La Pedrera, en el río Caquetá y las fuerzas colombianas fueron derrotadas. Muchos soldados perecieron no como consecuencia de las balas, sino de las habituales e implacables enfermedades tropicales. El enfrentamiento figura en las efemérides de los libros de historia de ambos países. Como toda batalla necesita un héroe, el papel le fue adjudicado al teniente primero José Manuel Clavero Muga, que luchó a bordo de la América y dejó su vida en la refriega. El ataque estuvo dirigido por el teniente coronel Oscar Benavides que, gracias a esta victoria, pudo acceder a la presidencia del Perú en 1914. Fue una victoria pírrica. El 19 de julio, los gobiernos de Perú y de Colombia, sin siquiera saber cuál había sido el resultado del enfrentamiento firmaron un acuerdo por el cual las tropas peruanas se retiraban de La Pedrera. En Iquitos, el pueblo se lanzó a las calles en señal de protesta. Cuando el juez Rómulo Paredes regresó de su periplo amazónico, se instaló en su despacho de Iquitos. Redactó un informe de 1.242 páginas y libró 215 órdenes de arresto, confirmando que en el Putumayo se habían cometidos los peores crímenes y que los jefes de sección como Normand, Montt, Fonseca y Jiménez ––por nombrar los más temibles–– eran verdaderos asesinos. El juez Carlos Valcárcel ––Paredes había sido dejado cesante–– ordenó también el arresto de Pablo Zumaeta, gerente en Iquitos de la Peruvian Amazon Company; de Víctor Macedo, jefe de sección de La Chorrera, y de Martín Arana, medio hermano de Julio César. Nada de esto se cumplió. Veamos qué escribió al respecto el propio juez Valcárcel en Las Cuestiones del Putumayo .
Zumaeta se había librado aquella orden, para guardar las apariencias dicho reo se limitó a no salir a la calle hasta que la Corte de Iquitos la revocó a los tres meses de haber sido expedida; y tenía Zumaeta tanta seguridad de que la Corte antedicha revocaría aquella resolución, que permaneció en su casa tranquilamente por espacio de tres meses recibiendo las visitas de sus amigos (entre los que se encuentran los miembros del Tribunal indicado), sin que se le molestase absolutamente por la policía.
El 5 de agosto de 1911 oficié al Prefecto de Loreto para que hiciese capturar al gerente Pablo Zumaeta, acusándose recibo en la prefectura de haberse recibido dicho oficio el mismo día y, a pesar de eso, Zumaeta se paseó públicamente por Iquitos por varios días sin ser capturado; hasta que habiéndose impuesto los vecinos que contra
Pablo Zumaeta no sólo permaneció en su casa, sino que tuvo entre sus manos, durante ese tiempo, el expediente judicial donde se lo acusaba. Cualquier ataque contra la Casa Arana estaba condenado al fracaso. Los jueces iquiteños que intentaban hacer cumplir la ley en algún tema que afectase al rey del caucho terminaban luchando contra molinos de viento. Años después, Zumaeta, en Las Cuestiones del Putumayo, Memorial, afirmó que las investigaciones del juez Paredes en el Igaraparaná y en el Caraparaná adolecían de nulidad, debido a que los indios, además de su peculiar psicología e infantilismo, no se expresaron en español sino en sus propios dialectos, ignorados por Paredes y por su traductor; también, que tanto este juez como Valcárcel era corruptos, que decretaban quiebras de diarios que pertenecían a la competencia y que solían ordenar remates judiciales de los cuales obtenían interesantes ganancias. Lo cierto es que lo único que podría endilgársele al juez Paredes, o a quienes manipularon el extenso informe, es haberlo utilizado, a pesar de los horrores que describía, con fines políticos benéficos para el Perú. Curiosamente, ese informe fue reproducido en un diario escrito en inglés,Perú To-day , que se editaba en Lima, y que la legación peruana en Londres no perdió tiempo en distribuir entre líderes de opinión. ¿Por qué hacerlo llegar a políticos y funcionarios ingleses, si se relataban los crímenes más abyectos en un territorio explotado por la Peruvian Amazon Company? Esta aparente incongruencia no era tal. Si bien el juez Paredes afirma en el informe que quienes sostengan que los indios del Putumayo son caníbales “se hacen culpables de falsedad voluntaria”, el mismo diario redactó un editorial sobre los indígenas caníbales del Putumayo. Se publicó, también, una espeluznante fotografía de una india masacrada, pero en el epígrafe de la misma se responsabiliza a los colombianos, no a la Casa Arana. Y, como corolario, de las 215 órdenes de arresto, el diario afirmó que sólo se concretaron nueve y de personajes secundarios.
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¿El proceso? ver en bibliografía
Sir Edward Grey y prominentes funcionarios del Foreign Office británico poco sabían acerca de lo que sucedía en el Putumayo, salvo que ninguno de los criminales había sido encarcelado o, peor aún, que se les había facilitado la fuga. El silencio del gobierno del presidente Augusto Leguía era intolerable. Aunque la Cancillería inglesa estaba acostumbrada a tratar con emperadores chinos, maharayás hindúes y reyezuelos africanos, los presidentes sudamericanos podían ser particularmente molestos y embarazosos. Se trataba de una situación comprometida para el gobierno de Su Majestad. No sólo un directorio integrado por británicos era el responsable de las atrocidades, sino que en ellas también habían intervenido súbditos británicos, como eran los negros de Barbados. Los meses transcurrían y los avances diplomáticos no lograban el castigo de los culpables, lo cual alarmó a Casement, que, junto con Harris, de la Anti-Slavery Society , presionó a Grey para que no abandonara la causa del Putumayo. El resultado fue previsible: Casement debería regresar a Iquitos para enterarse de la marcha de los acontecimientos. El 16 de agosto partió de Southampton en el Magdalena rumbo a Barbados, isla que detestaba y que alguna vez definió como “horrible isla británica poblada por pedantes y mendigos”. El 28 de ese mes, el mismo día de su arribo, se entrevistó con Andrés O’Donnell, el ex jefe de sección de Entre Ríos, en el Ice House. Casement consideraba a este descendiente de irlandeses el menor de los criminales al servicio de la Peruvian Amazon Company , aunque esta virtud comparativa distaba de convertirlo en inocente. En la isla caribeña nadie sospechaba que ese joven tan educado que noviaba con la señorita Turney, hija del responsable de los jardines de Queen’s Park, y que estaba por emprender un negocio hotelero, era un asesino que había ordenado la matanza de innumerables indios amazónicos. Casement, al día siguiente, informó de su presencia al Foreign Office y se enteró de que existía un pedido de extradición por parte del Perú, ya que se acusaba a O’Donnell de homicidio. La extradición nunca tuvo lugar. O’Donnell se casó con la señorita Turney y logró anular la extradición gracias a un hábil abogado pero, temiendo otra orden de extradición, decidió partir a Nueva York, dejando a su mujer confinada en la isla. El 16 de octubre Casement llegó a Iquitos, ciudad que le era desagradable, como también sus habitantes. Para contribuir a su desagrado, se había desatado una epidemia de fiebre amarilla (conocida en Iquitos como el “vómito negro”), que le había costado la vida a un hijo del comer316
ciante inglés John Lilly. El calor era insufrible. Esta estadía de Casement en Iquitos la conocemos a través de sus “diarios negros”, donde dedica más tiempo a anotar sus impresiones obsesivamente fálicas sobre jóvenes y soldados y a su tortuosa relación con un muchacho, José González, a quien fotografió en diversos escenarios, que a la misión que se le había encomendado. Esto no quiere decir que hubiera olvidado sus obligaciones ni desistido en sus intentos de hacer castigar a los culpables de las atrocidades. Su primera entrevista fue con el prefecto, Francisco Alayza y Paz Soldán, quien se deshizo en elogios, afirmando que el misterio del Putumayo había sido develado sólo por Roger Casement, ya que nadie en Iquitos siquiera lo sospechaba. Los signos de exclamación registrados ese día en su diario revelan qué concepto tenía de estos obsecuentes funcionarios amazónicos. Durante su estadía en Iquitos, que se prolongó hasta el 7 de diciembre, es decir, casi dos meses ––salvo un viaje sin propósito alguno que realizó por el río Amazonas––, tuvo varias entrevistas con el juez Rómulo Paredes, que había regresado del Putumayo y elaborado un extenso informe sobre las atrocidades en las secciones caucheras de la Casa Arana. Casement, el año anterior, lo había descalificado, llamándolo truhán. Sin embargo, en este viaje ambos se entendieron, posiblemente por la veracidad del informe del juez y porque coincidían en que los culpables jamás serían castigados. Pablo Zumaeta estaba libre ––a pesar de que el juez Valcárcel había librado la orden de arresto–– y acababa de ser nombrado presidente de un nuevo club. Los dos hombres a pesar de sus diferencias abismales, habían convergido en un mismo callejón. El menudo Paredes, de treinta y dos años, de piel oscura y grandes bigotes parecía recién bajado de la cordillera de los Andes, o llegado en canoa desde algún remoto río amazónico; Casement, elegante, espigado, de ojos claros, vestía las clásicas prendas níveas que llevaban los occidentales en los trópicos. Durante ese breve período, se aliaron, intercambiaron información y cartas de presentación (Casement le entregó una para el cónsul británico en Lima, Lucien Jerome) y también compartieron algunos temores. Domingo 3. Paredes me visitó para comunicarme que todo era una farsa, Lanatta (un abogado) es el defensor de Víctor Macedo (ex jefe de sección en La Chorrera). Todos están en contra de Paredes. Teme que lo asesinen y nuevamente me advierte que no vaya al Putu-
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mayo. Dice que también sería atacado ––al igual que Hardenburg–– y, si voy al Putumayo, correría peligro. Viaja a Lima este mes.
El juez Paredes, como Casement, había escrito un extenso informe donde no hizo ninguna concesión a la Casa Arana. Había estado cuatro meses conociendo las secciones caucheras, hablando con empleados e indios, bajo el paraguas protector de su cargo judicial. Algunos pasajes de su informe revelan sus aspectos honestos: Los empleados de la Compañía son todos borrachos, masticadores de coca, holgazanes corrompidos hasta niveles inimaginables, incluso hasta el punto de la idiotez, algunos de ellos analfabetos… con mentes enfermas y viendo por todas partes ataques imaginarios de los indios, conspiraciones, revueltas, traiciones, etc. Para sobrevivir y salvarse matan y matan sin piedad a tribus enteras, seres inocentes que no tienen idea de escapar o de vengarse, debido a que el sometimiento tiránico al que están acostumbrados desde hace tantos años los ha vuelto acobardados y abyectos.
Es comprensible que Casement estuviera harto de Iquitos. Si bien alternaba, con enorme discreción, su trabajo con el placer sexual, pronto comprendió que nada podría hacerse allí. Matizó su estadía cenando en la deslumbrante casa de los Morey, en el Malecón, instruyendo sobre los crímenes del Putumayo al nuevo cónsul británico, George Michell, que reemplazaría a Davis Cazes y luchando contra un empecinado resfrío que lo tuvo a mal traer. Acaso intuyó que la publicación oficial de su informe entregado al Foreign Office era un hecho irreversible: la Peruvian Amazon Company se había disuelto en setiembre de ese año. Ignoraba que sir Edward Grey estaba esperando su regreso del Amazonas y la imprescindible nueva información antes de dar a conocer el informe. El 4 de diciembre, registró en su diario: “Espero sinceramente irme en el Ucayali el jueves por la mañana. Estoy cansado de Iquitos. Dios ayude a Michell”. El 7 de diciembre, el vapor Ucayali soltó amarras; Casement saludó agitando el sombrero a quienes fueron a despedirlo y creyó ––lo cual resultó ser cierto–– que jamás volvería a esa ciudad. Sir Roger Casement, ennoblecido por el rey Jorge V, que alternaba con la aristocracia inglesa, el héroe del Congo y del Putumayo, que en pocas semanas se entrevistaría nada menos que con el presidente norteamericano William Howard Taft en la Casa Blanca, ni siquiera tenía un 318
mísero camarote en ese vapor fluvial que se dirigía a Manaos. Debió pasar las noches en la cubierta, ya que todas las cabinas estaban ocupadas y ningún funcionario en Iquitos se preocupó por su comodidad. En su diario, registró el 8 de diciembre, un día después de haber zarpado: “En Leticia a las 6 a.m. Llovió varias veces durante la noche, pero no mojó mi cama de campaña. Escribiendo al Foreign Office acerca de los últimos acontecimientos en Iquitos y las quejas que me planteó Paredes”. Su lugar de trabajo era el modestísimo camarote de uno de los camareros. En Manaos, almorzó un par de veces con Joseph Froude Woodroffe, el autor de Upper reaches of the Amazon , quien le informó que Julio César Arana se encontraba en la ciudad y que tenía objetivos precisos: esperaría a que el proceso estuviera “muerto” y, después del efecto desmoralizante, se quedaría directamente con el Putumayo. Casement se alegró de no haberse encontrado con los hermanos Arana, que lo fueron a visitar al hotel y no lo encontraron. Su estadía en Manaos se caracterizó por desaforados encuentros sexuales en descampados o en alguna pieza de alquiler, como si la inminencia de la partida hubiera agudizado sus compulsión. El 17 de diciembre se embarcó en el Hubert rumbo a Pará, una escala obligada, y el último día de 1911 abordó el Terence, desde Barbados, para dirigirse a Nueva York. Prolijo y meticuloso, registró en su diario el costo total del segundo viaje a Iquitos: 131 libras esterlinas y 19 chelines, suma bastante modesta para semejante misión. No incluía el costo de sus aventuras sexuales. En los Estados Unidos, gracias a las gestiones del embajador británico en Washington, James Bryce, tendría una entrevista con el presidente de ese país, lo que habla a las claras de su enorme prestigio. En Washington, el presidente Taft, escuchó atentamente sus denuncias. Era de vital importancia, dijo Casement, que Estados Unidos apoyara a Gran Bretaña en esta causa, más allá de los reparos que oponía la Doctrina Monroe, en el sentido de que las potencias europeas no deberían intervenir en los conflictos de países americanos. La magia de Casement, su asombroso poder de convicción, su indiscutida experiencia en el Congo y en el Amazonas, su aureola en lo concerniente a la persecución de la esclavitud y del maltrato, terminaron cautivando a Taft. Según un diplomático británico, fue como “el encuentro entre una serpiente negra y un ratón”. El secretario de Estado, Philander Knox, llegó a la conclusión de que sólo la publicación del informe de Casement, retenido por 319
el Foreign Office británico, sería capaz de hacer cesar las atrocidades en el Putumayo. Sir Edward Grey, mientras tanto, se movía con notable delicadeza diplomática para no comprometer al gobierno de los Estados Unidos en una campaña que pudiera perjudicarlo. En una carta que envió al director del diario Manchester Guardian, C.P. Scott, le manifestaba, off the record, que “lo que más lamentaría es llevar a cabo una acción que nos alejara de los Estados Unidos (…). Es la opinión pública norteamericana la que debería constituir el factor más decisivo en ambas Américas”. El problema era que la opinión pública norteamericana no tenía la menor idea de dónde quedaba el Putumayo, ni qué sucedía en sus ríos, precisamente porque el informe aún no se había hecho público. En tanto, el gobierno del presidente Augusto Leguía continuaba demorando las medidas prometidas. En mayo de 1912, el mandatario peruano comunicó que había designado una comisión ––otra más–– para que investigara las denuncias y que sus conclusiones estarían listas en enero de 1913, lo cual hizo perder la paciencia a sir Edward Grey. Para colmo, el canciller inglés se enteró de que setenta toneladas de caucho habían sido despachadas del Putumayo, cifra enorme que confirmaba la vigencia del sistema atroz, pues sólo podía haber sido reunida recurriendo a él. Grey tomó la decisión de no postergar más la publicación del informe. Había pasado más de un año desde que Casement se lo remitiera al Foreign Office y el enviado había regresado a Iquitos sólo para verificar que a los culpables se les había facilitado la huida y que gozaban de buena salud en Brasil o en la Argentina. El gobierno del presidente Leguía nada definía y el problema no se resolvería nombrando nuevas comisiones. El sistema judicial peruano parecía atacado de parálisis. Ningún proceso avanzaba y jueces y cortes de justicia borraban con el codo lo que habían firmado con la mano. Por si eso fuera poco, dos ex jefes de sección célebres por sus crímenes no sólo gozaban de libertad, sino que se habían convertido en prominentes ciudadanos respetables: Elías Martinegui había sido visto en Lima; Víctor Macedo, el asesino de La Chorrerra, vivía plácidamente en la capital peruana, su nombre figuraba en la guía de teléfonos y había sido aceptado como socio de un club. El 12 de julio de 1912, se dio a conocer el Blue Book –– como se denominó al informe Casement–– que equivalió al estallido de una bomba mucho más potente que las que los anarquistas solían arrojar sobre las testas coronadas. 320
El mundo quedó consternado, como si de las entrañas de la Tierra hubiera emergido una fuerza maléfica, impensable, que mostraba descarnadamente hasta qué extremos llegaba la maldad humana y, mucho peor, una compañía británica. Lo que había revelado un joven ingeniero norteamericano hacía casi tres años resultó ser cierto y el Putumayo pasó a ser el epicentro del horror; intelectuales, políticos y nobles ingleses ––entre ellos, sir Arthur Conan Doyle–– se movilizaron para salir al rescate de aquellos pobres indios. El informe Casement era espeluznante: El indígena es tan humilde que tan pronto como observa que la aguja de la balanza no llega a marcar diez kilos, él mismo extiende sus manos y se arroja al suelo para recibir el castigo. Entonces, avanza el jefe o un subordinado, se inclina, toma al indio del cabello, lo golpea, levanta su cabeza, la tira contra el suelo, y, luego de que su cara ha sido golpeada y pateada y se halla cubierta de sangre, lo azota. El número de indígenas que perecieron ya sea de hambre ––como consecuencia de la destrucción de las cosechas o como pena de muerte para aquellos individuos que no recolectaban su cuota de caucho–– o por acción de las balas, del fuego, de la decapitación o de la flagelación hasta la muerte, acompañadas de variadas y atroces torturas, no puede ser menor a los treinta mil. Todo esto para extraer cuatro mil toneladas de caucho.
Los ingleses no estaban acostumbrados a esos horrores. Qué semejanza podía haber entre el dominio británico de la India, o de las colonias africanas, con este nuevo monstruo que provenía de Sudamérica. El problema era que las atrocidades no habían sido cometidas por algún desaforado sultán, o por un jefe tribal africano, sino por una compañía integrada por miembros y capital ingleses. Casement, en este sentido, no tuvo reparos en incluir en el informe aquello que podía ser embarazoso tanto para el Primer Ministro, como para el Foreign Office. En esta instancia, la fuerza de las circunstancias ha sacado a la luz lo que se estaba llevando a cabo bajo los auspicios británicos ––es decir, a través de una empresa con sede en Londres que utiliza tanto capital como personal británicos–– para destruir y despoblar territorios salvajes. Debe siempre recordarse que toda la producción de caucho de la región se coloca en el mercado británico y es trasladado desde Iquitos en buques ingleses. Algunos pocos empleados a su servicio son, o al menos eran aún, súbditos británicos cuando dejé el
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Amazonas, y el futuro comercial del Putumayo (si es que existe algún futuro comercial posible en una región tan agotada y mal administrada), deberá depender de la cantidad de apoyo foráneo, en particular inglés, que puedan obtener aquellos que exploten a los indígenas restantes.
