Alfonso Reyes
«Por mayo era, por mayo…» I
¿Y tú la edad no miras de las rosas?
Rioja YA SABE la flor lo que la espera. Los poetas se lo han revelado mil veces. Pero hay una flor perdurable, y es la de las artes o las letras, la que se nombra o la que se figura, la ausente de todo ramillete, que decía el maestro Mallarmé. Cuando todas estas maravillas naturales se hayan marchitado, todavía seguirán luciendo, con intacta virtud, esos cuadros y aquellos poemas en que el hombre se ha apoderado de las primaveras del mundo. Sólo así cobran, como en los ensueños de Díaz Mirón, inmarcesible juventud los campos y embriagadora eternidad las flores. Conforme la flor se traslada de la tierra al espíritu, gradualmente se va trocando menos mortal. Pero también el cultivo de lo efímero, si ello es hermoso, posee sus encantos irónicos. La mente se venga de la muerte adorando lo que vive un día. No sólo entre los indígenas de Bali, sino dondequiera que hay hombres, se alza un altar a la belleza instantánea. Los antiguos cultivaban, con supersticioso arrobamiento, aquellos diminutos Jardines de Adonis, que nacían por la mañana y estaban mustios a la noche. La huella de lo perecedero se inmortaliza sólo en el alma, y Fausto es capaz de comprar un beso a cambio de la eternidad. Como el instante de dicha se apaga casi al encenderse, podemos gritar en su seguimiento, tocando levemente la palabra de Goethe: «¡Detente!... ¡Eras tan bello!» Pero si es bello «es» para siempre: «Es un goce eterno», ha dicho otro poeta. Imagen de amor y de poesía, la flor, como la sensitiva, se cierra apenas se la toca, apenas se la disfruta. Gran privilegio humano, magia concedida al hijo de Adán, es perpetuarla en su adoración. Y tal es la historia, la fantasía árabe, de la flor que no ha muerto nunca. Grande es, hasta donde alcanzan los documentos, la tradición del culto a la flor en la poesía mexicana; es decir, en la sensibilidad mexicana. Desde los poemas prehispánicos, el cantor indígena nos dice que «se reconcentra a pensar en las vistosas flores». Sor Juana lloró sobre la «rosa divina» Un indio moderno, El Nigromante, férreo caudillo liberal y poeta de corte clásico, llamó a la flor «madre de la sonrisa». Nuestro pueblo, en sus cantares, sigue pidiendo amores a la amapolita morada. La flor nos acompaña en vida y en muerte, con aquella fidelidad renaciente del ciclo de las estaciones. Somos una raza prendada de la flor; y acaso la mejor enseñanza y la más pura experiencia contra los ímpetus de la baja sensualidad está en que la flor se disfruta con los ojos y con la mente, o por su aroma a lo sumo, sin que nos sea dable acariciarla, a riesgo de deshacerla entre las manos. Hay que amarla con desinterés: casi, casi, como a una idea. Porque ¿quién ha poseído nunca una flor? Y, sin embargo, «la inconsciente coquetería de la flor prueba que la naturaleza se atavía a la espera del esposo». Las flores del jardín mexicano han salvado nuestras fronteras. Entre nuestros más vivos recuerdos del Servicio Exterior, nos acude la evocación de cierto día en que ofrecimos al Jardín Botánico de Río de Janeiro una reproducción del dios primaveral, Xochipilli, para que presidiera el rincón mexicano que, en aquel lugar paradisiaco, quiso y supo arreglar un enamorado de nuestra flor, Campos Porto. Desde entonces, en el cielo de la ciudad maravillosa se establece un diálogo etéreo entre dos númenes mexicanos: el Xochipilli, que nos tocó consagrar, y aquel Cuauhtémoc que llevó a las playas cariocas, años antes, nuestra Embajada al Centenario de la Independencia Brasileña. II Por mi mano plantado tengo un huerto. Fray Luis de León Pero ¿por qué hablar de la flor y no de la planta? ¿De una cabeza degollada, y no del cuerpo cabal que la sustenta? Y hablar de la planta ¿no es ya, en cierto modo, comenzar a hablar de la agricultura? Procedamos del ramillete al jardín, y del jardín al campo. La agricultura es la base física de la civilización. No sólo base de origen, sino base permanente: con ella comienza la ciudad. Pues, como decía Aristóteles, la ganadería es una manera de cultivo para cosechas en movimiento. Y la «metalería», podemos añadir, es una manera de cosecha para un género de plantas rígidas que, dichosa o desgraciadamente, no nos es dable sembrar ni fomentar a nuestro arbitrio. Hay más: la conservación de nuestra especie es también un orden agrícola, y el orden agrícola le es tan principal que aun desvanece ciertas fronteras entre bestias y hombres. Así se explica que los antiguos consideraran al buey, auxiliar de la agricultura, asociado