La Bastilla mexicana: El fin de la Inquisición Jueves, 20 de Abril de 2006
Crueles las cárceles son, pero ésta entre todas priva, por ser una imagen viva de las grutas de Plutón. P. Soria, reo de la Inquisición.
Alejandro Rosas / Historiador. No hubo festejos ni celebraciones, mucho menos tumultos o levantamientos populares como los ocurridos en Madrid por la misma razón. Al decretarse la extinción del Tribunal del Santo Oficio en México --31 de mayo de 1820-- la sociedad capitalina mantuvo una actitud tan fría como las viejas y húmedas cárceles de la Perpetua, donde por años, cientos de reos pagaron su “infidencia” a la fe católica. Todo se había precipitado a partir de 1808 con la invasión napoleónica a España y la elevación ilegítima de José Bonaparte --el famoso “Pepe botella”-- al trono español. El pueblo indignado por la tibieza de su rey Fernando VII organizó la resistencia y mientras buena parte de los españoles engrosaban las filas guerrilleras para la defensa de su territorio, los gaditanos albergaban a las cortes que darían al pueblo español la famosa constitución liberal de Cádiz en 1812. En las sesiones que tuvieron lugar de diciembre de 1812 a febrero de 1813, las cortes decretaron el fin de una de las instituciones más terribles de la historia de la humanidad: el Tribunal del Santo Oficio, también llamado Tribunal de la Fe o Santa Inquisición. El decreto del 22 de febrero de 1813 se extendió a las colonias en América y en Nueva España fue promulgado el 8 de junio, en cierto modo, para ganar simpatías y disminuir a las huestes insurgentes que peleaban en el sur del territorio novohispano bajo el mando del cura Morelos. Poco duró el gusto. Con la vuelta del absolutismo a España en 1815 y el desconocimiento que hizo Fernando VII de las cortes y de la constitución de Cádiz, el viejo tribunal fue restablecido tanto en la metrópoli como en las colonias y sus habitantes padecieron cinco años más las injusticias de la temida institución, que dejó de perseguir delitos contra la fe para llenar sus mazmorras con reos políticos. En 1820, España adoptó nuevamente el liberalismo constitucional y la Inquisición vio el final de sus días quedando abolida definitivamente el 31 de mayo de 1820. Años después, Lucas Alamán recordaría lo sucedido en Nueva España: El tribunal de la inquisición cesó desde aquel mismo día, aunque no se hubiese recibido orden alguna para su supresión, pero previendo los individuos que lo formaban, que esta era la suerte que debían esperar, tenían tomadas sus medidas desde que se recibieron las primeras noticias de la consumación de la revolución en España, habiendo hecho trasladar a los conventos de la capital los presos que estaban en su cárceles por causa de religión y a la corte los que se hallaban en ellas por materias políticas, entregando al arzobispo el archivo, con lo que solo faltaba mudarse ellos mismos a otras habitaciones, dejando las que tenían en el edificio del tribunal, para evitar un insulto, sí, como sucedió en Madrid, se promovía algún movimiento del pueblo, lo que no se verificó. En territorio novohispano el Tribunal de la Fe había sido establecido formalmente desde 1571 y en un acierto de la corona española y de la iglesia, en 1573 los indios fueron excluidos de su jurisdicción. Sobre su establecimiento José Vasconcelos escribió lo que fue una triste realidad: El Tribunal de la Inquisición vino a entenebrecer el ambiente ya entristecido por la convivencia de indios y blancos, miserables y poderosos. En vez del catolicismo piadoso, alegre, fecundo de los primeros franciscanos y de los carmelitas y aun dominicos como Las Casas, un catolicismo de Tribunal, una fe que se defiende con el terror. La Inquisición en la Nueva España no tuvo comparación con lo realizado durante siglos por sus correspondientes en la metrópoli y buena parte de Europa donde literalmente la sangre había llegado al río. En México, tras 296 años de ejercer sus funciones el saldo no era cruento --el Santo Oficio había dictado sentencia de muerte a 43 reos--, aunque tampoco era favorable: ninguno de los cientos de personas que pisaron las cárceles secretas de la Perpetua podía elevar una oración en defensa del terrible tribunal. La mayoría había sufrido en carne propia el tormento físico y psicológico, la humillación o la degradación que con tanta naturalidad se atrevían a ejercer los inquisidores. Ante el juicio de la historia, la Inquisición en la Nueva España era tan culpable como en Europa. A la sociedad novohispana no debió parecerle así. Los habitantes de la ciudad de México poseían una memoria histórica de escaso alcance moral y carecían de conciencia política: no celebraron el fin de la Inquisición ni siquiera como un acto de reivindicación histórica y desagravio a los criollos y mestizos que durante el proceso de independencia fueron vejados por el Santo Oficio al defender las ideas de libertad: dos de sus reos más notables habían sido Miguel Hidalgo y José María Morelos. Apenas cinco años antes, en 1815, una vez reinstalado en sus funciones, el Tribunal