Agua bendita Decía Chesterton que lo verdaderamente milagroso de los milagros es que puedan suceder. El obispo de Córdoba exhortó el otro día a los fieles a que elevasen sus oraciones a Dios para que se dignase abrir el grifo celeste del agua, a fin de remediar los males derivados de la sequía. Y el grifo goteó. Aleluya. Uno sabe desde niño que los rituales de invocación pluvial suelen ser eficaces: los indios apaches lo practicaban con frecuencia en las películas del Oeste, a través de una danza que estaba entre la conga de Jalisco y los espasmos propios del cólico nefrítico, con armonías vocales en torno al jua jaja jua y al waja waja jawa, y aquel experimento esotérico funcionaba. Me alegro mucho de que Dios haya oído al obispo y a sus feligreses, pero les confieso que, a pesar de la evidencia del milagro, este asunto me ha creado un conflicto teológico, según paso a explicarles. ¿Qué concepto tiene de Dios su ilustrísima cordobesa? Al parecer, el de alguien que está allá en sus alturas inimaginables, sentado en un trono etéreo, ingeniando diabluras: "Voy a dejar a esa gente sin agua durante una temporada". (El motivo podría ser la legalización de las bodas entre homosexuales, por ejemplo. O tal vez la desmembración de España. O quizá los libertinajes masivos que propician las botellonas. Quién sabe.) Pero entonces, de repente, por iluminación tal vez del Paráclito -el socio palomo del tripartito celestial-, un obispo inquieto tiene la ocurrencia de inducir a los fieles a que procuren ablandar el corazón divino: "Pedid a Dios, Nuestro Señor, que por su misericordia nos libre de esta calamidad y nos bendiga con el agua que necesitamos". Y las plegarias de los cordobeses llegan a oídos de Dios, y Dios dice: "Bueno, vale, voy a hacer que llueva un poco, pero sólo un poco". y caen cuatro gotas. El caso es, en fin, que si un obispo tiene esa idea de Dios -un ente arbitrario y cruel que exige oraciones para paliar las catástrofes que él mismo origina a capricho-, no me atrevo ni a imaginar siquiera la formación teológica que puede tener un monaguillo. Si hacemos caso al Diccionario infernal que Collin de Plancy publicó en 1826, el demonio que controla las lluvias es el llamado Bechárd, y lo hace mediante un maleficio para el que se vale de unos sapos machacados, según nos revela el rey Salomón, que fue un paciente demonólogo. Lo que me preocupa es que alguna secta satánica cordobesa, preocupada también por la sequía, se dedique a organizar rituales para ablandar el corazón podrido del demonio Bechart, porque, entre unos y otros, pueden acabar provocando un diluvio, y tampoco se trata de eso. Creo yo, no sé, que tanto la jerarquía católica como la jerarquía satanista de Córdoba se hallan en un momento histórico inmejorable para llegar a un pacto, siquiera sea sobre el asunto pluvial concreto: que racionalicen y programen sus respectivas invocaciones, no sea que acaben todos allí con el agua al cuello. Y no quiero ni pensar que exista en Córdoba una asociación de indios apaches, porque entonces va a ser un lío. De los gordos.
Felipe Benítez Reyes El País Andalucía, viernes 9 de septiempre de 2005