Esto era lo último que sir Edward Grey y el directorio de la Peruvian Amazon Company querían escuchar. En las oficinas de Salisbury House comenzaron a recibirse cartas de accionistas que lamentaban haber contribuido, a través de la compra de acciones, a semejantes atrocidades. Un accionista afirmó que no lamentaría perder el valor del capital que había invertido con tal que los indígenas pudieran recuperar la dignidad. El domingo 4 de agosto, en pleno verano londinense, surgió un ataque sorpresa que tuvo una inesperada repercusión en la prensa internacional. Ese mediodía londinense en la abadía de Westminster, donde están enterrados reyes y próceres, un clérigo alzaría su voz en nombre de la influyente y respetada iglesia anglicana, indisolublemente ligada a la monarquía británica. Como todos los domingos de verano, los feligreses llegaron al atrio en deslumbrantes automóviles descapotables, con los bronces rabiosamente lustrados, conducidos por choferes de rigurosa librea, asistidos por un lacayo destinado a abrir la puerta y ayudar a bajar a señoras de voluminosos sombreros. El sermón del canónigo Herbert Hensley Henson, en vez de hacer referencia a las habituales y previsibles virtudes cristianas, se centró en un ignoto río amazónico y en las atrocidades que había cometido allí una compañía inglesa. Desde el púlpito, mencionó a los tres directores ingleses de la Peruvian Amazon Company , casi a la manera de un inquisidor, involucrándolos en las atrocidades.
sobre el Putumayo era el relato más horrible que había leído en su vida. Su discurso fue tajante, un ataque directo al gobierno del Perú. Hemos hecho todo lo que a nuestro alcance estaba en la vía diplomática a fin de probar que era esencial para el buen nombre del Perú que el Gobierno de esta nación tomara las medidas necesarias para castigar a los responsables e impedir en lo futuro la renovación de esos delitos. Grandísimo placer nos ocasionará el poder promover o apoyar medidas que aseguren un cambio total en la situación del Putumayo. Es muy difícil saber lo que allí sucede hoy. No dudo que la presencia de Sir Roger Casement impediría todo abuso, pero, en vista de la poca autoridad que allí ejerce el gobierno del Perú, ¿qué sucederá cuando ni nosotros ni los Estados Unidos tengan allí representante? El gobierno del Perú ––y creo que lo hace de buena fe–– alega que las atrocidades pertenecen definitivamente al pasado. La región, sin embargo, es muy remota y la acción del Gobierno peruano ha sido allí tenue e intermitente. Estoy seguro de que a menos que se castigue a los criminales cuyos nombres son conocidos y que fueron responsables de esos horrores, no se puede tener la seguridad de que otras gentes se abstengan de cometer nuevas atrocidades con la esperanza de quedar impunes. Mientras no se castiguen a esos criminales conocidos, no me atrevería, a menos de tener informes directos, a cargar con la responsabilidad de dar seguridad alguna o de expresar opiniones sobre la situación actual del Putumayo.
Tres días antes, en la Cámara de los Comunes, sir Edward Grey, el canciller británico, había afirmado que el informe de Sir Roger Casement
Los horrores del Putumayo fueron reproducidos con lujo de detalle en todos los diarios de Europa y de los Estados Unidos. El New York Times dio amplia cobertura a las atrocidades. A pesar de la doctrina Monroe, que en teoría prohibía la intervención estadounidense en los asuntos internos de otros países del continente, el secretario de Estado norteamericano, Philander C. Knox, señaló que Perú difícilmente podría mantener su soberanía sobre ese territorio disputado, debido a las atrocidades. La edición del 4 de agosto de 1912, el mismo domingo que el canónigo Herbert Hensley Henson atronó con su sermón en la abadía de Westminster, el diario neoyorquino publicó una página ilustrada con fotografías, donde aparece la comisión enviada al Putumayo, en 1910, junto con sir Roger Casement, y un extenso reportaje a un negro de Barbados, Robert Isaac, que trabajaba como ascensorista en Nueva York, en el cual describía todos los horrores que había presenciado. El título del
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Quienes perpetraron los crímenes descriptos en el informe de sir Roger Casement están fuera del alcance de las autoridades, pero sus empleadores, con cuya connivencia aunque no lo supieran fueron cometidos y que comparten las sangrientas ganancias, están aquí entre nosotros. ¿No es lícito pedir justicia para estos hombres y, en particular, que su líder, el supremo organizador de toda esta tragedia, Arana, sea arrestado y sometido a juicio?
artículo era: “Vio asesinatos al por mayor en las plantaciones de caucho del Amazonas” (Saw wholesale murders in the Amazon rubber fields). Toda esta difusión servía a los intereses del Foreign Office británico, que, a toda costa, quería comprometer al gobierno de los Estados Unidos para que presionara al Perú. El diario inglés The Times , en su edición del 15 de julio de 1912, editorializaba acerca de este problema: Los horrores revelados deben despertar ira y compasión en todos aquellos que no son insensibles al sentido de humanidad y del derecho. Sobre todo, deberían provocar estos sentimientos en aquellas personas cruzando el Atlántico que lideraron la cruzada contra la esclavitud, que provienen de la misma raza y que son herederas de las mismas tradiciones y que, para liberar a su país de la esclavitud, combatieron en la más terrible de las guerras civiles.
Este editorial es una clara referencia a que Inglaterra buscaba el apoyo de los Estados Unidos. Surgió la iniciativa de que otra comisión integrada por el cónsul británico en Iquitos, George Michell, y su par norteamericano, Stuart Fuller (que había reemplazado al dentista Guy. T. King), recorriera el Putumayo, en agosto de 1912, para verificar si la realidad se había modificado desde la visita, el año anterior, de Roger Casement. Técnicamente, se trataría de una misión consular, que el ministerio de Relaciones Exteriores peruano autorizaba, siempre y cuando “no se practicaran investigaciones sobre la base del informe de Mr. Casement”. El recorrido de ambos cónsules por las secciones caucheras estaba seriamente limitado en lo que a objetividad respecta: al Putumayo sólo se podía ingresar con la colaboración de las autoridades de Iquitos y de la Casa Arana y, por si esto fuera poco, en un barco que perteneciera a don Julio. El gobierno del Perú nombró a Carlos Rey de Castro, cónsul peruano en Manaos ––que recibía honorarios de Arana–– para que lo representara durante el recorrido. Si se hubiera buscado la imparcialidad, los funcionarios extranjeros deberían haber viajado acompañados por una mínima escolta, un médico y un traductor, y gozado de una absoluta libertad de movimientos. No fue así. Partieron de Iquitos hasta la desembocadura del río Putumayo en el Amazonas. Allí, donde el curso de agua se interna hacia las tinieblas, los esperaba el propio Julio César Arana a bordo del Liberal . Acompañaba a los viajeros un fotógrafo, Silvino Santos, laudable iniciativa de Arana, ya que gracias a esas placas fotográ324
ficas conocemos al Putumayo en aquellos días. Posteriormente, Santos filmaría una película financiada por Arana donde se mostraban las bondades del Putumayo. El viaje estuvo obsesivamente fiscalizado por Arana y Rey de Castro. Existe una sola fotografía de este insólito grupo tomada en la cubierta superior del Liberal––las restantes son en las secciones caucheras, o en las ceremonias indígenas y tienen un aspecto decididamente turístico–– donde se pueden percibir con nitidez los rasgos de los pasajeros, como si los hubiera inmortalizado un pintor. Bajo un toldo protector y sentados alrededor de una mesa, en primer plano, aparece Julio César Arana flanqueado por Ubaldo Lores, capitán del barco; en segundo plano, se divisa al cónsul norteamericano, Stuart Fuller, de impecables traje blanco y corbata oscura; al cónsul británico George Michell, con cuello duro a pesar del calor tropical, y a Carlos Rey de Castro, de prominentes bigotes. Sobre la mesa se descubren un mantel y platos blancos, y botellas, presumiblemente de cerveza. Se había convenido que, en cada sección cauchera, se labrarían actas firmadas por los cónsules como testimonio de lo que habían visto. La iniciativa no prosperó, pues los funcionarios extranjeros alegaron que su viaje era de simple carácter consular, y no tenía ningún propósito investigativo, salvo en lo referente al establecimiento de misiones católicas en los ríos. Para Michell y Fuller, que habían leído los artículos de Walter Hardenburg en Truth y el informe de sir Roger Casement, era paradójico estar viajando por el Amazonas nada menos que con Julio César Arana. Seguramente, este habrá desplegado su encanto personal, su astucia y su olfato certero para que la convivencia fuera tolerable. Existen dos versiones acerca de este viaje: la que resulta de los informes presentados a sus respectivos gobiernos por los cónsules Michell y Fuller ––que indignaron a Arana y a Rey de Castro–– y la que propone el libro que escribió este último, Los escándalos el Putumayo, Carta Abierta dirigida a Geo B. Michell, Cónsul de S.M.B , impreso en Barcelona, en 1913. La primera se basó, fundamentalmente, en el informe del cónsul inglés, Michell, que tenía años de experiencia en África. No lo espantaban el trópico ni las enfermedades. Recorrió gran parte de las secciones caucheras sin la compañía de su colega norteamericano, que prefería quedarse en las carpas prolijamente montadas. Michell recorrió Argelia, Unión, Florida y El Encanto. De su testimonio se desprende que rara vez se libraba de la presencia de Arana y Rey 325
de Castro, que eran capaces de caminar kilómetros, jadeantes, bajo el insoportable calor, para controlar cada movimiento y qué conversaciones mantenían con empleados e indios. Arana se había transformado en un hombre corpulento y pesado, que padecía de una ciática que llegaba a paralizarlo de dolor. Sin embargo, agitado, casi sin aliento, arrastrando su cuerpo voluminoso, no dejó de estar, ni por un instante, con los cónsules. Había logrado que los indios lo llamaran cariñosamente “papá”. En su informe, Michell escribió: Bajo la apariencia de permitirnos completa libertad de acción, dejando a nuestra elección el itinerario, poniendo todos los recursos de la compañía para nuestro servicio y confort y los de las autoridades para nuestra seguridad, sus propios medios de obtener información, su fotógrafo y su agrónomo a nuestra disposición, consiguió dificultar y demorar nuestros movimientos en toda forma. Su ansiedad [se refiere a Rey de Castro ] para no perdernos de vista fue divertida y evidente . Aun cuando físicamente incapaz de un ejercicio severo, nos siguió sobre sendas fatigadoras, entre sol y tempestades y por doquiera nos dirigíamos. El espionaje sobre nuestras conversaciones con los aborígenes quedó francamente admitido por el señor Rey de Castro en la segunda parte de su carta: “Respetando la libertad de acción de ustedes, hemos procurado que disfrutaran en sus investigaciones de la mayor independencia, pero sin olvidar que nuestros deberes más elementales de representantes del gobierno del Perú en territorio de dominio nacional nos obligaban a anotar con esmero cuáles podían ser los datos, informes o impresiones que ustedes iban recogiendo”. Pero tuvimos conversaciones con los indios, quienes nos dijeron con franqueza que tendrían gusto en ver que los peruanos (sic) se marchasen y los dejasen solos. Con la excepción de tres días de marcha en el camino de Último Retiro a Entre Ríos, nunca estuvimos libres de la compañía de un gran número de empleados y agentes de la empresa, cuyos constantes esfuerzos para mostrar lo mejor de todo y cuyas prolijidades sobre la condición satisfactoria de los aborígenes, su tratamiento generoso y paternal de parte de los peruanos y las buenas relaciones existentes entre los indios y los blancos, eran tan evidentes que se hacían fatigantes.
La pregunta inevitable es por qué Julio César Arana ponía tanto empeño en demostrarles a dos funcionarios, uno norteamericano y el otro 326
inglés, que el Putumayo era poco menos que un paraíso. Hacía un año que la Peruvian Amazon Company había dejado de operar como tal y nadie se hubiera atrevido a desalojarlo de ese inmenso territorio selvático. Pero el Putumayo era una región en litigio ––el año anterior se había librado el combate de La Pedrera entre fuerzas peruanas y colombianas–– y lo peor que podía sucederle a Arana, que no tenía títulos de propiedad sobre esa zona, era que el Perú cediera ese territorio a Colombia, lo que, de hecho, sucedió dieciséis años después. Estados Unidos había mantenido una sospechosa neutralidad en los escándalos del Putumayo: enviar a un cónsul a recorrer la zona no equivalía a involucrarse. Si Perú era internacionalmente desacreditado con respecto a las atrocidades y si se demostraba que todavía persistían, era probable que la situación se aprovechase para que Bogotá y Washington llegaran ––para utilizar un término en boga en esa época–– a un entente cordiale en la cuestión de Panamá. Este país se independizó de la Gran Colombia, apoyado por los Estados Unidos, con el solo fin de que el gobierno norteamericano construyera y administrara el futuro Canal de Panamá (que sería inaugurado dos años después). Qué mejor, para apaciguar a los colombianos, que ofrecer el Putumayo. Colombia no correría el riesgo de intervenciones armadas estadounidenses, como las llevadas a cabo en Cuba, Nicaragua o Filipinas. Por todo lo dicho, Julio César Arana temía, y con razón, que las denuncias en su contra sirvieran para despojarlo de lo que tanto le había costado construir. En su libro, Rey de Castro ridiculiza a Michell. Registra así un diálogo entre el cónsul y Julio César Arana: ––Si el gobierno peruano otorga títulos definitivos de propiedad a la Peruvian Amazon Company, ¿todo esto será de Inglaterra, no es cierto? ––preguntó Michell. El señor Arana, con esa bonhomía característica y a la cual debe sin duda haber mantenido hasta hoy una lucha capaz de derribar titanes, contestó tranquilamente: ––Del mismo modo que sería de Inglaterra una casa que usted comprara en Lima. Más tarde, en una de nuestras cordiales conversaciones que me habrían autorizado para suponerle un hombre sincero y leal, me dijo usted: ––Parece mentira que los países de Europa se anduvieran matando por pedacitos de tierra, cuando hay aquí tan espléndidas inmensidades.
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Se me ocurre que esos rasgos llevan encerrada la deducción que, según el criterio inglés, se desprendería de los párrafos transcriptos. Ya en el parlamento británico fue lanzada la idea de administrar el Putumayo por una delegación de ingleses y de norteamericanos.
En su informe, Michell señaló que las autoridades de Iquitos le dieron todas las posibilidades de escape a los ex jefes de sección. También que la orden de detención contra Pablo Zumaeta “fue abiertamente mofada” y que el juez Valcárcel, que la ordenó, “fue despedido de su puesto”. Aun más, comprendió la psicología del habitante de Iquitos en lo que respecta al indio y lo que realmente le importaba en el Putumayo. Las autoridades peruanas y el sentimiento general en Iquitos están mucho más preocupados acerca de la soberanía del Perú en el Putumayo que las condiciones en que viven los indios. El sistema de peonaje está tan firmemente arraigado en el país, que impide el menor sentimiento de consideración hacia el indígena, que es utilizado como sirviente y no existe la intención de cambiar las cosas. El único sentimiento en Iquitos es la molestia por haber sido expuestos internacionalmente. Incluso aquellos que admiten la veracidad de las acusaciones, no demuestran piedad por las víctimas, ni tampoco la determinación de prevenir abusos en el futuro. Su única preocupación es la posición del Perú en este asunto.
Peor fue el informe del cónsul norteamericano Stuart Fuller. El 21 de Mediciembre llegó a Nueva York procedente de Liverpool en el vapor gantic , después de soportar una pavorosa tempestad que retrasó en dos días el arribo de la embarcación. El cónsul había enviado tres informes preliminares al Departamento de Estado, que no hacían sino confirmar el informe de Casement. The New York Times , en su edición del 22 de diciembre de 1912, recapitula con horrible precisión los horrores ya publicados, abundando en decapitaciones, azotes e incineraciones. El diario afirmaba que el cónsul de los Estados Unidos “había recogido los datos durante su largo y peligroso viaje en las selvas del Alto Amazonas”. Pero es sabido por Rey de Castro que Fuller prefería la comodidad de la carpa a las prolongadas caminatas y solía recibir a los que regresaban de las mismas con una copa de champaña en la mano. El periódico también asevera que Fuller “recibió órdenes de realizar el largo viaje a bordo de su propia embarcación, desechando transportes u hospitalidad de cualquier tipo 328
por parte de empleados o agentes de la compañía cauchera”. Tanto el testimonio de Rey de Castro como la fotografía que muestra al cónsul almorzando cómodamente en la cubierta delLiberal, desmienten la versión. Iquitos vivía al margen de los escándalos del Putumayo. La ciudad amazónica estaba demasiado inmersa en sus propios problemas para preocuparse por la publicación de un informe en Inglaterra. Pero en Lima los escándalos del Putumayo tuvieron otra repercusión y fueron particularmente embarazosos para el gobierno del presidente Augusto Leguía ––que terminó su primer mandato a fines de 1912––, debido en parte a las presiones de una nueva asociación de defensa del indio que había surgido en 1909. Lo que menos le importaba al gobierno del Perú eran las atrocidades; más pesaba la intrincada red de intereses económicos y políticos que transformaban al Putumayo en un volcán. Ni Perú ni Julio César Arana podían darse el lujo de perder ese territorio tan valioso para las arcas fiscales (en 1910, Iquitos proveía el diez por ciento de los ingresos del país). Además, había surgido un fuerte sentimiento nacionalista exacerbado por las denuncias de Casement y Hardenburg, por la publicación del Blue Book y por la injerencia de potencias extranjeras en los asuntos internos del Perú. La posibilidad de que la región cayera en manos colombianas enardecía a los nacionalistas que veían en Arana un verdadero patriota, un empresario que aportaba riqueza, un hombre que había hecho trabajar a indios caníbales. Cuando Julio César Arana regresó de su viaje al Putumayo con los cónsules Michell y Fuller, organizó sus negocios de acuerdo con nuevas reglas de juego. Quería despegarse a toda costa de la Peruvian Amazon Company y obtener títulos de dominio sobre el territorio entre los ríos Putumayo y Caquetá (lo lograría en 1921, durante la segunda presidencia de Leguía). Adoptó una estrategia de bajísimo perfil, hasta el punto de hacer borrar su nombre de la lista de exportadores de caucho. Utilizó como pantalla para sus negocios a un iquiteño prominente con el cual lo unía el parentesco: Cecilio Hernández. Si bien 1912 fue el peor año en materia de exportación de rabos del Putumayo ––la especialidad de Arana––, una suerte de caucho inferior pero sumamente útil para revestir cables (don Julio sólo obtuvo el cinco por ciento del total de las exportaciones de Iquitos), en años posteriores repuntó, alcanzando, en 1919, el 28,2 por ciento. Pero las acciones judiciales distaban de haber concluido. El juez Rómulo Paredes regresó de los Estados Unidos, donde había realizado una 329
intensa campaña de relaciones públicas afirmando que habían cesado las atrocidades en el Putumayo y fue ampliamente entrevistado por The New York Times en su edición del 2 de agosto. Recalcó que fue absolutamente innecesario que el Congreso norteamericano hubiera aprobado una resolución con respecto a este tema recomendando tomar acciones inmediatas. Pero Iquitos ejercía un raro magnetismo en sus habitantes, sobre todo cuando había grandes intereses en juego y eso fue lo que sucedió con el juez Paredes: el defensor de la dignidad del indio, el que había librado 235 órdenes de arresto, el que había confirmado los más horrendos crímenes, cambió sorpresivamente de actitud. Cuestionó la injerencia británica en el Putumayo y el informe de Casement, alegando que recurría a los testimonios de los negros de Barbados, denominados las “hienas del Putumayo”, y que gran parte del mismo se basó en las denuncias de Benjamín Saldaña Roca, en 1907, un hombre “de dudosa moralidad”. Sir Roger Casement se enfureció. ¿Qué había producido ese inesperado paso atrás? Es de suponer que la presencia de Julio César Arana en Iquitos tiene que haber influido en el ánimo del juez, que ahora proclamaba a viva voz que en los ríos caucheros la situación se había normalizado y que lanchas de guerra patrullaban la red fluvial. No fue esa la posición del juez Carlos A. Valcárcel que, por haberse tomado la licencia que le correspondía, había sido dejado cesante por la Corte de Iquitos, una manera amazónica para librarse de él. Viajó a Lima y la Corte Suprema de Justicia del Perú lo repuso en sus funciones. El hecho de regresar como juez a Iquitos no le sirvió de nada: la justicia peruana estaba hecha para ser burlada y era difícil condenar a una persona de prestigio. La maraña de disposiciones procesales estaba hecha en favor de los delincuentes, a quienes terminaba amparando. Veamos lo que el mismo juez Valcárcel escribió acerca de la impunidad y cómo podía obtenerse sin necesidad de apartarse la ley. El proceso sobre los crímenes del Putumayo se encuentra pues en estado de sumario , a pesar de que se inició en el año de 1907 y probablemente no concluirá nunca; pues la Corte de Iquitos ha ordenado que se sigan tantos juicios como enjuiciados hay por delitos cometidos en el Putumayo durante diez años, y como son numerosos esos delitos y existen doscientos cincuenta y cinco enjuiciados , se formarán cuando menos doscientos cincuenta y cinco expedientes que no podrán tramitar los dos jueces de Iquitos. Además, como el ex gerente Vega y Julio César Arana y demás directores peruanos de la Peru-
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vian Amazon Company están enjuiciados por encubridores de cada uno de esos crímenes, habrá que tomárseles declaraciones en cada expediente, o sea, miles de declaraciones (lo que será humanamente imposible); y si a eso se agrega que cada enjuiciado es a la vez testigo de muchos crímenes se formará un maremagnum tal que nadie podrá entenderse. Ya se puede imaginar la situación de un juez que, para expedir resolución en un expediente, tenga que estudiar doscientos cincuenta más. Lo que se pretende con semejantes procedimientos es que pasen algunos años para echar tierra al asunto. Ni al abogado de Arana se le hubiese ocurrido un medio de defensa como el que la Corte de Iquitos le ha proporcionado.
