Señales mías Vine a la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre, y más allá a los campos con la escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles– y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen. Y del campo hablo, porque a él partí, apenas vividos ocho días. La casa de mis abuelos era larga, oscura y baja, y su edad, de cien años, y apropiada sólo para que la morasen fantasmas, o algunas gentes extrañas y hermosísimas, o un animal blanco y poderosamente milagroso. En su torno todas las flores se ceñían y todas las bestias y las sombras todas y los destellos. Yo partí de ella sólo para ir a la escuela; pero, la escuela quedaba apenas más allá y también bajo las flores; borroneó mi caligrafía primera el polvo amarillo de la garganta de las amapolas. Los seres que vivieron conmigo aquellos años –digo abuelos, padres, tía, prima, hermana, algunos ya muertos, pero, no muertos– se me mostraron siempre silenciosos e irisados. Me amaban entrañablemente y les amé –o les amo– con locura. Y recuerdo también a los animales que colaboraron con nuestras vidas, que abrían cerca de nosotros, sus caras santas, sus ojos bonísimos, y aunque de ellos no resten ni los huesos, segura soy de reencontrarlos alguna vez. Por aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad. Como yo era una niña, el venía a mí alegremente; jamás se me mostró austero. A veces, hasta se disfrazaba de amapola, se ponía una bonita máscara rosada, o de venado y usaba dominó velludo y color oro. Por entonces, Él me dijo que mi único destino era escribir poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle. En las noches de aquellos días, el rocío paseaba de este a oeste, de sur a norte, sus manadas titilantes, y levantábase el manzano coronado de rosas, y un caballo claro como la nieve, volaba amenazándonos y sólo deslumbrándonos, desde un extremo a otro, de la heredad.
En las noches de aquellos días yo ya concebí la loca idea de que tenía que salir a la aventura, realizar alguna expedición nocturna, a espaldas de mis padres, ir hacia el pueblo, sigilosa, y porque sí; me parecía que debía vestir ropas extrañas y golpear a la puerta de los vecinos, macabramente. Ya había hallado la zona erizada y deliciosa en la que desde entonces habito. Apena rozado el umbral de la adolescencia, Dios me quitó el bosque. Y me trajo a la ciudad, que, con todos sus espejos y sus flores, no es el bosque. Mucha gente empezó a deslizarse en mi torno, a indagar en mi rostro; pero inútilmente. Cumplí los estudios de bachillerato como casi todas las niñas del mundo. Sólo que, muchas veces, una luciérnaga, venida de antes, me calcinó los deberes. Y después, el teatro; pero, el teatro es otra forma de la Poesía. En 1953, Dios me dijo que echase a volar Poemas; lo que en ellos cuento, y que, a tantos pareció tan raro, es verídico. En 1954, la gracia angélica de Conie-Jean reprodujo aquellos Poemas en esta selecta Lírica; en 1955, logré el más fiel retrato de mi médula, de mi sangre, de mi alma: Humo; cinco de cuyos poemas fueran generosamente reeditados al año siguiente por el poeta Ortiz Saralegui en sus Cuadernos Julio Herrera y Reissing. En 1959, Druida. Druida, porque una de mis raíces es celta. A todos aquellos seres –de mis huesos y de mi alma– que vivieron conmigo la edad del bosque, recuerdo en este instante, intensamente. No he de nombrarlos a todos; pero, digo a Rosa –mi abuela muerta–, a mis padres Pedro y Clemen y a mi hermana Nidia: Gracias, el umbral de este libro y de todos los libros… Gracias… por todas las cosas. Marosa di Giorgio
El cuervo [Poema - Texto completo.]
