Amadis

  • November 2019
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Amadis as PDF for free.

More details

  • Words: 26,653
  • Pages: 45
CAPITULO PRIMERO: EL DONCEL DEL MAR Yendo cierto día en una barca un caballero de Escocia con su mujer y un hijo de pocos meses llamado Gandalín, rumbo a su tierra, vieron una pequeña arca flotando en el mar, a la deriva. La mañana era hermosa y soleada, apenas si un leve viento rizaba la superficie del océano, por lo que no les fue dificil, impulsados por su curiosidad, acercarse al arca para ver lo que en ella había. Grande fue su sorpresa al encontrarse con un niño, casi recién nacido, durmiendo plácidamente sobre aquella improvisada cuna. Colgada al cuello, al modo de escapulario, llevaba una carta cuidadosamente doblada y pegada con cera, y en el cordón de que aquella pendía, alguien había metido un anillo de oro. Al lado del niño, había una espada, con empuñadura de oro también, guarnecida de diamantes. Gandales -que así se llamaba el caballero- tomó al pobre niño en sus brazos y lo trasladó a su barca. Observó los ricos pañales con que estaba vestido, y, juzgando por ellos, así como por la espada y el anillo, sacó en consecuencia que su linaje debía de ser noble, y maldijo a la persona que tan cruelmente lo había puesto en aquella peligrosa situación, pues sólo un milagro de Dios había evitado que pereciese ahogado. -Bueno, ¿y qué haremos ahora? -preguntó la mujer mirando compasivamente a la infeliz criatura que, bien ajena al peligro que acababa de correr, seguía durmiendo tranquilamente en los brazos de su esposo. -¿Qué haremos ? -respondió éste-. Criarlo como a un hijo, puesto que el Señor lo ha puesto en nuestras manos. Mucho satisfizo a su mujer la respuesta, pues no deseaba otra cosa, y así, desde aquel mismo momento, lo tomó por suyo, y lo crió con el mismo cariño y regalo que a su propio hijo. Crecieron juntos los dos, Gandalín y el Doncel del Mar (que por este nombre le conocían en memoria del extraño modo en que había llegado a ellos, pues no parecía sino que en las mismas olas hubiera nacido). A los cinco años, Gandales les hizo sendos arcos a su medida y se entretenía en hacerlos tirar ante sí, disfrutando con los progresos que ambos hacían en este difícil arte, y así los fue criando hasta los siete de edad. Fue entonces cuando ocurrió el misterioso suceso que vamos a referir, y que dejó a Gandales confuso y pensativo durante mucho tiempo. Regresaba nuestro caballero una noche a su castillo, cuando se tropezó con una extraña joven montada en un palafrén, la cual, con una voz muy dulce, le dijo: -Gandales, ¿quieres saber una cosa que mucho te atañe? -¿Quién sois y cómo sabéis mi nombre? -inquirió él asombrado. -¿Qué importa ahora eso? -respondió ella-. Escucha: te digo que aquél que hallaste en la mar, será flor de los caballeros de su tiempo. Hará estremecer a los fuertes, y tales hazañas emprenderá y terminará con honra, que ninguno pensaría que pudiesen ser comenzadas y rematadas por cuerpo de hombre. Humillará a los soberbios, protegerá a los oprimidos, será duro de corazón con quienes lo merecieren. Y más te digo: que será el mejor caballero del mundo y que viene de reyes por parte de padre y madre. Y, ahora, adiós. -Espera, no te vayas -rogóle Gandales-. Dime al menos tu nombre para que pueda encontrarte un día si por acaso necesito de ti. -Me llaman Urganda la Desconocida -dijo la joven-. ¿y sabes por qué? Porque nadie puede reconocerme si me vuelve a ver. ¡Mira! Y apenas había acabado de decirlo, cuando su rostro hermoso y terso, que un rayo de luna iluminaba, fue poco a poco poblándose de arrugas, los negros cabellos

tornáronse blancos, su cuerpo se sumió y se encorvó y toda su figura fue adquiriendo un aspecto de vieja que daba pena ver. De pronto volvió a su primitivo estado, volviendo a ser una joven bella y sonriente. -¿Me crees ahora? -preguntó con una voz extraña y dulce. -Te creo -dijo Gandales-. Y te ruego que no te olvides del doncel, que es desamparado de todos, excepto de mí. -No pienses en eso -respondió Urganda-, que ese desamparo será amparo y reparo de muchos, y yo lo quiero más de lo que tú piensas. Y, dicho esto, desapareció misteriosamente, sin dejar rastro. Gandales se santiguó maravillado, y siguió su camino. Unos meses después de este suceso, el rey Languines, pasando por su reino con su mujer y toda su corte, de una villa a otra, fue a aposentarse en el castillo de Gandales, el cual lo recibió y festejó como merecía; mas a su Doncel del Mar y a su hijo Gandalín y a otros donceles, mandólos meter en un corral, para que no les viesen. Pero quiso la suerte que la reina, desde una ventana, descubriese a los niños, que se entretenían en disparar sus flechas, y al Doncel del Mar entre ellos, tan apuesto y tan hermoso, que quedó maravillada de verlo. Se fijó en que estaba mejor vestido que los demás, tanto que parecía el señor de todos ellos, y no viendo a nadie de la casa de Gandales a quien preguntar, llamó a sus dueñas y doncellas y les dijo: -Venid y veréis la más hermosa criatura que nunca habéis visto. Y estando contemplando todas, con gesto admirado, su hermosura, el Doncel tuvo sed, y dejando su arco y saetas en tierra, fuese a un caño de agua a beber. Y un niño mayor que los otros tomó su arco y quiso tirar con él, mas Gandalín no lo consintió y el otro empujóle recio. Gandalín dijo: -¡Socórreme, Doncel del Mar!- y como lo oyó dejó de beber y se fue contra el agresor, y de un empujón lo arrojó por tierra. Levantóse el caído y trabáronse a puñadas fieramente pero el Doncel del Mar peleaba con tanta habilidad y destreza que pronto su enemigo, malparado, huyó de él y corrió llorando junto al ayo, el cual, al verlo, le preguntó: -¿Qué tienes? -El Doncel del Mar me hirió -respondió el muchacho. Entonces el ayo se acercó al Doncel con la correa y dijo: -¿Cómo, Doncel del Mar, conque ya te atreves a herir a los mozos? El niño hincó los hinojos ante él y respondió : -Señor, castigadme si veis que lo merezco, pero no puedo sufrir que delante de mí hagan daño a mi hermano. Y, diciendo esto, le vinieron las lágrimas a los ojos. El ayo sintió piedad de él y le dijo : -Si otra vez lo haces, ten por seguro que te arrepentirás de ello. La reina vio todo esto desde la ventana y le entró una gran curiosidad por saber por qué le llamaban Doncel del Mar. CAPITULO II: EN CASA DEL REY LANGUINES En esta sazón entró el rey en compañía de Gandales, y dijo la reina: -Decid, don Gandales, ¿es vuestro hijo aquel hermoso doncel? -Sí, señora -respondió el caballero. -Pues ¿por qué le llamáis el Doncel del Mar? -Porque en la mar nació -explicó Gandales- cuando yo regresaba de la pequeña Bretaña hace ahora siete años, poco más o menos. Un arca, flotando sobre las olas, lo trajo hasta nosotros. -Ahora me explico por qué se parece tan poco a vos.

Esto dijo la reina por ser el muchacho maravillosamente hermoso, y don Gandales tenía más de bondad que de hermosura. El rey, entretanto, miraba al Doncel y tan apuesto y hermoso le pareció, que rogó al caballero: -Hacedlo venir aquí, Gandales, que yo quiero encargarme de su educación desde ahora. -Como vos queráis -dijo aquél tristemente-, mas aún no es edad que se deba partir de su madre. Entonces fue por él y lo trajo a los pocos instantes cogido de la mano. -Doncel del Mar, ¿quieres ir con el rey, mi señor? -Yo iré a donde vos me mandéis y vaya mi hermano conmigo. -Ni yo me quedaré sin él -apoyó Gandalín. -Creo, señor -dijo Gandales sonriendo-, que os tendréis que llevar a los dos, pues ya veis que no se quieren separar. -Mucho me place -respondió el rey-. Y tomándolos junto a sí, mandó llamar a su hijo Agrajes y le dijo: -Hijo, estos donceles serán tus pajes de aquí en adelante. Quiérelos mucho, pues mucho quiero yo a su padre. Cuando Gandales esto vio, que ponían al Doncel del Mar en mano de otro que no valía tanto como él, las lágrimas le vinieron a los ojos y dijo entre sí: -Hijo hermoso, que de pequeño comenzaste a andar en aventura y peligro, y ahora te veo en servidumbre de los que a ti podrían servir, Dios te guarde y enderece en aquellas cosas de su servicio y de tu gran honra, y haga verdaderas las palabras que la sabia Urganda de ti me dijo. El rey, dándose cuenta de su emoción, se dirigió a él y le consoló diciendo: -Por Dios, no es motivo este de llanto, sino de alegría. -Perdonadme, señor -dijo Gandales-, y por favor, escuchadme ahora algo que debo confesaros a vos y a la reina. Y mandando apartar a todos, continuó diciendo: -Señor, sabed la verdad de este doncel que lleváis, que yo lo hallé en la mar, como os he dicho. Y contóles su encuentro con él en la barca, y todo lo demás que ya sabemos. Les relató asimismo su rara aventura con Urganda la Desconocida y todo lo que ella le había predicho sobre el Doncel del Mar, y concluyó diciendo: -Ahora ya lo sabéis todo. Haced con él lo que debéis, pues según todas las señales, su linaje es de lo más alto, y está llamado a hacer grandes cosas. Quedó pensativo el rey un momento, maravillado por lo que acababa de oír, y al cabo dijo: -Pues Dios tanto cuidado tuvo en guardarlo, razón es que lo tengamos nosotros en criarlo hasta que llegue el tiempo de sus hazañas. Y al otro día de mañana se partieron de allí, llevándose a los dos donceles consigo. La reina hizo criar al Doncel con tanto cuidado y honra como si de su propio hijo se tratase. Mas el trabajo que con él se tomaba no era vano, porque su ingenio era tal y su condición tan noble, que mucho mejor que otro ninguno y más presto las cosas aprendía. Amaba tanto caza y monte, que si lo dejasen nunca de ellos se apartara, tirando con su arco, cebando los canes; a la reina le agradaba tanto como él servía, que no dejaba que lo quitaran de su presencia. CAPITULO III: LA PRINCESA ORIANA El poderoso Lisuarte, rey de la Gran Bretaña, emprendió un día un largo viaje

en sus naves, y a causa de una tempestad arribó a Escocia, en donde fue muy bien recibido por el rey Languines. Este Lisuarte traía consigo a Brisena, su mujer, y a una hija de nombre Oriana, de diez años de edad, que era la más bella criatura que nunca se vio. Y como Oriana le hubiese tomado aversión al mar, su padre rogó a Languines la tuviera en su palacio hasta su regreso, de lo que Languines recibió gran satisfacción, tanto por servir a tan poderoso monarca como por tener en su palacio a una criatura tan buena, despierta y hermosa como ella. Pronto Oriana supo ganarse el afecto y admiración no sólo del rey y de la reina, sino también de sus hijos Agrajes y Mabilia, esta última casi de su misma edad y compañera, por lo tanto, de todos sus juegos. Las dos niñas estaban siempre juntas, pues no vivían la una sin la otra. Mabilia, la hija del rey Languines, era de carácter dulce y tranquilo, en tanto que Oriana era inquieta y muy nerviosa; y sin duda por ser dos temperamentos opuestos hacían tan buenas migas. Un día la reina llevó al Doncel del Mar a presencia de Oriana y dijo a ésta: -Este doncel os doy que os sirva. Ella dijo que se alegraba mucho de tenerle para sí. Estas palabras quedaron grabadas en el corazón del Doncel, y ya nunca se olvidó de ellas. Pasaron los años, y un día el Doncel del Mar se presentó al rey Languines, cuando estaba en el jardín, y arrodillándose ante él con mucho respeto, le dijo: -Señor, si a vos pluguiese, tiempo sería de ser yo caballero. El rey le respondió : -¿Cómo, Doncel del Mar, ya os esforzáis para mantener caballería? Sabed que es fácil de tener, pero dificil de mantener. y quien este nombre de caballero ganar quisiere y mantenerlo en su honra, tantas y tan graves cosas ha de hacer que muchas veces se le enoja el corazón, y si tal caballero por miedo o cobardía dejase de hacerlas, más le valdría la muerte que en vergüenza vivir. El joven respondió: -Por todo eso no dejaré yo de ser caballero, que si en mi voluntad no estuviese cumplir todo lo que me habéis dicho, no me esforzaría por lograrlo. Os ruego, pues, que cumpláis conmigo lo que debéis, si no buscaré otro que lo haga. -El rey, temiendo que así lo haría, dijo: -Tened paciencia, Doncel del Mar; yo sé cuándo será menester que lo seáis. Pero decidme, hijo: ¿a quién pensabais vos acudir? -Al rey Perión, que me dicen que es buen caballero. -Ahora idos -dijo el rey-, que cuando llegue el momento lo seréis vos también, según vuestro gusto. Aquel mismo día despachó el rey un correo a casa de Gandales para hacerle saber el deseo del Doncel del Mar, y estando éste con la princesa Oriana, llegó una doncella portando la espada, la carta y el anillo que habían aparecido en el arca junto a él, y díjole : -Señor Doncel del Mar, vuestro amo Gandales os saluda como el que verdaderamente os ama, y os envía este anillo, esta carta y esta espada, y os ruega no os separéis de ella en cuanto os durare, por su amor. Sentóse el Doncel y puso las tres cosas sobre su regazo, y comenzó a desenvolver de la espada un paño de lino que la cubría, maravillándose de que no tuviera vaina. En tanto Oriana tomó la carta diciendo : -Esto quiero yo de los regalos que os traen. El doncel insistió para que se quedase con el anillo, que era uno de los más hermosos del múndo, pero ella prefirió la misiva y se la guardó en su pecho. Y mirando la espada, entró el rey y díjole :

-Doncel del Mar, ¿qué os parece de esa espada? -Señor -contestó él-, paréceme muy hermosa, pero no sé por qué está sin vaina. -Bien, hace quince años que no la tuvo -explicó el rey-. Y tomándole por la mano se apartó con él y díjole : -Vos queréis ser caballero y no sabéis si de derecho os conviene. Quiero que sepáis de vuestra vida tanto como yo sé de ella. Y le contó cómo fuera hallado en la mar sobre un arca, juntamente con aquella espada y aquel anillo. Dijo el joven: -Yo creo lo que decís, porque aquella doncella, al darme los regalos, me dijo: «os los envía vuestro amo Gandales» ; yo pensé que erraba al no decir vuestro padre, pero ahora veo que tenía razones para ello; mas a mí no me pesa de cuanto me decís, sino por conocer mi linaje; ahora, señor, me conviene más que antes ser caballero, y ganar a fuerza de heroicas hazañas mi título de nobleza, como aquél que no sabe de donde viene; como si todos los de mi linaje muertos fuesen, que por tales los cuento, pues que no me conocen ni yo a ellos. Iba a contestarle el rey, cuando entró un criado en la estancia y le dijo: -Señor, el rey Perión de Gaula ha entrado en vuestra casa. -¿Cómo es posible? -preguntó Languines incrédulo. -Os digo que en vuestro palacio está, señor. Fuese el rey a toda prisa para salir a su encuentro, y cuando lo vio le abrazó muy contento de tenerle por huésped. El rey Perión era pariente suyo, pues estaba casado con una hermana de su mujer. -Pero ¿cómo no me habéis dado aviso de vuestra venida? -Vine a buscar amigos -respondió Perión-, pues el rey Abies de Irlanda y su primo Daganel me hacen la guerra, y han conseguido juntar un ejército tan numeroso, que necesito la ayuda de parientes y amigos para hacerles frente. Además, muchos de mi bando se han pasado al suyo, lo que ha agravado aún má mi situación. Languines le dijo: -Hermano, mucho me pesa de vuestro mal; yo os ayudaré como mejor pueda. Agrajes, que estaba presente en la conversación, arrodillóse ante Languines diciendo: -Padre, os pido una merced. -Yo te la concedo, hijo mío. Pídeme lo que quieras. -Os pido, señor, que me otorguéis que yo vaya a defender a la reina mi tía. -Otorgada queda -respondió Languines-. Te enviaré lo más honradamente y lo más apuesto que pudiere. Oyendo estas palabras, alegró se el corazón de Perión de Gaula, y dioles las gracias a los dos por el favor que le hacían. Luego pasó a ver a la reina para, darle nuevas de Elisena, su hermana. Entretanto, el Doncel del Mar, enterado de la embajada del rey de Gaula, fue a ver a Oriana para suplicarle intercediese por él ante Perión para que le armase caballero. -De este modo -explicó- podría ir yo también a defender a la hermana de la reina, si vos me otorgáís permiso para ello. -Y si yo no os lo otorgase -dijo ella- ¿no iríais allá? -No -respondió el joven-, porque yo no haré sino lo que vos querráis que haga. Ella se rió con buen semblante y díjole : -Pues que así os he ganado la voluntad, otórgoos que seáis mi caballero y ayudéis a la hermana de la reina. El Doncel le besó la mano y dijo: , -El rey mi señor no me ha querido hacer caballero; mas podría serlo del rey

Perión, si vos se lo rogáis. -Yo haré en ello lo que pudiere -dijo ella-, pero mejor será decírselo a la infanta Mabilia, que su ruego valdrá mucho más ante el rey su tío. Entonces se fue a ella y díjole cómo el Doncel del Mar quería ser caballero por mano del rey Perión, y que era menester pedírselo juntas para conseguirlo. Mabilia, que era muy animosa y apreciaba mucho al Doncel accedió al punto, y dijo a Oriana: -Pues hagámoslo por él, que lo merece. Véngase a la capilla de mi madre, armado con todas sus armas, y nosotras le haremos compañía con otras doncellas. Y cuando el rey Perión cabalgue para partir, que según he sabido será antes del alba, yo le enviaré recado de que quiero hablarle, y allí hará él nuestro ruego, pues es hombre de muy buenas maneras. Y en efecto, así se hizo. El Doncel llamó a Gandalín y le dijo: -Hermano, lleva todas mis armas a la capilla de la reina, encubiertamente, que pienso esta noche ser caballero. Pero antes quiero saber si estás dispuesto a partir conmigo. -¿Y cómo no? -respondió Gandalín-. Bien sabes que jamás por mi voluntad me separaré de ti. Al Doncel le vinieron las lágrimas a los ojos y besóle en la cara, y díjole: -Amigo, ahora haz lo que te mandé. Gandalín puso las armas en la capilla en tanto que la reina cenaba, y una vez los manteles alzados, fuese el Doncel a la capilla y armóse de sus armas todas, salvo la cabeza y las manos, e hizo su oración ante el altar rogando a Dios que así en las armas como en sus buenos deseos le diese victoria. En cuanto la reina se retiró a dormir, Oriana y Mabilia con algunas doncellas se fueron a la capilla para acompañarlo. Y a la hora del alba, cuando Mabilia supo que el rey Perión se disponía a partir, envióle decir que le viese antes. El vino luego y díjole la infanta: -Señor, haced lo que os rogare Oriana, hija del rey Lisuarte. El rey dijo que de grado lo haría, que el merecimiento de su padre a ello le obligaba. Oriana vino entonces ante él y le dijo: -Yo os quiero pedir un don. Sonrió el rey viéndola tan hermosa, y respondió: -Decídmelo sin temor, y si en mi mano está el concederlo, dadlo por hecho. -Pues hacedme caballero a ese mi doncel -dijo Oriana mostrándoselo, que de rodillas ante el altar estaba. El rey vio al doncel tan joven y tan apuesto, que túvolo por maravilla, y llegándose a él, dijo: -¿Queréis recibir orden de caballería? -Quiero -contestó el joven con voz firme. -En nombre de Dios -respondió el rey-, y que Él haga que tan bien empleada en vos sea y tan crecida en honra como Él os creció en hermosura. Y poniéndole la espuela diestra, prosiguió de este modo: -Ahora sois caballero y la espada podéis tomar. Diósela el rey y el Doncel la ciñó muy gentilmente. Entonces el rey le dijo: -Creedme: este acto de armaros caballero con mayor honra lo quisiera haber hecho, pues estoy seguro de que así lo merecéis por vuestro gesto y apariencia; mas yo espero en Dios que vuestra fama será tal que ella será testimonio de lo que con más honra se debía hacer . Mabilia y Oriana quedaron muy alegres y besaron las manos al rey, y éste, encomendando el Doncel a Dios, emprendió su camino.