Hacia fines de 1912 Iquitos vibraba de actividad. La presencia de Julio César Arana en la ciudad debe de haber estimulado el patriotismo en aquellos que, al año siguiente, constituirían formalmente la Liga Loretana . Nadie podía oponérsele, ni siquiera, como se verá, un juez de la Nación. Apenas concluida la misión de los cónsules Michell y Fuller en el Putumayo, la alta sociedad iquiteña decidió homenajear a Arana con un banquete en el Salón de los Espejos del Hotel Continental. No faltó nadie: estaban los Morey, los Hernández, los Del Águila ––la esencia de la aristocracia amazónica––, los representantes de las grandes casas comerciales y todos los funcionarios, desde el alcalde para abajo. Fue un festival de alabanzas al cauchero. Luis Felipe Morey y Carlos Rey de Castro se deshicieron en loas al gran civilizador, al creador de empleo en el Putumayo. Hubo una sola crítica, la del editor de un diario local que señaló que Arana había sido acusado de prácticas reprobables. Don Julio respondió al cuestionamiento, apelando a la sensibilidad de los presentes, a que nada se le había probado y a que estaba en Iquitos como liquidador de la Peruvian Amazon Company –– qué mejor prueba de confianza–– lo cual era cierto porque había estado en La Chorrera en calidad de tal. Esa noche, Arana era el rey de Iquitos. La ciudad lo idolatraba. Al decir la ciudad, nos referimos a los pocos privilegiados que manejaban la economía. Iquitos, en 1912, no tenía motivos para homenajear a nadie. La hegemonía del caucho se le iba progresivamente de las manos como consecuencia de un producto mejor y más económico proveniente de las plantaciones asiáticas, que acaparaba el 29 por ciento del mercado mundial, cifra que dos años después ascendería al 60 por ciento. El monopolio del transporte fluvial y marítimo seguía perteneciendo 331
a la Booth Company, pero había terminado la época en que innumerables vapores colmaban los muelles y la rada: cada vez recalaban menos barcos, lo cual equivalía a menos productos importados. Los artículos de primera necesidad aumentaron desmesuradamente de precio y comenzaron a escasear. Los primeros nubarrones del huracán que terminaría destruyendo la economía amazónica, aparecieron ese año en el horizonte, aunque sólo un puñado de perspicaces comprendió esas señales. En el Hotel Continental , ese 5 de noviembre donde se agasajaba a Julio César Arana, mientras las copas de cristal tintineaban y se agotaban las existencias de caviar, de foie-gras y de nueve años después, Iquitos estaría sumida en la más pavorosa miseria, como una aldea abandonada en el corazón de la selva. En el trópico todo era posible, aún lo inimaginable. El 10 de diciembre, el juez Carlos A. Valcárcel libraría una orden de captura contra Julio César Arana del Águila Hidalgo y Juan V. Vega, como encubridores de los crímenes en el Putumayo. 3 Si se lee la tipificación de ese delito y su enumeración taxativa dentro de la legislación penal peruana, no cabe duda de que Arana era absolutamente culpable. Pero ordenar una captura, en el Iquitos de 1912, no era lo mismo que practicarla. La noticia quedó en meros fuegos de artificios. Julio César Arana no se encontraba en la ciudad, y, posteriormente, la Corte de Iquitos revocó la orden. Tres días después de emitida la orden de captura, la Casa Arana promovió una pueblada contra el juez Valcárcel. Una turba enardecida ganó las calles en busca del funcionario, y sólo la intervención del juez Rómulo Paredes, que recriminó al prefecto el permitir semejantes demostraciones, salvó a su colega. Billinghurst, el nuevo presidente del Perú, apoyó a Valcárcel. Pero el juez, acaso temiendo por su vida, partió a Manaos, a la seguridad que le brindaba una ciudad extranjera. El advenimiento de 1913 se festejó en Iquitos como si el mundo hubiera olvidado los crímenes del Putumayo. No era así: en Londres, un Comité Selecto parlamentario abriría una resonante investigación. Los principales protagonistas de esta tragedia ––Arana, Hardenburg y Casement–– se volverían a encontrar, y desde el estrado enfrentarían a la opinión pública mundial.
El 6 de noviembre de 1912, público y periodistas colmaban el recinto con vista al Támesis del primer piso de la Cámara de los Comunes, 332
donde se reuniría por primera vez el Comité Selecto del Putumayo. Trataría de establecer qué responsabilidad tenían los miembros ingleses del directorio en los crímenes que se habían cometido en ríos del Amazonas, que superaban en horror a los del Congo, a los de Santo Tomé y a los de Angola (estos dos últimos, colonias portuguesas). El Comité Selecto era una heterogénea mezcla de profesionales, nobles y ciudadanos comunes. La presidencia había recaído en Charles Roberts, un prominente abogado londinense; otros integrantes eran William Joynson-Hicks, futuro Lord Brentford y ministro del Interior, y el sofisticadísimo lord Alexander Veuve-Clicquot , pocos Thynne, imaginaron hijo menor que, del marqués de Bath, rico, deportista y propietario de un deslumbrante country house en Sussex. La espada la esgrimiría el punzante John Gordon Swift MacNeill, dotado de una diabólica habilidad para acorralar al interrogado. Los restantes miembros del tribunal eran anodinos habitantes de localidades como Croydon o Wexford North. Las primeras semanas fueron una suerte de período de prueba, en el que desfilaron desde sir Roger Casement, hasta el periodista Horace Thorogood (a quien había intentado sobornar Abel Alarco). Casement mostró las más horripilantes fotografías de las víctimas, como también las baratijas y las armas obsoletas con las cuales la Peruvian Amazon Company pagaba el trabajo de indios. Cuando Henry Gielguld, que había recorrido el Putumayo fiscalizando las cuentas de la compañía subió el estrado y lord Thynne le preguntó si no le parecía excesivo que una empresa cauchera hubiera gastado siete mil libras esterlinas ––una fortuna para esa época–– en fusiles, respondió lacónicamente que en el Amazonas convenía estar armado por la cantidad de jaguares que poblaban la selva. El auditorio estalló en carcajadas. No le fue mejor a John Russel Gubbins. Afirmó ignorar que el estatuto de la compañía incluía una cláusula, la 169, que autorizaba a no dar información a los accionistas sobre actividades que pudieran comprometer los negocios y el modus operandi, y también que los jefes de las secciones caucheras cobraban porcentajes de la recolección. Arana fue la pantalla a la cual siempre recurrió, enfatizando que siempre había creído en sus informes y en su palabra. Joyhson-Hicks, que conducía el interrogatorio, estalló de indignación. ––¿Eso es todo lo que puede decir? Usted trata a la Anti-Slavery Society, a Truth y al Foreign Office del mismo modo, con la misma indiferencia, negando su responsabilidad y, la verdad, es que parece satisfecho. ¡Su única evidencia era Arana, Arana, Arana! 333
Gubbins repuso que el hecho de que Julio César Arana y su familia poseyeran el ochenta y tres por ciento del capital accionario, hacía difícil tomar decisiones e incluso investigar. Afirmó también que de haber tenido treinta años menos se hubiera internado en la selva, pero que no podía pedírsele eso a un hombre de su edad. Había hecho cuanto estaba a su alcance, incluso enviarle una carta al presidente Leguía. También, dijo, le había sugerido al coronel Bertie, que presidió la comisión que envió la compañía al Putumayo, que estudiara la posibilidad de erigir instalaciones para criar cobayos, un animal limpio, fácilmente criable y que podía transformarse en un oportuno alimento. Sería fatigoso detallar las declaraciones, que se resumieron el 7 de enero de 1913. La mayor parte de ellas fueron evasivas que dejaron al descubierto la negligencia de los directores británicos. Sin embargo, explotó una bomba que se trasladó a los titulares de los diarios londinenses: Julio César Arana se presentaría a declarar ante el Comité Selecto del Putumayo, una iniciativa que tomó por sorpresa a todo el mundo. Lo previsible era que el rey del caucho hubiera permanecido en la penumbra, lejos de ese escenario, haciendo valer su ciudadanía peruana y la jurisdicción donde se habían cometido los crímenes. Si bien podía molestarle que su nombre apareciera en la primera plana de los periódicos, no corría ningún peligro ya que gozaba de inmunidad. Pero Arana era hombre de enfrentar la adversidad. Para él, no existían el dilema moral ni la culpa: sólo explotaba económicamente un territorio, asegurando a la vez que este perteneciera a su país. Además, era un hombre de familia y jamás dejaría de dar la cara cuando su reputación y la de los suyos estaban en juego. El 4 de marzo de 1913, Julio César Arana desembarcó en el puerto de Fishguard, en Gales, proveniente de Manaos a bordo del Lanfranc . Inglaterra ardía: los diarios de todo el país anunciaban, en grandes titulares, “Arana viene para enfrentar la música” (Arana comes to face the music). Pero nadie lo reconoció cuando descendió por la planchada, ni cuando tomó el tren a Londres. Ningún pasajero sospechó que ese hombre corpulento, impecablemente vestido con polainas y una perla abrochada en la corbata, era el célebre “asesino” del Putumayo que se dirigía a enfrentar a una comisión investigadora. En Londres se alojó en su hotel favorito, el Cecil , y se aprestó a encarar no a una comisión sino a un tribunal, el Chancery División of the High Court of Justice, a cargo del juez Swinfen Eady, donde sufriría su primera gran derrota. 334
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En 1912, algunos accionistas de la Peruvian Amazon Company objetaron que Julio César Arana fuera el liquidador de la misma e iniciaron una acción judicial para removerlo; el 19 de marzo, el magistrado ordenó la liquidación de la compañía y apartó a Arana de su cargo de liquidador, alegando que era la última persona que podía aspirar a ejercer esa función. Tampoco excluyó a los miembros del directorio de responsabilidad por la forma en que se había extraído el caucho y consideró que si Arana ––como alegaba–– no estaba al tanto de las atrocidades, debería haberlo estado. El cauchero habrá quedado perplejo. El cargo de liquidador aseguraba la presencia peruana en el Putumayo y lo facultaba ampliamente para realizar todo tipo de maniobras en las diversas secciones caucheras, lo cual no sólo le daba poder, sino que le permitía continuar con sus negocios. Quién se enteraría, en Londres, de sus tejes y manejes. De todos modos, esta decisión judicial no le afectaría en el largo plazo: si la compañía se disolvía, el territorio volvería a su poder. Ya no contaba con el apoyo de Leguía. Perú tenía un nuevo presidente, Guillermo Billinghurst, que no comulgaba precisamente con Arana. Pero el verdadero peligro estaba nuevamente en el gobierno de Bogotá y en las maniobras que podía realizar para recuperar el territorio, al no existir más una compañía inglesa en el Putumayo. Arana debía presentarse ante el Comité Selecto del Putumayo el 26 de marzo, pero un hecho imprevisto se agregó a la ristra de catástrofes: recibió la noticias de que Eleonora se encontraba gravemente enferma en Suiza. Le concedieron una prórroga y su presencia en la Cámara de los Comunes fue diferida para el 8 de abril. Esa misma noche, después de escuchar el veredicto del juez Swiften Eady, abordó el tren, cruzó el Canal de la Mancha y subió a un wagon-lit con destino a Ginebra. Apenas ingresó a la Villa Salisco , en Ginebra, donde vivían Eleonora, sus hijos y un ejército de sirvientes e institutrices, pudo respirar tranquilo: su mujer estaba fuera de peligro y padecía lo que hoy se definiría como una depresión, unida a una crisis de pánico. Los médicos que la atendían atribuían ese estado a un exceso de problemas, a tener que vivir en un país que le era indiferente y, sobre todo, a lo que había sucedido ––y seguía sucediendo–– en Londres. Julio César permaneció día y noche a su lado, brindándole afecto, devolviéndole todo lo que había recibido de ella durante una vida. Acaso Arana haya comprendido entonces que el sueño europeo había llegado 335
a su fin. No se habían ido de Iquitos por esnobismo, sino por la imposibilidad geográfica de viajar a Lima y por la falta de colegios en el Amazonas. Pero es inevitable preguntarse si durante aquellos días aciagos no habrán lamentado dejar la calle en la esquina de Próspero y Omagua, la compañía de sus amigos, de sus parientes y de esa servidumbre sencilla pero leal. En la impersonal Ginebra, donde no tenían un solo lazo de afecto, terminarían siendo repudiados. Pero esos quince días transcurridos en familia fortalecieron al matrimonio y, con seguridad, Eleonora pudo salir de su estado depresivo, aunque más no fuera para darle fuerzas a su marido. La presencia de Alicia, de Angélica y de Lily, su hija menor, que terminaría identificándose con su padre y luchando por las mismas causas, deben de haber contribuido a crear una ansiada paz. Cuando Arana abordó el tren para regresar a Londres, el andén de la estación ferroviaria debe de haber sido una muestra acabada de lo que era una familia latinoamericana: abrazos, besos, lágrimas, institutrices que desaconsejaban los desbordes emotivos y, finalmente, un hombre y una mujer que supieron que nada ni nadie podría separarlos. El cauchero, mientras el tren se alejaba y veía agitarse los pañuelos, debe de haber sentido que las fuerzas tampoco lo habían abandonado.
El escándalo del Putumayo tenía sus propios protagonistas, desde el “genocida” Arana, hasta el heroico Casement, sin dejar de incluir a los miembros de la comisión selecta y a los directores de la Peruvian Amazon Company . Pero en este implacable damero donde las piezas se movían de acuerdo con el clamor de un auditorio apasionado y de la prensa internacional, faltaba la primera voz que se había alzado para revelar las atrocidades: la de Walter Hardenburg. Su vida se había diluido en la vastedad canadiense, pero no por eso estaba al margen de los acontecimientos. Su partida se debió al hecho de que sus escalofriantes revelaciones no habían sido oficialmente confirmadas por el gobierno británico, por lo cual ningún editor se hubiera arriesgado a publicar un libro sobre lo que sucedía en el Putumayo. Pero en julio de 1912 el escenario cambió radicalmente. Al publicarse el Blue Book, que era una suerte de sello oficial que se le había impreso al informe de sir Roger Casement, cambiaron también significativamente la posición ––y el bolsillo–– de Hardenburg. Ese año, la editorial Fisher Unwin, que publicaba nada menos que las obras de Joseph Conrad, editó The Putumayo. The Devil’s
Paradise. Hubo una segunda edición en 1913 lo cual habrá significado interesantes ingresos para el autor. En Canadá, el joven norteamericano había tentado suerte en diversas ocupaciones. Su primer destino fue Toronto. Había cobrado doscientas cincuenta libras esterlinas (la otra mitad fue para su amigo Perkins), pero gran parte de los ingresos del matrimonio los obtenía su mujer que, con una máquina de coser portátil, fabricaba pequeños toldos y cenefas para tiendas. A lo largo de su vida, Hardenburg nunca demostró ser un hombre de negocios, sino, más bien, un modesto operario y, luego, agricultor. Tras residir un año en Toronto, el joven matrimonio fue tentado por el Lejano Oeste canadiense. La localidad de Alberta prometía una inesperada bonanza en materia de trigales y vacas lecheras, y así fue que llegaron a un minúsculo poblado, Red Deer. Hardenburg consiguió trabajo en el Canadian Pacific Railway y se aprestó a construir su casa de madera con sus propias manos, ya que se habían incorporado dos hijos a la familia, Jamesy Gerald. La vida en Red Deer no era precisamente excitante para un hombre que había recorrido el Amazonas en canoa, que casi pereció bajo las balas de una lancha de guerra peruana en el Caraparaná. Existen dos posibilidades: atenernos a la versión de los próximos acontecimientos que da su panegirista Richard Collier, o analizar otros aspectos del repentino interés que sintió en la remota Alberta al enterarse de que corrían rumores de que era un chantajista y un falsificador. Envió cartas al cónsul norteamericano, en Pará, George Pickerell, para que Julio Murriedas, que cumplía una condena en esa ciudad, asumiera la total responsabilidad con respecto a la falsificación de la letra de cambio por 830 libras esterlinas. El funcionario respondió que Murriedas afirmaba jamás haberlo conocido. A partir de este momento, Walter Hardenburg, repentinamente, comienza a desvelarse por su buen nombre y reputación y escribe cartas al editor de Truth , en Londres, Robert Bennet, que tampoco podía ofrecerle respuestas adecuadas. Llama la atención que una persona que vive en los confines canadienses pueda sentir semejante preocupación ante una acusación que poco podía comprometerlo. Su vida era otra y el Putumayo había quedado atrás. Salvo, claro, que hubiera alguna razón económica de por medio y que Collier la haya omitido en forma deliberada. En The Devil’s Paradise 1913, se publicó la segunda edición de Hardenburg recibiría sus derechos de autor y un probable anticipo. En este supuesto caso, lo que menos le convenía era una mala reputación,
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ya que pondría en tela de juicio la veracidad de lo que había escrito en el libro, basado más bien en informaciones oídas y no vividas. ¿Habría publicado Fisher Unwin una segunda edición de The Devil’s Paradise si quedaba demostrado que su autor falsificaba letras de cambio? Al retomar las actividades el Comité Selecto del Putumayo, a principios de 1913, Hardenburg recibió una carta del reverendo John Harris, de la Anti-Slavery Society ofreciéndole pagarle un pasaje en tercera clase para que se trasladara a Londres, como también viáticos ––bastante modestos, por cierto–– para que pudiera financiar su estadía. Esa carta fue el resultado de una reunión de la Anti-Slavery Society , donde las autoridades convinieron costearle a Hardenburg el viaje a Londres para que declarara ante el Comité Selecto y pusiera a resguardo su buen nombre. Sorprende el desinterés de esta magnánima organización para decidir el traslado de una persona que estaba a miles de kilómetros de Inglaterra, si es agregado del con el solo objeto de que pudiera salvaguardar su reputación. Posibleautor, bast. entre mente, existieron otros motivos. Si ante el Comité Selecto del Putumayo corchetes algún director de la Peruvian Amazon Company declaraba en el estrado y demostraba que la letra de cambio firmada por Hardenburg era falsificada, el descrédito de este se extendería a laAnti-Slavery Societyque tanto lo había apoyado. Cuando Walter Hardenburg llegó a Liverpool, a bordo del Mauritania , en el puerto lo esperaban el reverendo John Harris y varios periodistas. Ese mismo día se presentó ante el comité de la Cámara de los Comunes Julio César Arana, no porque alguien lo hubiera obligado, sino por su propia voluntad. En el mundo de los negocios, en la City londinense, en los círculos gubernamentales de Lima, en las grandes casas comerciales de Iquitos y de Manaos, se sabía bien quién era el señor Arana, más allá de las denuncias por atrocidades cometidas en el Putumayo. Hardenburg no era un hombre de negocios, sino un modesto empleado de constructores ferroviarios y en materia de buen nombre, el cauchero tenía inmensamente más para perder que él. El 8 de abril, el rey del caucho peruano enfrentó a la comisión. Si el auditorio que colmaba el recinto esperó ver a una suerte de indio de piel oscura, amedrentado ante tanta magnificencia, se equivocó: Julio César Arana del Águila Hidalgo ingresó sin inmutarse, con una notable presencia personal, una inusual elegancia y, sobre todo, un aspecto más europeo que sudamericano. Su estatura imponente, su inesperado garbo, deben de haber confundido a quienes esperaban encontrarse con un 338
hombre insignificante. Una vez en el estrado, se negó a hablar en un idioma que no fuera el español, finalmente traducido al inglés por el doctor Mascarenhas. La lluvia de preguntas se abatió sobre él, pero con asombrosa maestría siempre repuso con el tono justo. Cuando se le preguntó por el más asesino de sus ex jefes de sección, Armando Normand, respondió con una lógica impecable: por qué habría de sospechar que era un sádico y un homicida si hablaba inglés y había sido educado en Inglaterra. Aún más, se había recibido de contador en Londres. Las declaraciones de Arana se reducen a una copia mecanografiada que se encuentra en la Rhodes House Library, en Oxford. 4 Richard Collier, a pesar de considerar a Arana como el peor de los criminales, no deja de enfatizar el sentido del humor del cauchero en The River that God forgot. Existían acusaciones, afirmó Roberts (presidente del Comité Selecto), que niños y mujeres indígenas se habían vendido a cambio de dinero. Arana aclaró esto: se trataba de huérfanos que necesitaban hogares. ¿Las mujeres también eran huérfanas?, preguntó Roberts. Arana se encogió de hombros desplegando sus delicadas manos. ––En fin, caballeros… ustedes entenderán… Es imposible impedir que los caucheros adopten a las mujeres indígenas como esposas.