Edgar Allan Poe
Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran, tocaran a la puerta de mi cuarto. “Es -dije musitando- un visitante tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.” ¡Ah! aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; angustia del deseo del nuevo día; en vano encareciendo a mis libros dieran tregua a mi dolor. Dolor por la pérdida de Leonora, la única, virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre. Y el crujir triste, vago, escalofriante de la seda de las cortinas rojas llenábame de fantásticos terrores jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie, acallando el latido de mi corazón, vuelvo a repetir: “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.” Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos: “Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro, mas el caso es que, adormilado cuando vinisteis a tocar quedamente, tan quedo vinisteis a llamar, a llamar a la puerta de mi cuarto, que apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí de par en par la puerta: Oscuridad, y nada más. Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato, atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar. Mas en el silencio insondable la quietud callaba, y la única palabra ahí proferida era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?” Lo pronuncié en un susurro, y el eco lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!” Apenas esto fue, y nada más. Vuelto a mi cuarto, mi alma toda, toda mi alma abrasándose dentro de mí, no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza. “Ciertamente -me dije-, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Dejad, pues, que vea lo que sucede allí, y así penetrar pueda en el misterio. Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio, y así penetrar pueda en el misterio.” ¡Es el viento, y nada más! De un golpe abrí la puerta, y con suave batir de alas, entró un majestuoso cuervo de los santos días idos. Sin asomos de reverencia, ni un instante quedo; y con aires de gran señor o de gran dama fue a posarse en el busto de Palas, sobre el dintel de mi puerta. Posado, inmóvil, y nada más. Entonces, este pájaro de ébano cambió mis tristes fantasías en una sonrisa con el grave y severo decoro del aspecto de que se revestía. “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-. no serás un cobarde. hórrido cuervo vetusto y amenazador. Evadido de la ribera nocturna. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado pudiera hablar tan claramente; aunque poco significaba su respuesta. Poco pertinente era. Pues no podemos sino concordar en que ningún ser humano ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro posado sobre el dintel de su puerta, pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta con semejante nombre: “Nunca más.” Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto. las palabras pronunció, como virtiendo su alma sólo en esas palabras. Nada más dijo entonces; no movió ni una pluma. Y entonces yo me dije, apenas murmurando: “Otros amigos se han ido antes; mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.” Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.” Sobrecogido al romper el silencio tan idóneas palabras, “sin duda -pensé-, sin duda lo que dice es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido de un amo infortunado a quien desastre impío persiguió, acosó sin dar tregua hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de “Nunca, nunca más.” Mas el Cuervo arrancó todavía de mis tristes fantasías una sonrisa; acerqué un mullido asiento frente al pájaro, el busto y la puerta; y entonces, hundiéndome en el terciopelo, empecé a enlazar una fantasía con otra, pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, lo que este torvo, desgarbado, hórrido, flaco y ominoso pájaro de antaño quería decir graznando: “Nunca más,” En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos, quemaban hasta el fondo de mi pecho. Esto y más, sentado, adivinaba, con la cabeza reclinada en el aterciopelado forro del cojín acariciado por la luz de la lámpara; en el forro de terciopelo violeta acariciado por la luz de la lámpara ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más! Entonces me pareció que el aire se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado. “¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido, por estos ángeles te ha otorgado una tregua, tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora! ¡Apura, oh, apura este dulce nepente y olvida a tu ausente Leonora!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar hechizado por el horror! Profeta, dime, en verdad te lo imploro, ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime, dime, te imploro!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, ese Dios que adoramos tú y yo, dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén tendrá en sus brazos a una santa doncella llamada por los ángeles Leonora, tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen llamada por los ángeles Leonora!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso. ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira que profirió tu espíritu! Deja mi soledad intacta. Abandona el busto del dintel de mi puerta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta. Y el Cuervo dijo: Nunca más.” Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. Aún sigue posado, aún sigue posado en el pálido busto de Palas. en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más!
HORACIO QUIROGA El hijo Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente. —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado. —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre. —Sí, papá —repite el chico. Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño. Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo. Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo. Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión
cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca. Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe... No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas. Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo! El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas. De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones. Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza. Horrible caso .. Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir. En ese instante, no muy lejos suena un estampido. —La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte... Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea. El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser
entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical. El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto. El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..? El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la SaintÉtienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo. ¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón. Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia... La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo. Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo. Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la
mano... El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro... Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte. —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz. Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir. —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas. Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su... —¡Chiquito..! ¡Mi hijo! Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo. A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos. —Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo. La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza: —Pobre papá... En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres.. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa. —¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero. —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí... —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito! —Piapiá... —murmura también el chico. Después de un largo silencio: —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre. —No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad. Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
LA FILOSOFÍA DE LA COMPOSICIÓN por Edagar Allan Poe
Charles Dickens, en una nota que tengo ante mí y en la que alude al análisis que en cierta ocasión realicé sobre el mecanismo de Barnaby Rudge, dice: “¿A propósito, se ha dado cuenta de que Godwin escribió su Caleb Williams de atrás hacia adelante? Primeramente enredó a su protagonista en una maraña de dificultades, que forman el segundo tomo, y después, para completar el primero, le lanzó a la búsqueda de cuanto pudiera servir de explicación a los que había hecho”.