de la Fe había alcanzado su momento de gloria: tras ser capturado, José María Morelos fue conducido a las cárceles de la Perpetua para ser acusado de traición al rey y “mucho más traidor a Dios”, siendo juzgado por la Inquisición, cuya alta jerarquía tenía el “honorable” antecedente de haber aceptado sin cortapisas a José Bonaparte como rey de España. Del 25 al 27 de noviembre de 1815 el tribunal juzgó a Morelos y lo condujo al extremo de la humillación al degradarlo en un auto público de fe: Luego que se terminó la lectura de la causa --escribió Lucas Alamán--, el inquisidor decano hizo que el reo abjurase de sus errores e hiciese la protesta de la fe, procediendo a la reconciliación, recibiendo el reo de rodillas azotes con varas... Morelos tuvo que atravesar toda la sala del tribunal con el vestido ridículo que le habían puesto y con una vela verde en la mano... con los ojos bajos, aspecto decoroso y paso mesurado, se dirigió al altar, allí se le revistió con los ornamentos sacerdotales y puesto de rodillas delante del obispo, ejecutó éste la degradación por todos los órdenes, según el ceremonial de la iglesia. Todos estaban conmovidos con esta ceremonia imponente; el obispo se deshacía en llanto; sólo Morelos, con una fortaleza tan fuera del orden común que algunos la calificaron de insensibilidad, se mantuvo sereno, su semblante no se inmutó, y únicamente en el acto de la degradación se le vio dejar caer alguna lágrima. Era la primera vez desde la conquista, que este terrible acto se efectuaba en México”. Días más tarde, el 22 de diciembre Morelos fue pasado por las armas. *** Se le llegó a conocer como la Bastilla mexicana; era un sólido edificio de tezontle que se erigía entre las calles de Sepulcros de Santo Domingo y la Perpetua (hoy Brasil y Venezuela) y cuya entrada principal le había ganado la denominación de la “casa chata”. En ese lugar, frente a la plaza de Santo Domingo, los dominicos se habían establecido al llegar a México y posteriormente cedieron el terreno y la vieja construcción para que en ella tuviera su sede el Santo Tribunal de la Inquisición. En la parte baja se hallaba un segundo patio llamado de los Naranjos alrededor del cual se hallaban 19 calabozos y detrás de ellos otros tantos asoleaderos, en los cuales los presos salían a recibir el sol pero sin poder comunicarse entre sí. En la parte alta se hallaban la Sala de Audiencia y los departamentos de oficiales y ministros, dando entrada a la primera una pieza adornada con 40 retratos de inquisidores. Determinados salones tenían acceso directo a las prisiones y pasadizos para ingresar a la sala de Tormento, “donde había unos agujeros por los cuales los testigos y el delator no podían ser vistos por los reos”. Una construcción similar se levantaba en Tlalpan (entre las actuales calles de Matamoros e Hidalgo), con el mismo estilo arquitectónico y con la peculiar característica de ser también una “casa chata”. Aquella edificación era conocida por la vox populi como Comisariado de la Inquisición: se decía que algunos célebres inquisidores la habían habitado sucesivamente, de ahí el origen de su nombre y el halo de misterio que por años cubrió a la famosa construcción. Como su sede, vistosas eran las insignias penitenciales utilizadas por el Tribunal de la Fe. El llamado sambenito era una especie de escapulario de lienzo o paño, amarillo o rojo, que cubría el frente y espalda del individuo hasta casi las rodillas con tres distintas modalidades dependiendo la sentencia del reo: Samarra, Fuego revolto, y Sambenito -nombre que después fue común a todos. La Samarra la llevaban los relajados, o sean lo presos entregados al brazo seglar, para que fueran agarrotados o quemados vivos. La Samarra tenía entonces pintados dragones, diablos y llamas entre las que se veía ardiendo el retrato del reo. El hábito conocido como Fuego Revolto, era el de los que habían demostrado arrepentimiento, y por eso se pintaban las llamas en sentido inverso, como para significar que se habían escapado de morir abrasados por el fuego. El Sambenito, que vestían el común de los penitenciados era un saco encarnado con una cruz aspada o de San Andrés. Llevaban también rosarios, y velas amarillas o verdes; encendidas los reconciliados y apagadas lo impenitentes, y cuando eran blasfemos se les ponían mordazas. Si alguna legitimidad moral concedieron los novohispanos al Tribunal del Santo Oficio, más por temor que por convicción, nunca fue tanta como para no hacer mofa de ella. El ingenio popular acuñó dos frases que resumían el miedo y la burla -sentimientos encontrados de la sociedad- que inspiraba la Inquisición: “Al rey y a la Inquisición chitón” solían decir; y al referirse al tribunal en sesión lo describían como: “Un Santo Cristo, dos candeleros y tres majaderos”. Pero el sarcasmo involuntario y cínico provenía de los labios de los propios inquisidores, quienes para curarse en salud referían que no todos los sentenciados a muerte llegaban a morir en la hoguera, sino momentos antes y bajo el conocido método del garrote --igualmente bárbaro--, de ese modo lo “único” que realizaban en los autos públicos de fe era la incineración del inánime cuerpo del infidente. Además de sus aberrantes actos, leyendas y rumores también dieron vida a la historia del Tribunal de la Fe en la Nueva España. Durante el periodo colonial, tal vez la narración más famosa fue la historia de la Mulata de Córdoba, mujer acusada de brujería ante la Inquisición que fue llevada a las cárceles de la Perpetua de donde escapó pintando en las pared de su celda un navío, el cual abordó para perderse en el horizonte imaginario y misterioso de las leyendas virreinales. Años después de su extinción, el Tribunal del Santo Oficio continuó siendo objeto de las historias más inverosímiles. En 1861 se extrajeron “del osario perteneciente al panteón de los padres dominicos trece momias de las cuales se llegó a afirmar que eran restos de renegados y judaizantes emparedados por el célebre tribunal”. Desde luego no era cierto, pero la historia alcanzó los límites de lo absurdo en la realidad: a instancias del gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz fue autorizada la venta de las momias a un circo italiano que se presentaba en la ciudad. Los restos, bastante bien conservados, se convirtieron en una más de las atracciones del circo y la compañía abandonó la república mexicana cuando asomaba la intervención francesa. No se volvió a tocar el tema. En 1867, al restaurarse la república, Juan José Baz --nuevamente gobernador del Distrito Federal-- fue informado que una de aquellas trece momias era el mismísimo Fray Servando Teresa de Mier e hizo todo lo
humanamente posible por recuperarlas. Fue inútil: el ajetreo de los viajes, las giras del circo, los diversos climas y el tiempo que todo lo cubre de historia las habían desaparecido de la faz de la tierra. *** El 10 de junio de 1820 fue el último día de la Inquisición en la Nueva España -el decreto era del 31 de mayo pero el anuncio había llegado al continente Americano hasta los primeros días de junio. Desde temprano hubo un movimiento inusual en uno de los cuarteles cercanos al zócalo en donde se formó un destacamento con setenta hombres y dos cañones al mando del capitán Pedro Llop. Atravesando el Zócalo, el contingente militar avanzó hasta el temible edificio de la plaza de Santo Domingo y detuvo su marcha frente a la “casa chata”. Acto seguido un notario dio lectura al bando por el que se extinguía el Tribunal de la Fe y procedió a fijarlo en la misma esquina. No había gente en los alrededores, solo algunos transeúntes, que extrañados y curiosos, se acercaron para observar. El capitán Llop tocó tres veces a la puerta y nadie contestó. Sin obtener respuesta, encolerizado gritó: “¡No abren! ¡Bala con ellos!”. En ese instante los portones que por más de doscientos años se habían abierto con facilidad ante la denuncia, el rumor y el chisme, lo hicieron nuevamente y por última vez. El fin estaba próximo. Temiendo por sus vidas, el carcelero, el conserje y el cocinero del Santo Oficio se presentaron ante el militar para informarle que minutos antes los inquisidores celebraban tribunal pleno y al escuchar al notario y el movimiento de tropas decidieron huir a través de la azotea del edificio para bajar por alguna de las casas vecinas. Sólo uno de los inquisidores que padecía reumatismo permaneció en el edificio y fue amagado por los solados. Con la orden de liberar a todos los reos, el capitán se dirigió al patio de los Naranjos y mandó abrir los calabozos. Eran escalofriantes: la luz apenas penetraba, no había ningún tipo de mobiliario y estaban inmundos. “Vimos salir de aquel antro --refiere un testigo de la época-- a un hombre de estatura gigantesca, ¡enorme! Era el judío Rafael Crisanto Gil Rodríguez, alias el Guatemalteco, legítimo descendiente de los judíos que habían sido expulsados de Portugal en el siglo XVIII”. Fueron treinta y nueve los presos liberados. Muchos se asustaron, pensaban que se les sacaba del encierro para ser quemados en el famoso cadalso de la Alameda, donde solían ejecutarse los autos de fe. Había otros con treinta años de prisión y su estado físico era lastimoso. Con el paso de los años, algunos habían perdido a sus parientes y amigos y no tenían a donde ir. El virrey Juan Ruiz de Apodaca se apiadó de aquellos hombres y les dio dinero, unas cuantas monedas. La Inquisición los había privado de su libertad y con ello algo más valioso, su pasado y su futuro, el presente era sombrío. La Bastilla mexicana le decían al viejo edificio construido por los dominicos. Pero la sociedad novohispana no advirtió nada en esa denominación, el nombre no les decía nada y no respondió ante la injusticia como el pueblo francés en 1789. Paradójicamente, al enterarse de lo acontecido aquel 10 de junio de 1820, la gente no corrió al viejo edificio para quemarlo o destruirlo, sino para lamentar el fin de la Inquisición. Descorazonados y mirando al cielo, alguno se atrevió a decir: “¡Dios nos va a castigar!”. Correo electrónico:
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