Al preguntarle, por ejemplo, si los indios amazónicos realizaban festejos en memoria de sus libertades perdidas y como manifestación de protesta ante la presencia del hombre blanco, simplemente respondió que sólo extrañaban sus ancestrales guerras tribales, una actitud que difícilmente podría apoyarse en la segunda década del siglo XX. O, también, si monjes capuchinos habían denunciado las atrocidades a las máximas autoridades de la Iglesia Católica, desechó esa posibilidad: los monjes lo saludaban afectuosamente en las calles de Manaos, ya que existía entre ellos una vieja amistad. Jamás habían hecho mención a las referidas atrocidades. Si los miembros de la comisión, los periodistas y el público creyeron que Julio César Arana iba a ser una presa fácil, pronto comprendieron su error. El cauchero ganó la primera batalla. Al día siguiente los diarios londinenses recalcaron su rara personalidad y su serenidad. El Daily Telegraph elogió su “buena disposición y aplomo”, el Daily Mirror sus “notable calma y confianza”. Al corresponsal del Daily Mail Arana le produjo “una impresión instintiva de energía y determinación”. Y el Daily Express lo comparó con “un presidente de una república sudame339
ricana, una suerte de Aníbal peruano capaz de conducir un ejército en los Andes”. La prensa favorable a Arana debe de haber enfurecido a la Anti-Slavery Society y a los miembros del Comité Selecto del Putumayo. Posiblemente, los atacantes hayan modificado su estrategia sobre la marcha para no permitirle al cauchero que se evadiera por sutiles intersticios. Contaban con otra carta, que sería la presencia de Walter Hardenburg en el recinto, al día siguiente. A las diez de la mañana del 9 de abril, Arana volvió a enfrentar al Comité Selecto. Pero el clima y la agudeza del interrogador Roberts habían cambiado. Arana debe de haber percibido que su posición no era la misma. Pero creyó que con argumentos ingenuos podía salirse con la suya. Era imposible creer, por ejemplo, que se había enterado que sus jefes de sección cobraban un porcentaje de la recolección del caucho a través del informe de sir Roger Casement; o que las atrocidades cometidas en el Putumayo eran culpa exclusiva de los colombianos. Uno de los problemas más embarazosos que debió enfrentar Arana fueron los famosos gastos de conquistación que, en los libros, ascendía a la inverosímil suma de 11.400 libras esterlinas. La discusión semántica acerca del verbo conquistar fue poco menos que interminable, explicando el interrogado que, en el Amazonas, no se utilizaba con el mismo sentido que lo hubieran hecho Pizarro o Cortés, sino que se trataba de comisiones, o grupos de personas, que se enviaban a la selva para intercambiar alimentos, medicinas y herramientas por caucho, una práctica pacífica y común en el Putumayo. ––Las comisiones, como usted señala, ¿iban armadas con rifles Winchester? Arana explicó que toda persona que se interna en la selva amazónica debe ir armada por la presencia de jaguares. El público estalló en carcajadas, actitud que lo molestó profundamente. Pero a pesar de las risas y de la animosidad de los miembros de la comisión y del auditorio, no resultaba fácil incriminarlo. El temible Swift Mac Neill debió admitir que al señor Arana era imposible extraerle un sí o un no. El cauchero no se apartaba ni un milímetro de la estrategia que había trazado. ¿Las atrocidades? Han sido notablemente exageradas, sostuvo. Además, se conocieron a través de un enviado del rey de Inglaterra, sir Roger Casement, que se basó en el testimonio de los negros de Barbados y no de los indios y, como es bien sabido en el Amazonas, esos negros eran capaces de inventar cualquier cosa.
Fue entonces cuando llegó el plato fuerte que todos los miembros de la comisión esperaban: cuestionar seriamente que Walter Hardenburg había falsificado, en Manaos, una letra de cambio. Willoughby Dickinson, el interrogador de turno, abrió el fuego. ––¿El señor Hardenburg intentó obtener dinero de usted prometiéndole retener información? ––No lo hizo directamente ––respondió Arana, ––pero me informaron que estaba entrevistando a diversas personas con el objeto de escribir un libro en contra de la compañía. Y si esta lo compensaba económicamente por su equipaje perdido, nada haría al respecto. Recordemos ––como señaló Arana ese día–– que Walter Hardenburg, por algunos planos y papeles, reclamaba nada menos que siete mil libras esterlinas, o sea, treinta y cinco mil dólares de aquella época.
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––¿Afirma usted que Hardenburg negoció maliciosamente una letra de cambio? ––preguntó Dickinson. ––Sí ––respondió–– y tengo en mi poder esa letra de cambio. ––¿Usted alega que fue falsificada por Hardenburg? Julio César Arana intuyó el peligro y prefirió evitar afirmaciones categóricas. ––No sé quién la falsificó. Tampoco afirmo que lo haya hecho Hardenburg. Ese repentino retroceso terminó convirtiéndose en pasto para las fieras. The New York Times , que seguía de cerca los escándalos del Putumayo, en su edición del 10 de abril eligió un título equívoco para el “Acusador enfrenta a artículo enviado por su corresponsal en Londres. Arana” y, como subtítulo, “El rey del caucho es forzado a retractarse sobre sus acusaciones de falsificación de documento” . Arana comprendió pronto que jamás podría imponerse a una comisión inglesa y, menos, a la prensa anglosajona. Las atrocidades habían existido y él estaba al tanto de las mismas. No resultaba fácil, entonces, navegar en aguas ambiguas sin dejarse atrapar, algo que realizó con verdadera maestría. Siempre encontró la respuesta exacta capaz de no incriminarlo. Cuando Swift McNeill, irónicamente, le espetó que era uno de los hombres más chantajeados del planeta, ya que lo habían intentado Hardenburg, el capitán Whiffen y hubo rumores que hasta el propio Roger Casement, Arana no lo negó, salvo en este último caso. Pero el
interrogador fue aún más lejos: si Whiffen realmente lo había extorsionado, sería exonerado del ejército y, si eso no sucedía, entonces Julio César Arana era “un mentiroso público” ( a public liar). Eso era más de lo que el cauchero estaba dispuesto a soportar. Fue tal su mirada de indignación, que el abogado defensor pidió una rectificación ante semejante insulto. ––Creo que es mejor no formular la pregunta ––dijo Charles Roberts, presidente de la comisión–– y que es mejor no utilizar ese lenguaje. Claro que faltaba el inevitable conejo que sale de la galera y eso fue lo que sucedió cuando se le indicó a Arana que Walter Hardenburg se encontraba en uno de los bancos. Las declaraciones del joven ingeniero norteamericano fueron previsibles y parciales en algunos aspectos. Cuando se lo interrogó acerca del ataque a La Unión, en enero de 1908, respondió que no fue provocado por los colombianos, ya que allí sólo había quince peones cultivando la tierra. El costado más débil de su testimonio fue su admisión de que no había presenciado ninguna atrocidad y sólo había escuchado hablar de ellas. ––¿Era de público conocimiento en Manaos y en Iquitos que los indios morían como consecuencia de las torturas y que miles morían de hambre? ¿Se comentaba esto en las calles? ––Sí ––respondió Hardenburg. ––¿Llegó usted a la conclusión de que los hombres tenían miedo de hablar debido a que la compañía y el señor Arana eran poderosos? ––Sí, tuve esa impresión poco después de llegar a Iquitos. ––¿Diría usted que hablar en exceso de estos temas podría poner a alguien en peligro? ––No diría que su vida correría peligro en Iquitos, pero si regresaba al Putumayo, sería un asunto diferente. ––¿Vio usted las cicatrices en las espaldas de los indios, la marca de Arana? ––Sí, efectivamente, la marca registrada de Arana.
Al subir al estrado esa tarde, el cauchero declaró que Walter Hardenburg era un falsificador y que había tratado de extorsionar a la compañía y que tenía documentación para demostrarlo. La comisión no se mostró dispuesta a profundizar el asunto. Para el tercer día, ya era obvio que Julio César Arana, por más ataques que recibiera, nunca se incriminaría a sí mismo. Un típico diálogo en el estrado entre el cauchero y Swift McNeill, registrado en los archivos que se guardan en Rodees House, Oxford, se desarrolló así: ––¿Cree usted ahora que numerosos crímenes fueron perpetrados, en el Putumayo, por agentes de su compañía? ––No tenía, en esa época, información al respecto. ––Le pregunto ––sí o no–– ¿lo cree usted ahora? ––Creo que ahora no se cometen crímenes. ––¿Cree usted que se cometieron? ––Sí, antes se han cometido. ––¿Cree usted que, en años anteriores, hubo mujeres quemadas vivas, mutiladas y torturadas por agentes de su compañía? ––No creo que hayan sido mutiladas. Creo que hubo algunos casos de flagelación y asesinato. ––¿Se quemaban vivos a los indios? ––Estos casos han sido descriptos de diversas maneras. No me ha sido posible probarlo debido a que no he conocido a esas personas. ––Usted no niega que ha sido demostrado, pero, en todo caso, que no fue demostrado por usted. ––No ha sido probado por mí. No he podido hacerlo. ––¿Usted, por decisión propia, no ha tomado medidas para verificar si estos hechos eran o no ciertos? ––Si estas personas que han hecho las denuncias no están más en la región ¿cómo puedo probarlo? ––Esa no es la respuesta a mi pregunta. ¿Ha iniciado alguna acción? ––De lo que me he ocupado es saber si todavía se cometen estos crímenes. ––Esa no es la respuesta a mi pregunta. Repito la pregunta. ¿Ha tomado acciones tendientes a verificar si lo que surge del informe de Sir Roger Casement es verdadero o falso? ¡Quiero una respuesta! ¡Sí o no!
Es evidente que las afirmaciones de Hardenburg, si bien coincidían con la realidad, no surgían de experiencias personales. Si Miguel de los Santos Loayza, jefe de El Encanto, le permitió el regreso a Iquitos, ello se debió en parte a que Hardenburg nada había presenciado, excepto una salva de disparos.
Pero Arana estaba decidido a no dejarse arrancar una declaración comprometedora. Interrogador e interrogado prolongaron un farragoso
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diálogo plagado de evasivas y callejones sin salida. La falta de un responsable directo, de una mente criminal fue lo que, para desgracia de la comisión, surgió de los interrogatorios. Las conclusiones, sin embargo, señalaron la “rígida indiferencia y el conocimiento culpable” de Arana y la “ignorancia negligente” de los miembros del directorio como las causantes de los crímenes del Putumayo. Afirmaban también que “el maltrato a los indios no se limita a esta región, sino que constituye un ejemplo más de las condiciones que imperan en vastas áreas de Sudamérica. El Putumayo es apenas una instancia abominable, un fenómeno aislado”. El escándalo había salpicado a Julio César Arana, aunque su reputación en el hemisferio norte era menos relevante que en el sur. En Lima existían un gobierno que podía apoyar o atacar sus intereses, líneas de crédito de prominentes bancos, legisladores y periodistas, es decir, sectores de poder ante los que era imperativo hacer un descargo, aunque fuera meramente formal. La capital peruana era un mundo aparte de Iquitos y de Manaos, donde las prácticas hacia los indios eran conocidas y condonadas. El buen nombre del cauchero en Londres o en Nueva York casi dejaba de tener importancia: sus negocios en Europa y en los Estados Unidos habían concluido y jamás los volvería a reanudar. Pero debía defender a toda costa el vasto territorio comprendido entre el río Putumayo y el Caquetá, que podían caer en manos colombianas. Cuanto más manchado estuviera su nombre, más posibilidades tenía Colombia de apropiarse de ese sector del Putumayo, apoyándose en el maltrato de los peruanos hacia el indio. El único modo de contrarrestar esa imagen negativa era a través de una campaña de comunicación que hiciera quedar como mentirosos a Hardenburg, Whiffen, Casement y el cónsul británico en Iquitos, Geo Michell. En 1913, Carlos Rey de Castro, ex cónsul peruano en Manaos y estratega comunicacional de Arana, pergeñó una serie de publicaciones en español apuntadas a descalificar las acusaciones que llovieron sobre el cauchero. Las cuestiones del Putumayo fue una saga donde intervinieron varios autores: Julio César Arana (Folleto número 3); los dos Memoriales, de Pablo Zumaeta; la Carta Abierta dirigida al cónsul de S.M.B., Geo Michell, de Carlos Rey de Castro ––en el libro denominado Los escándalos del Putumayo –– y, por último, la carta dirigida por este autor, junto con otras informaciones, al director del Daily News & Leader , de Londres. Estas publicaciones financiadas por Julio César Arana, de las
que se editaron miles de ejemplares, fueron impresas en la Imprenta Viuda de Luis Tasso, en Barcelona y distribuidas ampliamente en Lima y, posiblemente, en algunas ciudades europeas. El 9 de julio de ese mismo año, Julio César Arana se encontraba en Manaos y, aparentemente, envió una carta cuyo destinatario es ignoto, pero que se hizo pública. Es interesante reproducir algunos pasajes de esta:
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He asistido, en silencio, desde hace más de seis años, a la incesante campaña de difamación sostenida contra las empresas gomeras que, mediante grandes esfuerzos y no pocos sacrificios, logré implantar en las zonas bañadas por los ríos Putumayo, Caraparaná, Igaraparaná, etcétera. A pesar de las continuas solicitaciones de amigos y allegados para que levantara mi voz y cruzara aquella campaña, poniendo en evidencia a sus autores y denunciando los móviles que estos perseguían, entendí que debía dejar al tiempo y a los representantes de la justicia hacer su obra y producir la luz necesaria para el triunfo de la verdad. …Todo lo he soportado, desde la agresión a mi persona hasta los quebrantos, tal vez irreparables, a mi fortuna; y si de algo se me puede tachar, creo que ha de ser de exceso de tolerancia, nunca de irritada precipitación. Lo menos que cabe permitir a un hombre a quien se ha pretendido vulnerar en su honor, se ha conseguido lesionar gravemente en su situación económica y se ha arrastrado hasta el banquillo de los delincuentes, es que no continúe callado, impasible, ajeno a cuanto constituye la razón de su existencia y sus prerrogativas de ser humano y consciente.
Es innegable que en Julio César Arana existía un sentido del honor que no entraba en conflicto con las atrocidades que fomentó para construir su imperio. Las cuestiones del Putumayo es una desordenada colección de notas, comentarios personales, observaciones y revelaciones que coincidían en su intención de demostrar la total inocencia de Julio César Arana y de su cuñado y gerente de laPeruvian Amazon Company, en Iquitos, Pablo Zumaeta. En su introducción a The Devil’s Paradise, de Walter Hardenburg, Reginald Enock, explorador que conocía profundamente Sudamérica, definió a la perfección este sentido latinoamericano de la negación. “Negar todo es el primer recurso al que apela la personalidad y el carácter del latinoamericano. Posee… la curiosa obsesión de que la negación sistemática y eficaz equivale a la verdad, sin que im-
porten las condiciones reales”. Esa descripción refleja en forma exacta la estrategia implementada por Arana ante las acusaciones. Leídas hoy, las publicaciones financiadas por Arana parecen un ejercicio en la refutación de lo demostrable y su sustitución por una “verdad” más conveniente a sus intereses. Algunas aseveraciones contenidas en sus páginas dejan mal parada a la “misión consular” que realizaron, en agosto de 1912, el cónsul británico en Iquitos, George Michell, y el norteamericano Stuart Fuller: después de concluida la gira por diversas secciones caucheras, y en forma poco acorde con el tono intransigente y condenatorio que tendría su informe, vendieron a la Peruvian Amazon Company tiendas de campaña y equipos que ya no necesitarían. Más polémica aún es la fotografía que presentó sir Roger Casement ante el Comité Selecto ––e ilustró, también, el libro de Hardenburg–– que muestra a una vieja india moribunda en una hamaca. La cabeza le cuelga, los ojos se ven desorbitados, la boca está entreabierta, y emerge una pierna que es sólo piel y huesos. El epígrafe, en el libro de Hardenburg, indica “Un incidente en el Putumayo. Mujer indígena condenada a morir de hambre en el Alto Putumayo”. Pablo Zumaeta, en su Segundo Memorial, afirma: Ahora, pasando a la fotografía que ha exhibido el señor Casement y que asegura ser de una mujer condenada a morir de hambre, es otra invención que no ha tenido fortuna, pues no se ha fijado en que, al pie de la hamaca tiene aún plátanos (bananas) y víveres de los que gastan los indios y, además, es cosa muy natural encontrar entre esa gente alejada de lugares en que pueda recibir algún auxilio, algunos que, por falta de asistencia, fallecen en el más completo abandono.
na. Además, la injerencia de Inglaterra en los asuntos internos del Perú no fue bien recibida. El gobierno de Lima mostró el debido espanto al hacerse públicas las atrocidades pero no se esforzó en castigar a los culpables. Es posible que el poderoso lobby ferroviario británico en Londres y Lima haya intentado influir en el curso de los acontecimientos, temiendo un deterioro de las relaciones bilaterales entre ambos países que amenazara las inversiones británicas en los ferrocarriles peruanos que ascendían a veintidós millones de libras esterlinas. Aún más importante, la época de desmesurada prosperidad cauchera del Putumayo estaba llegando a su fin. La cantidad de goma recolectada entre 1904 y 1906 fue de 2.947.800 kilos, cuyo valor en el mercado londinense fue de un millón de libras esterlinas. En julio de 1914, Julio César Arana cerró su oficina de Manaos, lo cual no significó que no prosiguiera con sus negocios en esa ciudad. El verdadero golpe al caucho fue pocas semanas después, al estallar la Primera Guerra Mundial que cambió la fisonomía de Iquitos, aunque no la de Arana, ya que el precio del caucho se mantuvo en niveles bajos pero constantes durante la conflagración, y los “rabos del Putumayo” y sus derivados seguían encontrando mercados estables.