Yo no creo que éste fuera el procedimiento exacto seguido por Godwin -y desde luego, su propio testimonio en nada coincide con la opinión de Dickens- sino que más bien el autor de Caleb Williams era un artista demasiado hábil como para no advertir las ventajas derivadas de un proceso cuando menos similar. Es más que evidente que todo argumento merecedor de tal nombre debe ser desarrollado hasta su mismo desenlace, previamente a cualquier intento de coger la pluma. Sólo con el denouement a la vista nos será posible dotar al argumento de la indispensable atmósfera de consecuencia, o causalidad, logrando
así que cada uno de sus incidentes, y sobre todo el tono general, contribuyan al desarrollo de la intención.
Hay un error de raíz, pienso yo, en la manera en que habitualmente se estructura un relato. O bien la historia aporta una tesis -o ésta bien sugerida por algún incidente circunstancialo todo lo más, el autor se aplica en combinar acontecimientos sorprendentes con el único fin de proporcionar una base a su narración, generalmente en la esperanza de que mediante descripciones, diálogos y comentarios personales podrá llenar todos los intersticios que de los hechos o la acción, página tras página, se ponen de manifiesto.
Por mi parte, prefiero comenzar tomando en consideración un efecto concreto. Teniendo en cuenta siempre la originalidad (puesto que se engaña a sí mismo quien se aventura a prescindir de una fuente de interés tan palpable y tan fácil de obtener), me digo a mí mismo, en primer lugar: “De entre los innumerables efectos o impresiones ante los que el corazón, el intelecto, o (más generalmente) el alma se muestran susceptibles, ¿cuál habré de elegir en las presentes circunstancias?. Tras haber escogido un efecto en primer lugar novedoso y, en segundo término, de fuerte intensidad, pasaré a analizar si conviene plasmarlo mediante los incidentes o a través del tono general -bien se trate de incidentes ordinarios y de un tono peculiar, o viceversa, o que ambos sean peculiares, el tono y el incidente- para seguidamente, mirando a mi alrededor (o mejor, dentro de mí), poder hallar la combinación de incidentes, o de tono, que mejor me facilite la combinación del efecto.
A menudo pienso lo interesante que podría ser leer un artículo en donde un autor describiera -es decir, si pudiera- paso a paso y detalladamente el proceso mediante el cual alguna de sus obras vio el acabado final. El por qué semejante artículo nunca se ha escrito es algo que escapa a mi entendimiento, aunque es probable que dicha omisión tenga que ver más con la vanidad de los autores que con ninguna otra causa. La mayoría de los
escritores -y, sobre todo, los poetas- prefieren dar a entender que componen en una especie de delicioso frenesí -o intuición estática- y en verdad se echarían a temblar si se dejase al lector escudriñar entre bastidores, quedando al descubierto la elaboración y las vacilaciones del pensamiento en bruto, los verdaderos propósitos logrados tan sólo en el último instante, los innumerables vislumbres de ideas que no acaban de madurar plenamente, las fantasías que pese a haber madurado son abandonadas por incontrolables en medio de la desesperación, las cautelosas selecciones o rechazos, las penosas tachaduras e interpolaciones y, en fin, los engranajes, los mecanismos de la tramoya para el cambio de decorado, las escalas y las trampillas, las plumas de gallo, el colorete y los lunares postizos, lo que, en el noventa y nueve por ciento de los casos, son los accesorios propios del histrión literario.
Soy consciente, por otro lado, de que no suele darse el caso de un escritor que se halle en condiciones de volver sobre sus pasos para mostrar cómo llegó a sus conclusiones. En general, las ideas acuden al espíritu de forma atropellada, y de igual modo se las persigue y son olvidadas.
En lo que a mí toca, ni comprendo la aversión antes mencionada, ni en momento alguno he tenido la menor dificultad en recapitular los sucesivos pasos de mis composiciones; y dado que el interés del análisis, o reconstrucción, que he señalado como un desideratum no depende en absoluto de cualquier otro interés real o imaginario por la obra analizada, espero no se me tome en cuenta si muestro aquí el modus operandi por el cual llevé a su conclusión uno de mis poemas. He elegido “El cuervo” por ser el más conocido de todos. Es mi intención llegar a constatar que ningún detalle de su composición puede asignarse al azar o la intuición, sino que la obra avanza sucesivamente, y paso a paso, hasta ser finalizada con la precisión y el rigor deductivo de un problema matemático.
Dejemos de lado, como irrelevante en cuanto al poema per se, las circunstancias -o la necesidad- que en un principio dieron lugar al intento de componer un poema que por igual hubiera de satisfacer tanto las demandas del crítico como las del gusto popular.
