Afinando Tambores De Guerra

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AFINANDO TAMBORES DE GUERRA

relato imaginario Mi nombre es Winona Jefferson. Trabajaba en la limpieza de la Central de la Union General Company en el piso 68 de la torre dos de Manhatan. Llevaba tiempo buscando la oportunidad de quedarme hasta las diez y coincidir así con Anim. Anim Reivaj rezaba la tarjeta de identificación del nuevo guarda de seguridad que imantaba sus profundos ojos hindúes en los míos hasta que la puerta del ascensor cortaba nuestra comunicación. No resultaba fácil la coincidencia, ya que el personal de limpieza, salvo la responsable de sección, debía pasar el control de salida antes de las ocho de la noche y esperar hubiese comportado una excesiva evidencia por parte mía. La oportunidad se presentó un viernes en que la encargada tuvo que visitar a su hermana que acababa de dar a luz y propuso que nos quedáramos una de nosotras. Al ser víspera de fiesta, nadie se prestó y me ofrecí voluntaria. —Mañana salgo a las diez —susurré a Anim la noche anterior al pasar a su lado antes de comprobar cómo su rostro se iluminaba haciéndome feliz. Aquella tarde, una vez sola, me dirigí al salón. La pared de cristal desplegó a mis pies un Manhatan recién iluminado. La emoción condujo entonces mi pensamiento hasta Anim, a quien imaginé mirando el reloj a la espera de que fuesen las diez. Desperté al oír ruido de pasos. Una rabia infinita me embargó al darme cuenta de que me había quedado dormida y era casi media noche. Asustada por otro lado, pues no era habitual que a semejante hora se utilizara el salón, me introduje precipitadamente en una especie de armario de limpieza, disimulado en la pared. Mi estupor aumentó al observar que no se trataba de una o dos personas, sino más. Atrapada en mi escondite, noté sus pasos hilados con sus conversaciones. Les imaginé bien vestidos y alimentados, blancos, cristianos..., pero no les podía ver y mis oídos no discriminaban más allá del murmullo. Muerta de curiosidad recurrí al olfato y, al llegar a mi altura, aspiré con fuerza. Aromas diversos —petróleo, armamento, acero, finanzas, inmuebles, electrónica, chocolate, informática, cemento, tinta de rotativa, café, billetes recién impresos, medicinas...— se atropellaron en mis fosas nasales. —¡El presidente! —anunció alguien.

Reconozco que me emocioné al sentir sus pasos a escasos metros de mí. —¡Buenas noches señores y bien venidos! —saludó una voz potente—. Estamos aquí los responsables de la marcha de la tierra representando los grandes intereses de Occidente, del mundo. Nos hemos reunido ante la existencia de fidedignos informes que aseguran que vamos a sufrir un atentado, un serio atentado, y aquí en el baluarte de occidente, en los Estados Unidos de América. El murmullo se generalizó y pronto sobresalieron frases entrecortadas: “¡No puede ser!” “Nuestro sistema de seguridad es infalible” “¡Nadie osaría atacarnos en nuestro territorio!”... La voz anterior impuso su potencia sobre el auditorio. —Las informaciones con que contamos aseguran que se está fraguando un atentado serio. No tenemos idea de en qué va a consistir. Pueden ser atacados el metro, supermercados, aeropuertos, refinerías... Tememos una acción contundente. —¿Y los mecanismos de seguridad? —interpeló una voz decidida. —En su puesto. Precisamente ellos nos han puesto al corriente del inminente ataque. Nos han facilitado también el agresor. Se trata de una organización, Al Qaeda, que creamos y entrenamos a base de brigadistas islámicos para expulsar a los rusos de Afganistán. Se mueve en dicho país, aunque cuenta con apoyos en todo el mundo. Aunque no tiene una fuerza exagerada, agrupa lo más granado del estricto Islam. Entre sus líderes figura Ben Laden, personaje que la CIA preparó a conciencia. —Las medidas a tomar están meridianamente claras. No era necesario reunir el gabinete de crisis, con el riesgo que comporta —aseguró una voz ronca. —Precisamente porque no está clara nos hemos reunido —contradijo la voz anterior—. Tenemos fuerza suficiente para arrasar cualquier país y no necesitamos razones. Somos el Imperio y a nadie hemos de rendir cuentas. No obstante, hemos considerado de suma importancia reuniros. Es preciso hacer algo y ahora. Nunca la coyuntura ha sido tan favorable — aseguró para añadir—. Escuchad el plan. —Sólo existe un mundo global que, ¡nosotros!, estamos llamados a dirigir —arrancó una voz edulcorada—. Pero tenemos un enemigo. El enemigo es —tras una pausa retórica—: el Pensamiento, las Ideología, la Racionalidad y la Crítica. En el mundo hoy —enfatizó— se sigue pensando en Igualdad, Libertad, Democracia y, aunque menos, también en Solidaridad. ¡Hemos de