CAPITULO IV: PRIMERA AVENTURA Siendo armado caballero el Doncel del Mar de la forma que hemos dicho, y queriendo despedirse de Oriana, su señora, y de Mabilia y de las otras doncellas que en la capilla con él velaron, Oriana, que sentía partírsele el corazón, aunque no lo daba a entender, lo llevó aparte y le habló así : -Doncel del Mar, yo os tengo por tan noble, que no creo que seáis hijo de Gandales; si algo sabéis de esto, decídmelo. El Doncel le contó lo que por boca del rey Languines había sabido, y ella, quedando muy alegre por conocer lo que por un oscuro presentimiento sospechaba, se despidió de él, deseándole las mayores venturas. Fuese el joven y halló a la puerta de palacio a Gandalín, que le tenía la lanza y el escudo,y subiendo a sus caballos salieron ambos al campo sin que de nadie fueran vistos, pues era casi de noche. Anduvieron toda la mañana, y a eso de las doce se encontraron en un espeso bosque, en donde hicieron alto para comer de las provisiones que Gandalín llevaba en su zurrón. Pero apenas habían acabado de hacerlo, cuando oyeron a su diestra parte unas voces como de hombre que en gran peligro estaba. Acudieron presurosamente al lugar donde los gritos provenían y vieron a un anciano en el suelo, atado fuertemente, y a una mujer con un látigo en la mano azotándole sin compasión. El hombre, cuyos lamentos habían oído, al verlos venir redobló sus voces diciendo: -¡Ay, señor caballero! ¡Socorredme y no me dejéis así matar de esta alevosa! El Doncel le dijo: -¡Apartaos, señora, que es un crimen eso que hacéis! Obedeció ella temerosa, y el Doncel del Mar se apeó del caballo y fue a libertar al desconocido caballero, que quedó como amortecido. Luego mandó a Gandalín que mojase un paño en agua y con él refrescó el rostro del anciano, el cual abrió los ojos volviendo de su desmayo y preguntó con voz débil: -¿Dónde estoy ? -No os preocupéis -dijo el Doncel-, estáis en manos amigas. Recordó entonces el infeliz lo que le había pasado y rogó a su salvador que le llevase a una ermita que había no lejos de allí, en donde estaba un ermitaño amigo suyo que le daría confesión y le curaría de sus heridas, si a Dios pluguiese que tuvieran cura. Esto hizo de buen grado el Doncel del Mar. Por el camino contóle el caballero su desgracia. La mujer que había intentado darle muerte era su esposa, la cual se había casado con él sólo porque era rico. Aquella tarde, aprovechándose de su sueño, le ató, llevólo en un palafrén al bosque y comenzó a azotarle sin piedad, sin duda con la intención de acabar con él y achacar el crimen a algún ladrón de los que merodeaban por aquellos contornos. Entretanto, la mujer fue dando voces diciendo que un caballero había matado a su marido. A sus gritos acudieron diez hombres con espadas y lanzas en las manos, y sin entrar en razones lanzáronse en persecución del Doncel del Mar y de su escudero Gandalín. Ambos, que los vieron venir, preparáronse serenamente para aquella su primera batalla, que por las trazas prometía ser dura. ¡Y vaya si lo fue! Tres de aquellos hombres atacaron al Doncel del Mar, que se defendió a lanzazos derribándolos por tierra. Por su parte, Gandalín dio buena cuenta de dos de ellos. Los demás, viendo heridos a sus compañeros, lanzáronse furiosos al ataque, pero hubieron de sucumbir al incontenible ímpetu de nuestros dos jóvenes. A los cinco minutos, los diez estaban por el suelo, mirando estupefactos a Gandalín y al Doncel del Mar, que con gesto sereno permanecían en pie, como si tal cosa.

Entonces uno de aquellos hombres, con gesto lastimero, dijo al Doncel: -Bueno, señor caballero, ahora que estamos vencidos y malparados, sepamos al menos por qué hemos venido a luchar. -¿Es que no lo sabéis? -preguntó nuestro joven. -Yo no sé sino que esta mujer iba dando voces como si la estuviesen desollando viva, y que éstos tomaron sus armas y fueron contra vos, y que el demonio me lleve si sé algo más de esta condenada historia. -El caso es -dijo otro de los vencidos- que yo sé tanto como él, y a fe que me está bien empleado por meterme en donde no me llamaban. -¡Ay, y a mí también! -dolióse un tercero. Y todos fueron expresándose, poco más o menos, en los mismos términos, ante el asombro de nuestro héroe. -Pues sabed -explicó éste- que esa mujer estaba azotando a su marido con intención de darle muerte y heredar sus riquezas. Por suerte, yo llegué a tiempo de impedir que consumara su malvado propósito. Al oír esto, la mujer intentó escapar, pero Gandalín fue tras ella y consiguió apresarla. -Ahí la tenéis -siguió diciendo el Doncel-, ella es la culpable de todo. Ved aquí a su esposo, que podrá testificar lo que digo. Ahora os ruego que transportéis a este hombre a la ermita para ser curado, si aún es tiempo, y que, como leales caballeros, juréis llevar a esta malvada a casa del rey Languines y le relatéis lo que aconteció aquí. Decidle que la envía un caballero novel que hoy salió de su palacio y que haga en ella lo que en justicia debiere. Esto otorgaron de buena gana los vencidos, y el Doncel del Mar y su escudero Gandalín siguieron su vía. No habían andado mucho, cuando vieron venir a dos doncellas en sendos palafrenes, una de las cuales traía una lanza en la mano, y al cruzarse con ellos, le dijo al Doncel del Mar: -Señor, esta lanza os doy por algunas mercedes que de vos espero. Os ruego que la toméis, pues yo sé que sois digno de ella. Cogióla el Doncel sin saber qué responder, y la doncella continuó diciendo: -Os digo que muy pronto conoceréis todo lo que a vuestro origen se refiere. -Y vos, ¿cómo lo sabéis? -Lo sé, y eso debe bastaros por ahora. Y, sin otra palabra, picó espuelas a su caballo y se fue, dejando a nuestro héroe confuso y maravillado. Pero apenas se había repuesto de su sorpresa, cuando la otra doncella le dijo: -Señor, soy de tierra extraña y me dirijo a casa de mi señora, la princesa Oriana, hija del rey Lisuarte. Al oír este nombre palideció nuestro héroe, y preguntó a la joven: -¿De dónde sois ? -De Dinamarca -dijo la doncella. Preguntóle el Doncel si conocía a la mujer que le había dado la lanza. Ella contestó que nunca la viera, sino entonces, pero que le había dicho que la traía para el mejor caballero del mundo, y que su nombre era Urganda la Desconocida. Dicho esto, despidióse de él, y el Doncel le dijo: -Saludad en mi nombre a vuestra señora Oriana. Decidle que es de parte del Doncel del Mar . Al día siguiente, muy de mañana, vieron al rey Perión defendiéndose bravamente del ataque de tres rufianes, que teníanle acorralado. Espoleó nuestro joven a su caballería y metióse entre ellos dispuesto a librar de la muerte al rey de Gaula o morir en el empeño. Los rufianes peleaban bien, pero pronto se dieron cuenta de que nada podrían contra la fuerza de su brazo, y a todo galope escaparon de allí

cobardemente. El rey, entonces, dijo a nuestro joven: -Amigo, decidme quién sois para que yo sepa a quien debo la vida, pues me habéis salvado de una muerte cierta. -Señor -respondió el Doncel del Mar-, yo soy un caballero que con gran gusto os ha servido y mil veces más os sirviera si otras tantas ocasiones se me presentaran para ello. -Pues ruégoos que por cortesía os tiréis el yelmo, para que al menos pueda ver vuestro rostro. Hízolo así el Doncel y el rey conoció que su salvador era el joven que él armara caballero por ruego de Oriana y Mabilia. ¡Por Dios, amigo! -exclamó-, ahora os conozco yo mejor que antes. -Señor -dijo él-, yo bien os conocí, que a vos debo la honra de la Caballería, y si Dios quiere, os serviré en vuestra guerra de Gaula. Y por eso no quería darme a conocer, que lo tenía reservado para tal ocasión. -Mucho os lo agradezco -dijo el rey-. Más no puedo pediros, y doy gracias a Dios que por mí seais caballero. Hablando en esto llegaron a dos carreteras y dijo el Doncel del Mar: -Señor, ¿cuál de éstas queréis seguir? -Esta de la izquierda, que es la más corta para ir a mi tierra. -Pues con Dios id -respondió él-, que yo iré por la otra. Y así se separaron, yendo cada cual por su vía. CAPÍTULO V: EL CABALLERO AMADÍS SIN TIEMPO Algunos días después de los sucesos que hemos referido, llegaron a un puerto de Escocia tres naves con cien caballeros del rey Lisuarte y dueñas y doncellas para llevarse a Oriana. Uno de los caballeros fue al palacio del rey Languines y le explicó su propósito, rogándole, de parte de su rey, dejase ir con Oriana a Mabilia, su hija, que como ella misma sería tratada y honrada a su voluntad. El rey Languines accedió muy contento a ello y las atavió lujosamente, e hizo preparar otras naves y abastecerlas de las cosas necesarias, e hizo aparejar caballeros y dueñas y doncellas, las que le pareció convenían para tal viaje. Oriana, que vio que no se podía excusar de partir, comenzó a recoger sus joyas, y estando en esto, vio la carta que había tomado al Doncel del Mar; acordóse entonces de él y llenáronsele de lágrimas los ojos. Y sin darse cuenta, con la emoción, apretó el papel y quebróse la cera, y vio lo que en él estaba escrito, que era lo siguiente: «Este es Amadís Sin Tiempo, hijo de rey» Sintió la joven una alegría muy grande al leer la misiva, y llamando a la doncella de Dinamarca le dijo: -Amiga, yo os quiero decir un secreto que no se lo diría sino a mi corazón, y os ruego lo guardéis en vuestro pecho por respeto a mí y al mejor caballero del mundo. -Así lo haré -respondió la doncella-. Podéis hablar sin reparo. -Pues amiga -siguió diciendo la infanta-, id al encuentro del caballero novel que vos conocéis, ése que llaman el Doncel del Mar, al que hallaréis en la guerra de Gaula, y por favor entregadle esta carta y decidle que aquí hallará su nombre, aquél que le escribieron en ella cuando fue hallado en el mar . Decidle también que yo la he leído y sé que es hijo de rey, y que pues él era tan bueno cuando no lo sabía, ahora se esfuerce en ser mejor. Decidle, por último, que mi padre envió por mí y me llevan a él, y que se parta lo antes posible de la guerra de Gaula y se vaya luego a la Gran Bretaña, al reino de mi padre, que yo allí le estaré

esperando con ansia. La doncella prometió hacer cuanto le mandaba y partió aquel mismo día para cumplir el encargo. Oriana y Mabilia, con dueñas y doncellas, embarcaron en las naves, los marineros soltaron las áncoras, tendieron sus velas y, como el tiempo era bueno, pasaron presto a la Gran Bretaña, donde fueron muy bien recibidas. Pero volvamos de nuevo al Doncel del Mar. Un domingo del mes de abril llegó a una floresta, acompañado como siempre de su fiel escudero Gandalín. El canto de las aves alegró sus oídos, y, entre el verdor de los prados, las florecillas silvestres asomaban tímidamente sus coloreados pétalos, perfumando el aire con su delicioso aroma. El Doncel, con la alegría de la primavera, sintió renacer en su pecho el amor que sentía por la princesa Oriana -amor que jamás se había atrevido a confesar- y, sin poderse contener, exclamó de esta suerte: -¡Ay, cautivo Doncel del Mar, sin linaje y sin bien, ¿cómo fuiste tan osado de poner tu amor y tu corazón en aquélla que vale más que las otras todas en hermosura y linaje? Así hacía su duelo e iba tan atónito que no cataba sino las cervices de su caballo. Pero oyó de pronto un ruido de ramas y, levantando la cabeza, vio un hombre armado ante sí, caballero en un brioso corcel, que con cierta sorna le dijo: -Caballero, a mí me parece que más amáis a vuestra amiga que a vos, despreciándoos mucho y loando a ella; quiero que me digáis quién es para rendirle mi homenaje, puesto que vos no sois digno de servir a tan alta señora, según lo que a vos he oído. A esto dijo el Doncel : -Señor caballero, la razón os obliga a decir lo que decís, pero lo demás no lo sabréis en ninguna manera. -¿Cómo es eso? -replicó el otro-, estad quedo, amigo, que de grado o por fuerza me habéis de confesar su nombre. -Que Dios no me ayude -dijo el Doncel- si por mi boca lo sabréis. -Lo siento por vos; en ese caso, tendré que arrancároslo por fuerza. Preparaos para entrar conmigo en batalla. Entonces enlazaron sus yelmos y tomaron los escudos y las lanzas, y queriéndose apartar para su justa llegó una doncella y les dijo: -Esperad, señores, y decidme unas nuevas si las sabéis, que yo tengo gran prisa y no puedo esperar el fin de vuestra batalla. Ellos preguntaron qué quería saber . -Si vio alguno de vos -dijo ella- a un caballero novel que se llama el Doncel del Mar. -¿Y qué le queréis? -inquirió éste. -Le traigo noticias de Agrajes, su amigo, el hijo del rey de Escocia. -Aguarda un poco -dijo el Doncel del Mar- que yo os diré de él-, y yendo hacia el caballero, que le daba voces que se guardase, le asestó un lanzazo en el escudo tan bravamente que dio con él y con el caballo en tierra. El caballo se levantó y quiso huir, mas el Doncel del Mar lo tomó por las riendas y dióselo a su enemigo, diciendo: -Señor caballero, tomad vuestro caballo y no querráis saber nada de ninguno sin su voluntad. Montólo el caballero renqueando y, cuando estuvo en la silla, gritóle a nuestro joven con airada voz: -Esperad, amigo, que aún no ha terminado la fiesta. ¡Conmigo sois nuevamente en batalla! Y espoleando a su corcel fuese al Doncel lanza en ristre y diole tal golpe con ella que, a no pararla aquél con su escudo, mismo le hubiese dejado por muerto. Pero con

tan mala suerte fue el golpe para el ofensor, que la lanza saltó en pedazos por el aire, y nuevamente, con la violencia del choque, el caballero cayó al suelo, resultando esta vez con una pierna quebrada. El Doncel del Mar tornó a la doncella y díjole: -Amiga, ¿conocéis a este por quien preguntáis? -No -contestó ella-, que nunca le vi; mas díjome Agrajes que él se me daría a conocer en cuanto supiese de parte de quién iba. -Verdad es -dijo el joven-, y sabed que yo soy. Entonces desenlazó el yelmo, y la doncella que le vio el rostro dijo : -Cierto, creo que decís verdad, pues muchas veces oí loar vuestra hermosura. -Pues decidme -preguntó él-, ¿dónde dejasteis a Agrajes? -En un bosque cerca de aquí, en donde tiene su compañía para hacerse a la mar y pasar a Gaula; pero antes quiso saber de vos para que con él paséis. -Dios se lo agradezca -dijo el joven-, y ahora guiadme y vamos a verlo. La doncella entró por el camino y al poco tiempo vieron en la ribera las tiendas y los caballeros cabe ellas, y estando ya cerca oyeron en pos de sí unas voces diciendo: -¡Tornad, caballero, que todavía conviene que me digáis lo que os he preguntado! Volvió nuestro héroe los ojos y vio al caballero con quien antes peleara, que venía cojeando hacia él con la espada desnuda. -¡Cómo! ¿Aún no estáis satisfecho? -preguntó el Doncel del Mar. -Dejaos de sutilezas y poneos en guardia, que esta vez prometo por quien soy que os haré morder el polvo. Bajóse del caballo el Doncel del Mar, con resignado gesto, y sin gran trabajo vencióle de nuevo, procurando esta vez no hacerle demasiado daño, pues bastante maltrecho habíale dejado ya en los anteriores combates que con él había tenido. El tenaz caballero rodó por tierra, con la espada partida en dos; quiso levantarse, pero no pudo. Agrajes, que lo había presenciado todo, acercó se para saber quién era el vencedor, que tan bien había peleado, y al llegar junto a él, conocióle y le abrazó alegremente. -Señor, sé bienvenido. ¡Ay, Dios, cuánto deseaba verte! Luego lo llevó a su tienda y mandó que dos de sus hombres recogiesen al vencido y lo trajesen a ella también para ser curado. Hiciéronlo así, y cuando le fue vendada la pierna, dijo el herido: -Gracias os doy por el favor que me hacéis. -¡Por Dios! -exclamó Agrajes riendo-. ¿Cómo se os ocurrió semejante locura? -¿Qué locura? -La de entablar combate con tal caballero. -No ha sido locura, que yo me tengo por el mejor caballero de la tierra. Cierto que de diez combates que he entablado hasta ahora, no he ganado ninguno, pero esto es sólo debido a mi mala suerte, que no a falta de valor. -De esto doy yo fe; valor lo habéis demostrado de sobra- le consoló el Doncel del Mar, a quien, a pesar de todo, le era simpático aquel hombre. -Si no tuviera la pierna y tres costillas rotas por lo menos, os demostraría ahora mismo de lo que soy capaz. Y aun en el estado en que me encuentro creo que sería capaz de venceros. Y diciendo esto, intentó levantarse para probarlo; pero Agrajes y el Doncel del Mar hiciéronle desistir de su propósito con atinadas razones, prometiéndole que, cuando estuviera bueno, le darían ocasión de desquitarse de su derrota, con lo que el pobre caballero se tranquilizó, quedándose al poco rato dormido.