al hogar del hombre y que comparte su existencia y su casa, como un miembro más de la tribu, unido a ella por los vínculos totémicos de la sangre. El sacrificio del buey es considerado como una excelsa y dolorosa oferta a los dioses. La magia inventa fraudes para tranquilizar la conciencia, convenciendo al hombre de que el propio buey ha solicitado el sacrificio; y el cuchillo con que se lo mata es juzgado por delito de sangre y arrojado al mar en castigo. Las hecatombes de los guerreros de la Ilíada eran verdaderas carnicerías de reses, porque se vivía en áspero régimen de guerra. Pero cuando los guerreros regresan a su vida pacífica, vuelven al respeto tradicional. En casa de Néstor,
mientras los destazadores degüellan y asan los bueyes a presencia de la diosa Atenea, las mujeres se deshacen en lamentaciones y gritos: mueren algunos de los suyos, aquellos compañeros de labor a quienes precisamente las mujeres seguían, arreándolos por los surcos. En una novela de Aldous Huxley, cierto químico se pregunta con angustia qué porvenir reservaría la política a un plan cuyo objeto fuera evitar el desperdicio del fósforo. El fósforo es indispensable a la vida, y resulta que plantas, animales y hombres destruimos las reservas de la naturaleza, sin poder crear restituciones. Así, en unos millones de años, la vida habrá desaparecido. Esta relación entre el ser y su ambiente, que la ciencia llama ecología y es condición de la existencia, admite, en todo caso, el ser sometida a la previsión humana, bajo una proporción práctica, ya que no bajo la proporción cósmica del sabio de Huxley. La política agrícola es indispensable a la conservación social, y más en tiempos como el presente, cuando el caballo de Atila destruye la yerba que pisotean sus cascos y hay que preparar las trojes para el hambre universal que viene después de las guerras. A diferencia de la mayoría de las plantas, que se alimentan exclusivamente de sustancias inorgánicas, el hombre necesita, como el animal, de sustancias orgánicas. La base del sustento humano es agrícola en principio. Esta base agrícola determina la subsistencia histórica y, en mucha parte, conduce la política. Para reconocer cosa tan obvia no hace falta sentar profesión de materialismo histórico. Mientras el hombre se consideró el centro y el amo de la naturaleza, al modo que el sistema tolemaico ponía a la tierra en el centro del universo, la historia fue entendida como iniciativa caprichosa de unos cuantos héroes. El monarca persa mandaba azotar al mar, que no permitía bogar a sus flotas. Un día acontece la revolución copernicana en la Historia. Y hoy el mismo Napoleón, héroe si los hay, nos aparece como un satélite más, arrastrado en los torbellinos de los grandes mercados. El héroe victorioso sólo se caracteriza por una conciencia más clara de los destinos. Y ahora los destinos mandan que México se provea y prepare. La intensificación de la agricultura es tarea en que la compañera del hombre puede volver a ayudarlo eficazmente, como en los tiempos primitivos. Es tarea seductora y estética, adecuada a la sensibilidad femenina, y corresponde al instinto maternal, en cuanto puede rendir frutos relativamente a corto plazo. El instinto varonil, en cambio, está volcado sobre la abstracción del porvenir. Los frutos sociales que anhelamos, ni siquiera soñamos que lleguen a verlos nuestros ojos. Nos basta saber que han de aprovecharlos nuestros hijos o nuestros nietos. Y una ambición inerradicable en esta familia de Prometeo a que todos pertenecemos, mujeres y hombres, nos hacen concebir nuestra satisfacción como un descuento sobre el crédito de la gloria futura. Para contribuir al rendimiento agrícola no es necesario contar vastas posesiones territoriales ni complicados implementos, más propios de la administración y del músculo de los hombres. Se puede hacer agricultura en el jardín o en el patio de la casa, en el parterre de la escuela y hasta en el tiesto del balcón. Cuanto se intente en este orden merecerá la gratitud nacional, y un día será el consuelo de nuestros años soledosos. Que, como en el Cándido de Voltaire, cada cual cultive su propio jardín. El poeta latino Ausonio, desengañado de la corte, las mundanidades y la grandeza, y aun despechado de la nueva religión, por cuanto no supo ella amparar a su imperial protector Graciano, regresa al fin a su«parva heredad», busca los consuelos nunca engañosos de la naturaleza, y se consagra a cultivar sus espesos viñedos y sus vivas rosas bordelesas, junto con sus versos, que son otras rosas menos perecederas.