Tomemos, pues, dicha intención como punto de partida.
El primer planteamiento fue el de la extensión. Si una obra literaria resulta demasiado larga para ser leída de una sola vez, no habrá más remedio que resignarse a prescindir de un efecto de tan capital importancia como aquel que se deriva de la unidad de impresión; pues cuando la lectura exige ser hecha en dos sesiones, los asuntos mundanos interfieren, y cualquier impresión de totalidad queda al punto suprimida. Pero dado que, ceteris paribus, ningún poeta puede permitir que se le escape cosa alguna que haga avanzar sus planes, resta considerar si puede haber en la extensión alguna ventaja que compense la pérdida de unidad que ésta conlleva. A este respecto, doy por respuesta un no rotundo. De hecho, lo que entendemos por poema largo no es más que una sucesión de poemas breves, es decir, de efectos poéticos breves. Ni que decirse tiene que un poema para serlo depende sólo de su capacidad para elevar el alma mediante una intensa emoción. Y toda gran emoción es, por pura necesidad física, breve. Por esta razón, al menos la mitad de El paraíso perdido es esencialmente prosa -una sucesión de arrebatos poéticos alternados, inevitablemente, con sus correspondientes depresiones -, quedando privado en su conjunto, debido a la enormidad de la extensión, de un elemento artístico tan de todo punto primordial como la totalidad, o unidad, de efecto.
Parece evidente, pues, que existe un límite preciso, en lo que concierne a la extensión, para toda obra literaria: el límite de una sola sesión de lectura; y que, si bien en ciertos tipos de prosa, tales como Robinson Crusoe -que no exige unidad-, dicho límite puede ser rebasado en beneficio de la obra, jamás sucederá lo mismo con un poema. Dentro de este límite,
puede lograrse que la extensión de un poema guarde una relación matemática con sus méritos, es decir, con la elevación y emoción producidas, o, en otras palabras, con el grado de verdadero efecto poético que alcanza a inducir; pues resulta claro que la brevedad siempre guarda una relación directa respecto de la intensidad del efecto pretendido por la sola razón de que, inevitablemente, se requiere una cierta extensión para producir un mínimo de efecto.
A la vista de estas consideraciones, y manteniéndome fiel a ese grado de elevación que según mi estimación no rebasa el gusto popular pero tampoco resulta inferior al del crítico, pronto concluí en lo que imaginaba debía ser la extensión adecuada para el poema que me había propuesto: una extensión de unos cien versos. El poema llegó a tener ciento ocho.
La segunda cuestión en que reparé fue en la elección de aquel efecto, o impresión, que el poema debía transmitir; y también podría aquí señalar que, a lo largo de su composición, me atuve en todo momento al esquema de que la obra resultara universalmente apreciable. Me exigiría desviarme en exceso de mis actuales propósitos el ponerme a considerar ahora un punto sobre el que he insistido repetidamente y que, en lo que al factor poético se refiere, no ofrece la más mínima duda: el de que la Belleza es el único y legítimo ámbito del poema. Sólo añadiré unas palabras, no obstante, a fin de aclarar lo que realmente con ello intento decir, y que algunos de mis amigos se muestran proclives a malinterpretar. Ese placer que a la vez es el más intenso, elevado y puro de todos, se halla a mi parecer en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de la Belleza, no se están realmente refiriendo, tal como suponen, a una cualidad, sino a un efecto; se refieren, en suma, a esa elevación pura e intensa del alma -no del intelecto, o del corazón- sobre la cual ya he hablado, y que se experimenta a través de la contemplación de “lo bello”. Otorgo a la Belleza, por tanto, el dominio del poema, nada más por el hecho de que es una norma evidente de todo arte la recomendación de que los efectos surjan del modo más directo posible de sus causas originales; y nadie ha habido hasta el momento tan obtuso como para
no reconocer que esta peculiar elevación de la que hablamos, cuando menos, se consigue más pronto a través de un poema. No obstante, el propósito de Verdad, como satisfacción del intelecto, y el propósito de Pasión, como excitación del corazón, si bien hasta cierto punto alcanzables en poesía, lo son, desde luego, mucho más fácilmente en prosa. Sucede que la Verdad exige una precisión, y la Pasión una familiaridad (los verdaderamente apasionados saben a lo que me refiero) por completo antagónicas respecto de esa Belleza que, como digo, consiste en la excitación o ascenso placentero del alma. Lo que no es cortapisa, sin embargo, para que la Pasión, o incluso la Verdad, puedan tener cabida en un poema, con gran provecho del mismo -ya que pueden servir para aclarar o reforzar el efecto general, tal como las disonancias en música, por contraste- aunque el verdadero artista mostrará inclinación antes que nada a restringir su uso de modo acorde a su función de eficaces auxiliares del plan predominante de la obra y, en segundo término, a envolverlas lo más posible en esa Belleza que constituye la atmósfera y la esencia del poema.