Unos días después, despidiéronse de él y se fueron a un puerto no lejos de allí, en donde Agrajes tenía sus naves. Embarcaron éste y el Doncel del Mar con Gandalín y todos los hombres, y llegaron felizmente a un puerto del reino de Gaula, en donde desembarcaron para dirigirse al castillo del rey Perión, que se alegró mucho de verles, pues su guerra con el rey Abies de Irlanda iba tomando cada vez peor cariz. CAPITULO VI: EL REY ABIES Inmediatamente, el rey Perión llevó a Agrajes y al Doncel del Mar a presencia de Elisena, su esposa, a la que dijo: -He aquí a tu sobrino Agrajes y a este joven que llaman el Doncel del Mar, a quien yo armé caballero en casa del rey Languines, y que, como ya te he contado, me ha salvado la vida. Vienen a ayudarnos en nuestra guerra contra el rey Abies de Irlanda, y en verdad espero que con su ayuda podamos vencer. La reina, que tenía un gesto triste, como de enferma, abrazó cariñosamente a su sobrino y luego se quedó mirando al Doncel del Mar como si no pudiera apartar los ojos de él. Después se echó a llorar, ante el estupor de nuestro joven. Pero nadie más que él pareció sorprenderse de aquella extraña escena, como si a semejantes hechos estuvieran acostumbrados. El rey Perión, hablándole dulcemente, como a una niña, la llevó de allí cogida de la mano y la ayudó a recostarse en su lecho. Luego tornó al joven y le dijo: -Mi esposa me ruega que la perdonéis. No se encuentra bien desde hace algunos años. Sabed que una doncella, a la que hemos despedido por infiel, para vengarse raptó a nuestro único hijo, de pocos meses, y no hemos sabido nada de él desde entonces. Esta desgracia fue minando poco a poco la salud de mi esposa. Sin duda vos le recordasteis al hijo perdido, que poco más o menos tendría ahora la edad que tenéis vos. -Lo siento -dijo Amadís-. Creedme que lamento haber sido yo la causa de que sus recuerdos se hayan avivado con mi presencia hasta tal punto. -No tenéis por qué inculparos -siguió diciendo el rey-. Se le pasará pronto. En cuanto descanse un poco y duerma se sentirá mejor. Cuando los dos jóvenes se quedaron solos en la habitación que les habían destinado, el Doncel del Mar preguntó a Agrajes: ¿Y no han tenido más hijos que les compensara, en la medida de lo posible, de la pérdida de aquel? -Sí -respondió Agrajes-, una niña de seis o siete años, a la que ambos quieren con locura, como podrás figurarte... Pero no han podido olvidar su tragedia, la cual no terminó con el rapto de su primogénito. Otro hijo, llamado Galaor, desapareció misteriosamente poco tiempo después, cuando estaba jugando en la playa en compañía de una doncella, a la que habían encargado de su custodia. Nadie pudo explicarse su desaparición. Le buscaron durante meses, pero no hallaron ni rastro de él. Esta desgracia hizo rebosar el cáliz de su amargura. Mi tía, sobre todo, no ha logrado sobreponerse, y temo que jamás lo consiga. Fue un golpe demasiado fuerte para ella. -Lo comprendo -reconoció el Doncel del Mar sinceramente conmovido. El rey Abies de Irlanda y Daganel su primo supieron que habían llegado al castillo de Perión su sobrino Agrajes y un caballero amigo suyo. Entonces dijo el rey: -Escucha, Daganel: mañana, al amanecer, atacarás con tus tropas el castillo de

Perión de Gaula; yo quedaré en el bosque cercano a la villa, a donde vos trataréis de atraerlos, pues sin duda, viendo que sois pocos, querrán acabar con vosotros y saldrán de la fortaleza. Entonces apareceremos nosotros y les atacaremos por sorpresa, y de este modo les venceremos con facilidad. Así quedó acordado. A la siguiente mañana, poco después de salir el sol, les atacaron como habían dicho. El Doncel del Mar, Agrajes y el rey Perión salieron aprisa del castillo con los suyos y comenzó la batalla en las puertas de la villa. Allí veríais al Doncel del Mar derribando cuantos enemigos encontraba a su paso, metiéndose entre sus filas denonadamente, con la furia y el arrojo de un león bravo. Agrajes, que lo vio, sintió que se redoblaban sus fuerzas ante el ejemplo de su amigo y comenzó a decir a grandes voces por esforzar a su gente: ¡Mirad el mejor caballero y el más esforzado que nunca nació! Cuando Daganel vio cómo destruía su gente, fue hacia él como buen caballero y quísole herir el caballo para que entre los huidos cayese, mas no pudo, y diole el Doncel tal golpe por encima del yelmo, que por fuerza quebraron los lazos y saltóle de la cabeza. El rey Perión, que en socorro del Doncel del Mar llegaba, dio a Daganel con su espada tal herida que lo arrojó del caballo, cayendo a tierra. Entonces los hombres de Daganel huyeron en desbandada, diciendo: -¡Ay, rey Abies! ¿Cómo tardas tanto que nos dejas matar? Y yendo así el rey Perión y su gente tras de sus enemigos, no tardó en aparecer el rey Abies de Irlanda y todos los suyos que en el bosque estaban escondidos, y el rey venía gritando: -¡Ahora a ellos, no quede hombre con vida, y trabajad por entrar en la villa con ellos! Cuando el rey Perión y los suyos vieron venir tanta tropa a su encuentro, sin haber sospechado ni por asomo tal encerrona, se llenaron de temor, pues estaban ya cansados, no tenían lanzas con qué luchar y sabían, además, que el rey Abies de Irlanda era uno de los caballeros más valientes del mundo, aunque muy soberbio y pagado de su fuerza; mas el Doncel del Mar comenzó a decir: -Ahora, señores, es menester mantener vuestra honra. Aquí tenéis ocasión de demostrar hasta dónde llega vuestro valor y la fuerza de vuestro ánimo. Y comenzó a juntar a todos, que se habían esparcido, y de nuevo comenzó la batalla, mas dura aún que antes. El rey Abies no dejó cabállero en la silla mientras le duró la lanza y desde que la perdió echó mano a su espada y empezó a herir con ella tan bravamente que a sus enemigos hacía tomar espanto, y los suyos, impulsados por su valor, fueron también hiriendo y derribando a los hombres del rey Perión de Gaula, haciendo verdaderos estragos en sus filas. Fuéronse retirando éstas hacia la villa protegidas por el Doncel del Mar, Agrajes y Perión, que ellos tres solos bastaban para dar que hacer a todo el ejército enemigo. De este modo llegaron a la ciudad, en donde se metieron con toda la prisa que pudieron, cerrando sus puertas. El rey Abies de Irlanda, dando por segura su victoria, se metió con ellos en el recinto, creyendo, en la confusión del combate, que su gente le seguía y estaba con él; pero no fue así, y cuando se dio cuenta, encontróse en la ciudad con muy pocos hombres, pues la mayor parte se habían quedado fuera tratando inútilmente de derribar las puertas y escalar los muros para poder entrar. Uno de sus soldados le dijo: -Señor, ¿veis aquel caballero del caballo blanco? No hace sino maravillas, y él ha vencido a Daganel y a otros muchos capitanes. Esto decía por el Doncel del Mar, que montaba un hermoso caballo blanco como la nieve. El rey Abies se acercó a él y le dijo: -Caballero, por vuestra mano ha muerto el hombre que yo más apreciaba en el

mundo. Pero yo haré que paguéis cara su vida, si queréis combatir conmigo. -De combatir con vos no es hora -dijo serenamente nuestro joven-, que vos tenéis mucha gente y holgada y nosotros muy poca y cansada, tanto que sería milagro venceros; mas si vos queréis vengar como caballero eso que decís y mostrar la valentía de que tanto os alabáis, os daré ocasión para hacerlo y quedarán así cumplidos vuestros deseos. -¿Qué me proponéis? -Creo que no hay razón, puesto que el pleito está entre los dos, para que ningún otro padezca. Os propongo que el combate sea solamente entre vos y yo, con tal que vuestra gente y la nuestra también prometa no moverse hasta que uno de los dos resulte vencedor en la lid. -Así sea -dijo el rey Abies, e hizo llamar diez caballeros, los mejores de los suyos, y con otros diez que el Doncel del Mar eligió con el mismo objeto, aseguraron el campo, haciéndoles antes prometer que por mal ni por bien que les aconteciese intervendrían en el combate. El rey Perión y Agrajes le instaban a que no fuese la batalla hasta la mañana, porque lo veían cansado y malherido; mas estorbárselo no pudieron, porque él deseaba la batalla más que otra cosa, y esto por dos razones: una por probar su valor con aquel caballero que se tenía por el mejor de la tierra, y otra porque si lo venciese terminaría la guerra y podría ir a ver a su señora Oriana, pues ella era la dueña de todo su corazón y sus deseos. Y así, señalado el campo por los diez hombres elegidos de cada bando, tuvo lugar el combate entre el rey Abies de Irlanda y nuestro Doncel. El primero montaba un brioso caballo todo negro, y el segundo el blanco que ya hemos dicho. Enlazaron ambos sus yelmos y tomando la lanza y el escudo se aprestaron para la lid. A todo correr de sus caballos acercáronse uno a otro para herirse con denuedo, encomendándose a Dios como buenos caballeros que eran. Al primer golpe partiéronse las lanzas y ambos cayeron a tierra, cada uno por su parte, con tal violencia que todos creyeron que eran muertos; los trozos de las lanzas tenían metidos por los escudos y los hierros llegaban hasta sus carnes, mas como ambos eran muy ligeros y vivos de corazón, levantáronse presto y quitaron de sí los pedazos de las lanzas, y echando mano a las espadas se acometieron tan bravamente, que ponían espanto en todos los que a su alrededor estaban. La batalla era entre ellos tan cruel y con tanta prisa, sin dejar holgar los golpes, que no parecía sino de veinte caballeros juntos. Corban los escudos, haciendo caer en el campo grandes rajas, y abollaban los yelmos y desguarnecían los arneses. Así estuvieron durante más de una hora, sin dar muestras de la menor flaqueza ni cobardía; mas el calor del mediodía, que apretaba por ser de estío, hizo decaer su ánimo, por lo que el rey Abies, apartándose un poco de su enemigo, dijo así: -Si os parece, enderecemos nuestros yelmos y descansemos un poco. Os digo en verdad que nunca he conocido un caballero tan valiente como vos, y eso os hace simpático a mis ojos. Pero aun así, no pienso dejar de castigaros como merecéis, por haber dado muerte a quien yo más quería. Además, siento vergüenza de que dure tanto la batalla delante de mis hombres. El Doncel del Mar le respondió : -Rey Abies, ¿de eso os avergonzáis y no de venir a hacer, con tanta soberbia, mal a quien no lo merece, promoviendo una guerra tan injusta? Pensad que los hombres, especialmente los reyes, no han de hacer lo que pueden, sino lo que deben, porque muchas veces sucede que el daño que a los otros quieren hacer cae sobre sus cabezas. Ahora pretendéis que os deje descansar, mas ¿habéis dado vos tregua, por ventura, a los que apremiabais tan sin razón? Aparejaos para el combate, que no os daré yo descanso por mi voluntad. El rey tomó la espada y lo que le quedaba del escudo y masculló con rabia:

-Peor para ti, pues te va la cabeza en ello. Y acometiéronse aún más sañudos que antes y con tanta braveza como si allí mismo comenzara la batalla. El rey Abies, que era muy diestro en el manejo de las armas, combatía muy cuerdamente, guardándose de los golpes e hiriendo donde más podía dañar; pero las maravillas que el Doncel hacía en andar ligero y acometedor y en dar muy duros golpes puso en desconcierto todo su saber, y mal de su grado retrocedía perdiendo terreno, el ánimo confundido. Al fin el Doncel del Mar le asestó un golpe con su espada que no pudo el otro detener e hirióle en la cabeza, cayendo al suelo muy malherido. El Doncel fue sobre él y, tirándole el yelmo, díjole: -Muerto eres, rey Abies, si no te otorgas por vencido. El rey dijo: -Verdaderamente muerto soy, mas no vencido, y bien creo que me mató mi soberbia. Yo os perdono a todos los que he querido mal y mando que sean entregadas al rey Perión todas las tierras que tan injustamente le tomé, y no haya más guerras entre mi pueblo y el suyo. Viendo aquella humildad en caballero que tanto se gloriaba de su poder, el Doncel del Mar sintió una gran piedad y díjole: -Sois un gran caballero, y espero que Dios os conserve la vida para bien de vuestros súbditos, pues aún podéis hacer mucho bien ahora que habéis visto clara la verdad que antes el orgullo os vedaba. Y yo hago votos por que así sea, pues no he conocido a nadie más digno y valiente que vos. -No debo serlo tanto, puesto que me habéis vencido -respondió el rey con una sonrisa triste. Juntóse en esto toda la gente de Abies y éste mandó dar al rey Perión cuanto le tomara, y luego rogó le llevasen a su tierra, pues si Dios había dispuesto que llegase su fin, quería morir en su patria, cerca de los suyos. Así se hizo, y el Doncel del Mar, Agrajes y Perión regresaron a su palacio con la alegría de la victoria, pero con cierta tristeza también en su corazón por aquel gran caballero, cuyos únicos pecados habían sido la ambición y la soberbia. CAPÍTULO VII: AMADÍS DE GAULA A las puertas de la villa, la doncella de Dinamarca -que, como recordaremos, había sido enviada por la princesa Oriana con un mensaje para el Doncel del Maracercó se al joven y, apartándose un trecho con él en el campo, le dijo: -Oriana, vuestra amiga, me manda a vos para que os entregue esta carta en que está vuestro nombre escrito. Púsose pálido el Doncel como siempre que oía pronunciar el nombre de la infanta y, con mano trémula, reflejando en su rostro una gran ansiedad, leyó la carta, conociendo por ella que su verdadero nombre era Amadís. -¡Ay, doncella -exclamó-, cómo os agradezco que tan buena nueva me hayáis traído! Este es Amadís Sin Tiempo, hijo de rey. He ahí lo que dice este papel que, juntamente con una espada y un anillo, estaba conmigo en el arca cuando Gandales me encontró en la mar. Ahora, al menos, ya sé mi nombre y mi linaje. -Señor -habló la doncella-, yo, si me dais permiso, volveré al lado de mi señora, puesto que ya cumplí su mandato. -Por Dios, quedaos aquí tres días y descansad de vuestro viaje, que yo os llevaré luego a donde más os plazca. -A vos vine -dijo la doncella- y no haré sino lo que me mandéis. Terminada la conversación, volvió el Doncel al lado del rey y de Agrajes, que se

habían detenido para esperarle, y entrando en la ciudad todos decían: -Bien venga el caballero bueno por quien hemos cobrado honra y alegría. Así fueron hasta el palacio y hallaron en la cámara del Doncel del Mar a la reina con todas sus dueñas y doncellas; fue desarmado por la mano de la reina, y vinieron médicos que le curaron de sus heridas, que aunque eran muchas, no había ninguna que pudiese inspirar cuidado. Pasaron unos días, durante los cuales el Doncel se repuso totalmente. Mas un caso maravilloso le acaeció que fue causa de que la doncella se partiese sin él, como ahora veréis. Ya hemos dicho que el rey Perión tenía una hija de poco más de seis años. Una tarde, su padre dio a la pequeña un anillo para que se entretuviese jugando, en tanto que él dormía la siesta. Pero Melicia -que así se llamaba la niñaperdió el anillo, y como no lo encontrase se echó a llorar. El Doncel del Mar, que salía en ese momento de sus habitaciones, vio a la niña llorando, y le preguntó: -¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? -Es que mi padre me dio un anillo para jugar, lo perdí y ahora no lo encuentro. -No te preocupes -dijo el Doncel- yo te daré otro tan bueno como él, y acaso mejor. Y sacando un anillo de su dedo se lo dio a la niña. Esta lo miró y dijo: -Este es el que yo perdí. -Eso no es posible -respondió el joven sonriendo. -Pues es el anillo del mundo que más se le parece. -Tanto mejor. Así le darás éste y el rey no notará la falta. El rey despertó y pidió a su hija que le diese el anillo, y ella le dio aquél que tenía; él lo metió en su dedo creyendo que era el suyo, mas de pronto vio en un rincón de la pieza el otro que su hija perdió, y tomándolo lo juntó con el otro y observó que eran iguales. Entonces preguntó a la niña: -Dime, ¿quién te dio ese anillo ? Melicia, llena de temor, confesó la verdad. -¡Por Dios, señor!, el vuestro perdí y pasó por aquí el Doncel del Mar y como vio que yo lloraba diome ese que traía, y yo pensé que era el vuestro. El rey Perión, muy sorprendido de lo que acababa de oír, fue a la habitación de la reina y explicóle lo que había pasado. Luego le preguntó: -¿Qué te parece de todo esto? ¿No crees que es algo maravilloso? -¡Santa María! -exclamó la reina palideciendo-. Yo creo que ése es nuestro hijo. -Así pluguiese al Señor del mundo -respondió el rey-. Ahora vamos tú y yo a sus habitaciones y hablaremos con él. -Tienes razón. No perdamos tiempo. Fuéronse aprisa a donde el Doncel estaba y díjole la reina tomándole de la mano: -Decidme, amigo, por lo que más queráis en el mundo, ¿de quién sois hijo? -Así Dios me ayude -respondió él-, no lo sé, que fui hallado en el mar, en un arca, con este papel. La reina cayó a sus pies toda turbada y él hincó los hinojos ante ella y dijo: -¡Ay, Dios! ¿qué es esto? Ella dijo, llorando: -Hijo, he aquí a tu padre y a tu madre. Cuando esto oyó exclamó el joven: -¡Virgen Santa! ¿Qué será esto que oigo? -Es, hijo, que Dios quiso por su merced que recuperásemos nuestro hijo perdido, que aquella mala mujer nos raptó para vengarse de nosotros. Entonces el Doncel del Mar se puso de rodillas y le besó las manos con muchas lágrimas de placer, dando gracias a Dios porque así le había sacado de tantos peligros

para al cabo darle tanta honra y buena ventura con tal padre y madre. -Hijo, ¿sabéis, por ventura, vuestro nombre? -Señora, sí sé -dijo él-, que al partir de la batalla llegó a mis manos una carta que llevé pegada con cera cuando en la mar fui echado, y en ella se dice que me llamo Amadís. Y sacándola de su seno se la dio y ellos vieron que estaba escrita por la mano de la criminal doncella que lo había raptado, y ya no les cupo duda de que aquel era su hijo. -Pues de aquí en adelante llamaos por este nombre, que es el vuestro. Y desde entonces fue llamado Amadís, y en muchas partes, Amadís de Gaula. CAPITULO VIII: DARDÁN EL SOBERBIO Sería excusado decir el placer que Agrajes tuvo en saber que era su primo, así como la alegría de toda la corte. La doncella de Dinamarca dijo a nuestro joven: -Amadís, señor, yo me quiero ir con estas buenas nuevas de las que mi señora tendrá gran placer, y vos quedad a dar gozo y alegría a aquellos ojos que por vuestra pérdida tantas lágrimas han derramado. A él le vinieron las lágrimas a los ojos, que a hilo por la faz le corrían, y díjole: -Amiga mía, a Dios vais encomendada. Decidle a vuestra señora que lo antes posible correré a su lado. Llevaré las armas que en la batalla tuve contra el rey Abies, por las cuales me podréis conocer, si yo no tuviera lugar para decíroslo. Marchó la doncella. Poco después Agrajes se despidió de él para tornar al lado de sus padres y darles noticia del feliz término de la guerra de Gaula. -Adiós, primo -dijo a Amadís-, más quisiera yo tu compañía que otra cosa; pero mi corazón me empuja a mi tierra. Ahora bien, quisiera saber en dónde te podría hallar en caso de necesitar de ti. -Creo que me hallaréis en casa del rey Lisuarte, que me dicen ser mantenida allí caballería como en ninguna otra casa de rey ni emperador. Te ruego me encomiendes a tus padres y les digas que estoy y estaré siempre a su servicio, pues no puedo olvidar que ellos me criaron como si de su propio hijo se tratase. Abrazáronse los dos y Agrajes partió al reino de Languines, su padre. Durante muchos días, hiciéronse en la corte del rey Perión muchas fiestas y juegos en su honor. El rey y la reina estaban muy contentos por haber recobrado a su hijo, al que ya daban por perdido para siempre. Pero una sombra de tristeza nublaba sin embargo la alegría de Elisena, la madre de Amadís. -¡Ay -suspiraba-, si Dios hiciera el milagro de traerme con vida a nuestro hijo Galaor! Amadís le prometió que, si estaba aún con vida, él lo buscaría por toda la tierra y lo traería a su lado, aunque para ello tuviera que vencer las mayores dificultades. Pocos días después, habló Amadís al rey Perión expresándole su deseo de ir a la Gran Bretaña y rogóle le diese licencia para partir en seguida. Mucho trabajaron sus padres para detenerle, pero viendo que no podían hacerle desistir de su propósito, le dieron permiso y con su bendición se fue Amadís al reino de Lisuarte, el padre de la princesa Oriana, en donde ésta había quedado de esperarle. Caminó nuestro joven con su fiel escudero Gandalín durante muchas horas, y al ponerse el sol vieron un castillo en cuya puerta decidieron llamar para rogar al dueño les dejase pasar allí la noche, pues hacía frío y estaban muy cansados. Gandalín golpeó la puerta por tres veces. Al cabo abrióse una ventana y asomó por ella un hombre, que les preguntó con áspera voz: -¿Quién sois que a tal hora llamáis?

