3. El camino de fierro La verdad, que ni Celestino ni yo nos levantamos a la mañana siguiente con el mismo entusiasmo que el día anterior. Nos sentíamos muertos de cansancio, y ahora si que yo tenía las piernas duras y entumecidas. Ya en el camino, se veían los volcanes a lo lejos. En unos cuantos días estaríamos entrando a la ciudad de México, y eso me llenaba de gusto. Como a las dos horas de que habíamos empezado a caminar, oímos unos gritos fuertísimos que provenían del bosque. Ni a papá ni a mí nos parecían muy lejanos. Al principio no entendíamos muy claramente lo que las voces decían, luego poco a poco se nos fueron aclarando: —«¡Aquellos durmientes a la izquierda!» —«Usted, Jacinto, prepare el chapopote.» —«¡Quiten aquellas hierbas!» De pronto los tuvimos frente a nosotros: decenas de obreros estaban tendiendo las vías del ferrocarril y los gritos eran los de los capataces. Vimos cómo sudaban a cántaros colocando los durmientes, cómo brillaban sus espaldas y sus brazos se levantaban sosteniendo los troncos pesadísimos, vimos sus rostros firmes y duros de tanto trabajo como tenían. Yo estaba extasiado mirando aquel ir y venir de obreros, oyendo el griterío y la algarabía con la que se entregaban a su trabajo y no pensé en papá, no me di cuenta de que él se había quedado mirando fijamente a los hombres, entristecido y mudo. —«Se acaba nuestro oficio, hijo,» me dijo papá como adolorido. «Están construyendo el camino de fierro para que pase el tren.» El tren, pensé yo entonces, ¿qué sería el tren? No lograba imaginarme cómo sería. En el camino papá me fue explicando que se trataba de un enorme carro de hierro que echaba humo por encima, y que iría caminando siempre sobre esos fierros que ahora los hombres estaban colocando.
—«Dicen que traerá el progreso y la paz a México, mi hijo. Son los tiempos modernos. Dicen que beneficiará muchísimo a nuestro país. "El ángel de la paz", lo llaman; por eso estaban esos señores trabajando con tanto ahínco. Y ni qué, no hay vuelta de hoja, acabará con nuestro oficio, la arriería pasará a la historia. Será el tren el que lleve las arrobas que ahora llevan las mulas.» Todo esto me lo iba diciendo con voz atorada. Yo le veía los ojos brillando más que nunca, pero la verdad esto no me preocupaba mucho, yo iba pensando en el tren: una gran lombriz de fierro, rugiendo despavorida por el monte, arrasando con el campo; y me imaginaba las hojas de los árboles removidas y asustadas cada vez que lo vieran pasar. Todo esto lo había leído en los rostros de los hombres que trabajaban haciendo el camino de fierro; había leído su orgullo de ser ellos los que le preparaban el camino, y en ese entonces no me detuve mucho a pensar en los sentimientos de mi padre. De todo esto, Celestino por supuesto que ni se enteraba; seguía tan plácidamente como siempre, mientras que papá y yo íbamos cada uno con la cabeza puesta en diferentes pensamientos.