Considerada la Belleza, pues, como mi dominio, la siguiente cuestión tenía que ver con el tono en su más alta manifestación; y la experiencia siempre me ha demostrado que dicho tono es el de la tristeza. La Belleza de cualquier índole, en su forma más elevada, de modo invariable mueve al alma sensible al llanto. La melancolía se erige, pues, en el más legítimo de los tonos poéticos.
Una vez determinados la extensión, el dominio y el tono, me entregué a la inducción ordinaria a fin de dar con alguna suerte de aderezo artístico que me sirviera de clave para la construcción del poema; un pivote en torno al cual girase toda la estructura. Haciendo un calculado repaso de los efectos artísticos usuales -o más propiamente recursos, en sentido teatral- hallé de inmediato que ninguno había recibido un uso tan universal como el del estribillo. La universalidad de su empleo me bastó como garantía de su valor intrínseco, ahorrándome la necesidad de cualquier análisis. Sopesé, sin embargo, si era susceptible de algún perfeccionamiento, y pronto di en apreciar que su condición era primitiva. En el uso
común, el estribillo, no sólo queda circunscrito al poema lírico sino que la clave de su efecto reside en la monotonía, tanto de sonido como de pensamiento. El placer únicamente es producto de la sensación de identidad, de repetición. Resolví diversificar, y así acrecentar, su efecto, siendo fiel por lo general a la monotonía del sonido, pero variando de continuo la referida al pensamiento; es decir, decidí que continuamente produciría nuevos efectos variando la aplicación del estribillo, mientras éste permanecía en su mayor parte, invariable.
Decido esto, me entretuve en considerar cuál había de ser la naturaleza de mi estribillo. Puesto que su aplicación iba a variar continuamente, era evidente que en sí mismo tenía que ser breve, ya que la dificultad podía resultar abrumadora al tener que arreglármelas con una frase larga. En proporción a la brevedad de la frase estaría, claro está, la facilidad en la variación, lo que sin más dilación me indujo a pensar en una sola palabra como el mejor de los estribillos.
La siguiente cuestión a dirimir sería el carácter de esta palabra. Teniendo ya en mente el uso de un estribillo, la división del poema en estrofas no sería más que un simple trámite: el estribillo cerraría cada una de estas estrofas. Que para ser contundente, dicho cierre debía resultar sonoro a la par que enfático, era algo que no ofrecía duda: tales consideraciones me llevaron inevitablemente a reparar en la o larga como la vocal más sonora, asociada a la r como la consonante que mejor se adecuaba a tal efecto.
Establecido de este modo el sonido del estribillo, se imponía la necesidad de seleccionar una palabra que portara dicho sonido, y que al mismo tiempo guardara un equilibrio con este tono melancólico que se había determinado para el poema. Metido en tales pesquisas, hubiera sido del todo imposible pasar por alto la palabra “Nevermore”. De hecho, fue la primera que se me presentó.
El siguiente desideratum consistía en un pretexto para la continua utilización de la palabra “Nevermore”. Reparando en los problemas que pronto tuve que afrontar al inventarme una razón lo suficientemente plausible de cara a su continua repetición, no tarde en advertir que tales problemas surgían solamente de la suposición de que la palabra tenía que ser continua o monótonamente repetida por un ser humano. Advertí, en suma, que la dificultad radicaba en hacer reconciliable esta monotonía con el uso de la razón por parte de la criatura que repitiera la palabra. Enseguida acudió a mi mente la idea de un ser irracional, capaz, sin embargo, de hablar; lo que naturalmente me llevo a pensar, antes de nada, en un loro, para a continuación sustituirlo por un cuervo, igualmente capacitado para hablar, pero infinitamente más en concordancia con el tono elegido.