-Señor, soy un caballero de lejanas tierras -contestó Amadís. -Eso me parece -siguió diciendo la voz-, pues si fueseis de aquí sabríais que no me gusta ser molestado. Iros, que no entraréis en ml casa. -Eso haré de buena gana -dijo Amadís-, pues ahora veo que no me sería grata vuestra compañía. Pero antes me agradaría saber vuestro nombre. -Yo te lo diré, con tal que cuando nos volvamos a ver te combatas conmigo. Amadís, furioso, prometió que así lo haría, y entonces dijo el caballero: -Sabed que mi nombre es Dardán; y no os preocupéis de lo que os suceda esta noche, pues por mala que sea, peor será el día que conmigo os encontréis. -Pues yo quiero -dijo Amadís- salir de esta promesa lo antes posible. Combatamos ahora mismo si os atrevéis, pues ardo en deseos de humillar vuestra soberbia. -¿Ahora? -rió el caballero-. Estaría loco si tal hiciese. Tiempo habrá para ello, amigo; idos y dejadme en paz. Y dicho esto, se retiró de la ventana, cerrándola de golpe. Se fue Amadís indignado por la humillación que había sufrido y se metió en un espeso bosque que cerca de allí había. Oyó de pronto unas voces y, acercándose, halló a dos doncellas montadas en sendos palafrenes y a un escudero con ellas. El las saludó cortésmente y ellas le preguntaron de donde venía a tal hora armado; él les contó cuanto le aconteciera desde que se había puesto el sol. -¿Sabéis -dijeron ellas- cuál es el nombre de ese caballero? -Sí sé, que él me lo dijo. Se llama Dardán. -Dardán el Soberbio deberían llamarle -dijo una-, pues no hay caballero más soberbio que él en toda la faz de la tierra. Y añadió: -Señor caballero, nosotras tenemos aquí dos tiendas y en una podéis dormir con vuestro escudero y el nuestro, pues es suficientemente amplia para los tres. Aceptó Amadís agradecido. Las doncellas prepararon la cena y comieron los cinco alegremente. Al terminar le preguntaron a dónde iba. -Voy a la Gran Bretaña, a la corte del rey Lisuarte. -Allá vamos nosotras también -dijo una de las jóvenes-, a ver cómo termina un desgraciado pleito que va a tener lugar ante el propio rey. Se trata de una señora prima hermana nuestra que mañana, si Dios no lo remedia, se verá injustamente despojada de todos sus bienes. -¿Y cómo es ello? -inquirió Amadís. -Resulta que la tal señora casó con un caballero viudo que tenía una hija. Murió el caballero, y ahora la hija reclama a su madrastra toda la hacienda que ésta posee, alegando que le pertenece a ella. Mañana se presentará ante el rey acompañada de Dardán, su prometido, el cual defenderá su pretensión con la fuerza de las armas, y si no hay caballero que se presente a combatir con él defendiendo a nuestra prima, el rey la despojará de todos sus bienes y se los entregará a su hijastra, pues así fue acordado por los jueces. -¿Y no hay nadie que se atreva a competir con él? -Temo que no, pues tiene fama de valiente y esforzado, aunque muy soberbio. Quedóse pensativo Amadís al oír tales nuevas, y al cabo de unos instantes dijo : -Yo prometí a ese caballero que combatiría con él cuando nos volviésemos a encontrar; pues ¿qué mejor ocasión que ésta para cumplir mi promesa? ¿No lo crees tú así, Gandalín? -Me parece una idea magnífica -respondió su amigo-. Y a fe que no quisiera encontrarme yo en su pellejo. -¿Pensáis, acaso -preguntó una de las doncellas-, tomar el partido y la defensa de nuestra prima? -Eso es justamente lo que voy a hacer -dijo Amadís.

-Señor, vuestro pensamiento es bueno y de gran esfuerzo. Dios haga que venga a bien. Fuéronse a dormir a sus tendejones ya la mañana cabalgaron y entraron en el camino. Las doncellas le pidieron que les dijese su nombre, él se lo dijo y les encomendó que persona alguna lo supiese. Se albergaron aquella noche en un castillo y al salir el sol reemprendieron la marcha llegando al fin al Vindisor, la ciudad en donde moraba el rey Lisuarte. Amadís dijo a las doncellas: -Amigas, yo no quiero ser conocido de nadie. Entrad vos en la ciudad, que yo quedaré aquí en algún lugar encubierto esperando el momento de la batalla. -Señor -dijeron ellas-, de aquí al plazo no quedan sino dos días; si os parece, vendremos a avisaros dónde y a qué hora va a ser, para que vos hagáis lo que mejor cuadre a vuestros propósitos. -Así se haga -convino Amadís. A la mañana siguiente, estando sentados sobre unas peñas, vio Gandalín un grupo de gente que hacia el otero se dirigía. Advirtióselo a su señor, pero éste, distraído con el recuerdo de Oriana, no paró mientes en el aviso, y siguió enfrascado en sus dulces pensamientos con la mirada perdida y una sonrisa en los labios. -Señor -díjole entonces Gandalín-, ¿en qué estáis pensando? Ved allí una carroza que se dirige a nosotros. Estas palabras, acompañadas de una fuerte sacudida en el brazo, hicieron volver a nuestro joven a la realidad, y levantándose, salió gentilmente al encuentro de los que llegaban y saludólos con cortesía. En la carroza venía una señora muy bella llorando desconsoladamente, custodiada por tres hombres a caballo, de noble aspecto, y algunas doncellas a pie. -Señora -dijo Amadís-, Dios haga que pronto cese la causa de vuestro duelo. -Y a vos dé honra -dijo ella-, que el motivo de mi dolor no ha de cesar, si Dios no pone remedio. -Dios lo ponga -respondió él-. Mas ¿qué cuita es la vuestra? -Amigo -dijo la señora-, toda mi felicidad y mi ventura dependen de una batalla que en este mismo lugar que estamos ha de celebrarse ante el rey. -¿ Y no tenéis quién os defienda? -No, y mi plazo es mañana. -¿Qué pensáis hacer? -Resignarme a perderlo todo -respondió ella-, a no ser que alguien se duela de mí y salga a pelear en mi defensa. -Pues Dios haga que lo encontréis -dijo Amadís- y venza en el combate, tanto por vuestro bien como por humillar la soberbia y la maldad de ese hombre vuestro enemigo, a quien yo conozco bien y sé que no es digno de figurar en la orden de caballería. Despidióse agradecida la dueña y siguió su camino con las doncellas y caballeros, mientras Amadís y Gandalín volvían a sus tendejones. Al día siguiente, muy de manana, vinieron las dos doncellas a decir a Amadís que el juicio iba a comenzar pronto en el llano que desde el cerro se dominaba. Amadís y su escudero se dirigieron rápidamente a un bosque próximo desde el cual podían ver todo lo que pasaba sin que ellos pudieran ser vistos de nadie. Poco después llegaron al lugar elegido para el combate el rey Lisuarte y su séquito. Detrás, venían los jueces. Entre las damas que acompañaban al rey vio Amadís a la princesa Oriana, y al verla sintió un vuelco en el corazón. Cuando todos se hubieron acomodado, apareció Dardán muy armado sobre un hermoso caballo de cuyas riendas tiraba su prometida, lujosamente ataviada como para una fiesta. Avanzaron ambos hasta ponerse frente al monarca, y una vez allí, dijo Dardán: -Señor, mandad entregar a esta doncella lo que debe ser suyo, y si hay

caballero que diga que no, sea conmigo en batalla. El rey Lisuarte mandó llamar a la dueña y le dijo: -Decidme, ¿tenéis quien combata por vos? -Señor, no -dijo ella llorando. El rey sintió una gran tristeza, pues sabía que era buena y honrada; mas los jueces habían convenido que así se zanjase el pleito y él nada podía hacer para impedirlo. Dardán paseó su mirada en derredor de sí, con gesto de triunfo, seguro de que nadie osaría aceptar su reto. La gente mirábalo en silencio, dando por descontada su victoria. Pero de pronto viose venir un caballero armado sobre un blanco corcel, que a todo galope se dirigió a Dardán el Soberbio aderezando sus armas. Todos admiraron su fina y noble estampa y preguntábanse maravillados quién sería aquel noble caballero, pues nadie lo había visto antes de ahora. Sólo la doncella de Dinamarca lo conoció por su escudo y armas y supo que era Amadís, y muy alegre se fue a comunicar su descubrimiento a su señora Oriana, a quien la emoción de la noticia puso una súbita pincelada de carmín en las mejillas y un desusado brillo en los ojos. El rey dijo a la viuda: -Señora, ¿quién es aquel caballero que quiere sostener vuestra razón? -Así me ayude Dios -respondió ella-, no sé quién es, que nunca le vi. Amadís entró en el campo donde estaba Dardán y pronunció en alta voz, de modo que todos le oyeran: -Dardán, yo digo que mientes al afirmar que los bienes de aquella noble señora pertenecen a su hijastra. y por mantener esta razón y porque así te lo prometí, combatiré contigo. -¿Y qué me prometisteis? -preguntó Dardán. -Que combatiría contra vos cuando os encontrara. ¿No os acordáis de aquella noche en que llamé a vuestro castillo y me dijisteis vuestro nombre? -¡Ah!, ¿conque sois vos? Pues sabed que ahora os precio menos que antes. -Podéis decir cuanto queráis, que pronto yo haré que os pesen vuestras bravatas. -Pues venga la dueña -dijo Dardán- y diga si está conforme en que seais su caballero, y vengaos si pudiereis. Entonces el rey se levantó y dijo a la dueña : -Este caballero quiere la batalla por vos. ¿Le otorgáis vuestro derecho? -Otorgo -dijo ella-, y Dios le dé buen galardón. Apartóse el rey y los demás que con él estaban y fueron todos a ocupar sus puestos, dejando el campo libre para el combate. Dardán y Amadís lanzáronse uno contra otro galopando en sus caballos e hiriéronse con sus lanzas con tanta fuerza, que ambas se quebraron. Echaron mano a sus espadas y juntáronse sus cuerpos y sus escudos, y con tanta furia combatían, que sus yelmos, que eran de fino acero, parecían arder al golpe de las espadas, tales eran las chispas que de ellos salían. El rey Lisuarte comentó entusiasmado : -Esta es la más brava batalla que hombre vio. Haré que el nombre del vencedor figure en la puerta de mi palacio, para que sirva de ejemplo y estímulo a todos los caballeros de mi reino que quieran ganar honra. Siguió la batalla durante mucho tiempo sin que ninguno de los dos contendientes diese muestra de flaqueza; antes al contrario, heríanse cada vez con mayor ardimiento. Hasta que al fin Dardán, viendo la inutilidad de sus esfuerzos por derribar a nuestro joven, dijo: -Caballero, nuestros caballos están cansados y esto hace durar mucho nuestra batalla; yo creo que si peleásemos a pie, hace ya rato que hubiera dado cuenta de vos.

Amadís respondió a esto : -Si vos creeis luchar mejor a pie que a caballo, apeémonos y defendeos, que bien lo habréis de necesitar; aunque no me parece que el caballero deba dejar su caballo mientras pueda estar en él. Así que descendieron de los caballos sin más tardar y prosiguieron la lucha aún con más braveza que antes, maravillando a todos los presentes. Pero poco a poco, Dardán comenzó a dar muestras de fatiga; ya no se preocupaba de herir, sino solamente de guardarse de los golpes de su contrario. Y de este modo fue perdiendo terreno y flojeando cada vez más, hasta que un golpe de Amadís por encima del yelmo le hizo perder el equilibrio y caer con las manos en tierra. El joven se lanzó entonces sobre él y le puso la espada sobre el rostro. -Dardán, date por muerto si no confiesas que la dueña tiene razón y que tú mentías al reclamar para su hijastra sus haberes. Dardán respondió, muerto de miedo: -¡Caballero, tened clemencia y no me matéis! Confieso todo eso que decís. -Repetidlo en voz alta, que lo oigan todos. Obedeció el soberbio Dardán y Amadís, montando de un salto en su caballo, lo puso al galope y se internó en la floresta. CAPITULO IX: CABALLERO DE LISUARTE Cuando Amadís se alejó del campo halló a Gandalín muy alborozado por su triunfo, del cual había sido testigo oculto tras unos árboles. Ayudó el escudero a desarmar a su señor y aderezóle algo para comer. Luego de descansar un poco, dijo Amadís: -Amigo, ve a la ciudad y haz por ver a la doncella de Dinamarca. Ella te conducirá a presencia de Oriana y de Mabilia. Hazles saber que estoy aquí y que pronto iré a verlas. Marchó Gandalín a cumplir el encargo y a poco volvió con las dos primas de la dueña en cuya defensa había combatido Amadís. -Dime, Gandalín, ¿has visto a Oriana? -He visto a Oriana ya Mabilia, y he hablado con ellas. -¿Y qué te han dicho? -Ya sabían que eras tú el caballero que venció a Dardán. Se lo dijo la doncella de Dinamarca, que te conoció por el escudo. Están locas de alegría y esperan con ansia tu llegada a la ciudad. Oriana me ha dado este anillo para que lo lleves siempre como recuerdo y me ha encargado que te diga que ni un solo instante te ha olvidado desde que se separó de ti. -¿De veras te ha dicho eso? -preguntó nuestro joven besando el anillo. Pero de pronto vio a las doncellas y sin esperar la respuesta de Gandalín saludólas cortésmente y les dijo: -Perdonadme, amigas; no había reparado en vuestra presencia. -Estáis perdonado -respondieron ellas sonriendo-. Venimos -siguió diciendo una- a daros las gracias por lo que habéis hecho por nuestra prima. -Nada tenéis que agradecerme. Supongo que ahora ya habrán cesado sus cuitas. -El caso es -dijo la doncella- que una nueva desgracia le aflige, y a la que sólo vos podéis poner remedio. -¿Qué es ello? -preguntó Amadís. -El rey le manda que haga ir allí al caballero que combatió con Dardán, y por más que ella asegura que no lo conoce, el rey no lo quiere creer, y por este motivo está presa desde que terminó el combate.

-Más quisiera -dijo Amadís- que hubiera ocurrido de otro modo, pues yo no soy digno de darme a conocer a tan alto hombre; pero Dios dispuso así las cosas, él sabe por qué, y por tanto no puedo dejar de hacer lo que me pedís, pues mucho os estimo a las dos. Ellas se le hincaron de hinojos, agradeciendo su bondad. -Ahora id al lado de vuestra prima y decidle que diga al rey que la saque de prisión, pues sus deseos de ver al caballero que combatió por ella serán hoy mismo satisfechos. Luego tornad acá y me guiaréis a casa de la dueña para que me acompañe al palacio de Lisuarte. Marcharon las doncellas muy contentas con su embajada y Amadís vistióse con todas sus armas y se quedó esperando en el bosque su regreso, en compañía de Gandalín. No tardaron las jóvenes en volver con la noticia de que su prima hermana había sido puesta en libertad, y quedaba en casa esperando a su caballero. Pusiéronse los cuatro en camino y llegaron a casa de la dueña, la cual, al ver a Amadís, se arrojó a sus pies diciendo: -Señor, cuanto tengo vos me lo disteis. El respondió : -Señora, vamos ante el rey para cumplir la promesa que le habéis hecho, y quedar de este modo libre. Entonces se quitó el yelmo, y tomando del brazo a la dueña, seguido de Gandalín y de las dos doncellas, encaminóse al palacio de Lisuarte. Al pasar por las calles, todos se le quedaban mirando, y decían: -Este es el caballero que venció a Dardán. En palacio fue recibido en seguida por el monarca. -Amigo, sed bienvenido, que mucho habéis sido deseado. -Señor, Dios os dé alegría -respondió Amadís. El rey le tomó por la mano y dijo: -Así me ayude Dios, sois buen caballero. Agradecióle el elogio Amadís, y le preguntó: -¿Está la dueña libre? -Sí. -Creed, señor, que la dueña nunca supo quién combatió por ella sino ahora. Mucho se maravillaban todos de la gran hermosura de Amadís y cómo siendo tan mozo pudo vencer a Dardán, que era tan esforzado que en toda la gran Bretaña le temían. Amadís dijo al rey: -Señor, pues vuestra voluntad es satisfecha y la dueña libre, a Dios quedéis encomendado. Os ruego me deis licencia para partir. -¡Ay, amigo! -respondió Lisuarte-, no tengáis tanta prisa en dejarnos. Por favor, quedad unos días con nosotros. Accedió Amadís, tratando de dominar la alegría que ello le causaba. El rey lo tomó por la mano y lo condujo a una cámara en donde le hizo desarmar, presentándolo a todos los caballeros que en ella estaban. Luego se fue a la reina y díjole que tenía en su casa al buen caballero que la batalla venciera. -Señor -dijo la reina-, mucho me place. ¿y sabéis ya cuál es su nombre? -No, que hice la promesa de no preguntárselo. -Por aquí se dice que es hijo del rey Perión de Gaula. ¿Creéis que será él? -Pronto saldremos de dudas -dijo Lisuarte. Y llamando a Gandalín le preguntó: -Dime, ¿es tu señor Amadís, el hijo del rey de Gaula? -Sí, lo es -respondió el escudero. Entonces el rey Lisuarte y su esposa llamaron a Oriana y a Mabilia para darles la noticia, pues sabían que ellas lo habíanconocido en el palacio del rey Languines cuando era el Doncel del Mar.