Por su parte, Julio César Arana, sostiene que la fotografía “no tiene relación alguna con el Putumayo y se trata de una india muerta de hambre o de vejez en el río Yuvineto”. Puede ser que en este caso Arana diga la verdad, ya que es improbable que Hardenburg o Casement hayan tomado esa fotografía. El irlandés no hacer referencia alguna a la misma en su diario del Putumayo. La publicación de esta colección de escritos no parece haber contribuido a atemperar el escándalo, que se iba apagando solo. A medida que transcurría 1913, la opinión pública fue perdiendo interés en los escándalos del Putumayo, la Peruvian Amazon Company y el señor Arana. Posiblemente, en el Perú muchos creyeran en la inocencia de la Casa Ara-
La Primera Guerra Mundial no sólo hizo olvidar el caucho, el Putumayo y las atrocidades, sino que cambió dramáticamente la vida de uno de los personajes que fue parte intrínseca de esta historia: sir Roger Casement. Ese hombre que había vivido veinte años en África, que investigó los horrores que se cometían en el Congo, que reveló a Joseph ConEl corazón de las tinieblas rad la esencia de lo que sería en el imperio de la Casa Arana destapando los crímenes más impronunciables, no pudo escapar a un destino que, probablemente, se venía incubando desde su niñez. Después de haber dejado el servicio exterior británico en 1913, viajó a los Estados Unidos y se dedicó a la causa de la independencia de Irlanda. Había desarrollado una profunda aversión por el colonialismo y por la dominación británica. Ya en plena guerra, se instaló en Alemania con su amante noruego Adler Christensen. Para ese entonces, Casement era un hombre físicamente disminuido, como si los años transcurridos en los trópicos hubieran dejado marcas graves; a principios de 1916, estuvo internado en un sanatorio en Munich, luchando, además, contra un
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irrefrenable deterioro mental. Ese mismo año se involucró en el levantamiento de Pascua, el Easter Rising, en Irlanda, que terminó costándole la vida. En mayo de 1915, en Alemania, escribió: “Se me había profetizado siendo niño en Irlanda que sería ahorcado ––y estoy empezando a creer que la profecía puede llegar a ser cierta. Mientras tanto, haré todo lo necesario para justificar ser ahorcado”. Irlanda debía ser independiente y él contribuiría a ese proceso. En Alemania, se dedicó a formar una Brigada Irlandesa compuesta por cincuenta hombres y a intervenir en una aventura audaz y condenada al fracaso que terminó convirtiéndolo en un héroe romántico. Un alzamiento en Irlanda le convenía a Berlín: Gran Bretaña se vería obligada a movilizar tropas y buques, debilitando otros frentes de batalla. Los insurgentes irlandeses necesitaban armas y Alemania estaba dispuesta a suministrárselas. Se convino que un buque, el Aud , con una tripulación que simularía ser noruega, transportaría armas hábilmente disimuladas ––ni siquiera Setter II las descubrieron los oficiales ingleses del pección de rutina en alta mar–– a Irlanda. El plan era desembarcar veinte mil fusiles, diez ametralladoras y municiones en Fenit Pier, en la bahía de Tralee. Roger Casement ––que por entonces contaba cincuenta y dos años–– pronto descubrió que el apoyo alemán era absolutamente insuficiente y recomendó a Dublín que aplazara el levantamiento; también consideró que debería fiscalizar personalmente la entrega de las armas en la bahía de Tralee. El 12 de abril de 1916 zarpó de Wilhelmshaven a bordo de un submarino, el U-20, el mismo que había hundido el paquebote Lusitania en mayo de 1915, hecho que contribuyó en forma decisiva al posterior ingreso de los Estados Unidos en la guerra. No bien habían traspasado Heligoland, debieron regresar a puerto por un desperfecto mecánico. Al cabo de tres días zarparon en otro submarino, el U-19, cuyo capitán Raimund Weisbach era quien dio la orden de lanzar el torpedo que hundió el Lusitania . La demora no fue lo único que condenó el operativo al fracaso. El armamento alemán, aun cuando hubiera llegado a destino, no era suficiente para apoyar una rebelión. Como sea, el Audnunca pudo desembarcar las armas y Casement debió dejar el submarino y dirigirse en un chinchorro, junto con dos compañeros, a Banna Strand, cerca de Fenit. El 21 de abril, Casement fue detenido por dos policías. Fue llevado a Londres, encarcelado en la prisión de Brixton y juzgado por traición en 348
Bow Court, cerca de Covent Garden, en Londres. Su discurso en el estrado pasó a la historia. No fue únicamente la traición lo que lo condenó, sino también el haber descubierto Scotland Yard sus Diarios Negros. Si era difícil perdonar que hubiera traicionado a Gran Bretaña aliándose con el enemigo y contribuyendo al plan alemán, si triunfaba el Easter Rising, de establecer bases para submarinos en Irlanda, el descubrimiento de los Diarios Negros , la detallada compulsión por registrar realidad y fantasía hasta en sus mínimos detalles, fue más de lo que podía aceptar la sociedad de aquella época. Por otra parte, su diario personal fue oportunísimo: la difusión de sus contenidos disminuía notablemente la posibilidad de que en Irlanda ––y hasta en Inglaterra–– se lo convirtiera en mártir. Sir Roger, aislado en su celda y sabiendo qué le depararía el destino, recibió una comunicación inesperada y casi absurda: un telegrama de Julio César Arana, fechado el 14 de junio, en Manaos. A mi llegada [se refiere a Manaos ] he sido informado que será juzga, que realizaron una ins-do por alta traición el 26 de junio. La falta de tiempo me impide escribirle para solicitarle que sea enteramente justo confesando sus culpas ante un tribunal humano, sólo conocidas por la Justicia Divina en lo que respecta a su actuación en el Putumayo. Todo fue sugerido por Truth, por los agentes colombianos de la Anti-Slavery , Rosso, Toralbo y otros. Ha inventado hechos e influenciado a barbadenses para que confirmaran actos inconscientes que nunca sucedieron, inventados por Saldaña, el ladrón Hardenburg, etc., etc. Tengo en mi poder declaraciones de barbadenses que niegan todo lo que usted les obligó a declarar, presionándolos como cónsul británico y asustándolos en nombre del rey con encarcelarlos si se negaban a firmar sus propias palabras y declaraciones. Les ofreció buenas literas para llegar al Brasil, país al cual los llevó engañando a las autoridades peruanas y haciéndose cómplice de ellos según lo manifestó. Usted trató por todos los medios de aparecer como un humanista con el fin de obtener títulos y fortuna, sin importarle las consecuencias de sus calumnias y difamaciones contra el Perú y hacia mi persona, produciéndome un daño enorme. Lo perdono, pero es necesario que usted sea justo y declare ahora en forma total y veraz los hechos verdaderos que nadie los conoce mejor que usted. Julio César Arana 14. 6. 16
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Arana debe de haber querido aprovechar la desgracia de su oponente para exculparse ante el presidente del Perú, ministros y banqueros. El telegrama no hacía más que insistir en su línea de defensa: él seguía siendo inocente, Hardenburg y Whiffen un par de estafadores, los indios eran caníbales y sir Roger Casement un mentiroso, al igual que los negros de Barbados. Por eso había enviado el telegrama que el acusado de alta traición ni se dignó responder. El 3 de agosto, en la prisión de Pentonville, Sir Roger Casement marchó hacia el cadalso. Quienes lo acompañaban no pudieron dejar de emocionarse ––alguno hasta lloró–– ante la dignidad que transmitía, su pausado andar, su mirada que no pareció conmoverse ante el patíbulo. El verdugo, Albert Ellis, escribiría que “me pareció el hombre más valiente entre los que tuve el triste destino de ejecutar”. Fue sepultado en la prisión y recién se permitió que sus restos ––algunos dudaron que fueran los suyos–– fueran trasladados a Irlanda en la década de 1990.
En Iquitos, donde se habían trasladado Eleonora y sus hijos, la muerte de Casement debe de haber regocijado a más de un cauchero. Pero era historia antigua. La Primera Guerra Mundial marcó para la ciudad el inicio de un ciclo de decadencia que alcanzó su cenit en 1921, cuando las exportaciones de caucho alcanzaron cifras insignificantes. También comenzó otro ciclo ––no sería el último–– en la vida de Julio César Arana. En 1916, a los cincuenta y dos años y atacado por una persistente ciática que, a veces, lo dejaba postrado, prosiguió con sus operaciones de venta de caucho, viajando entre Iquitos y Manaos, mientras su familia ocupaba nuevamente la casa en la esquina de Próspero y Omagua. Aún no se había asegurado sus territorios del Putumayo y no poseía título de propiedad sobre los mismos. Desde una ciudad amazónica, nada podría hacer para escriturarlos a su nombre ni para que, si en algún momento el Perú los cedía a Colombia, se pactara entre ambos países una indemnización para él. El poder ya no estaba en Londres, sino en Lima, y para acceder a él debería dedicarse a la política, e ingresar al parlamento para sancionar leyes que favorecieran al Departamento de Loreto. Julio César Arana, después de haber presenciado el derrumbe de la Peruvian Amazon Company , de soportar ser humillado en la Cámara de los Comunes, de haber sido acusado de genocidio en la prensa interna350
cional, sólo tenía un recurso para salvar a su imperio: convertirse en senador y batallar desde el mismo centro del poder peruano.
N OTAS 1
Armando Normand fue extraditado al Perú, encarcelado en Iquitos, y escapó de la prisión en agosto de 1915. Logró llegar al Brasil y jamás fue encontrado. Andrés O’Donnell fue capturado en Caracas y juzgado en Lima. También fueron apresados, en Bolivia, Abelardo Agüero y Augusto Jiménez. 2 El autor tuvo la oportunidad de conocerla en Iquitos, en julio de 2004, al cumplirse el centenario de su construcción. En la actualidad, funciona como museo flotante. 3 Según el Código Penal del Perú que regía en 1912, son “encubridores los que sin ser autores ni cómplices de un delito, intervienen en él después de perpetrado, a sabiendas y de alguno de los modos siguientes: 1) Aprovechándose o auxiliando a los autores o cómplices para que se aprovechen de los efectos del delito; 2) Destruyendo u ocultando el cuerpo del delito, sus vestigios o los instrumentos con que se cometió, a fin de impedir su descubrimiento. 3) Ocultando a los autores o cómplices o facilitándoles la fuga”. 4 Report and Special Report from Select Committee on Putumayo. Together with this Proceedings of the Committee. Minute of Evidences and Appendices, London. His Majesty Stationary Office.
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La última batalla
La vida de Julio César Arana tiende a desaparecer de los libros de historia a partir del derrumbe del precio del caucho y del fin de los escándalos del Putumayo. Vivió treinta y seis años más y, en las últimas dos décadas, poco menos que en la penumbra, en una modestísima casa en Magdalena del Mar, en el jirón Echenique 289, a ciento cincuenta metros de los acantilados que asoman al Pacífico. En ese barrio próximo al sofisticado San Isidro, en Lima, transcurrió su opaca existencia en compañía de Eleonora y de sus hijas. Pero al iniciarse la guerra y a pesar de haber sido liquidada la Peruvian Amazon Company (la disolución final de la compañía se realizó en 1920), tenía una fuerza asombrosa, un espíritu indoblegable y, después de todo, siempre estaba Iquitos, la casa en la esquina de Próspero y Omagua y, last but not least , las doce mil millas cuadradas del territorio comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá. Arana tenía mucho por realizar en el Perú, empezando por obtener un título de propiedad de su imperio. El departamento de Loreto seguía aislado de Lima, salvo por el servicio telegráfico, pero la inauguración del canal de Panamá en 1914 redujo el trayecto entre la capital peruana y la del Amazonas. Desde el puerto de El Callao, había que remontar el Pacífico hasta Panamá, cruzar el Canal, bordear la costa septentrional de Sudamérica hasta la desembocadura del río Amazonas y, luego, navegar hasta Iquitos, periplo que duraba poco menos de un mes. Si bien en el Amazonas peruano las investigaciones del Comité Selecto de la Cámara de los Comunes tuvieron relativamente poca repercusión, el escándalo había conmovido al cauchero y a los suyos. La onda expansiva alcanzó a otra rama de la familia, que ni siquiera vivía en Loreto. Marie Arana, descendiente de Pedro Pablo Arana ––primo her352
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mano de Julio César––, describe en su delicioso libro, American Chica, cómo fue afectado su bisabuelo por los escándalos del Putumayo. Pedro Pablo era prefecto, es decir, gobernador, de Cuzco y poseía un latifundio en Huancavelica. El mal nombre de su primo, la matanza de indios y la repercusión mundial fueron más de lo que pudo tolerar. Escribió a su hijo que estudiaba en los Estados Unidos conminándolo a que regresara al Perú, ya que, además del honor, se había evaporado también su fortuna. Se recluyó en Huancavelica, cortó la relación con sus parientes de Iquitos y, durante toda su vida, negó que existiera un parentesco con Julio César Arana. Esta otra “marca de Arana” se transmitió de generación en generación, ya que a la propia Marie Arana, cuando vivió en Lima, su familia le negó que existiera algún parentesco con el antiguo rey del caucho. Pero volvamos a Iquitos en 1913, cuando Julio César y su familia descendieron por la planchada del buque para instalarse nuevamente allí. Eleonora había vivido diez años en Europa, disfrutando de los esplendores de Biarritz, de Londres y de Ginebra, de fabulosas mansiones, de numerosos sirvientes, y del inevitable barniz cosmopolita que le había otorgado esa larga estadía. Sus hijas hablaban impecablemente francés e inglés y su educación había sido fiscalizada por apropiadas institutrices. Ahora debían adaptarse a esa ciudad primitiva, de clima agobiante que, además, debido a la guerra y al desastre en los mercados del caucho, había caído en la pobreza. Si bien debe de haberle regocijado el volver a encontrarse con viejas familias amigas, la adaptación a esas latitudes tropicales seguramente haya sido penosa para todos, menos para Julio César. Iquitos y Manaos eran su vida. Allí estaban sus plantaciones de caucho y allí su nombre seguía inmaculado. Loreto iba camino al cataclismo y sufriría las consecuencias no solamente de una guerra y de las plantaciones asiáticas que revolucionaron los mercados, sino de su propia imprevisión, de la falta de una política que evitara el agotamiento del látex y de quienes lo recolectaban. Se cortaban los árboles como si se tratara de malezas, sin pensar siquiera en reponerlos, creyendo erróneamente que el Amazonas era inagotable. Los únicos capacitados para recolectar caucho eran los indios ya que de nada servía la mano de obra europea o asiática en una selva donde imperaban las enfermedades tropicales. Pero los aborígenes también estaban diezmados por tantas matanzas y mutilaciones. La cornucopia terminó por agotarse. 354
Apenas desencadenada la Primera Guerra Mundial, Iquitos se transformó en un centro fantasmal. Entre agosto y diciembre de 1914, sólo un barco recaló allí. La ausencia de tráfico marítimo implicó que todos los bienes importados pagados por el caucho que Iquitos consumió durante años, por ejemplo, arroz, manteca, aceite y leche, ahora tendrían que producirse allí. La ciudad estaba en ebullición. Nadie estaba conforme y sucedían hechos escalofriantes, como el secuestro de niños en las calles para enviarlos a trabajar a otras regiones. En Manaos, el derrumbe alcanzó niveles patéticos. La gente huía de aquella ciudad muerta en el primer buque que ofreciera algún camarote disponible, mientras las principales compañías iban a la quiebra, las grandes residencias y los yates se remataban en cobro de deuda, y las puertas del gigantesco edificio de la Ópera se cerraban irremediablemente. Julio César Arana, sin embargo, prosiguió con sus negocios, viajando a Manaos e imponiendo su soberanía en el Putumayo. El cauchero seguía poniendo en práctica la ley de la selva en ese territorio en litigio, sin autoridades judiciales, policiales o militares. La presencia colombiana en el Caquetá y en el Putumayo persistía, y también las viejas prácticas para resistirla. En setiembre de 1918, Antonio Pastrana, comisario colombiano en el Caquetá, informó que Las Delicias había sufrido un ataque por parte de cuatro peruanos, apoyados por un pequeño ejército compuesto por cincuenta indios bien armados, que tomaron prisioneros a cuatro personas, apoderándose de una partida de caucho y de provisiones. La Casa Arana fue responsable del ataque. Arana también debió admitir ––no tenía alternativa después del escándalo–– la presencia de misiones franciscanas en el Putumayo en febrero de 1913. Pero los sacerdotes, horrorizados por la violencia que imperaba entre los caucheros, y también entre los propios indios, optaron por abandonar la región en 1918. El río Putumayo, que fue escenario de varios incidentes durante aquellos años, para desvirtuar la libre navegación de ese curso de agua por parte de colombianos y de brasileños, seguía siendo el coto privado de Julio César Arana. Ni siquiera los capuchinos instalados en Colombia y liderados por el sacerdote Fidel de Montclar lo conmovieron. Cuando Gaspar de Pinell, un clérigo perteneciente a esta orden, arrendó en Manaos un buque brasileño para transportar provisiones hasta Colombia, a través del río Putumayo, fue detenido en El Encanto y forzado a regresar a Manaos, ya que primero debió de haber recalado en Iquitos. 355
Hacia 1920, mientras Julio César Arana se preparaba para su carrera política, la situación económica en Iquitos se hizo insostenible. En 1910, las exportaciones de caucho que salían del puerto alcanzaban el 15,82 por ciento de las exportaciones peruanas. Diez años después, descendieron al 1,57 por ciento, lo cual provocó disturbios y revueltas populares, a las que no tardaron en sumarse las clases prósperas, alarmadas por la indiferencia del gobierno de Lima. En Iquitos, los soldados andaban descalzos. La rebelión que puso en jaque al gobierno central la lideró el capitán Guillermo Cervantes Vázquez, en agosto de 1921. Se apropió de los fondos del Banco del Perú y Londres y emitió su propia moneda, el billete cervantino, que fue aceptada por bancos e instituciones. El rebelde encendió el espíritu regionalista, las viejas aspiraciones loretanas a no ceder territorio a Colombia. Finalmente, sucumbió ante las fuerzas del presidente Augusto Leguía y huyó a Ecuador. Arana comprendió que, para salvaguardar su patrimonio, necesitaba leyes y alianzas. Ahora que su amigo Leguía era nuevamente presidente del Perú, el eje del poder estaba en Lima y no en el Amazonas. El negocio del caucho podían llevarlo a cabo su cuñado y mano derecha, Pablo Zumaeta, o sus socios históricos, Cecilio Hernández y Víctor Pichico Israel. Él debía ir a la capital peruana y formar parte del parlamento. Su lista de prioridades comenzaba con el otorgamiento de los títulos de propiedad sobre los territorios del Putumayo y una eventual compensación económica si pasaban a manos de Colombia, e incluía la sanción de leyes que contribuyeran al desarrollo cauchero de Loreto. No le fue difícil lograrlo. En 1921 fue designado senador suplente en el Congreso de la Nación y, casi de forma inmediata, senador titular, ya que su antecesor debió ocupar un ministerio. Durante su senaduría no sólo se ocupó de sus intereses: también impulsó leyes que apuntaban al mejoramiento de la educación, la salud, la economía y el transporte. Lima significó, para Julio César y Eleonora, un imprescindible cambio de escenario, seguramente beneficioso para sus hijos. Aunque los precios del caucho se habían deprimido, el cauchero conocía los nichos donde podía colocar su producto, lo cual le brindaba los ingresos necesarios para vivir cómodamente en la capital peruana, con todos los privilegios ––y viáticos–– de un senador de la Nación. Lima, por otra parte, no le daba la espalda. En 1921 el gobierno de Leguía le otorgó finalmente la propiedad de 5.774.000 hectáreas entre el río Putumayo y el Caquetá. No existen registros, ni nadie que esté con vida recuerda dónde vivieron Ju-