Había llegado pues hasta la concepción de un cuervo, pájaro de mal agüero, repitiendo monótonamente la palabra ”nevermore” al final de cada estrofa, en un poema de tono triste y de unos cien versos de extensión. Ahora, sin perder jamás de vista mi propósito de, en todo punto, alcanzar lo supremo, es decir, la perfección, llegado había el momento de preguntarme: “De todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es en mayor grado, según el universal entendimiento humano?. La respuesta obvia era la muerte. “Y cuando -me pregunté- dicho tema, el más melancólico, resulta más poético?”. Teniendo en cuenta lo que ya he explicado con cierto rigor, la respuesta, también ahora, estaba clara: “Cuando se halla más estrechamente ligado a la Belleza: la muerte, por tanto, de una mujer hermosa es, sin ningún género de dudas, el tema más poético del mundo; y del mismo modo tampoco cabe dudar que los labios más aptos para expresar este tema son los de un amante despojado de su amada”.
Ahora tenía que combinar las dos ideas, la del enamorado que sufre por la muerte de su amante y la de un cuervo que no cesa de repetir “nunca más”. Tenía que fusionarlas, teniendo en cuenta mi intención de ir variando a cada vez la aplicación de la palabra repetida; pero el único modo inteligible de hacer esto consistía en imaginar que las palabras
del cuervo servían de respuesta a las preguntas que se hacía el amante. Y en esto fue donde atisbé de golpe la oportunidad que me brindaba aquel efecto del que tanto esperaba, es decir, el de la variación de aplicación. Vi que la primera pregunta que se hace el enamorado -la primera también a la que el cuervo habrá de responder “nunca más”- podría tener un carácter trivial; la segunda un poco menos, aún menos la tercera, y así hasta que finalmente el amante, perturbada su apatía inicial ante el lastre melancólico de la propia palabra, por su constante repetición, y considerando también la fama siniestra que detenta el ave que la pronuncia, se entregara sin reservas a la superstición, formulando interrogantes de índole bien distinta, interrogantes cuya solución alberga apasionadamente en su corazón, y que plantea por superstición y llevado por ese tipo de desesperación que se deleita en la propia tortura: formulándolas no tanto porque esté convencido de que el pájaro posea un carácter profético o demoníaco (pues la razón le dice que simplemente está repitiendo algo que sabe de memoria) sino porque experimenta un placer frenético al plantear sus preguntas de tal manera que el ya previsto “nunca más” le aporta una tristeza tanto más deliciosa cuanto más intolerable. Consciente de la oportunidad que se me brindaba -o, para ser más exactos, se me imponía según progresaba en la construcción del poema- fijé mentalmente, en primer término, lo que sería el clímax, o pregunta culminante -esa pregunta para la cual el “nunca más” supondría una respuesta definitiva- y para la que como réplica, dichas palabras aglutinarían en sí la máxima cantidad concebible de tristeza y desesperación.
Bien puede decirse que el poema tuvo aquí sus inicios: en su final, donde toda obra artística debe comenzarse; pues fue aquí en donde, siguiendo mis consideraciones preliminares, tomé papel y pluma para componer la siguiente estrofa:
“¡Profeta!” exclamé “¡trasgo infernal, ave o demonio mas profeta al fin! Por el cielo que se cierne sobre ambos, por ese Dios al que adoramos, dile a esta alma angustiada si allá en el Edén lejano
podrá abrazar a esa doncella santa, a quien los ángeles llaman Leonor, a esa joven tierna y resplandeciente, a quien los ángeles llaman Leonor.” …....................Dijo el cuervo: “Nunca más”,
Compuse la estrofa en aquel momento de modo que, primeramente, al tener ya establecido el punto culminante me sería más fácil después ir variando de forma gradual, en importancia y seriedad, las preguntas previas que el amante formulase y, en segundo lugar, porque ello me permitía fijar definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la estructura general de la estrofa y asimismo graduar las estrofas precedentes de manera que ninguna la sobrepasara en su efecto rítmico. De haberme sido posible, al componer los versos subsiguientes, construir estrofas dotadas de un mayor vigor, no habría tenido escrúpulo alguno en debilitarlas de forma premeditada a fin de que no interfiriesen con el efecto del punto culminante.
Y debo decir aquí unas pocas palabras en lo tocante a la versificación. Mi primer propósito (como siempre) se centraba en la originalidad. Hasta que extremo se ha descuidado esta cuestión, en la versificación, es de todo punto inconcebible. Admitiendo que las posibilidades de variación en cuanto al ritmo son escasas, sigue estando claro que las posibles variantes de metro y estrofa son absolutamente infinitas; y sin embargo, durante siglos, no ha habido nadie que en el verso haya hecho jamás, o diese muestras de querer hacer, algo original. El hecho es que, la originalidad (excepto cuando se trata de mentes dotadas de una fuerza inusual) no tiene nada que ver, tal como se supone, con el impulso y la intuición. Lo que de común sucede es que exija una laboriosa indagación, y que pese a constituir un mérito innegable del más alto rango, su consecución implique menos invención que negación.