Oriana y Mabilia, al ver a Amadís, fingieron una gran sorpresa para ocultar lo que ya sabían, y fueron muy contentas a abrazarle, expresando la alegría que sentían por tenerle en su casa. La reina dijo a Oriana: -Hija mía, recibe a este joven que tan bien te sirvió cuando era doncel y servirá ahora como caballero, y ayudadme las dos a rogarle que se quede en esta corte al servicio del rey Lisuarte, como uno de sus mejores hombres. -Querido primo -díjole Mabilia-, ya habéis oído el ruego de la reina, al que uno el mío. ¿Qué respondéis? Todo turbado miró el joven a la princesa Oriana, la cual, sonriendo, le hizo seña con la cabeza de que lo concediese. -Señora -dijo Amadís a la reina-, no sabéis cuánto honor me hacéis con vuestra súplica. Contadme desde hoy como vuestro caballero, y mandadme cuanto os plazca. Y así se estuvo Amadís en la corte del rey Lisuarte, alojado en su propio palacio, viendo diariamente a la princesa Oriana. Sólo Mabilia conocía el amor de los dos jóvenes. Ambos trataban de ocultarlo para que no llegase a oídos del rey, temiendo que éste, a pesar de admirar tanto a Amadís, se opusiese a sus relaciones, pues era muy ambicioso, y en más de una ocasión había expresado su propósito de casar a su hija con uno de los más poderosos monarcas de la tierra. -Tengamos paciencia -consolaba Oriana al impaciente Amadís-, con el tiempo, yo lograré convencerle. Transcurrieron más de dos semanas, y al cabo nuestro joven sintió un incontenible deseo de salir por el mundo en busca de nuevas aventuras que le hiciesen digno de aspirar a la mano de la princesa. Consideró, además, que había llegado la hora de cumplir la promesa que le hiciera a su madre de buscar a su hermano Galaor. Entonces rogó al rey le diese licencia para partir. Concediósela éste de buen grado, y un día, luego de oír misa y de despedirse de Oriana y de Mabilia -las cuales, aunque con gran tristeza en su corazón, no dejaron de comprender la prudente resolución del joven-, montó en su blanco corcel y se fue acompañado de su fiel escudero, dispuesto a emular las hazañas de los más esforzados caballeros del mundo. CAPITULO X: EL ENANO FIEL Anduvieron todo el día sin que les ocurriese nada digno de ser relatado, y al llegar la noche albergáronse en casa de un infanzón viejo. Otro día, siguiendo el camino, vieron venir a una dueña que traía consigo dos doncellas y cuatro escuderos, los cuales portaban sobre unas andas un caballero malherido, y todos lloraban dando gran señal de duelo. Amadís llegóse a la dueña y le preguntó: -Señora, ¿qué lleváis sobre esas andas? -Llevo -dijo ella- toda mi cuita y mi tristeza, un caballero con quien estoy casada, y va tan mal llagado que cuido que morirá. El se llegó a las andas, alzó un paño que le cubría y vio dentro a un caballero con el rostro negro e hinchado, cubierto en parte de sangre, y le preguntó: -Señor caballero, ¿de quién recibísteis este mal? El herido no contestó y volvió un poco la cabeza. Amadís dijo a la dueña: -¿De quién recibió este caballero tanto mal? La dueña, llorando, contó que al pasar por un puente, no lejos de allí, había unos hombres armados, los cuales preguntaron a su esposo si era caballero del rey Lisuarte. Su esposo respondió que sí, y entonces aquellos hombres dijeron que ningún caballero del rey Lisuarte que pasara por allí quedaría con vida, porque uno de su corte, un tal Amadís, había vencido a Dardán, y ellos querían así vengar su afrenta. -Y dicho esto -terminó contando la dueña- aquellos desalmados se abalanzaron

sobre él y lo dejaron en el triste estado en que ahora le veis. Amadís respondió: -Señora, dadme uno de vuestros escuderos para que me muestre a esos hombres, que yo prometo por mi nombre que os haré justicia. -¿Y cuál es vuestro nombre? -preguntó la dueña. -Amadís. -Sois vos, entonces, ése que ellos buscan y que humilló a Dardán el Soberbio? -Ese soy. -¡Ay, buen caballero -dijo ella-, Dios os guíe y dé buen viaje y os ayude en la empresa! Fuéronse Amadís, Gandalín y el escudero de la dueña y pronto llegaron al puente en que se encontraban los tres hombres armados. Uno de ellos dijo a Amadís: -¡Alto! No entraréis en la puente si antes no juráis. -¿Y qué he de jurar? -preguntó altivo el joven. -Si sois de casa del rey Lisuarte, y si lo sois, os haremos perder la cabeza. -No suelo perder nada, y menos la cabeza. En cuanto si soy o no caballero del rey Lisuarte, os diré que lo soy, y desde hace poco tiempo. -¿Desde cuándo? -Desde que combatí a Dardán amparando los derechos de una noble señora. -Entonces, ¿vos sois Amadís? -En efecto, ése es mi nombre. -¡Pues daos por muerto! Espoleó su caballo y fue contra Amadís con su lanza, a todo el galope del animal; nuestro héroe lo esperó firme sobre el suyo, y cuando estuvo cerca dióle con su lanza en el escudo y con la violencia del golpe cayeron a tierra caballo y caballero. Levantóse vacilante, pero esta vez dióle Amadís con la espada por encima del yelmo, dejándole fuera de combate. Otro hombre trató de agredirle por detrás, pero avisado por Gandalín volvióse con rapidez, y en poco tiempo el agresor yacía en el suelo, sin poder moverse. El otro caballero, viendo la suerte de sus dos amigos, huyó tan velozmente que ni un galgo sería capaz de pillarlo. Entonces Amadís envainó la espada y dijo al escudero de la dueña: -Ahora volved al lado de vuestra señora y contadle lo que habéis visto. Marchóse el escudero asombrado de la proeza de Amadís, y éste y Gandalín siguieron tranquilamente su camino. Atravesaron un bosque y entraron al cabo en una hermosa vega, en la cual vieron un enano disforme que venía montado en un palafrén. Amadís le preguntó de dónde venía. -Vengo de casa del conde Clara -dijo el enano. -Por ventura -preguntó Amadís-, ¿viste tú allá un caballero novel que llaman Galaor? -Sí, lo vi. -¡Ay, enano, por la fe que a Dios debéis, os ruego me conduzcáis a donde se encuentra! -Yo os llevaré con tal que me otorguéis un don y vayáis conmigo a donde yo os lo pidiere. -Concedido -prometió Amadís-. Y ahora guiadme hasta él, que ardo en deseos de verle. Fueron camino adelante seguidos de Gandalín. Anduvieron todo aquel día sin hallar ventura y cogiólos la noche cerca de una fortaleza. -Señor -dijo el enano-, aquí os albergaréis, pues conozco a la dueña y sé que se sentirá honrada con alojaros. Llegaron a la fortaleza y hallaron a la dueña, que les dio de cenar y les preparó

un blando lecho de plumas para que durmiesen. Pero Amadís apenas si pegó ojo durante toda la noche pensando en su princesa Oriana. Poco después de salir el sol, emprendieron la marcha guiados por el enano, y en un campo vieron a un caballero que combatía con dos, y Amadís preguntó a éstos: -Por favor, parad un momento y decidme por qué combatís. Uno de ellos le contestó : -Porque éste dice que él solo vale más que nosotros los dos juntos. -Pequeña es la causa -dijo Amadís-, que el valor de cualquiera no hace perder el del otro. Ellos comprendieron que tenía razón y dejaron la batalla y preguntaron a Amadís si conocía al caballero que combatiera por la dueña contra Dardán en casa del rey Lisuarte. -¿Y por qué lo preguntáis ? -dijo él. -Porque queremos hallarlo -respondieron ellos. -No sé -dijo Amadís- si lo decís por bien o por mal, pero yo le vi no hace mucho en casa del rey Lisuarte. Y partióse de ellos y siguió su camino. Los tres caballeros hablaron entre sí y dando de las espuelas a los caballos fueron en pos de él; pero Amadís los vio venir y tomó sus armas. Los caballeros no traían lanzas, que las habían roto en el combate. -¿Qué es eso, señor -le advirtió el enano-, no veis que los caballeros son tres? -¿Y eso qué importa? -contestó Amadís-. Si me acometen sin razón, yo me defenderé si puedo. Ellos llegaron y dijeron: -Espera, queremos pediros un favor. -Decid. -Os rogamos que nos digáis ,como leal caballero, en dónde podremos encontrar al que vencio a Dardán. Él, que no podía hacer sino decir verdad, dijo: -Yo soy, y si no os lo he dicho antes fue por no loarme de ello. Cuando los tres caballeros esto oyeron, gritaron: -¡Ah, traidor, muerto sois! Amadís echó mano a la espada y al primero que le acometió le asestó un golpe en el hombro que le hizo gritar de dolor y abandonar el campo. Los otros dos, viendo la suerte de su compañero, estuvieron dudando unos instantes y al cabo volvieron grupas a sus caballos y huyeron vergonzosamente. El enano, muerto de risa, le dijo: -Ahora veo, señor, que vuestro valor es más grande que lo que me figuraba, y me alegro de haberos pedido el don, que pronto os diré. Siguieron andando, y al término de cinco días vieron un hermoso castillo que se alzaba sobre unas rocas. y dijo el enano: -Señor, en aquel castillo me habéis de dar el don que me prometisteis. -En el nombre de Dios -dijo Amadís-, yo te lo daré si puedo. -¿Sabéis, señor, cuál es el nombre de este castillo? -No, que nunca en esta tierra entré. -Pues sabed que se llama Valderín -explicó el enano. Y así hablando llegaron a la fortaleza, y el enano dijo: -Señor, tomad vuestras armas, -¿Cómo? -preguntó Amadís-, ¿crees tú que será menester? -Sí, que los que ahí entran no salen fácilmente. Amadís tomó sus armas y metióse adelante, y el enano y Gandalín en pos de él, y cuando entró por la puerta miró a un lado y a otro, mas no vio a nadie; entonces dijo: -Despoblado me parece este lugar.

-¡Por Dios! -exclamó el enano-, a mí también. -Pues ¿para qué me trajiste aquí y qué don quieres que te otorgue? -Verá, señor, yo vi aquí el más bravo caballero y más fuerte en armas que he conocido nunca; en aquella puerta mató a dos caballeros, el uno de los cuales era mi amo, y lo mató tan fieramente que jamás podré olvidar aquella escena. Yo os quisiera pedir la cabeza de aquel traidor; ése es el don que os pido, y que me prometisteis cumplir. Ya he traído a este mismo lugar a otros caballeros para vengarme, pero unos sucumbieron en el empeño y otros fueron cautivos de ese hombre, que más parece diablo por su poder. -Está bien -concedió Amadís-, pero no olvides que tú también prometiste guiarme hasta Galaor. -Lo haré a su debido tiempo -prometió el enano. -Dime, ¿qué sabes de ese caballero que mató a tu amo? -Sólo sé de él que se llama Arcalaus el Encantador.

CAPITULO XI: EXTRAÑA AVENTURA Amadís volvió a mirar a todas partes, y no viendo a persona alguna, se apeó del caballo y preguntó: -Enano, ¿qué quieres que haga? -Señor -dijo él-, la noche se viene y no creo prudente que aquí nos alojemos. -Pues yo no me iré -respondió el joven- hasta que ese caballero venga, o alguno de él me dé noticias. -¡Por Dios!, yo no me quedaré aquí -dijo el enano temblando de miedo-, que Arcalaus me conoce bien y sabe que pugno por hacerle matar. -Tú te quedas donde estás, o no me hubieras traído. Siguió adelante, y viendo un corral se metió por él, llegando a un lugar muy oscuro, en el que había unas gradas que bajaban a un sótano. -Bajemos por estas gradas y veremos qué hay allá -propuso el joven. -¡Ay, señor -suplicó el enano-, tened piedad de mí! No hay cosa por la que yo sea capaz de entrar en este lugar tan espantoso, y por Dios dejadme marchar, que mi corazón se me espanta mucho. ¿No oís sus latidos? Parece como si quisiera escapárseme del pecho. -Idos en buena hora -dijo riendo Amadís-, que yo bajaré solo a ese lugar, aunque sea el mismísimo infierno. No quiso saber más el enano y escapó como si el diablo le fuera pisando los talones. Amadís descendió entonces por aquellas gradas y siguió adelante. Encontróse en un lugar tan oscuro que apenas si veía nada. Topó de pronto con una pared, y tanteando por ella dio con una barra de hierro en que estaba una llave colgada, y abriendo un candado y empujando luego una puerta, oyó unas voces que decían: -¡Dios, Señor, envíanos la muerte, porque tan dolorosa cuita no suframos. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, pudo distinguir Amadís a unos hombres en una estrecha celda, y a dos carceleros ante ella, los cuales, al oír los lamentos de los prisioneros, se levantaron del suelo en donde estaban acostados y dijo uno al otro: -Toma el látigo y haz callar a ésos, que no nos dejan dormir. Tomó el otro el látigo refunfuñando y fue hacia los cautivos con intención de azotarles; pero Amadís, de un salto, plantóse ante él y le dijo: -¡Alto! ¿Qué vais a hacer? El verdugo miró a Amadís con la boca abierta y los ojos espantados, sin acertar a decir palabra, tales eran la sorpresa y el pavor que sentía. Al fin pudo articular,

tartamudeando: -Pe... pero ¿qué hacéis aquí? ¿Có... cómo habéis logrado entrar? Y de repente se puso a gritar con todas sus fuerzas: A mí, compañeros, a mí! ¡Socorro! ¡Favor! A sus gritos acudieron tres hombres, y uno de ellos, que por su aspecto parecía el más fuerte y el jefe de todos, dijo mirando amenazadoramente a Amadís: -¡Quietos, dejádmelo, que yo daré cuenta de él! Y empuñando un hacha y una adarga lanzóse furioso contra nuestro joven. Consiguió éste desarmarle con su espada, no sin dificultad, y, entonces aquel gigante cogióle entre sus musculosos brazos y comenzó a apretarle con toda su fuerza hasta hacerle casi perder el aliento. Pero Amadís, en un supremo esfuerzo, consiguió desprenderse de él y dióle una puñada en el rostro con tan buena fortuna, que el otro empezó a sangrar por la nariz, y tratando de contener la hemorragia llevóse la mano a ella, momento que aprovechó nuestro héroe para darle un golpe en la cabeza con la cruz de la espada que le hizo perder el sentido. Al ver vencido a su jefe, rindiéronse los demás rogándole que no les matase, que ellos se entregaban a él. -Pues dejad luego la espada -dijo Amadís- y mostradme a esa gente cautiva que da voces. Uno de los tres hombres cogió unas llaves del bolsillo del que estaba desmayado en el suelo y, encendiendo una vela, echó a andar seguido de nuestro caballero y de los dos hombres. Amadís oyó gemir y llorar en una cámara pequeña, y preguntó: -¿Quién yace aquí? -Señor -dijeron ellos-, una dueña que es muy desgraciada. -Pues abrid esa puerta, que quiero verla. Sacó las llaves el que llevaba la luz y diósela a uno de los otros hombres, que abrió la puerta para que pasara Amadís. Vio éste en un rincón de aquella estrecha celda una mujer con una gruesa cadena en la garganta y los vestidos rotos, que al verle exclamó amargamente, tomándole sin duda por uno de sus carceleros: -Por favor, tened piedad de mí y dadme la muerte, que todo es preferible a estos martirios que estoy sufriendo. -No temáis, señora -dijo Amadís dulcemente-, que yo he de sacaros de aquí si puedo. -¿Quién sois? -preguntó ella. -Un caballero extranjero que viene a libertaros. Mandó Amadís que le sacaran las cadenas y le ayudó a ponerse en pie para salir de allí. Y viendo ella que el joven la miraba con piedad, dijo: -Señor, aunque así me veais, yo soy hija de rey, y por rey fui presa. Mandó Amadis que le trajesen algo con que la pudiesen cubrir, y uno de los carceleros trajo un manto escarlata, que el joven le echó sobre los hombros. Luego le dijo: -Ahora vámonos de aquí, que quiero dejaros en buenas manos antes de volver por los otros cautivos. Subieron las gradas y encontráronse al poco tiempo con un hombre que dijo al que llevaba las velas: -Dice Arcalaus que dónde está el caballero que aquí entró; si lo matasteis o si está preso. El otro tuvo tal miedo al oír esto, que comenzó a temblar, y las velas cayéronle de las manos. Amadís las cogió y dijo: -No tengas miedo, hombre; ¿de qué temes estando conmigo? Ve adelante. Salieron hasta el corral y vieron que gran parte de la noche era pasada y que el cielo estaba despejado y la luna llena. Cuando la infeliz cautiva pudo respirar el aire de

la noche, en libertad, sintió una gran emoción y dijo al joven: -¡Ay, buen caballero! Dios te dé el galardón que mereces. Amadís llamó a Gandalín, al que esperaba hallar allí, mas no lo encontró por parte alguna. Entonces exclamó furiosamente: -Si han matado al mejor escudero del mundo, por él se hará la mejor y más cruel venganza que nunca se hizo, si yo vivo. Estando así oyó unas voces, y yendo al lugar de donde provenían halló al enano colgado de una pierna en una viga, y debajo de él un fuego con olor a azufre que le estaba achicharrando la cabeza; y un poco más allá vio a Gandalín atado a un poste. Y queriéndolo desatar, dijo el escudero: -Señor, socorred antes al enano, que está en peor situación que yo. ¡Ay!, si la escena no fuera trágica, sería cosa de risa ver al enano patas arriba haciendo contorsiones para librarse del fuego que le chamuscaba los cabellos, chillando y estornudando a causa del olor a azufre que de la hoguera se desprendía. Acudióle Amadís a toda prisa, y, sosteniendo al enano con un brazo, cortó con la espada la cuerda que le sujetaba. Luego fue a librar a Gandalín de sus ligaduras. Cuando ambos estuvieron libres sin que, gracias a Dios, hubieran sufrido ningún daño, corrió hacia la puerta del castillo, mas la encontró cerrada, siendo inútiles todos sus esfuerzos para abrirla. Entonces se sentaron los cuatro en un poyo que había en el corral, esperando a que pasara la noche. Amadís preguntó a la joven: -Decidme, ¿quién es ese rey por el cual estabais presa? -Arbán de Norgales. ¿Lo conocéis ? -¿Cómo no he de conocerlo si es uno de los mejores caballeros del rey Lisuarte? Con él he estado en la corte del rey, y me honro con su amistad. Y decidme, ¿por qué Arcalaus os hizo cautiva? -Arbán de Norgales es mi prometido, y uno de los más encarnizados enemigos del malvado Arcalaus el Encantador. Por eso éste me raptó, para así vengarse de él y tenerle en sus manos. El enano, entretanto, estornudaba estrepitosamente, pues el azufre de la hoguera se le había metido por la nariz y no le daba punto de reposo. Amadís y la joven no pudieron contener la risa viendo los gestos del infeliz, que a cada estornudo maldecía la hora en que se le había ocurrido entrar en aquel lugar donde estuvo a punto de morir achicharrado a fuego lento, como una longaniza. En estas cosas fue pasando la noche y vino la mañana, que era clara y hermosa. Entonces vio Amadís a un caballero asomado a una ventana, el cual le gritó: -¿Sois vos quien vencisteis a mi carcelero y mis hombres? -Y vos -respondió Amadís-, ¿sois, por ventura, el que injustamente mata a caballeros y prende a dueñas y doncellas? Sabed que yo os tengo por el más desleal caballero del mundo, a causa de vuestra crueldad. -Yo haré que mi crueldad la conozcáis antes de lo que pensáis, para que se os quiten las ganas de tratar de enmendar lo que yo hago a tuerto o a derecho. Retiróse de la ventana, y a poco salió al corral muy bien armado encima de un gran caballo. Amadís se sorprendió al verlo, pues nunca se había tropezado con nadie de mayor estatura ni de aspecto más fuerte que el suyo; era un verdadero gigante, y nuestro joven pensó que si su corazón albergase bondad y su brazo estuviese al servicio de la justicia, no habría caballero de más poder en el mundo. -¿Qué me miráis? -preguntó Arcalaus, que éste era el caballero. -Te miro -contestó Amadís- porque podrías ser hombre muy señalado, si tu maldad y tus malas obras no lo estorbasen. -A fe que se perdió en vos un buen predicador -repuso el otro con ironía. Y fue hacia él lanza en ristre, dispuesto a ensartarlo al primer golpe. Pero dio éste en el escudo de Amadís, y la lanza saltó en pedazos por el aire. Juntáronse entonces los caballos tan bravamente, que dieron con sus cuerpos en tierra; pero

