Velvet_buzzsaw_la_querencia_de_las_image.pdf

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Velvet Buzzsaw, la querencia de las imágenes Víctor Meliá de Alba Artista visual Febrero 2019

El pasado día 1 de febrero, Netflix estrenó a nivel mundial el largometraje Velvet Buzzsaw, una película cargada de ironía, toques de humor y una dosis extraña de cine de terror. En definitiva, la película dirigida por Dan Gilroy es tan difícil de catalogar y clasificar como el propio arte al que hace referencia. No obstante, se pueden extraer ciertos detalles de gran interés que nos permitirán una reflexión en torno a las bellas artes, tanto en su quehacer individual como en su acepción de aparato social, más allá de una mera reseña de la película. Parece que la película ofrece una sátira respecto al mercado del arte, incluyendo todos los roles que intervienen en él. No obstante, como la realidad siempre supera la ficción, es de recibo señalar la proximidad del estreno con uno de los eventos más esperados del año en el sector artístico: la feria ARCO. ¿Casualidad? Viviendo ya sus preliminares, cuyo clímax se alcanzará al conocer las cifras de las transacciones económicas, el mercado del arte resulta un desfile de personajes y personalidades con valores diversos de romanticismo y escrúpulos en su sangre. Esta puesta en escena de intereses particulares la encarnan, en la película, los actores Jake Gyllenhall y Rene Russo, cuya actuación representa la facción (auto)legitimadora del arte, los verdaderos influencers cuya opinión y criterio determinan el escenario donde el resto de agentes culturales llevarán a cabo su papel. No es mi intención centrarme en cómo funciona el mercado del arte ni en hacer un análisis, aquí y ahora, de las distintas instituciones que lo engloban y sus relaciones. Para este fin, existe ya mucha literatura de consulta de autores como George Dickie, Arthur C. Danto o Brian O'Doherty, entre otros, así como reportajes y documentales como La Gran Burbuja del Arte Contemporáneo (2009), producido por un inocente Ben Lewis que quiso adentrarse en las fauces del lobo para acabar realizando un documento descafeinado y confuso. En cierto sentido, la crítica a las instituciones artísticas y al mercado ha generado una estética en sí misma, una corriente de (pseudo)pensamiento que, en demasiadas ocasiones, ha mezclado la ideación con la mercantilización, el valor con el coste. Sin embargo, partiendo de esta película es difícil evitar la pregunta sobre quién decide qué es arte y qué no lo es o, en otros términos, qué obras tienen valor comercial y cuáles no. En este sentido, Velvet Buzzsaw presenta una dualidad particular: dos personajes secundarios manifiestan una relación paralela pero bien diferenciada con el arte. Por un lado, Piers (John Malkovich) un artista de renombre y por quien se pelean las galerías más importantes, rememora los postulados del ready-made al mismo tiempo que representa al artistaempresario del tipo Damien Hirst, Jeff Koons o Marina Abramović. En su estudio, varios empleados «hacen las reposiciones y las réplicas» mientras la «magia», tal y como dice el galerista que le persigue, sucede (o debería suceder) en otro espacio. Al acceder a la parte superior de la nave industrial, el mismo galerista se queda asombrado ante una composición formada por varias bolsas de basura con lienzos en su interior. En cuanto el galerista manifiesta su admiración ante la «obra», Piers se apresura a decir «no es arte». En este personaje se concentran tanto el artista romántico que busca en su interior los entresijos de la obra-aún-no-creada, el vanguardista que desea romper las reglas y determina

qué es y no es arte según los objetos que le circundan, así como la preocupación por aquello que hoy conocemos como estilo y que esconde en su significado la repetición y el auto-plagio. Entre todas estas cuestiones, tampoco pasa desapercibido el parecido físico de Piers con Jackson Pollock. De igual modo podríamos encontrar semejanzas entre Damrish, otro personaje y artista, y Jean-Michel Basquiat, incluso en su intención original de mantenerse fuera del mercado y proteger su independencia creadora. En el lado opuesto se sitúa la actriz Zawe Ashton en su papel de Josephina, una infravalorada aspirante a galerista y aprendiz de Rhodora Haze (Rene Russo). Tras el encuentro fortuito con las obras del enigmático personaje Vetril Dease, Josephina considera que su oportunidad ha llegado al tener la posibilidad de representar a un artista anónimo hasta ese momento. La muerte por causas desconocidas de Dease revaloriza su obra, alimentando así un viejo mito a partir del cual un artista vivo experimenta un techo de cristal solo superable después de su fallecimiento. A partir de aquí, con la ayuda (o chantaje) de la galerista Rhodora, se pone en marcha la maquinaria marketiniana para construir una historia alrededor del fallecido y poder presentar al público su obra con las máximas garantías posibles de éxito. Si bien es cierto que, al parecer, todos quedan embaucados por el extraño atractivo de las obras mismas, no voy a seguir destripando la película y me voy a centrar, brevemente, en la singular relación que establecemos con las imágenes. Hace poco tiempo tuve la oportunidad de definir las imágenes como «dispositivos que accionan la psique humana», considerando que toda imagen altera, de un modo u otro, nuestro estado emocional o intelectual. Para la persona docta en materia estética, esta cuestión podría ser menos que una obviedad, pero considero necesario partir de este punto para determinar dos fuentes de acción, como veremos, bidireccional: la propia imagen y nosotros. A lo largo de la historia, y también en la actualidad, las imágenes han sido veneradas o destruidas como si en ellas habitase una fuerza superior que crease un vínculo casi irracional entre las personas y lo representado. Las imágenes, o lo contenido en ellas, nos producen asco, temor, serenidad, admiración, deseo, nobleza, sosiego, tensión… Por numerosas culturas, las imágenes han sido prohibidas o rechazadas en actos de iconoclasia que también perduran en nuestra sociedad, pero también conservadas y protegidas en los museos, a diferencia de otros objetos. De esta manera, es innegable que establecemos vínculos emocionales con múltiples formas de representación tal y como describió Manuel Vicent en su exquisita novela La novia de Matisse (2000, Alfaguara) o como sucedió durante la Edad Media y Renacimiento con el género pittura infamante. No queda claro, pues, si somos nosotros quienes atribuimos a las imágenes el poder de atracción o si son ellas mismas quienes reclaman, de una forma y otra, su propia querencia. Así, el profesor W.J.T. Mitchell se pregunta ¿Qué quieren las imágenes? (2017, Sans Soleil Ediciones) asumiendo un viejo postulado que considera las imágenes como entes vivos, con capacidad y autonomía para esperar una respuesta determinada por nuestra parte. Solo podemos afirmar que toda imagen nos exige un posicionamiento, una reacción y un compromiso con lo propio y lo ajeno. En palabras de Jacques Lacan, «como sujetos, estamos literalmente convocados en la imagen y representados aquí como presos».

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