Por supuesto que no pretendo alardear de originalidad alguna en el ritmo o en el metro de “El cuervo”. En lo primero es trocaico, y lo segundo un octámetro acataléctico, alternando con el heptómetro cataléptico repetido en el estribillo del quinto verso, y terminando con un tetrámetro cataléptico. Dicho con menos pedantería, los pies utilizados (troqueos) a lo largo de todo el poema se forman a partir de una sílaba larga seguida de otra corta; el primer verso de esta estrofa está formado con ocho de estos pies, el segundo con siete y medio (en realidad dos tercios de pie), el tercero con ocho, el cuarto con siete y medio, el quinto lo mismo, y el sexto tres y medio. Ahora bien, cada uno de estos versos, tomados por separado, ya habían sido utilizados, con lo que la originalidad de “El cuervo” estriba en su combinación en la estrofa, puesto que jamás antes se había intentado nada que se pareciera ni remotamente a esta combinación. Además, su efecto se ve reforzado por otros efectos insólitos o completamente novedosos, fruto de una aplicación de mayor alcance de los principios que rigen la rima y la aliteración.
El siguiente punto a considerar era la manera de reunir al enamorado y al cuervo, empezando por determinar un lugar. Para ello, lo más natural parecía ser un bosque, o el campo, sólo que siempre tuve la impresión de que una concisa limitación espacial resulta ineludible cuando se busca el efecto de un incidente aislado: lo resulta igual que el marco a una pintura. Tiene la indudable virtud de mantener la atención concentrada, aunque, claro está, no se la debe confundir con la mera unidad de lugar.
Decidí, por tanto, ubicar al enamorado en su habitación, un recinto para él sagrado por los recuerdos de aquella que lo había frecuentado. Presenté la habitación ricamente amueblada, a tenor de las ideas que ya comenté sobre la Belleza, como la única tesis válida en poesía.
Una vez determinado el lugar, tocaba ahora introducir al pájaro, y la ocurrencia de hacerle entrar por la ventana resultaba inevitable. La idea de hacer que el enamorado imaginase, en un primer momento, que el aletear del ave contra el postigo de la ventana era una “llamada” suave a su puerta, tenía su origen en el deseo de acrecentar – por dilación- la curiosidad del lector, dando pábulo también al efecto incidental que se desprende cuando el enamorado abre de par en par su puerta y sólo halla oscuridad, con lo que medio imagina que era el espíritu de su amante quien tocaba.
Hice que la noche fuera tempestuosa, primero, para justificar que el cuervo pidiera entrar, y segundo, por el efecto de contraste con la serenidad (material) del interior de la estancia.
Hice que el pájaro se posara sobre el busto de Palas, buscando también el efecto causado por el contraste entre el mármol y el plumaje -una vez dejado claro que el busto aparece sólo por indicación del pájaro- y habiendo escogido el busto de Palas, en primer lugar, por adecuarse al talante erudito del amante, y luego, por la propia sonoridad del nombre.
Hacia la mitad del poema volví a hacer uso de la fuerza del contraste, con la intención de hacer más profunda la intención final. Así, por ejemplo, un aire fantasmagórico -rayano en lo esperpéntico hasta donde las circunstancias lo permitían- preside la entrada del cuervo, el cual “alborotado revoloteaba, sin hacer siquiera una reverencia”.
Mas con aire señorial en lo alto de la puerta se posó sobre un busto de Palas, en la puerta de mi habitación.
En las dos estrofas siguientes, este plan adquiere una mayor concreción:
Mas el pájaro de ébano trocó en sonrisa mi triste fantasía, dado el porte severo y adusto que su semblante adoptaba: !Aun con ser tu cresta lisa y rala -dije- un cobarde no pareces, sino cuervo antiguo y errante, surgido de las orillas de la noche. ¿Conocer quisiera tu nombre en la orilla plutoniana de la noche! ….................Dijo el cuervo: “Nunca más”.
Pasmado escuché tan rotundas palabras salir de aquel pajarraco, pese a hallar en su respuesta escaso juicio y poca significancia pues justo es admitir que no haya humano o viviente que por ventura un ave viera posarse sobre la puerta de su alcoba, ni bestia otra ninguna, sobre el busto de su alcoba, …................Atendiendo al nombre de “Nunca más”.
Dispuesto así el efecto del desenlace, troqué de inmediato el tono fantasmagórico por otro de la más profunda seriedad; dicho tono da comienzo en la estrofa siguiente a la ya citada, con el verso:
Pero el cuervo, sentado en solitario sobre aquel plácido busto, etc.