ambos levantáronse con agilidad, tomando cada cual su espada y su escudo con ánimo de proseguir el combate a pie. -Caballero -dijo Arcalaus-, tú estás en aventura de muerte y no sé quién eres; dímelo por que lo sepa, que yo más pienso en matarte que en vencerte. -Mi muerte -respondió Amadís- está en la voluntad de Dios a quien yo temo, y la tuya en la del diablo, que sin duda está ya enojado de sostenerte y quiere tu alma para sí. Mas deseas saber quien soy, dígote que mi nombre es Amadís de Gaula, y soy caballero de la reina Brisena, esposa del rey Lisuarte. Y basta de hablar, que quiero dar cima a la batalla y no he de dejarte holgar más en ella. Hiriéronse ambos de fuertes y duros golpes, de tal modo que el suelo se vio sembrado de pedazos de sus escudos y de las mallas de la cota. Arcalaus, a quien el cansancio habíale quitado mucho de su fuerza, fue a dar un golpe a Amadís por encima del yelmo, mas no pudiendo sostener la espada saltósele de la mano y cuando se quiso bajar para recogerla, propinóle tal empellón Amadís que cayó de cabeza al suelo, quedando unos instantes aturdido. Pero irguiéndose al cabo, antes de que el otro se lanzase sobre él, huyó por la misma puerta por la que había salido, y nuestro joven en pos de él, entrando ambos de este modo en el castillo. Arcalaus se introdujo en una cámara y desde ella dijo a Amadís: -Ahora entra y combate conmigo. -Combatamos aquí -respondió aquél-, que tendremos más espacio para ello. -No quiero -dijo Arcalaus. -¡Cómo! ¿Te figuras, acaso, que estarás ahí más seguro? Pues espera y verás. Tomó el escudo el joven y entró en la sala, y levantando la espada fue a herirle con furia, cuando de pronto una extraña debilidad se apoderó de él y perdió el sentido. Arcalaus dijo: -No quiero que muráis de esta muerte, sino de ésta- y llamando a su esposa, que estaba en la puerta, le preguntó: -¿Os parece, amiga, que me vengaré bien de este caballero? -Me parece -dijo ella tristemente- que os vengaréis a vuestra voluntad. Arcalaus entonces comenzó a desarmar a Amadís y llevóse todas sus armas con él; pero antes dijo a la dueña: -Cuidad vos de que nadie lo saque de aquí hasta que haya muerto. Responderéis de ello con vuestra vida. Y salió armado al corral, y al verle con el escudo y la espada de Amadís todos pensaron que lo había matado. La joven comenzó a llorar, y lo mismo Gandalín y el enano, que ya daban a su señor por muerto. Arcalaus dijo a la doncella: -Buscad a otro que de aquí os saque, pues el que conocisteis ya está despachado hace rato. Luego cogió a la doncella por un brazo diciendo: -Venid conmigo y veréis cómo muere aquel malaventurado que conmigo se combatió. Y llevándola a donde Amadís estaba, añadió: -¿Qué os parece de vuestro amigo? Ella comenzó a llorar amargamente, exclamando: -¡Ay, buen caballero, cuánto dolor y tristeza será para muchos buenos tu muerte! Arcalaus dijo a su esposa: -Cuando este caballero haya muerto, haced tornar a esta mujer a la prisión de donde él la sacó. Yo me iré a la corte del rey Lisuarte. Le diré que combatimos los dos, pero que antes fue acordado que el vencedor cortase al otro la cabeza y antes de los quince días fuese a decirlo al rey. De este modo no podrán hacerme ningún mal, por mucho que les pese, pues creerán que ha sido justa mi victoria, y yo quedaré con la mayor gloria y alteza en las armas que haya tenido caballero en el mundo, por haber

vencido a éste que par no tenía. Y volviendo al corral hizo poner en oscura cárcel a Gandalín y al enano. Gandalín quisiera que lo matara, e íbale llamando: -¡Traidor!, que mataste al más leal caballero que nunca nació. Mas Arcalaus lo mandó llevar a sus hombres a rastras por las piernas, diciendo: -Si te matase no te daría pena. En la mazmorra donde te encerrarán la tendrás mucho mayor que la misma muerte. Y cabalgando en el caballo de Amadís y llevando consigo tres escuderos, se metió en el camino que conducía al palacio del rey Lisuarte.

CAPITULO XII: ¡AMADÍS HA MUERTO! Anduvo tanto Arcalaus desde que se partió de Amadís, que a los diez días llegó a casa del rey Lisuarte cuando el sol salía, y a esta sazón el rey, que estaba en el bosque cazando en compañía de algunos de sus caballeros, violo venir, y creyendo por su escudo y sus armas que era el propio Amadís de Gaula el que a él se acercaba, salió a su encuentro alborozado. Mas cuando a él llegaron comprendieron que no era el que pensaban, pues traía las manos y el rostro descubierto. Arcalaus se apeó ante el rey y le dijo: -Señor, yo vengo a vos porque así se lo prometí al caballero que en justa lid he vencido. Habíamos acordado, poco antes del combate, que el que de los dos saliera de él con vida viniera a vuestras plantas a comunicaros su victoria y la muerte de su enemigo. Por eso estoy ahora ante vos, que no por loarme de mi triunfo. -¡Santa María me valga! -exclamó el rey-, muerto es el más valiente y esforzado caballero del mundo. ¡Ay, Dios!, ¿por qué os plugo que tal caballero muriera en la flor de su juventud, cuando tanto cabía esperar de él? Marchóse enojado Arcalaus oyendo aquello y maldecíanle los que le veían marchar; pero aunque de buena gana hubieran tomado venganza de la muerte de su amigo, nada podían hacer, pues las leyes de la Caballería no amparaban sus deseos. El rey se fue a su palacio lleno de tristeza. Pronto las nuevas de la muerte de Amadís se extendieron por la corte. La reina y sus dueñas, al saber la infausta noticia, comenzaron a llorar, dando todas ellas señales de gran pesar y duelo. Oriana, que estaba en sus habitaciones, envió a la doncella de Dinamarca a que se enterase de cuál era la causa de aquel llanto. Al poco rato volvió la doncella pálida como la cera, y, derramando abundantes lágrimas, dijo a la princesa: -¡Ay, señora, qué cuita y qué gran dolor! Oriana se estremeció toda y exclamó, presa de un repentino presentimiento: -¡Santa María me valga! ¿Ha muerto Amadís? La doncella no se atrevió a decirle nada, pero en sus ojos leyó Oriana la verdad y cayó a tierra como fulminada. La doncella, que así como la vio desmayada dejó de llorar, corrió asustada a buscar a Mabilia, que estaba en su dormitorio llorando desesperadamente la muerte de su primo, pues ya se había enterado también de la noticia. -Señora, por el amor de Dios -le dijo la doncella-, corred a donde está mi señora, que se muere. Salió Mabilia a toda prisa y entró en la habitación de Oriana, y la vio tendida en el suelo, sin sentido. Entre las dos, la colocaron sobre el lecho, le aflojaron los vestidos y le aplicaron esos remedios caseros que suelen aplicarse en tales casos. Al fin volvió la princesa en sí, y al ver a sus amigas dijo tristemente: -¡Por favor, no estorbéis mi muerte si mi descanso deseáis, que no quiero ni una hora vivir sin aquél que sin mí no viviría ni tan sólo una hora!

Y luego exclamó llorando: -¡Ay, flor y espejo de toda caballería, no solamente yo padeceré con vuestra muerte, sino el mundo todo por haber perdido en vos a su gran caudillo y capitán, así en las armas como en todas las otras virtudes! Al ver tan grandes muestras de sentimiento, procuró consolarla Mabilia, y sacando fuerzas de flaqueza, le dijo: -Mujer, ¿qué poco seso es ése que así te dejas morir con nuevas tan livianas como aquel caballero te trajo, no sabiendo si son verdad? Pero Oriana apenas la oía, tan ajena estaba a todo lo que no fuera la pena que embargaba su corazón.

CAPITULO XIII: EL MISTERIO DE LAS DOS DONCELLAS Pero volvamos a Amadís, al que hemos dejado en trance de muerte en el castillo de Arcalaus. Grindalaya, que éste era el nombre de la doncella a quien Amadís había sacado de la prisión, hacía tan gran duelo sobre el joven que daba lástima oírlo. -¡Ay, mis señoras! -decía a la esposa de Arcalaus y a las otras dueñas que con ella estaban-, mirad cómo muere el mejor caballero del mundo, en la flor de su vida. ¡Mal hayan aquéllos que saben de encantamientos, que tanto mal y daño a los buenos pueden hacer! La mujer de Arcalaus -que tanto como su marido era sojuzgado de la crudeza y de la maldad, era ella inclinada a la piedad y virtud y pesábale de corazón lo que su marido hacía, y siempre en sus oraciones rogaba a Dios que lo enmendase- consolaba a la joven cuanto le era posible. Y estando en esto entraron en la cámara dos doncellas, trayendo en las manos muchas velas encendidas que colocaron a la cabecera y a los pies del lugar donde yacía Amadís. Las dueñas, temiendo que quisieran llevarse su cuerpo, trataron de impedirlo por miedo a Arcalaus; pero por más que hicieron por moverse no lo lograron, como si una fuerza invisible las sujetara. Una de las doncellas sacó un libro de una arquita que traía bajo el brazo y comenzó a leer en él en un lenguaje extraño, y la otra doncella le respondía algunas veces, pero hubo un momento en que le respondieron muchas voces juntas que parecían más de ciento, aunque nadie pudo ver de dónde las voces salían. La doncella, al cabo de algún tiempo, cesó en su lectura, y de pronto viose venir un libro por el aire, como impulsado por el viento, y cayó a sus pies; ella lo cogió, partiólo en cuatro pedazos, quemó éstos en las velas pronunciando unas palabras y luego fue a donde yacía Amadís y, tomándolo por un brazo, le dijo: -Señor, levantaos. Amadís se levantó y exclamó asombrado: -Pero, ¿qué hago aquí? ¿Qué me ha ocurrido? Explicáronle lo que había pasado, con lo que creció aún más el asombro del joven. Al cabo comprendió que había sido víctima de un maleficio hecho por Arcalaus el Encantador, y dio gracias a Dios por haberle librado de la muerte. -Y vos, ¿quiénes sois? -preguntó a las doncellas-. Os ruego me digáis vuestros nombres. -Nuestros nombres nada importan -dijeron ellas-, e hicieron ademán de salir. -¡Esperad, no os vayáis aún! -suplicó el joven-; decidme al menos, donde podré encontraros. -Sabed que somos sobrinas de Urganda la Desconocida. Ella nos avisó que debíamos venir aquí y hacer lo que hemos hecho; nos dijo que no sería justo que tal

hombre como vos muriera así, que antes querrá Dios que a vuestras manos mueran otros que mejor lo merecen. Y dicho esto desaparecieron con el mismo sigilo y el mismo misterio con que antes entraron. Todos los presentes quedaron maravillados de lo que había ocurrido. Amadís preguntó qué había sido de Arcalaus, y Grindalaya (la joven que había sacado de la prisión) le contó cómo había cogido sus armas y su caballo y se había ido con dos escuderos al rey Lisuarte a darle nuevas de su muerte. A esto dijo Amadís: -Yo bien sentí cómo me desarmó; mas todo me parecía como en sueños. Lo que más siento es mi espada, que no hubiera yo dado por todo el oro del mundo. Luego armóse con todas las armas de Arcalaus y preguntó en dónde estaban Gandalín y el enano. Grindalaya le dijo que los habían metido en el calabozo. Entonces ordenó Amadís a la mujer de Arcalaus: -Guardadme a esta joven como a vuestra cabeza hasta que yo vuelva. Y saliendo de la cámara bajó las gradas y llegó al sótano, en donde los hombres de Arcalaus se quedaron espantados al verle, como si fuera un fantasma y no un ser de carne y hueso. Amadís dijo a uno de los hombres: -Condúceme a la prisión y no tengas miedo, que nada malo habrá de ocurrirte. Obedeció el carcelero y llevólo a una mazmorra en donde estaban más de cien cautivos, a los que puso inmediatamente en libertad, y entre ellos a Gandalín y al enano. La alegría de éstos al ver vivo a su señor no es para descrita. Gandalín se abrazó a él llorando de emoción, y el enano sintió tal gozo que comenzó a dar volteretas como si hubiera perdido el juicio. Los cautivos, al verse en libertad, se pusieron de rodillas a dar gracias a Dios por la merced que les había hecho, y preguntaron a Amadís cuál era su nombre, para bendecirlo durante el resto de su vida. -Yo os lo diré de buen grado -les dijo el joven-. Me llamo Amadís de Gaula, soy hijo del rey Perión y caballero del rey Lisuarte y de su esposa Brisena. -Pues yo -dijo a su vez uno de los caballeros- sirvo al mismo rey que vos. -¿Cómo os llamáis? -preguntó Amadís. -Me llamo Brandoibas -respondió él. Abrazólo el joven al oír este nombre, pues muchas alabanzas había escuchado de él en la corte de la Gran Bretaña. Los otros presos dijeron a Amadís: -Señor, aquí estamos todos dispuestos a serviros en lo que nos mandéis. Decidnos qué queréis que hagamos en vuestro favor. -Amigos, quiero que cada uno se vaya a donde más le agrade y más provechoso le sea. -Señor, aunque vos no nos conozcáis ni sepáis de qué tierra somos, todos os conocemos para serviros, y si en alguna cuita os encontráis, no esperaremos vuestro mandato, que sin él acudiremos a dondequiera que seais. Agradeciólo de corazón Amadís y fuéronse aquéllos cada uno a su tierra con toda la prisa que pudieron, ansiosos de abrazar a los suyos. Sólo Brandoibas quedó con Amadís. Tornó éste a la cámara en donde había sido encantado y dijo a la esposa de Arcalaus: -Señora, por vos dejo de quemar este castillo, que la gran maldad de vuestro marido me daba cumplida causa para ello. Pero lo dejo por el gran respeto que me merecéis. La dueña rompió a llorar. -Dios es testigo, caballero, del dolor y pesar que mi ánima siente por lo que Arcalaus, mi señor, hace; mas no puedo yo sino obedecerle y rogar a Dios por él para que lo vuelva al buen camino, si aún es tiempo. -Os ruego -dijo Amadís- que hagáis traer unos ricos paños para que esta

doncella se vista, y un caballo y unas armas para este caballero. En cuanto a mí, me llevaré el caballo y las armas de vuestro esposo, ya que él se llevó las mías. Y a fe que más querría yo mi espada que todos sus bienes juntos. Obedeció la dueña con mucho agrado, y cuando todos estuvieron dispuestos para partir, les dijo: -Ahora, si me lo permitís, quisiera aderezaros algo para comer, antes que de aquí os vayáis. Aceptaron todos de muy buen talante, pues sentían verdadera necesidad de reponer sus fuerzas; pero el enano y Grindalaya les acuciaban para salir de allí, con grandes muestras de temor. Amadís y Brandoibas riéronse del miedo de ambos, sobre todo del enano, que cada vez que se acordaba de su aventura se soltaba a estornudar a más y mejor, como si aún estuviera colgado de la viga por los pies con la hoguera bajo su cabeza. Terminada la comida, le dijo Amadís: -Enano, ¿quieres que esperemos a Arcalaus para que yo cumpla el don que me pediste? El enano puso una cara de susto tan cómica, que todos soltaron la risa al verla. -Señor -respondió con su voz aflautada-, tan caro me costó éste, que ni a vos ni a otro ninguno pediré un don en toda mi vida. Y ¡por Dios!, vayámonos pronto de aquí, que aún me quema el cuerpo. -Bien, pues no se hable más -dijo Amadís muy serio-, hágase como dices. Y montando en su caballo, luego de subir en él a Grindalaya, partióse del castillo en compañía de Brandoibas, el enano y Gandalín. La esposa de Arcalaus se despidió de él diciendo: -¡Dios ponga avenencia entre mi señor y vos! -Cierto, señora -respondió el joven-, aunque no la tenga con él la tendré con vos, que lo merecéis. Echaron a andar y caminaron todo el día sin descanso hasta la noche, que se albergaron en casa de un infanzón que a cinco leguas del castillo moraba; y al otro día, luego de oír misa y despedidos del huésped, entraron en su camino y Amadís dijo a Brandoibas: -Buen señor: yo ando en busca de un caballero, como os he dicho, y vos estáis fatigado, así que será mejor que nos separemos. -Señor -contestó Brandoibas-, a mí me conviene ir a la corte del rey Lisuarte, mas si vos queréis os acompañaré con gusto. -Mucho os lo agradezco, pero a mí me conviene andar solo y poner a esta joven en lugar seguro. -Señor -terció ella-, yo iré con este caballero a donde él va, pues allí hallaré al caballero por quien fui presa. -En el nombre de Dios -dijo Amadís-, en ese caso id con él, y a Dios vayáis encomendados. Bajó entonces la joven del caballo de Amadís y subió al de Brandoibas, emprendiendo ambos la marcha al castillo del rey Lisuarte. Amadís siguió su camino con el enano y Gandalín. Cuando llevaban andado algún trecho, dijo Amadís al enano: -Recuerda, amigo, que me prometiste llevarme al lado de Galaor. Dime, pues, dónde se encuentra. El enano, no sabiendo qué contestar, hizo como que no había oído las palabras del joven. -Pero bueno, ¿es que te has vuelto sordo? -le apremió éste-. Responde: ¿dónde está Galaor?. El enano entonces, no pudiendo eludir la respuesta, contestó con gesto compungido: -¡Ay, señor! La verdad es que yo no conozco a ese caballero, si bien lo he oído nombrar y alabar sus hazañas. Os mentí para obligaros a vengar a mi amo. Os suplico

que me perdonéis, si ello es posible. y si no, mandad a vuestro escudero que me dé dos o tres garrotazos, que los recibiré con resignación, pues bien merecido los tengo. El gesto ceñudo de Amadís al saberse burlado, tornóse al cabo en una expresión divertida oyendo la salida del infeliz y viendo, además, su gracioso rostro a punto de echarse a llorar. Sintió lástima de él y le dijo: -Está bien, no hablemos más de eso y sigamos adelante. Pero dime: ¿adónde te diriges tú? -¿Yo? -contestó el enano-. A donde vos vayáis iré yo, pues me he convertido en vuestra sombra. Por favor, señor, dejadme ir en vuestra compañía como criado; no tengo lugar a que acogerme, ni nadie me espera como no sea mi desgracia. Alegróse en el fondo Amadís de la decisión del enano, pues le había tomado cariño, y así accedió de buen grado a lo que aquél le pedía. Y sin más palabras, siguieron caminando en busca de Galaor.