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acabar de una vez con Montesquieu, demás ilustrados, comunistas trasnochados y solidarios en general! Siguen existiendo, incluso aquí, individualidades obstinadas en pensar. En otros países quedan reminiscencias de la izquierda. Existen jovencitos honestos en ONGs no programadas que aún no hemos asimilado. Sigue habiendo movimientos sociales, nacionales o ciudadanos empeñados en participar... En fin, aún no tenemos los deberes hechos. Con arduo trabajo hemos conseguido que en la mayor parte del mundo democracia no se identifique con participación, pero ésta sigue constituyendo un peligro para nuestros intereses. Es preciso igualmente citar a esos jóvenes que montan sus foros abiertos y alborotan en Seattle, Génova, Porto Alegre... Manejan nuestro verdadero enemigo: el pensamiento abierto, el pensamiento divergente. —¡Hippies trasnochados! ¡Se eliminan!—repuso una voz atiplada. —No es fácil. No todo el mundo es nuestro patio. Incluso en éste... Nos salió bien en Chile y Argentina. También en Nicaragua. Pero en Venezuela, aunque volvemos a la carga, no acabamos de salir airosos. Y no sabemos qué pasará ahora en Brasil, en Ecuador o cómo evolucionará “El Corralito”. —Es culpa de vos, boludo —afirmó una voz argentina—. Macanudas privatisasiones a benefisio de prinsipiantes de Iberia, BBVA, BSCH, Repsol, Telefónica. ¡Ahí tenés el Corralito! —¡Silencio! ¡Eso es otra historia! —cortó con autoridad—. Hacernos con el dominio total supone parar los pies a tanta democracia, a tanta igualdad, a la gente que aún piensa y a los jóvenes que piensan y protestan — hizo una pausa para preguntarse enérgicamente—: ¿Cómo? ¡Esa es la cuestión! ¡Para eso estamos aquí! —¡Sigo sin entender! —reiteró la crítica y ronca voz. —Tenemos en nuestras manos la posibilidad —prosiguió con dulzura el ponente— de inducir a los ciudadanos, si no a rechazar la democracia, sí a ponerla en segundo plano ante un mayor interés. —¿Como por ejemplo? —inquirió la ronca. —¡La seguridad! —Pero seguridad no se contradice con democracia —argumentó otro. —Ha dado usted en el quid. ¿No vitorearon las masas a Hitler cuando éste, elegido por las urnas, fue vaciando de contenido la democracia? Y no hace falta retroceder tanto en el tiempo. Mirad cómo en España los