lio César y Eleonora. Ello se debe en gran parte a su escasa descendencia, ya que tuvieron un solo nieto, a quien nos referiremos más adelante,1 que vive prácticamente recluido y prefiere evitar hablar de su familia. El hijo mayor de Arana, Julio César, murió joven ––y en fecha imprecisa–– como consecuencia de una enfermedad infecciosa. Durante la década de 1920, su otro hijo, Luis, se trasladó a Massachussetts, para seguir la carrera de ingeniero en minas. Durante su senaduría, Arana no cesó de hacer lobby con Leguía. No sospechaba que una imprevista traición por parte del presidente le haría perder su fortuna. Ya hemos señalado la innata desconfianza de Arana hacia los gobiernos y su temor de que Perú entregara el Putumayo a Colombia. Para eso se había instalado en Lima, se había convertido en senador, lo que le permitía estar al tanto ––y, eventualmente, dar batalla–– de cualquier intento, por parte del presidente, en este sentido. Pero el 24 de marzo de 1922, a instancias de Leguía, se firmó un protocolo secreto entre ambos países, rubricado por el ministro de Relaciones Exteriores peruano, Alberto Salomón Osorio y por el Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Colombia en Lima, Fabio Lozano Torrijos, que debería ser aprobado por los respectivos parlamentos. Leguía optó por mantener en secreto este acuerdo hasta su reelección, en 1924. El documento, sin más, entregaba a Colombia el territorio comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá, que era precisamente donde estaba ubicado el imperio de Julio César Arana. A cambio, Perú recibía un discutible sector en la frontera con Ecuador. También se incluía el Trapecio de Leticia, que le otorgaría a Colombia más de cien kilómetros de costa sobre el río Amazonas. Por qué Leguía entregó esa rica región cauchera es tema de debate, y es inevitable que se mezclen diversos motivos geopolíticos, desde el problema aún no resuelto de Arica y Tacna, regiones que permanecían bajo el dominio de Chile después del triunfo de ese país en la guerra del Pacífico de 1879, hasta las presiones que ejerció Estados Unidos para compensar a Colombia por el desprendimiento de Panamá de la Gran Colombia, en 1903, claramente orquestado por Washington. Pero existían otros motivos por los cuales Estados Unidos apoyaba la ratificación del Tratado Salomón-Lozano. El monopolio del caucho estaba en manos de Gran Bretaña ––le había arrebatado el cetro al Brasil, que lo tuvo hasta 1910––, debido a la producción proveniente de las plantaciones asiáticas, el 73 por ciento de las cuales pertenecía a Inglaterra y generaba el 93 por ciento de la producción mundial. Holanda tam-
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poco se quedaba atrás en materia de caucho, ya que sus colonias del sudeste asiático le arrebataron parte del mercado a Gran Bretaña. No es de extrañar que Washington y el poderoso lobby de la goma vieran con buenos ojos la posibilidad de invertir en el Putumayo, siempre y cuando se construyera un ferrocarril que lo conectara con el Pacífico. Harvey Firestone, magnate de los neumáticos, fue uno de los grandes defensores de las inversiones en Sudamérica. Pero nada podría hacerse si no se ratificaba el tratado que adjudicaba ese territorio a Colombia. Leguía y Arana, a pesar de las alianzas coyunturales que mantuvieron a lo largo de los años, eran hombres de orígenes y estilos diametralmente opuestos. El presidente del Perú pertenecía a una ancestral familia propietaria de una hacienda azucarera en Chiclayo, en el norte del país. Había cursado sus estudios en el Colegio Inglés de Valparaíso. Estaba casado con la riquísima Julia Swayne y Mariátegui cuya familia era dueña de la próspera hacienda Caucato, de quien Leguía terminó siendo representante en Londres. El presidente era de baja estatura, insoportablemente refinado, turfman incorregible y proclive al boato. Fue primer magistrado del Perú en tres oportunidades, gobernando durante quince años. Fiel a su estilo e intentando industrializar a su país para sacarlo del sistema de exportación de materia primas, decidió festejar el centenario de la independencia del Perú, en 1921, tirando la casa por la ventana. Mientras en Iquitos y en otras regiones amazónicas la pobreza alcanzaba niveles extremos, en Lima las fiestas, las ceremonias, la presencia de invitados célebres, la inauguración de nuevos edificios y avenidas costaban millones de soles al erario público. Leguía desplegaba, como un pavo real, un abanico de logros económicos que contribuyeron aún más a su legendaria egolatría: se había iniciado la era de la industrialización con el surgimiento de fábricas de cerveza, textiles, fundiciones, por nombrar las más conspicuas. Se habían abierto las puertas a empresarios extranjeros para que invirtieran en ese país promisorio. El sol, que rara vez iluminaba a Lima debido a su persistente capa de nubes durante gran parte del año, pasó a ser, en cambio, una moneda sólida, y a las grandes empresas relacionadas con el azúcar u otras materias primas se les permitió emitir moneda, o cheques, para captar el ahorro de la población. Desde su banca en el Senado, Julio César Arana seguía pensando en Loreto. Más allá de la defensa de sus intereses en el Putumayo, conocía como pocos los problemas de Loreto, la situación miserable por la que
atravesaba Iquitos. El 18 de agosto de 1923, recibió e hizo público un radiograma de su cuñado, Pablo Zumaeta, por entonces alcalde de Iquitos:
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Por acuerdo Consejo cumplo dirigirme a usted haciendo saber situación gravísima atraviesa Iquitos, abatido epidemias, desarrollado intensamente, con resultado mortandad alarmante, agréguese cuadro lastimoso miseria, falta trabajo, consecuencia desvalorización productos, escasez y carestía en todo orden para subsistencia de la vida en general.
Arana luchó para que se terminaran el Hospital Civil y el Colegio Nacional de Iquitos y para abolir cualquier disposición que tendiera a perpetuar la miseria amazónica. El 30 de junio de 1923, por ejemplo, había vencido el plazo concedido por el gobierno de Lima para despachar libre de derechos la goma elástica que se exportaba del Amazonas, y se hacía necesaria la renovación de esa disposición; allí estaba Arana, haciéndoles comprender a aquellos señores de cuello duro que sentaban sus reales en el Senado, creyendo que el país empezaba y terminaba en Lima, por qué los derechos aduaneros hundían más a Loreto. No hubo problema ni solución que el senador por Loreto no recalcara en la Cámara. Si los senadores no comprendían el problema que implicaban los límites con los países vecinos, ahí estaba él para hacérselo recordar, para impedir que se regalara un palmo de territorio. El diario La Crónica , de Lima, en su edición del 8 de enero de 1924, señalaba: El representante por Loreto, señor Arana, formuló ayer en su Cámara dos pedidos de trascendental importancia para el país. Se refiere uno a la reforma de la demarcación territorial, y el otro, a la necesidad de que hay que proceder al levantamiento del censo general de la república. Con sólidos argumentos, libre de truculencias y retóricas baratas, el senador por Loreto ha hecho ver una vez más que el país necesita emprender cuanto antes la reforma. Además, solicita que la demarcación geográfica sea hecha por la Sociedad Geográfica.
Cuesta creer que estos elogios hayan recaído en un hombre que, diez años antes, era considerado uno de los peores genocidas del mundo. Pero para la mayoría de los peruanos, las atrocidades del Putumayo nunca habían sucedido, Hardenburg era un vulgar estafador y Casement un mentiroso. Cómo iba a ser condenado el senador de la Nación que lu-
chaba por Loreto, por evitar su despojo, por la salud y la educación, que había elevado un proyecto de ley para que se otorgara un premio de mil libras peruanas de oro al aviador peruano que uniera Iquitos con Lima, como ejemplo de la importancia de las comunicaciones aéreas. En 1923, el aviador norteamericano Elmer J. Faucett, había unido ambas capitales en doce horas de vuelo, siguiendo la ruta Lima, Chiclayo, cruce de la cordillera, Bella Vista, Paranapura y, por fin, Iquitos. La hazaña conmovió a los peruanos. Durante las décadas de 1930 y de 1940, los vuelos Lima-Iquitos se volvieron regulares aunque, claro, había que tener agallas para subirse a uno de esos hidroaviones. Una de las señoritas Morey Menacho, nieta de don Felipe, fue un ejemplo de osadía: en fotografías de época se la ve subiendo a uno de esos ingenios voladores, equipado con dos desmesurados motores a explosión que lo desplazaban velozmente por el río hasta levantar vuelo. Arana le otorgaba una importancia superlativa a las comunicaciones y no permitía un solo intersticio por el cual se pusiera en duda la soberanía peruana. El 30 de agosto de 1923, envió una carta a los ministros de Gobierno y de Relaciones Exteriores del Perú, donde señalaba un error imperdonable en materia territorial. Con notable sorpresa he constatado que la Marconi Wireless Company, empresa que tiene a su cargo los servicios de comunicación postal y telegráfica en la república, incluyendo el de radiotelegrafía, al publicar el anuario que acostumbra, o sea, su Year Book of Wireless and Telephony , correspondiente al año en curso de 1923, considera a la estación El Encanto, que es oficina peruana, en territorio de propiedad neta del Perú, como de propiedad del gobierno de Colombia y establecida en territorio de esa república.
Imaginemos su indignación cuando una publicación extranjera adjudica a Colombia nada menos que la sección cauchera El Encanto, en el Caraparaná. En realidad, el anuario no se equivocaba aunque hubiera cometido un error involuntario: ese territorio, en el Protocolo secreto firmado entre Perú y Colombia, era adjudicado a este último país. Pero Julio César Arana nada sabía aún de ese pacto que lo hundiría irremediablemente. Sin embargo, era difícil que un tratado de ese calibre permaneciera incógnito durante mucho tiempo; antes de que Brasil lo diera a conocer públicamente, en 1926, Arana se enteró de su existencia. El problema se agravaba, debido a que Perú entregaba a Colombia el Tra360
pecio de Leticia, con salida al Amazonas, lo cual disgustó al gobierno de Río de Janeiro. El haber descubierto la existencia del protocolo secreto fue un duro golpe para el cauchero, pero todavía existían posibilidades de que no se ratificara, que se diluyera en el tiempo o que cambiara el gobierno. Acaso no comprendió que, para Leguía, el Putumayo era una ficha negociable dentro del damero de las relaciones internacionales y que el presidente tampoco ignoraba que el senador loretano le opondría una feroz resistencia, que buscaría alianzas en el Congreso, o que llegara a patrocinar un golpe de Estado. La piedra de toque fue un documento de un exilado político, Víctor Andrés Belaúnde, El Perú pierde la entrada al Alto Amazonas , publicado en La Habana, en 1925, que desató una catarata de críticas. Artículos periodísticos, telegramas y cartas llovieron sobre los medios de comunicación y sobre los despachos ministeriales, a la que se unió el partido Civilista y hasta el propio Alberto Lozano Osorio, creador del tratado, que se oponía a varias cláusulas que se le habían incorporado. Los discursos de Arana en la Cámara de Senadores, como también la Exposición, en 1923, que hace a los electores del Departamento de Loreto, en forma de publicación, sobre una parte de la labor realizada durante ese ejercicio legislativo, apuntaba no sólo a los problemas de la región, sino también a su persona. Desde 1920, se ha obligado a los comerciantes y extractores de gomas a suspender sus labores casi por completo, puesto que las cotizaciones actuales de los mercados de consumo no cubren ni el costo de producción en la región amazónica. Bien sabéis que yo he dejado de ser comerciante hace varios años. No soy importador ni exportador. Soy solamente productor, contribuyendo con los consumos y con las exportaciones al aumento de las rentas fiscales y por más que digan los enemigos del pueblo loretano que trabajo solamente en beneficio particular, los hechos están demostrando lo contrario: he trabajado en beneficio general de la región de Loreto.
Por eso Arana le daba tanta importancia a la cartografía, a los límites entre países, a la creación de nuevas áreas para impedir que Colombia se adueñara de su patrimonio. Una de sus obsesiones fue luchar ––sin éxito, por cierto–– para la creación de distritos en el Departamento de Loreto, Provincia del Bajo Amazonas, que incluiría a los distritos de Ya361
varí, Yaguirama, Putumayo, Igaraparaná y El Encanto. La capital del Igaraparaná sería la célebre La Chorrera. Sus esfuerzos no impidieron que Colombia, en 1925, ratificara el Tratado Salomón-Lozano, o, para utilizar su denominación técnica, el Tratado de Límites y Libre Navegación Fluvial entre Colombia y Perú ; ni que el parlamento peruano lo ratificara en 1927. Esto produjo una ola de indignación en diversos sectores, que no comprendían cómo el gobierno de Leguía podía haber entregado toda la margen izquierda del Putumayo a Colombia, “en aras a una contribución al ideal americanista de solidaridad y paz continental”, bellas palabras del presidente de la República, pero que nada decían. El tradicional diario El Comercio , de Lima, fue menos lírico. Consideró la aprobación del tratado como “una inconcebible derrota diplomática en que nuestra patria fue mutilada en plena paz, al conjuro de fingidos ideales de amistad y concordia panamericana”. El 20 de diciembre de 1927, la comisión Diplomática del Congreso emitió su dictamen. El tratado fue aprobado por 107 representantes y vetado por sólo siete. Uno de ellos era, naturalmente, Julio César Arana; otro, su fiel amigo de Iquitos, Julio Egoaguirre. Arana, durante la votación, dio catorce motivos para justificar su voto, entre ellos: “Voto en contra porque no tiene compensaciones, damos todo lo mejor de nuestra frontera amazónica, con los poblados de Leticia, Loreto, Loretoyacu, Huata Yacu, Santa Sofía, Victoria y, también, La Chorrera y El Encanto, con las torres inalámbricas en Leticia y en El Encanto, donde hay cuarteles, casas para comisarías, escuelas, resguardo, capitanías de puerto, sin recibir nada en compensación”. Había otro vacío que le preocupaba en ese cuerpo legal: “Voto en contra porque el Tratado no ampara claramente el derecho de los peruanos ni de sus propiedades, ni los capitales invertidos en esa región”. Ya era penoso perder La Chorrera y El Encanto, dos bastiones emblemáticos de la Casa Arana, y fue inevitable que Julio César temiera que no lo compensaran económicamente. Pero la margen izquierda del Putumayo quedaba en poder del Perú y, por lo tanto, el cuarenta por ciento de su imperio también quedaría bajo esa bandera. La primera decisión que tomó fue que no le iba a regalar a Colombia sus indios y que nada dejaría en pie de lo que debía abandonar, lo cual produjo una masiva migración de indios voluntaria o compulsiva, según las circunstancias. Algunos optaron por trasladarse hacia el norte y otros, por instalarse en tributarios del río Caquetá; los empleados de la Casa Arana persiguieron a los in362
dios que abandonaban el territorio y que se habían asentado en el río Yari, pero no como en otras épocas para torturarlos o matarlos porque no recolectaban caucho, sino para reubicarlos en la margen derecha del Putumayo. Muchas tribus se negaron a abandonar sus nuevos asentamientos, pero, aun así, 6.719 indios ––de los cuales 2.351 eran niños–– cayeron en las garras de la Casa Arana. El operativo, supervisado por Carlos Loayza, los transportó desde los ríos Caraparaná, Igaraparaná y Caquetá. El problema es que el caucho peruano ya nada valía y había que buscar nuevas fuentes de explotación. A pesar de las migraciones forzosas y de que el Tratado Salomón-Lozano le aseguraba a Julio César Arana una fabulosa compensación económica por parte de Colombia si expropiaba sus tierras, iba irremediablemente camino de la ruina. El artículo noveno del Tratado estipulaba que Colombia respetaría en el Putumayo los derechos de propiedad de peruanos, lo cual claramente significaba Julio César Arana. Pero al implementar ambos países el Tratado, en agosto de 1930, Colombia terminó expropiándole sus territorios sin ninguna compensación económica, hecho que, como veremos, dos años después dio lugar a una guerra amazónica entre ambos países, con biplanos y cañoneras. En Sudamérica, 1930 fue un año caracterizado por golpes de Estado, asonadas militares y derrocamiento de gobiernos civiles, democráticamente elegidos. El 22 de agosto de 1930, los peruanos se enteraron de que un ignoto oficial del ejército, el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, se había sublevado en Arequipa, conato al que nadie, empezando por el propio presidente, le dio importancia. Pero luego Puno se unió a la revuelta, se pusieron en marcha alianzas e intrigas, y Augusto Leguía, para evitar el derramamiento de sangre, decidió renunciar. El hombre que había deslumbrado a los peruanos y a los visitantes ilustres durante los festejos del Centenario, que desplegaba un estilo diplomático y sofisticado, que había residido en Londres y que había contraído matrimonio con una próspera aristócrata, fue recluido junto con su hijo Luis en un barco de guerra, el Grau. Poco después, Leguía y su hijo fueron trasladados al Panóptico, en Lima. La era de banquetes, recepciones y menús deslumbrantes había terminado para siempre. En su humillante calabozo, pavorosamente oscuro y húmedo, ni siquiera le permitieron paladear la comida de un restaurante que le enviara platos dignos, sino que fue sometido a la atroz cocina de la institución. No se omitió ninguna acusación para manchar su buen nombre y su trayectoria 363
política, desde ladrón y tirano, hasta traición a la patria. Su libro, Yo tirano, yo ladrón, que escribió durante su encarcelamiento, refuta cada uno de los cargos. Leguía falleció en el Hospital de la Marina, en El Callao, sin ningún amigo ni correligionario, sino con la única compañía de sus hijos. Julio César Arana sobrevivió a todos sus enemigos. Sir Roger Casement fue ajusticiado; Walter Hardenburg falleció diez años antes que él; Augusto Leguía fue derrocado y murió en el más absoluto de los olvidos. El 27 de agosto, cuando los revolucionarios liderados por Sánchez Cerro entraron a Lima, el pueblo los aclamó, como ingenuamente solían aclamar los latinoamericanos a quienes derrocaban gobiernos, sólo para comprobar, tiempo después, que era peor el remedio que la enfermedad. Los miembros del gobierno de Leguía desaparecieron como por arte de magia. Sin embargo, dos prominentes loretanos, Julio César Arana y Vicente Noriega del Águila, diputado por Moyabamba, se paseaban tranquilamente por las calles de Lima, sin nada que temer, ya que no se habían precisamente enriquecido con el gobierno depuesto. La fortuna de Arana se evaporaba. Apenas le quedaba el cuarenta por ciento de lo que había sido su imperio en el Putumayo, y el caucho, como materia prima, había pasado a la historia. No había desarrollado otras clases de explotaciones, y sus recursos económicos se vieron severamente limitados. Su hijo Luis se había recibido de ingeniero en minas en el Massachussetts Institute of Technology, vivía en Iquitos, y hacía sus primeras armas en negocios que, con el tiempo, fueron brillantes; nada, claro, si se lo compara con la fortuna y el poder que había acumulado su padre a principios del siglo XX. Pertenecía a una generación formada en universidades extranjeras, con una concepción notablemente distinta para encarar negocios y lo demostró a lo largo de su vida. Pero la maldición amazónica también lo alcanzaría. Los grandes caucheros creyeron que formaban herederos que los continuarían, sin sospechar que con ellos concluía el ciclo. Los Arana, los Morey o algunas de las cinco grandes familias que han sido prominentes en cada uno de los ciclos de la economía amazónica, perdieron el sentido de la existencia al morir el cacique, el fundador, el que llevaba adelante la empresa: caían en la locura o en la pobreza, incapaces de continuar con la obra del padre. Roger Rumrill García es un hombre amazónico, profundo conocedor de la historia e idiosincrasia de su medio. Tuvimos la oportunidad de con-
versar con él en su casa de Lima y vale la pena reproducir aquí sus conceptos:
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El caso de Arana es emblemático, y lo que ahora se ve en la Amazonía son los escombros. Las grandes casas que se instalan en Iquitos son casas que se están pudriendo por dentro. Si bien algunas están medianamente restauradas, la casa de los Morey se está pudriendo.2 Así como se pudren las casas, se pudren las familias y desaparecen. El trópico no perdona, no acepta esas familias endogámicas, esas especies de reinados. La empresa tenía que ver con la estructura. Al fin de cuentas, no eran empresas en el sentido capitalista. ¿Qué teníamos en el Amazonas en la época del caucho? Un sistema de enganche precapitalista. Muere el patrón, muere el barón y muere todo el sistema. Y, también, el destino de la familia.