CAPITULO XIV: BUENAS NOTICIAS Mabilia no osaba apartarse de Oriana, temiendo que el dolor que sentía la princesa por la muerte de Amadís, nublara su razón hasta el punto de impulsarle a quitarse la vida. La infeliz acabó por enfermar gravemente, incapaz de soportar por más tiempo su pesar. El rey Lisuarte y su esposa estaban desolados. Hicieron venir a los mejores médicos de la corte, pero ninguno acertaba con el remedio para devolverle la salud a la infeliz princesa. Y he aquí que pasados tres días, cuando ya todos desesperaban de su curación, entró por la puerta de palacio un apuesto caballero llevando de la mano a una hermosa joven. Eran Brandoibas y Grindalaya, los mismos que Amadís había libertado en el castillo de Arcalaus. El rey, al ver al caballero, fue a él con los brazos abiertos para recibirle, pues era uno de sus más queridos y fieles vasallos. -Brandoibas, sed muy bien venido. ¿Cómo habéis tardado tanto? Mucho os hemos echado de menos. -Señor, -respondió Brandoibas-, he sido encarcelado en un lugar de donde no hubiera podido salir si no fuera por Amadís de Gaula, que me libertó juntamente con esta doncella y otros muchos cautivos. El rey, cuando esto oyó, cogió al caballero por un brazo sin poder ocultar su emoción, y, mirándole a los ojos, le dijo: -Por la fe que a Dios debéis y a mí, decidme si está vivo Amadís. -Por la fe que a Dios y a vos debo, digo que es verdad que le dejé vivo y sano no hace diez días; mas, ¿por qué lo preguntáis? -Porque nos vino a decir Arcalaus que lo matara, -respondió el rey, y le contó todo lo que había pasado. -¡Ay, Santa María -dijo Brandoibas-, qué mal traidor!; pues peor se le paró el pleito de lo que él pensaba. Entonces relató al rey lo que había pasado en el castillo de Arcalaus; cómo Amadís había quedado como muerto por las malas artes del malvado Encantador y el modo que había sido desencantado por las dos sobrinas de Urganda la Desconocida, y todo lo demás que ya sabemos. Lisuarte se puso muy contento con tan felices nuevas y mandó que condujesen a Grindalaya a presencia de la reina para que por sus labios supiera el buen fin de aquella extraña aventura, y cómo su caballero, que creían muerto, estaba vivo y sano. La doncella de Dinamarca, que oyó las noticias sobre Amadís, fue con toda la

prisa que pudo a contárselas a su señora, que de muerta a viva la tornaron. Mabilia, que estaba con ella al pie de su lecho, sintió también una gran alegría, y lo mismo la reina y Arbán de Norgales, que al saber que su novia estaba en palacio y los peligros que por él había sufrido, corrió a su lado, henchido el corazón de amor y felicidad. No hay palabras para describir el placer y la emoción de ambos jóvenes al encontrarse. Allí fue acordado entre ellos que ella quedase con la reina, pues que no hallaría en ninguna parte otra casa que tan honrada fuese. Arbán de Norgales dijo a la reina cómo aquella joven era hija del rey Ardrod de Serolís, y que todo el mal que había recibido había sido a causa de él, y le suplicó la tomase consigo, pues ella quería ser suya. Cuando la reina esto oyó, mucho le plugo de recibirla en su compañía, así por las nuevas que de Amadís de Gaula trajera, como por ser persona de tan alto lugar, y tomándola por la mano, como a hija de quien era, la hizo sentar ante sí, pidiéndole perdón por no haberla tratado con la honra que merecía.

CAPITULO XV: EL CABALLERO GALAOR Entretanto, Amadís, su escudero y el enano caminaban sin hallar rastro de Galaor, y una mañana, después del mediodía, entraron en una floresta. El enano iba delante, y por el camino que ellos iban venían un caballero y una doncella, y estando cerca del enano, el caballero puso mano a su espada y quiso cortarle la cabeza. El enano, viendo sus claras intenciones, echó a correr, y el desconocido tras él, soltándole mandobles para conseguir su propósito. El enano gritaba como un condenado y saltaba grotescamente con objeto de esquivar los golpes, dados con tal ardor, que uno solo de ellos bastaría a dejarle descabezado, sin la menor duda. Viendo aquello Amadís, espoleó su caballo y cortóle el paso al desconocido, diciendo: -¿Qué es eso, señor caballero? ¿Por qué queréis matar a mi enano? No pongáis mano en él, que lo tengo por cosa mía, y yo lo amparo y defiendo. -Siento que lo amparéis -contestó el otro cortésmente-, pues de todos modos conviene que la cabeza le taje. -En ese caso, tendréis que habéroslas conmigo -dijo Amadís. Y tomando sus armas, cubiertos de sus escudos, movieron contra sí a todo galope sus caballos, y encontráronse en los escudos tan fuertemente que los falsearon, y asimismo las lorigas, y juntaron los caballos y sus cuerpos de tal manera, que ambos cayeron a sendas partes violentamente. Pero se levantaron en seguida y comenzaron la batalla de las espadas tan brava y tan cruel, que no había persona que la viese que de ello no se hubiese espantado. Así anduvieron hiriéndose de muy grandes y esquivos golpes una gran pieza del día, tanto que sus escudos estaban tajados y cortados por muchas partes, y también los arneses, que apenas si les ofrecían ya la menor defensa. Agotados al fin por aquella lucha que no tenía traza de terminar, dijo el caballero a Amadís: -Caballero, no sufráis más por el afán de defender a ese enano; dejadme que le corte la cabeza y luego yo os daré explicaciones que os satisfagan. -Yo os digo -repuso Amadís- que antes habréis de quitarme a mí la vida. Y tornáronse a herir con más saña que antes, aunque sin adelantar nada en la lucha, pues ambos eran los más valientes y esforzados caballeros que lidiaron jamás. El desconocido estaba muy maltrecho, mas no tanto que hubiese pensado ni por un momento en abandonar la lucha. Estando en este punto el combate, llegó un anciano caballero a donde la doncella estaba, y viendo la batalla comenzó a santiguarse diciendo que desde que naciera no había presenciado tan fuerte lid, y luego preguntó a la doncella si sabía

quiénes eran aquéllos que con tanto ardor lidiaban. -¡Claro que lo sé! -dijo ella-, que yo los hice justar, y mucho me placería que cualquiera de ellos muriese, y mucho más entrambos. -Pues a fe que no es ése -respondió el anciano- un buen deseo, antes deberíais rogar a Dios por que tan buenos caballeros quedaran con vida; mas decidme, ¿por qué los odiáis tanto? -Voy a decíroslo -explicó la doncella-; aquel que tiene el escudo más sano es el hombre del mundo que más odia a Arcalaus, mi tío, y tiene por nombre Amadís. Y ese otro con quien se combate es Galaor, su hermano, aunque ninguno de los dos lo sabe, pues por ciertas razones largas de explicar no se han visto nunca y no se conocen. Yo he dicho a Galaor que el enano mató a mi padre, y ésa fue la causa de la lucha. -¿Y no lo mató? -¡Qué había de matar! Le he mentido porque el enano es criado de Amadís, y yo sabía que si Galaor intentaba matar al enano, Amadís saldría en su defensa, como así ha sido. Y ahora dejadme, que quiero ver en qué acaba esto, aunque tal como va la cosa no daría un higo por la vida de ninguno de los dos. Pero ya el anciano caballero no la escuchaba, pues a todo el correr de su caballo llegó al lugar donde luchaban Amadís y Galaor y plantándose entre ellos, gritóles de este modo: -¡Alto, por el amor de Santa María! Deponed vuestras armas, pues ambos fuisteis engañados por aquella, cruel doncella, que quiere vuestra muerte. -¿Quién sois vos -preguntó Amadís- y qué sabéis de eso? -¿No me conocéis? Yo soy uno de aquellos cien cautivos que librásteis de la prisión de Arcalaus, y aquella doncella es su sobrina, que para vengarse de vos dijo a este caballero que el enano había matado a su padre, no siendo esto verdad. Y aún hay más: este caballero con quien peleáis es vuestro hermano Galaor, al que hace tantos días andáis buscando. -Dime: ¿eres tú Galaor? -preguntó Amadís al caballero. -En efecto, ése es mi nombre -respondió éste. -¡Ay, hermano, buena ventura haya quien nos hizo conocer! Ven a mis brazos; yo soy Amadís, tu hermano mayor. Abrazáronse ambos con emoción, y Galaor exclamó: -¡Desventurado de mí, que a mi propio hermano pretendía dar muerte! En mala hora he creído a aquella traidora, sin sospechar sus verdaderas intenciones. Pero no quedará sin castigo su maldad. Mas la doncella había desaparecido. -Déjala -dijo Amadís-, queriéndonos hacer un mal nos hizo un bien, pues gracias a ella nos hemos encontrado. -Señores -intervino el anciano caballero-, os ruego vengáis conmigo a mi castillo, en donde descansaréis y seréis curados de vuestras heridas. Dijo Galaor a Amadís: -Vamos con este caballero que tanto te quiere. -Vamos, hermano, puesto que te place. Cabalgaron todos juntos y llegaron al poco tiempo a casa del anciano, donde hallaron caballeros, dueñas y doncellas que les recibieron con gran cortesía. El caballero dijo: -Amigos, veis que traigo toda la flor de la caballería del mundo; el uno es Amadís, aquél que me sacó de la dura prisión; el otro, su hermano don Galaor, y hallélos en tal punto que, si Dios no me llevara por aquel camino, hubiera muerto el uno de ellos o por ventura entrambos. Servidlos y honradlos como debéis. Luego de haber sido desarmados y atendidos debidamente, Galaor contó a Amadís su triste historia. Aquel día en la playa había sido raptado por un gigante que lo llevó a una lejana

tierra, en la cual lo entregó a un ermitaño para que lo criase. Transcurridos algunos años, luego de mil peripecias y desventuras, consiguió huir del gigante y se fue por el mundo luchando siempre por la verdad y la justicia, como buen caballero; ahora se dirigía al reino de Gaula para abrazar a sus padres, si Dios quisiera que estuviesen vivos. -Sí que lo están -le dijo Amadís-, no ha mucho que hablé con ellos y les prometí que les daría noticias tuyas. Y acto seguido le refirió su propia historia que ya conocemos. Unos días después, curados ya de sus heridas, partieron del castillo los dos hermanos en compañía del enano y Gandalín, luego de despedirse del anciano caballero que con tanto amor los había atendido. Amadís despachó al enano a casa del rey Lisuarte con una carta en la que le daba noticias de su encuentro con Galaor, rogándole las hiciese llegar lo antes posible al rey Perión ya su esposa, pues mucho se alegrarían de saber que su hijo estaba vivo. CAPITULO XVI: LAS IMPRUDENTES PROMESAS DEL REY Con las nuevas que de Amadís y Galaor trajo el enano al rey Lisuarte, púsose éste muy alegre y determinó reunir Cortes, las más sonadas y de más caballeros que hubo nunca en la Gran Bretaña. Para ello despachó pregones por todo el reino anunciando que todos los caballeros principales de él, y asimismo la reina con todas sus dueñas y doncellas, acudiesen el día de Santa María de Septiembre a Londres, en donde las Cortes tendrían lugar. Y estando todos muy alegres y ocupados en las cosas que en ellas se habrían de ordenar, apareció un día en la puerta de palacio una doncella extranjera, ricamente ataviada, y un gentil doncel que la acompañaba y descendiendo de un palafrén solicitó ver al rey Lisuarte. Condujéronle los criados a su presencia, y cuando estuvo frente al rey la doncella dijo: -Señor, vengo de un lejano país movida por la fama de vuestro valor y de vuestra bondad. Sé que pensáis reunir Cortes en Londres el día de Santa María, y que allí acudirán vuestros mejores hombres. Yo iré también ese día a pediros una merced, y así sabré si sois realmente digno de ser señor de tan gran reino y tan famosa caballería. -Doncella -respondió el rey-, si está en mi mano contad que os serviré como sin duda lo merecéis. -Señor, si así son los hechos como los dichos, yo me tengo por muy contenta, y a Dios seáis encomendado. -A Dios vayáis, doncella -dijo el rey, y así la saludaron todos los caballeros que con él estaban. La doncella montó en su palafrén y siguió su camino. El rey quedó hablando con sus caballeros, y no hubo ninguno que no juzgase imprudente la promesa que tan a la ligera hizo el monarca a la joven, pues por no faltar a su palabra se vería obligado a cumplirla, y quien sabe si la intención de la doncella era poner en peligro la vida del rey. Otro día llegaron a palacio tres caballeros, dos de ellos jóvenes y bien armados y de edad madura y sin armas el tercero, con la cabeza toda cana, pero apuesto y desenvuelto para sus años. Este traía consigo una arquita pequeña, preguntó por el rey, mostráronselo, y poniéndose de hinojos ante él, le dijo: -Dios os guarde, señor, como merece el príncipe que mejor promesa ha hecho en el mundo. -¿Qué promesa es ésa? ¿Por qué lo decís?

-Me han dicho que queréis mantener caballería con la mayor honra y alteza que ser pudiese, lo que es tanto más digno de alabanza cuanto que son muy pocos los príncipes que en ello se ocupan. -Cierto -asintió el rey-, si es ésa la promesa a que os referís, estad seguro que la mantendré mientras viva. -Pues Dios os la deje cumplir -dijo el caballero-. Me han dicho también que tenéis el propósito de reunir Cortes en Londres, y yo os traigo aquí lo que para tal hombre como vos y a tal fiesta conviene. Entonces abrió la arqueta y sacó de ella una corona de oro tan bien obrada y con tantas piedras y aljófar que fueron muy maravillados todos de verla. El rey la miraba embelesado, deseándola para sí, y el caballero continuó diciendo : -Creed, señor, que esta obra es tal, que ningún platero de vuestro reino se atrevería a hacerla mejor . -Así Dios me ayude, yo lo creo así. -Pues con ser su riqueza y hermosura tan extrañas, otra virtud hay en ella mucho más de preciar, y es que siempre que el rey la pusiere en su cabeza, será mantenido y acrecentado en su honra, que así sucedió a aquél para quien fue hecha hasta el día de su muerte. y de entonces acá nunca rey alguno la tuvo en su cabeza, y si vos, señor, la quisiereis, yo os la daré por algo que para vos valdrá poco, pero que para mí será de más valor que mi propia vida. La reina, que se hallaba presente, dijo a su esposo : -Creo, señor, que mucho os conviene esa joya; dad al caballero todo lo que por ella pidiere. -Vos, señora -dijo el caballero- debéis comprarme también un manto muy hermoso que aquí traigo. Luego sacó de la arqueta un manto, el más rico y mejor bordado que nunca se vio. Además de las piedras y aljófar de gran valor que tenía incrustadas, estaban representadas en él todas las aves y muchos raros animales, todo con tal sutileza y con tal extraño arte, que era un encanto para los ojos. La reina exclamó admirada: -Así Dios me valga, amigo, diríase que este paño no fue hecho por manos humanas. -Cierto señora, imposible sería encontrar otro semejante. -Decidme su precio, pues yo os daré por él cuanto me pidiereis. -Este manto tiene una virtud -explicó el caballero- : la mujer casada que lo ponga sobre los hombros, jamás tendrá la menor querella con su marido. -Bien -dijo el rey-, os compraremos el manto y la corona. Decid su precio y os pagaremos al punto. -Nada tendréis que pagar por ello, yo os la daré de buen grado a condición de que en las Cortes de Londres vos, señor, llevaréis la corona sobre vuestra cabeza y la reina el manto sobre sus hombros. Y si así no lo hacéis, tendré yo derecho a exigir de vos algo que para mí será de gran provecho. -Así quede acordado -concedió el rey. -Todos habéis oído su promesa -dijo el caballero. -Sí, la hemos oído -afirmaron todos. Entonces se despidió el caballero diciendo: -Con Dios quedéis, que yo voy a la más esquiva prisión que nunca hombre tuvo. Y dichas estas misteriosas palabras, se fue con los dos hombres armados, uno de los cuales era tan alto que el más corpulento de los caballeros del rey no le llegaba ni con mucho a la altura del hombro.