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herederos del “generalísimo” van con impúdico descaro dando lecciones de democracia a quienes lucharon por ella. No se trata de rechazar la democracia, sino de vaciarla de contenido y que todo el mundo siga sintiéndose e, incluso, presumiendo de demócrata. ¿No se siente buen cristiano el personal de occidente que vive a expensas de la más sangrienta explotación de la mayor parte de la humanidad? —No entiendo a qué viene todo esto —nuevamente la voz ronca disconforme. —Muy sencillo. Basta con que nos limitemos a no evitar la muerte de unos cuantos en un metro, calle, estación... y el pueblo estadounidense, emotivo y patriota, hará una piña para defender la patria y conseguir seguridad a costa de lo que sea. ¡Incluso de su libertad! Y, además, para “Salvar la Libertad y la Democracia en el mundo mundial” Simplemente se trata de no abortar el atentado de Al Qaeda. Se desencadenó una generalizada protesta. —“¡Ni hablar!” “¡Nada de sangre en este país!” “Este país no ha sido atacado más que en Pearl Harbur y aquello... allá está”... —Mal está tener que eliminar sudacas, rusos, chinos, africanos, hindúes y, si me apuras, europeos. Pero ¿cómo vamos a permitir que asesinen estadounidenses? —argumentó otro destapando la caja de los truenos: —¡Estadounidenses, ni hablar! —gritó uno. —¡Eso es asesinar! —apostilló otro. —El fin no justifica... —un tercero que, por alguna razón, dejó la frase a medias. —¡Que no, que no puede ser! ¡No es ético! —Pues a mí me parece una gran idea —afirmó quien había criticado la convocatoria imponiendo su voz ronca y generando un expectante silencio—. ¿Donde vais con la ética? —gritó— ¿No movemos los hilos del B.M., el F.M.I. y el G.M.C. que han provocado incontables muertes, indirectas, pero que ahí están? ¿Qué están haciendo nuestras multinacionales, en la América Hispana, en el Este, en China y en todo el sur de Asia sino esclavizar, sin tener que comprar ni transportar esclavos? ¿No hemos provocado, para proteger la saneada economía de nuestros laboratorios, la muerte de infinidad de africanos, dos millones este pasado año, que no han tenido acceso al tratamiento contra el VIH? ¿No acabamos de decidir la invasión de nuestros transgénicos desconociendo cuántas muertes pueden llegar a producir? ¿No hemos provocado guerras, aunque periféricas sangrientas, para dar salida a nuestro material bélico? ¿No tenemos nuestros arsenales 4

repletos de minas anti-persona, armas químicas, biológicas y nucleares? ¿No montamos la Guerra del Golfo y devastamos Irak con la única finalidad de controlar su petróleo? Vosotros que sentís repugnancia por la sangre e imploráis la ética ¿habéis contado el millón y medio de muertos, mujeres y niños en su mayoría, a causa del posterior embargo a Irak donde hemos hecho creer al mundo que vive, él solito, Sadan? ¿Dónde vais con la ética? Durante unos segundos el silencio se adueñó de la sala. —Algo más —se estrenó una cruda voz—. Con la excusa de Al Qaeda, tenemos la posibilidad de arrasar Afganistán e introducirnos así en un enclave geopolíticamente fundamental entre China, Rusia, India y Pakistán. Un logro importante. Con ello, obtenemos una salida del petróleo al Indico. —Eso es pensar —opinó el presidente. —El presidente no está para defender sus intereses petroleros —fue replicado—. Él ya lo está haciendo. Y con acierto. —Una guerra allí acabará pronto —prosiguió halagada la cruda voz defensora de los crudos intereses—, pues los afganos son la mismísima miseria y no hay nada que bombardear. Se trataría entonces de hacer extensiva la guerra a nuestros enemigos incluyendo a éstos en un supuesto “Eje del mal”. Los primeros necesariamente tienen que ser los iraquíes. El control de su petróleo es vital para tener sujetos a saudíes e iraníes y el dominio del corredor del Caúcaso al Golfo supone el grifo del oro negro en exclusiva. Si, a la vez, amarramos al pueblo de Venezuela, el petróleo es nuestro. Todo ello, además de asegurar la energía, supondrá elevar la producción bélica, relanzar la economía y garantizar del crecimiento occidental. —¡Además le tengo unas ganas a Sadam...! —no se pudo aguantar el presidente. —¿Y la O.N.U.? —cuestionó la voz atiplada. —Necesitamos de ella para emitir resoluciones y se plegará. Pero, si fuese necesario dejarla de lado, no es problema. La Asociación de Naciones, su predecesora, ni fue consultada, ni pudo hacer nada ante las invasiones de Abisinia o los países europeos por los nazis. Cayó solita, como un castillo de naipes. —Y ¿los europeos? —No problem. Solana es monaguillo por vocación. Blair tiene el viejo imperio metido en el cráneo. Berlusconi en cuanto huele a Musolni se muere de gusto. Putin con que metamos en el “eje del mal” a los chechenos que aún no hayan ingerido su gas letal, está de nuestro lado. Y España es nuestro 5

ejemplo. Murió el general, cambiaron de traje y los mismos mismo. Las mismas empresas, los mismos jueces, los mismos mismos políticos, los mismos tribunales especiales, la misma mismo chapapote. Añadiendo al eje maldito vascos y rojos quedar...