Desde este momento el enamorado deja de bromear, no viendo ya nada fantástico en la conducta del cuervo. Se refiere a él como un “espantajo de mal agüero, surgido de una edad
lejana”, y siente que “su mirada de fuego” le quema “las entrañas”. Este giro total de ideas y sentimientos por parte del enamorado, pretende inducir a otro similar por parte del lector, situándole en el marco anímico más apropiado al desenlace, cuyo fin se precipita ahora de la manera más rápida y directa posible.
Con el dénouement propiamente dicho, con la réplica del cuervo, “Nunca más”, y después con la última pregunta del enamorado sobre si encontrará a su amante en el otro mundo, puede decirse que el poema llega a conclusión en su fase más evidente, la de simple relato. Hasta aquí, todo encaja en los límites de lo creíble, de lo real. Un cuervo que de memoria repite sólo dos palabras, “Nunca más”, y que ha escapado de su dueño, es arrastrado a medianoche, por la furia de la tormenta, a pedir asilo en una ventana en la que aún puede verse luz; la ventana del cuarto de une estudioso que tan pronto cae absorto en la lectura como se pone a soñar con su anhelada amante fallecida hace poco. La ventana es abierta de par en par ante el alboroto que arma el pájaro, el cual vuela a posarse justo allí donde el estudioso no le puede alcanzar y que, tomando a diversión el incidente y la extraña conducta del visitante, se le ocurre preguntar, en son de broma y sin esperar una respuesta, por su nombre. A lo que el cuervo contestará con las consabidas palabras de “Nunca más”, palabras que hallarán eco inmediato en el atribulado corazón del estudioso, el cual, mientras articula en voz alta ciertos pensamientos que la ocasión le procura, sufre un nuevo sobresalto al repetir el ave las palabras “Nunca más” . El estudioso reconoce ahora la naturaleza del caso, pero se ve impelido, como ya expliqué antes, mitad por simple superstición, mitad por el humano deseo de torturarse a sí mismo, a formular al pájaro preguntas que le acarrean a él, el enamorado, toda la voluptuosidad del dolor, mediante la consabida respuesta de “Nunca más”. Con esta complacencia, extrema, en el propio sufrimiento, la narración, en lo que ya determiné como su fase más evidente, llega a su término natural, sin haber sobrepasado hasta el momento los límites de lo real.
Pero en los temas así elaborados, sucede que por mucha destreza que se emplee, o por vívidos que resulten los incidentes relatados, se aprecia siempre como una aspereza o desnudez que repugna al ojo del artista. Hay dos cosas que de modo invariable se requieren: una, cierto grado de complejidad, o más propiamente, de adaptación; y otra, cierto elemento sugestivo, alguna corriente subterránea de sentido, por difusa que sea. Es esto último, sobre todo, lo que otorga a la obra artística buena parte de esa riqueza (por tomar del habla llana un término contundente) a la que con demasiada afición confundimos con el ideal. Es el abuso del significado sugerido -haciendo de éste la corriente superior en vez de la corriente subterránea del tema- lo que convierte en prosa (y del género más vulgar) a la así llamada poesía de los llamados trascendentalistas.
Ateniéndome a estas opiniones, añadí las dos estrofas finales del poema, de modo que su poder sugestivo impregnase todo lo relatado anteriormente. La corriente de sentido subterráneo aparece por vez primera en los versos:
“Sácame el pico del corazón, y aleja tu semblante de mi puerta”. ….................Dijo el cuervo: “Nunca más”.
Es de notar que las palabras “del corazón” constituyen la primera expresión metafórica del poema. Junto con la respuesta “Nunca más”, disponen al espíritu hacia la búsqueda de un sentido moral en lo previamente narrado. El lector comienza ahora a ver en el cuervo un emblema, pero hasta llegar al último verso de la última estrofa no se hará patente la intención de mostrarlo como un emblema del fúnebre e imperecedero recuerdo:
Y el cuervo seguía estático, sin moverse, allí posado, sobre el pálido busto de Palas, sobre la puerta de mi habitación.
Sus ojos son la imagen de un demonio que acaso soñase, y el farol que le alumbra, su sombra proyecta en mitad de la estancia, y mi alma, de esa sombra que en el suelo flota engañosa …................¡No se levantará... nunca más!
EDGAR ALLAN POE, abril de 1846 (Traducción de José Luis Palomares) (Libros C de Langre, 2001)