CAPITULO XVII: LAS CORTES DE LONDRES Amadís y Galaor llegaron sanos y salvos al castillo del rey Lisuarte, donde fueron con tanta honra y alegría recibidos del rey y de la reina y de todos los de la corte, que nunca tal caballero tuvo tal acogida en parte alguna ni su presencia dio lugar a tantos honores y festejos. El rey los tomó a los dos e hízoles desarmar en una lujosa cámara, y cuando las gentes los vieron desarmados tan hermosos y apuestos, en la flor de la juventud, maldecían a Arcalaus por haber querido darles muerte. Agrajes, que estaba en casa del rey, abrazó a los dos conmovido, y lo mismo hizo Mabilia, hermana de aquél. En cuanto a la princesa Oriana, sintió tal emoción, sobre todo al ver a su Amadís, que sería empeño absurdo pretender describirla. Pasaron algunos días de gran felicidad para los dos enamorados, y una mañana el rey Lisuarte ordenó que en el plazo de cinco días todos sus caballeros se trasladasen a Londres para celebrar sus anunciadas Cortes. Así lo hicieron aquéllos desde los más alejados lugares de su reino, y asimismo Lisuarte y su familia, juntamente con sus dueñas y doncellas, emprendieron el camino de la ciudad. Durante dos días, Londres fue escenario de danzas y juegos como jamás se habían conocido. A las Cortes llegó también un gran señor llamado Barsinán, no porque fuera vasallo del rey Lisuarte, ni siquiera su amigo ni conocido, sino por lo que ahora oiréis. Sabed que estando Barsinán en su tierra llegó allí Arcalaus el Encantador y le dijo: »-Barsinán, si tú quieres yo haré que seas nombrado rey. »-¿Y cómo te arreglarás para ello? -preguntó el caballero. »-Ahora te lo diré; pero antes tienes que prometerme que cuando estés en el trono me nombrarás mayordomo de palacio y me mantendrás en el cargo mientras vivas. »-Así lo haré. Pero dime: ¿qué tengo que hacer? »-La cosa es bien sencilla. Idos a la primera Corte que el rey Lisuarte hiciere y llevad gran compañía de caballeros, que yo prenderé al rey de tal forma que de ninguno de los suyos pueda ser socorrido. Luego os daré por mujer a su hija Oriana y enviaré a la Corte la cabeza del rey. Entonces pugnad vos por tomar la corona, que estando muerto Lisuarte y siendo vos el esposo de su hija, que es su única heredera, no habrá nadie que se atreva a contrariaros. »-Si vos hacéis eso -prometió Barsinán- yo os haré el más rico y poderoso de todos mis vasallos. »-Pues yo haré lo que digo -respondió Arcalaus.» Por esta razón vino a las Cortes el señor de Sansueña, Barsinán, al cual el rey salió a recibir acompañado de todo su séquito, creyendo que de buena voluntad venía, y mandó que lo alojasen en uno de los mejores palacios de la ciudad de Londres, como gran señor que era. -Rey -dijo Barsinán-, yo vengo aquí no por obligación, pues no soy vuestro vasallo, ya que no he recibido tierra de vos, sino de Dios, que a mis antepasados y a mí libremente nos dio; vengo en un acto de buena voluntad para conoceros y ser buenos amigos, y hacer que nuestra alianza y buena amistad sea provechosa para nuestros dos países. -Amigo -contestó el rey-, yo os lo agradezco y hago votos por que sea tal como decís. Llegó en esto el día que habían de celebrarse las Cortes. Muy de mañana vistió el rey sus paños reales y ordenó que le trajesen la corona que el caballero le dejara y dijesen a la reina que se vistiese el manto. Brisena abrió la arqueta con la llave que

había estado siempre en su poder y cuál sería su sorpresa al ver que no estaban allí el manto ni la corona. Maravillada y llena de susto, santiguóse muchas veces y luego corrió junto a su esposo para darle noticia de aquel inexplicable suceso. -¿Estás segura de que no has dejado la llave algún momento? -preguntóle el rey. -La he tenido siempre colgada de esta cadena, que ni un instante he sacado de mi cuello. Nadie, ni aun dormida, pudo habérmela sacado y vuelto a poner sin que yo lo notase. Quedóse el rey pensativo unos segundos y después dijo a su esposa que no hablase, ni aun con su propia hija, de lo que había pasado. -Esto es cosa de magia, sin duda -terminó diciendo-, ya veremos lo que conviene hacer. Dirigiéronse acto seguido al salón donde había de tener lugar el consejo. El rey tomó asiento en una muy rica silla y la reina Brisena en otra algo más baja que en un estrado de paños de oro estaban puestas; al lado del rey sentáronse sus mejores caballeros, entre los que destacaban Amadís, Galaor, Agrajes y Galvanes Sin Tierra. Un poco más a la derecha, sentado asimismo en un pequeño trono, estaba Arbán de Norgales, todo armado con su espada en la mano y con él doscientos caballeros armados también. De pronto, en medio de un expectante silencio, levantóse solemnemente el rey Lisuarte y dijo: -Amigos, así como Dios me ha hecho más rico y poderoso que ninguno de mis vecinos, así es razón que guardando su servicio procure yo hacer mejores y más loadas cosas que ninguno de ellos; quiero que me digáis todo aquello que a vuestro juicio pueda dar el mayor provecho y honra a mi reino y a los caballeros que me sirvan. Barsinán, señor de Sansueña, que estaba en el consejo, dejó oír su voz: -Bueno, señores, ya habéis oído lo que el rey os encarga. Yo tendré por bien, si él le place, se retirase unos momentos para que, sin su presencia, pudieseis discutir con entera libertad y llegar a un acuerdo sobre lo que más útil sería para la salud del reino. Pareció prudente al rey la sugerencia de Barsinán, sin sospechar la mala fe que se escondía tras sus palabras; y así, retiróse de la estancia con su esposa, dueñas y doncellas, dejando solos a sus caballeros. Comenzaron éstos entonces su debate, declarándose todos de acuerdo con lo que el rey dijera. Viendo esto Barsinán, levantóse y habló así: -Creed, amigos, que nunca he visto tantos hombres buenos que tan locamente otorgaron una palabra, y voy a deciros por qué. Si el rey logra hacer de vuestro país el mayor y más glorioso reino de la tierra, como al parecer pretende, no hay duda que a él acudirán los más famosos caballeros del mundo, por el honor de servir a tan alto monarca; y entonces, ¿qué será de vosotros? Vuestros servicios serán olvidados, y las mercedes que a vosotros son debidas, las recibirán caballeros extranjeros más jóvenes que vosotros. ¿Os parece que eso es justo? Pues pensadlo bien antes de que sea demasiado tarde. Tan venenosas palabras consiguieron dividir los pareceres, y aunque algunos -entre los que se contaban Amadís, Galaor, Agrajes, Galvanes Sin Tierra y Arbán de Norgales- encontraban nobles y justas las pretensiones del rey, los más, viejos y codiciosos, temían que con la grandeza del reino viniera su desgracia. Cuando entró de nuevo el rey y oyó las opiniones de unos y de otros, disgustóse mucho de la injusticia que ello representaba, y dijo: -Los reyes no sólo son grandes por lo mucho que tienen, sino por lo mucho que mantienen, pues con una sola persona, ¿qué harían? Recordad al gran Alejandro, al fuerte Julio César, al orgulloso Aníbal; solos, ¿qué hubieran podido hacer? Cuantos

más caballeros famosos vengan al reino, más temidos y respetados seremos por las demás naciones, y vosotros más honrados y guardados seréis, que yo nunca olvidaré por los nuevos a los antiguos. Ante aquellas palabras, tan sabias y prudentes, del rey Lisuarte, todos los caballeros inclinaron la cabeza en señal de aprobación. Sólo el traidor Barsinán sintió disgusto con ellas, considerando lo dificil que iba a resultar para él ceñirse la corona de la Gran Bretaña, a pesar de la prometida ayuda de Arcalaus el Encantador.

CAPITULO XVIII: LA TRAICIÓN DE ARCALAUS Poco después, estando comiendo el rey en compañía de sus caballeros, llegóse a él una doncella y le dijo: -Señor, todos están contentos y alborozados; sólo yo ¡ay de mí! estoy triste y afligida; y mi tristeza no puede cesar sin vos. -Explícate mejor -le apremió el rey-. ¿Qué es eso de que tu tristeza no puede cesar sin mí? La doncella, llorando, le dio cuenta de su infortunio. -Veréis, señor -comenzó diciendo-, un hombre soberbio y malvado desafió a mi padre y a mi tío, diciendo que a los dos juntos vencería. Pacientemente aguantaron ellos las bravatas del caballero durante mucho tiempo; pero las cosas llegaron hasta tal punto, que no pudieron aguantar más y hubieron de aceptar al cabo el duelo, impulsados por su honra. Mi padre y mi tío salieron victoriosos en la lid; ni siquiera tuvieron que matar a su enemigo, que él solo se mató al caerse del caballo. Esto sucedió frente al castillo de Galdenda, la cual, siendo señora del castillo, los mandó prender, y jura que no los soltará hasta que le traigan dos caballeros tales, que cada uno de ellos valga tanto como el que ha hallado la muerte en el combate con ellos. -¿Y para qué quiere esos dos caballeros? -Para una arriesgada empresa, según me ha dicho. -Está bien. Elige tú misma a dos de mis mejores hombres y que vayan contigo al castillo de Galdenda. Pero ha de ser con la condición de que han de estar de vuelta aquí antes de diez días. -No paséis cuidado por eso, que el castillo no queda lejos de Londres. -¿Habéis pensado ya a quiénes llevaréis? -Señor, he oído decir que vuestros mejores guerreros son los hermanos Amadís y Galaor, hijos del rey Perión de Gaula y de la reina Elisena. Esos querría yo que me acompañasen, si vos les dais permiso para ello. Mucho disgustó al rey la elección de la joven, pero había empeñado su palabra y no tuvo más remedio que acceder a sus pretensiones. Oriana despidióse de Amadís con lágrimas en los ojos, diciendo: -Amigo, mucho me pesa la decisión de mi padre, pues mi corazón siente una gran angustia en veros partir. Dios haga que sea para bien. -Señora -respondió Amadís-, aquél que tan hermosa os hizo os dé siempre alegría, que donde quiera que yo esté vuestro soy para servlros. Así fue como partieron Amadís y Galaor en compañía de la doncella. Anduvieron mucho tiempo, y al cabo entraron en una floresta que Malaventurada se llamaba, porque nunca entró en ella caballero andante que buena dicha tuviese. -Doncella -dijo Amadís-, ¿no queréis que descansemos un poco en este lugar? -Quiero -respondió la joven-; pero será más adelante, en la que hallaremos una tienda en la que podréis holgar a gusto. Llegaron al fin al sitio que la doncella se había fijado y hallaron la tienda, y la joven les dijo: -Señores, descabalgad y entrad aquí a descansar de tan larga jornada.

Ellos así lo hicieron y hallaron sirvientes que les tomaron las armas y los caballos y lleváronlo todo fuera. Amadís preguntó: -¿Por qué nos lleváis las armas? -No os preocupéis -le tranquilizó la doncella-, las llevan a otra tienda mejor que ésta, en la cual habréis de dormir esta noche. Y apenas había acabado de decir esto, irrumpieron en la tienda hasta quince hombres armados, entre caballeros y peones, diciendo a grandes voces: -¡Daos preso, si no, muerto sois! Cuando esto oyó Amadís, levantóse y dijo: -¡Por Santa María, hermano, traídos somos a engaño a la mayor traición del mundo! Trataron de defenderse, pero no tenían con qué. Y de este modo fueron hechos prisioneros Amadís, Galaor y Gandalín, y llevados al castillo de Arcalaus el Encantador, que los encerró en una torre.

CAPITULO XIX: RAPTO DE LISUARTE Y ORIANA No acabaron aquí las tretas de Arcalaus para poner en el trono a Barsinán, como habia prometido. Cuatro días después de la partida de los dos hermanos con Gandalín y la doncella, se presentó al rey Lisuarte y a su esposa Brisena el mismo caballero que les habia entregado el manto y la corona, y les habló así: -Señor, ¿cómo no tenéis la hermosa corona que yo os dejé y vos señora, el rico manto? El rey se calló, que ninguna respuesta le quiso dar, y el caballero siguió diciendo: -Recordad lo convenido. Me habíais de devolver el manto y la corona o lo que yo pidiere por ellos. -Está bien, decid pronto lo que os he de dar, que yo haré honor a mi palabra. -Señor, yo no podré librarme de la muerte sino por mi corona y mi manto... o por vuestra hija Oriana; ahora dadme de ello lo que quisiereis, que yo más querría lo que os di. -¡Ay, caballero -dijo el rey-, mucho me habéis pedido! Todos tuvieron gran pesar de este suceso, sobre todo la reina, que no hacía más que llorar y suplicar a su esposo que no entregara su hija a aquel desconocido; pero el rey era el hombre más leal del mundo, y aunque con la muerte en su corazón, habló de esta suerte: -Más conviene la pérdida de mi hija que faltar a mi palabra, porque lo uno daña a pocos y lo otro a muchos, de donde redundaría mayor peligro, porque no estando las gentes seguras de sus señores, mal pueden conservar el amor entre ellas. Y mandó que luego le trajesen allí a su hija. Cuando la reina y las dueñas y doncellas esto oyeron comenzaron a hacer el mayor duelo del mundo, mas el rey les mandó acoger a sus cámaras y mandó a todos los suyos que no llorasen so pena de perder su amor. En esto llegó la muy hermosa Oriana ante el rey y como autómata cayendo a sus pies, le dijo: -¡Padre, señor!, ¿qué es esto que queréis hacer? -Lo hago -repuso el rey- por no quebrar mi palabra, y añadió dirigiéndose al caballero: -Ved aquí el don que pedisteis. ¿Queréis que vaya con ella otra compaña? -Señor, no traigo conmigo sino dos caballeros y dos escuderos, aquellos con quienes vine a veros a Vindisor, y otra compañía no puedo llevar; mas yo os aseguro que nada debéis temer por vuestra hija hasta que la ponga en manos de aquel a quien

la he de dar por esposa. -Vaya con ella una doncella -dijo el rey- si quisiereis, para que no vaya entre vos sola. El caballero consintió en ello. Cuando Oriana oyó esto, cayó amortecida. El caballero tomóla en sus brazos cuidadosamente y, subiéndola a su caballo, se despidió del rey diciendo: -Quedad tranquilo, que la trataré como se merece. Dios sabe lo mucho que me pesa tener que hacer esto que hago, pero en ello me va no sólo mi propia vida, sino también la de mi mujer e hijos. Y decía verdad, que el malvado Arcalaus lo había encerrado en prisión y le había amenazado con matar a él ya los suyos si no obedecía su mandato, que era traerle el manto y la corona o, en su lugar, a la princesa Oriana. Con la partida de ésta, todo fue luto y tristeza en las Cortes de Londres. El rey Lisuarte dio por terminada su asamblea, y ya se disponía a retornar a Vindisor, cuando llegó una doncella montada en un negro corcel, con una lanza en la mano, y le dijo: -Dios os salve y dé alegría y corazón para cumplir lo que me prometisteis en Vindisor ante vuestros caballeros. Recordó entonces el rey la imprudente promesa que le había hecho y respondió: -Doncella, mi corazón sangra de amargura, pero eso no me hará olvidar la promesa que os hice, y la cumpliré. -Señor, con esa esperanza vengo a vos como el más leal rey del mundo. Deseo que vengáis conmigo y me venguéis de un caballero que mató a mi padre, y habéis de hacerlo con esta lanza que traigo en la mano. -Yo iré con vos -terció uno de los caballeros que con el rey estaban- y prometo tomar cumplida venganza de la afrenta que habéis recibido. -Eso no podrá ser -repuso la doncella-, que sólo el rey Lisuarte podrá hacerlo. -En nombre de Dios -dijo el rey- yo quiero ir con vos. -Pues no perdamos tiempo -dijo la doncella-, que ese caballero no está lejos de aquí. Partió el rey Lisuarte con la joven a todo el correr de su caballo, y a poco salieron de la espesura muchos hombres armados, los cuales lograron apresarlo después de una enconada lucha. Así fue como Arcalaus el Encantador consiguió hacer cautivos a Lisuarte y a la princesa Oriana, y cuando ambos estuvieron en su poder despachó un doncel a Londres a decir a Barsinán que trabajase por ser rey, pues ya estaba todo a punto. Pv

CAPITULO XX: FINAL FELIZ La doncella que había llevado con engaños a Amadís, Galaor y Gandalín al castillo de Arcalaus, viendo que éste los había encerrado en una estrecha celda, a pan y agua, esperando el día en que decidiera darles muerte, sintió lástima de ellos, y arrepentida de lo que había hecho, decidió libertarles. Una noche, cuando el carcelero dormía, sacóle las llaves y abrió las puertas de la prisión donde estaban nuestros caballeros. -¿Qué queréis de nosotros? -preguntó Galaor-. ¿No os basta con habernos traicionado que aun venís para gozaros de nuestra triste suerte? La visión de sus rostros pálidos y demacrados infundió una gran tristeza a la joven, que respondió diciendo: -Por favor, callad; levantaos sin hacer ruido y seguidme. Obedecieron los tres, ganados por el tono dulce de la doncella. Guiólos ésta por un pasadizo secreto que ella conocía bien y, al poco tiempo, encontráronse en libertad

en un espeso bosque, bajo la luz de las estrellas. Atados a sendos árboles, había tres caballos, que la doncella había preparado para que huyeran en ellos. -Ahora idos, y que Dios os acompañe. Dijo Galaor: -Te perdonamos todo el daño que nos hiciste, en gracia al bien que nos acabas de hacer. Dime cómo te llamas, para saber a quién hemos de agradecer tan señalada merced. Díjoselo la doncella y partieron los tres muy contentos del buen fin que había tenido su aventura. Barsinán, mientras tanto, había prendido a la reina, siguiendo el plan trazado por Arcalaus el Encantador. Pero quiso la suerte que estando asomada la infeliz cautiva a una estrecha ventana de su calabozo, pasase por allí el enano, criado de Amadís. Llamólo ella en voz baja, y cuando el enano se detuvo ante la reja, díjole: -Por amor de Dios, id y buscad a vuestro amo y decidle que la princesa Oriana ha sido raptada, y que Barsinán quiere pro- clamarse rey. Marchó el enano a toda prisa, y luego de cabalgar toda la noche, encontróse al fin con Amadís, Galaor y Gandalín, que cabalgaban en dirección contraria a la suya, camino de Londres, sin sospechar ni remotamente lo que en esta ciudad había ocurrido durante su ausencia. -Mirad -dijo Amadís-, aquél es mi enano. ¿Qué nuevas nos traerá? Llegóse a ellos el enano y les contó lo que la reina le había dicho, cómo un desconocido había llevado a la princesa Oriana y cómo Barsinán, aprovechando la ausencia del padre de la joven, quería proclamarse rey de la Gran Bretaña, para lo cual no había dudado en meter en prisión a la reina. -¡Dios mío! -exclamó Amadís-. ¿Y por dónde la han llevado? -Si mi olfato no me engaña -dijo el enano-, todo esto es cosa del maldito Arcalaus el Encantador. Creo que en su castillo la encontraremos, así como al rey Lisuarte. Por allí iremos más derechos. Tomaron el atajo y a las pocas horas encontráronse frente al castillo de Arcalaus. Escondiéronse entre unas matas; al poco tiempo vieron a unos caballeros que traían prisioneros al rey y a su hija. Uno de los caballeros era tan alto, que los demás parecían enanos al lado de él. -Ese es Arcalaus, sin duda -pensó Amadís. Dejaron que se les acercaran, y cuando estuvieron próximos a ellos, salieron bruscamente de su escondite y les arremetieron con toda la fuerza de su brazo, sin darles tiempo a sacar sus armas. De este modo lograron vencerlos a todos, a pesar de ser veinte, y ellos sólo tres. Desarmados y con las manos atadas a la espalda, los llevaron consigo a la ciudad de Londres. Cuando Barsinán se enteró de que Arcalaus había sido vencido y que Amadís consiguiera libertar a Lisuarte y a su hija y que venía con ellos a la ciudad, diose por perdido y huyó cobardemente, dejando en libertad a la reina. El rey fue aclamado por todo el pueblo, que ya lo lloraba por muerto. Lisuarte, su esposa y la princesa Oriana no cabían en sí de gozo y daban gracias una y otra vez a Amadís y Galaor por haberles salvado de una muerte cierta. -No sé cómo pagarte lo mucho que has hecho por nosotros -dijo el rey a Amadís-. Pídeme lo que quieras, pues todo lo mío tuyo es. -Señor -dijo el enano-, si me lo permitís, yo os diré lo que mi amo desea más que su vida, aunque sus labios jamás se abran para pedíroslo, por el respeto que siente por vos. -¿Qué es ello? -preguntó el rey. -Vuestra hija Oriana. -¿Eh? ¿Es eso cierto, Amadís?

-Señor -respondió el joven-, no hagáis caso de las imprudentes palabras de un entrometido enano. Yo sé que no soy digno de ella, aunque confieso que la amo más que a nada en el mundo. -Y tú, Oriana, ¿qué dices a eso? -Digo, señor -contestó la joven- que Amadís es el hombre más valiente y apuesto que he conocido, y que si no he de casarme con él, moriré soltera, pues otro no quiero por marido. -iVaya -exclamó sonriendo el rey-, bien callado te lo tenías! Y de pronto, con la voz velada por la emoción, añadió: -Escuchadme todos. Dios sabe que con todo mi corazón accedo a esa boda. Creed que me siento orgulloso de tener por yerno al más valiente, al más generoso, al más noble caballero de todo mi reino. Dos semanas después celebróse la boda. A ella acudieron los más famosos caballeros de todo el imperio, además de gran número de príncipes y reyes de los reinos vecinos y entre estos últimos ocuparon lugar preferente los padres de Amadís y Galaor, que al fin, después de tantos dolores y desgracias, pudieron recobrar la felicidad gracias a la bondad de Dios y a la tenacidad y valor de Amadís, cuyas hazañas aún hoy se recuerdan como las más grandes y gloriosas que vieron los siglos.

Related Documents