Alma Viajera María Cecilia Claramunt
Esta mañana tengo una sensación extraña. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago yo en ese extraño lugar? Estoy a kilómetros de distancia de mi casa, de mi país. Desde la ventana de mi cuarto de hotel, situado en el piso número 14, puedo divisar la inmensa ciudad. A pesar de ser cerca de la siete, todo está oscuro y los millones de luces me cuentan que aquí viven muchísimas personas. Cada una de ellas posiblemente está ahora iluminando una casa, una habitación, una calle. La ciudad aún duerme. El cuarto de hotel huele a humedad y el tapiz gastado de las paredes denota el paso del tiempo. Los colores de la gruesa alfombra se han desvanecido y su diseño de flores es apenas perceptible. La lámpara de cristal cortado que cuelga del techo tiene algunas lágrimas quebradas y la luz que irradia es muy tenue, como queriendo impedirme que me fije en los detalles que indican que el resplandor del pasado es ahora inexistente. Me asomo al balcón, y desde ahí diviso la enorme piscina vacía y despintada del hotel. Está rodeada de jardines muy bien cuidados. Y la belleza de éstos contrasta con el deterioro de todo el lugar. Decido bajar al lobby y contemplar de cerca el lugar donde estoy. Me baño, me visto con un jeans y una blusa celeste de algodón de manga larga. Maquillo mis ojos y me pongo mi pulsera de plata y los anillos de
ónice y de jade que compré hace muchos años en mi país en una tienda de artículos hindúes. En mis orejas coloco los aretes que me regaló una amiga como recuerdo de su viaje a Nepal. Me miro en el espejo y veo mis manos, sonrío complacida, ya estoy lista para salir. Carlos en la cama, aún duerme. Salgo silenciosamente para no despertarlo. La habitación da a un largo pasillo alumbrado por una luz sutil, todo está en silencio. Camino hasta llegar al ascensor. Pulso el botón para llamarlo. Es extraño. Hay que abrir primero una puerta plegable de rejas de bronce y luego, abrir otra muy similar, pero con diseños de flores y hojas doradas. Ya adentro, se debe de cerrar primero la puerta exterior y engancharla en uno de los extremos superiores de la puerta. Una vez cerrada, se deja correr la interior. Sobre una de las paredes del ascensor hay un amplio espejo esmerilado y en sus bordes, unas grandes manchas extrañas hacen imposible el mirarme en él. Lentamente, fui bajando piso por piso hasta llegar al vestíbulo. Al detenerse, procedo a abrir las puertas como testigo activo de una extraordinaria rutina. El lobby también está oscuro. ¿Habrá otros huéspedes? ¿Por qué tengo la sensación de ser la única visitante en este hotel inmenso? Una imagen de bronce colocada frente a la salida del ascensor, me da la bienvenida Es la representación del dios Ganesh, mitad hombre, mitad elefante. Está colocada sobre un pedestal de mármol y a sus pies, en cuidadosa armonía, hay una guirnalda de flores de seda de color amarillo y múltiples varitas de incienso despidiendo un aroma exquisito. Alguien las ha recientemente encendido. ¿Quién sentirá tal devoción a ese dios, para mí desconocido? ¿Cómo será esa persona? ¿Qué creencias guían su vida presente? Continuo mi camino, no hay nadie en el lugar. Decido sentarme frente a un enorme ventanal con vista al jardín, en un mullido sillón tapizado de terciopelo azul y ahí espero la salida del sol. Continuo alucinada contemplando el lugar e intentando estar atenta a todas mis sensaciones y emociones, tal vez así, comprenderé la razón de mi presencia en esta extraña e inmensa ciudad. Me dispongo a recordar. Había llegado la noche anterior, era muy tarde y sin embargo, miles de personas estaban por todas partes, el tráfico era un caos. Los diferentes vehículos circulaban con rapidez y constantemente se escuchaban bocinas con variados sonidos. En mi ruta, viajando por la izquierda, a la manera británica, se veían miles de tok tok. Me encantó la destreza de sus choferes que debían hacerse paso mediante múltiples zigzag entre taxis, vehículos particulares,
transeúntes y camellos que jalaban carretas de madera donde iban sentadas en silencio varias personas, mezcladas con kilos de verduras, maderas y una variedad de objetos. A la orilla de la carretera se divisaban palacios antiguos, inmensos y cuidados jardines, chozas construidas de barro o de paja, enormes y viejos edificios de construcción inglesa y miles de mendigos durmiendo en las aceras o sobre los techos de los puestos de venta. Todo era contraste. La vieja opulencia y la miseria actual. Además podía percibir una combinación de olor a incienso, especies, comida y excremento. El orden estaba en el caos de la ciudad. Y ahí, viajando en un taxi, junto a Carlos y Tina, una amiga italiana; estaba yo maravillada. Dormí placidamente. Nunca había estado en esa ciudad, pero tenía una rara sensación de cercanía y familiaridad. Una voz interior me decía que no era una extranjera conociendo por primera vez el lugar. Pero ¿cómo explicarme esa sensación de pertenencia? ¿por los olores?, ¿los edificios?, ¿los habitantes? No lo se. Comienza a amanecer, la luz del sol ilumina ya el vestíbulo. Decido caminar un rato por la ciudad que está despertando del trajín del día anterior. De esta forma, doy tiempo para que Carlos y Pina se despierten e ir juntos a desayunar. Son las ocho de la mañana. Lo primero que llama mi atención es lo que parece ser una ciudad masculina. Miles de hombres caminan por las aceras, algunos están vendiendo en las tiendas, otros atendiendo en restaurantes, otros manejando autos, tok tok o camellos; camareros de restaurantes y todos los oficios imaginables de una gran ciudad. Ninguna mujer en ellos. En el camino muchos se me acercan ofreciéndome vender pulseras, collares, tobilleras, incienso o llevarme en tok tok a algún sitio. Me siento abrumada ante su miseria y su insistencia, pero también segura. La gran mayoría viste al estilo occidental, pero a su modo. Los pantalones negros o marrones; camisas de algodón de manga larga abotonadas hasta el cuello, por fuera del pantalón y casi todos calzan sandalias. Por el color de la vestimenta y dado que tienen la piel oscura, los hombres me dan la sensación de seres en tonalidades de gris, sin color. Sin embargo, me siento atraída por sus miradas, serenas y dulces. Así, a pesar de que en todo el recorrido, soy la única mujer entre tantos varones, y que estoy caminando en una ciudad desconocida, no siento miedo. Al poco tiempo empezaron a aparecer las mujeres, algunas están con sus hijos, otras caminan en grupo y algunas van solas. El gris se trasforma rápidamente en un arco iris de brillantes colores. ¡Estoy fascinada, a mi lado caminan princesas!