A principios de la década de 1930, Julio César Arana estaba solo. Había perdido su imperio y el dinero se le escurría de las manos. Sólo un acto heroico, imprevisto, podía devolverle lo perdido, incluyendo el honor. Pero no podía hacerlo solo. Había que juntar a un grupo de patriotas loretanos y lanzarse a recuperar lo que le pertenecía. Ese acto heroico fue la Toma de Leticia.
La Toma de Leticia, el 1 de setiembre de 1932, fue llevada a cabo por un modesto contingente de loretanos, casi todos ellos provenientes de localidades amazónicas como Pebas y Caballo Cocha. Perú atravesaba una de las habituales crisis políticas características de las repúblicas hispanoamericanas. Después que el comandante Sánchez Cerro derrocó al presidente Augusto Leguía, se inició una suerte de calesita política, donde la sortija terminó nuevamente en manos del revolucionario; durante un año, Perú tuvo seis presidentes que asumieron de forma provisoria la primera magistratura: Sánchez Cerro; el presidente del Congreso; el presidente de la Corte Suprema; el arzobispo de Lima, y David Samanéz Ocampo, que optó por convocar a elecciones, ganadas por el comandante Sánchez Cerro. Hasta la implementación del Tratado Salomón-Lozano, Leticia era una ciudad peruana a orillas del Amazonas, próxima a la frontera con Brasil. El 17 de diciembre de 1930, fue formalmente entregada al coronel colombiano Luis Acevedo Torres. Los diecisiete mil peruanos que ha-
bitaban la región deben de haber quedado perplejos. Los inevitables problemas no tardaron en surgir. Colombia poco respetó los términos del Tratado; del mismo modo que no cumplió con Julio César Arana al expropiarle sus tierras sin indemnización, decidió imponer controles y restricciones a la navegación, ya que todos los barcos que se dirigían a Iquitos debían pasar por esta ciudad. Esto significó, sin más, un rigurosísimo control ––ilegal, por cierto–– de todo lo que ingresaba o salía de Iquitos, ciudad que, como ya hemos señalado, dependía de la libre navegación para importar productos de primera necesidad. 3 Luego comenzaron las discriminaciones, desde pagar menos a los obreros peruanos, hasta la prohibición de cantar el Himno Nacional peruano en las escuelas. Fue entonces que surgió la tentación separatista de Loreto que, después de todo, poco o nada había recibido de Lima. Había sido expoliado con derechos aduaneros, maltratado por la indiferencia que demostró el gobierno nacional hacia la salud y la educación, discriminado como si se tratara de una remota colonia. Quizás el impulso inicial de la Toma de Leticia no fue netamente separatista sino sólo un medio coercitivo para que se respetaran las cláusulas de un tratado, una reacción originada en el honor herido por el maltrato colombiano. Los loretanos objetaban que Perú hubiera entregado el Putumayo y el Trapecio de Leticia, un total de 136.173 kilómetros cuadrados, a cambio del territorio de Sucumbios, en el Alto Putumayo, que Colombia entregara a Ecuador en la segunda década del siglo XX, lo cual habla a las claras de graves irregularidades. A los loretanos, y en particular a los habitantes de Iquitos, no les faltaban motivos para iniciar una acción audaz que no sólo haría cumplir los tratados, sino que hasta podría devolverles los territorios perdidos. La primera medida orgánica que tomó un aristocrático grupo de iquiteños fue crear la Junta Patriótica ––pronto hubo señales claras de que el presidente Sánchez Cerro nada haría para denunciar el Tratado SalomónLozano–– compuesta por seis personas: Manuel Morey del Águila (el célebre conde de Tarapoto), el ingeniero limeño Oscar Ordóñez, Guillermo Ponce del León, Ignacio Morey Peña, Luis Arana Zumaeta, hijo de Julio César, y Pedro del Águila Hidalgo, casado con Lily Arana. Y es aquí cuando interviene la única hija del cauchero que se identificó con su padre, batallando junto con su hermano y su marido en Iquitos, apoyando a la Junta Patriótica. La sofisticada señorita Arana, que en Londres tenía una institutriz para ella sola y en Iquitos no hablaba con aquellas amigas que 366
no dominaban el inglés y el francés, se transformó en una ardiente activista y eligió como marido a un loretano, Pedro del Águila Hidalgo, tan combativo como ella. El 14 de diciembre de 1933, mientras una comisión de la Liga de las Naciones negociaba en Río de Janeiro las consecuencias de la Toma de Leticia, The New York Times destacó la enérgica conducta de una hija de Julio César Arana en la determinación de que Colombia garantizara los derechos y garantías que el artículo noveno del Tratado otorgaba a los peruanos que habitaban la región del Putumayo, los cuales eran sistemáticamente violados. Lo primero que entendieron los patriotas fue que deberían tomar una guarnición militar colombiana, fuertemente pertrechada. Era un acto de guerra que debía ser cuidadosamente planeado, ya que las fuerzas civiles peruanas que intervendrían eran inferiores en número a las colombianas: cuarenta y ocho loretanos contra ciento veintisiete colombianos. Desde el inicio, la Junta Patriótica se propuso evitar el derramamiento de sangre y los abusos y, en caso de triunfar, enviar de inmediato a los colombianos apresados al Brasil. Necesitaban armas. Manuel Morey ofreció doscientas carabinas Winchester que tenía en su fundo del río Tapiche; Julio César Arana, a través de su hijo Luis, envió cuarenta y cuatro carabinas que fueron reconstituidas por dos mecánicos; la casa Strassberg & Power suministró las balas. El plan se llevó a cabo en el mayor de los silencios y los conjurados despidieron al contingente que partió de Iquitos el 31 de agosto a las siete y media de la mañana en dos batelotes, un bote a motor y dos canoas. En la isla Yahuma se unieron más efectivos. Decidieron asaltar por sorpresa a la guarnición militar de Leticia a la madrugada del día siguiente. La moral del grupo debe de haber sido alta, ya que en un abrir y cerrar de ojos tomaron la guarnición, a las cinco de la mañana del 1 de setiembre de 1932, con un ataque sorpresa por diversos flancos. El comandante colombiano Luis Acevedo Torres no tardó en entregar espada y bandera a los atacantes. Leticia pertenecía nuevamente al Perú. En Iquitos, mientras tanto, el nerviosismo iba en aumento. Los Morey y los Arana deambularían con impaciencia por los vastos salones de sus residencias, a la espera de un cablegrama cifrado ––Leticia poseía una estación transmisora–– que confirmara el triunfo de los patriotas. Fue en la deslumbrante casona de don Luis Felipe Morey, en la calle Próspero, en un almuerzo con numerosos invitados, que un sirviente le acercó a 367
Manuel Morey, presidente de la Junta Patriótica, en la correspondiente bandeja de plata, un papel sellado. Era el cablegrama. El comedor quedó repentinamente en silencio: ahí, sobre esa pequeña bandeja, en un insignificante papel, yacía el destino de Loreto. Manuel Morey lo abrió y brasileyó una críptica frase, sólo entendible para los iniciados: “Barco leño pasó frente a Leticia rumbo a Iquitos. Oscar”. El salón estalló en aplausos y vivas: la guarnición de Leticia había caído. Perú había recuperado su honor. El repudio del Tratado Salomón-Lozano continuó cuando poco después un grupo de peruanos tomó Tarapacá, un puerto sobre el río Putumayo menos importante que Leticia. La alegría, el entusiasmo, el orgullo que brotó en el comedor de los Morey al llegar el cablegrama, se transmitieron a todos los habitantes de Iquitos que, eufóricos, se lanzaron a las calles. El punto de reunión, naturalmente, fue la Plaza de Armas, donde a las cuatro de la tarde diez mil personas vivaron a los héroes de Leticia. No faltaron los fogosos discursos de tres miembros de la Junta Patriótica: Manuel Morey Peña, Pedro del Águila Hidalgo y Luis Arana Zumaeta. Julio César Arana no estaba en Iquitos. Quizás intuía que nunca más volvería al Amazonas, a la tierra de su juventud, a los ríos y secciones caucheras que lo habían convertido en el hombre más rico del Perú. Ahora, en Lima, llevaba a cuestas sus sesenta y ocho años, su atormentadora ciática, una vejez que limitaba sus movimientos; pero tenía la compañía de Eleonora y de su hija Angélica y allí estarían ambas hasta el fin de sus días. A pesar de que lo separaba una cordillera de su amado Loreto, habrá sentido un inequívoco orgullo ante la Toma de Leticia y de Tarapacá, y la esperanza de recuperar lo que había logrado en su juventud, así fuera matando indios y colombianos. Su hijo Luis, el brillante ingeniero en minería, intentaba devolver al Perú ––y a su padre–– lo que un pusilánime presidente, Augusto Leguía, había regalado a un país vecino. Pero Lima, la virreinal, la aristocrática, nada tenía en común con aquella selva, ni le importaba que Perú se desprendiera de vastos territorios. En la capital peruana sólo interesaban la banca, las haciendas, las minas andinas, las concesiones a empresas extranjeras. Los amazónicos Arana nada tenían que ver con esa sociedad donde descollaban los sofisticadísimos ––y riquísimos–– Gildemeister, Wiesse, Pardo y Osma. Allí, Julio César siempre sería un provinciano. Es cierto que su encumbrado pariente, Víctor Manuel Arana Sobrevilla ––hijo de Pedro Pa-
blo Arana, que fue gobernador de Cuzco–– vivía en una deslumbrante casona colonial en el barrio limeño de Miraflores, pero Julio César y los suyos eran anatema para esta rama de la familia. No obstante, el primer día de setiembre de 1932, el viejo cauchero debe de haber sentido que la vida no se le escapaba de las manos, que el fin aún no había llegado y que ––por qué no–– Loreto podía llegar a segregarse del Perú y transformarse en un estado independiente, en el cual no regiría el Tratado Salomón-Lozano. En Iquitos, el patriotismo había alcanzado alturas excelsas. Lo primero que hizo la Junta Patriótica fue embarcar rumbo a Lima al prefecto, teniente coronel JesúsHurtado, y poner en su lugar al comandante Isauro Calderón. Luego, tejió las imprescindibles alianzas con autoridades militares de Loreto, y envió telegramas al presidente de la República y al Congreso de la Nación, donde podía leerse una frase clave: “Pueblos Oriente [se refiere al Amazonas] están resueltos a defender y reintegrar territorios cedidos a Colombia por la tiranía del oncenio”. 4 El presidente Sánchez Cerro, al enterarse de la Toma de Leticia, le envió al prefecto un radiograma en que decía: “Ante actitud patriótica noble pueblo virilmente exteriorizadas por ciudadanía Loreto, sírvase adoptar todas las medidas que puedan responder en caso dado, mantener incólume honor nacional”. Poco después, con la llegada de contingentes militares a Iquitos y a Ramón Castilla, frente a Leticia, Perú estaba en pie de guerra. Una joven de quince años, Anita Edery Maldonado, compuso la Marcha de Leticia que fue puntualmente cantada en escuelas y en actos oficiales, a la que siguió otra composición, el Himno a Iquitos . Esta familia, que descendía de un héroe amazónico, el coronel Faustino Maldonado, dio en aquellos exaltados días otro héroe, aún más joven que Anita. Marcos Edery, de once años, se infiltró como polizón en un buque de guerra y llegó a Leticia, donde se puso a disposición de las autoridades militares. Estas lo enviaron de regreso a Iquitos ungido del título de Niño Héroe. En Iquitos reinaban el orgullo y la esperanza. Pero el gobierno de Bogotá no pensaba quedarse de brazos cruzados. Si bien hubo alguna indiferencia inicial por parte de los colombianos ante los acontecimientos de Leticia y de Tarapacá, el 17 de setiembre de 1932, esta actitud cambió cuando el gobierno de Lima impidió que las cañoneras colombianas fondeadas en el río Putumayo se trasladaran a Leticia. Eso equivalía a una declaración de guerra.