haciendo lo policías, los tortura... el que puedan

—¿Y los medios? —inquirió una nueva voz, muy grave. —Controlamos la práctica totalidad. No obstante, montaremos una Oficina de Información. Sólo llegará aquello que queramos, cuando y como queremos. La mayoría lo creerá. Compraremos periodistas. Quienes aún piensen sabrán que no es cierto, pero los intelectuales se venderán o no tendrán acceso a los medios. Incluso sabiendo que no es cierto lo que divulguemos desde nuestra Oficina de Información, todos lo asumirán como la verdad y acabará siendo tal. ¿No lo consiguió Goebbels con menos posibilidades? En el improbable caso de que hubiese algún rebelde, un toque a la Estelar Judicatura y, a cambio de una foto suya, eso sí enorme, en grandes superficies y traseras de autobuses, mete en un auto e ilegaliza todos los medios. —Esa Oficina ha de repetir que Sadam es cruel y sanguinario—volvió a interrumpir el presidente—. Ha de distribuir fotos suyas con cara de malo. Ha de hacer ver que la guerra es inevitable y, por ende, lógica, necesaria. Tiene que decir que allí se entrenan talibanes afganos. Ha de insistir en que los iraquíes cuentan con armas químicas, biológicas o nucleares, aunque en menor cantidad casi tan peligrosas como las nuestras y gases casi tan letales como los de Putin. Aunque sea mentira, acabará siendo la verdad y, para defender la humanidad, habrá que colocar el revolver en su sien, girar el tambor y... ¡matar millones de iraquíes para deponer a Sadam! —En mi opinión —apuntó con timidez una voz suave—, quien se puede desmadrar es Sharon. Puede envalentonarse y constituirse en carnicero capaz de eliminar palestinos con similar sistematización que la sufrida por sus antepasados. Un enervado silencio tensó el aire del salón. —¿Sus antepasados? ¡Los nuestros! —afirmaron varias voces con acritud. La voz suave no replicó. El resto de voces no quiso escuchar. —Y yo ¿qué hago? —inquirió entonces el presidente. —Como en el Oeste, como en Tejas, pones cara de caw-boy, de tipo duro, arrugas el ceño, tuerces el gesto y espetas: “Conmigo o con los terroristas malvados”

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Se fueron. Abandoné el cuarto de la limpieza y desde el amplio ventanal de aquella torre orgullosa miré Manhatan. “Demasiado para ser cierto”, suspiré en voz alta. Al oír mi voz, me di cuenta de que no había escuchado una voz de mujer. Los meses sucesivos fueron un infierno. Obligada moralmente a contar, no me atrevía ¿A quién acudir? ¿Quién me iba a creer? No lo conté a nadie, salvo a Anim, con quien empecé a salir. Él, de origen hindú, también pensaba que no me creerían. Con tiempo, conseguí serenarme e incluso acabé pensando que todo había sido un sueño. Llegó el once de septiembre. Hubiese tenido que incorporarme a mi puesto a las trece horas en la torre, en la dos. En la misma que Anim cerró para siempre sus ojos almendrados aquella fatídica mañana. Muchos han muerto y la persona que más he querido, yace aún bajo los escombros. Eso me ha empujado a confesar, algo que debí hacer antes y no hice por temor. Ahora no puedo callar, aunque soy consciente de que corro riesgos y sé que es difícil que ustedes me crean siendo mujer, empleada de la limpieza y oscura, negra, de piel. No obstante, confío en que la democracia de mi país. Wynona Jefferson

Winona, como se llama, o llamaba, esta mujer, tuvo la valentía de no callar. Acudió efectivamente a un juzgado, a la prensa y a la policía. Nadie le escuchó. Bueno, alguien sí, pues el hecho de que su tercer apellido de origen hispan-árabe empezase por “al” fue razón para ser detenida y recluida en Guantánamo.

Javier Mina Rodríguez Publicado en la sección de Cultura de “Rebelión.org” el 14 de marzo de 2003

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