Todas, jóvenes o viejas, van con la mirada altiva, vistiendo túnicas asedadas de color rojo, naranja, morado o verde limón y las telas están bordeadas con franjas doradas o plateadas. El chal o el borde de la túnica les cae coquetamente por la espalda. Me hechiza el verlas tan bellamente decoradas. Así, adornan su frente con una lágrima de bello diseño en color rojo, turquesa, azul o violeta. Llevan también, aretes de variadas formas en ambas orejas y uno diminuto de plata en la nariz. En las muñecas de ambos brazos colocan variadas pulseras multicolores y anillos en los dedos de los pies y las manos. Lo que más me gusta es el sonido que dejan a su paso. Es un trinar de plata, de choque de pulseras y de cascabeles en tobillos. Sus ojos oscuros están maquillados de negro dando profundidad a su serena mirada. Así se ven tanto las mujeres que mendigan por una moneda con la cual dar de comer a sus hijos, como las que ocupan una posición social más acomodada. No sé hacia donde se dirigen, si van de compras, a visitar a alguien o cuál es su destino. Pero el lugar se ha tornado en una mágica ciudad. Y quiero ser como ellas, cambiar mi pantalón por una túnica, llenarme de color, adornar mi frente, ponerme múltiples pulseras en las muñecas y en los pies y dejar a mi paso también el sonido de mi presencia. Pero lo que más deseo es imitar su mirada, altiva y serena. Regreso al hotel con el corazón desbordado de emoción. Miles de pensamientos cruzan por mi mente, ¿cuál es el paradigma que fundamenta mi existencia?, ¿cómo articular mis ideas de bienestar y prosperidad centradas en concepciones occidentales con la altivez y la serenidad de las gentes que viven en medio de tanta miseria? ¿Cuál es el propósito de mi viaje? Son las nueve y media de la mañana y es un día caluroso. Carlos y Pina ya están levantados esperando por mi para desayunar. Les relato mi experiencia. Pina no comprende mi fascinación, ella solo ve la miseria, el ocaso y la podredumbre. Creo entenderla, pero mi experiencia me impide ver lo que ven sus ojos. Decidimos ir a pasear en tok tok por la ciudad y aprovechar el tiempo para comprar regalos para la gente que quiero en mi país. Incienso, cajitas de plata, pulseras, bolsos de piedritas y cojines bordados. Visitamos también algunos templos y un mausoleo de mármol que construyó un rey para su amada fallecida al dar a luz el hijo número 14. Continuo maravillada. Todo me atrae. Mi corazón se expande. Me siento como una adolescente enamorada. Al caer la noche, de pie en el balcón con vista a la ciudad, empiezo a comprender mi intimidad con este lugar. En él, el olor a incienso, los cojines, la fascinación por las pulseras que trinan, los anillos y las joyas con piedras multicolores me
recuerdan mi casa, mi oficina, mis tesoros, mi colección de cajitas, mis sueños, mis gustos. Sin embargo, bien puede haber otra explicación a mi sensación de cercanía, de reconocimiento; porque ¿dónde se origina el recuerdo, aquí en esta ciudad o allá en mi país?. De esta forma ¿no será más bien, que todos esos objetos y tesoros que tengo en Costa Rica, constituyen una expresión de mi añoranza por el pasado? Y hoy en esta visita ¿estoy evocando un viaje que mi alma sin tiempo guarda en su memoria? No importa la respuesta. Comprendo por fin, el propósito de mi visita a este lugar lejano y sorprendente. El velo ha sido descorrido. Recupero mi memoria. Soy un alma viajera. Muchos caminos he transitado y muchos otros he de recorrer. No importa el lugar, la forma de mi cuerpo, el sexo que adopte; sencillamente son formas por medio de las cuales puedo expresarme. Por ello, mi responsabilidad radica en tomar conciencia de mi existencia peregrina y elegir las acciones en que la manifiesto en cada uno de mis trayectos. Hoy ya de regreso en lo que ahora es mi casa y mi país, estoy convencida de que simplemente estoy caminando un trecho del viaje que continuaré mañana.
María Cecilia Claramunt Octubre, 2002