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Las artes bélicas habían cambiado en las últimas décadas. Las nuevas naves de guerra estaban dotadas de sofisticados adelantos y la aviación se había incorporado a la panoplia del momento. Los biplanos de carlingas abiertas, con precarias ametralladoras y rudimentarios sistemas para lanzar bombas eran un arma imprescindible. Colombia no los tenía y los necesitaba con desesperación. Un ingeniero, César García Álvarez, tuvo la patriótica idea de que las mujeres contribuyeran con sus alhajas y sus anillos de matrimonio a esa gran causa, iniciativa que plasmó en una carta publicada por todos los principales diarios de Colombia: se produjo un diluvio de alianzas matrimoniales que, al ser fundidas, se transformaron en cuatrocientos kilos de oro. El presidente Enrique Olaya Herrera y su mujer estuvieron entre los primeros que entregaron sus alianzas matrimoniales para ser fundidas. Claro que esto no bastaba. La Cámara de Senadores y de Diputado aprobó en forma unánime un empréstito de diez millones de dólares para hacer frente a los inevitables gastos de guerra. Un frenesí nacionalista y bélico se apoderó de los colombianos y comenzaron a llover las donaciones, ya que se creía que la guerra era inevitable. El Jockey Club de Bogotá donó cincuenta mil dólares; la Asociación de Estudiantes, diez mil; el diario El Tiempo de la capital colombiana, que se transformaría en el portavoz en los meses venideros, mil dólares. Hasta tal punto llegó este inesperado patriotismo, por ejemplo, que a los estudiantes colombianos en Buenos Aires se los notificó para que regresaran inmediatamente a su país para ingresar al servicio militar. La enorme distancia entre Bogotá, Leticia y el Putumayo, la precariedad de las comunicaciones, la ausencia de cañoneras fluviales y el hecho de contar con dieciséis aviones de guerra, le otorgaban al Perú una superioridad inicial. ¿Qué podían hacer los colombianos con tres destartalados J-2; ocho Wild X para entrenamiento, observación y ataque; cuatro Osprey C-14 para entrenamiento y un Falcon O-1 de combate? Pronto llegaron los Junker de Alemania, los Dornier de Francia y los Hawk, Commodore y Falcon de los Estados Unidos. Sesenta y cuatro aviones se incorporaron a la reducida fuerza áerea colombiana. Como los pilotos colombianos carecían de experiencia bélica, se contrataron pilotos alemanes, entre ellos Hans Werner von Engel, para que diseñaran los futuros ataques aéreos. Había otras dificultades. Los soldados colombianos que provenían de las alturas de los Andes se vieron repentinamente inmersos en el ba-
jo Putumayo, infestado de mosquitos, con las consiguientes malaria y fiebre amarilla. Cuántas bajas podían ocasionar esas enfermedades. Pero el patriotismo cegaba al pueblo que acaso no medía las consecuencias de las enfermedades tropicales. No era necesaria una declaración de guerra para que se libraran combates: bastaba con la ruptura de las relaciones diplomáticas. Eso era lo que había sucedido entre Bolivia y Paraguay, que libraban en ese momento una guerra por el Chaco que no había sido formalmente declarada. En el caso de Perú y Colombia las predicciones, desde el comienzo, presagiaron la victoria de este último país. Tenía más población, un mejor estado financiero y una situación crediticia inmensamente más sólida que su contrincante. Acaso lo más decisivo, la Toma de Leticia jamás sería aprobada por la Unión Panamericana, institución que existía en aquella época. Además, el apoyo popular al presidente de Colombia, Olaya Herrera, era superior al que existía en Perú por su colega Sánchez Cerro. Pero en los momentos iniciales había que contabilizar qué fuerzas tenía cada país y dónde estaban desplegadas, y, aquí, la ventaja la tenía el Perú. Los Arana ––Julio César, su hijo Luis y su hija Lily–– fueron los responsables directos de la Toma de Leticia y de que ese hecho se transformara progresivamente en un conflicto bélico. Si bien la Junta Patriótica de Iquitos incluía a dos miembros de la familia Morey y al ingeniero Oscar Ordóñez ––propuesto por el cauchero––, Pedro del Águila Hidalgo, otro de los integrantes, era yerno de Arana. Seis millones de hectáreas que se les escapaban de las manos, junto con la incertidumbre que Colombia jamás indemnizaría al propietario, eran motivos más que suficientes para tomar las armas y luchar. El énfasis que se ponía en que la toma de la guarnición colombiana en Leticia había sido obra de civiles, desconcertó, al comienzo, al propio gobierno de Bogotá, hasta que pronto descubrió las verdaderas intenciones del Perú. En 1932, Sudamérica era un continente altamente volátil, atacado de militarismo, revoluciones, combates entre países vecinos y guerras civiles; de lo contrario, la audaz iniciativa de la Junta Patriótica ––es decir, de los Arana–– jamás hubiera encontrado eco. Basta mirar un mapa de la época para descubrir que de las repúblicas que componían Sudamérica, siete recurrieron a la revolución ––Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Perú–– y sólo dos ––Uruguay y Colombia–– no habían padecido revoluciones en los dos últimos años. Los gobernantes mi-
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litares, más que implementar reformas beneficiosas para sus países, dedicaban todas sus energías a mantenerse en el poder. A este panorama habría que agregarle el derrumbe de los precios de las materias primas ––consecuencia de la crisis económica de 1929–– de las cuales vivía el continente: cobre, estaño, café, chocolate, salitre, azúcar y algodón. Por otra parte, el continente no poseía una cultura desarrollista con relación a los commodities. Los gobiernos sudamericanos, en vez de explotar ellos mismos sus riquezas, las daban en concesión a empresas extranjeras, aplicando altos impuestos a todo lo que exportaban. Si en Brasil se había librado una guerra civil entre el estado de San Pablo y el gobierno central, en Chile la situación política estaba a un paso de otra guerra civil; si Paraguay y Bolivia mantenían una guerra por el Chaco, una guerra entre Perú y Colombia distaba de ser un hecho excepcional. Esto no era ignorado por el clan Arana. A medida que las negociaciones diplomáticas fracasaban ––Colombia se negaba a un arbitraje–– seguían llegando barcos, armamentos y aviones. Perú, para forzar un arbitraje y la revisión del tratado Salomón-Lozano, alegaba que diecisiete mil peruanos que vivían en el territorio entregado a Colombia ni siquiera habían sido consultados acerca del traspaso de soberanía, lo cual contrariaba disposiciones internacionales y, peor aún, que el gobierno de Bogotá les había impedido emigrar al Perú, forzándolos a adquirir la ciudadanía colombiana. Una de las obsesiones de los colombianos en esos días inciertos era el nombre Leticia. Había que cambiárselo inmediatamente. ¿Por qué ese imprevisto impulso para modificar un nombre con ascendencia romana? Por el simple hecho de que así se bautizó a la población ––constituido apenas por unas pocas casas con techo de paja–– debido a que un joven ingeniero peruano que había trabajado en aquel paraje se había enamorado de la hija del cónsul británico en Iquitos, llamada Leticia. La iniciativa no prosperó. A todo esto, los dos países iniciaron una carrera armamentista que incluía naves y aviones. Colombia concentró buques de guerra en Manaos, esperando retomar Leticia. Paralelamente, la diplomacia intentaba llegar a un acuerdo para evitar la guerra. El Secretario de Estado norteamericano, Henry Stimson, le comunicó al gobierno peruano que no estaba de acuerdo con la captura de Leticia, que ambos países habían firmado un tratado y que, si al Perú le preocupaba el destino de quienes habían ocupado Leticia y de los peruanos que allí residían, proponía una alternativa: poner bajo el mando de Brasil a la ciu372
dad, convocar a una conferencia en Río de Janeiro y definir, en términos pacíficos, la solución al diferendo territorial. Perú respondió que la Toma de Leticia había sido un acto civil en el cual no intervino el gobierno, y que, ante la desmesurada movilización de Colombia y el destino ominoso que podría estar reservado a los habitantes de Leticia, no había tenido más remedio que movilizarse. Nadie que conociera cuáles eran los verdaderos intereses en juego y quiénes habían orquestado la invasión, creyó que habría una solución pacífica al problema. El escenario político peruano favorecía los combates, la no entrega del territorio cedido. El presidente Sánchez Cerro era militar, había llegado originariamente al poder con las armas y, en Iquitos, un grupo de patriotas que vio afectado sus intereses y su honor había dado el puntapié inicial. Desde Lima, Julio César Arana formaba las imprescindibles alianzas con el gobierno para que se desatara la guerra que, esperaba, le permitiría recuperar el Putumayo. Fracasadas las negociaciones, movilizados los efectivos, sólo restaba el combate. El 15 de febrero de 1933, cinco meses y medio después de la Toma de Leticia, se libró la primera batalla amazónica, con un intento colombiano de recuperar Tarapacá, sobre el río Putumayo. Apoyados por cañoneras que disparaban sobre Tarapacá, los biplanos colombianos lanzaron letales ráfagas de ametralladoras y bombas sobre las fuerzas peruanas. Los aviadores peruanos no se quedaban atrás, ya que el día anterior habían hostilizado a la armada colombiana. Pero Tarapacá cayó, aunque Colombia perdió muchos hombres en esa batalla. En Lima, la noticia corrió como reguero de pólvora. Ambos países rompieron las relaciones diplomáticas y el presidente Sánchez Cerro, tres días después, el 18 de febrero, lanzó un incendiario discurso por radio. En la legación colombiana, ubicada en la Avenida Chorrillos 502, el ministro Fabio Lozano y Lozano temió lo peor. Sacó a su mujer y a su hija del edificio, retiró el escudo de Colombia del frente y se preparó para lo peor. Una enfurecida multitud que vociferaba “¡Abajo Colombia!” y “¡Muerte a Olaya Herrera!” (presidente de ese país) llegó a la Legación a vengar la derrota sufrida en Tarapacá. Pero aquí no hubo heroicos aviadores, ni cañoneras, ni soldados que irrumpían en el campo enemigo, sino una turba enceguecida que no respetaba leyes internacionales ni el principio de la territorialidad de embajadas y legaciones. Las fuerzas policiales no actuaron, y es inevitable suponer que la destrucción de la legación colombiana era parte de la estrategia de Sánchez Cerro. No que373
dó un mueble sano, el piano de cola que fue salvajemente destruido y el perro del ministro, descuartizado. Tampoco quedaron alhajas, platería, ni alfombras. La turba no tardó en descubrir al ministro Lozano, que, saltando por la ventana, alcanzó el sótano, del cual fue rescatado por el prefecto de Lima. Este salvajismo debe de haber hecho las delicias de Julio César Arana, que habrá supuesto que la guerra con Colombia era imparable, que el conflicto subía rápidamente de decibeles, y que la derrota de Tarapacá era un mero episodio sin importancia. En esos días de máxima tensión, el cauchero debe de haber soñado con las viejas épocas, con la ilusión que fue el haber constituido la Peruvian Amazon Company, y de haber sido alguna vez el rey del caucho. No han quedado registrados los telegramas entre Arana y su hijo Luis, que estaba en Iquitos, preparándose para un eventual ataque a la ciudad, pero padre e hijo deben de haber estado particularmente unidos, desarrollando estrategias, deseando que el conflicto se volviera guerra abierta. El gobierno peruano prohibió salir del país a los jóvenes entre veintiuno y veinticinco años, y las manifestaciones, las pancartas, las leyendas pintadas de blanco en el asfalto y las reuniones populares alcanzaron su apogeo. Nadie había olvidado el discurso presidencial, ni su sentido: La tranquilidad del Perú ha sido perturbada por una expedición, incluyendo a numerosos soldados oportunistas, transportados en buques colombianos; se ha violado la neutralidad del Brasil al buscar abrigo en aguas brasileñas e ignorando la mediación que se está llevando a cabo, bombardeando a nuestros compatriotas en el Putumayo de una manera cobarde, debido a que nuestros compatriotas habían repudiado la nacionalidad colombiana impuesta por un tratado ratificado sin el conocimiento del pueblo peruano.
Mientras el país, enfurecido por la derrota de Tarapacá, reclamaba venganza, el 14 de marzo de 1933 en Cajamarca, en el norte del país ––el mismo punto geográfico donde Pizarro ejecutó al inca Atahualpa–– estallaba una revolución liderada por el coronel Gustavo Jiménez, que se había autotitulado “delegado nacional de organizaciones revolucionarias y jefe supremo político y militar de la República”. Una revuelta interna no era lo más indicado para derrotar a Colombia. Le costó al gobierno de Sánchez Cerro una feroz batalla de cuatro horas de duración, con la intervención de aviones de combate. El coronel Jiménez, al 374
comprobar que su derrota era inevitable, se pegó un tiro en la sien. El 27 de marzo, Perú sufrió otra derrota en el Putumayo, al caer la fortaleza de Güepí. Fue una batalla cruenta, horripilante, con numerosas bajas y donde la aviación colombiana, que había recurrido a pilotos alemanes, desplegó sus impecables técnica y experiencia. El teniente colombiano Juan Lozano y Lozano, que intervino en la refriega, dejó un extenso testimonio, de estilo abrumadoramente denso y adjetivado, pero que da una idea cabal de lo que puede llegar a ser una guerra en la selva. Escribo estas líneas desde el peñasco de Güepí, en donde todavía está impregnado el ambiente de un denso olor de pólvora, cuyo humo azuloso apenas ha empezado a extinguirse. Aquí están los campamentos peruanos a medias destrozados; casi completamente desfiguradas por nuestra artillería las admirables fortificaciones del enemigo; en una pequeña casa de guadua, los prisioneros en custodia; aquí y allá, sobre el campo verde que interrumpe la selva, los muertos, los pobres muertos peruanos, pálidos, sangrantes, trágicamente contorsionados. No he tenido la curiosidad mezquina de contarlos. No deberían jamás contarse, al modo como se cuentan las fichas ganadas en el azar de un juego, estos ignotos holocaustos de las hecatombes marciales. La muerte es cosa sacra que esta pequeña ciencia terrenísima de la estadística no tiene derecho a profanar con su plebeya terminología.
Lozano y Lozano también describió la artística destreza con que los pilotos alemanes atacaban las líneas enemigas. Al mismo tiempo nuestra escuadrilla de aviones volaba sobre el fuerte de Güepí, objetivo principal del combate. Describían los aviones largos círculos en los aires y de pronto se clavaban vertiginosamente, como si, batidos, no tuvieran ya gobierno, sobre la posición enemiga; al llegar a unos cien metros del suelo, volvían a subir con idéntica rapidez, después de describir un espeluznante ángulo agudo; el punto de descenso quedaba marcado por una perpendicular que al llegar a las trincheras remataba en una explosión horrenda. Las máquinas se cruzaban unas sobre otras, se reunían, se separaban, montaban y descendían en forma que hacía temer una serie de choques: aquello parecía una infernal colmena.
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En Lima, esta derrota enardeció más a los militares. El presidente, Luis Sánchez Cerro, decidió que había que hacer un despliegue escénico para que los peruanos pudieran ver a los soldados que partirían a luchar al Putumayo. Los inmensos estadios, el inevitable palco que albergaba al orador que excitaba a la multitud, las banderas flameando y el imprescindible desfile militar que hacían parte de la liturgia puesta en boga por el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano estarían presentes en el Hipódromo de Lima, el 30 de abril. Ese día, el pueblo marchó hacia el lugar de reunión, con un indisimulable sentimiento patriótico y espíritu festivo. Qué fácil resultaba unir a todos los habitantes del Perú cuando existía la amenaza de guerra y un país vecino a quien echarle la culpa de todos los males. En realidad, Colombia no tenía responsabilidad alguna de la crisis política peruana, del surgimiento de un partido radical, como el APRA, y del desastroso estado de las finanzas públicas como consecuencia del gobierno de Augusto Leguía. Pero esa mañana de abril, nadie reparó en esto. Sánchez Cerro llegó a las diez de la mañana, en el habitual automóvil descapotable, y contempló desde el palco los treinta mil soldados que desfilaron por el Hipódromo de Lima. No sabemos si Julio César Arana estaba presente ese día, si ocupaba un lugar de honor, aunque es lícito creer que había asistido. Después de todo, ese desfile militar era lo que más deseaba. Sólo con las armas, con una guerra sin tregua podría recuperar sus inmensos dominios del Putumayo. Y ahora, un insignificante militar que se había sublevado en Arequipa, que había derrocado a su odiado Leguía, se había transformado en presidente del Perú y quería ir a la guerra con Colombia. Arana estaba de parabienes. Aunque no hubiera una victoria decisiva de ninguno de los bandos, las negociaciones diplomáticas terminarían favoreciéndolo. Una de las fichas en juego, en el momento de negociar, sería el Putumayo, ya fuera la posesión del mismo o una indemnización considerable. Pero en un instante los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados. Al abandonar Sánchez Cerro el desfile, en compañía de su primer ministro J. M. Manzanilla, saludando al incontenible pueblo desde su automóvil descapotable, un miembro del partido Aprista, Alberto Mendoza ––aparentemente un cocinero––, extrajo un revólver, le apuntó al presidente y disparó dos tiros. Uno le dio en el brazo, otro, en pleno corazón. Diez minutos después, Luis Sánchez Cerro fallecía. El pánico, el desconcierto y la furia se volvieron incontenibles en el hipó-
dromo: el asesino fue literalmente descuartizado, la policía comenzó a disparar y hubo varias muertes. No fue sólo el fin de un presidente, sino de la guerra con Colombia. También, el ocaso definitivo de Julio César Arana.
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El asesinato del presidente Sánchez Cerro debe de haberle quitado al cauchero toda esperanza de recuperar su imperio. Habrá presentido que la Toma de Leticia y sus derivaciones habían sido en vano. No se equivocó. El nuevo presidente del Perú, el general Oscar Benavides, puso paños fríos a la contienda y sometió a una comisión aprobada por ambos países el problema de Leticia. Sería excesivo pormenorizar la negociación, pero baste decir que el Putumayo ––y Leticia–– volvieron a Colombia y siguen bajo su dominio hasta nuestros días. Las cañoneras, los biplanos, las tropas quedaron repentinamente paralizados, y la vida de Julio César Arana del Águila Hidalgo se deslizó hacia un irremediable olvido. Nunca más volverían las adquisiciones violentas en los ríos Igaraparaná y Caraparaná, ni habría escándalos en Londres ni tampoco ––más triste aún–– su fortuna. Colombia jamás lo indemnizaría y sólo le quedaban algunas propiedades en Iquitos que, con seguridad, habrá ido vendiendo. Tampoco tuvo el beneficio de una muerte oportuna, lo cual le hubiera evitado caer en la pobreza, en el deterioro físico y en otras amarguras que le trajo su hijo Luis; por el contrario, viviría casi veinte años más siendo apenas la sombra de una leyenda. El caucho había dejado de ser la materia prima capaz de otorgar insospechadas riquezas, el oro negro que le permitía tener a jueces y funcionarios a sus pies. Ahora tendría que encarar su destino y el de Eleonora y sus hijas, sin recursos. Mientras se decidía el destino final de sus expropiadas tierras del Putumayo, se dedicó brevemente a dirigir un lavadero de oro en un afluente del río Marañón, iniciativa que fue de corto alcance y para nada rentable. Y aquí es cuando entra en escena un personaje para algunos siniestro, hábil comerciante, dueño de innumerables propiedades en Iquitos y que le había adquirido a Otoniel Vela el deslumbrante Hotel Palace de esa ciudad. Se trata del judío maltés Víctor Israel, que terminó quedándose con lo que restaba de la fortuna de Arana que, contrariamente a lo que el propio cauchero suponía, no era poca. En 1939, Julio César Arana le vendió a Israel por trescientos mil soles ––aproximadamente cuarenta mil dólares–– sus supuestos dominios del Putumayo. Israel le
vendió al gobierno de Bogotá, a través del Banco Agrícola Hipotecario de Colombia, toda la documentación de la Casa Arana en doscientos mil soles y, en 1964, la Caja Agraria colombiana abonó los ciento sesenta mil dólares restantes a Víctor Israel. Ciertas versiones afirman que algunos herederos de Arana, que ya había fallecido, cobraron parte de ese dinero. Otras versiones vernáculas afirman que la transacción no fue tan transparente y que, en realidad, Julio César Arana fue estafado. Según esta variante, Arana le firmó un poder general de disposición a Israel, para que negociara con un grupo empresario norteamericano interesado en la adquisición de sus antiguas tierras entre los ríos Putumayo y Caquetá, posibilidad nada disparatada porque ya hemos visto que se contemplaban posibles inversiones norteamericanas en la región, si se abría un camino hacia el Pacífico. Pero Israel ––que, según se afirma, se especializaba en transacciones espúreas–– se las vendió a Colombia; al enterarse el hijo del cauchero, Luis Arana Zumaeta, partió enfurecido a buscarlo a su casa. Un miembro de la familia Morey reveló al autor que, hace muchos años, se había enfrentado con este comerciante que compraba créditos falsos y, en su caso en particular, correspondentes a su abuelo y ya cancelados. El objetivo de Pichico Israel era apoderarse de las setenta propiedades que los Morey aún tenían en Iquitos por la ridícula suma de dos millones de soles. Sea cual fuere la verdad, el hecho es que Julio César Arana, que ya había cumplido los setenta y cinco años, se quedó sin un centavo. Se fue a vivir a Magdalena del Mar, sobre la costa del Pacífico, un barrio de clase media sin las deslumbrantes residencias de la Avenida Arequipa o de San Isidro, a una casa miserable si la comparamos con otras que habitó: un terreno de 6,30 por 33 metros, ubicado en el jirón Echenique 289. La modesta casa era de una planta, tenía dos dormitorios, un comedor, un baño y una cocina que daban a un patio interior y, en la entrada, un pequeño escritorio. El edificio ya no existe más y en su lugar se ha construido una casa moderna. Le quedaban Eleonora y su hija Angélica, pero difícilmente los amigos de Iquitos lo visitaran en el jirón Echenique. El hombre más importante de Iquitos, que había sido dueño de casi seis millones de hectáreas en el Putumayo, que había vivido en Europa como un rey, terminaba sus días en ese barrio horripilante, en una casa vergonzosa. El Amazonas le iba a cobrar otra deuda, tal vez más dolorosa que la pérdida de su poder y de su fortuna. 378
Luis Arana Zumaeta, único hijo de Julio César, iba camino a convertirse en un próspero empresario. A principios de la década de 1940, ya orillando los cuarenta años, tomó la decisión de casarse. La elección recayó en Emilia Ramírez Ruiz, una joven de Iquitos, hija de una sirvienta. La familia Arana creyó que no merecía tanta vergüenza. En aquella ciudad, los casamientos se hacían entre los miembros de las viejas familias; cuando algún joven aristocrático de enamoraba, invariablemente era de una Morey, de una Hernández, de una del Águila, o de una Peña, por nombrar a las más relevantes. Ni los ruegos de su padre, ni de Eleonora, ni de su hermana Lily, que vivía en Iquitos, pudieron convencerlo. Para Lily, debe de haber sido particularmente humillante, ya que debía padecer el castigo in situ , a diferencia de sus padres y de su hermana Angélica que gozaban, en Lima, del beneficio del anonimato. Pero ese no fue el único castigo que recibió el legendario Arana. Su hijo Luis le dio un nieto, Luis Arana Ramírez, el único descendiente de una familia legendaria, a quien no veía por la oposición que había hecho a ese casamiento. Viejo, pobre, físicamente deteriorado ya que en sus últimos años ni siquiera podía caminar, habrá anhelado conocer a ese nieto que llevaba su sangre. Eleonora también habrá sentido esa llaga. Nunca se sabrá si alguna vez lo vieron, ya que no existe alguien que pueda atestiguarlo. Cuando el niño cumplió ocho años enfermó de poliomielitis y fue traslado a una clínica especializada de Lima. Sobrevivió, pero estuvo condenado a estar toda su vida en una silla de ruedas, en Lima, cuidado por su madre; su padre, en cambio, alternaba entre Iquitos y Lima debido a que fue varias veces alcalde de la capital de Loreto y que había creado una exitosa compañía importadora-exportadora denominada Suramérica. Los años fueron pasando para Julio César Arana. Nadie se acordaba de él y el legendario Putumayo y el caucho formaban parte de una historia remota. Lima había progresado; los vuelos de Panagra llegaban a Limatambo y el servicio aéreo con Iquitos se había vuelto casi cotidiano. Quién escucharía a un anciano relatar lo que significaba un viaje de Iquitos a la capital peruana en su juventud, cuando había que atravesar los Andes a lomo de mula. Julio César Arana no figuraba entre los héroes del Perú, ni tampoco entre los infames. Simplemente, se habían olvidado de su existencia. Posiblemente, el último retrato que alguien hizo de él, fue paradójicamente cuatro días después de su fallecimiento, en una nota necrológica publicada por el diario El Comercio , de Lima, el 11 de setiembre de 1952, firmada por J. L. R. 379